viernes, 11 de mayo de 2018

[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy viernes, 11 de mayo





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo, que no soy humorista, me quedo con la primera acepción, así que en la medida de lo posible iré subiendo al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4439
elblogdeharendt@gmail.com
Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

jueves, 10 de mayo de 2018

[PENSAMIENTO] Sobre el mito de la caverna





En el otoño de 1982 el profesor Emilio Lledó, catedrático de Historia de la Filosofía en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), impartió en el centro asociado de la misma en Las Palmas de Gran Canaria un Seminario de cinco días sobre algunos de los textos de Platón, Aristóteles y San Agustín. Los privilegiados alumnos del mismo no pasábamos de una docena. 

Ya he relatado anteriormente lo que dice el pensador George Steiner en Errata. Examen de una vida (Siruela, 1998) sobre el encuentro con la excelencia universitaria, esa aura inmaterial que marca al alumno para toda la vida, cuando tropieza con un maestro excepcional. Me pasó a mí es ese Seminario del profesor Lledó. Fue, sin duda, la experiencia más inolvidable de toda mi larga vida universitaria, y me dejó un imborrable recuerdo y admiración por él y una pasión sin límites por la cultura y la filosofía de la antigua Grecia. 

Lo he rememorado estos días leyendo dos libros, Idealismo y barbarie (Trotta, 2018), del profesor italiano Diego Fusaro, y Sobre la educación (Taurus, 2018), del profesor Lledó, en los que ambos filósofos hablan del famoso Mito de la Caverna expuesto por Platón al comienzo del libro VII de su República.

La metáfora de la caverna, dice Fusaro, es la imagen por antonomasia de la emancipación del género humano. En ella verdad y libertad, contemplación y acción van indisolublemente unidas, pues la conversión al cielo de las ideas implica la exigencia política de que el filósofo baje otra vez a la caverna para liberar a sus conciudadanos. La actitud filosófica es así la propuesta de una alteridad dignificadora que denuncia la injusticia del estado de cosas existente con miras a su transformación, construyendo una razón utópica capaz de vencer a la ideología que entroniza lo existente, esto es, el mercado global transfigurado en jaula de hierro. 

Desde otra óptica, no muy diferente, pero que comparto en mayor grado que la de Fusaro, y también más "poética", el profesor Lledó comenta el mito en uno de los capítulos de su libro citado, básicamente en los mismos términos en los que nos lo relató a sus alumnos en aquel lejano Seminario del curso 1982-1983:  

El mito cuenta, comienza diciendo el profesor Lledó, que estaban atados por las piernas y por el cuello. Y desde niños. No te­nían posibilidad de mirar a otro sitio que al iluminado fondo de la cueva. Iluminado por un fuego que, a mitad del camino entre la posible, leja­nísima, salida y los prisione­ros, estrellaba, ante sus ojos, las sombras de unos objetos alzados sobre las cabezas de misteriosos porteadores. Los prisioneros no podían ver sino esas sombras, porque tras sus espaldas y ante los porteadores se alzaba un muro tan alto como estos per­sonajes, y que impedía descu­brir la totalidad de la tra­moya.

En la implacable noria de esos silenciosos caminantes del otro lado del muro habría al­guno que comentaría lo pesado de la carga, lo duro y aburrido del camino que, como Sísifos de sombra, estaban condenados a hacer. Y los prisioneros oirían los ecos de esas voces, es­cucharían palabras, e imagina­rían que, en su larga pantalla de sombras, eran esas sombras las que hablaban. Incluso fami­liarizados ya con esa procesión, acabarían acostumbrándose a ella, queriéndola y hasta con­cursando por ver quién era el más sabio en oscuridades, y cuál de las sombras volvería a aparecer, de nuevo, en su mi­rada.

