martes, 8 de noviembre de 2016

[Política] ¿Y comprender el populismo, también?, ¿por qué tendría que hacerlo?





Hablaba en la entrada de ayer sobre mi nula capacidad de comprensión y empatía hacia el fenómeno del nacionalismo. Sobre el populismo y los populistas, de derechas e izquierdas, pues de todo hay, como en el nacionalismo, no es que mi capacidad de comprensión sea nula, es que ni siquiera intento comprenderlos porque me producen repulsión. Ayer encuadraba mi entrada en la sección de Historia del blog porque me parecía el marco adecuado para su tratamiento; hoy encuadro esta sobre el populismo y los populistas en la de Política, porque es un fenómeno reciente, con apenas unas decenas de años, sin grandes estudios académicos al respecto que merezcan su tratamiento como fenómeno histórico. A menos que consideremos el nazismo, el fascismo y el leninismo como precedentes de esas secuelas actuales, entre otras, que son el podemismo, el chavismo, el lepenismo y el trumpismo, que bien pudieran serlo. 

Juan Antonio Cordero, profesor en la École polytechnique de Palaiseau (Francia) y doctor en Telecomunicaciones por el mismo centro, investigador en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) y en la Universidad Politécnica de Hong Kong, y autor de Socialdemocracia republicana, hacia una formulación cívica del socialismo (Barcelona, Montesinos, 2008) escribía la semana pasada en Revista de Libros un artículo titulado El populismo, en serio, reseñando el libro de José Luis Villacañas Populismo (Madrid, La Huerta Grande, 2015)

A comentar esa reseña dedico la entrada de hoy con la esperanza de que les resulte interesante y les ayude a "mirar" con otros ojos el fenómeno populista y comprender cuanto encierra de fenómeno totalitario y excluyente de cualquier vestigio de democracia real.

El concepto de «populismo» no es nuevo en el debate público, dice el profesor Cordero. Al contrario: en los últimos años ha pasado de emplearse de forma esporádica, normalmente para referirse a realidades ajenas (típicamente latinoamericanas; más recientemente, también europeas orientales, sobre todo en forma de populismos de derechas), a volverse omnipresente. En España, esta mutación ha sido tardía, aunque remarcablemente rápida. Pero, como ocurre con los términos que se incorporan abruptamente al léxico político-mediático, su uso masivo, frecuentemente impropio, no ha ayudado a clarificar el concepto ni a comprender realmente su alcance, sino que ha contribuido a oscurecerlo aún más, cuando no a vaciarlo de significado a ojos de la opinión pública. En demasiadas ocasiones, «populismo» ha acabado siendo la descalificación manoseada y vacía que se dirige contra el adversario nuevo –contra cualquier adversario nuevo– cuando éste amenaza a los actores tradicionales, y con el que se pretende evocar –con razón o sin ella– un confuso universo semántico que incluye la demagogia y el histrionismo, la retórica gruesa, el cesarismo, la manipulación folclórica y el odio a las elites: una suerte de política embrutecida que crece entre los escombros (o ante la ausencia) de un orden institucional consolidado, sólo apta para electores despistados o imbéciles.

Es peligroso acabar confundiendo el fenómeno populista con esta hipersimplificación, añade. Más allá de la caricatura, la denominación de populismo o nacionalpopulismo denota un fenómeno político complejo y un planteamiento concreto y articulado, dotado de una teoría y de numerosas prácticas que hay que conocer para calibrar y, desde luego, para combatir. Y, por más que sea fácil confundir ambos planos, es conveniente separar la vertiente académica del populismo, que en algunos casos ha realizado contribuciones relevantes a la comprensión de la democracia y la política, de su encarnación en un proyecto político y electoral que aspira a la hegemonía y el control de las instituciones. El examen de sus presupuestos e implicaciones resulta tanto más pertinente cuanto que los populismos, en sus diversas variantes, tienden a consolidarse como fuerzas políticas autónomas y relevantes en las democracias europeas.

Por ello son especialmente de agradecer contribuciones analíticas como la de José Luis Villacañas, sigue diciendo, ya que el autor no hace misterio, desde las primeras líneas de su opúsculo, de sus fuertes reservas hacia el fenómeno populista y de su compromiso con un paradigma republicano que bosqueja como su alternativa natural. Esta posición crítica no le impide «tomarse en serio el populismo», como anuncia desde el inicio del libro, y emprender, consecuentemente, un recorrido razonado por sus entrañas intelectuales.

I. El populismo, reacción y radicalización de la dinámica liberal-democrática.

Una de las dificultades más notorias al enfrentarse al fenómeno populista es la relativa falta de originalidad de sus rasgos visibles más sobresalientes, añade, continúa. En las sociedades democráticas avanzadas, la práctica totalidad de elementos que forman la fenomenología básica del populismo (la extrema simplificación del debate político, el discurso maniqueo entre un «ellos» y un «nosotros» irreconciliables, la fragmentación del discurso en función de las audiencias, el manejo de un mensaje político deliberadamente impreciso y metafórico, fuertemente marcado por las técnicas de comunicación, la priorización de los resortes emocionales, identitarios y sentimentales sobre el contraste racional de argumentos) suelen estar ya presentes, de la mano de los actores políticos tradicionales, en el paisaje político que asiste a su emergencia y ascenso.

Villacañas reconoce esta dificultad y extrae de ahí el hilo que sigue a lo largo del ensayo, continúa. Cuando el populismo adquiere una expresión política autónoma, con capacidad para poner en riesgo el dominio de los actores políticos tradicionales, sus resortes más perniciosos llevan ya tiempo operando en el paisaje político; éstos son indicativos (como síntomas o como causas, según el análisis) de un proceso de erosión institucional y crisis orgánica del que los partidos clásicos son, cuando menos, corresponsables. Por ello la reacción primaria contra el populismo, que incide precisamente en esos aspectos y en el riesgo que éstos suponen para la calidad del entramado institucional y democrático, suele ser ineficaz. Por eso, también, las descripciones exclusivamente fenomenológicas del populismo (por los rasgos superficiales que muestra su articulación política) resultan poco convincentes.

Esta dificultad para capturar la singularidad populista a través de los rasgos primarios de su manifestación política, señala, se une a la diversidad de escenarios y contextos en los que se ha asistido a una formación populista. Ernesto Laclau ya da buena cuenta de esta heterogeneidad, y de las insuficiencias de los intentos tradicionales de caracterización, en la primera parte de La razón populista. De forma más esquemática, Villacañas ilustra este mismo hecho estudiando en profundidad una de las aproximaciones convencionales más populares al populismo, la que realiza el historiador Loris Zanatta en El populismo. Aunque su crítica a Zanatta es discutible en algunos aspectos (véase la sección IV, infra), ejemplifica las limitaciones de un enfoque que, de forma simplificada, tiende a presentar el populismo en términos de reacción antipolítica contra las crisis sociales de modernización.

