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miércoles, 22 de marzo de 2017

[De libros y lecturas] Hoy, con "Tomando en serio la Teoría Política", de Isabel Wences





En la presentación de Desde el trópico de Cáncer me permito la licencia de decir que una de mis pasiones confesables es la teoría política. Como mero aprendiz interesado, claro está, porque mis capacidades no dan para mucho más, pero animado siempre por la recomendación de esa gran teórica política que fue Hannah Arendt de que hay que "pensar para comprender y comprender para actuar". De ahí que cuando en septiembre pasado leyera en Revista de Libros el artículo de Josu de Miguel, reseñando el libro Tomando en serio la Teoría Política. Entre las herramientas del zorro y el ingenio del erizo (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2015), editado por Isabel Wences, profesora de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid, le dedicara una entrada en el blog y decidiera hacerme con él. 

El libro de Wences recoge veintitrés trabajos realizados por profesores de distintas universidades españolas cuyas líneas de investigación se desarrollan en el marco de la Historia de las Ideas Políticas y de la Teoría Política. Desde distintas perspectivas, el conjunto de estos investigadores reflexiona sobre el quehacer objeto y facetas, acción política y algunas cuestiones relevantes de la actual política democrática de la Teoría Política, cuya importancia se advierte al ser esta no solo la que se encarga de la justicia y de las grandes preguntas, sino también la que proporciona las herramientas para reflexionar y potenciar el pensamiento y la interpretación crítica, otorgar significado a los fenómenos políticos y reflexionar sobre estrategias de acción, intentado demostrar que la teoría política es valiosa y necesaria para el estudio de la política, y que sin ella no podemos comprenderla adecuadamente.

No me resisto a reproducir los primeros párrafos de la presentación que a modo de prólogo hace del libro editado por Wences el también profesor Benigno Pendás, director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y coautor de uno de los trabajos recogidos en el libro, que se inicia con la afirmación de que todos hablan, escriben, opinan, analizan, pontifican.. Filósofos, economistas, juristas, sociólogos, historiadores, periodistas... Maestros o aprendices, sabios o ignorantes, humildes o (casi todos) prepotentes, los intelectuales de nuestro tiempo traducen su desconcierto en dogmas de fe a la hora de interpretar la Gran Crisis que protagoniza estos años confusos del temprano siglo XXI. Todos, añade, excepto los politólogos y, en particular, los cultivadores de la teoría política. Aquí, dice, seguimos anclados los unos en sus redes empíricas y los otros aburridos de tanto escudriñar la última escolástica sobre Rawls, Habermas o algún que otro habitante del Olimpo. Bajo la inspiración del neoplatónico Kavafis, añade, he hablado hace poco de la Ciudad de las Ideas, con sus grandezas y servidumbres a la hora de afrontar una realidad proteica y deslavazada que nunca se deja reducir a categorías abstractas. O dicho de otro modo, añade, que la fiebre helenística propia del desorden universal exige un sacrificio que nuestro gremio debe aceptar bajo riesgo de caer para siempre en la irrelevancia. 

Con la inspiración inicial de Isabel Wences y de Fernando Vallespín, dice Pendás, este libro nace para saldar en parte la deuda contraída por la Teoría Política a causa de silencio culpable ante la Crisis (con mayúscula hegeliana). Salvo alguna excepción relevante, no hemos estado a la altura de nuestra responsabilidad, encerrados en seminarios, departamentos y publicaciones donde se hacen (más o menos) méritos para acreditaciones oficiales y reconocimientos burocráticos. Lo digo sin rodeos: una actividad estéril a la hora de aportar soluciones políticas a las democracias inquietas de nuestro tiempo y a los líderes desconcertados ante una realidad que supera su capacidad analítica, más bien de plazo corto. Ya sé que necesidad obliga, y que lo primero es vivere... Admito por ello la atenuante, pero me niego a considerar que sea una eximente para las culpas corporativas.

Leído el libro gracias de nuevo a los buenos oficios de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, reconozco que, sin menoscabo alguno para los "no-citados", me han gustado mucho más algunos trabajos que otros. Por ejemplo me han resultado de gran interés los redactados por Ramón Vargas-Machuca, Félix Ovejero y Manuel Arias Maldonado, y los recogidos en la tercera parte del libro, dedicada a "Preguntas, diagnóstico y propuestas", sobre todo los los profesores Elena García Guitián, María José Villaverde, Antonio Robles, Vincent Druliolle, y el de la propia editora del libro, la profesora Isabel Wences. Pero sería de agradecer que textos tan enjundiosos e interesantes como estos se intentarán formular en un lenguaje menos académico y más al alcance del común de los mortales, pues como dice el propio Pendás en uno de los trabajos recogidos en el libro: "ni siquiera el polités mejor dispuesto sería capaz de leer la mayoría de los trabajos al uso en este gremio profesional". En cualquier caso, recomiendo su lectura atenta a cualquier interesado en el campo de la teoría política. 

En la página 527 del libro, la editora del mismo, la profesora Isabel Wences, señala que "la teoría política se encarga de identificar, comprender y dilucidar los problemas que aquejan al mundo y articula, mediante una vertiente filosófica, una dimensión normativa, un flanco historiográfico y claves para la acción política, un espacio de reflexión del que germinan fundamentos de posibles soluciones o nuevas alternativas que ayuden a dar respuesta a las complejas tensiones que acompañan a toda convivencia humana. Esto quiere decir que la actividad de la teoría política no está divorciada del conocimiento de la realidad empírica, ni de la investigación basada en la evidencia histórica, y que de esa evidencia deben resultar principios prácticos, pues como dijera tiempo atrás Rafael del Águila, la vocación de la teoría política no es (en realidad nunca fue) vivir al margen del mundo sino intervenir en él".

Poco antes, en la página 485, el profesor de la Universidad de Granada, Antonio Robles Egea, inicia su artículo sobre la corrupción política y las tareas de la teoría política, con unas palabras que no me resisto a transcribir. La teoría política, dice, puede tener varias funciones según la finalidad que aspira a alcanzar. En el plano científico analiza, sintetiza y evalúa las aportaciones teóricas de los autores clásicos y contemporáneos; en el plano académico transmite el conocimiento acumulsado durante siglos y el actual a los estudiantes de la materia; y finalmente, entre otras metas, en el plano social y político, trata de ayudar a los conciudadanos a orientarse en su propio mundo social y político, y darles la oportunidad de acceder a instrumentos conceptuales con los cuales después pueden operar por sí mismos. La teoría política, sigue diciendo (y citando al también profesor Fernando Vallespín), no dicta lo que hay que hacer, sino como abordar los problemas, ubicándolos en un contexto histórico y social específico, y contribuyendo a su dilucidación pública, aguijoneando siempre a los ciudadanos para que no dejen de serlo. No es poca tarea esa, me parece a mí...








Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 11 de marzo de 2017

[A vuelapluma] Los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid. De nuevo los recuerdos





Un año más me sumo al recuerdo de los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid que supusieron la muerte de 193 personas y 1858 heridos de diversa consideración. Los atentados se produjeron en una serie de ataques terroristas en cuatro trenes de la red de Cercanías de Madrid llevados a cabo por una célula terrorista yihadista, con diez explosiones casi simultáneas en una hora punta de la mañana (entre las 07:36 y las 07:40). Más tarde, y tras un intento de desactivación, la policía detonaría de forma controlada dos artefactos que no habían estallado. Tras ello desactivaron un tercero que permitiría, gracias a su contenido, iniciar las primeras pesquisas que conducirían a la identificación de los autores. Fue el segundo mayor atentado cometido en Europa detrás del de Lockerbie, ocurrido en 1988, en un avión que sobrevolaba Escocia, en el que murieron 270 personas. Al finalizar ese día la mayor parte de los medios de comunicación españoles ya tenían claro que se trataba de un atentado de una célula islamista de Al Qaeda, contra la opinión sostenida por el gobierno de que se trataba de un atentado de ETA. 

Yo no puedo ni quiero olvidarlo y tampoco quiero perdonar a sus autores. Este vídeo que he bajado de YouTube, con las fotografías de la mayor parte de las víctimas de los atentados de Madrid, es mi sincero homenaje en su recuerdo. Como todas las víctimas de actos terroristas, sean estos del color que sean, fueron víctimas inocentes. El terror es un arma criminal siempre, inadmisible en una sociedad democrática, venga de quien venga y se alegue la pretendida excusa que se quiera para llevarlo a término. No hay terrorismo bueno ni terrorismo malo; no hay terrorismo de izquierdas ni terrorismo de derechas; no hay terrorismo justo ni terrorismo injusto; no hay terrorismo de Estado ni terrorismo civil... Hay terrorismo y terroristas a secas y todos son igualmente despreciables. 

En uno de los ensayos incluidos en su libro "Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política" (Península, Barcelona, 2003), que lleva el título de Verdad y política, escrito a raíz de la controversia surgida en torno a la publicación de Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt escribió lo siguiente: "Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una herramienta necesaria y justificable no solo para la actividad de los políticos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado. Nuestra habilidad para mentir -añade más adelante- pero no necesariamente nuestra habilidad para ser veraces, es uno de los pocos datos evidentes y demostrables que confirman la libertad humana."

Sobre los atentados del 11 de marzo en Madrid casi todo está ya dicho. A pesar de ello, algunos pretenden seguir manipulando lo ocurrido bajo pretextos, inconfesables, de mero oportunismo político. Lo mismo ocurre con los del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, o, por citar un solo ejemplo más, los acontecimientos relativos al intento de golpe de estado en España del 23 de febrero de 1981. Son ya historia; dejemos pues a los historiadores que diluciden las controversias que pudieran existir. Los hechos son los hechos y las opiniones son opiniones. A mí, personalmente, el antiguo adagio latino Fiat veritas, et pereas mundus (Que se haga justicia y perezca el mundo), me resulta bastante hipócrita.

En El País de hoy sábado, Fernando Reinares (1960), director del Programa sobre Terrorismo Global en el Real Instituto Elcano, catedrático de la Universidad Rey Juan Carlos y actualmente profesor visitante en la American University de Washington, está considerado uno de los mayores expertos del mundo en el análisis del fenómeno del terrorismo yihadista. Hoy, en el décimo tercer aniversario de los atentados, publica en El País un artículo en relación con las recurrentes especulaciones y conjeturas sobre quién los ideó, que revelan, dice, la gran y manipulable ignorancia que aún existe en nuestro país sobre el peor atentado de la historia de España.

Al contrario de lo que sentí con los sucesos que ocurrieron el 23 de febrero de 1981, que recordaba hace unos días: vergüenza y rabia, aquel 11 de marzo lo que me se agolpó en el alma, conforme se conocía y confirmaba el alcance de los atentados, fue un inmenso dolor y estupor por la muerte absurda de tantas víctimas inocentes. 

No puedo saber lo que ustedes recuerdan haber sentido ese 11 de marzo de hace trece años. Las escuetas anotaciones de mi agenda de ese día, después de hablar con mi hija Ruth y mi hermano y su familia, residentes en Madrid, resultan tan asépticas que releerlas me sigue provocando rubor y una íntima sensación de incomodidad. Dicen así:

07:30 = Atentados en Madrid. Se desconoce su autoría. Se habla de más de doscientos muertos en Atocha. Llamamos a Ruth y a Alberto. Todos bien.
08:00 = En guagua a UGT.
09:00 = Inicio del curso de formación para nuevos delegados de FeS. Tenemos 13 alumnos. Lo damos María Teresa Bernardo y yo.
12:00 = Manifestación silenciosa de 10 minutos en la puerta de UGT.
14:00 = Fin del curso. Vuelvo a casa en guagua. La prensa habla de un atentado islamista. El gobierno, de ETA.
17:00 = Al Sur, con Paqui, Myriam y Concha.
19:30 = Café en casa de Juana.
21:00 = De vuelta en Las Palmas. Nadie duda ya del origen islamista de los atentados

El diario El País, con motivo del décimo aniversario del atentado, publicó un número especial dedicado al mismo muy completo. También pueden ver este documental de más de 50 minutos de duración sobre lo que pasó aquel día de hoy hace trece años en Madrid. 

Me sumo al homenaje de mis conciudadanos a las víctimas inocentes del fanatismo que murieron ese día. Estos son sus nombres, nacionalidad y edades, y este mi recuerdo. Ni olvido para ellas ni perdón para sus asesinos.



