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sábado, 24 de marzo de 2018

[PENSAMIENTO] El laberinto de la libertad (III)





El profesor Arias Maldonado culmina con esta de hoy la serie de entregas que ha ido dedicando estas semanas en su blog Torre de Marfil (Revista de Libros), que Desde el trópico de Cáncer ha reproducido con enorme satisfacción y que pueden leer en las entradas correspondientes de los días 2 y 13 de marzo, al asunto de los límites de la libertad de expresión, y por ende, de eso que hemos dado en llamar el laberinto de la libertad, del que la de expresión es su pilar fundamental.

Tal como corresponde a una sociedad cada vez más agonista, comienza diciendo Maldonado, cuyas dinámicas de atención siguen el ritmo sincopado de las redes sociales, el intenso debate público sobre los límites de la libertad de expresión se ha interrumpido bruscamente: ya no hablamos de Pablo Hásel ni de Valtonyc. O mejor dicho, el debate ha pasado a segundo plano ante la irrupción de otros Grandes Acontecimientos, todo ello mientras la vida sigue su curso fuera de la burbuja digital. Pero nada de eso va a impedirnos poner fin a esta serie, dedicada al problema de lo que puede decirse y lo que no en la esfera pública de las democracias contemporáneas. Y, con un poco de suerte, el asunto volverá a los titulares a finales de semana.

Sería injusto, bien pensado, no mencionar un pequeño episodio reciente que guarda relación con nuestro tema. A saber: la multa impuesta por la Federación Inglesa de Fútbol a Pep Guardiola, entrenador del Manchester City, por lucir en su solapa el lazo amarillo que, en la cosmovisión nacionalista, equivale a la petición de libertad para los así llamados «presos políticos» que esperan juicio mientras se instruye su caso en la Audiencia Nacional. La política de la asociación británica estipula que ni entrenadores ni futbolistas podrán emitir «mensajes políticos» como el encapsulado en el lazo de marras. Guardiola se ha defendido de forma desconcertante ante quienes lo acusan de doble moral por callar ante los déficits democráticos del país que en la práctica le paga el sueldo, Abu Dabi, diciendo que cada sociedad decide cómo quiere vivir y su tarea es garantizar que España siga siendo una democracia. Es desconcertante, porque no se recuerda que nadie haya preguntado nunca a los habitantes de Abu Dabi cómo quieren vivir y porque los llamados «presos políticos» han violado el orden constitucional y democrático español, graves delitos que poco tienen que ver con la libertad de opinión.

En todo caso, lo que interesa del caso es el tipo de afirmación que realiza Guardiola cuando habla de los «presos políticos»; que es, por cierto, la misma que hacía Santiago Sierra en el cuadro que fue retirado de ARCO. Lo que está diciéndose, en una palabra, es que en España se encarcela a los disidentes políticos. Esto es una falsedad constatable con las leyes vigentes en la mano, pero una falsedad que se difunde con rapidez y produce en quienes se adhieren a ella benéficos efectos emocionales. En lo que aquí nos ocupa, es claro que la Federación Inglesa de Fútbol está aplicando el principio de neutralidad con objeto de evitar la instrumentalización política de un deporte de masas que pertenece a la categoría del entretenimiento. Nada nos dice, pues, sobre la conveniencia de que una opinión así pueda ser emitida por cualquiera y en cualquier momento. Pero el asunto ofrece un ángulo inesperado si tenemos en cuenta un matiz de la jurisprudencia constitucional alemana, cuya legislación y práctica sobre la materia traíamos a colación la semana pasada para ilustrar las diferencias entre los enfoques continental y anglosajón sobre la libertad de expresión.

El artículo 5 de la Ley Fundamental de Bonn protege la libertad de opinión, pero, como sucede en el caso de los «presos políticos» catalanes, salta a la vista que las opiniones se entremezclan a menudo con las afirmaciones factuales. Y éstas pueden ser verdaderas o falsas, así como tener su veracidad sometida a discusión. ¿Hasta qué punto ampara la libertad de opinión la afirmación de hechos falsos? La respuesta del Tribunal Constitucional alemán está en su sentencia sobre el negacionismo del Holocausto judío, donde se estipuló que las afirmaciones factuales no son ‒en sentido estricto‒ expresiones de opinión. Ya que, a diferencia de lo que sucede con las opiniones, un componente esencial de las afirmaciones factuales es la relación objetiva (u objetivable) entre la afirmación y la realidad, que es justamente lo que permite que podamos determinar su veracidad o falsedad. Eso no significa que las afirmaciones factuales queden fuera de la protección constitutional de la libertad de palabra, pero sí que esa protección no se extiende a aquellas afirmaciones factuales que no contribuyen a la formación «constitucional» de la opinión democrática. La libertad de expresión no ampara una afirmación factual que el opinante sabe falsa o que se ha demostrado falsa. Así sucede con la negación del Holocausto.