El mito no cuenta quién ati­zaba el fuego, quién había idea­do el muro, quién dirigía, ocul­to, a esos porteadores resigna­dos, prisioneros también, y abotargados en su engañoso oficio. Sólo dos clases de figu­rantes aparecen en la gran far­sa: los cautivos sentados ante la última pared de la caverna, in­capaces de mirar otras cosas, de añorar otra cosa que las sombras, y esos porteadores que, aunque aparentemente li­bres, ya se habían sometido al empleo de mediadores de la ti­niebla. Probablemente pensa­rían que su destino era conso­lar la soledad de los cada vez más felices, entretenidos, vi­dentes. Quizá nacieron agarro­tados también, como los pri­sioneros; pero el señor del muro y del fuego, el señor de las imágenes y el camino, los había liberado de ser única­mente ojos sin luz, para que, al menos, pudieran tener pasos ­por la estrecha senda amurallada, o para que pudieran ser comparsa de sus maquina­ciones. Tal vez no era preciso suponer señor alguno, y un decidido promotor de espec­tros, soñador de otras cavernas, fue el pri­mero que empezó a abrir la ruta desde la que, vorazmente, se consumían más imáge­nes porque seguía creciendo la tropa de los inertes y ofuscados prisioneros.

Esa ofuscación animaba las entrañas de los contempladores. Vivir de imágenes sos­tenidas tan sólo por un pequeño corazón de sombra era un alimento suave para ojos que nunca habrían de levantarse hacia la luz. El señor, si lo había, o, en su defecto, algunos de los porteadores cavilaron que era mejor para sus clientes, atenazados por las piernas y el cuello que, por su bien, creyesen que las inertes cosas que veían estaban sólo allí, al fondo de sus ojos, y nacían de la fantasma­górica pared. Esta ignorancia les liberaba del sufrimiento que da saberse víctimas in­defensas del camino, del fuego, del muro. El alimento de imágenes, enlazadas por el mí­sero discurso de los porteadores, acababa por disolver a aquellos mirones de la oscuridad. Mirar sólo en lo oscuro ahuyenta el horizonte de cualquier camino, desfonda el ánimo para cualquier huida, para desear algo que no sea seguir percibiendo el cons­tante chisporroteo de la turbia luz.

Enseñados a hablar por las imágenes, los prisioneros querrían incorporarse a ese con­solador discurso que les muestra lo que hay que ver y que les facilita la forma de verlo. Serían capaces de gritar pidiendo más som­bras, de reclamar más visiones, de condenar o absolver, según el juicio que les fue insi­nuado al otro lado del muro que nunca vieron. Personajes irreales del mundo de la irrealidad flotarían, como espectros, sobre sus ligaduras, dictando al señor de la hogue­ra las secuencias que desean ver, las que quieren eliminar.

Pero el mito cuenta, además, el proceso de una verdadera liberación. Hay un prisio­nero que escapa. Alguien -no se dice quién- le desató, le obligó a levantarse y le puso en camino hacia la luz. No hacia la luz del solitario fuego que arde en el centro de la caverna, sino hacia la salida, hacia el sol. Es verdad que el camino, cuesta arriba, es penoso, y que los ojos, hechos a la oscuri­dad, sufren a medida que tienen que irse abriendo a otros resplandores. Es verdad que, a ratos, se tienen ganas de volver al si­llón donde nos atenazó la costumbre; pero donde nos acarició la oscuridad. Porque duelen los ojos de ir atisbando cosas reales y, sobre todo, de descubrir el ridículo mon­taje del muro y de sus pálidos servidores. Duele la rabia de haber creído que todo era eso; la dura nostalgia de los días perdidos. Un lejano senti­miento de culpa se levanta, además, por haber colaborado, aunque sólo fuera como pasivo partícipe, en la ideología de la nada.

Libre, al fin, de la caverna, el prisionero necesita un largo aprendizaje para resistir la nue­va luz; para no añorar dema­siado la tranquila, cómoda, ti­niebla que le circundaba. Una tiniebla entre la que apenas pudo vislumbrar los objetos que el telón de cueva le ofrecía, a pesar de la incansable llama­rada de la hoguera. Por ello nunca supo tocarlos, nunca pudo llegar a conocerlos, al no haber aprendido la diferencia entre lo concreto y lo abstrac­to, entre lo real y los esperpentos, entre la verdad y el engaño. Un mundo mezclado y turbio había sido el suyo. Tan distinto de éste que ahora miraba, y donde la luz de sus ojos, her­mana de la del sol, bañaba, sin confusión, todas las cosas.

Probablemente entonces, al descubrir el prisionero todo lo que alcanza la mirada, y hecho como estaba a utilizar la vista, aunque fuese entre tinieblas, pensó que aquella maquinaria del mirar, en la que había creci­do, podría revolucionarse, con tal de que tuviese otra luz distinta por mensajera. Una luz que diese vida y saber a la mirada, y a la que acompañasen palabras más firmes que aque­llas en las que, como aplasta­dos ecos, le educaron. No sabe­mos tampoco si, en un momen­to de desesperación, pensó que era imposible transformar esa fábrica de un ver en el que se agotaba la pasión por sentir, por crear, por vivir.