Monumento a las víctimas del 11-M en Madrid


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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domingo, 8 de enero de 2017

[Tribuna de prensa] Lo mejor de la semana del 2 al 8 de enero de 2017





Desde los enlaces de más adelante pueden acceder a los artículos más relevantes de la semana seleccionados por Der Spiegel, El País, Le Monde, The Washington Post, y Revista de Libros. Y desde estos otros a los especiales de El País sobre Las reformas que la sociedad española demanda 2016, el año en que todo salió al revés, que se actualizan periódicamente. Desde los de más abajo pueden hacerlo a los artículos de opinión seleccionados por mí durante la semana, que voy subiendo diariamente al blog y que permanecen publicados en él un máximo de 24 horas. 

Como decía Hannah Arendt, espero que les inviten a pensar para comprender, y comprender para actuar. Y para amar. La vida, a fin de cuentas, no va de otra cosa que de eso. Se los recomiendo encarecidamente. 

1. El desconcierto de las élites, por Daniel Innerarity.
2. Tiempo de silencios, por Olivia Muñoz-Rojas.
3. Carta a Gregorio, por Valeria Luiselli.
4. 2017, el año de nuestra vida, por Gabriel Tortellá.
5. Articular el cambio, por Ignacio Urquizu.
6. Podemos y el síndrome de París, por Lucía Méndez.
7. Cinismo ante la Constitución, por Monserrat Muñoz de Diego.
8. La reina sucia, por Raúl de Pozo.
9. La política como vocación, por Roberto R. Aramayo.
10. La casa común, por Patxi López.
11. ¿Y el Rey vero?, por Arcadi Espada.
12. Indignidad, por Baltasar Garzón.
13. Cómo no defender las humanidades, por Jesús Zamora Bonilla.
14. Sensibilidades, por Jorge M. Reverte.
15. Digamos ¡basta!, por Winnie Byanyima.
16. Repudio del plagio y del plagiario, por Pedro Álvarez de Miranda.
17. Trillo, por Julio Llamazares.
18. Antipático, por Fernando Savater.

Para terminar, les dejo con los reportajes del diario El País con las mejores imágenes del 2016 y las treinta fotos más representativas de los 40 años de vida del periódico. Y como siempre, las mejores fotos de la semana que termina.



Ensayo del ballet nacional de Uruguay. Montevideo, Uruguay 



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 14 de diciembre de 2016

[Pensamiento] El humanismo desencantado (II)






Subo al blog la segunda parte del artículo del profesor Rafael Narbona en Revista de Libros sobre la vida y la obra del pensador y escritor italiano Primo Levi, superviviente del Holocausto. Es la continuación de mi entrada del pasado día 9, El humanismo desencantado (I), que reseñaba dicho artículo  Lo prometido es deuda, así que les dejo con Primo Levi y Rafael Narbona. 

El Evangelio de Juan atribuye a la Palabra la creación del mundo, dice Narbona al comienzo de su reseña. Dios es el Verbo, el Logos, y separó la luz de las tinieblas, impidiendo que prevaleciera la oscuridad. En Auschwitz, impera la oscuridad porque no hay palabras para expresar la ofensa que representa «la destrucción del hombre». Su lógica es puramente negativa, pues despoja a los deportados de todo, reduciéndolos a la pura animalidad de la res confinada en un matadero, sin otra perspectiva que ser sacrificada: «En un instante –escribe Primo Levi−, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro». La forma de proceder de los verdugos no obedece sólo a la crueldad, sino al propósito de liquidar la identidad de los prisioneros, su ser íntimo y personal. «Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo nuestro, algo de lo que hemos sido permanezca». Si a un hombre se lo despoja de cualquier objeto personal –«un pañuelo, una carta vieja, la foto de una persona querida»−, deja de ser un hombre, pues esos objetos no son cosas, sino una parte de su historia. Las señas de identidad incluyen una dimensión material: un domicilio, una forma de vestir, pequeños fetiches. Privado de eso, «será un hombre vacío, reducido al sufrimiento y a la necesidad, falto de dignidad y de juicio, porque a quien lo ha perdido todo fácilmente le sucede perderse a sí mismo». El Lager es «un campo de aniquilación». La aniquilación física no es menos importante que la aniquilación psíquica. El sentido último del sistema de campos de concentración no es el exterminio, sino la reinvención de lo humano, destruyendo a los individuos que no se ajustan a un canon. Sólo se considera persona al que presuntamente merece formar parte de una comunidad basada en mitos y falacias, no al individuo que reclama su derecho a la diferencia.

En Auschwitz, continúa diciendo Narbona, Primo Levi se convierte en un Häftling: «“Me llamo 174.517”; nos han bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el brazo izquierdo». En el Lager «no hay ningún porqué»: la arbitrariedad es la única regla. «En este lugar está prohibido todo, no por ninguna razón oculta sino porque el campo se ha creado para este propósito». No es posible elaborar un proyecto, fijarse una meta, pues el sentido de las alambradas es segregar a los deportados de la familia humana, extirpándoles esa raíz común que nos permite afrontar el tiempo con una perspectiva racional. La esencia del ser humano no es la mera supervivencia, sino un quehacer que imprime sentido a sus actos. Un quehacer que responde a un fin libremente elegido, no una rutina impuesta. En el Lager, «el futuro remoto se ha descolorido, ha perdido toda su agudeza, frente a los más urgentes y concretos problemas del futuro próximo: cuándo comeremos hoy, si nevará, si habrá que descargar carbón». En esas condiciones, no es posible aferrarse al pasado, evocar el hogar perdido. Es mejor no pensar, no recordar, pues la nostalgia sólo agrava el sufrimiento. El hambre ayuda a vaciar la mente, «un hambre crónica desconocida por los hombres libres, que por las noches nos hace soñar y se instala en todos los miembros del cuerpo». El ser humano desciende hasta la pura animalidad, incluso más abajo, pues nunca conoce la paz del hambre satisfecha, del instinto aplacado, del puro placer de estar tumbado al sol o dormitar tranquilamente.

