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miércoles, 28 de noviembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Asuntos de familia





La mayor parte de las veces, comenta el novelista Gustavo Martín Garzo en un reciente artículo, la patria tiene que ver con cosas inconfesables. Si hay algo que caracteriza a los nacionalismos furibundos que padecemos es su falta de humor, añade.

Hace un par de años, comienza diciendo Martín Garzo, solía ir cada tarde a un mesón que hay junto a mi casa. Su dueño era un hombre joven, generoso con sus clientes. Solo tenía un problema, cualquier motivo le parecía bueno para lanzar todo tipo de invectivas contra Cataluña y los catalanes, lo que se acrecentaba de manera indescriptible si lo que retransmitían por televisión era un partido del Barça. Entonces se transformaba en un auténtico  Mister Hyde, capaz de proferir las mayores infamias contra los que consideraba, sin que pudiera saberse por qué, sus más acérrimos enemigos. Yo, que soy del Barça desde mi infancia, sufría con callada resignación aquellos arrebatos de furia, transcurridos los cuales el hombre se serenaba y volvía a ser el apacible tabernero de siempre. Una tarde, en que su locura alcanzó cotas inadmisibles, le llamé la atención. Qué pasaría, le dije en un tono aleccionador, si por casualidad algún catalán entraba en su bar y le oía proferir tales barbaridades. No debí hacerlo, pues los insultos alcanzaron entonces cotas insospechadas. Me fui del bar y no he vuelto a pasarme por allí. Lo digo con cierta pena, pues, salvo por aquella locura, el hombre no era un mal tipo.

He vuelto a pensar en él en estos últimos meses, en los que el independentismo catalán ha adquirido unas dimensiones tan preocupantes como impredecibles. Basta con recordar los artículos que Quim Torra ha venido escribiendo a lo largo de estos últimos años sobre los españoles, y que tanto se parecen a las cosas que mi conocido decía de los catalanes. Claro que este lo hacía en la barra de un bar, mientras que Quim Torra publicaba sus artículos en medios que damos por serios. Porque lo verdaderamente preocupante no es que se digan cosas así, sino que quien lo hace pueda ser elegido para representar los intereses de todos. No quiero ni imaginarme lo que sería de los catalanes si mi conocido llegara a ser president de la Generalitat, cosa harto improbable, gracias a Dios.

Claro que en este triste país nuestro no dejan de suceder cosas que parecen propias de la barra de un bar. No nombraré las que están en la mente de todos, pues entre nosotros sobran los insultos. La pregunta es por qué me siguen afectando tanto. Supongo que tiene que ver con esos asuntos de familia que nos vinculan indisolublemente a un grupo humano al margen de lo lamentables que nos puedan parecer muchos de sus comportamientos.

Una vez, con apenas 20 años, estuve en Bonn unos días. Fui a visitar a una amiga mía que estaba asistiendo a unas clases en su universidad. Mientras ella atendía sus deberes, yo deambulaba por la ciudad, sin hablar con nadie, pues no sabía ni una sola palabra de alemán. Llevaba conmigo el primer tomo de En busca del tiempo perdido, que leía incansablemente en cafés y jardines mientras esperaba el regreso de mi amiga. Una mañana, durante uno de esos paseos, oí la voz de una mujer cantando en español, y me acerqué a ver. Era una mujer de edad indefinida que, arrodillada en el suelo, como tantas veces había visto en mi infancia, estaba fregando el portal de una casa. La canción era la queja de un hombre al que habían robado su carro y se preguntaba dónde podía estar. Y esa imagen, y esa canción, me conmovieron de tal manera que no pude moverme de allí hasta que la mujer terminó de cantarla. Un chico, aprendiz de escritor, que estaba leyendo apasionadamente a Proust, hechizado por una canción de Manolo Escobar. ¿Hay quien entienda esta escena?

Es extraño esto de la patria, la mayor parte de las veces tiene que ver con cosas inconfesables. Lo que llamamos patriotismo bien podría definirse como una de esas tiernas perversiones que nos hacen amar inexplicablemente incluso aquello que nos avergüenza. No hay forma de evitarlo, son los asuntos del corazón, y ya se sabe que el corazón es un poco bobo. ¿Podríamos vivir si no lo fuera? Pero una cosa es que seamos permisivos con las tontunas de ese corazón, y otra, que le hagamos más caso de la cuenta. Para eso sirve el humor, para defendernos de sus excesos. No me refiero a ese tipo de humor que busca rebajar y ofender. Y ahí están los cientos de chistes que sobre las mujeres, los homosexuales, los emigrantes, los tartamudos o los que sufren alguna tara tenemos que soportar con tanta frecuencia. Me refiero al humor de los padres con sus niños pequeños, de las parejas entre sí, de los seres verdaderamente religiosos cuando miran el mundo. Es difícil concebir un amor en el que los amantes no se gasten bromas. Tienen que hacerlo para no ser devorados por su propio delirio. La broma los devuelve al mundo real. También las madres y los niños pequeños suelen tomarse a broma su propio amor. De otra forma caerían en la locura, lo que por desgracia pasa muchas veces. La broma es uno de los rostros de esa ternura que viene en su ayuda para salvarles.

Digo esto porque una de las cosas que caracterizan a estos nacionalismos furibundos que padecemos es su falta de humor. Juan José Millás escribió un luminoso artículo en que alertaba sobre los peligros de una identidad hipertrofiada. Nunca había que ser enteramente una sola cosa, venía a decir en ese artículo. En vez de ser español, había que ser medio español, lo que aplicado a los independentistas catalanes significa que harían bien en ser solo la mitad de lo que dicen ser. A unos y a otros nos quedaría así una parte libre, sin compromisos, con la que podríamos aspirar a ser otras cosas y llegar a entendernos. Roberto Rossellini dijo que el corazón de una sociedad es la ley, pero que el de una comunidad es el amor. Y hablar de una comunidad es hablar de fiestas comunes, de una lengua, de canciones y bailes, de comidas al aire libre, de celebraciones y fiestas compartidas. Y está bien disfrutar de todo eso, pero también es importante no tomárselo demasiado en serio, y no olvidar que ese amor del que habla Rossellini es el otro nombre de la fraternidad, que nos hace iguales a nuestros vecinos. No, señor Torra, el franquismo no fue una pesadilla que sufrieron solo los catalanes, la sufrimos todos. Bueno, no todos, que en todas partes hubo quienes lo recibieron con todo tipo de parabienes, como pasó en Cataluña, por cierto, donde una parte importante de su burguesía se sumó encantada a la siniestra fiesta, como bien se explica en Habíamos ganado la guerra, el libro de memorias de Esther Tusquets.

Los griegos tenían un concepto muy hermoso que habría que recuperar: metaxu. Significa intermediario, puente. Nuestro tiempo ha perdido esos puentes, el entre, ahora todo es una sola cosa. El poder es definición, fijeza, cosificación, una vida entre clichés. Pero la verdad no cabe en esos clichés, en un solo sueño. Los sueños excluyentes no solo son malos para quienes los sufren, sino también para quienes los imponen, que terminan siendo sus prisioneros. Y, entonces, el sueño se transforma en delirio. Es lo que les pasa a los fanáticos, que tienen sueños que no pueden abandonar, de los que ya no regresan. Pero ¿por qué conformarse con un solo sueño cuando se pueden tener todos los sueños? “El extranjero te permite ser tú mismo, al hacer de ti un extranjero”. Son palabras de Edmond Jabès, ciudadano del mundo. Quienes cruzan los puentes, eso es lo que todos deberíamos ser: extranjeros en esta tierra.



Dibujo de Eva Vázquez para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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lunes, 25 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] El planeta secreto





John Berger dice que el cine siempre nos lleva a lugares desconocidos. Nos aleja de casa, y nos convierte en viajeros. Y es lo que sentimos al ver ‘Estiu 1993’, una de las grandes películas del año y que finalmente no competirá en los Oscar, comenta en El País el escritor Gustavo Martín Garzo.

Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, comienza diciendo Martín Garzo, las historias de caza siempre glorificarán al cazador”, dice un proverbio africano. Las historias que los adultos cuentan de los niños ¿a quién glorifican? Son muchos los libros escritos sobre esos primeros años de vida, pero es dudoso que sus autores consigan apresar el misterio de ese ser del que se separaron para siempre al crecer. Por lo común, esos libros, más que mostrarnos a ese niño, lo que hacen es explicarlo. No pueden obrar de otra forma porque antes de los cinco o seis años el niño no vive enteramente en el lenguaje y escapa a cuanto de él se pueda decir.

De uno de esos niños perdidos habla Estiu 1993, la primera película de Carla Simón. Es una pena que finalmente no haya sido seleccionada en la lista final de los Oscar, pero esos premios ya se sabe quiénes los dan. No importa, el verdadero premio es que también puedan llegar a los cines películas así. La historia se inspira en el verano que pasó su directora en un pueblecito de Girona, al poco de morir sus padres. Tenía solo seis años y sus tíos la llevaron a vivir con ellos. Y aunque la historia está contada desde los ojos de esa niña, su autora nunca trata de apropiarse de sus pensamientos, porque ¿acaso puede recordar los suyos cuando tuvo su misma edad? No analiza la conducta de esa niña, no nos dice qué la hace comportarse así, solo nos muestra su rebeldía frente a un mundo que no entiende, su demanda velada de cariño, sus vínculos con ese mundo de las desapariciones en que está su madre muerta.