Villacañas, dice, señala acertadamente (pp. 46-47) el carácter parcial, y por ello potencialmente engañoso, de este enfoque, y ensaya a lo largo de su opúsculo una aproximación más efectiva y más comprensiva, que acaba precisando la intuición de que el populismo es tanto una reacción como una radicalización de ciertas dinámicas que dominan desde hace décadas la evolución de las democracias liberales, sobre todo en sus dimensiones socioeconómicas (en la reacción) y políticomediáticas (en la radicalización). Estas dinámicas pueden leerse como una degeneración del modelo democrático, al menos examinado en las coordenadas del republicanismo clásico, pero esta degeneración no es ni «patológica» ni «meteorológica» (es decir, no se debe a factores exclusivamente exógenos), en el sentido en que habitualmente se presenta el fenómeno populista: están intrínsecamente ligadas a las condiciones y las restricciones en que operan las instituciones de las democracias liberales.

II. El populismo como parte de la secuencia neoliberal.

Esta tesis, señala más adelante, es probablemente la contribución más relevante del ensayo. Aunque en el momento actual ya no tiene sentido discutir qué tipo de sociedades democráticas son inmunes al populismo (porque éste se halla presente en la práctica totalidad de las democracias occidentales, y en particular en las europeas), sí cabe examinar los factores que se correlacionan con una mayor o menor presencia populista. La narrativa liberal antipopulista tiende a presentar el populismo como un cuerpo extraño al de la política democrática convencional, liberal-democrática. Pero el populismo prende menos en sistemas institucionales sanos, en un sentido republicano, y más en los frágiles; y su ascenso tampoco reacciona mecánicamente ante la magnitud de la crisis económica y social (desconectada de la configuración institucional), aunque ésta sea tan grave como la que está sufriéndose en Europa. En este terreno, la noción gramsciana de «crisis orgánica», que se produce a la vez en el interior y en el exterior del Estado (también en su sentido gramsciano más amplio, esto es, incluyendo sus aparatos «duros» y las esferas de sociedad civil ligadas al consentimiento «blando»), captura mejor las condiciones en que es fácil que se produzca una construcción populista. Villacañas asume aquí en parte el autorrelato populista, e inscribe su emergencia en una secuencia más larga en la evolución de las democracias liberales, de la que la fase «populista» es la continuación lógica de una fase previa marcada por la erosión de los vínculos comunes (sociales) y el despliegue del programa político neoliberal, marcado por el desmantelamiento de los Estados del Bienestar. La argumentación de este último extremo es más bien esquemática y merecería un desarrollo más amplio y más detallado del que ofrece el ensayo, pero la tesis es atendible: hay una continuidad entre la espiral de despolitización y tecnocratización que han sufrido las democracias europeas en las últimas décadas, marcada por una separación creciente entre los ámbitos de la gestión y de la confrontación política-electoral propiamente dicha (o, si se prefiere, por la exclusión de un número creciente de asuntos del debate público, ya sea por su cesión a instancias superiores –europeas, internacionales– o por su ingreso en el consenso silencioso entre los grandes partidos tradicionales y sus elites), y la promesa de repolitización en la sociedad liberal que realiza el populismo en un contexto de (creciente) fragilidad «orgánica».

Otra cuestión, dice a continuación, es si esa promesa populista puede mantenerse o está condenada, por su propia naturaleza, a incumplirse; es decir, si es posible repolitizar en las condiciones de la sociedad neoliberal. Villacañas sostiene convincentemente que no, precisamente por las restricciones (neo)liberales que el populismo asume en su propio planteamiento, y de esa impotencia surge el interés del populismo político por la ocupación del espacio mediático, el control de la información y la hegemonía cultural y de lenguaje, que en ocasiones parece más tributario de Humpty Dumpty («Cuando uso una palabra [...] significa lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos. [...] La cuestión se reduce a quién manda, y eso es todo») que de los análisis y conceptos de Gramsci que se manejan con asiduidad.

III. Repolitización en el marco liberal.

Al margen de su (in)capacidad para honrarla, señala, es ilustrativo examinar más detalladamente esa doble promesa populista, que incluye la repolitización contra la deriva tecnocrática, pero también la profundización en algunos de los rasgos principales de la configuración liberal (o neoliberal) dominante. Villacañas explora esta dualidad apoyándose en dos de los presupuestos fundamentales del diagnóstico y la propuesta política populista: la constatación radical de que no existe una realidad social compartida, por un lado; y la reivindicación del conflicto como constitutivo de la democracia, por otro.

1. La realidad social no existe.

La teoría social populista, sigue diciendo, niega la existencia de cualquier estructura social objetiva. Ello le lleva, en primer lugar, a negar la existencia de las clases sociales; algo que constituye, tal y como señala Villacañas, su punto de divergencia básica con el marxismo y con las ideologías que son más o menos deudoras de su modelo social (incluida la socialdemocracia). Pero también supone la negativa del populismo a establecer jerarquías o prioridades entre las demandas sociales insatisfechas, que, sin embargo constituyen la unidad básica sobre la que construye su propuesta política. En la teorización de Ernesto Laclau, el populismo se orienta a la construcción de un «pueblo» homogéneo a partir de una multiplicidad social desestructurada, y para ello se apoya en la articulación de una «cadena equivalencial de demandas insatisfechas», todas ellas asociadas/proyectadas en un mismo «pueblo» que las representa a todas sin concretarse en ninguna. Pero, puesto que no hay ningún orden objetivo posible entre las distintas demandas, la relación de las demandas entre sí y con la «cadena equivalencial» (incluida su inclusión/exclusión) es coyuntural y oportunista, sujeta a las necesidades operativas de la construcción populista. No hay ninguna precisión conceptual «fuerte», en el planteamiento laclauiano, sobre el tipo de demandas que pueden incluirse o no, y con qué relevancia, en la «cadena equivalencial» populista, algo que tiene que ver con la flexibilidad ideológica de su articulación política en cada momento.

Esta falta de estructura social, comenta, y esta renuncia a jerarquizar las distintas demandas presentes en la sociedad de partida resultan contrarias a las motivaciones e intuiciones más elementales de la izquierda democrática clásica, históricamente construida en torno al valor social del trabajo y la demanda-ideal de emancipación. Pero, en cambio, resultan perfectamente subsumibles en los presupuestos filosóficos del modelo social liberal (neoliberal), individualista e igualmente agnóstico respecto a las demandas circulantes. La propia idea de la «cadena equivalencial» formada por demandas distintas y no necesariamente afines, sin mayor relación entre sí que su común inclusión en un imaginario impreciso de «pueblo», tiene su correspondencia en el sistema político-mediático neoliberal en una oferta política cada vez más diseminada, estructurada en partidos de contornos cada vez más imprecisos, para los que (casi) toda demanda vale (catch-all) mientras se articule a través de sus propias estructuras.

Villacañas, dice, identifica atinadamente aquí uno de los ámbitos de coincidencia entre la perspectiva populista y neoliberal: ambos comparten la misma apreciación de anomia social. Discrepan, eso sí, en sus objetivos políticos: el populismo se interesa por la construcción política de una comunidad «popular» homogénea que el neoliberalismo tiende a evitar. Ante esa ausencia de un suelo social común y objetivo sobre el que construirlo, el populismo apuesta por una construcción de homogeneidad exclusivamente discursiva, de la que se deriva una concepción de la política dominada por su dimensión comunicacional. Esto no es, a priori, especialmente afín a la teoría política del liberalismo, pero sí convierte al populismo en un actor «nativo» en la configuración mediática propia de las sociedades neoliberales avanzadas, marcada por la importancia creciente de los medios de comunicación de masas (nuevos y tradicionales), sus códigos, sus prioridades y su capacidad para marcar una agenda propia cada vez más autónoma de la realidad social. Una evolución que tiende a convertir los espacios de deliberación y debate público, tanto en el interior de las instituciones como entre actores políticos y sociedad civil, en dominios cada vez más canibalizados por las técnicas de marketing y comunicación política. No es de extrañar que la estrategia populista, diseñada precisamente para operar en un primer tiempo desde esos escenarios, desborde a los actores políticos tradicionales en los propios terrenos mediáticos en los que se había asentado su hegemonía.