Auschwitz se parece a la Torre de Babel, señala. Circulan todos los idiomas, mezclados en una jerga que compone un idioma específico, la lengua del Lager. Entenderla, hablarla, es requisito indispensable para sobrevivir. Asearse no es menos necesario, aunque sólo se disponga de un hilo de agua sucia y helada. El reglamento del campo exige mantener cierta limpieza o, al menos, la apariencia de cumplir ciertos ritos asociados a la disciplina de un centro penitenciario. No obstante, acatar esa norma no es un gesto de sumisión, sino de dignidad. Si el deportado se abandona, si pierde el hábito de la higiene y anhela la muerte, se convertirá en un «musulmán» (apelativo asignado a los que se habían hundido, a los que ya no hacían ningún esfuerzo por preservar su vida) y será seleccionado para morir en la cámara de gas. En ese contexto, sobrevivir para narrar lo sucedido adquiere el valor de un acto de resistencia. Sin embargo, ese propósito –aplazado hasta una hipotética liberación− no aplaca el dolor de despertar cada mañana y descubrir que sólo eres un Häftling. Ese momento de conciencia es «el sufrimiento más agudo», especialmente cuando la mente sale de un sueño melancólico o tibiamente dichoso.

En Auschwitz, continúa diciendo, el espanto convive con lo grotesco. La orquesta del campo interpreta marchas y canciones populares, mientras el humo de los crematorios oscurece el cielo. No es una música banal concebida para distraer la atención o combatir el hastío (al igual que el infierno, el campo es una rueda que repite a diario la misma rutina), sino «la voz del Lager, la expresión sensible de su locura geométrica». La música actúa como un oleaje invisible sobre las almas muertas de los deportados, arrastrándolos como a hojas secas. Es un simulacro de una voluntad colectiva inexistente, que pone en movimiento a una humanidad humillada y sin otro horizonte que ser reducida a cenizas y desaparecer en las aguas del Vístula. La muerte en Auschwitz siempre es anónima e irrelevante, pues el campo no es una prisión, sino un matadero industrial ideado por una bipolítica cuyo objetivo es pulverizar la noción de individuo. Los judíos no son personas, pues no pertenecen a la comunidad exaltada por la filosofía de la Sangre y el Suelo. No se reconoce su derecho a ser distintos, a no asimilarse, y no se les ofrece la oportunidad de una supuesta redención, aunque renuncien a su identidad. Las víctimas del poder totalitario devienen antes o después en masa angustiada, sometida al martirio de Tántalo, que bestializa al ser humano, rebajándolo a las funciones básicas de ingesta y excreción. El hambre convierte al individuo en un tubo, que ingiere comida –una sopa inmunda− y la expulsa, casi siempre en forma de heces líquidas.

El despertar en Auschwitz nunca es plácido, recuerda: «Son poquísimos los que esperan durmiendo el Wstawac: es un momento de dolor demasiado agudo para que el sueño no se rompa al sentirlo acercarse». Auschwitz no es simplemente un castigo, sino el patio trasero del Estado-jardín nazi. Es el lugar al que se arrojan los desperdicios, poco antes de triturarlos o incinerarlos. En la distopía nacionalsocialista, la humanidad se divide en compartimientos estancos. Los no deseados acaban en el vertedero. Las distinciones morales carecen de sentido entre las alambradas. No hay buenos y malos en la horrible coreografía de los deportados, sino hundidos y salvados. Una lógica binaria que suprime los lazos de amistad y parentesco: «cada uno está desesperadamente, ferozmente solo». La muerte no puede inspirar luto o duelo, cuando cada minuto exige permanecer alerta para no ser el próximo en caer. No es suficiente obedecer, cumplir las órdenes, ser sumiso. Hay que recurrir al ingenio, a la indignidad, a la capacidad de improvisación del animal acosado, que sólo piensa en cómo escapar. La opresión extrema mata el espíritu de resistencia y cualquier forma de solidaridad. No es posible combatir a un enemigo descomunal, con un eficaz sistema de deshumanización. Los deportados que han sobrevivido a sucesivas selecciones no piensan en el futuro, ni hacen preguntas. El otro sólo es una sombra que desfila a su lado: «Los personajes de estas páginas –escribe Primo Levi− no son hombres. Su humanidad está sepultada, o ellos mismos la han sepultado, bajo la ofensa súbita o infligida a los demás». Todos están confundidos –y, al mismo tiempo, borrados− en la misma desolación.

Primo Levi no cree en Dios, señala Narbona, pero se pregunta si las abominaciones que acontecen en el Lager no conforman un nuevo libro del Antiguo Testamento, un nuevo Éxodo, pero sin la expectativa de la Tierra Prometida. Los nazis intentan crear un hombre nuevo, destruyendo al hombre viejo, al judío-bolchevique que se opone activa o silenciosamente a la utopía de un mundo de soldados-campesinos, o, por utilizar la famosa expresión de Jünger, de «trabajadores» que transitan sin problemas del arado al fusil, de la fábrica al campo de batalla. Cuando los alemanes huyen del avance de los rusos, los escasos supervivientes recuperan poco a poco su humanidad, compartiendo los restos de comida que aparecen en un almacén abandonado. El primer gesto de solidaridad significa el fin del Lager. Los prisioneros vuelven a ser hombres: lenta, penosamente.

El humanismo de Primo Levi, dice más adelante, supera la durísima prueba del Lager. No piensa que el régimen de terror y vejación al que eran sometidos los deportados mostrara crudamente al hombre desnudo, sin la capa de civilización que esconde supuestamente un primitivo y genuino instinto depredador: «No creo en la más obvia y fácil deducción: que el hombre es fundamentalmente brutal, egoísta y estúpido tal y como se comporta cuando toda superestructura civil es eliminada, y que el Häftling no es más que el hombre sin inhibiciones». Primo Levi experimentó desencanto al comprobar que el ideal humanista se rompía en mil pedazos bajo el peso del poder totalitario, pero no identificó la condición humana con sus aberraciones ideológicas, ni con los impulsos más abyectos del nacionalsocialismo. El nazismo fue una ideología que fundió materiales diversos (darwinismo, racismo, nacionalismo, militarismo, esoterismo) para liquidar el concepto de cultura surgido en la Europa ilustrada y consolidado el liberalismo político del siglo XIX, que reconoció el derecho a disentir en el marco de una sociedad abierta y diversa, compuesta por ciudadanos con derechos inalienables. Para destruir ese modelo social, el nazismo privó al individuo de cualquier forma de autonomía, incluso en su dimensión más elemental e ineludible.

