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jueves, 15 de septiembre de 2016

[Pensamiento] Sobre la teoría política en tiempos de crisis



La acrópolis ateniense


Los lectores del blog saben ya de mi interés por la teoría política, así que espero me excusen mi reiterada insistencia en traer hasta el blog aquellos artículos, notas o libros que tratan de ella. Josu de Miguel Bárcena, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Barcelona, publica en Revista de Libros una interesante recensión del libro de Isabel Wences titulado Tomando en serio la Teoría Política. Entre las herramientas del zorro y el ingenio del erizo (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2015) que me parece merecedor de comentario. 

Pocas veces el título de un libro resulta tan provocador, dice al comienzo de su artículo el profesor Bárcena. Pareciera que hasta su aparición nadie se hubiera tomado en serio la teoría política. Sin embargo, lo que el excelente conjunto de ensayos editado por Isabel Wences pretende no es descubrir el nuevo mediterráneo de la disciplina, sino debatir con firmeza sobre la posibilidad de que la teoría política siga siendo un instrumento válido para describir, explicar y valorar la compleja realidad de nuestro tiempo. La reivindicación es necesaria, no sólo por la indigencia intelectual que han mostrado en su conjunto las ciencias sociales ante la crisis económica y financiera reciente, sino porque quienes conocemos las interioridades de la vida académica sabemos que la teoría política, la historia del pensamiento y la filosofía política han ido saliendo de los planes de estudio de los distintos grados, convirtiéndose incluso en asignaturas subalternas dentro del estudio singular de las ciencias políticas.

Los motivos para el declive son varios, añade. Para empezar, se apunta casi de forma unánime un distanciamiento de la realidad. Este distanciamiento tendría que ver esencialmente con las confusiones epistemológicas que han surgido del contacto permanente entre la teoría política y la ciencia política. Uno de los objetivos del tomo aquí reseñado es afirmar de manera enérgica la autonomía de ambas disciplinas. Sin embargo, cuando en la introducción de la obra se hace un recuento de las razones por las que debe tomarse en serio la teoría política, prácticamente no quedan fuera ninguna de las competencias profesionales de un buen politólogo, al que se le presume tener una idea global de lo que es la política y la justicia, ser capaz de producir reflexiones críticas, ocuparse de los fenómenos políticos, reflexionar sobre las estrategias de acción y ser consciente de su influencia en la agenda pública. 

Por ello, continúa más adelante, diríamos que no resulta apropiada ni deseable una separación total entre ciencia política y teoría política, en la medida en que esta última aporta en el nivel metodológico un pensamiento mediado históricamente, al que resulta imposible renunciar, sea cual sea la perspectiva del análisis que se adopte. Como se sabe, el gran problema de la ciencia política fue su impulso ideológico, como puso de manifiesto José Luis Orozco en su gran estudio sobre el tema. El papel central que habían tenido algunos intelectuales en la legitimación de los distintos totalitarismos europeos implicó la generalización de una disciplina centrada en el conocimiento de las conductas y comportamientos políticos, para lo cual se utilizaban métodos vinculados a las matemáticas, la estadística o la psicología. El empirismo y el positivismo se consideraron los mejores aliados del pluralismo democrático (Karl Popper), en la medida en que no ponían en cuestión la dimensión axiológica de los sistemas políticos y constitucionales occidentales. La resistencia a las ideas fuertes supuso el destierro del pensamiento político, particularmente en su variante de historia de las ideas, en buena medida porque como demostró el Lukács más tosco, cualquier planteamiento filosófico puede ser la base para una decisión política. Un pensamiento político que había encontrado en la obra de George Sabine el mejor exponente de la aproximación hegeliana al estudio del proceso constitutivo y evolutivo de una serie de ideas trazadas sistemáticamente.