2. La política es conflicto y emociones.

El populismo académico, señala, presenta otras aportaciones significativas sobre la concepción de la política que Villacañas aborda con detenimiento en su ensayo. El papel de las emociones y la centralidad de la conflictividad, especialmente, son aspectos en los que la teoría populista se separa sensiblemente de otras grandes tradiciones (la liberal, pero también la republicana, ambas ligadas a concepciones «sustantivas» de la política en las que hay implícito un Estado ideal final, en el que los conflictos han podido ser satisfactoriamente resueltos) y se ajusta de manera más realista a la política observable en las sociedades liberal-democráticas contemporáneas, con mayor o menor vocación republicana. Villacañas reconoce y señala este acierto en una observación que contraría al mainstream antipopulista.

De nuevo, continúa, se impone distinguir aquí entre el análisis que realiza el populismo académico, más atinado que sus homólogos liberales y republicanos, y las consecuencias de este análisis para el populismo político «en acción», que tiende a agravar y capitalizar –y no a corregir– los rasgos conflictuales y emotivos de toda dinámica política (y que, en condiciones de normalidad orgánica, pueden ser disimulados por las superestructuras liberales o republicanas).

Las implicaciones prácticas de esta centralidad conflictual, dice más tarde, y los riesgos que éstos suponen para la democracia, se abordarán más adelante (sección V). Respecto a la vertiente académica, la politóloga belga Chantal Mouffe, madrina intelectual de Podemos y también relacionada con los movimientos contestatarios franceses de Nuit debout, es quien ha profundizado más en la necesidad democrática del conflicto: en una de sus obras, alerta precisamente contra la «ilusión del consenso» (tanto liberal como republicana), esto es, sobre los riesgos de orientar la construcción institucional y las expectativas políticas en la estabilización de un consenso que, según ella, es necesariamente artificial y excluyente. En cierta manera, la quiebra del consenso tácito neoliberal-tecnocrático en el que han convergido en las últimas décadas las políticas de las principales familias ideológicas europeas (socialdemócratas y liberal-conservadores) parece confirmar la validez de su advertencia. En España, es obligado admitir que el populismo podemita fue la forma política a través de la cual la sociedad española pudo introducir en el debate político, sobre todo en un primer momento, diversas cuestiones que habían sido tácitamente orilladas por el bipartidismo dominante y empaquetadas en un cuestionable sucedáneo de «consenso», un sucedáneo que tiene más que ver con la indiferencia (de amplios sectores de la población, en condiciones de relativa estabilidad económica y social), con la impotencia (de elites o instituciones, para abordar un debate o para explorar alternativas) o con la invisibilización mediática (de los asuntos polémicos) que con la articulación de un verdadero acuerdo. Villacañas parece sugerir aquí, aunque el desarrollo de esta idea queda más allá del alcance del ensayo, que un republicanismo cívico capaz de encarnar una alternativa plausible al populismo debería ensanchar los márgenes de la discusión nacional y abordar la reconstrucción de un espacio sustantivo de disenso, deliberación y conflicto (democrático) para ser viable, sin ceder a la tentación tecnocrática ni a la fantasía consensual, realmente antipolítica, por la que se han deslizado las democracias europeas bajo presión neoliberal en las últimas décadas. En un contexto marcado por la transferencia de poder político de los viejos Estados europeos a los ámbitos de decisión comunitaria, esto sólo puede pasar por la consolidación de una verdadera democracia efectiva (y no exclusivamente «representativa», en su sentido teatral) de dimensiones europeas, en la que puedan abordarse y tomarse decisiones sobre las cuestiones en las que el nivel Estato-nacional y sus instituciones ya son inoperantes y sólo pueden tener un papel, a la medida del proyecto populista, exclusivamente comunicacional, de mera «visualización» de posiciones.

IV. Populismo, nación y pueblo.

Uno de los pasajes en los que la argumentación de Villacañas resulta más matizable, nos dice, corresponde a la discusión sobre la relación entre populismo, nación y nacionalismos, que es de lo que tratábamos en mi entrada de ayer. En parte, por la relativa ambivalencia del concepto de nación (y de sus derivados) que maneja el texto. Así, Villacañas empieza afirmando que «el populismo no es nacionalismo» (sección 6, p. 55); algo más adelante insiste, de manera algo confusa, en que «el populismo no es nacionalista, pero supone el pensamiento de la nación» (sección 7, p. 69). En ambas consideraciones subyace una distinción entre el concepto de «nación», asociado a una «soberanía originaria», y la noción populista de «pueblo», que descansa sobre una soberanía «construida» hegemónicamente. Villacañas introduce esta distinción tras su lectura de Zanatta (sección 2, p. 25), cuya caracterización del populismo asimila, precisamente, las nociones de «pueblo» populista y de «nación» esencialista. Aunque el matiz puede ser atendible desde el punto de vista conceptual, no puede ignorarse que ambos conceptos (la «nación originaria» y el «pueblo en construcción» permanente) aparecen indisolublemente ligados en cualquier nacionalismo militante, en el que la apelación a una esencia «originaria», de carácter esencialmente mitológico, convive sin problemas, pese al contrasentido lógico que supone, con la necesidad estratégica de una «construcción nacional» que es plenamente hegemónica: pueblo (construido) y nación (originaria) forman, en esta configuración, anverso y reverso de un mismo tipo de concepto identitario-comunitario que puede reconocerse en la construcción tanto populista como nacionalista.

Eso no significa que sean exactamente lo mismo, dice. En la construcción populista, como bien señala Villacañas –y es un elemento central del populismo à la Laclau–, el contorno específico del «pueblo» nunca es delimitado de forma precisa y definitiva: se relaciona metafóricamente con la cadena equivalencial de demandas sociales no satisfechas, lo que le dota, al menos en un primer tiempo, de una gran flexibilidad y capacidad para concentrar todos los malestares y hacerlos políticamente operativos. Pero esa negativa a trazar el perímetro del «pueblo» no significa que el populismo renuncie a invocar (de nuevo, en una operación discutible desde un punto de vista lógico, pero aceptable en el plano de representación autónoma en el que opera el discurso populista) la «soberanía originaria» de ese pueblo de fronteras móviles. La presencia implícita, nunca concretada, de esa «esencia» originaria se percibe bien en el propio storytelling populista, que suele estructurarse en la forma de un pueblo armónico sometido a una agresión exterior que lo oprime/infiltra; la memoria mítica del «estado anterior» originario es el elemento que se invoca para movilizarse alrededor del proyecto político presente. En este sentido, Villacañas tiene razón al afirmar que «el populismo no es nacionalismo», pero a ello cabe añadir que el nacionalismo (esto es, una articulación de la nación en términos étnicos o lingüístico-culturales) sí es una forma o un caso particular de populismo (una idea identitaria de pueblo), y que el «pueblo» populista, sin ser equivalente a la nación nacionalista, sí puede leerse como una generalización de ésta, que sufre la misma tensión entre la evocación mítica «originaria» y la necesidad de construcción permanente. La diferencia, apreciable pero no central en términos operativos, reside más bien en la presencia de elementos «objetivos» explícitos (lengua, territorio, religión, etnia) en la formulación nacionalista, que están cuidadosamente sobreentendidos (pero que no son repudiados en general, y se explicitan abiertamente en los populismos «de derechas») en la construcción populista.