Si fuéramos estrictos, habríamos de incluir dentro de esa categoría la aseveración de que los secesionistas imputados son en realidad «presos políticos». Pero no somos estrictos y el mismísimo presidente del Parlamento de Cataluña puede emplear esa expresión en presencia de la cúpula del Poder Judicial en Cataluña, en el curso de un acto institucional, sin que se deduzca de ello consecuencia alguna. Nótese que esa afirmación supone acusar a los jueces de la Audiencia Nacional de prevaricación, si bien es dudoso que la mayoría de quienes manejan esa categoría en la esfera pública hayan descendido a ese nivel de detalle tipológico: más bien protestan contra una realidad que les disgusta. Santiago Sierra ni siquiera hace eso, sino que, como ya se señaló, hace un uso táctico de la libertad de expresión que anticipa la reacción de la opinión pública con objeto de producir un escándalo económicamente rentable. De alguna manera, en fin, el Tribunal Constitucional alemán está levantándose contra la famosa afirmación de Friedrich Nietzsche según la cual ya no existen hechos sino sólo interpretaciones. O, si se prefiere, está recordándonos que las interpretaciones deben hacerse sobre la base común y aceptada de los hechos demostrables, punto sobre el que había incidido ya Hannah Arendt en sus escritos sobre el tema. La singularidad de nuestra época estriba en que la tecnología digital multiplica la fuerza difusora de cualquier mensaje, lo que produce un doble efecto paradójico: incrementa el peligro de que circulen con normalidad las afirmaciones factuales demostrablemente falsas y dificulta sobremanera su persecución o ‒si se prefiere una aproximación más anglosajona‒ su derrota argumentativa. Y esto último debe tenerse en cuenta a la hora de diseñar cualquier política eficaz de regulación de la libertad de palabra.

¿Es hablar de presos políticos una afirmación factual palmariamente falsa que socava las bases de la formación constitucional de la opinión? Salta a la vista que esa posibilidad ni siquiera se plantea en España, donde la sensibilidad mayoritaria en estas materias se parece más a la anglosajona que a la alemana: nuestra cultura política está marcada por las restricciones de la libertad de opinión durante la dictadura franquista, y la sociedad alemana, con la mente puesta en el nazismo, presta más atención a la posible difusión de ideas tóxicas en contextos democráticos. Así lo demostraría la reciente ley federal que, aprobada no sin escándalo, obliga a los operadores digitales a borrar los mensajes que potencialmente incurran en un delito de odio; un odio que, se entiende, tampoco queda amparado por la libertad de palabra. Estas diferencias se ponen también de manifiesto en aquellos casos en los que la libertad expresiva se entreteje con el insulto o la ridiculización del adversario. En la jurisprudencia constitucional alemana, la legítima crítica política no abarca la denigración maliciosa que, expresada de manera despectiva, es marginal al mensaje político en cuestión o nada tiene que ver con él. De alguna manera está presumiéndose aquí que un debate enteramente civilizado es posible: como si las malas maneras no existiesen.

El caso de la caricatura del presidente de Baviera Franz-Josef Strauß, publicada en 1981, viene perfectamente al caso. La revista satírica alemana Konkret representó a Strauß con la figura de un cerdo que copulaba con otro cerdo, ataviado este último con una toga judicial. Al tratarse de una sátira, la caricatura estaba inicialmente cubierta por la protección constitucional de la libertad de expresión. Sin embargo, el Tribunal Constitucional concluyó que las características propias de la sátira ‒exageración, distorsión, alienación‒ se veían aquí sobrepujadas por el derecho a la propia dignidad. Su razonamiento podría tal vez aplicarse al caso de la portada del semanario satírico español El Jueves en la que el entonces príncipe de Asturias era representado mientras mantenía relaciones sexuales con su esposa, la reina Letizia. La intención de los caricaturistas en el caso Strauß, razonaban los jueces de Karlsruhe, no era otra que atacar la dignidad personal de la persona caricaturizada, como se demostraría en el hecho de que no usaran sus peculiaridades humanas, sino que subrayaran sus rasgos «bestiales» e hicieran uso de un aspecto de la vida personal ‒la conducta sexual  que forma parte del núcleo de la intimidad y es, por tanto, digna de protección. Dado que se trata de devaluar a la persona caricaturizada, de privarlo de su dignidad humana, concluía el Tribunal Constitucional alemán, semejante retrato no puede ser aprobado por un sistema legal que sitúa la dignidad del ser humano como su valor más elevado. Una cuestión de prioridades.

En Estados Unidos, la realidad jurídica ha solido ser muy diferente. Tomemos un caso relatado cinematográficamente por Milos Forman en su retrato de Larry Flynt, el editor de Hustler, que tiene claras concomitancias con el de Strauß. El conocido telepredicador Jerry Falwell fue representado en Hustler mientras tenía una cita sexual con su madre, borrachos ambos, en una letrina. Igual que en el caso alemán, esta parodia constituye antes un juicio de valor que una afirmación factual. Un tribunal inferior condenó a la revista por «infligir intencionadamente estrés emocional», causa que no exige demostración factual alguna. Pero el Tribunal Supremo anuló la condena invocando el estatus de Falwell como figura pública, que por definición supone una mayor exposición a la crítica en cualquiera de sus formas. Incluso una crítica desligada de todo apoyo factual encontraría así acomodo en la aproximación anglosajona a la libertad de expresión.

