viernes, 25 de noviembre de 2016

[Píldoras literarias] Hoy, con "Gran final", de Adolfo Bioy Casares





La noción de brevedad ronda siempre las consideraciones sobre la minificción de los minirrelatos. Aunque la brevedad no sea, ni con mucho, el único rasgo que es necesario observar en estas brillantes construcciones verbales, resulta lógico que para el lector común, e inclusive en cierta medida para el escritor, resalte de manera especial. 

Fue, en efecto, la primera característica que llamó la atención de lectores y críticos de esta forma literaria: la que primero produjo desconcierto y, a partir de allí, admiración. Ocurre, sin embargo, que tal noción es eminentemente subjetiva. Se puede considerar breve un relato de ocho o diez páginas, pero también lo será uno de un par de páginas, e igualmente, y con mayor razón, algún texto de extensión aún menor, que podremos describir en función de un determinado número máximo de líneas o de palabras, y no de páginas ni de párrafos. 

Pesan en este sentido la tradición de una literatura, y también la implícita comparación -casi instintiva, casi subconsciente- que formulamos con otros textos que conocemos, o bien con lo que se considera cuento o relato en nuestra propia literatura o en una distinta de ella. ¿Habremos de aceptar una categoría nueva, la del microrrelato brevísimo o hiperbreve, aunque el nombre resulte redundante? ¿O bien entenderemos que hay casos en que el escritor extrema alguna de las características que también tienen otros textos de este tipo, y ese hecho es percibido por el lector como un factor de diferenciación? Ustedes deciden. 

Continúo hoy la serie Píldoras literarias con el relato titulado Gran final, de Adolfo Bioy Casares (1914-1999), escritor argentino que frecuentó las literaturas fantástica, policial y de ciencia ficción. Es considerado uno de los escritores más importantes de su país y de la literatura en español, habiendo recibido el Premio Internacional Alfonso Reyes y el Premio Miguel de Cervantes, ambos en 1990. Colaboró literariamente en varias ocasiones con Jorge Luis Borges, y este consideró a Bioy como uno de los más notables escritores argentinos. Fue esposo de la escritora Silvina Ocampo.

Su narración, incluida en la obra Guirnalda con amores (1959) tiene veintiuna palabras y dice así: 


GRAN FINAL

El viejo literato dijo a la muchacha
 que en el momento de morir
 él quería tener un último recuerdo de lujuria.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 25 de noviembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos: Morgan, en Canarias7: Montecruz y Padylla, en La Provincia; Forges, Peridis, Ros y El Roto, en El País; y Ricardo y Gallego y Rey, en El Mundo. Espero que disfruten de las mismas.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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jueves, 24 de noviembre de 2016

[A vuelapluma] Sic transit gloria mundi





Dicen, y pienso que tienen razón quienes lo afirman, que la hipocresía (del gr. ὑποκρισία-hypokrisía: fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan) es el fundamento de la buena educación. Mucha peor prensa, y también lo comparto, tiene el cinismo (del lat. cynismus, y este del gr. κυνισμός-kynismós: Desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables), que parece padre de cosas peores y bastante contrarias a la buena educación

No han estado muy afortunados los portavoces políticos del PP esparciendo responsabilidades y golpeándose los pechos en señal de duelo por la muerte repentina de la senadora Rita Barberá, a quién, como se dice, dos días antes habían negado el pan y la sal tirando balones fuera a la voz de "esa señora ya no es del PP". Seguramente, a pesar de sentirlo, respirarán aliviados ahora que ya no puede declarar nada más ante el Tribunal Supremo.

Pero tampoco han andado muy finos los muchachos de Unidos-Podemos-y-Todas-Las Mareas-Convergentes, negándose a secundar en el Congreso de los Diputados (cosa que si hicieron en el Senado) el minuto de silencio en recuerdo de la senadora fallecida. Parecen olvidar dos cosas fundamentales: 1. Nadie es culpable de nada antes del veredicto de un tribunal; y 2. En democracia no debería haber enemigos políticos, a lo sumo, adversarios. 

A los primeros (el PP) les ha sobrado cinismo; a los segundos (Unidos Podemos) les ha faltado un poco de hipocresía y de buena educación. Que la tierra le sea leve, senadora Barberá. 


Rita Barberá



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[Política] La complejidad de las democracias






Dicen algunos, no sé muy bien si de buena o mala fe, que la democracia es un régimen únicamente posible en sociedades ricas. Me parece una opinión simplista, pero desde luego reconozco que no es un régimen barato. Pagar un sueldo a quienes nos representan, mantener instituciones varias y plurales, convocar y celebrar elecciones periódicamente... Todo eso es caro, sin duda. Y su mantenimiento sale del bolsillo de los ciudadanos. Y encima hay que mantener jefaturas de estado meramente simbólicas, presidentes de gobierno que casi rozan la imbecilidad, ministros incompetentes, políticos venales, jueces comprados, partidos corruptos... 

Tuve un compañero de trabajo, por lo demás una buenísima persona, que decía sin asomo alguno de ironía que lo mejor era un régimen en el que solo uno decidiera lo que es bueno y malo, pertinente o inconveniente, que pensara por nosotros. En fin, uno donde solo cuente la voluntad del líder carismático. Un líder -como decían los apologistas del Caudillo-, cuya luz no se apaga nunca en su dormitorio, siempre en vela, cuidando de nosotros... Yo, evidentemente, me quedo con la democracia, por imperfecta que sea y por cara que nos resulte.

Las democracias son regímenes complejos, dice el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco, profesor invitado en la Universidad de Georgetown y autor de un libro, La política en tiempos de indignación, que ya he comentado en el blog, con anterioridad.