Este es un punto de importancia capital en la argumentación, nos dice, y la discusión correspondiente se beneficiaría de una desambiguación del término «nación» que se maneja en el texto de Villacañas (sección 6). La distinción pertinente, aunque puedan oponérsele toda clase de prevenciones y pueda argumentarse (convincentemente) que es, también, conceptual y no histórica, es la clásica de Ernest Renan entre nación cívica (o república, estructurada en instituciones) y nación étnica (o pueblo identitario); esta última noción unifica la forma populista y nacionalista de relacionarse con la colectividad política, ambas igualmente problemáticas en su relación con el pluralismo político que sí es inherente a la nación republicana. La nación que Villacañas define como «máquina institucional» y «formación de instituciones diferenciadas» (p. 55) responde indudablemente al modelo republicano, pero la capacidad de éste para atender diferenciadamente las demandas sociales sufre ante una configuración nacionalista (identitaria) de la nación. Así puede observarse en algunos países del este de Europa, donde el discurso identitario ha alcanzado la hegemonía y las garantías institucionales republicanas se han subordinado ante otras consideraciones, ya sean de factura inequívocamente populista (la autoridad del líder carismático para disolver o doblegar contrapoderes) o nacionalista (la preservación de la homogeneidad étnica, lingüística o religiosa de la comunidad nacional, por ejemplo).

Se impone, pues, nos dice, una cierta clarificación: no es exacto sostener (siguiendo el argumento del libro) que al populismo le falte espacio cuando opera «una idea de nación». Eso depende de cuál sea la «idea de nación» en cuestión, porque no todas ellas sirven para neutralizar al populismo, ni resultan hostiles a la construcción populista. Sólo cuando la idea de nación vigente está asociada a una institucionalidad satisfactoria, es decir, cuando impera un modelo de nación suficientemente cívica/republicana, el margen de recorrido populista se reduce apreciablemente. Y viceversa: en sociedades marcadas por institucionalidades frágiles, condicionadas por imaginarios de nación étnica o, más en general, ideologías identitarias, nacionalistas o esencialistas de cualquier tipo, la estructura social e ideológica del populismo puede desplegarse y arraigar con mayor facilidad.

V. Riesgos del populismo.

La tensión entre populismo, democracia e institucionalidad liberal-democrática es otro de los centros de interés del ensayo. señala más adelante. Villacañas sostiene –y, al hacerlo, rebate uno de los excesos más obvios de cierto discurso antipopulista convencional, al menos ateniéndose a la nación arendtiana de totalitarismo– que el populismo de Laclau no es totalitario, pero sí agrava la degradación institucional de la democracia contra la que reacciona. Y es así por razones estructurales.

En efecto, dice, las condiciones necesarias para la construcción y pervivencia del «pueblo» populista (permanente movilización de las masas, escisión emocional amigo/enemigo, liderazgo carismático como sublimación de la cadena equivalencial, que encarna sin resolver todas las demandas insatisfechas), que son las condiciones mismas de reproducción del populismo como vector político, son incompatibles con el funcionamiento pleno de una institucionalidad republicana consolidada, porque chocan frontalmente con varias de sus precondiciones (separación de poderes, especialización y neutralidad institucional, rendición de cuentas a la ciudadanía, reconocimiento y protección del pluralismo político e informativo). La propia hostilidad populista hacia formas institucionales estables, su alergia estructural a los contrapoderes y su preferencia (compartida, como atinadamente señala Villacañas, con el totalitarismo) por la forma política de un «movimiento» de masas perpetuamente movilizadas, somete al conjunto de la sociedad a un estrés y una presión que erosionan apreciablemente la calidad de la democracia posible bajo su hegemonía. Una calidad que se ve aún más empobrecida por la tendencia populista al control de la información, de su circulación y de su expresión, que deriva directamente de su concepción de la política a la vez como objeto fundamentalmente discursivo, por un lado, y como espacio de conflicto y demarcación entre un «ellos» y un «nosotros» irreductibles, por otro.

No es, en ese sentido, señala, un planteamiento totalitario, sino de base democrática, en el sentido laxo de sumisión a una forma de consent y apertura a alguna forma de participación popular. Opera, eso sí, en las fronteras del espacio democrático y, típicamente, en contextos de «crisis orgánica» de la forma liberal-democrática. Pero la democracia que aspira a liderar, despojada de buena parte de las garantías y las salvaguardas que protegen las libertades y las condiciones de deliberación en las sociedades republicanas, es una democracia plebiscitaria y antirrepublicana, cuya legitimidad última reposa, como toda la construcción populista, en la vitalidad de la escisión fundamental, sentimental e identitaria, entre la fracción populista hegemónica y el resto de la ciudadanía, en su capacidad de intimidación más o menos explícita a los discrepantes, y en la que las condiciones de participación política, sin ser nulas, están estructuralmente desequilibradas a favor del nuevo oficialismo. El nivel de tensión social que este planteamiento requiere e inyecta en la sociedad, y el rechazo a dinámicas de estabilización y especialización institucional que, como señala Villacañas, disolverían el potencial populista, condena a la democracia populista a convertirse en una democracia de minorías («vanguardias», se diría en otro tiempo) movilizadas en torno a un líder sin más contrapoder que los límites de su propia capacidad de convocatoria: una democracia al descubierto, expuesta al «golpe de Estado permanente» del que acusaba François Mitterrand a Charles de Gaulle durante el tránsito de la Cuarta a la Quinta República francesa.

Villacañas, nos dice, acierta al desautorizar la identificación, excesiva y apresurada, entre populismo y totalitarismo. Pero aquí resulta conveniente ampliar el contorno de la discusión: en tanto que forma política, y precisamente por su protagonismo en momentos de crisis orgánica, el populismo no es necesariamente estable (en ese sentido, se ha hablado del «momento» populista) y, como tal, puede mutar (aunque también puede permanecer en su forma populista) en direcciones distintas. Puede derivar hacia una construcción institucional nueva de carácter republicano: con algunas cautelas, y volviendo al ejemplo francés evocado en el párrafo anterior, podría considerarse que la Quinta República francesa, principal legado de esa variante francesa del populismo que fue el gaullismo de la posguerra (y cuya secuencia histórica, marcada por el colapso orgánico de la Cuarta República parlamentaria, encaja con notable fidelidad en la secuencia-tipo que presenta la teoría populista), es una buena muestra de ello. Pero la excepcionalidad, la provisionalidad (deliberada) de su estructura discursiva y la concentración del poder que le es propia lo vuelve también particularmente propenso a derivar hacia un estadio autoritario (esto es, en el que el poder se haya emancipado de la sanción democrática) más o menos virulento, tal y como muestran diversas experiencias latinoamericanas, experiencias que están en la base de la teorización laclauiana y, a través de ésta, de la práctica de Podemos en España.