El mito no habla ya de pro­yectos; pero sí nos narra el mo­mento más dramático de esta historia. Ese prisionero feliz por haber conocido la posibili­dad de otro mundo distinto, por haber gozado de la visión alentada de sabiduría, roza, por ello, la infelicidad. Una in­felicidad provocada por la ne­cesidad de compartir su ver­dad. Y en ese momento recuer­da a sus ensombrecidos com­pañeros, y aprende la suprema lección de que nada vale ser so­litario gozador de la luz. Aunque le cuesta más esfuerzo que aquella primera escapada, desciende, de nuevo, a la caverna.

En este momento, el mito de la liberación se convierte en tragedia. Cuando el prisionero vuelve a ocupar su viejo asiento, sus antiguos com­pañeros se ríen de él. Ha olvidado la forma de mirar aquellas imágenes que tan bien le sentaban; no sabe confundir las voces y los ecos que se aplastan al fondo de la cueva; no le sosiega el adormecedor murmullo de la oscuridad. La risa, sin embargo, acaba convirtiéndose en el crispado rito de la muerte, cuando el prisionero intenta, como con él hicieron, liberar, animar, empujar ha­cia otra luz. Lo único verdaderamente real en ese fantasmagórico universo es, al final, la muerte.

Lo contó con más detalle, más bellamen­te, Platón, hace 24 siglos, al comienzo del libro séptimo de la República: “¡Qué extra­ña escena describes, dijo Glaucón, y qué ex­traños prisioneros!”. “Iguales que nosotros -dije-“.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 9 de mayo de 2018

[A VUELAPLUMA] Las tijeras y las rejas







El adicto a la severidad penal y el amante de la libertad de palabra son tipos humanos dispares, escribía en el diario El País hace unas semanas el filósofo y ensayista Antonio Valdecantos. Los límites de la libertad de expresión y los de las penas máximas no están vinculados por una relación íntima, pero quizá extraiga cierto provecho quien los examine juntos, comenzaba diciendo.

En esa tarea, lo primero que llama la atención es que el adicto a la severidad penal y el amante de la libertad de palabra son tipos humanos dispares. El primero es realista, ceñudo y torvo (ya sabe todo lo malo que la vida tenía que enseñarle), mientras que el segundo presumirá de amigable y confiado, y gozará ponderando cuánto le queda aún por aprender de este maravilloso mundo. Si la humanidad es un espanto, lo que más importa será estar protegidos de sus hijos más peligrosos (que no son pocos), mientras que, si es un deleitoso jardín, tanto mejor cuantas más flores se hagan brotar y más colores ofrezcan a los ojos. 

El justiciero implacable y el censor contumaz harán pronto buenas migas, al igual que le ocurrirá al filántropo penal con quien es tolerante en materia de difusión de la palabra. Pero estas dos parejas de estereotipos humanos, a primera vista inconciliables la una con la otra, gustan de enredarse en trampas semejantes, más decisivas que la retórica autocomplaciente acumulada en torno a ellas. El justiciero y el censor comparten, desde luego, una creencia muy firme: tienen el convencimiento (no como otras gentes, amigas de la laxitud por la cuenta que les trae) de que nunca estarán expuestos a vivir perpetuamente entre barrotes ni a que sus escritos sean pasados por la tijera. Ellos son personas probadamente honradas y de orden, y ni sus hechos ni sus palabras darán nunca ningún trabajo a la justicia; de ahí la autoridad con la que hablan. Es cierto que las circunstancias podrían volverse del revés y ser ellos los perseguidos, pero eso sólo es capaz de desencadenarlo —se replicará enseguida—una violenta revolución, y aquí se está hablando de tiempos y lugares normales, en los que las revoluciones han sido superadas. 