En cualquier caso, si atendemos a la realidad de la esfera pública contemporánea, nos encontramos con un panorama muy distinto al de primeros de los años ochenta. En esta breve serie se ha insistido en la necesidad de reconocer que la digitalización ha alterado las categorías con que ordenábamos el debate sobre la libertad de expresión. Ya se ha dicho que la capacidad de difusión de la falsedad se ha multiplicado; a eso hay que añadir la evidente degradación del debate público que trae consigo ‒por el momento‒ su democratización. Eso significa que la función moderadora de los viejos medios se ha debilitado, ampliándose, en cambio, la capacidad de influencia de los discursos situados en los extremos: ya sea por el contenido de los mensajes, por la forma en que se difunden, o por ambos motivos. Y aquí nos encontramos con el factor fundamental de la escala. Siendo la relación entre escala y democracia una vieja relación: si tenemos democracias representativas, es porque la escala de la sociedad moderna no admite ninguna otra posibilidad. En el terreno de la libertad de palabra, el cambio de escala viene dado por la generalización de una tecnología que nos convierte a todos en emisores. Quizá sea pronto para extraer conclusiones definitivas, pero si la proporción de los actos de comunicación malintencionados, deliberadamente falsos o vocacionalmente ofensivos aumentase de manera significativa en relación con el total, podríamos encontrarnos con un grave problema ambiental. Ya se ha apuntado más de una vez en este blog que la digitalización de la esfera pública parece estar provocando el desplazamiento de las esferas públicas liberales hacia el modelo agonista. Y, si bien la vitalidad cultural y política de las sociedades liberales necesita de ese excéntrico al que ya elogiase John Stuart Mill, pudiéndose decir lo mismo de eso que los anglosajones denominan un contrarian, figura pública caracterizada por su oposición a las visiones mayoritarias, mal podrían funcionar nuestras sociedades si todos fuéramos disidentes a tiempo completo.

Sucede que, al mismo tiempo, nuestras sociedades están experimentando un fenómeno que apunta en la dirección contraria y, de hecho, constituye un freno a la libertad de palabra: una hipersensibilización que puede entenderse como efecto de la convergencia de la doctrina de la corrección política y las políticas de la identidad. Ya hemos hablado aquí antes de esta tendencia, que proporciona a cualquier individuo o colectivo una herramienta insuperable para la presentación de demandas en la esfera pública: el victimismo. ¡Dame una víctima y moveré el mundo! Es evidente que la victimización universal plantea problemas para las víctimas particulares, objetivables, que ven devaluada su justa causa si su condición es apropiada por los demás y, con ello, frivolizada. En lo que aquí nos interesa, parece que cualquier argumento susceptible de ofender a alguien debe entenderse como literalmente impresentable. De manera asombrosa, esta susceptibilidad ha alcanzado incluso a Lolita, la novela de Vladimir Nabokov, acusada en este caso de promover una cosmovisión sexista y poseer, por tanto, efectos pedagógicos negativos. El hecho de que la novela sea narrada por un hombre enloquecido sobre cuyo relato de los hechos ha de sospecharse no parece tener la menor importancia; que hablemos de ficción literaria y no de un discurso moral prescriptivo, según parece, tampoco.

Nada más comprensible, pues, que sentirnos confundidos. La vulgarización del debate público, con el condigno aumento del discurso del odio y la mayor difusión de ideas que atentan contra los principios democráticos, coincide en el tiempo con la victimización identitaria y la hipersensibilización tribal. Todo ello facilitado por la digitalización del debate público y en el marco de una crisis democrática que conviene tomarse en serio. Por eso sugería en las entradas anteriores establecer una distinción entre las ideas incómodas (pero aceptables y, de hecho, necesarias) y peligrosas (por tanto, inaceptables), preguntándome de paso si las democracias liberales no debían convertirse, todas ellas, en democracias militantes. La distinción es delicadísima y no puede hacerse sino en atención a los casos concretos, a la manera de la jurisprudencia. Y lo mismo sucede con la colisión entre los derechos expresivos y los derechos de la personalidad: sólo cabe ponderarlos cuidadosamente. A su vez, esto significa que no puede aplicarse de manera automática ninguno de los marcos normativos disponibles. Uno, el que afirma, en todo caso, la primacía de la libertad de expresión, como si siguiéramos combatiendo a los totalitarismos de entreguerras y no hablásemos más bien de sociedades libertarias donde cada smartphone es un arma de realización narcisista. Otro, el que recomienda restringirla de manera fuerte, bien para evitar sentimientos de ofensa o en nombre de proyectos educativos abanderados por ideologías concretas (causa de los recelos provocados por Lolita).

Se hace, por tanto, necesario defender a la democracia pluralista de sí misma, o, si se prefiere, defenderla de las consecuencias del pluralismo beligerante. La dificultad es palmaria: no sólo disfrutamos cuando podemos acogernos espuriamente al estatuto de víctimas, sino que también lo hacemos cuando creemos luchar contra un poder injusto ante el que podemos rasgarnos las vestiduras en nombre de la libertad. ¡España es una dictadura! Bien, pero cualquier ciudadano español recordará los benéficos efectos que tuvo en su momento la Ley de Partidos que ilegalizó a Batasuna, pese a los temores que despertó entre los más acendrados defensores de la libertad de opinión. Estos últimos años están recordándonos algo que habíamos olvidado, a saber, cuán frágiles pueden ser los regímenes democráticos cuya existencia dábamos ya por supuesta. Defender la libertad de palabra a la manera tradicional es tentador, pero quizás incongruente. Ya no estamos en el mundo épico de antaño, donde una vanguardia trataba de garantizar la libertad; ahora esa libertad está generalizada ‒aunque pueda estar desigualmente distribuida‒, pero se ejerce con escaso sentido de la responsabilidad. Es decir: con escasa autoconciencia. ¿Cuándo vamos a dejar de hablar de libertad (en sentido romántico) para hablar de libertad (en sentido democrático)? Para que, por ejemplo, el artista que se lanza a emitir opiniones políticas a través de su arte haga un esfuerzo por conocer la realidad social y no confíe el contenido de su discurso a la mera «intuición» o a la visita de las musas.