VI. De la crítica populista a la alternativa republicana

La irrupción de Podemos, continúa diciendo, como formación nacional-populista autónoma, y con aspiraciones creíbles de convertirse en hegemónica en la izquierda española, vuelve especialmente pertinente la apertura de un debate y un análisis sosegado sobre el populismo, sus ambiciones, su proyección y sus posibles efectos sobre la evolución de la democracia y de la izquierda española. Sobre todo, porque el panorama parece dirigirse hacia una coexistencia duradera de dos ofertas nítidamente diferenciadas en el seno de la izquierda, una de ellas de carácter explícitamente populista.

El breve ensayo de José Luis Villacañas entra de lleno en este debate, indica. A contracorriente de cierta vulgata antipopulista, Villacañas sostiene que el fenómeno populista es indisociable de la deriva «neoliberal» de las democracias europeas. En particular, de la espiral de despolitización aguda que sufren, de la que el populismo es a la vez expresión de rechazo y síntoma. Como un espejo deformante, viene a decir Villacañas, el populismo amplifica y capitaliza un buen número de rasgos inquietantes que ya estaban presentes en los escenarios políticos neoliberales. Pero aunque reacciona contra la despolitización neoliberal, no está en condiciones de corregirla; su efecto es, pese a la sobreactuación discursiva, el de agravarla. En estas condiciones, podría ser que el reflejo deformado de la política neoliberal, proyectada sobre el espejo cóncavo del populismo, contribuyera a elevar la exigencia cívica y republicana no sólo ante el populismo explícito, sino también ante los micropopulismos implícitos, ambientales, que han dominado el escenario político prepopulista en España y en otros países europeos, erosionando la credibilidad de los entramados institucionales hasta no hace tanto, sin causar la menor extrañeza. Esa parece ser la esperanza de Villacañas, cuya argumentación desemboca en una reivindicación del republicanismo cívico como única alternativa posible tanto al populismo como a la deriva «neoliberal» en la que éste se desarrolla y progresa.

El republicanismo que se vislumbra al final del ensayo, concluye su artículo, debería orientarse tanto a la valorización del pluralismo político y la elevación de la calidad del debate público como al ensanchamiento del espacio de discusión y decisión democrática, desbordando los límites de un Estado-nación que ya no es operativo en el mundo globalizado y asumiendo un horizonte que, en el caso español, sólo puede ser europeo. Pero esto, que es la estación término del trayecto que propone Villacañas, es «naturalmente otro tema», por retomar sus palabras de cierre. En realidad, es el necesario punto de partida de una reflexión sobre republicanismo, izquierda y democracia, o, si se prefiere, de una izquierda republicana con vocación de alternativa tanto a la derecha neoliberal como a la neoizquierda populista. Una reflexión que tiene que superar, integrándola, la (necesaria) crítica al populismo y aventurarse a ofrecer soluciones más pertinentes para los problemas –acuciantes– de los que da testimonio su ascenso en las sociedades democráticas europeas.



Mitin populista en Francia



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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Entrada núm. 3014
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[Humor en cápsulas] Para hoy martes, 8 de noviembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 7 de noviembre de 2016

[Historia] ¿Comprender el nacionalismo?, ¿por qué tendría que hacerlo?



La diosa Clío, musa de la historia


Decía Hannah Arendt, y cito de memoria, que hay que pensar para comprender y comprender para actuar... Hace unos semanas le comentaba a una buena amiga, hablando de los nacionalismos "periféricos" españoles (eufemismo para definir a los independentistas), esos que ahora, de repente, parece "comprender" mejor el exsecretario general socialista Pedro Sánchez, que mi antinacionalismo era más visceral que racional. Su respuesta, sensata, fue que me gustaran o no, los nacionalismos y los nacionalistas estaban e iban a seguir estando ahí, donde están ahora.. Vale, lo acepto; pero sigo detestándolos: a los nacionalismos periféricos, a los étnicos, a los identitarios y, quizá, aunque no esté muy seguro, hasta al nacionalismo español. ¿Por qué? Pues no lo sé, con sinceridad, pero no puedo con ellos, sobre todo cuando se autoreivindican como ombligos del mundo. A pesar de todo intento comprenderlos aunque no me gusten, pero hasta ahora reconozco que sin mucha fortuna. Ni siquiera a pesar de la recomendación de mi admirada Hannah Arendt de pensar para comprender.

El profesor Josep M. Fradera, catedrático de Historia Contemporánea e investigador ICREA en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, publicaba en el último número de Revista de Libros una reseña crítica del libro Dioses útiles. Naciones y nacionalismosdel también reputado historiador José Álvarez Junco. 

Para mí, con todos los respetos para los que piensen lo contrario, considero que el nacionalismo (y el populismo, que será objeto de mi entrada de mañana martes), son los cánceres que corroen Europa y el futuro de los europeos. Por eso no me gustan; por eso los detesto.

Si alguien ha influido en nuestra comprensión del nacionalismo español contemporáneo, dice el profesor Fradera al inicio de su reseña, éste es sin duda José Álvarez Junco. Tras una fructífera trayectoria estudiando movimientos sociales como el republicanismo o el anarquismo en trabajos de gran mérito, como el de sobra conocido que dedicó a Alejandro Lerroux o los anteriores sobre la ideología y cultura del anarquismo español, Álvarez Junco nos entrega ahora un nuevo libro sobre la nación y el nacionalismo en España y en el mundo. En este sentido, Dioses útiles es una nueva aportación sobre un fenómeno sobre el que el autor ya sentó cátedra para un caso particular con Mater Dolorosa (2001), una contribución esencial a la historia de la formación nacional española en el siglo XIX. Casualidades de la vida, quien firma esta reseña ya escribió también en Revista de Libros la correspondiente a aquella obra. Ahora, quince años después, me corresponde comentar una nueva entrega del autor, la puesta al día de sus ideas acerca de la formación nacional y el nacionalismo, pero esta vez no sólo en España, sino como problema general y en el mundo. Una apuesta arriesgada que Álvarez Junco resuelve de manera muy satisfactoria, con claridad, concisión y buen estilo.

El esquema del libro, sigue diciendo, es fácil de compendiar. Incluye cuatro partes muy distintas que se entrelazan en una narración sostenida hasta un final que, para mí, no es tal, puesto que el libro merecía una reflexión de conjunto. Conociendo la capacidad polémica del autor, se echa en falta una reflexión final sobre los usos y abusos de aquellos «dioses útiles» en el debate político y constitucional contemporáneo, en particular en el español, un debate en el que Álvarez Junco participó activamente en fecha todavía reciente. Pero volvamos al esquema del libro. La primera parte es un ágil resumen acerca de las maneras en que es pensado el nacionalismo desde las ciencias sociales. En la segunda se analizan algunos casos particulares de construcción nacional, naciones y nacionalismos europeos y no europeos, desde los ejemplos de Inglaterra, Francia, Alemania y España hasta las periferias europeas, como el imperios de los zares y el turco-otomano y, finalmente, los casos de las colonias europeas en América, empezando por los Estados Unidos y siguiendo con las antiguas colonias de los dos países ibéricos. La tercera se concentra en el caso español, en el que Álvarez Junco es un reputado especialista, como ya se ha dicho. La cuarta y última parte se dedica a otros nacionalismos en España, a «identidades alternativas a la española», porque así se formula en el libro.

