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sábado, 30 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] Sí, hablemos de España





Pues sí, España es uno de los países con más bajos índices de nacionalismo, escribe en El País Félix Ovejero, profesor titular de Economía, Ética y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona, en un artículo con el que me siento identificado, salvo en su generalización final sobre la izquierda, que me parece superflua. El españolismo identitario es residual, dice, y hay diferencia entre la bandera de los que practican la limpieza étnica en Serbia y la que ondea en una oficina de correos de EE UU. 

El título de este artículo, comienza aclarando Ovejero, no es un título. Es un experimento. Y como todos los experimentos (“la buena física se hace a priori”, decía Koyré) parte de una predicción: no pocos lectores habrán sentido un estremecimiento. Incluso, à la Popper, con hipótesis fuertes, me atrevo a conjeturar que a alguno se le habrá escapado un pauloviano “fascista”, como a Iglesias en el Congreso al dirigirse a Rivera, con la autoridad que le concede su condición de profesor de políticas, su familiaridad con el peronismo y su buena disposición hacia proyectos políticos de base explícitamente étnica y práctica totalitaria. “Falangista”, sentencian los menos escrupulosos.

Pero no es solo Iglesias. Han sido muchos, y no todos charlatanes, quienes reaccionan con aspavientos ante el uso naturalizado de España. Algunos, la primera vez que se han ocupado del nacionalismo catalán fue para advertirnos… del peligroso nacionalismo español. Una sensibilidad, sin duda, exquisita, si se tiene en cuenta que España es uno de los países con más bajos índices de nacionalismo (J. W. Becker, Opinión pública internacional e identidad nacional, Unesco, 2000) y que el españolismo identitario es residual: los motivos de “orgullo nacional”, la Transición, la Constitución, son cualquier cosa menos identidades esenciales (J. Muñoz, From National-Catholicism to Democratic Patriotism?). Y tampoco parecen existir mimbres para el supremacismo: hay pocos países en el mundo en los que los ciudadanos tengan peor opinión —y más infundada— acerca de ellos mismos. Sí, una sensibilidad exquisita y una preocupación exagerada. Hasta donde se me alcanza no hay ningún partido político relevante que proponga lo que es común en “los países de nuestro entorno”, incluidos los más diversos: la escolarización exclusiva en la lengua común. En realidad, el mayor tópico identitario de nuestra política es el de nuestra proverbial pluralidad.

Da lo mismo. Nuestros preocupados nos avisan de una guerra de nacionalismos. Ellos, dicen, están en contra de todas las banderas. Una proclama vacua, aunque solo sea porque no todas las banderas son equiparables. Servidor, sin ir más lejos, no tiene dudas entre la de la UE y la nazi. En realidad, el postureo huidizo “sin banderas” se instala al borde mismo de la contradicción: para convocar a sus partidarios, para identificarse, necesita alguna simbología, alguna bandera. La bandera hippy también es una bandera. El problema del separatismo es que impone la elección de identidades, unas contra otras y, por lo mismo, la incompatibilidad de banderas. Rivera no tiene problemas con la senyera. Torra ya sabemos lo que piensa de España.

Una variante de la misma estrategia sostiene que, inevitablemente, la crítica al nacionalismo solo se puede hacer desde otro nacionalismo, el español. La crítica al nacionalismo, nos dicen, sería tan insensata como la crítica a la razón: estamos instalados en ella y no podemos “salir fuera”. No hay manera de argumentar en contra de la razón sin razonar. Una analogía impertinente que, por volver al clásico, confunde uso y mención: criticar la guerra no es ser belicista, hablar de cine no es hacer una película y descalificar el racismo no es ser “racista del otro lado”.

La versión académica del “todos somos nacionalistas” acude a la teoría del nacionalismo banal de Billig, según la cual, en tanto que los Estados precisan de materializaciones simbólicas compartidas (DNI, matrículas, banderas), los nacionalistas cívicos acabarían también en identitarios. La teoría es un nido de confusiones, entre ellas la de equiparar las identidades como proyecto “nacional” (construir identidad) y las identidades como subproducto, como convergencia en pautas compartidas, por simple roce. Con todo, aunque Billig no deslumbra por su precisión resulta más cauto que sus apologistas y recuerda que “extender indiscriminadamente el término nacionalismo induciría a confusión: como es natural, hay diferencia entre la bandera que enarbolan quienes practican la limpieza étnica en Serbia y la que ondea discretamente en las puertas de una oficina de correos de Estados Unidos”. No, no todo es lo mismo. Algo que deberían reconocer nuestros nacionalistas tout court, por más licencias analíticas que se concedan (por ejemplo, cuando asumen que “catalán fascista” es una imposibilidad conceptual, mientras que “español” y “fascista” son conceptos coextensivos).