Simultáneamente, empero, no vivimos en sociedades redondas y acabadas, sino en sociedades perfectibles que requieren de una esfera pública vibrante donde pueda hacerse política presentando visiones alternativas de la realidad. ¡Seguimos necesitando disidentes! Dicho esto, el ideal regulativo de la esfera pública siempre ha sido optimista acerca de las posibilidades del debate ordenado y racional. Si Jürgen Habermas habla de la fuerza del mejor argumento identificado en el marco de la deliberación pública, John Rawls se refiere al desacuerdo razonable y al deber de civilidad. En la práctica, el debate democrático no puede cumplir con esos estándares, aunque el ideal que representan tampoco admite reemplazo alguno. Obviamente, puede discutirse sin insultar ni injuriar; a menudo insultos e injurias no expresan más que un tribalismo moral carente de argumentos. Pero no parece fácil limitar su número, por aconsejable que resulte.

Sea como fuere, no parece que haya necesidad de crear nuevas categorías jurídicas para ordenar la esfera pública en la era digital. Basta con las existentes, derechos incluidos, ponderados con arreglo a las nuevas circunstancias. Porque una cosa es la imprescindible diversidad de opiniones y otra que aceptemos como opiniones lo que en realidad es otra cosa: la difusión deliberada de falsedades factuales, la incitación a la violencia, el ataque personal desligado de cualquier propósito argumentativo. Que nada de esto debería formar parte del debate democrático parece evidente; que seguirá formando parte del mismo también lo es. Pero seamos, al menos, conscientes de ello.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 30 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] La dimensión de la libertad





La segunda mitad del siglo XX fue un periodo casi feliz para la humanidad. En cambio, ahora estamos asentados en un polvorín: hay desconfianza en el sistema democrático y todo gira en torno a la seguridad y la reducción de riesgos, comenta en El País el escritor Jordi Soler.

Hace poco más de cien años, los habitantes de las grandes ciudades comenzaron a buscar fórmulas para contrarrestar el hacinamiento y la polución que volvía irrespirable la atmósfera urbana, comienza diciendo Soler. Buscaron, al parecer sin mucho ahínco, a juzgar por la falta de espacio y la calidad del aire que tienen hoy nuestras ciudades.

Bolton Hall fue un célebre activista que a finales del siglo XIX inició un movimiento para incitar a la gente, que estaba harta de vivir en Nueva York, a que se mudara al campo. Los pormenores de este proyecto los escribió en uno de sus libros, Three Acres and Liberty (1907), que se puede consultar online de forma gratuita. Ahí expone las ventajas de instalarse en el campo, en una casa rodeada de tres acres de terreno (1,2 hectáreas), un espacio suficiente para montar una granja, un huerto, un plantío, algo que produjera ganancias.

La aventura de independizarse en el campo que Hall proponía en su libro no era solo para liberar al ciudadano de la polución y del hacinamiento; el objetivo principal era independizarlo del sistema económico que estaba articulado, como sigue hasta la fecha, por unos cuantos dueños y una angustiosa multitud de empleados que habían vendido su tiempo, y a la larga su vida, a la empresa de un particular. La idea de Hall no era en ese tiempo ninguna novedad, pero el título de su libro, Tres acres y libertad, nos hace ver la dimensión que tenía entonces esta palabra. Hall invitaba a sus lectores a embarcarse en una aventura incierta, llena de riesgos, que iba a ser implementada por gente de la ciudad que, seguramente, no sabía ni ordeñar una cabra ni dar un golpe a la tierra con el azadón; esa vida azarosa, sin ninguna clase de seguridad, ofrecía Hall a sus valientes seguidores, a cambio de una sola recompensa: la libertad.

La sociedad ha cambiado mucho en los últimos años, la libertad, esa palabra que en el siglo XX gozaba de un sólido prestigio, comienza a perder lustre en este convulso siglo XXI, como sugieren los números que expongo a continuación.

Según datos del Pew Research Center, el 40% de los jóvenes en Estados Unidos cree que el Gobierno debería regular la libertad de expresión cuando lo que se dice es ofensivo, piensa incluso que la autoridad debería intervenir antes de que el discurso ofensivo ocurra. En la segunda mitad del siglo pasado solo el 20% creía que el Gobierno debía regular la libertad de expresión, y unos años antes, en la década de los años cuarenta, la cifra se reduce al 12%.

Este creciente rechazo a la opinión que no es del gusto de la mayoría, se redondea con otros números muy significativos. De acuerdo con un estudio del World Values Survey, antes de la II Guerra Mundial, el 72% de los estadounidenses pensaba que la democracia era un sistema imprescindible para gobernar un país; hoy solo piensa eso el 30%, y además hay un 24% que piensa que la democracia es, directamente, una mala idea.

Los datos vienen de Estados Unidos pero la realidad no es muy distinta en los países europeos, donde el desprestigio de los Gobiernos democráticos ha crecido en los últimos años, igual que la intolerancia al discurso que se sale del cauce de la corrección política.