Carla Simón ha declarado que apenas se acuerda de ese tiempo, y que escribió el guion a partir de anécdotas que le contaron sus familiares. Y lo asombroso de esta película es que a través de esos recuerdos sea capaz de traernos la presencia de esa niña perdida. “Cuando vi lo que habíamos hecho”, ha declarado su autora, “fue muy duro porque me di cuenta de que las imágenes que yo tenía en la cabeza no estaban allí. Mi verano fue muy distinto”. Es en esa sorpresa donde radica la singularidad de una obra que no se mueve en el terreno de las imágenes prestadas, sino en ese otro de las revelaciones que guarda la verdadera esencia del cine.

John Berger dice que el cine siempre nos lleva a lugares desconocidos. Nos aleja de casa, y nos convierte en viajeros. “Mediante su particular alquimia hace que los personajes trasciendan la pantalla y corran a identificarse con nosotros. Es el único arte en que tal cosa puede suceder”. Y es lo que sentimos al ver Estiu 1993. Frida, la niña protagonista, viene de ese cielo que es la pantalla de cine para habitarnos misteriosamente. Y es extraño sentirse habitado por una criatura como ella. En nuestro cine solo Víctor Erice, en El espíritu de la colmena, ha sido capaz, desde una estética muy diferente, de hacer algo semejante. Porque la extraña cualidad de la película de Carla Simón no tiene que ver con su habilidad para mostrarnos, a la manera de un documental fingido, la vida de Frida y de su familia adoptiva, sino para conseguir que hasta las cosas más cotidianas y familiares nos conciernan misteriosamente. No podemos elegir en esos instantes lo que queremos y no queremos ver. Lo que pasa allí ya no depende de nosotros, es algo que nos está pasando.

Y esta película trata del mundo de los cuidados de los niños, de sus juegos, de sus comidas, de sus baños, y de la hora de acostarse. De todo lo que se hace en las casas cuando hay niños pequeños que atender. Pero nos ofrece a la vez, y ahí radica su valor, la presencia de una niña que a la vez se muestra y se esconde, que, como en el juego del escondite, lo que hace es desafiar a cuantos la rodean a que la encuentren. Todos los niños se esconden para que los vayan a buscar, para ser rescatados. Y Frida sería como una niña que se esconde y no sabe volver. Pertenece a esa estirpe de los niños perdidos, de los que hablara J. M. Barrie en Peter Pan. “El día que murió mi madre”, ha declarado Carla Simón, “me sentí muy culpable por no haber llorado”. Tampoco Frida lo hace, y por eso no puede abandonar ese día. Es tal la intensidad del vínculo que une a una niña con su madre que si esta muere bien podría suceder que la niña crea que ha muerto con ella. Y Frida no sabe si está viva o está muerta, por eso necesita probar si sigue en el mundo que comparte con los demás. Prueba en el río, cuando deja que su prima se meta con ella en el agua aun sabiendo que se puede ahogar, cuando luego la abandona en el bosque, cuando se escapa en la oscuridad de la noche. Son formas de interrogar a ese mundo en que vive, de preguntarle con su rebeldía si hay allí un lugar para ella.

En un cuento de los Hermanos Grimm dos hermanos huyen al bosque perseguidos por su madrastra. El niño quiere beber pero su hermana se lo impide, porque la madrastra ha hechizado las fuentes y si bebe se transformará en un animal. Pero el niño no puede contener su sed y al beber se transforma en un ciervo, que su hermana llevará a partir de ese momento atado con un cordón que toma de su propio vestido. No quiere que desaparezca en el bosque, que deje de ser el niño que es. También la niña de nuestra historia siente la tentación de perderse en el bosque, pero ahí está su nueva madre para impedirlo. Ella cumple la función de la hermanita del cuento: no quiere que beba de esa agua que le haría olvidar lo que es. Eres una niña, le dice, no eres un ciervo, no eres un pez, no eres un animal que solo sale de noche cuando todos dormimos.

“El amor es claridad y dureza al mismo tiempo, / que sin coraje no se puede amar”, dice Joan Margarit en un poema de su último libro. La película es en realidad un diálogo entre Frida y su animosa tía. Hay en ella una escena extraordinaria. Hablan de la muerte de la madre y la niña le pregunta a su tía: “¿Y dónde estaba yo?”. No se queja de que le hubieran ocultado qué pasaba, sino de su propia ceguera para verlo. Su madre se está muriendo y ella no lo sabe. ¿Cómo el amor puede ignorar algo así? El amor pide pausa, que el tiempo no transcurra, reclama la eternidad. “Ahora sé que es eso a lo que llaman la gloria: el derecho a amar ilimitadamente”, escribe Albert Camus. El amor lo pide todo, pero tenemos que aprender a vivir en un mundo hecho de fragmentos. Por eso, Frida rompe a llorar al final de la película. No quiere ser una niña muerta y llora para ser rescatada, para regresar al reino imperfecto en que vive con su nueva familia. Momentos antes hemos visto una escena preciosa. Son las fiestas del pueblo y Frida irrumpe radiante en la plaza a la cabeza del desfile. Lleva una bandera en las manos y una sonrisa ilumina su cara. Esa sonrisa marca el regreso de la niña perdida. Lo hace acompañada de gigantes y cabezudos, los personajes de ese planeta secreto que es el mundo del cuento. Tal es la misión de la fantasía, rescatarnos de la muerte y devolvernos al mundo que compartimos con los demás.

La bandera que lleva la niña es una señera, lo que en estos tiempos de locura bien podría enseñarnos que jamás las banderas deberían abandonar las manos de los niños. Es en el desfile alegre de gigantes y cabezudos donde son más hermosas.



Dibujo de Raquel Marín para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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lunes, 18 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Vivir ilusionados





El comportamiento de don Quijote recuerda al de los niños en sus juegos, dice el escritor Gustavo Martín Garzo. Tampoco él quiso elegir entre la justicia y el amor; deseaba las dos cosas. Y de haber contemplado las filas de refugiados, habría arremetido contra los guardianes de las fronteras.

Ahora que han concluido los actos que conmemoraron el cuarto centenario de la publicación de la segunda parte de El Quijote, comienza diciendo, puede que no esté de más preguntarse, ya en silencio de la lectura, por el misterioso encanto de un libro que no ha dejado de maravillar al mundo desde que se publicó. Hace unos meses, en un artículo publicado en El País, Francisco Rico se preguntaba por la razón de ese éxito sin desfallecimiento. Un éxito al que no sólo han contribuido sus lectores, puede que hoy más escasos que nunca, sino las gentes de toda condición, ya que sus personajes han abandonado las páginas del libro en que nacieron para aparecer en el mundo real y así, las carreteras están llenas de mesones con sus siluetas, sus figuras se han reproducido en mil lugares, se han hecho sobre ellos películas y series de televisión y no hay escolar que no conozca la historia del caballero que perdió la cabeza por leer libros de caballerías y que decidió irse por el mundo para emular las hazañas de los caballeros que admiraba.

Francisco Rico afirma que, más allá de su poderoso sentido simbólico, la razón de ese éxito radica en que El Quijote es una obra divertida, sin aparentes complicaciones, que entretiene y da felicidad a quien la lea. Y ciertamente el comportamiento de don Quijote recuerda mucho al de los niños en sus juegos. Torrente Ballester, en su libro El Quijote como juego, abunda en esta tesis al afirmar que lo que hace Alonso Quijano cuando sale al mundo vestido de caballero andante es ponerse a jugar con las cosas. Y así, por ejemplo, cuando dice que los molinos son gigantes no es tanto que confunda a éstos, los gigantes, con aquellos, los molinos, como que juega a que es así, como haría cualquier niño cuando afirma que una silla es su caballo. Y jugar para los niños no es otra cosa que dar cuenta en el mundo de la vida de sus deseos, llevar su verdad a la vida real.

Las extravagancias que tanto abundan en este divertido y hondo libro tienen que ver con la incapacidad de don Quijote, y en esto también se parece a los niños, para aceptar una vida no marcada por lo excepcional. En la mística iraní se piensa que el nacimiento de cada hombre está presidido por un ángel llamado Daena, que tiene la forma de una niña bellísima. El rostro de ese ángel no permanece inalterable a lo largo de la vida sino que se va transformando imperceptiblemente con cada uno de nuestros gestos, palabras o pensamientos. Al final de la vida, cuando nos encontramos por fin con él, se ha transformado en un ser bellísimo o en una criatura monstruosa según han sido nuestros actos. En El Quijote es Dulcinea quien representa a ese ángel secreto y es a ella a quien nuestro caballero dedica sus aventuras, pues un caballero no es nada sin una dama a quien amar. Llevar a la realidad la vida de sus sueños más secretos, tal es la búsqueda esencial de los caballeros enamorados.