En realidad, la desazón de los preocupados no es nueva. Asomó en octubre pasado, cuando muchos ciudadanos echaron mano de la bandera constitucional para defender su marco de convivencia. Su marco de convivencia y, si quieren, su dignidad. Porque el desprecio hacia los españoles —y no hay otro modo de decirlo, pero es que es así— en tanto que españoles no es una extravagancia de Torra en tarde de casino. Si ha podido difundir sus ideas durante años es porque no resaltaban junto a otras publicaciones, porque nadie veía nada anómalo en la xenofobia o el supremacismo, porque antes de ayer escribía Pujol: “Tenemos que cuidarnos (del mestizaje), porque hay gente que lo quiere, y ello sería el final de Cataluña. La cuestión del mestizaje (…) para Cataluña es una cuestión de ser o no ser. A un vaso se le tira sal y la disuelve; se le tira un poco más y también la disuelve. Cataluña es como un árbol al que se le injertan constantemente gentes e ideas desde hace siglos; y eso sale bien siempre que no sea de una manera absolutamente abusiva y que el tronco sea sólido”. En 2004. Ni Franco en los cuarenta. La verdad es que no se me ocurre cómo, frente a esas ideas, que desprecian a los españoles por españoles, se puede defender un proyecto de convivencia evitando la palabra España.

No nos engañemos. El discurso de Rivera, oportunista y con un remate musical chocarrero, porque no hay más, en lo esencial resultaba indistinguible de los que tramitaba a diario Obama y, ahora, Macron. En sus trazas ideológicas básicas, era perfectamente encuadrable en el patriotismo republicano (Viroli) o constitucional (Habermas), si nos ponemos estupendos. Perfectamente asumible por el Azaña —avalado por Negrín— del “todos somos hijos del mismo Sol y tributarios del mismo arroyo”. No era esencialismo español, historicista, Viriato, sino de proyección, la ley de todos que a todos iguala. Quienes ven facherío tienen un problema para gestionar su trato con sus conciudadanos, con la palabra misma, España. La palabra, como la bandera constitucional, les suena a facha. Por supuesto, cada uno es libre de decorar sus prejuicios, pero no de ignorar su procedencia. Es el cuento de Franco que los nacionalistas han difundido hasta la fatiga: asociar España al nacionalcatolicismo. Otra de sus muchas coincidencias. Una vez más, la mercancía del secesionismo en circulación. Y lo que es peor: la izquierda como traficante de la chatarra.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

jueves, 16 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Los números de la secesión





Voluntad y cantidad son irrelevantes para fundamentar derechos. El voto femenino no dependía de que lo reclamaran muchas mujeres. Si un derecho está justificado, si hay discriminación objetiva, tanto da que lo solicite uno como un millón, comenta Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona en el diario El País.

El nacionalismo, ya lo hemos visto, se ha estado nutriendo de grandes palabras con perfiles esquivos. La última, el clavo ardiendo, fue lo de “mandato democrático”. Significase lo que significase, no parecía referirse a la mayoría. Recordemos: en 2006 solo un 6% de los catalanes queríamos la reforma del Estatuto. Después de años de frenética propaganda institucional, el Estatuto recibió el refrendo del 35%. En las elecciones autonómicas que siguieron a la sentencia del Constitucional el independentismo explícito pasó del 16,59% al 7% del voto total. En las “plebiscitarias” de 2015 los secesionistas tuvieron un 36% del voto sobre el censo. Ciertamente, la aritmética del mandato no es la de Peano.

Pero hagamos como si el cuento cuadrara. En su mejor versión, la tesis del mandato sería una actualización de cierta teoría de la secesión: si lo piden muchos, está justificada. No debe confundirse con la teoría de la reparación, la única indisputable, según la cual la secesión resulta aceptable cuando se ha ocupado un territorio soberano o se violan sistemática y persistentemente los derechos de ciudadanos en un territorio. Oficiaría como un remedio para mitigar la privación de derechos y de democracia: hay una injusticia manifiesta y, como mal menor, se contempla la separación. La determinación de la injusticia debe ser objetiva: no basta con que uno se sienta colonizado o privado de derechos. Ha de estarlo.

