La Victoria de Samotracia, Museo del Louvre, Paris
Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección temporal del blog que de voz a los ciudadanos a través de las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Unión Europea, subiendo al mismo aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de la escena europea.
Y la inicio hoy con un artículo del periodista Edgar Schuler, jefe de Opinión del diario Tages Anzeiger de Zúrich, que el pasado 25 de febrero publicaba en El País una provocativa reseña titulada Reñidos somos más fuertes.
¿A quién tengo que llamar si quiero hablar con Europa?”, cuenta Schuler que suspiró en una ocasión Henry Kissinger, el gran anciano de la política exterior estadounidense. Aunque apócrifa, la cita es, al menos, una invención lograda, ya que ilustra la que pasa por ser la gran debilidad de Europa.
Efectivamente, ¿a quién hay que llamar? La respuesta es menos evidente que nunca. ¿A Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión? No le queda mucho en el cargo. Es verdad que Donald Tusk posee el título de jefe del Consejo de la Unión Europea, pero no tiene derecho al voto en el club de los jefes de Gobierno. La presidencia propiamente dicha cambia cada seis meses. En cuanto a la primera ministra rumana, Viorica Dancila, actualmente en el cargo, parece que a la mayoría de los no rumanos les es desconocida o profundamente indiferente.
Podríamos decir, entonces, que quien quiera llamar a Europa tiene que marcar el número de uno de los miembros de la Unión realmente poderosos. Pues no, tampoco. Las ambiciones europeas de Emmanuel Macron se esfuman ante los chalecos amarillos, Angela Merkel empieza a estar fuera de combate dentro de su propio partido, y de Theresa May mejor ni hablar.
Los profetas de la decadencia de Europa o de su derrumbe inminente —cuyo número aumenta a diario— pueden alegar innumerables razones adicionales para su pesimismo. En las cuestiones más importantes, ya sea el Brexit, la disputa por los refugiados, la crisis de Ucrania, la crisis del euro, el gas ruso o la parálisis económica, la Unión Europea transmite una sensación de ausencia de contenido conceptual, desunión y discordia.
Desde Suiza, la flaqueza de Europa se contempla o bien con preocupación, o bien alegrándose del mal ajeno, dependiendo de la postura ante el acercamiento a su enorme vecino y, con diferencia, principal socio comercial.
La factura de la brecha entre lo que la Unión Europea pretende y su realidad es el crecimiento de los partidos antieuropeos
Sea como sea, el caos europeo recuerda a la situación en el propio país. También en él los debates épicos acerca de los principales problemas suelen acabar en tablas sin solución. En Suiza, las polémicas sobre la emigración, la financiación del Estado de bienestar, la digitalización o el futuro del clima son igualmente perpetuas. Y cuando, tras ásperos enfrentamientos, se llega a una solución política, la sociedad puede echarla por tierra en un referéndum.
Ahora bien, la experiencia de Suiza, con sus centenarias estructuras de gobierno asamblearias y sus 170 años de Estado federal, es que el conflicto no tiene por qué desembocar en parálisis. Ni siquiera hace falta entenderse bien. En contra del tópico de la confederación perfectamente cuatrilingüe, las regiones cultivan a diario una vecindad indiferente antes que una colaboración entusiasta.
Esta es la razón de que el país no destaque por sus propuestas visionarias. En cambio, de manera paradójica, el tira y afloja produce una y otra vez soluciones que sorprenden por su solidez y, sobre todo, por su amplia aceptación. El hecho de que, en apariencia, nada se mueva o, como mucho, lo haga poco a poco, proporciona a Suiza una estabilidad de la que ella misma se maravilla, y por la que espera ser admirada por los demás.
Trasladado a la Unión Europea, se podría decir que su problema no es el exceso de disputas, sino la falta de ellas. Mucha gente percibe la promesa de una “Unión cada vez más estrecha” como una amenaza. La factura de la brecha entre lo que la UE pretende y su realidad es el crecimiento de los partidos antieuropeos desde el Mediterráneo hasta el Danubio.
Tendemos a olvidar que la Unión Europea resulta convincente justamente allí donde, tras duras negociaciones, llega a soluciones que solo una unión de países es capaz de proponer, pero que, al mismo tiempo, producen beneficios para las ciudadanas y los ciudadanos de cada uno de los Estados miembros. Entre ellas destaca el mercado único. Otras son los proyectos educativos y de investigación conjuntos, así como, últimamente, la respuesta colectiva a los ataques de los gigantes de Internet estadounidenses contra nuestros datos personales. Quizá algún día haya también una política común en materia de seguridad y emigración. Otras cuestiones se pueden seguir confiando a los países miembros.
Al igual que ocurre con la jefatura de la Unión Europea, en Suiza, el Consejo Federal que preside el Gobierno de la nación también cambia periódicamente. Este cambio constante propicia una estabilidad que los hombres fuertes como Trump, Putin o Xi Jinping solo aparentan. El futuro de la Unión Europea estaría en peligro si fuese posible localizar al verdadero poder en un único número de teléfono.