Nos dan a elegir entre la justicia y el amor, escribe Elías Canetti. Yo no quiero, yo quiero las dos cosas. Es justo eso lo que hace don Quijote. Por eso libera a los galeotes, da la razón a la pastora Marcela, defiende a un pobre criado de la brutalidad de su dueño y devuelve con sus palabras la dignidad a venteros, prostitutas y pastores. Y no me cabe duda de que de haber contemplado este invierno las filas de refugiados sirios bajo la nieve, don Quijote habría arremetido sin dudarlo contra los guardianes de las fronteras de Europa, porque ¿acaso la ley que se ha invocado como justificación de esas fronteras es algo sin el amor que permite ver en el desamparo de tantos una muestra más de nuestra propia humanidad herida? El corazón de una sociedad es la ley, dijo Roberto Rossellini, el de una comunidad es el amor.

En uno de sus breves apólogos, Kafka nos habla de un hombre que manda a sus criados que dispongan su caballo para su salida inmediata. Cuando éstos, extrañados por sus prisas, le preguntan que adónde va, él les contesta que eso qué importa. Salir de aquí, esa es mi meta, exclama. También a don Quijote le mueve el mismo deseo de escapar, de abandonar cuanto antes la triste casa donde pasa sus días para vivir sus aventuras. Porque ¿qué es la aventura sino el deseo de tener un corazón? Todos los personajes que lo intentan deben pasar por pruebas dolorosas y noches oscuras. Tener un corazón nos hace enfermar porque el corazón es el lugar del extrañamiento, de la apertura hacia lo Otro. Alonso Quijano ha perdido el suyo, y malvive aburrido en su pobre hacienda hasta que vuelve a escuchar sus latidos en las páginas de los libros de caballerías. Leer es apostar por los latidos de ese corazón hipotecado, entrar en el mundo de la ilusión.

En su libro Breve tratado de la ilusión, Julián Marías nos recuerda que la palabra ilusión procede del verbo latino illudere, que significa jugar. Aparece en todas las lenguas románicas con un significado negativo relacionado con la ficción y el engaño. Lo ilusorio es lo que no existe en la realidad; el ilusionista es un vendedor de humo; el iluso, alguien que tiene esperanzas infundadas. Pero esta palabra ha adquirido en nuestro idioma un valor muy diferente. Ese cambio, continua diciéndonos Julián Marías, es parecido a lo que sucedió con la palabra sueño. Cuando Calderón afirma que la vida no es más que sueño, lo que quiere decirnos es que no es verdadera realidad. “Pero en el siglo XVII se opera en Europa, en los filósofos y en los poetas, el descubrimiento del sentido positivo del sueño y la ficción, no como opuestos a la realidad, sino como formas de realidad, y precisamente aquellas que reflejan la condición de hombre”. Tener ilusiones, para nosotros, no será ya refugiarse en quimeras, sino vivir queriendo otras cosas. La ilusión tiene que ver con lo que Marías llama la condición indigente o menesterosa del ser humano; es decir, con el hecho de que nuestra vida sea un proceso lleno de necesidades que tenemos que satisfacer. Y la ilusión es la expectativa de que lo podemos conseguir. Vivir en mundo sin cosas, como les pasa a los niños, esa es la búsqueda de la ilusión.

Ese vivir ilusionado es el que encarna don Quijote, y lo que tanto necesitamos nosotros. Harold Bloom dice que leemos movidos por una necesidad de belleza, de verdad y de discernimiento. Es decir, buscando el esplendor estético, la fuerza intelectual y la sabiduría. Añadiría un cuarto motivo: buscando un poco de locura, pues ¿qué es la vida sin locura? Hacer posible lo que no lo parece, restablecer el reino de la posibilidad, es lo que entiendo por locura. Lo que más sorprende de don Quijote es su candor, su maravillosa disponibilidad, pero también que, a pesar de los líos en que se mete, raras veces pierda la cabeza. Tal es la paradoja de las bellas historias, que cuanto más maravillosas y locas son más discretos y razonables vuelven a quienes las escuchan. Esta alianza entre fantasía y razón es la que da al libro de Cervantes su encanto imperecedero. Goya lo explicó en su famosa glosa al Capricho 43, El sueño de la razón: “La fantasía, abandonada de la razón, produce monstruos imposibles: unida con ella, es madre de las artes y origen de sus maravillas”. Rindamos pleitesía una vez más al valeroso Caballero de la Fantasía, concluye diciendo Martín Garzo.



Dibujo de Raquel Marín para El País



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domingo, 4 de junio de 2017

[A vuelapluma] La vida de la naturaleza y sus criaturas






Somos hijos de la naturaleza, dice el escritor Gustavo Martín Garzo en un reciente artículo, y alejarnos de ella es una de las tragedias del hombre actual y la razón por la que la gente vacila y no sabe qué hacer. El mundo entero es una creación y nuestro tiempo sigue siendo el del Génesis, añade.

En Lila, la novela de Marilyn Robinson, sigue diciendo Martín Garzo, hay una escena preciosa en que la joven protagonista entra en la iglesia de un pequeño pueblo donde se encuentra con un pastor protestante que nada más verla se siente arrebatado por un amor inexplicable que le hace querer pasar el resto de su vida a su lado. Sin embargo, nada tienen en común. Él, el reverendo Ames, se ocupa de su iglesia y de sus sermones, de hondo contenido teológico; y ella, Lila, es una marginada que ha pasado por todo tipo de experiencias y calamidades antes de que el azar la condujera hasta ese pueblo. Sin embargo, el reverendo, que la triplica la edad, siente al verla el deseo irreprimible de casarse con ella. Y ella acepta, sin saber porqué. “¿Y qué pasa si estoy loca?, le dice. ¿Qué pasa si me persigue la ley? Lo único que sabe de mí es lo que puede ver cualquiera mirando. Y nadie ha querido casarse nunca conmigo”. La joven abandona la iglesia, y el reverendo Ames no puede dejar de exclamar: “¡Qué va a ser de ti, criatura mía!”

Pero ¿qué queremos decir cuando llamamos a alguien criatura?, añade más adelante. María Moliner al definir la palabra en su diccionario habla de cualquier cosa creada con relación a Dios; pero también de la inocencia inexplicable que hay en esos seres que no podemos dejar de mirar. Y así estar hecho una criatura es estar joven de aspecto; ser una criatura, ser una persona demasiado ingenua para las cosas de las que se trata (se quiere casar pero es una criatura), y con la expresión “no seas criatura” se intenta disuadir a alguien de una idea algo desatinada. Pero en todos los casos, al llamar a alguien así nos estamos reconociendo presos de su encanto y dispuestos a perdonarle sus locuras, como nos pasa con los niños pequeños. La palabra criatura habla en suma de creación, de la pervivencia del paraíso en la tierra.

Manoel Oliveira, comenta, dijo que todos los problemas de nuestro tiempo proceden de que el hombre ha olvidado que es solo una criatura, no el creador de las cosas. Y ya se sabe lo que pasa con el que se siente creador de algo, que no solo se siente autorizado a servirse de ello como se le antoja sino también a decirles a los demás lo que deben hacer. El progreso técnico, los grandes beneficios que acumulan los sociedades más privilegiadas y el sentimiento de omnipotencia que generan han hecho olvidar a los seres humanos su condición de criaturas. Hoy todos se sienten creadores, y este es el problema.

La religión, añade, al postular la existencia de un Creador, libraba a hombres y mujeres de la tentación de sentirse dueños de las cosas. Mas no hace falta un dios para darse cuenta de que el mundo ya existía antes de nacer nosotros, y que lo seguirá haciendo cuando ya no estemos en él. No hace falta pensar en un dios que todo lo puede para ver el mundo como algo de lo que no podemos servirnos como si fuera una propiedad más de las muchas que tenemos. Somos hijos de la naturaleza y alejarnos de ella es una de las tragedias del hombre actual, y la razón por la que la gente vacila, y no sabe qué hacer. Creemos que la ciencia lo resolverá todo, pero eso no es cierto. La ciencia nos ayuda a entender las leyes que rigen el mundo, y nos ofrece medios para transformarlo, pero no nos dice como vivir en él.

Hemos dado la espalda al mundo natural, dice. No me refiero solo a que contaminemos ríos y mares, nuestras fábricas envenenen el aire, o transformemos las costas en una urbanización sin fin, sino que hemos dejado de escuchar lo que nos dice la naturaleza. El hombre actual se ha separado de los ríos, las montañas, las estaciones y los animales, y ha transformado la naturaleza en poco más que un telón de fondo que decora sus excursiones dominicales. El dictamen de Ludwig Wittgenstein acerca de que todo lo que sabemos es por gracia de la naturaleza dudo que pueda resultar comprensible al hombre de hoy. Es un hecho único, al que apenas hemos prestado atención, ya que, en todas las culturas y en todos los tiempos, el hombre no solo ha respetado a la naturaleza sino que ha pensado que estaba unido a ella, y que tenía que aprender a escucharla y, por supuesto, a cuidarla. Que los árboles, fuentes y ríos guardaban secretos y misterios que les estaban destinados. El mundo entero es una creación y nuestro tiempo sigue siendo el del Génesis. Esa creación no está concluida, y depende de nuestras palabras y sueños que sus promesas se cumplan.