Las otras teorías tienen fundamentos más endebles (‘Secesiones, fronteras y democracia’, Revista de Libros). Casi todas ponen el acento en la voluntad: la existencia de suficientes partidarios fundamentaría el derecho a decidir. Puede que Pozuelo de Alarcón tenga una balanza fiscal más desequilibrada y una identidad más precisa que Cataluña, porque son menos y más ricos, pero solo Cataluña tendría derecho a la secesión porque muchos catalanes quieren separarse.

El argumento presenta un problema de principio: el conjunto de referencia para considerar “un número suficiente”. La unidad de decisión pertinente. Y no se ve por qué un (supuesto) 60% de catalanes (independentistas) sería suficiente para arrastrar a nuevas fronteras al 40% restante y en cambio un 90% de españoles no basta para mantener dentro de las suyas a un 2% (los independentistas).

La voluntad y el número resultan irrelevantes para fundamentar derechos. El derecho al voto de la mujer no dependía de que lo reclamaran suficientes mujeres. Y ni les cuento los de los niños o los de los animales. Si un derecho está justificado, tanto da que lo solicite uno como un millón. Si el número es un fundamento, no habría reclamación de derechos justificada: siempre empieza con una minoría. Si el derecho a la secesión existe, también Pozuelo dispone de él. El argumento “en Pozuelo nadie reclama la secesión” es moralmente irrelevante. Si el derecho está justificado, deberíamos alentar la aparición de un partido que lo reclamara. Y si no, debemos combatir ideológicamente el proyecto de romper la igualdad política de los ciudadanos. Como hacemos con el racismo o el sexismo, que también tienen muchos partidarios. Nuestro éxito ha consistido en reducir su número.

Un reciente desarrollo apela a que los catalanes constituimos una minoría permanente. España habría abusado históricamente de una minoría catalana que, por serlo, nunca podría obtener mayorías parlamentarias suficientes para modificar los marcos de decisión. La tesis es arriesgada: asume que hay esencias nacionales impermeables al tiempo, ignora una realidad catalana tan mestiza como la española, olvida la historia y descuida el elocuente (y disparatado) precio de los alquileres barceloneses. Sencillamente, muchos catalanes (los ricos, precisemos) han decidido y deciden mucho en España. Siempre. Es más, como ha mostrado Joan-Lluís Marfany, el nacionalismo español se gesta en Cataluña. Fue Valentí Almirall quien, para preservar los territorios españoles en el Pacífico, apelaba a que “nadie admite siquiera discusión sobre el perfecto derecho que tiene todo el pueblo español a todo el territorio nacional”.

El argumento otorga prioridad a la representación de las “naciones culturales”. Algo discutible. Por razones empíricas, pues no se entiende por qué una circunstancia “nacional” importa más que otra social, sexual, religiosa o hasta climática. Hay muchas “minorías permanentes” ignoradas. Si de identidad se trata, el trabajador de Seat de Martorell tiene más que ver con el de Ford en Almusafes que con el burgués de Sant Gervasi. Y, sobre todo, por razones normativas. El ideal democrático es universalista: los ciudadanos, cada uno con su plural identidad, se reconocen iguales y exponen sus razones comprometidos con el interés general. El argumento, de facto, desconfía de la capacidad de la democracia para facturar leyes justas y, en ese sentido, resulta incompatible con la indiscutible evidencia de la conquista de derechos por minorías (gais, negros). Eran pocos, pero las razones eran poderosas, atendibles por conciudadanos capaces de reconocer injusticias objetivas.

En realidad, el colapso del argumento es de principio. Y es que si vale para Cataluña, vale para Extremadura, que parece estar más aperreada. Para Extremadura, para Castilla y para cualquiera. Salvo que, por empacho ontológico, asumamos que solo existen Cataluña y “lo demás”, España, un paquete compacto de identidad. Aún más, en una Cataluña independiente el argumento tendría que valer para Badalona u Hospitalet, también minoritarias. En rigor, no habría democracia legítima: por definición, cada uno es minoría respecto a todos los demás.

No importa cualquier número. Lo que importa es si hay discriminación objetiva, con independencia de si muchos o pocos se sienten discriminados. La existencia de injusticia no depende de la existencia de un sentimiento de injusticia. Las mujeres de la India, indiscutiblemente discriminadas, no se sienten discriminadas y no reclaman.