En Los orígenes del totalitarismo (1951), comenta el profesor Narbona al concluir su artículo, Hannah Arendt apunta que «los campos de concentración […] privaron a la muerte de su significado como final de una vida realizada. En un cierto sentido arrebataron al individuo su propia muerte, demostrando con ello que nada le pertenecía y que él no pertenecía a nadie. Su muerte simplemente pone un sello sobre la voluntad de anular su existencia, incluso como recuerdo. Es como si nunca hubiera existido». Se mata a un hombre como se mata a una res, aprovechando sus restos para diversos usos. Se ahoga el grito de las víctimas como se insonoriza un matadero. Se intenta, en definitiva, dejar claro que no se mata a seres humanos. Auschwitz nos obliga a repensar nuestro concepto de la cultura y el hombre. No se trata de una matanza más, sino de un experimento que se repetirá en Ruanda, Camboya y Bosnia-Herzegovina. Si esto es un hombre nos dice que la cultura es un ideal de convivencia pacífica. El respeto por el otro, particularmente cuando nos separan muchas cosas de él, es la expresión más refinada de la interacción humana. Si el hombre olvida su responsabilidad hacia los demás, comienza la caída hacia el estado de naturaleza, donde reina la guerra, la lucha sin cuartel por la supervivencia. Afortunadamente, Auschwitz fracasó y fracasa cada día, pues cuando se extingue la violencia, reaparece poco a poco el respeto y la solidaridad. El hombre no es Hitler, embriagado por la voluntad de poder y la fantasía del Lebensraum o espacio vital, sino Primo Levi escribiendo un testimonio donde el dolor no desemboca en el odio y la desesperación, sino en la serenidad y el anhelo de paz y justicia.

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Entrada al campo de exterminio de Auschwitz (Polonia)



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domingo, 4 de diciembre de 2016

[Personal] Hannah Arendt en el recuerdo (1906-1975)




Hannah Arendt

En cada mes de diciembre hay dos citas ineludibles en el blog: la del 6 de diciembre, aniversario del referéndum de aprobación de la Constitución española de 1978, y la del 4 diciembre, aniversario de la muerte de Hannah Arendt.

Hannah Arendt, filósofa y teórica política estadounidense de origen judeo-alemán, murió tal día como hoy de 1975 en la ciudad de Nueva York, donde residía. Una de sus biógrafas, la profesora francesa Laure Adler, cuenta en su libro "Hannah Arendt" (Destino, Barcelona, 2006) que la tarde de aquel día había invitado a su casa a unos amigos para los que preparó la cena ella misma. Terminada esta, pasaron a un saloncito de la casa para charlar, pero nada más sentarse, dio un profundo suspiro y murió a causa de un infarto de miocardio. Tenía 69 años recién cumplidos. Está enterrada, junto a su esposo, Heinrich Blücher, en el campus universitario del Bard College, en la ciudad de Annandale-on-Hudson, Nueva York. 

Nacida en Hannover (Alemania) el 14 de octubre de 1906, Hannah Arendt comienza sus estudios de Filosofía en la Universidad de Marburgo, donde tiene como profesores a Martin Heidegger, Nicolai Hartmann y Rudolf Bultmann, estudios que continúa en la Universidad de Friburgo con Edmund Husserl y que culmina con su doctorado en la Universidad de Heidelberg bajo la dirección de Karl Jaspers. A pesar de su impresionante currículo académico filosófico, ella nunca se consideró a sí misma como filósofa sino como teórica de la política, a cuyo estudio dedicó prácticamente toda su vida como pensadora y profesora en las universidades estadounidenses de Princeton, Chicago y Berkely,  a donde se trasladó en 1941 huyendo del régimen nazi que la había privado de la nacionalidad alemana por su condición de judía. 

Mi primer contacto académico con la persona y la obra de Hannah Arendt tiene lugar cuando curso la asignatura de Teoría Política, en la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED, a través de la serie de libros de "Historia de la teoría política" del profesor Fernando Vallespín. Yo había oído hablar de Hannah Arendt con anterioridad, pero no había leído ninguna de sus obras. Es ahora, cuando lo que hasta ese momento era una obligación académica se va a convertir en una pasión. Y tras "Sobre la revolución", el primero de sus libros que leo, le siguen (no por el orden en que los cito: Los orígenes del totalitarismoLa condición humanaEichmann en JerusalénEntre el pasado y el futuro¿Qué es la política?Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidentalLa promesa de la políticaTiempos presentes, Crisis de la república, El concepto del amor en San Agustín, Hombres en tiempos de oscuridad, Más allá de la Filosofía, De la historia a la acción, y algún otro que me dejo en el teclado. Y por supuesto, las dos espléndidas biografías que sobre ella escriben Elizabeth Young-Bruehl (Alfonso el Magnánimo, Valencia, 1993) y la citada más arriba de Laure Adler, de las que volveré a hablarles más adelante.   
Como decía en mi entrada de hace unas semanas en la conmemoración del 110 aniversario de su nacimiento, traer a Hannah Arendt a este blog no necesita justificación alguna. Basta con que en el buscador del mismo pongan su nombre para que puedan percibir el sentimiento de admiración que el autor del mismo siente por ella. Hasta el seudónimo con el que firma sus entradas es un homenaje a su memoria.