Esta división del libro en cuatro grandes capítulos, añade, es coherente con ideas defendidas por el autor a lo largo de su trayectoria precedente. En este sentido, no creo ser injusto si trato de sintetizar el esquema interpretativo de Álvarez Junco a costa de muchos matices del modo que sigue. El énfasis de la argumentación se sitúa en la capacidad de los grupos dirigentes de cada uno de los casos analizados para tejer –con la ayuda, por lo general, de las cohortes eclesiásticas o intelectuales del momento– un conjunto de referencias, símbolos y lenguaje de lo nacional para legitimar así, dar cohesión, al marco esencial de soberanía contemporánea, que no es otro que la «nación». Donde antes se imponía el culto a la monarquía o dinastía, ahora se impone el culto a la nación, con rituales cívicos que, inaugurados con entusiasmo en el París revolucionario, se reproducirán con menor carga revolucionaria pero idéntica intención por Europa y el mundo en el momento en que la vieja legitimidad cede el paso al nuevo culto colectivo. Este esquema debe mucho a un momento decisivo en las ciencias sociales: el conocido viraje del año 1983 de la mano de libros seminales de Eric Hobsbawm, Ernest Gellner y Benedict Anderson. Con matices y diferencias notables entre ellos, los tres autores citados entendieron la nación y el nacionalismo como un fenómeno contemporáneo, congruente con la política de masas y la quiebra de los valores tradicionales que sustentaron a las monarquías de antaño. Esta simple afirmación desafiaba de partida la sólida estructura de las historias nacionales, una visión retrospectiva sólidamente establecida desde el siglo XIX que permite interpretar cualquier dato del pasado en el marco de una teleología que conduce de manera inexorable a la nación. Es la suma de esta determinación derivada del pasado presentado de esta forma y su representación en símbolos artísticos y literarios, en rituales repetidos una y otra vez –el plebiscito cotidiano en detrimento de la veracidad histórica al que se refirió Ernest Renan–, la que concedió y concede legitimidad en las sociedades contemporáneas. Una legitimidad, importa señalarlo, inédita hasta muy tarde en el siglo XVIII. Es el nacionalismo el que articula a la nación y no a la inversa, como podría suponerse si esta fuese algo dado, un constructo aportado por antepasados que le dieron forma sin apenas proponérselo. La paradoja que explicita con toda razón Álvarez Junco radica en la impermeabilidad de la cultura de la nación y los nacionalismos en presencia de la crítica modernista de la nación y de la falaz presentación de sus precedentes, la pertinaz defensa y reinvención constante de las historias nacionales como marco de conocimiento ineludible del pasado, al que otras facetas del mismo deberán doblegarse para ser fagocitadas en su seno. En este punto, Dioses útiles muestra con su existencia misma la pertinencia del esfuerzo sostenido del autor, la paradoja de un rigor hermenéutico que se sabe de entrada derrotado en el espacio cívico. Volveré sobre este punto.

El paso inexorable de los años, continúa diciendo, permite apreciar tanto la trascendencia de la desmitificación que se propone como las insuficiencias manifiestas de lo que convino en conocerse como teoría modernista de la nación y el nacionalismo. Algunas de ellas pueden detectarse en el libro que comentamos. Mencionaré tres limitaciones, a mi parecer, del modelo explicativo que propone el autor. Por este orden: los problemas de las visiones top-down que se sitúan en el fondo de la interpretación modernista antes mencionada y en la forma en que la plantea Álvarez Junco para su presentación de los casos históricos que maneja con mayor atención; la mala resolución que me parece apreciar, en segundo lugar, del problema de las identidades «nacionales» y «regionales» complejas, aquellas que sintetizan elementos que no son reducibles a una sola identidad operativa y reconocible; finalmente, y en tercer lugar, la nula o escasa percepción de la relación entre formas nacionales e imperiales, puesto que, por más esfuerzos que uno haga para pensar que 1848 fue la primavera de los pueblos, la organización imperial siguió dominando el mundo tras el ocaso de los imperios monárquicos con las revoluciones atlánticas de 1780-1830. La era de las naciones fue al mismo tiempo la era de formación de los grandes imperios mundiales. Uno y lo mismo, aunque este desarrollo en paralelo plantea problemas conceptuales para quienes no disponemos de soluciones contrastadas.

La primera apostilla, dice más adelante, se refiere a la esencia misma del viraje de 1983 al que antes nos referimos. La idea de que las naciones son una construcción que se proyecta desde lo alto de la pirámide social y cultural tiene muchos visos de verosimilitud. Además, la experiencia se lo confirma cada día al estudioso, obligado como está a contemplar el espectáculo ininterrumpido de cada Administración, estatal o regional, por convencer a los propios de la antigüedad y solidez de las referencias culturales y simbólicas que los identifican. Peccata minuta, Otto von Bismarck demostró, sobre la base de las reformas de sus antecesores prusianos Karl Freiherr vom Stein y Karl August von Hardenberg tras la derrota de Jena, que una construcción pensada y planificada desde arriba era viable, incluyendo en ello el sufragio universal masculino. El modelo al que nos referimos no es, por tanto, incorrecto, pero tiene límites: suponer que los receptores recibirán este mensaje con el beneplácito o con la inconsciencia de almas puras. Y, en efecto, si esto podría valer para generaciones de incautos escolares atrapados por el discurso patriótico o religioso imbuido por sus poco escrupulosos tutores o maestros, es un modelo que presenta muchas dudas y no pocas incertidumbres cuando se trata de poblaciones adultas, sometidas a otros estímulos y sujetos a múltiples necesidades. Otro ejemplo en este punto: una excelente historiador de la revolución francesa Peter McPhee mostró cómo los paisanos del Roussillon catalán, en Colliure en especial, seguían y practicaban con entusiasmo y conocimiento los rituales inventados en París a pesar de que sólo los enviados de otros lugares y algún marino entendían la lengua oficial.

Es esta consideración más amplia, señala el profesor Fradera, la que explica los límites de aquel impulso nacionalizador desde arriba, que sin duda existió y que persiste inasequible al desaliento en la tarea de fabricar españoles, franceses, estadounidenses o lo que sea. La misma continuidad de aquel esfuerzo educador, su aparente éxito, muestra también sus límites. La educación patriótica no puede interrumpirse jamás, puesto que esfuerzo tan enorme y repetido no se imprime, como señalábamos, soplando sobre barro virgen: se imprime sobre conciencias receptivas a impulsos múltiples, originados en otras ámbitos de la vida social. Esta consideración puede formularse como paradoja: el arraigo de símbolos e imágenes representativas de la nación se proyectó sobre poblaciones fuertemente movilizadas por razones sociales, reactivas por ello a aceptarlas sin más; al mismo tiempo se proyectó sobre poblaciones en espacios marginales, poco socializadas, lejanas o reacias a los patrones culturales que las vehiculaban. Resulta casi innecesario referirse en este punto al caso francés, donde desde muy pronto el proyecto nacional y ciertas ventajas sociales se dieron la mano, fabricando dinámicas que explican la rápida difusión de la simbología revolucionaria de la escarapela tricolor junto con los árboles de la libertad y demás. En este caso, el problema sigue siendo comprender al mismo tiempo las coaliciones contrarias a aquel proyecto –vandeanos y legitimistas–, comprender su capacidad simbólica blanca y cristológica, refractaria al proyecto nacional que entonces emerge y en el que al final se sumergirá para condicionarlo. El «francés» sujeto nacional no existe, obviamente, hasta muy tarde en el siglo XIX, como muy bien señala el autor, y esto explica la lógica del esfuerzo estatal sostenido, la sostenida violencia simbólica que se ejerció sobre generaciones de individuos cargados de historia y nexos sociales. Sí existió la tradición republicana, apoyada en el uso continuado del capital simbólico acuñado en los años de la Gran Revolución y enriquecido en décadas posteriores por las ventajas sociales –el «pacto republicano», en expresión de Gérard Noiriel– que facilitaron la aceptación del proyecto un siglo después.