Durante el triunfo de la visión conductista de la política, añade más tarde, la teoría y la historia del pensamiento político quedaron agazapadas. Conviene en este punto matizar un poco las cosas: autores tan relevantes como Leo Strauss, Eric Voegelin o Hannah Arendt siguieron reflexionando, casi siempre desde un punto de vista conservador, sobre los avatares de la vida humana, individual y colectiva. Y lo hicieron dejando atrás el sistema lógico del empirismo y haciendo de las apreciaciones valorativas su principal estandarte. Pero, en cierto modo, aquella teoría política provenía de los restos del naufragio europeo tras la Segunda Guerra Mundial. La queja de Isaiah Berlin abrió una fuerte polémica entre la ciencia política y el pensamiento político y adelantó en cierta manera la crisis del positivismo: los modelos matemáticos no podrían seguir mucho tiempo eludiendo el conflicto político de las sociedades contemporáneas. El conflicto, particularmente en Estados Unidos, provino de la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles y la crisis económica. Apareció, como respuesta a la insatisfacción sociopolítica, la Teoría de la justicia de John Rawls, obra que volvió a poner al pensamiento político en el centro del debate ideológico e institucional después de la inflexión iniciada en 1967 con el pionero ensayo de Bernard Bailyn sobre los orígenes intelectuales de la Revolución Americana.

El pensamiento político, dice, volvió al primer plano porque se necesitaba un nuevo contrato social a la vista de la insatisfacción creciente frente a las debilidades del Estado del bienestar. Rawls recuperó a Kant, porque su objetivo era racionalizarlo. El movimiento refundacional del pensador de la Universidad de Harvard obtuvo respuestas desde distintos planos ideológicos: Robert Nozick opuso un planteamiento libertario, interpretando modernamente a Locke; Charles Taylor pensó la sociedad multicultural tomando en consideración la herencia romántica; y Gerald Cohen depuró el mecanicismo marxista para presentar un modelo de sociedad democrática más allá del contractualismo liberal. La cosecha fue magnífica. Sin embargo, acaso al volver la vista atrás y comprobar el despliegue de las distintas escuelas, a uno le invade la sensación de que al final el legítimo replanteamiento del contrato social se quedó en un terreno de indisimulada despolitización, de exceso de esencialismo moralista y de recuperación de un idealismo maniqueo.

Durante los años ochenta y noventa, añade después, la teoría política siguió su dinámica autorreferencial. En buena medida, la expansión académica, el pretendido fin de las ideologías y la progresiva incorporación de los nocivos índices de impacto en las publicaciones condujo a aportaciones fragmentadas, desarrollos de investigación al margen de la praxis política y observaciones sobre el mundo real meramente descriptivas, cuando no impresionistas. Como señaló John Gunnell, y mucho antes Eugene Meehan, la sensación general es que el pensamiento político había caído en la misma trampa que el viejo conductismo y las demás aproximaciones empíricas: cuanto más se hablaba de política, más se alejaba la disciplina de ella y menos autoridad tenía para valorar y explicar la acciones humanas que afectaban al conjunto de la sociedad y la vida pública.

El libro aquí comentado, continúa diciendo, es una invitación muy consistente para que la teoría política reafirme su autonomía epistemológica y se convierta en un saber útil para afrontar los problemas que tienen que afrontar nuestras comunidades políticas. No es ninguna casualidad que la invitación a pensar políticamente se haga en un momento de crisis. O, más que de crisis, de decadencia, como recientemente ha recordado Eloy García. De crisis podemos hablar cuando dos grandes cosmovisiones pugnan por imponerse, por ejemplo la democracia y el fascismo en los años treinta del siglo pasado. En la actualidad, es probable que nos encontremos en una situación de degeneración institucional, motivo por el cual se impone un retorno a los principios originales que dan sentido a las democracias constitucionales. Por ello emerge, dentro de la tradición compleja del pensamiento político, la historia conceptual, que supone una politización de la disciplina, una ruptura del canon general sobre los autores de referencia que se había impuesto desde el manual de George Sabine. Las obras de Quentin Skinner, Reinhart Koselleck o John G. Pocock, suponen una invitación a la relectura de los trabajos clásicos de Hobbes, Maquiavelo o Rousseau, con el objetivo de revitalizar las instituciones del presente y abordar la decadencia de las democracias como consecuencia de la colonización económica y administrativa de la política.