A un número creciente de ciudadanos del mundo industrializado del siglo XXI les tiene sin cuidado quién los gobierne; mientras les conserven su burbuja de bienestar y seguridad, no importa que el Estado, para protegerlos, tenga que espiar sus conversaciones privadas, ni que les reduzca su margen de libertad.

Antes que la libertad de expresión prefieren la libertad acotada, para no exponerse a opiniones políticamente incorrectas o que difieran de las suyas. Todo gira en torno a la seguridad, a la reducción de riesgos que es la gran obsesión de este siglo, y ese número creciente de ciudadanos ya ha puesto la seguridad por delante de la libertad.

En su ensayo The Complacent Class (St. Martin’s Press, 2017), Tyler Cowen apunta una serie de elementos que perfila con más detalle esta tendencia. La segunda mitad del siglo XX fue un periodo casi feliz para la humanidad: no hubo guerras mundiales, ni demasiadas epidemias, ni grandes descalabros económicos, y en cambio el siglo XXI está afincado sobre un polvorín, a la desconfianza de la gente en el sistema democrático, hay que sumar el esplendor de los fundamentalismos religiosos y de los nacionalismos étnicos; todo esto invita a mirar el futuro con desconfianza, y quién desconfía lo primero que hace es replegarse.

La sociedad estadounidense, que fue forjada por miles de aventureros, desde los peregrinos del Mayflower hasta los incitados por Bolton Hall, ha perdido el gusto por la aventura. En los últimos 50 años se ha reducido a la mitad el número de personas que salían de su Estado natal para ir a buscar una oportunidad en otro, y en los últimos 40 el número de ciudadanos menores de 30 años que son dueños de un negocio se ha reducido en un 65%, lo cual ya indica que los millennials serán la generación empresarial menos productiva de la historia de aquel país.

Otros datos redondean el panorama abúlico que empiezan a ofrecer estos primeros años del siglo XXI: los empleados cambian menos de trabajo que sus padres y tienen mucho menos energía para proyectar e innovar, según los números de la oficina de patentes, que vienen decayendo desde 1999. Y un dato más, que es la viva metáfora de la abulia, del repliegue o, para decirlo con todas sus letras, del miedo que hoy nos define: el número de gente que aplica para conseguir el carné de conducir decae continuamente desde la década de los años ochenta. A este paso, On the Road, la gran novela americana donde Jack Kerouac cuenta un largo viaje en automóvil por Estados Unidos y México, va camino de convertirse en una historia absurda.

Parece que los índices de bienestar con los que se vive en el mundo industrializado han convertido al ciudadano en una criatura temerosa y poco dada a la aventura, que se siente a sus anchas en el reino del pensamiento único lo cual, necesariamente, reduce el espectro de la palabra libertad.

La libertad en los tiempos de Bolton Hall implicaba dejarlo todo y mudarse a vivir al campo en una parcela de tres acres. Establezcamos la escala: la medida de la libertad ha pasado, en poco más de cien años, de tres acres a los 50 centímetros cuadrados que mide la mesa en la que tenemos instalado el ordenador.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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viernes, 11 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Histéricos anónimos, democracia de enjambre





Basta con observar con un poco de interés y curiosidad el funcionamiento de las redes sociales para darse cuenta de que están monopolizadas por una panda de histéricos anónimos que se pronuncian con autoridad supuesta sobre lo que no entienden ni saben. Están en su derecho, indudablemente, lo que ocurre es que si los dejamos pasar sin respuesta, lo único que cabe esperar es una democracia de enjambre, de estilo populista, en la que solo se oirán las voces de aquellos que griten más alto. Ejemplo local, los chicos de la CUP; e internacional, los tuits de Trump o las bravuconadas de Kim Jong-un. 

Manuel Arias Maldonado (1974) es un filósofo, sociólogo, politólogo y ensayista español, profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga, investigador visitante en las universidades de Keele, Oxford, Siena, Munich y Berkeley, que lleva un interesante blog en Revista de Libros en el que suele tratar asuntos de actualidad. En el último número de dicha revista acaba de publicar un interesante artículo refiriéndose al llamado caso Howard Chaykin, un veterano dibujante norteamericano, cuya serie The Divided States of Hysteria –publicadas por Image Comics en Estados Unidos– ha provocado un torrente de críticas y desembocado en el enésimo debate sobre la libertad de expresión en las sociedades liberales. 

Cada día tiene su afán, solía decirse; ahora sería más exacto afirmar que cada día tiene su controversia, comienza diciendo Arias Maldonado. Nuestras sociedades son tan conflictivas, al menos sobre la pantalla del ordenador, que no se entiende el empeño de los agonistas en lamentar los efectos adormecedores del presunto consenso liberal. Esta vez le ha tocado al mundo del cómic, según aprendo en el activo muro digital de mi amigo Pepo Pérez, dibujante y teórico del medio himself. No obstante, se trata de una polémica que trasciende el cómic, a la vez reflejando y amplificando una tendencia preocupante que afecta al conjunto de la esfera pública: aquella que limita la libertad de expresión en nombre del presunto daño que produce su ejercicio. Es un tema que hemos abordado con anterioridad en este blog, atendiendo sobre todo al ejercicio de victimología en que parece haberse convertido la participación en la conversación pública. Pero el caso que nos ocupa invita a contemplar otros aspectos del mismo.