Las mismas consideraciones, sigue diciendo, podrían hacerse, con elementos y cronología distinta, para el caso español. Es el caso de los levantamientos de arraigo liberal –las bullangas barcelonesas que, desde el verano de 1835, desbarataron la sucesión monárquica sin cambio político efectivo– y con otros nombres en las grandes ciudades españolas, donde se entremezclan la autonomía popular (el igualmente imaginado «pueblo» de los liberales) y los proyectos sociales y de nación de los liberales en sus distintas expresiones. Es la percepción de proyecto colectivo aquello que da sentido al patriotismo liberal que muchos comparten. Verlo así facilita comprender los ritmos y grados de aceptación de la fabricación simbólica que se propone desde arriba con mayor o menor acierto. Pero Álvarez Junco tiene razón al poner el énfasis en el poder de los símbolos y en el esfuerzo institucional sostenido para convertirlos en referencia colectiva. Es la conexión entre ambos planos –la autonomía relativa de los movimientos sociales y la referencia constante generada por intelectuales y asociaciones de la sociedad civil– el factor que explica los niveles de recepción, aceptación y las variantes de manipulación de símbolos, imágenes y rituales. Y, por la misma razón, sus límites manifiestos en muchos casos.

Vayamos a la segunda cuestión, añade. Las historias nacionales sobre las que Álvarez Junco construye algunas de las mejores páginas del libro pugnan siempre por el valor de la exclusividad. Da grima referirse de nuevo a la teleología implícita en el nos ancêtres les gaulois, por obvia y repetitiva, pero sin duda es esta la base de la educación del sujeto nacional, al que, para más lustre, se le llama «ciudadano», un concepto que, como tal, no aparece hasta muy tarde y tras muchos procesos de reformas. Si afirmamos su teleología básica, entonces se nos plantea de inmediato un problema: identificar la transformación de identidades anteriores sociales o territoriales en aquella superior –la nacional– que se afirma tardíamente y con la artificiosidad implicada en la «invención» de las referencias que le dan sentido y cierta corporeidad. Imaginar que en los mundos precedentes a las sociedades modernas la lealtad monárquica llenaba por entero el espacio social sería una temeridad. La tradición jurídica y las formas de acceso a la propiedad o al uso de los bienes productivos, las mismas estructuras corporativas –gremios y oficios, cofradías y sociedades benéficas, milicias armadas o de vigilancia– y el uso de las lenguas particulares o las versiones particulares de religión y cultura, forjaban sin duda identidad territorial e identidad de grupo. Por esta razón, una de las cuestiones más delicadas de las versiones modernistas de la génesis del nacionalismo contemporáneo es explicar la integración o desintegración de aquellas modalidades asociativas del pasado reciente en la nueva mística de la nación que, para más inri, siempre supone una reclamación de exclusividad por el imperativo de la invocada «soberanía nacional». El problema se torna aún más complejo cuando aquellas formas alcanzaron en el pasado forma de «nación histórica». Olvidemos por un momento la península ibérica y pensemos, pongamos por caso,  en Polonia, como podríamos citar los casos de Escocia o Irlanda. Es esta la cuestión que plantean Timothy Snyder en The Reconstruction of Nations. Poland, Ukraine, Lithuania and Belarus, 1569-1999 (2004) o Larry Wolff en The Idea of Galicia. History and Fantasy in Habsburg Political Culture (2012), cuyo objetivo se sitúa precisamente en explicar el encaje entre el pasado operativo y la lógica nueva de la nación, y de la nación en competencia con otras, en el marco de imperios vecinos con los casos polaco, lituano y ucraniano en el punto de mira. La invención de la nación y de sus referencias básicas no se produce nunca sobre tabula rasa de identidades no sólo sociales, sino nacionales en sentido premoderno. Incluso para el exitoso caso francés –una referencia inevitable–, los trabajos recientes de Anne-Marie Thiesse –citada por Álvarez Junco– sobre las pequeñas patrias y el regionalismo en el hexágono plantean una perspectiva nueva desde la que observar la Gran Nación. No se trata, obviamente, de una lucha de nación contra nación, del darwiniano unas ganan y otras pierden, siempre tan tentador, sino de añadir variables a un proceso que todavía no conocemos bien. En esta delicada cuestión, el matiz importa. Aquello que se refiere a las «naciones históricas», a la identidad local y comarcal, debe ser introducido en el análisis para explicar las razones que condujeron a su asimilación o que forjaron reacciones contrarias duraderas. Lo que sí sabemos es que, en ocasiones, identidades duales, múltiples, ensambladas –se las llame como se las llame– perduraron durante mucho tiempo, a modo de peldaños en la historia de la construcción nacional o coadyuvantes de su fracaso. Ciertamente, un planteamiento de esta índole no puede gustar al nacionalismo grande o a un protonacionalismo en curso, pero no son los idearios políticos los que deben guiarnos en la construcción de los modelos y explicaciones propios de las ciencias sociales. No se trata de historia au-dessus de la mêlée, sí de una historia que debe pugnar por mantener las normas y las reglas del debate científico, su libertad innegociable, en definitiva. Resultaría absurdo hacer reproches a quien más arriesgó para desentrañar las falacias de la historia nacional. Ninguno de nosotros dispone de la solución a estos problemas.