La dificultad de este renacimiento es doble: por un lado, dice, la historia conceptual no deja de ser una lucha posthistórica entre conceptos a veces descontextualizados, que en cierta manera traslada a las ciencias sociales y al quehacer intelectual la vieja dialéctica del amigo y el enemigo. Por otro, como ha recordado María José Villaverde, los métodos de la Escuela de Cambridge pueden ser cuestionables en la medida en que suponen una elección de autores arbitraria en función de que encajen mejor o peor en un enfoque ya determinado de antemano, como puede comprobarse en la teoría del republicanismo elaborada por Philip Pettit. Pero estas salvedades no eliminan el atractivo de esta nueva faceta del pensamiento político, que ha supuesto la incorporación de una visión intelectual renovadora, rica en matices y fecunda en términos académicos. En cierta manera, esta evolución demuestra que el pesimismo que invade en ocasiones a la disciplina no siempre se corresponde con la realidad: basta echar un vistazo a los trabajos que desde la década de 2000 han ido apareciendo con motivo de la creciente interdisciplinariedad: Amartya Sen ha situado de nuevo la teoría de la justicia en un primer plano, Przeworsky ha abordado los problemas seculares de nuestras democracias, Rothstein ha renovado los trabajos sobre la crisis del Estado del bienestar y Martha Nussbaum y Cass Sunstein han abierto fecundos campos de investigación en el ámbito de las emociones políticas, con posibilidad de trasladar sus importantes hallazgos a otras parcelas, como el Derecho público.

En todo caso, al final, el fortalecimiento de una disciplina pasa, en un mundo deudor de la razón práctica, por no volver la espalda al ejercicio del poder. Para ello, añade, no basta con que la teoría política abandone la persuasión positivista; lo importante, como señalan Fernando Vallespín y Ramón Maíz en distintos capítulos de este libro, es recobrar la auténtica política a través de la correcta y valiente selección de asuntos a tratar. Ya en 1926, Charles Beard recordaba en su Presidential Address a los politólogos norteamericanos la necesidad de «arriesgarse a equivocarse en algo importante en vez de acertar en alguna minuciosa banalidad». La selección de temas que ha llevado a cabo aquí Isabel Wences va sin duda por el camino correcto, al superponer el desarrollo de los trabajos a los problemas que aquejan gravemente a la sociedad española: la invasión administrativa de lo público, los límites de la teoría de la acción y de la política en sí misma, la necesidad de recuperar la ética para superar el avance incontrolado de la corrupción, la importancia de adaptar el aparato teórico a un una sociedad compleja sin sujeto constituyente claro, y la revisión de los discursos relacionados con la representación política.

¿Qué tareas quedan pendientes para que la teoría política sea tomada en serio? La principal, concluye el profesor Bárcena, su afirmación institucional, más allá de la multiplicación de revistas especializadas. La teoría política debe organizarse para seguir teniendo presencia en la universidad a través de un despliegue horizontal que vaya incluso más allá de los grados directamente relacionados con la ciencia política, como ocurría en buena medida hasta las últimas renovaciones de los planes de estudios. Esta es una cuestión corporativa, con difícil solución, dada la autonomía con que funciona, por ejemplo, en nuestro caso la universidad española. Secundariamente, resulta obligatorio no abandonar la aspiración sistemática y lineal, ilustrada al fin y al cabo, de seguir construyendo grandes relatos que permitan contextualizar las ideas políticas a través de la historia. Resulta sorprendente, en este sentido, que aún no se hayan renovado las obras clásicas de pensamiento político elaboradas por George Sabine (1937), Jean Touchard (1959) o Klaus von Beyme (1972) a lo largo del siglo XX. Obras criticables, al fin y al cabo, pero cuya pervivencia demuestra que la fragmentación no ha ayudado a la teoría política a presentarse como una herramienta imprescindible para comprender el mundo en que vivimos, ahora interpretado por un populismo académico que ocupa cómodamente las cátedras de la opinión pública, sin más límites que el mercado de la comunicación. Espero que su lectura les haya resultado interesante.



Congreso de los Diputados, Madrid


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 2898
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)