Cuando en un clásico trabajo los economistas Bertrand y Mullainathan estudiaron la discriminación racial utilizaron un indicador objetivo: los nombres. Sí, Emily y Brendan lo tenían mejor que Laksha y Jamal. Como aproximación, examinen la presencia de los (mayoritarios y pobres) Pérez y García entre quienes deciden en Cataluña. Hay trabajos sesudos, pero si andan cortos de tiempo repasen un artículo publicado en La Vanguardia hace un año de elocuente encabezado: “Sólo 32 de los 135 diputados del Parlament llevan algún apellido de los más frecuentes de Catalunya”. Ninguno de los 25 más comunes asomaba en el último Govern. En Galicia, por comparar, el 54%. Para combatir esas injusticias nació la “discriminación positiva”, otra de esas expresiones degradadas por el nacionalismo. El nacionalismo no es un problema de números, de cuanto, sino de higiene léxica, de qué. La tarea más inmediata.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 4 de octubre de 2017

[A vuelapluma] ¿De qué uso desproporcionado de la fuerza me hablan ustedes?





Como cuestión previa admito que puedo equivocarme en mis juicios, pero creo que en política no todo vale para alcanzar el poder. Creo que el PSOE de Pedro Sánchez está persiguiendo pescar en río revuelto al pedir la reprobación por el Congreso de la vicepresidenta del gobierno. Creo que marra en el disparo. Y creo, sinceramente, que está jugando con fuego y puede abrasarse. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué insiste en pedir diálogo con quienes se han situado fuera de la legalidad y están perpetrando lisa y llanamente un Golpe de Estado al más puro estilo nazi-leninista? Me decepciona la puerilidad de este hombre; casi tanto como la lenidad e incompetencia del presidente del gobierno de España en la gestión de la crisis. Y lo que me preocupa de verdad, lo digo con sinceridad, es que la arrogancia fascistoide de los nacionalistas catalanes, la puerilidad del uno y la lenidad del otro, las vamos a pagar todos los españoles. Y no nos lo merecemos, y menos que nadie los catalanes que aún confían en la democracia, en el Estado y en el Derecho. Y de la respuesta de Podemos y sus mareas y sus meandros de IU y demás compañeros de viaje, a la defensa de la legalidad constitucional por parte del Rey, no creo que pudiera esperarse algo distinto: repugna a cualquier conciencia con un mínimo de dignidad democrática. Para patéticos se pintan solos.

Pero volvamos al asunto central de esta entrada de hoy. ¿Dónde está la desproporción de las fuerzas de seguridad del Estado en su actuación el 1 de octubre en Cataluña?, se preguntan en El País Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona, y el abogado Alejandro Molina. La opinión pública debe asumir con madurez democrática cómo funciona el Estado, cualquier Estado, ante la desobediencia de las leyes, comienzan diciendo.

Es inconcebible que se pueda calificar de “error” o “torpeza” que las fuerzas del orden encargadas de ejecutar la resolución judicial de impedimento del “referéndum” cumplieran, precisamente, con su cometido. ¿Cuál es el error? ¿Que usaran la fuerza? Oigan, un antidisturbios no es un filósofo de la palabra que aborde su tarea por el método deliberativo de disuadir con argumentos a quien con su comportamiento delictivo se apodera ilegalmente de locales públicos. La fuerza del orden interviene cuando el delincuente, persistente en su conducta, ya se ha desentendido de la fase deliberativa, que precisamente ha concluido con una resolución judicial que ha sido desatendida: por eso sólo queda el recurso de la fuerza. Porque el Derecho no es más que fuerza: es la regla que determina quién en un conflicto puede usar la fuerza y cuánta. Intelectualmente no se puede estar, como Pedro Sánchez, a “favor de la legalidad” pero en contra de su efectividad.

Estamos hablando de unos efectivos policiales que tuvieron que ejecutar una orden judicial de desalojo de espacios públicos de los que previamente se habían apoderado grupos organizados con el total apoyo logístico y material de toda una Administración autonómica actuando en abierta rebeldía delictiva y haciéndolo coordinadamente con la mayoría aplastante de una fuerza pública armada. Una fuerza pública que, en lugar de cumplir la orden judicial que la obligaba, llegó en algunos casos incluso a obstruir su ejecución y colaborar con los sediciosos. Aún no se han calibrado las gravísimas responsabilidades (descomunales e insólitas históricamente en Europa) que ese comportamiento inconcebible supone en una fuerza policial armada.