Es curiosa la resistencia de un segmento muy amplio de la historiografía española que se ocupa de estas cuestiones, continúa diciendo, a marginar de una reflexión de conjunto el factor imperial. Álvarez Junco lo introduce de refilón, raramente como un elemento conformador genuino que se entrelaza con los aspectos que hasta aquí hemos tratado. Sobre este punto podrían decirse muchas cosas, pero me limitaré a ofrecer una lista de objeciones que remiten, en última instancia, a Dioses útiles, aunque resultarían válidos para otros muchos excelentes trabajos que sufren de una limitación parecida. La primera objeción cae por su peso. La heredera de pleno derecho de las monarquías de los siglos XVII y XVIII no fue la nación sin más en muchos y relevantes casos: fue la nación con imperio o el imperio con nación en su interior. Fue así en el caso de los grandes ejemplos que se citan: Francia, Gran Bretaña o Inglaterra; Estados Unidos (su expansión continental obligó a complejas operaciones coloniales a lo largo de un siglo, por lo menos hasta 1898, cuando se cierra una primera fase del proceso), Alemania y los países ibéricos. Aquí la cuestión no es el tamaño ni el momento ni el éxito de sus empresas coloniales: la cuestión es el modelo. Vayamos al caso español: si las Cortes de Cádiz apelan a los españoles, es a los de «ambos hemisferios», como de nuevo vuelve a suceder en el Trienio Liberal. Si de algo discuten a mediados de siglo es del problema enorme en Cuba, donde, además, la España nacional que la incluye y excluye al mismo tiempo se enzarza en una guerra de diez años (1868-1878), y de nuevo en otra en los años 1895 y 1898, cuando un proyecto nacional fallido a ambos lados del Atlántico sucumbe a sus propias contradicciones y al empuje o cierre de otro proyecto nacional e imperial genuinamente americano. ¿Cómo podemos seguir discutiendo de la España del siglo XIX como si fuese la del siglo pasado, encerrada (relativamente) en sus fronteras, ajena a la lógica imperial (nacional) que condujo a las dos guerras mundiales? La España del siglo XIX no es sólo una nación, del mismo modo que la Castilla o los reinos de la Corona de Aragón de los siglos XIII al XVIII no fueron sólo reinos medievales sin más, al margen de la enorme construcción imperial que empieza entonces y se sostiene, empequeñeciendo, hasta el siglo XX. Esta última observación puede parecer una concesión a las dedicaciones de quien firma la reseña. No es así.

El fondo del problema, dice más adelante, se encuentra en otro lado. Aquellas identidades subalternas, regionales, primigenias, anteriores a la nación madura, florecieron en el magma que fueron los imperios monárquicos y las naciones con imperio. Su dimensión, el ethos imperial mismo, el divide et impera que los sostuvo durante siglos, abrió una brecha que permitió a escoceses, canadiens, irlandeses, bretones, marselleses provenzales y pieds-noirs, vascos, catalanes y otros tantos, definir sus identidades específicas en la transición a la nación contemporánea. Tampoco en este punto las ciencias sociales han resuelto muchos problemas interpretativos, pero sí han aprendido que el marco de interrogación es más amplio que el que antes encaraban las historias nacionales. En el citado viraje de 1983, el año en que se publicó la compilación The Invention of Tradition, los ensayos de Terence Rangers y David Cannadine (que debe mucho al libro The Sense of Power. Studies in the Ideas of Canadian Imperialism, 1867-1914, de Carl Berger, en el que se sostiene que la renovación del imperio victoriano tardío se origina en sus dominions, en Canadá en particular) pusieron los puntos sobre las íes para una consideración atenta de las conexiones entre el espacio metropolitano de la nación y sus obligaciones fuera. Una referencia más no sobrará en este contexto. Unos pocos años después, en 1989, C. A. Bayly terminaba el prefacio del renovador Imperial Meridian. The British Empire and the World, 1780-1830 con estas palabras: «Por encima de todo, el imperio debe verse no sólo como una fase crítica en la historia de las Américas, Asia y África, sino en la creación misma del propio nacionalismo británico».

Conviene atender a aquellas conexiones si resulta que, además, La Habana, San Juan y Manila (en menor escala) estaban pobladas por españoles que participaron en las experiencias políticas de acomodar el viejo Estado monárquico a las nuevas exigencias de la nación, señala el profesor Fradera. La nación española del siglo XIX es, en esencia, un delicado equilibrio sostenido por el eje Barcelona (Valencia) - Madrid (Valladolid) - Cádiz (Málaga) - La Habana (Santiago). Es en estos nodos donde se decide el futuro colectivo, aquel que después se comunicara y transmitirá a los demás, aquel que se recubre con el manto único de nación española, pero que se interpreta desde realidades muy diversas. No por casualidad, el llamado «incondicionalismo» español que nace en Cuba, en la coyuntura que abre la Gloriosa (1868), es la primera manifestación de exasperación nacionalista, el origen de tantas cosas. Su importancia reside en que, al igual que había sucedido en las guerras carlistas, no sólo se manejan argumentos ideológicos o culturales, sino que se movilizan, además, tropas y recursos para afirmarlos en el terreno de los hechos. Es allí, en Cuba, donde por vez primera se pone en discusión la continuidad de la provincia como ente administrativo perfecto para el control desde arriba, ante el desafío que significa la división multiplicada de la isla. Y es allí donde se discute igualmente la figura autocrática del capitán general/gobernador: militar, por supuesto. La derrota de 1898 no es un acontecimiento más y se sitúa, por ello, en el origen mismo de las elucubraciones sobre la pérdida de «pulso» nacional, de tanta importancia en la cultura española del primer tercio del siglo XX. Hay diferencias que importan: el 1871 francés, la dolorosa derrota de Luis Napoleón Bonaparte, fue ante la gran potencia emergente de la Europa del último tercio de siglo; la española de 1898 fue en la manigua cubana frente a un movimiento descolonizador (con ayuda de Estados Unidos). El «hasta el último hombre; hasta la última peseta» de Cánovas del Castillo, formulado de otra forma en las Cortes, no se refería sólo a mantener unos intereses, sino a mantener la idea misma de integridad nacional construida paso a paso a lo largo del siglo, con España como nación a la vez europea y americana. Era una bofetada anunciada desde el Congreso de Berlín de 1885, en el que, a pesar de estar muy orientado hacia asuntos africanos, España formó parte del grupo de países invitados básicamente a observar. Insisto: la metáfora centro/periferia no sirve para extrapolar lo que sucede en la capital, del centro castellano de la Monarquía al resto. Si la nación como cultura y la soberanía nacional como fundamento político tienen alguna lógica y una fuerza enorme es por su voluntad unitaria y abarcadora: el abrazo del oso. Todos estaban, entonces, en el mismo saco. A no ser que claudiquemos antes las visiones sesgadas y parciales que aportarán los nacionalismos excluyentes del siglo XX.

No es este en absoluto, concluye su artículo el profesor Fradera, el discurso que marca el tono de Dioses útiles, ni la flexibilidad que le permite su concepción modernista, constructivista, del nacionalismo moderno. Una lectura atenta de este libro impide recaer en aquello de que España es una de las naciones más antiguas de Europa o pretender que el destino de los españoles viene marcado por alguna particularidad especial de sus antepasados. Lo mismo valdría para sus competidores peninsulares, tan distintos al parecer y tan iguales en su obcecación. De tanto mito de los orígenes y de tanta invención interesada no queda nada después del riguroso ejercicio hermenéutico que se propone sobre la génesis del nacionalismo contemporáneo, reforzado, además, con el vasto ejercicio comparativo que se incluye para ilustrarlo. Además, nadie podrá acusar al autor de «haberse pasado al moro» o, para el caso, trabajar para otra bandera que no sea la de la ciencia social. José Álvarez Junco nos sitúa una vez más en el lugar preciso en que debemos discutir y razonar desde las capacidades interpretativas propias. Es por ello por lo que, desde una admiración añeja, me atrevo a poner en negro sobre blanco algunas apostillas a esta nueva y brillante aportación del autor de Mater Dolorosa.


Manifestación nacionalista en Canarias



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

Humor en cápsulas] Para hoy lunes,7 de noviembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas.







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