En otras épocas, el justiciero acudía, en primera fila, a las ejecuciones públicas, y la censura previa era una práctica natural. Tales costumbres causarán, con toda razón, el espanto de las almas ilustradas, pero seguramente nadie está libre de caer bajo la seducción de algún sucesor de los bárbaros. Ningún ser humano puede, se dirá, ser juzgado de tal modo que un solo acto de su vida determine el resto de su existencia, reduciendo su persona a un único rasgo y a las secuelas de un único acontecimiento. Sin embargo, esta clase de filantropía, universal en principio, quizá no haya de afectar —se matizará enseguida— a ciertos reos, cuya identidad sí que se declara, y por cierto con gran efusión de humanitarismo, reducida a la condición criminal. ¿O es que no hay crímenes imprescriptibles que deben perseguirse más allá de las fronteras y remontándose en el tiempo tanto como sea posible? Ampliar la clase de los delitos monstruosos con los que no cabe benevolencia es, en efecto, el intento constante de gran número de filántropos, cuyo furor justiciero poco tiene que envidiar a veces al de quienes toman al hombre por un hediondo pozo de maldad. Los derechos de algunas víctimas pueden, a menudo, más que la clemencia, y para ello basta, por regla general, con que los damnificados pertenezcan al bando del que uno actúa como portavoz. 

No es difícil hallar algo parecido en el ámbito de la libertad de expresión, la cual siempre es sagrada en relación con las opiniones propias, pero menos saludable respecto de algunas de las ajenas. Esta discusión, aparentemente no tan truculenta como la anterior, tiene también sus propias miserias. Aunque la palabra libre goza, desde luego, del prestigio cultural más alto, lo que con frecuencia se dirime aquí no es el derecho a expresar opiniones que pueden resultar molestas, sino, a la inversa, el derecho a molestar echando mano de alguna opinión cuyo contenido sea eficaz para maximizar el fastidio. Puede que toda palabra (y las que son fruto del arte no menos que las otras) lleve en sus entrañas una ingobernable potencia destructiva, pero la creencia hipócrita en la condición benéfica del lenguaje suele ir unida a una multiplicación de su capacidad de abatir al enemigo. Ocurre como con la tesis de la bondad natural del ser humano: aunque no es imposible que sea cierta, lo que sí resulta del todo claro es que, para instaurar y mantener un régimen político fundado en ella, se requieren cantidades de violencia francamente desmesuradas. 

La competencia en el libre mercado de la palabra parece regirse cada vez más por el placer de imaginarse al adversario rabiando de ira ante la difusión de los dicterios pronunciados por uno. En tareas así, el humor de trazo grueso es, sin duda, un procedimiento muy eficaz, pero no el único. Si molesto a los malvados, ya no necesito prueba más concluyente de que llevo razón, y aquí radica el criterio último de la verdad. ¿Acaso cabe otro más digno de crédito? Sin duda, esta convicción tendrá que esconderse bajo siete embozos de fraseología moralizante, pero su esencia no puede ser más siniestra: logrado el propósito de infligir una derrota a las fuerzas del mal, ¿qué importa la verdad de los materiales empleados? ¿Y quién denunciará su falsedad como no sea que esté interesado en sacar partido de ella? 

El placer de llevar razón y el de condenar lo tenido por injusto pertenecen a las necesidades humanas más básicas y, a menudo, también a las más emponzoñadas. Abundan quienes estarían dispuestos, llegado el caso, a reclamarlo como un derecho, y, no en vano, son muchos quienes lo toman íntimamente como tal. El placer justiciero se obtiene condenando, pero, sobre todo, decidiendo cuándo se debe condenar y cuándo no, mientras que el de llevar razón, por su parte, puede extraerse de la discusión abierta, pero a veces necesita impedirla por creer que, para ciertos principios esenciales, el debate sería una indignidad. Tire la primera piedra quien esté libre de todos estos pecados a la vez. La decencia en la discusión pública depende, en grandísima medida, de la capacidad para advertir que uno no está inmunizado contra estos vicios —tan antiguos como el mundo— y para reconocer que, sin duda, habrá caído en ellos en numerosas ocasiones, aunque no sepa identificarlas con claridad. Conviene, sin embargo, hacerse pocas ilusiones sobre la obediencia a la correspondiente máxima. En realidad, no tenemos ni idea de cómo sería el mundo si se hiciese caso de ella.






Unidad psiquiátrica de la cárcel Sevilla II



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martes, 8 de mayo de 2018

[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy martes, 8 de mayo





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo, que no soy humorista, me quedo con la primera acepción, así que en la medida de lo posible iré subiendo al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 






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