La controversia persigue intermitentemente a Chaykin desde, al menos, la publicación de la serie Black Kiss en 1988: un cómic erótico de aire hard-boiled protagonizado por vampiros transexuales que rondan Hollywood y buscan metraje pornográfico perteneciente a la colección del Vaticano. En esta ocasión, ha concebido una serie cuyo título ya es lo bastante explícito: jugando con el nombre de la república norteamericana, el dibujante describe un país sacudido por el odio racial y el prejuicio político e inmerso, de hecho, en una segunda guerra civil. Si lo hace con éxito o no, lo ignoro, pues no he leído la serie. De hecho, lo mismo puede decirse de la mayoría de quienes han arremetido contra ella, pues el escándalo se ha centrado en una de sus portadas: una superficialidad verdaderamente significativa que remite a la histeria denunciada por el autor. Histeria: reacción desmedida e incontrolable ante un estímulo exterior. Para más detalle, ha sido la portada del número 4 de la serie la que ha provocado un aluvión de protestas que han culminado con su retirada, si bien el primer número ya contenía una escena –el ataque contra un trabajador transexual– que ya generó quejas entre lectores y comentaristas. La cubierta en cuestión muestra a un paquistaní (sabemos que lo es porque su polo muestra la palabra paki en la pechera) que ha sido linchado y cuelga en plena calle con sus genitales visiblemente mutilados. Detrás de él, una marquesina dice irónicamente que se ofrece «final feliz con cualquier almuerzo de la casa».

Image Comics retiró la portada y pidió disculpas por haber ofendido la sensibilidad de los lectores, añadiendo que siendo todos los crímenes de odio horripilantes y deshumanizadores, la intención de la portada era llamar la atención sobre el tipo de sociedad en que nos hemos convertido: una donde los «hechos alternativos» pueden servir de excusa para la agresión racial. Pero la disculpa no ha convencido a todo el mundo: se ha dicho que el comunicado culpa a los lectores por reaccionar impropiamente, desviando la atención de una imagen genuinamente problemática. Al emplear visualmente un crimen de odio «sin añadir nada a la conversación», dice Beth Elderkin, sin contexto ni reflexión, lo único que hace es explotar un asunto escabroso para llamar la atención. Por su parte, Kieran Shiach ha escrito en The Guardian que la respuesta que ha dado Chaykin –quien ha dicho que el problema estriba en que el 45% de los norteamericanos sueña con un acto así– confirma la necesidad de que las editoriales controlen, dentro de su derecho, aquello que publican: «Una portada así no debería jamás ver de nuevo la luz del día». No se molesta en explicar por qué, pero el hecho es que ha bastado la presión ejercida por estas reacciones –multiplicadas hasta el infinito en las redes sociales– para que la editorial haya preferido quitarse el muerto de encima, en sentido literal y figurado, haciendo lo más fácil: sustituir la portada por otra y alejarse del foco público.

¡Menuda historia! Su familiaridad es inquietante: abundan las llamadas a la censura de aquello que resulta incómodo o es etiquetado como inmoral o se identifica como causa de una ofensa. Vaya por delante que la libertad de expresión nunca es ilimitada. Los textos constitucionales de las democracias liberales suelen incluir una cláusula que establece como límite a la libertad de expresión el daño al honor o la intimidad personal, que corresponderá proteger a los tribunales. Y sería deseable que todo aquel que se expresase públicamente observase ciertas normas de civilidad; pero no hacerlo está lejos de ser punible mientras no se sobrepasen los límites arriba señalados. Fuera de esos casos, sin embargo, la limitación de la libre expresión debe encontrarse muy justificada; y raramente lo está. De hecho, como nos recordaba The Economist la semana pasada, la situación es muy distinta en los regímenes no democráticos o sólo parcialmente democráticos, donde el ejercicio de la libre expresión puede tener graves consecuencias: el escritor birmano Maung Saungkha fue condenado a seis meses de prisión por publicar un poema en Facebook que las autoridades consideraron, no sin imaginación, infamatorio para el presidente de la nación. Incluso en la antigua Grecia, como gustaba de recordar Giovanni Sartori, la libertad de palabra no protegía al ciudadano de las consecuencias de sus intervenciones públicas: el mismísimo Sócrates fue condenado a muerte por «corromper a la juventud». Y aunque en las democracias occidentales ya no nos jugamos la cárcel, sí corre peligro nuestra reputación: la esfera pública se ha envilecido tanto que el miedo a exponer las propias opiniones empieza a cundir entre aquellos usuarios que no se escudan en el anonimato. Eso que Byung-Chul Han llama «democracia de enjambre» funciona a pleno rendimiento.

No es éste el lugar para describir en detalle el contraste entre el ideal de la esfera pública y su práctica. Baste señalar que el ideal nos habla de un intercambio razonado de argumentos entre sujetos que se respetan mutuamente y buscan la verdad intersubjetivamente. Por contraste, la práctica siempre ha sido algo menos civilizado. Las falsedades y la cerrazón religiosa o ideológica han dificultado –pero no frenado– esa búsqueda colectiva de la verdad. El concepto de opinión pública encierra así una cierta contradicción: es un ideal democrático que aspira a un ejercicio aristocrático de la razón. Por algo sólo podían participar en ella, originalmente, aquellos que poseían educación y eran capaces de discurrir sobre los asuntos comunes. Eso ha ido cambiando a medida que las sociedades se democratizaban y las redes sociales han terminado por eliminar cualquier barrera comunicativa: quien tenga un smartphone puede emitir opiniones sobre cualquier asunto sin necesidad de presentar credenciales de ninguna clase. Y así debe ser. Pero la falta de civilidad y autocontención ciudadanas están causando problemas inesperados para los que no tenemos aún respuesta.