Todo el cine de Jim Jarmusch, comenta más adelante, habla de la búsqueda de ese hogar perdido. En Extraños en el paraíso, su segunda película, dos amigos conocen a una joven y deciden viajar con ella hasta Florida, en busca de unas buenas vacaciones. Pero ese lugar con el que sueñan no aparece por ningún lado y terminarán separándose. Memphis, la ciudad de Elvis Presley, es el hogar soñado al que quiere llegar la pareja de japoneses que aparece en Mystery Train. Pero la ciudad está lejos de ser lo que esperan y el hotel en que se alojan es un lugar destartalado y lleno de mugre, donde una mujer vivirá una historia disparatada. En todos los personajes de Jarmusch hay un resto de inocencia inexplicable, su problema es que no saben adónde ir.

Pero esto cambia en Paterson, comenta, su última y más extraordinaria película. Nadie que la haya visto olvidará los despertares de la pareja protagonista, ni olvidará a los gemelos que caminan por las calles de la ciudad, a la niña lectora de Emily Dickinson, al negro filósofo que regenta el bar en que un grupo de parroquianos se toma su última cerveza, o al japonés que en la última escena le entrega a Paterson un cuaderno para que anote sus poemas. El milagro de Jarmusch es hacer que su cine, hecho casi siempre de escenas cotidianas, arraigue misteriosamente en nuestra imaginación. En Dead Man, Exaybachay, un indio vagabundo cuyo nombre significa “el que habla alto sin decir nada”, le recuerda a William Blake (Johnny Depp) un poema del poeta visionario inglés que lleva su nombre. Cada mañana, cada noche, / algunos nacen para el dulce encanto / y otros para la noche sin fin. Todos los que conservan la condición de criaturas han nacido para el dulce encanto, aunque tengan que malvivir en esa noche sin fin que tantas veces es su deambular por esta tierra.

En Ghost Dog (El camino del samurái), concluye Martín Garzo, hay un momento en que uno de los personajes contempla desde la azotea a un hombre que está construyendo un barco en la terraza de un edifico próximo. Se trata de un barco enorme que, como es lógico, nunca podrá bajar de ahí. Pero eso no supone ningún problema para él, que un día tras otro continúa impertérrito su obra. Ese barco varado en la terraza de un rascacielos es una metáfora de lo encantadora y absurda que es la poesía. ¡Qué importa que no sirva para nada! La poesía, como dijo Nietzsche, es empeñarse en seguir soñando aun sabiendo que se trata de un sueño.







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martes, 29 de diciembre de 2015

[A vuelapluma] Cosas que uno siente por Navidad



Belén navideño tradicional


Si hay algo que me pone de los nervios es la ignorancia pedante trufada de fanatismo. Reconozco que hay mucho gilipollas suelto (lo digo sin ánimo injurioso alguno, sino en el coloquial sentido que da al adjetivo la Real Academia Española) que piensa que los no creyentes en dioses trinos y unos somos seres arreligiosos, carentes de espiritualidad y personas de moral relajada, por no decir amorales absolutos... La verdad es que me da igual lo que piensen los susodichos, pero se equivocan.

Por citar un ejemplo de espiritualidad profunda entre los no creyentes, mencionaría a Simone Weil, la joven filósofa francesa, muerta en 1943 a los 34 años de edad. Quizá la pensadora europea que mejor ha sabido entender la esencia del cristianismo en el siglo XX; un cristianismo que no necesita la existencia de un Dios para convertirse en el centro de la existencia humana, y cuyas raíces se hunden en los mitos más antiguos de la humanidad y del pensamiento filósofico y teológico de la antigua Grecia. O si prefieren otro, quizá más accesible, el del también francés Albert Camus y su humanismo cristiano sin Dios.

A mi el mito cristiano de la Navidad me parece bellísimo, y lo sigo celebrando cada año con mi familia, con mis hijas y mis nietos, y perdónenme la irreverencia si alguien se siente ofendido, con mis gatos, que también son animalitos de Dios. Y todo ello, con independencia de que el mito no se sostenga en realidad alguna, y que tenga precedentes claros en otros mitos mucho más antiguos como los de Isis, en el antiguo Egipto, o el del dios Mitra (también nacido en una cueva, de madre virgen, un 25 de diciembre, y adorado por magos y pastores que le traen regalos un 6 de enero). Líquido, blanco y en botella... Vale: pues sí, leche.

Los mitos son una forma de pensar el mundo. Lo dijo el antropólogo francés, (¡vaya por Dios, hoy va todo de franceses!) Claude Lévi-Strauss en un erudito y bellísimo libro del que ya he hablado en ocasiones anteriores en el blog: Mitológicas. Lo crudo y lo cocido, mitos que construyen una explicación total del mundo en toda su riqueza, y en los que toda realidad -física, biológica y espiritual- está determinada por ellos y en ellos.

El escritor castellano-leonés Gustavo Martín Garzo publicaba hace unos años en El País por estas mismas fechas un entrañable artículo titulado El buey y los ángeles, rememorando las navidades de su infancia. Como a él, a mí también me resulta imposible desprenderme de esas figuras maltrechas por los años, los hijos, los nietos y los gatos, que configuran nuestro Belén en el mejor rincón de nuestro hogar; celebración anual de la Navidad, tan Navidad como la de los creyentes, y con la misma fe y esperanza en un mundo, aquí, ahora y en el futuro, mucho mejor que el que nosotros heredamos de nuestros padres. Y todo sin dejar de reconocer que no es más que un mito, pero un mito central, junto a la herencia cultural greco-latina, para poder comprender lo que es y significa Occidente y su forma de pensar. 

Y no sé si fiel a una tradición que desconozco o simple fruto del azar, me encuentro de nuevo hace unos días, en el mismo periódico, otro hermoso artículo de Gustavo Martín Garzo titulado El papagayo verde, que habla de compasión, silencios, bondad con los desconocidos, y el peso del mundo y la realidad, quizá influido una vez más por los sentimientos a que nos hace proclives la Navidad. Lo hace tomando como excusa el proceso de redacción de la novela Un corazón simple, de Gustave Flaubert. Una novela corta, nos cuenta Martín Garzo, para escribir la cual Flaubert necesitó cinco meses intensivos de trabajo. "¿No le parece que nuestros amigos se preocupan poco de la Belleza. Y sin embargo es en el mundo lo único importante?", le cuenta Flaubert por carta a su amigo Turguéniev sobre sus dificultades para terminarla. Y es que, como bien dice Martín Garzo en su artículo citado "el arte no habla de lo que tenemos sino de lo que nos falta, ofreciéndonos una segunda vida". 

Un corazón simple, nos cuenta Martín Garzo, habla de ese mundo de la pequeña burguesía rural que Flaubert conocía como la palma de su mano y que ya había retratado magistralmente en Madame Bovary. Su protagonista, sigue contándonos, es Félicité, una abnegada mujer que vive a la sombra de su señora, cuidando a sus hijos y ocupándose de las tareas de la casa. Flaubert se detiene con puntilloso realismo en los pormenores de esa vida insignificante y nos habla de sus pesares y pequeñas alegrías, y de los seres que van pasando por su vida: un novio poco delicado, los hijos de su ama, un sobrino, un anciano al que cuida en su enfermedad. Unos mueren, otros se van de su lado o sencillamente la olvidan, y Félicité se queda sola. Casi es una anciana cuando una familia de indianos se muda a la casa vecina. Ella vive pendiente de sus conversaciones animadas, de su afición a la música, de sus vestidos alegres. Tienen un loro, que se llama Loulou. Lo han traído de sus lejanas tierras y a Félicité le fascinan sus colores tan vivos, su voracidad, sus gritos desdeñosos, su mirada desafiante. Pero los indianos no se adaptan bien ni a los inviernos ni al rigor de las costumbres de la comarca, y deciden regresar a sus tierras. Y como el loro es un estorbo para ese viaje se lo regalan a Félicité. Su vida cambia desde entonces, ya que el loro se transforma en su única compañía. A tal punto se obsesiona con él que, cuando muere, Félicité manda disecarle y le construye en su propio cuarto un pequeño altar que se convierte en el centro más secreto de sus fantasías.

Y para colmar el vaso de las cosas que uno siente por Navidad, hoy mismo, una buena amiga a la que no veo hace muchos años pero con la que guardo una entrañable complicidad epistolar, me pregunta con íntimo desasosiego como es posible celebrar en paz con uno mismo estas fiestas entrañables cuando miles de seres humanos, refugiados de las crisis humanitarias que asolan Oriente Medio y África del Norte, caminan sin rumbo ni futuro por estas cristianas tierras de Europa, que les rechaza y les teme a la vez. "Es necesario algo más que buenos pensamientos por esta gente...", me dice al final de su carta. Y no sé qué contestarle, porque no tengo respuesta alguna.

Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. Y ¡Feliz Año Nuevo! HArendt



Isla de Lesbos, Grecia (U.E.), Diciembre de 2015



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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire) 

domingo, 17 de mayo de 2015

Sobre niños y dioses. (Reedición, Junio, 2008)



Generaciones



Esta mañana hablaba mi hija pequeña conmigo sobre sus inminentes vacaciones de verano, que está planeando con todo detalle con su marido para que resulten un éxito... Me resultó curioso observar la diferente forma de ver la vida de una generación: la suya, y la mía... Ella organiza su vida como un plan a largo plazo; yo la organizo en plazos de veinticuatro horas y con el horizonte de "cuatro lunas" (que diría el protagonista de "Bailando con lobos") visto casi como una eternidad... 

Vicisitudes personales aparte, el día de hoy me está resultando bastante extraño, así que como suele ser habitual me refugio en mi mujer, mis hijas y, sobre todo, mis nietos, y por supuesto, mis libros... Y no tengo ánimo para graves disquisiciones, y menos aun, teológicas. 

Ayer me reconfortó sobremanera leer "Si leyeran bien la Biblia,dejarían de creer", la entrevista que Jesús Ruíz Mantilla, en El País Semanal, le hacía al profesor italiano Piergiorgio Odifredi, una especie de "bestia negra" para la curia vaticana, que reproduzco en el enlace de más arriba, y cuyos sarcásticos comentarios comparto. Sin beligerancia, eso sí, porque mi descreimiento no es combativo. 

Pero sobre todo disfruté con el bellísimo artículo del escritor Gustavo Martín Garzo titulado "La educación de los niños" que también publicaba El País. Ignoro si Martín Garzo es padre, supongo que sí, por lo que escribe y por como lo escribe. Yo, como abuelo, lo suscribo plenamente. 

En su artículo cita dos libros que recomiendo con énfasis: "El guardian sobre el centeno", de J.D. Salinger (Alianza, Madrid, 1997) y "Habíamos ganado la guerra", de Esther Tusquets (Ediciones B, Barcelona, 2007). He leído los dos y ambos me han parecido excelentes. La primera es una novela de culto entre los alumnos norteamericanos de Secundaria; una lectura obligada en los Institutos de aquel país, que relata en primera persona del singular la iniciación a la edad adulta de un joven inadaptado, caprichoso y consentido. La segunda, son las memorias de juventud de la escritora y editora catalana Esther Tusquets, un relato con el que me sentí absolutamente identificado cuando lo leí por muchas razones, no solo por el relato de vivencias personales muy similares, sino por la coincidencia de tiempo, lugar y circunstancia de muchas de las situaciones que cuenta. Y mañana..., pues será otro día. Espero que mejor.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





La Vía Láctea


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jueves, 11 de julio de 2013

Mitos. (Reedición de la entrada publicada el 11/5/2008)




Claude Lévi-Strauss




Hay un famoso libro de Claude Lévi-Strauss titulado "Mitológicas. Lo crudo y lo cocido" (Fondo de Cultura Económica, México, 1968), todo un clásico de la antropología y la etnografía, en el que se analiza y desmenuza con absoluto rigor científico el mito de referencia de los "bororo", una tribu indígena del Brasil central, a la que el insigne investigador francés dedicó la mayor parte de su vida.

Con toda seguridad no es la pretensión del escritor Gustavo Martín Garzo la misma que la del profesor Lévi-Strauss, aunque su artículo de hoy en El País, "Las enseñanzas de Sherezade", se inicie con una definición bastante académica del concepto de mito, sino que se centra en la contraposición paradojica entre el mundo del "mito" y el de las "historias inventadas" con la conclusión de que el mundo del mito -y con él, el de la "verdad" de "su historia"- da a los sueños la solidez de lo real, y a la realidad la intensidad de los sueños. Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt





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El mito de Sherezade




"Las enseñanzas de Sherezade", por Gustavo Martín Garzo
El País, 11/05/08

Un mito es una historia que, afectando a toda una comunidad, es juzgada por sus miembros como verdadera. Según esto, frente a las historias inventadas, con las que los hombres entretienen su tiempo y avivan su fantasía, existirían las historias verdaderas, que nos hablarían de lo que íntimamente son.

Por ejemplo, las historias que se refieren al origen de las cosas son míticas. La historia del paraíso lo es para el universo cristiano y judío porque en ella se habla de la causa por la que empezó el exilio del hombre en la tierra. Y, en el mundo griego, la historia de Prometeo o la de Demeter y Proserpina son míticas, ya que en ellas se habla, respectivamente, del descubrimiento del fuego y de los ciclos productivos asociados a las estaciones.

Las historias míticas abarcan un espectro muy amplio y pueden referirse desde a grandes dramas del espíritu humano, como la expulsión o el éxodo, hasta a asuntos menores como la creación del vino o el origen de las flores. El narciso surge de la metamorfosis de un joven y bello pastor que se enamora de su reflejo en el agua; el heliotropo, que siempre mira al sol, es la forma que toma la ninfa Clitia al languidecer de amor; el laurel oculta el cuerpo tembloroso de Dafne; y los lirios son gotas de leche vertidas por la diosa Hera cuando alimentaba al pequeño Hércules.

Las historias verdaderas se oponen a las historias inventa-das en que, mientras que aquellas dicen la verdad de lo que somos, éstas no serían sino fórmulas complacientes que nos ayudarían en la tarea de hacer más gratas nuestras horas de soledad.

En nuestro universo cristiano, la conmemoración del nacimiento de Jesús es una historia verdadera, mientras que el cuento de La Bella Durmiente es una inventada. La primera afecta a toda la comunidad de creyentes; la segunda, pertenece a ese ámbito de la intimidad que es el espacio de la crianza de los niños. Pero no siempre es fácil distinguir unas de otras. Nada diferencia, por ejemplo, la historia de la Anunciación de las historias de Rapónchigo o de Blancanieves. Una muchacha que recibe la llegada de un ángel, y que concibe un niño llamado a ser el rey de los hombres, ¿no es el comienzo de un cuento de hadas?

Pero el niño posee un pensamiento mágico en que realidad y ficción se compenetran y fecundan y no tiene claro los límites que separan los dos mundos. Un niño pequeño cree con naturalidad pasmosa la historia de Noé, pero también la de San Jorge y el Dragón o la de Peter Pan, que es ese malicioso personaje que vive anclado en la infancia; por lo que esa distinción entre lo real y lo ficticio siempre le será extremadamente difícil de llevar a cabo, y sólo la intervención del adulto podrá ayudarle en esa tarea.

Al hombre arcaico le pasaba algo parecido. Pensemos, por ejemplo, en las historias de aparecidos. Nuestros antepasados tenían que enfrentarse al enigma de la muerte y aquellas his-torias de familiares que regresaban de sus tumbas a intervenir en el mundo de los vivos, lejos de ser un mero entretenimiento, tenían el carácter de historias verdaderas que estaban en la base de la constitución misma de lo real. Walter Benjamin dijo que nuestro mundo es rico en información pero pobre en historias memorables, queriendo advertir, según creo, del empobrecimiento que había supuesto para el mundo del relato la pérdida de su sustrato mítico.

Curiosamente, la falta de referencias a esas historias verdaderas que constituyen la base del mito ha provocado un empobrecimiento tanto de la realidad como de la ficción. De lo que es sin duda un ejemplo ese mundo tan comentado de las leyendas urbanas, que en el mejor de los casos apenas sirven para otra cosa que para hacernos más grata la sobremesa. La ficción entendida como mero entretenimiento, como mundo paralelo que nos permite sortear el aburrimiento y el cansancio de lo real, termina por convertirse en un juego banal que apenas es capaz de provocarnos algún que otro estremecimiento. O dicho de otra forma, las ficciones nos pertenecen; las historias verdaderas no. Aún más, son ellas las que nos dicen lo que somos y lo que cabe esperar de nosotros. Es la misma diferencia que existe entre el mundo del secreto y el del misterio. El mundo del secreto pertenece al ámbito de la ficción, el del misterio al de la verdad. Somos dueños de nuestros secretos, pero es el misterio el que nos posee.

Pero el mito y el misterio han desaparecido de nuestras vidas, y el hombre contemporáneo ha dejado de creer que existan historias verdaderas. ¿Quiere decir esto que su vida se ha hecho más real? Más bien sucede lo contrario. Es la paradoja de los mitos, que a su manera son dadores de realidad. En los evangelios se nos dice que uno de los discípulos descubre al Jesús resucitado por la forma en que éste parte el pan en la mesa. Los restaurantes actuales entregan cartas de panes a sus clientes, pero es difícil que el pan llegue a tener para ellos la materialidad que tenía para los creyentes que escuchaban aquel relato. Incluso unas simples lentejas nunca serán las mismas para quien, tras crecer bajo el influjo misterioso de la Biblia, haya escuchado la historia de la traición de Jacob a Esaú. Es la paradoja del mundo del mito, y de sus historias verdaderas, que dan a los sueños la solidez de lo real, y a la realidad la intensidad de los sueños.