¿Desproporción? Según algunos relatos, desencantados con la efectividad del Derecho, se habría “reprimido” a casi 2.300.000 de supuestos “votantes”. Abstracción hecha de que la actuación de la fuerza pública se circunscribió, espacial y subjetivamente, a quien impedía por la fuerza la ejecución de la orden judicial, y no a los “votantes”, repugna a la mera lógica de los hechos que esa “brutal represión” sobre millones de personas haya arrojado el “brutal” saldo de un total de dos hospitalizados, uno de ellos un pobre anciano infartado. Si vamos a los “heridos”, que la Generalitat cifra en más de 800, en realidad estamos hablando de “atendidos” (es decir, personas que nunca pisaron un hospital aunque fueron objeto de examen y diagnóstico en la vía pública) pero incluyendo en la cifra las lipotimias, ataques de ansiedad e irritaciones por inhalación de humo. Y no olvidemos que estamos hablando de unos supuestos dos millones de personas que fueron desde los días previos instados desde la propia Generalitat, sus dirigentes y su formidable aparato mediático, a tomar parte colectivamente en actos delictivos para impedir por la fuerza la ejecución de una orden judicial ¿Y el balance son dos hospitalizados, y uno de ellos, un infartado? ¿Dónde está la desproporción en el uso de la fuerza?

Finalmente, resulta descorazonador el nivel intelectual y profesional de la prensa española, incluso cuando no actúa con intereses espurios. Ayer vimos un titular de un diario catalán, bastante ecuánime hasta ahora, que titulaba Dirigentes europeos critican la actuación policial y piden diálogo, ilustrando la noticia con una imagen de Angela Merkel y una falsedad (como se ha sabido hoy): esa primera ministra habría llamado a Rajoy “para interesarse por los heridos”. De inmediato me precipité a leer el texto: Ni rastro de Merkel, por supuesto, y ninguno de los “dirigentes” europeos dirigía nada, pues quitando al belga que gobierna en coalición con los nacionalistas flamencos (¡qué casualidad!), ni un solo jefe de Estado o primer ministro europeo ha hecho otra cosa que respaldar el Estado de derecho en España. El resto de “dirigentes” eran cabecillas de movimientos nacionalistas, como el de Escocia, o políticos y hasta excandidatos de partidos en la oposición en sus países respectivos cuyos planteamientos equivaldrían a los de Podemos en España.

Más vale que la prensa y la opinión pública tomen de una vez conciencia con responsabilidad del desafío de lo que se nos viene encima, y que como sociedad adulta asumamos que los derechos y libertades que la ley reconoce en la democracia se garantizan, si es preciso, por la fuerza, máxime cuando quienes los desafían desobedecen abiertamente la legalidad vigentes.

Un aviso: el artículo 155 desemboca en una resolución del Gobierno, previo aval del Senado, con medidas necesarias para obligar a una comunidad autónoma que atente gravemente contra el interés general al cumplimiento forzoso de sus obligaciones para la protección del mencionado interés. Pero para que se hagan efectivas esas medidas quizá haya que usar la fuerza de nuevo, y más vale que cuando llegue ese momento no tengan a una institución armada de su lado que se desentienda otra vez de la legalidad. Y si eso ocurre, que al menos la opinión pública asuma con madurez democrática cómo funciona el Estado; cualquier Estado.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt




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sábado, 1 de abril de 2017

[A vuelapluma] Calidad democrática





Quejarnos de la mala calidad de nuestras democracias liberales se ha convertido en una especie de deporte nacional, pero ni de la clase política ni de los ciudadanos de a pie surgen propuestas realistas de solución, o al menos que sirvan para reparar la confianza en las instituciones de las mismas. 

Democracia, ¿para qué? El profesor de la Universidad de Barcelona Félix Ovejero afirmaba hace unos días en un artículo que peligra el vínculo entre elecciones y calidad democrática. Que el sistema no es sensible al cambio; que tampoco hay demanda ciudadana ni oferta política. Y que los votantes, humanos a fin de cuentas, somos animales de senda y detestamos las novedades

Lo dijo John Adams, comienza escribiendo: “Delegar el poder de la mayoría en unos pocos entre los más sabios y los más buenos”. Lo repitió Madison: “Conseguir como gobernantes a los hombres que posean mayor sabiduría para discernir y más virtud para procurar el bien público”. Y Jefferson: “Permitir que los aristócratas naturales gobernaran de manera más eficiente posible”. Los votos de ciudadanos ignorantes y sin virtud cívica escogerían a los mejores, a los sabios y santos.