Es interesante lo que ha sucedido con la publicidad, esto es, con la cualidad de lo público. Tradicionalmente, como puede verse en cualquier película de periodistas, la publicidad era el arma con que podía forzarse a la clase política a responder de sus errores o corrupciones: en cuanto algo llega al conocimiento común, se convierte en otra cosa y los afectados no pueden escapar a la mirada pública. Ahora, la publicidad se ha vuelto tóxica en otro sentido: la conversación colectiva es el espacio donde quien cae del lado equivocado del debate puede ser linchado en nombre del bien común. Hay que evitar todo desliz para poder vivir tranquilo. Por suerte, nadie puede encarcelarnos por hacer un comentario, pero podemos acabar bajo una shitstorm tuitera, e incluso en las páginas de un diario nacional que quiera hacer caja con un titular absurdo. Juan Soto Ivars ha hablado de «poscensura» para referirse a este fenómeno. Y aunque sólo los poderes públicos pueden ejercer la censura, la actitud inquisitorial que tanto abunda en las redes sociales –donde el exaltado siempre tiene razón a base de golpear con ella– conduce fácilmente a una autorrestricción que tiene poco de voluntario.

Por otro lado, como muestra el caso Chaykin, la Red se ha poblado de defensores de la corrección política que enarbolan conceptos tan anticuados como el buen gusto o la moralidad pública para justificar el ataque a las opiniones que les disgustan. Nada hay de malo en una cierta corrección política, rectamente entendida como respeto hacia los demás. Pero lo que contemplamos ahora es un uso espurio de la misma que, en la práctica, conduce a una conversación pública higienizada donde nadie debe poder jamás sentirse ofendido y sólo ciertos discursos poseen plena legitimidad expresiva. Tal como ha señalado Timothy Garton Ash, no es aconsejable que organicemos el debate público a partir de una noción de daño que dependa en exclusiva de la percepción subjetiva del ofendido. Y ello, al menos, por dos razones: porque no es sano constituir una sociedad formada por personas que se presenten habitualmente como víctimas de la ofensa ajena; y porque en un mundo interconectado y heterogéneo, no digamos en la Red, siempre encontraremos cosas que nos ofendan. Es preferible, sostiene, limitar el uso del poder público para restañar los daños reales, objetivables, mientras construimos –esto es un desideratum– una cultura del debate público más cívica y robusta. El pensador británico añade algo obvio: que las palabras y las imágenes tienen un significado abierto que depende en buena medida del contexto. Bajo estas premisas, la retirada de la portada de Chaykin no está justificada.

Este episodio sugiere también que el debate público está experimentando una inesperada regresión hacia la literalidad, que parece anular de golpe todo aquello que la semiótica y la hermenéutica nos han enseñado tras el giro lingüístico acerca de la relación entre la comunicación humana y las comunidades interpretativas. Esta tendencia es algo desconcertante, pues la ironía parecía ser ya un tropo interiorizado por el sujeto contemporáneo: la distancia entre significado y significante, el recelo hacia significados cerrados, la evitación del dogmatismo. En algún momento, un segundo uso de la ironía consistente en el rechazo de cualquier verdad que no sea la propia ha terminado por hacerse más común, invalidando, de hecho, el primer –y mucho más saludable– empleo de la misma. De repente, nos hemos topado con los límites de la ironía: un muro de creencias dogmáticas tanto más fuertes cuanto que se creen llamadas a derribar los dogmas preexistentes y a restañar injusticias seculares. En el caso Chaykin, la seguridad con que se ha fijado el significado de la portada de marras es llamativa: X significa Y. Punto. Es obvio que el dibujo de Chaykin, que forma parte de una obra artística, no es lenguaje literal, sino figurativo. Y, como dice el semiólogo Daniel Chandler, cuando empleamos un tropo, aquello que hemos dicho escapa a nuestro control y se convierte en parte de un sistema de asociaciones mucho más amplio. ¿Quién puede decidir que hemos dicho una sola cosa y determinar además qué es eso que hemos dicho? Para más inri, el significado connotativo de un signo –en este caso, la portada– depende del contexto en que se la recibe: ya sea social o personal. ¿Puede un paquistaní leer esa imagen como la lee un norteamericano blanco o un aborigen australiano? Obviamente, no. Y, por eso, lo connotado está más abierto a interpretación que lo denotado, aunque esas interpretaciones están a su vez condicionadas por el código cultural en cuyo interior se vierte un signo.

Es verdad que los semiólogos no establecen hoy unas barreras tan firmes entre lo denotativo y lo connotativo, pues en fin de cuentas la denotación sólo implica un mayor consenso social (acerca de lo que algo significa) dentro de una comunidad interpretativa. Esto no significa que las connotaciones sean personales: una mesa no es un loro. Pero las connotaciones sí pueden estar marcadas por el estado de una cultura, como lo demuestra, por ejemplo, la alegría con que se aceptaba el esclavismo en el sur de Norteamérica en el siglo XVIII. Esto, aplicado al caso Chaykin, no mejora las cosas, sino que las empeora: la existencia de turbas digitales que se dedican a fijar policialmente qué es correcto o moralmente apropiado, desanimando a los disidentes, puede conducir a una reducción en los significados disponibles y, con ello, a un empobrecimiento de la conversación pública. O, incluso, a un backlash protagonizado por quienes se rebelan contra la dictadura de la corrección política, afirmando su derecho a comportarse deplorablemente: Donald Trump, un suponer.