El planteamiento de una obra como El Decamerón no es, en el fondo, distinto al de estos concursos en que un grupo de hombres y mujeres jóvenes se ven obligados a permanecer ais-lados frente a las cámaras de televisión. En El Decamerón era la peste la que les hacía huir, y entonces daban en contarse historias con las que trataban de distraerse de sus angustias, pero en las que también se preguntaban por el mundo del deseo, por el significado de la dicha y del dolor, y con las que trataban, en definitiva, de conjurar a la muerte. Lo que no sucede en absoluto en los programas aludidos, en los que asistimos a un cúmulo de despropósitos y tópicos que ratifican el radical descrédito de lo real que padece el mundo actual.


Sherezade visitaba al sultán cada noche y gracias al arte de sus relatos no sólo logró salvarse, sino salvar la vida de cuantas muchachas habrían tenido que sucederle en su lecho. El mundo del relato siempre ha ido unido a la pregunta por el poder de la muerte, y a la necesidad de encontrar una manera de burlarla. Y es cierto que el mundo de la ficción no pertenece exactamente al mundo del mito, pero aspira a reflejar una parte de su verdad. Y así el mito vuelve a nosotros y, al hacerlo, la realidad se abre y nos entrega sus frutos más sabrosos. Bien mirado, ¿no es ésa la aspiración del narrador? Un puente entre la verdad y el mundo real, eso son todas las historias que merecen la pena. 



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El escritor Gustavo Martín Garzo





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lunes, 16 de junio de 2008

De niños y dioses









Esta mañana hablaba mi hija pequeña conmigo sobre sus inminentes vacaciones de verano, que está planeando con todo detalle con su marido para que resulten un éxito... Me resultó curioso observar la diferente forma de ver la vida de una generación: la suya, y la mia... Ella organiza su vida como un plan a largo plazo; yo la organizo en plazos de veinticuatro horas y con el horizonte de "cuatro lunas" (que diría el protagonista de "Bailando con lobos") visto casi como una eternidad... Vicisitudes personales aparte, el día de hoy está resultando bastante extraño para mi. Me refugio como siempre en mi mujer, mis hijas y, sobre todo, mis nietos, y por supuesto en los libros... De todas maneras hoy no tengo ánimo para graves disquisiciones teológicas. Ayer me reconfortó sobremanera leer la entrevista que El País Semanal le hacía al profesor italiano Piergiorgio Odifredi, una especie de "bestia negra" para la curia vaticana, que reproduzco más adelante, y cuyos sarcásticos comentarios comparto. Pero sobre todo disfruté con el bellísimo artículo del escritor Gustavo Martín Garzo sobre "la educación de los niños" que también publicaba El País. Ignoro si Martín Garzo es padre, supongo que sí, por lo que escribe y por como lo escribe. Yo, como abuelo, lo suscribo plenamente. En su artículo cita dos libros que recomiendo con énfasis: "El guardian sobre el centeno", de J.D. Salinger (Alianza, Madrid, 1997) y "Habíamos ganado la guerra", de Esther Tusquets (Ediciones B, Barcelona, 2007). He leído los dos y ambos me han parecido excelentes. La primera es una novela de culto entre los alumnos norteamericanos de Secundaria; una lectura " casi obligada" en los Institutos que relata en primera persona del singular la iniciación a la edad adulta de un joven inadaptado, caprichoso y consentido. La segunda, son las memorias de juventud de la escritora y editora catalana Esther Tusquets, un relato con el que me sentí absolutamente identificado cuando lo leí por muchas razones, no solo de vivencias personales muy similares, sino por la coincidencia de tiempo, lugar y circunstancia de muchas de las situaciones que cuenta. Y mañana..., pues será otro día. HArendt









"La educación de los niños", por Gustavo Martín Garzo

En una ocasión, Fabricio Caivano, el fundador de Cuadernos de Pedagogía, le preguntó a Gabriel García Márquez acerca de la educación de los niños. "Lo único importante, le contestó el autor de Cien años de soledad, es encontrar el juguete que llevan dentro". Cada niño llevaría uno distinto y todo consistiría en descubrir cuál era y ponerse a jugar con él. García Márquez había sido un estudiante bastante desastroso hasta que un maestro se dio cuenta de su amor por la lectura y, a partir de entonces, todo fue miel sobre hojuelas, pues ese juguete eran las palabras. Es una idea que vincula la educación con el juego. Según ella, educar consistiría en encontrar el tipo de juego que debemos jugar con cada niño, ese juego en que está implicado su propio ser.

Pero hablar de juego es hablar de disfrute, y una idea así reivindica la felicidad y el amor como base de la educación. Un niño feliz no sólo es más alegre y tranquilo, sino que es más susceptible de ser educado, porque la felicidad le hace creer que el mundo no es un lugar sombrío, hecho sólo para su mal, sino un lugar en el que merece la pena estar, por extraño que pueda parecer muchas veces. Y no creo que haya una manera mejor de educar a un niño que hacer que se sienta querido. Y el amor es básicamente tratar de ponerse en su lugar. Querer saber lo que los niños son. No es una tarea sencilla, al menos para muchos adultos. Por eso prefiero a los padres consentidores que a los que se empeñan en decirles en todo momento a sus hijos lo que deben hacer, o a los que no se preocupan para nada de ellos. Consentir significa mimar, ser indulgente, pero también, otorgar, obligarse. Querer para el que amamos el bien. Tiene sus peligros, pero creo que éstos son menos letales que los peligros del rigor o de la indiferencia.

Y hay adultos que tienen el maravilloso don de saber ponerse en el lugar de los niños. Ese don es un regalo del amor. Basta con amar a alguien para desear conocerle y querer acercase a su mundo. Y la habilidad en tratar a los niños sólo puede provenir de haber visitado el lugar en que éstos suelen vivir. Ese lugar no se parece al nuestro, y por eso tantos adultos se equivocan al pedir a los pequeños cosas que no están en condiciones de hacer. ¿Pediríamos a un pájaro que dejara de volar, a un monito que no se subiera a los árboles, a una abeja que no se fuera en busca de las flores? No, no se lo pediríamos, porque no está en su naturaleza el obedecernos. Y los niños están locos, como lo están todos los que viven al comienzo de algo. Una vida tocada por la locura es una vida abierta a nuevos principios, y por eso debe ser vigilada y querida. Y hay adultos que no sólo entienden esa locura de los niños, sino quese deleitan con ella. San Agustín distinguía entre usar y disfrutar. Usábamos de las cosas del mundo, disfrutábamos de nuestro diálogo con la divinidad. Educar es distinto a adiestrar. Educar es dar vida, comprender que el dios del santo se esconde en la realidad, sobre todo en los niños.

En "El guardián entre el centeno", el muchacho protagonista se imagina un campo donde juegan los niños y dice que es eso lo que le gustaría ser, alguien que escondido entre el centeno los vigila en sus juegos. El campo está al lado de un abismo, y su tarea es evitar que los niños puedan acercarse más de la cuenta y caerse. "En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos". El protagonista de la novela de Salinger no les dice que se alejen de allí, no se opone a que jueguen en el centeno. Entiende que ésa es su naturaleza, y sólo se ocupa de vigilarlos, y acudir cuando se exponen más de lo tolerable al peligro. Vigilar no se opone a consentir, sólo consiste en corregir un poco nuestra locura.

Creo que los padres que de verdad aman a sus hijos, que están contentos con que hayan nacido, y que disfrutan con su compañía, lo tienen casi todo hecho. Sólo tienen que ser un poco precavidos, y combatir los excesos de su amor. No es difícil, pues los efectos de esos excesos son mucho menos graves que los de la indiferencia o el desprecio. El niño amado siempre tendrá más recursos para enfrentarse a los problemas de la vida que el que no lo ha sido nunca.

En su reciente libro de memorias, Esther Tusquets nos cuenta que el problema de su vida fue no sentirse suficientemente amada por su madre. Ella piensa que el niño que se siente querido de pequeño puede con todo. "Yo no me sentí querida y me he pasado toda la vida mendigando amor. Una pesadez". Pero la mejor defensa de esta educación del amor que he leído en estos últimos tiempos se encuentra en el libro del colombiano Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos. Es un libro sobre el misterio de la bondad, en el que puede leerse una frase que debería aparecer en la puerta de todas las escuelas: "El mejor método de educación es la felicidad". "Mi papá siempre pensó -escribe Faciolince-, y yo le creo y lo imito, que mimar a los hijos es el mejor sistema educativo". Y unas líneas más abajo añade: "Ahora pienso que la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los años, es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres. Sin ese amor exagerado que me dio mi papá, yo hubiera sido mucho menos feliz".