Si levantaran la cabeza, sigue diciendo, los fundadores se lo pensarían antes de repetir que nuestras democracias —ellos dirían Repúblicas—, difíciles de defender desde la participación y la igualdad de los ciudadanos, se justifican porque identifican a los mejores. Una idea que suena disparatada: que los que no saben puedan escoger a los que saben. Raro, pero no imposible: el mercado, en sus mejores horas, infrecuentes, funciona de esa manera. Yo, y otros como yo, incapaces de freír un huevo, al elegir restaurante penalizamos al mal cocinero y premiamos al bueno.

Desgraciadamente, añade, la política no es como el mercado. Bueno, sí, es como el mercado que no funciona, como el mercado con información asimétrica, cuando uno no sabe lo que adquiere, cuando elige a ciegas y le venden la mula ciega. Siempre se vota a tientas. Entre las circunstancias que concurren en ello hay una inexorable: la política está orientada hacia un futuro incierto por definición. No hay manera de especificar hoy en un contrato soluciones a retos que descubriremos mañana. Lo de “cumplir el programa” aguanta, si acaso, un rato, porque no puede ser de otro modo. Y las cosas no mejoran informativamente, si tenemos en cuenta que los votantes tenemos limitadas capacidades cognitivas, memoria endeble y que, al decidir, nos fiamos antes del envoltorio que del contenido: quienes votan contra “rehabilitar drogadictos” están a favor “tratar la adicción a las drogas” y quienes desprecian el “cambio climático” son partidarios de combatir el “calentamiento global”.

Resulta discutible el potencial de las democracias para abordar retos sin rentabilidad electoral inmediata, al menos los importantes, señala. Ningún alcalde reformará su ciudad si las obras duran más que el ciclo electoral. Se imponen el corto plazo, la velocidad para renovar las broncas y la pirotecnia. El alcalde preferirá hablar de las plagas del mundo y proclamará el veganismo de su ciudad: el mundo intacto, la culpa de los otros y el lustre moral asegurado. La verdad no importa. Nadie espera a comprobar si el corrupto lo es, mientras exista un titular que arrojar a las redes. Lo importante es ganar la mano. Aunque no se sepa muy bien qué decir sobre el fracking o la reproducción asistida, hay un algoritmo infalible: apostar en contra de la opinión del contrario. Más tarde ya se encontrarán intelectuales públicos dispuestos a sacrificar el conocimiento consolidado (lo han denunciado en economía Cahuc y Zylberberg en Le négationnisme économique).

No es nuevo, dice. Es la lógica electoral de las democracias. Lo nuevo son las redes sociales, que amplifican las resonancias. Cuando el titular desplaza al argumento, los 140 caracteres son alivio, antes que limitación, como sucedía con el etcétera en la magistral apreciación de Jardiel Poncela: “El descanso de los sabios y la excusa de los ignorantes”.

Perpetuas elecciones, problemas en espera y la vida cívica falsamente encanallada, comenta. El único horizonte es la próxima campaña electoral y siempre hay alguna. En realidad, las elecciones degradan el debate democrático. Un debate, no se olvide, ya de por sí reducido a unos pocos con suficientes recursos para superar las costosas barreras de entrada del mercado político, para financiar campañas y tecnologías que permiten modular un relato (una mentira) a medida de cada cual, para que solo escuche lo que quiere escuchar, esto es, para que ignore casi todo lo demás: esos 250 millones de perfiles personalizados que, Big Data mediante, permitieron a Trump ganar. Naturalmente, con esas reglas, se refuerza lo de siempre, la voz de los ricos (Gilens, Affluence and Influence).

En esas circunstancias peligra, continúa diciendo, el vínculo entre elecciones y calidad democrática. Incluso peor: las elecciones resultan vivero de las patologías. He dicho elecciones, no representación ni participación. El aviso, obligatorio en nuestros tiempos, resultaría innecesario para los clásicos, los Rousseau o los Montesquieu, para quienes las elecciones poco tenían que ver con la democracia, según nos recordó Manin en Los principios del gobierno representativo. Para ellos, el sorteo aseguraba una mejor representación. Las elecciones, si acaso, servirían para detectar aristocracias naturales, a los mejores. Pues eso. Que no.