Pudiera ser, para terminar, que quienes adoptan esta posición restrictiva de la libertad de expresión desde lo que podríamos considerar la izquierda –por oposición a una crítica motivada religiosamente o hecha en defensa de una tradición cultural determinada– estén siendo víctimas de su propia trampa epistemológica. Para entendernos: quien sostiene que las subjetividades son por completo heteronormativas, es decir, que están formadas por los discursos sociales dominantes sin apenas intervención del propio sujeto, no pueden sino aspirar al control de esos discursos para así formar mejores subjetividades. ¡Manufactura de virtuosos! Esto lleva a paradojas inesperadas, como sucede con la posición de aquellas feministas que defienden el derecho al aborto sobre la base de que sólo la mujer puede decidir acerca de su cuerpo, pero se oponen a la maternidad subrogada o atacan a las revistas femeninas por difundir un modelo de feminidad equivocado que termina por determinar qué uso hacemos de nuestro cuerpo. El orden del discurso es entendido así como idéntico al orden de lo real. Timothy Garton Ash cita a la filósofa feminista Catherine MacKinnon: «La pornografía es material masturbatorio. Es usada como sexo. En consecuencia, es sexo». De acuerdo con la misma lógica, la portada de Chaykin que representa un crimen racial es un crimen racial. O no: aunque el decir es un hacer, no es lo mismo decir que hacer. Por ejemplo, decir que mataría a mi vecino es algo muy distinto a matarlo: la diferencia es elemental. Y esa diferencia es la que nos permite representar por escrito o en imágenes aquello que no querríamos ver materializado: como el linchamiento de un paquistaní. Adoptar posiciones paternalistas a estas alturas de la modernidad es un paso atrás, pues es evidente que el ciudadano tiene algo que decir, si quiere hacer el esfuerzo reflexivo correspondiente, acerca de aquello que piensa y siente. 

Estamos lejos de aquellos ordenes sociales unánimes donde la voz de su amo se reproducía heterónimamente en unos súbditos que apenas tenían acceso a voces distintas de la oficial, concluye el profesor Arias Maldonado. Ya sabemos cómo terminan los policías del pensamiento: dejemos que cada uno se haga responsable de sus ideas sin querer imponerle las nuestras.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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lunes, 1 de junio de 2015

[A vuelapluma] Himno, pitidos y libertad de expresión








Dice Fernando Savater en su artículo "Fobia a las fobias", incluido en su librito "Voltaire contra los fanáticos" (Ariel, Barcelona, 2015) que eso de que todas las opiniones son respetables es un tópico bobo y falso. Que lo debido es el respeto a las personas sean cuales fueren sus opiniones. La frase coincide casi literalmente con la que yo expresaba hace unos días en una de las últimas entradas del blog como algo que me habían enseñado mis profesores en la universidad, así que me alegra coincidir de nuevo con las apreciaciones de tan insigne filósofo.

Unos minutos después de concluida la final de la Copa del Rey de fútbol entre el Barcelona y el Atlético de Bilbao, celebrada en Barcelona el pasado sábado, un buen amigo y antiguo compañero de trabajo se lamentaba en su página del Facebook de la pitada que hinchas de ambos equipos habían proferido durante la interpretación del himno nacional de España y ante la presencia del Rey. Mi respuesta a vuelapluma a esta buen amigo fue la de que no merecía la pena sacar las cosas de quicio. Que eso de la pitada al himno nacional formaba parte del folclore nacionalista que necesitaba de desahogos emocionales como ese para sentirse importante. Y que al fin y al cabo, siempre sería preferible que silbaran a que pusieran bombas.

En la gran democracia estadounidense hay un consenso generalizado en lo que respecta a la libertad de expresión que consiste en admitir que uno puede quemar banderas nacionales, defecar sobre ellas o pitar el himno, pero que como cojas un ladrillo o un palo para pegar a alguien o romper una propiedad pública o privada la hostia que te llevas es más segura que eso de que Dios es Cristo. Podíamos aprender un poco de ellos en eso del uso y abuso de la libertad de expresión y el ejercicio de la democracia, tan despreciados ambos por estos lares.

A punto de conocerse la resolución de la Comisión Estatal contra la Violencia, el Racismo, la Xenofobia y la Intolerancia en el Deporte sobre lo ocurrido en el Camp Nou, mi opinión personalísima, en nada respetable, es que sería mejor dejar las cosas como están. Y no lo digo por cobardía, sino por prudencia. "Si un particular o una institución se sienten calumniados, insultados o difamados harán bien en acudir a los tribunales a defender su causa", dice de nuevo Savater al final del artículo citado. En eso están los que se sienten ofendidos. Yo pienso que España y sus símbolos están por encima de esas gilipolleces y que insistir en hacerse los ofendidos es seguirles el juego a los ofensores.

En realidad, y concluyo ya, en mi opinión los que queman una bandera o pitan un himno, sean los de España o Batusolandia, son unos cafres incívicos merecedores de echarles de comer aparte, pero eso sí, con perdón de los cafres sudafricanos, que ninguna culpa tienen en esta querella.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt








Entrada núm. 2296
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