Los hermanos Grimm son especialistas en buenos comienzos, y el de "Caperucita Roja" es uno de los más hermosos de todos. "Érase una vez una pequeña y dulce muchachita que en cuanto se la veía se la amaba. Pero sobre todo la quería su abuela, que no sabía qué darle a la niña. Un buen día le regaló una caperucita de terciopelo rojo, y como le sentaba muy bien y no quería llevar otra cosa, la llamaron Caperucita Roja". Una niña a los que todos miman, y a la que su abuela, que la ama sin medida, regala una caperuza de terciopelo rojo. Una caperuza que le sentaba tan bien que no quería llevar otra cosa. Siempre que veo en revistas o reportajes los rostros de tantos niños abandonados o maltratados, me acuerdo de este cuento y me digo que todos los niños del mundo deberían llevar una caperuza así, aunque luego algún agua-fiestas pudiera acusar a sus padres de mimarles en exceso. Esa caperuza es la prueba de su felicidad, de que son queridos con locura por alguien, y lo verdaderamente peligroso es que vayan por el mundo sin ella. "Si quieres que tu hijo sea bueno -escribió Héctor Abad Gómez, el padre tan amado de Faciolince-, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz. Los hacemos felices para que sean buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad". (El País, 15/06/08)





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Gustavo Martín Garzo




"Si leyeran bien la Biblia, dejarían de creer. Entrevista a Piergiorgo Odifredi", por Jesús Ruiz Mantilla

Aunque es un ateo confeso, todavía tiene callos en los pies por culpa de su última experiencia mística. Piergiorgio Odifreddi (Cuneo, Italia, 1950) acaba de regresar del Camino de Santiago, esa meca de la cristiandad que ha recorrido durante dos semanas con su amigo Sergio Valzania. El itinerario ha dado que hablar en Italia. Juntos han hecho en cada etapa un programa especial para la emisora RAI 3. La gracia está en que Odifreddi no cree, pero Valzania sí se confiesa católico a ultranza. “Al final hemos quedado como empezamos. Ni él me ha convencido a mí, ni yo he logrado quebrar su fe”, comenta, en un hotel del centro de Madrid, este escritor, matemático y profesor de lógica.

Pero en algo sí se han puesto de acuerdo: “Galicia es bellísima; Castilla, un poco aburrida con esas llanuras tan interminables”, comenta. “Y España, más laica que Italia, con diferencia. En nuestro país todavía no es posible criticar abiertamente a la Iglesia”, asegura Odifreddi. Quizá por eso, para frenar la larga mano del Vaticano sobre la libertad de expresión, se ha lanzado este ensayista a la yugular de la Iglesia. Lo ha hecho con un libro que resultó un impacto en su país y un éxito de ventas que dejó patente algo serio: “La fractura entre religión y laicismo que existe en mi país, con clara desventaja para los no creyentes”.

El título es tan directo que no deja lugar a dudas: Por qué no podemos ser cristianos y menos aún católicos (RBA). Ni que decir tiene que el texto de quien es hoy por hoy el látigo del laicismo en Italia ha supuesto una pesadilla entre las jerarquías. No por existir, sino porque el destino y los calendarios editoriales le lanzaron a las librerías a competir al tiempo con otro libro opuesto: Jesús de Nazaret, del papa Joseph Ratzinger.

“Durante semanas estuvimos alternándonos en el primero y el segundo lugar en las listas de los más vendidos”, comenta jocoso Odifreddi. Seguramente la curia habría preferido otro competidor. Pero al diablo no se le pone nada por delante. Sigue jugando fuerte y haciendo de las suyas. Ni con rosarios pudieron evitar que Odifreddi vendiera 200.000 ejemplares.

De manera que llega del Camino de Santiago… ¿Ni así ha encontrado la luz? Ha sido una experiencia interesante. Creo que es la primera vez que un ateo retransmite en Italia el Camino por la radio. El modelo fue la película de Buñuel La Vía Láctea, con aquellos dos personajes que combatían a golpe de dogmas y herejías.

Bueno, igual que siempre, ¿no? Aunque la herejía como concepto ha sido superada por una etiqueta mucho más digna que llamamos laicismo. En España tienen más suerte que en Italia en ese ámbito.

¿Usted cree? En España no existe un cardenal Martini, por ejemplo. Alguien que defienda tan abiertamente desde la jerarquía el sacerdocio para las mujeres o las bodas entre curas. Hombre, en España la derecha es católica, pero la izquierda es claramente laica. En Italia yo he militado en el Partido Democrático, de Walter Veltroni, y me salí porque no defendían el laicismo. Me lo pidió él. Yo pensé que era conveniente porque ya que dentro conviven varias corrientes, algunos podíamos alentar un aire de izquierda más radical y laico para frenar lo que nosotros llamamos facción teocon. Pero al final Veltroni no ha sido claro. Ha decidido no meterse en asuntos que tuvieran que ver con la Iglesia. Por más que le han preguntado, nada. Y yo me he ido del partido al ver que no se comprometía claramente.

¿Por qué la izquierda italiana no se decide a romper con la Iglesia? Las anteriores elecciones las ganó la izquierda por 20.000 votos. Con esa ventaja tan pequeña, nadie quiere ponerse en contra a una organización que controla a 30 millones de ciudadanos. Yo milité para intentarlo, pero es difícil en un partido que lidera alguien como Veltroni, un personaje a quien se le conoce como el señor pero también… Falta valentía. Esta oportunidad la hemos perdido.

Desde la izquierda, después de las primeras acciones de Berlusconi, ¿cómo se va digiriendo el resultado electoral? Por culpa de cosas como éstas se ha perdido. El partido de Veltroni no tiene identidad, es una refundación de viejas estructuras. Caben gente del antiguo Partido Comunista y de la Democracia Cristiana, empresarios y trabajadores… hay 120 diputados que se declaran abiertamente católicos. ¡Hasta la antigua Democracia Cristiana era mejor que esto! En cuanto a este Gobierno, es pura derecha.

Muchos lo califican de neofascista. Quítele el neo. Fini lo es. La Liga es racista y Berlusconi va a lo suyo. En la primera semana de mandato ya discutíamos de la televisión… Pero, en fin, este Gobierno sabemos lo que es. Sin embargo, con el partido de Veltroni no hay definiciones claras.

¿Le resulta ‘light’, descafeinado? Tiene miedo a ciertas cosas. A la Iglesia, para empezar. En España no ocurre esto. Yo leo artículos en la prensa de este país que en Italia serían impensables. Cuesta publicar ciertos asuntos.

¿Por eso ha decidido dejar sus posiciones claras en un libro? Con la óptica de un matemático, además. He escrito mucha divulgación científica. Con asuntos que relacionan ciencia y religión, como hice en El Evangelio según la ciencia, por ejemplo, o en Las mentiras de Ulises. Me he empeñado en hacer ver las matemáticas como una parte de la cultura, integrar ambos mundos.

Pero ¿cómo formula un matemático algo que carece de toda lógica? Este libro tiene dos inspiraciones claras. La obra de Bertrand Russell ¿Por qué no soy cristiano? y aquel de Benedetto Croce Por qué no podemos considerarnos cristianos. La idea nació porque cada año editamos un libro de Russell y tocaba hacer aquél. Lo releí y me pareció que había envejecido mal con el tiempo. Se lo dije al editor y él me propuso hacer una interpretación propia. Así que me metí un semestre en Nueva York al Instituto de Estudios Italianos en la Universidad de Columbia. Estudié a fondo la Biblia y el catecismo. Mis amigos me encontraban siempre con ambos libros a cuestas y me preguntaban: “¿Qué te ocurre?”.

Normal… Le verían como un converso o temían alguna andanada suya. ¡Quién sabe! El caso era hacer una lectura a fondo, una crítica de la religión no desde perspectivas políticas de injerencia en la vida pública y todo eso, sino de observarlo desde una concepción teológica, desde dentro, y descubrir sus anacronismos. Su concepción violenta, cruel, sanguinaria de la vida, sobre todo en el Antiguo Testamento. Por eso se han molestado también los judíos, que me han acusado de antisemita.

Es que reparte para todos. Normal. Los cristianos han heredado el Antiguo Testamento y uno no sabe por qué lo han hecho.

Lo acometieron además de manera acrítica. Completamente. Hubo algunos que quisieron eliminarlo. Creían que el Dios bueno del Nuevo Testamento no requería la ira del anterior. No se aceptó, allá ellos.

¿Le han amenazado? Algunos me han escrito diciéndome que diera gracias porque los cristianos no fueran como los islamistas, que si no ya lo habría pagado. He pensado en hacer algo que se titulara Por qué no podemos ser islámicos, pero es que en Italia son cuatro y no sería útil. Además decretarían una fatwa, y es lo que me faltaba.

Todavía hay cosas que no nos dejan tocar. Y tanto, en Italia existen directores de periódicos que reconocen que los dogmas de fe son un cuento, pero que no pueden escribirlo porque el mero hecho de ponerlo en duda ya crea un conflicto.

Como por ejemplo… Lo peor es poner en duda la propia existencia de Jesucristo. No hay constancias históricas serias. Son relatos construidos a posteriori. Decir esto ya es algo escandaloso.