El catedrático de filosofía Fernando Savater le dedicó en la presentación  de la edición para el Círculo de Lectores del libro de Hannah Arendt quizá más emblemática, La condición humana, unas páginas no por breves menos admirativas hacia su persona y su obra, que reproduzco literalmente a pesar de extensión: A Hannah Arendt, dice sobre ella el profesor Savater, le debemos la reflexión filosófica sobre política más genuina de este siglo. Digo genuina, no simplemente acertada o sugerente. Por supuesto, su gran libro sobre los orígenes del fenómeno totalitario, su comparación entre la revolución americana y la francesa a la luz de las libertades públicas, sus esbozos sobre la violencia o sobre la crisis de la educación, están siempre llenos de originalidad inspiradora incluso para quienes menos comparten su análisis (¡con la posible excepción de sir Isaiah Berlin, que siempre le tuvo una ojeriza teórica sin desmayo!). Pero su filosofía política, continúa mas adelante, es genuina porque no aspira al final de la política, sino a su esclarecimiento y prolongación. Me explico, dice, el filósofo que se dedica a la epistemología no ansía llegar a una visión del conocimiento capaz de cancelar su progreso ulterior, ni el que piensa sobre moral pretende que llegue el momento feliz en que la moral sea cosa del bárbaro pasado... ¡aunque fuese gracias a la victoria definitiva del Bien! Pero el noventa por ciento de los filósofos políticos parecen considerar que la actividad política misma, su agitación, sus constantes cambios de proyecto o ideal, etcétera, son algo a erradicar cuanto antes. El ejercicio contradictorio de la política (necesariamente contradictorio, porque si no faltaría la libertad que lo hace posible) proviene para ellos de ambiciones, caprichos o accidentes igualmente detestables. De ahí su empeño por promulgar el "final de la historia" o la "utopía", objetivos simétricos aunque el primero sea conservador y el segundo, supuestamente revolucionario. En ambos casos (y en otros adyacentes, aunque menos graves) se da a entender que la culminación de la política llegará cuando ya no sea necesario hacer política. Por el contrario, Arendt permanece siempre entusiástica y lúcidamente fiel a la política como actividad. Y la vincula en cuanto tal a la concepción de la vida humana como algo más que la acumulación de labores reproductivas o fabricación de objetos. Para ella, creo que acertadamente, hacer política es también hacer humanidad. Desde el punto de vista genérico de esta colección, La condición humana es particularmente interesante porque muestra las posibilidades del ensayo para abordar de una manera casi "aérea" perspectivas amplísimas que un tratadista minucioso no lograría agotar satisfactoriamente salvo que perpetrase toda una biblioteca de agobiantes volúmenes. Y desde luego porque en este caso el resultado de tal perspectiva sintetizadora merece realmente la pena. Hasta las palabras del profesor Savater sobre Hannah Arendt.

Concluyo esta entrada de hoy, rendido homenaje de admiración a la personalidad y la obra de Hannah Arendt en el aniversario de su muerte, invitándoles a la lectura de la reseña crítica que de las dos biografías citadas más arriba realizara en su día en Revista de Libros el profesor Jordi Ibáñez Fanés. Les dejo con ella. 

AMISTAD Y AMOR MUNDI: LA VIDA DE HANNAH ARENDT, por Jordi Ibáñez Fanés 

Al final de su ensayo «La crisis de la cultura» (incluido en Entre el pasado y el futuro), Arendt alude al criterio de acompañarse bien en esta vida y saber escoger los amigos, las ideas y las cosas. La conocida sentencia de Cicerón de que es preferible errar con Platón a tener razón con sus enemigos (Errare mehercule malo cum Platone [...] quam cum istis vera sentire), y que Hannah Arendt cita en este mismo contexto, entreabre una puerta por cuyo resquicio es posible entenderla a ella y al contenido de verdad que ella misma dio a su vida. El arte de escoger a los amigos, el juicio para conocer a las personas más allá de sus aciertos y desaciertos, no es una actividad incidental o privada: es donde comienza el primer círculo de la acción política, de una existencia decente capaz de reconocer y producir sentido. En el mundo ­estropeado por los totalitarismos es, además, un modo de supervivencia y de heroísmo.

Para comprender a Hannah Arendt hay que asumir su concepto de la amistad: exigente, generoso, dinámico, tenso, profundo, leal. Su relación con Heidegger, por ejemplo, va mucho más allá de un enamoramiento de juventud guardado en el relicario de la propia vida. Se convierte en una forma de amor impresionante a partir del momento en que resulta a todas luces incomprensible (si no se ve todo desde un prisma hecho de entrega y generosidad). No es que Hannah Arendt le perdone a Heidegger su deriva nacionalsocialista. Es que simplemente se sobrepone, se coloca por así decirlo más allá de las miserias y debilidades del pobre Martin, y acude a él en sus años más oscuros, como el «rey escondido» que fue pero ahora ya destronado, simplemente para retomar un diálogo tan necesario para ella como para él. Podemos pensar que, en plena barbarie nazi, Hannah Arendt (como Jaspers, como tantos otros amigos) hubiera podido morir ante la puerta de Heidegger sin que ésta se abriera. Es duro pensarlo, pero no tenemos motivos más razonables para no pensarlo, visto el comportamiento del filósofo durante esos años negros. Y, sin embargo, ahora ella va en su busca, le ahorra esta imposible palabra de la disculpa, que él nunca pronunciará, le vuelve a ofrecer su amistad, su amor incluso. A partir de aquí (verano de 1949), Hannah Arendt no dejará de buscar y apreciar el contacto con su antiguo maestro, a pesar de no encontrar en él nunca, o sólo muy al ­final, un reconocimiento por sus propios libros. Deja huella este modo incondicional de entender y de vivir la amistad, dejándola que se alimente de la propia claridad y de los hábitos irre­gulares, y en cualquier caso cómicamente oraculares, de Heidegger como corresponsal. Si se comparan las cartas de Arendt con las de Heidegger, se descubre de inmediato dónde está la filosofía más profunda y dón­de que­da simplemente la que más imposta la voz. La biografía de Laure Adler, sin aportar grandes novedades, rela­ta muy bien el melo­dramático reencuentro (siempre en el verano de 1949) entre los dos antiguos amantes, la escena grotesca, inducida por Heidegger, ante su esposa Elfriede, antisemita hasta los tuétanos, enloquecida por los ­celos, transida por el odio y el dolor, y la actitud de Hannah Arendt, que pa­rece sobrevolar este drama familiar como alguien de otro mundo. Heidegger, que siempre filosofó como si fuera él el que descendía de otro mundo, tu­vo posiblemente en Hannah Arendt la percepción más clara de lo que era real­men­te ser de otro mundo. Aunque, si ella no lo condenó, ¿por qué deberíamos hacerlo nosotros? Personalmente, creo que se desprende mayor profundidad existencial de cinco minutos de la vida de Hannah Arendt que de cinco páginas de Ser y tiempo. Pero también esto es una exageración que ella no hubiera aceptado bajo ningún pretexto (aunque sea verdad).