La pregunta, afirma, es si debemos revisar los diseños institucionales que hasta ahora nos han servido, no me atrevo a decir si para bien o para mal, visto lo visto y a la espera de lo que nos queda por ver. Ese es el diagnóstico de solventes reflexiones académicas que divulga eficazmente Van Reybrouck en Contra las elecciones. Se buscaría recoger el componente de racionalidad deliberativa del ideal parlamentario, aliviando las patologías asociadas a la competencia electoral y a los sesgos derivados de una representación que ignora los problemas y las propuestas de muchos ciudadanos. En esencia, proponen aligerar la presencia de los partidos en competencia electoral e incorporar mecanismos de participación, deliberación, mérito, asesoramiento experto y… sorteo. Sí, sorteo, el más clásico de los procedimientos democráticos. Sus virtudes, vistas las disfunciones de nuestras democracias, no son desdeñables: permite la representación de minorías (y de mayorías desatendidas, esas García que nunca asoman en los parlamentos señoreados por élites nacionalistas) sin la ortopedia antidemocrática de los cupos; disuelve las barreras de ingreso en la participación; elimina los encanallamientos partidistas, el griterío gestero de las falsas discrepancias; socava la corrupción asociada al coste de las campañas; acaba con la instrumentalización de instituciones (justicia, organismos supervisores) sometidas a la partitocracia. Por supuesto, el sorteo también tiene problemas, que invitan a administrarlo en dosis y en formas híbridas.

Por supuesto, concluye diciendo, esas innovaciones no prosperarán. La nueva política no va de eso. Es la vieja más adanismo moral, un vacuo fariseísmo en sentido ferlosiano: nutre su santidad con el plato único de la perfidia ajena. Aunque solo sea por eso, casi resulta preferible la vieja, cuando no la arcaica. Pero tampoco. Porque el problema es más básico. El sistema no es sensible al cambio. No hay demanda ciudadana ni oferta política. Los votantes, humanos, somos animales de senda y detestamos las novedades. Y los partidos, obviamente, no quieren suicidarse. El diseño de incentivos para la renovación de las democracias solo es comparable al que en Estados Unidos tenían las ambulancias cuando eran gestionadas por funerarias. Mala cosa, dada la naturaleza del enfermo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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viernes, 5 de junio de 2015

[Política] Sobre la reforma de la Constitución. Un debate político y jurídico




Congreso de los Diputados (Madrid)



El pasado 27 de enero de 2015, en CaixaForum Madrid, se celebró una Jornada de debate organizada por Revista de Libros en la que destacados intelectuales españoles trataron de responder a una serie de cuestiones relacionadas con la situación actual del Estado español: Crisis de la democracia representativa, desafección ciudadana hacia la política, deterioro institucional, etc., así como con una eventual futura reforma de la organización territorial del mismo (el Estado autonómico en su vertiente competencial, financiera e institucional). En esta compleja hora de España en la que predomina el ruido a veces ensordecedor de los opinadores de todo, se echa en ocasiones en falta el parecer bien fundado y la argumentación sosegada.  

Es en ese contexto en el que se ha de entender esa jornada de debate en la que participaron Manuel Aragón, exmagistrado del Tribunal Constitucional y catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid; Roberto Blanco Valdés, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela; Francesc de Carreras Serra, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona; Ángel de la Fuente Moreno, director de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada; Juan José López Burniol, ensayista y notario; Santiago Muñoz Machado, catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid; Félix Ovejero Lucas, profesor de Filosofía Política de la Universidad de Barcelona; Álvaro Rodríguez Bereijo, expresidente del Tribunal Constitucional y catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad Autónoma de Madrid; y Francisco Rubio Llorente, exvicepresidente del Tribunal Constitucional, expresidente del Consejo de Estado y catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid. 

En el enlace de más arriba pueden acceder ustedes a los vídeos que registraron íntegramente todas las intervenciones habidas y un resumen de texto con lo más interesante de cada una de ellas. 

Para este blog y para su autor, es un enorme placer reproducir este debate tan necesario y tan importante en unos momentos en que, como se dice al comienzo de esta reseña los gritos, pitidos y sandeces que algunos emiten en ejercicio de lo que entienden como libertad de expresión, no dejan oír las palabras de quienes de verdad tienen algo que decir.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Palacio del Senado (Madrid)





Entrada 2308
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