Igual que poner en duda la virginidad de María, que lo que uno no sabe muy bien es por qué se sostiene lo contrario. ¡Aquella invención! ¡Increíble! Es un dogma con una historia muy interesante, de todas formas. Para eso se readaptó un pasaje del Antiguo Testamento que viene a decir: “Por aquí ha pasado Dios (refiriéndose al útero de la Virgen) y no lo hará nadie más”. Son las mismas palabras que utilizan para señalar una puerta de Jerusalén por la que pasó el Arca de la Alianza. Cogen un pasaje, se cambia de sitio y a nadie le importa.

A usted, después de haber escrito que Cristo puede ser hijo ilegítimo de un centurión romano, ¿no le han quemado? Pantera se llamaba el hombre. Pero todo eso ya se comentaba en la época más próxima. En fin, yo no creo que haya mucha gente que se lo trague a estas alturas. Creo que es una pose social sostener estas cosas, pero que en realidad no lo piensan. Es una convención. Ni eso, ni la trinidad, ni la transustanciación… Ni la resurrección se puede explicar científicamente. No es un milagro. Las bacterias del tétanos, por ejemplo, pueden producir una muerte aparente. Pudo haberlo cogido clavado en la cruz.

Existen explicaciones racionales para todo aquello que pasa en el Evangelio, pero no las hay para todo lo que dicen en él. Cierto, cierto. El Evangelio tiene tres inspiraciones. Una, la del profeta, la del Jesús de la montaña, el de los bienaventurados. Luego está la del charlatán. En Palestina, hace 2000 años, había muchísimos. La última es la del Jesús revolucionario. Uniendo las tres, se ha forjado esta historia.

Una historia que tiene después la suya propia. Ésa es la más interesante. Apasionante. Entender cuáles son las fuentes de esos escritos, desmembrarlos, acotarlos. Los apócrifos, tratarlos desde el punto de vista lingüístico, de la arqueología del lenguaje, los pasos que ha sufrido tras los diferentes concilios, todo eso. Las discusiones, las herejías que pintaban a Jesús como una realidad virtual, como el personaje de una película, como un ser que nunca existió porque nunca había podido encarnarse al ser Dios precisamente. Así hasta nuestros días, porque el último dogma es de 1950, la asunción de la Virgen, que también trajo lo suyo.

¿Ah sí? Sí, porque los católicos pensaban que había ascendido sin saber si había muerto o no. Mientras que los ortodoxos sostienen que seguramente había muerto, pero no están seguros de que haya ascendido. ¿No es un cachondeo? Yo incluso llegué a hacer un cálculo científico. ¿Desde dónde ascendió? Verticalmente desde Jerusalén. ¿Con qué? Con el cuerpo. Suponiendo que lo haya hecho a la velocidad de la luz, lleva 2.000 años subiendo y, por tanto, todavía no ha atravesado nuestra galaxia. Por ahí sigue, está saliendo. Con cualquier telescopio potente en el mismo Jerusalén podríamos localizarlo. ¿Se da cuenta del ridículo?

En sus desmontajes, trata usted también los mandamientos. Los hebreos sostienen que hay más de 600, pero en el caso cristiano, uno de los más interesantes es el segundo, que se pierde, curiosamente. El que prohíbe alzar y construir imágenes.

¿Cuál de todos los dogmas es el que más le atrae? La transustanciación. La hostia, que se basa en un principio aristotélico. Va contra la idea de sustancia científica. A los papas les trae de cabeza.

¿De dónde le viene esa manía de ponerlo todo patas arriba? No hace falta tanto. Si quisiera hacer una verdadera cruzada, recomendaría una única cosa a la gente: que leyeran la Biblia con un punto de vista racional, con atención. Dejarían de creer inmediatamente. No hacen falta libros anticlericales.

Es que 200 años de Ilustración prenden finalmente en nuestra moral y en nuestra concepción de las cosas de manera contundente. Es así. Pese a que muchos insisten en que no puede haber moral sin religión. Era Chesterton quien decía que si no creías en Dios, podías creer en cualquier cosa. Yo ahora pienso lo contrario, que quien cree en Dios puede acabar tragándose cualquier cosa. Italia es de los países con más fe del mundo, por eso seis millones de italianos consultan también a magos, quirománticos, echadores de cartas. Si te crees lo de la trinidad o la virginidad, te entra todo. Tampoco es justo ese discurso de que los laicos no creemos en nada. No es cierto, lo hacemos en los ideales. Pero no en los dogmas.

Eso que tanto espanta ahora del relativismo, ¿cómo lo ve? Ahh… Ratzinger es un ultraconservador antipático y obtuso. Estas cosas lo prueban. Es un asunto que demuestra la incapacidad de la Iglesia para entender casos como el de Galileo. Le han perdonado 400 años después de haberle condenado por algo que era cierto, pero no han entendido nada. Lo admiten muchos miembros de la Iglesia, aunque luego lo pagan. Lo dijo George Coyne, un jesuita que fue el encargado del Observatorio Astronómico del Vaticano durante 25 años. Aseguraba que no se había comprendido la magnitud de ese caso. ¿Y qué pasó con él? Que lo licenciaron. Este mismo pidió públicamente al Papa que definiera sus posiciones sobre el evolucionismo y le cesaron.

Los jesuitas, ¿son otra cosa? Son los más incisivos, sin duda. Plantean abiertamente sus dudas sobre muchos dogmas. Existe una anécdota fantástica que los define. Cuando descubrieron la momia de Jesús en Jerusalén, los franciscanos decían: es cierto lo que sufrió por nosotros, las heridas están a la vista, debemos amarlo todavía más. Los dominicos se plantearon: cuidado, que si está aquí es que no ha resucitado, vamos a tener problemas con el dogma. Y los jesuitas dedujeron: ahí lo tenemos; por tanto, ha existido. ¿No es genial?

Martini es un buen ejemplo de jesuita. Bueno, es que él ha llegado a criticar hasta el libro del Papa sobre Jesús de Nazaret. Es raro, pero es que es la minoría.

¿Es necesario escribir libros así contra la Iglesia o es darle demasiada importancia a todo aquello que no debería ni siquiera ser debatido porque va contra toda razón? No sólo es necesario. Es que me parece poco todo lo que se pueda argumentar en contra. He tratado de escribir un libro serio, sin despreciar también la ironía. Aunque sobre todo he intentado hacer una crítica rigurosa basada en principios teológicos y la prueba de que ha calado es lo que les ha molestado. La importancia de la Iglesia es un hecho, no es que se la dé yo. No escribiría un libro preguntándome por qué no somos raelianos. Me da exactamente lo mismo. En Italia, 30 millones de personas se declaran católicos. La Iglesia posee un cuarto de los bienes inmuebles, de nuestros edificios.

Como inmobiliaria no hay quien pueda con ella. Exacto. Además, en Italia, el Papa vive dentro. Una solución sería enviarlo a Jerusalén. Dejemos Roma para los romanos.

En España vive el Opus, que también impone. Una organización que ha ganado muchísimo poder dentro de la Iglesia por culpa de Juan Pablo II, por cierto. Él llevó a la bancarrota las finanzas vaticanas para financiar al sindicato Solidaridad. Fue el Opus quien tapó el agujero.

Otro de los asuntos que trata en el libro es el creacionismo. No creamos que es sólo un invento de Estados Unidos, aunque ha sido allí donde se ha desarrollado más. En Italia, ya el primer Gobierno de Berlusconi lo reivindicó, y no me extrañaría que ahora volvieran a la carga. Me hace gracia que ahora, para hacer el Camino, mi compañero ha llevado la Biblia. Yo, en cambio, elegí El origen de las especies, de Darwin. Me ha impresionado su visión de futuro. Todas las objeciones cretinas que le ponen hoy al evolucionismo, Darwin las prevé y además las responde en el libro con anticipación.

¿Lo vio venir? Exacto, y basta leerlo para frenarles. Pero el problema es que son insaciables. Porque tampoco el evolucionismo va contra la religión. El problema está no tanto en la creación del mundo, sino en el momento que surge el hombre. Ahí tenían que poner su sello.

Inventar la culpa. ¿Sin culpa no hay negocio? Eso es.

¿Y por qué de entre todo el cristianismo, lo que menos se sostiene para usted es el catolicismo? Porque son los que más dogmas imponen y, por tanto, los más fáciles de rebatir.

Más cuando la mayoría son imposiciones caprichosas, a expensas de los papas, los concilios, las alianzas de poder. Como la infalibilidad pontificia, el dogma que más sospechas despierta entre los creyentes. Encuestas de universidades católicas aseguran que en la infalibilidad del papa sólo cree un 30% de católicos. Es el dogma más débil. Hay otras cosas más absurdas, como que el 40% de los que tienen fe cree que san Juan se convirtió en hijo de la Virgen ante la cruz. Lo que le digo: si leyeran con atención los evangelios, dejarían de creer automáticamente. (El País Semanal, 15/06/08)





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Piergiorgio Odifredi