Ese culto intenso a la amistad, al juicio como una apuesta y un conocimiento dado por los otros a través de la experiencia de la amistad, no lo explica todo, pero sí explica lo esencial, o por lo menos ofrece una visión que permite ir al núcleo vital del personaje. La biografía de Hannah Arendt resulta una lectura apasionante (más allá del chisme, que brilla por su ausencia en alguien que vivió libremente, sin dobles fondos) precisamente porque esa viva experiencia de la amistad y la entrega lo articula todo. Las ideas y las posiciones políticas no se pronuncian en una soledad extraña o superior, sino en el seno de una constelación humana muy diversa y compleja. No hay camino de amistad en Hannah Arendt que no sea de ida y vuelta. Y no hay juicio sumario (a los que también podía ser proclive) que no ponga en evidencia a su condenado de un modo definitivo. El ejemplo de Adorno es, al respecto, devastador. Podemos pensar que hay una cierta incongruencia en el hecho de no perdonarle a Adorno ciertos titubeos cobardicas con respecto al nacionalsocialismo en los primeros meses de la llegada de Hitler al poder, y que luego, en cambio, no le pidiera explicaciones a Heidegger por su compromiso y su identificación con los nazis. Plantear eso supone equivocar completamente el plano desde el que se juzga la cuestión. Adorno nunca fue amigo, más bien fue enemigo desde el primer instante. Por muy irracional que parezca, digamos que ella lo caló, y ahí ya no había nada que hacer. Na­turalmente, los tejemanejes de Adorno y Horkheimer con el que fuera su primer marido (Günther Anders), o la condescendencia vagamente prepotente y de maestrillo sabihondo que ella creyó captar en el trato que Adorno le dispensaba a su amigo Walter Benjamin en el exilio parisino, no ayudaron en nada a lavar esta mala impresión inicial. También puede entenderse el estilo vital e intelectual de Arendt a partir del contraste con Adorno. Arendt nunca fue hegeliana (el error esencial de Hegel fue, según ella, entender el pensar y el actuar como lo mismo; además, para ella, como para Heidegger, el absoluto es una presunción abusiva de la que la filosofía debe precaverse). Tampoco fue marxista (aunque pocos de su generación leyeron a Marx con tanta generosidad para comprenderlo como ella). Fue kantiana y aristotélica, y en cierto modo Adorno tuvo que envejecer para volverse kantiano. El lugar de la negatividad adorniana, además, aparece en ella ocupado por una idea completamente antagónica: el amor al mundo, a las cosas como lo que son. Es decir, frente a la comprensión de lo que es mediante su inversión y su negación, ella siempre opuso la comprensión de lo que es como lo que es. Esto la hizo ser una pensadora valiente, y esto la colocó también en algún apuro.

Si no tenemos presente esta exaltación vital por el dilucidamiento de la verdad, no se entiende que entrara en tromba en un tema tan complejo y vivo como el del holocausto, y no digamos ya en 1961-1963, en el momento del primer relevo generacional entre supervivientes y descendientes de supervivientes. Me refiero a los cinco artículos que publicó en The New Yorker sobre el proceso al nazi Eichmann en Jerusalén y al libro que inmediatamente publicó a partir de ellos (sin rectificar nada, sin matizar lo que ya hubiera podido matizar). Aunque hay una notable y copiosa literatura sobre el tema, las biografías de Young-Bruehl y Laure Adler permiten una reconstrucción y un cierto juicio sobre los hechos. Los «pecados» de su libro fueron básicamente dos. El primero: haber analizado la supuesta sumisión de las víctimas como un fenómeno general de compleja subordinación ideológica respecto del mismo sistema que las masacraba (algo que ya estaba en sus Orígenes del totalitarismo). Su célebre afirmación de que si los judíos no hubieran estado organizados en términos de racionalidad moderna e identi­ficados con un mundo administra­tivamente competente hubieran sido menos vulnerables, no es ni una paradoja ni un sarcasmo, sino un modo (seguramente poco delicado) de tocar un punto singularmente doloroso del exterminio: el de las zonas grises de la colaboración judía con los verdugos nazis. Su segundo error fue haber comentado el mal personificado por Eichmann y por el aparato administrativo nazi en términos de banalidad. Esta idea era, por un lado, coherente también con su propio análisis del totalitarismo: la maldad es una plaga, una epidemia que se apodera de la mediocridad general y se propaga como mezquindad. Pero también es cierto que, de entrada, parecía trivializar el sufrimiento y convertía a las víctimas en cómplices de una rutina siniestra. Arendt sólo se explicó mejor sobre esto cuando la resaca de la dura polémica (que en algunos momentos rozó el linchamiento civil) remitió. El reverso de la trivialidad del mal es la profundidad del bien. La crisis por su libro sobre Eichmann puso a prueba a su «tribu». Viejos amigos como Hans Jonas, Gershom Scholem o Kurt Blumenfeld se enfren­taron a ella; otros, como J. Glenn Gray, Mary McCarthy o Jaspers se pusieron de su lado (no sin ayudarla a ver que la locura de los otros tenía una razón de ser que su propio sentido de la verdad no podía ignorar). Fue en este contexto cuando Arendt se declaró no-filósofa. Pero creo que también fue en el fragor de esta batalla dolorosa por una verdad que no se dejaba decir cuando se encontró a sí misma filosóficamente. Tuvo que pelearse con la vergüenza que le ocasionaba su pasado para aprender a ser generosa no solamente con sus amigos, sino con el mundo.

El lector en español dispone de estas dos biografías (más la de Alois Prinz, que es una introducción nada desdeñable al pensamiento de la autora tomando la vida como guion). ¿Cuál elegir? La de Young-Bruehl data de 1982, fue escrita cuando toda la correspondencia de Hannah Arendt estaba inédita, y la autora es alguien que la conoció y estuvo muy cerca de ella en los últimos tiempos. La de Laure Adler es de 2005, y aunque también trabaja con material inédito, buena parte de las grandes colecciones de cartas (a Jaspers, a Heidegger, a Blücher, a McCarthy) son bien conocidas. La de Young-Bruehl es algo más distante, la de Laure Adler es más empática. Young-Bruehl nos muestra un recorrido intelectual forjándose a sí misma en juego con el mundo, Laure Adler nos muestra a una mujer en busca de sí misma en juego con los demás. Yo he releído la primera (ya había sido publicada en Edicions Alfons el Magnànim en 1993) y la segunda en paralelo, y sólo puedo decir que los dos libros son excelentes, extraordinarias biografías. Que donde no llega la una, llega la otra, y que las dos se dan apoyo mutuo. ¿Para qué elegir, pues, si Hannah Arendt no fueron dos, sino una: profunda, coherente, formidable y de una pieza?



Hannah Arendt, en su juventud



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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Entrada núm. 3071
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 25 de marzo de 2016

[Pensamiento] Política y democracia para el siglo XXI







Concluyo con esta entrada mi reseña de La política en tiempos de indignación (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015), del profesor Daniel Innerarity, que me ha ocupado estas últimas semanas. Remito a lo dicho en entradas anteriores para una mejor comprensión de la misma.

Dice Innerarity (página 236), que según las encuestas la política se ha convertido en uno de nuestros principales problemas, y se pregunta si en esa opinión se expresa una nostalgia por la política desaparecida, una crítica ante la mediocridad de la actual, o más bien un desprecio antipolítico hacia algo cuya lógica no se acaba de entender. En cualquier caso, añade, los ciudadanos tendríamos más autoridad con nuestras críticas si pusiéramos el mismo empeño en formarnos y comprometernos. Y tal vez entonces, sigue diciendo, caeríamos en la cuenta de que nos encontramos en la paradoja de que nadie confía a la política lo que solo la política podría resolver.

Inmediatamente antes (página 233) ha aclarado que la democracia no es la presencia de los ciudadanos en los lugares donde se toman las decisiones, sino más bien el hecho de que las instituciones electivas y los electos puedan ser juzgados por la ciudadanía. Y en una opinión que comparto plenamente añade que, aunque suene paradójico, no hay otro sistema mejor que la democracia indirecta para proteger a la democracia frente a la ciudadanía, contra su inmadurez, debilidad, incertidumbre e impaciencia.

Al final del libro (páginas 348-350), en el capítulo titulado "La política como actividad inteligente", añade que la cuestión de como configurar democracias inteligentes, una inteligencia en red o una smart governance es un asunto crucial de nuestros días que algunos han formulado como la idea de una wiki-government. En cualquier caso, sigue diciendo, hay que volver a diseñar las instituciones de gobierno en la era de las redes. La gobernanza efectiva en el siglo XXI, dice, requiere colaboración organizada. Se trataría, sigue diciendo, de transformar las jerarquías en ecosistemas de conocimiento colaborativo y cambiar así, radicalmente, la cultura de gobierno desde un saber experto centralizado a otro en cuyo diseño la revisabilidad ocupe un lugar central. Los aprendizajes en política, dice, requieren procesos de reflexión en los que se observen las consecuencias de los cambios introducidos, los posibles efectos no deseados y se elabora una evaluación compartida de las políticas públicas.

El intenso debate que ha tenido lugar en los últimos años en torno a las posibilidades de transformar "deliberativamente" la democracia, sigue diciendo, se inscriben en ese concepto. Las sociedades aprenden a través de procesos de inteligencia colectiva, añade. Entre esas "comunidades epistémicas", dice, destacan los procedimientos de deliberación política a través de los cuales se combate colectivamente la perplejidad y se forma el juicio cívico. Si tiene sentido ese esfuerzo común, continúa diciendo, es porque la ignorancia a la que ha de hacer frente la política es descomunal. La inteligencia es algo que solo se ejerce compartidamente, añade. Una sociedad madura, dice, ensaya procedimientos, ámbitos e instituciones para experimentar acerca de sí misma, para dotarse de espacios de reflexión y deliberación. Y eso es algo, dice, que solo puede hacerse comunicativamente porque -no lo olvidemos- comunicar es lo que se hace cuando se ignora y se quiere superar esa ignorancia. Lo demás, añade, son rituales de notificación.

La idea de una democracia deliberativa, continúa, subraya la centralidad de los procesos y las instituciones para formar una voluntad común frente a un modelo de democracia entendida como meras negociación de opiniones y preferencias ya establecidas. La esfera pública, dice, es un espacio donde podemos convencer y ser convencidos [la misma opinión que mantenía sobre la política Hannah Arendt], o madurar juntos nuevas opiniones. Los debates sirven precisamente, continúa diciendo, para generar una información adicional que puede confirmar pero también modificar nuestros puntos de partida. En el modelo "republicano" de esfera pública lo que está en un primer plano no son los intereses de los sujetos ya dados de una vez por todas o visiones del mundo irremediablemente incompatibles, sino procesos comunicativos que contribuyen a formar y transformar las opiniones, intereses e identidades de los ciudadanos. El fin de tales procesos, añade, no es satisfacer intereses particulares o asegurar la coexistencia de diferentes concepciones del mundo, sino elaborar colectivamente interpretaciones comunes de la convivencia. Los procesos son decisivos, dice, ya que los intereses y las preferencias de los ciudadanos no están predeterminados ni constituyen, por lo general, un todo coherente. Con mucha frecuencia, añade, los actores no saben con exactitud lo que quieren ni en qué consiste su interés más auténtico. En otras palabras, dice, es el proceso democrático el que permite que los participantes se aclaren respecto de sí mismos y se formen una opinión acerca de aquello que está en juego. La fuerza política de la deliberación, concluye, se acredita precisamente en su capacidad de institucionalizar el descubrimiento colectivo de los intereses.

En el último párrafo de su libro el profesor Innerarity recuerda que comenzó diciendo que la principal perspectiva social y política que tenemos actualmente, nuestro principal desafío, es, a su juicio, desarrollar una política inteligente y reflexiva, situar a la política a la altura de las exigencias que plantea una sociedad del conocimiento. Ahora bien, se pregunta para concluir, ¿se puede pensar en medio de la política? De entrada, añade, no parece esa una actitud propia de la mayor parte de los actores políticos, dominados por una agitación superficial y especialmente sometidos a la dictadura de lo inmediato. Pero en el fondo, sigue diciendo, todos sabemos que con el activismo no se combate la perplejidad, solo se disimula. Nunca vamos tan rápido como cuando no sabemos adonde vamos. Por eso, añade, una de las tareas de todas crítica política es desenmascarar esa falsa movilidad, aquellas formas de pseudoactividad cuya aceleración y firmeza se deben precisamente a que no se tiene ni idea de lo que pasa. Puede que en otras épocas, termina diciendo, pensar fuera una pérdida de tiempo; en la nuestra, dice, cuando no podemos contar con la estabilidad de marcos y conceptos, ni confiar cómodamente en las prácticas acreditadas, pensar es un ahorro de tiempo, un modo radical de actuar sobre la realidad. 

De nuevo Hannah Arendt, a quien citaba al comienzo de su libro, sacada a relucir: comprender es pensar... Espero que les haya resultado interesante.



Daniel Innerarity


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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