Nuestros sistemas políticos son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, afirma Innerarity, en un reciente artículo en El País. Hay que promover una cultura en la que los planteamientos matizados no sean castigados sistemáticamente con la desatención o el desprecio.

Las democracias son regímenes de escasa previsibilidad, dice al comienzo del mismo. Que pueda suceder lo inverosímil es algo posibilitado por la lógica de un sistema abierto aunque lo paguemos con una vulnerabilidad en ocasiones inquietante. Cuando los estadounidenses eligieron como presidente a George Bush algunos lo saludaron como la posibilidad de que una persona normal llegara hasta allí (alguien que había tenido dificultades con el alcohol y se atragantaba comiendo galletas) y ahora podemos asegurar que la democracia es un sistema tan abierto que puede llegar a ser presidente incluso alguien muy por debajo de lo normal.

Más allá de esta indeterminación, añade, de nuestros sistemas políticos, ¿qué está pasando para que los populistas (si quienes han declarado este término como políticamente incorrecto me permiten utilizarlo) parezcan disfrutar de tantas ventajas competitivas?

Mi hipótesis, sigue diciendo el profesor Innerarity, es que nuestros sistemas políticos no están siendo capaces de gestionar la creciente complejidad del mundo y son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, aunque sea al precio de una grosera falsificación de la realidad y no representen más que un alivio pasajero. Quien hable hoy de límites, responsabilidad, intereses compartidos, tiene todas las de perder frente a quien establezca unas demarcaciones rotundas entre nosotros y ellos, o entre las élites y el pueblo, de manera que la responsabilidad y la inocencia se localicen de un modo tranquilizador. Poco importa que muchos candidatos propongan soluciones ineficaces para problemas mal identificados, con tal de que ambas cosas —problemas y soluciones— tengan la nitidez de un muro o sean tan gratificantes como saberse parte de un nosotros incuestionable.

Las recientes elecciones en Estados Unidos, continúa diciendo, han sido la apoteosis de algo que se venía observando desde hace algún tiempo en muchas democracias del mundo: más que elegir, se des-elige; hay mucho más rechazo que proyecto. Estos comportamientos del “soberano negativo” manifiestan una profunda desesperación: no se vota para solucionar sino para expresar un malestar. Y, en lógica correspondencia, son elegidos quienes prefieren encabezar las protestas contra los problemas que ponerse a trabajar por arreglarlos. Por eso la competencia o incompetencia de los candidatos es un argumento tan débil. Lo decisivo es representar el malestar mejor que otros.

Por supuesto que no basta con estar indignados para tener razón, dice más adelante, ni los llamados “perdedores de la globalización” (o quienes así se llaman sin serlo o sin serlo en exclusiva) tienen una mayor clarividencia acerca de lo que nos conviene; la cólera, tantas veces justificada, no nos exime de hacer análisis correctos y proponer soluciones eficaces. La extrema derecha no es la que está en mejores condiciones de hacer frente a los desarreglos de la globalización sino la que ha ofrecido el relato más verosímil para una buena parte de los enfurecidos. Otra parte ha ido a buscar esa explicación simple en el extremo opuesto, en políticos como Iglesias, Grillo o Mélenchon, a quienes el hecho de compartir la misma lógica que sus siniestros oponentes no parece inquietarles demasiado. No tienen la misma ideología, por supuesto, pero sí la misma lógica simplificadora.

Se equivoca, añade, quien juzga este incremento de los extremismos a partir del precedente de los movimientos antidemocráticos que dieron lugar a los totalitarismos del siglo pasado. A diferencia de aquellos, estos utilizan un lenguaje democrático. Lo que ocurre es que tienen una idea simplista de la democracia y absolutizan una de sus dimensiones. Por eso no haremos frente a esta amenaza mientras no ganemos una batalla conceptual que haga inteligible y atractiva la idea de una democracia compleja. La democracia es un conjunto de valores y procedimientos que hay que saber orquestar y equilibrar (participación ciudadana, elecciones libres, juicio de los expertos, soberanía nacional, protección de las minorías, primacía del derecho, deliberación, representación…). Los nuevos populismos tienen una retórica democrática porque toman uno solo de ellos y lo absolutizan, desconsiderando todos los demás. Se degrada la democracia cuando se absolutiza el momento plebiscitario o cuando entendemos la democracia como soberanía nacional impermeable a cualquier obligación más allá de nuestras fronteras. Si los populismos resultan tan aceptables para sectores cada vez más amplios de la población no es porque haya cada vez más fascistas entre nosotros, sino porque hay más gente que se deja convencer de que la democracia es solo eso. Por esta razón, a tales amenazas en nombre de la democracia, a su mutilación simplista, solo se les hace frente con otro concepto de democracia, más completo, más complejo.

Lo primero que nos enseña un concepto complejo de democracia, enfatiza, es que la democracia es un proceso. Una democracia de calidad es más compleja que la aclamación plebiscitaria; en ella debe haber espacio para el rechazo y la protesta, por supuesto, pero también para la transformación y la construcción; el tiempo dedicado a la deliberación es mayor que el que empleamos en decidir. No se toman las mejores decisiones cuando se decide sin buena información (como el Brexit) o con un debate presidido por la falta de respeto hacia la realidad (como Trump). Tampoco hay una alta intensidad democrática cuando la ciudadanía tiene una actitud que es más propia del consumidor pasivo, al que se arenga y satisface en sus deseos más inmediatos y al que no se le sitúa en un horizonte de responsabilidad.

La implicación de las sociedades en el gobierno, añade, debe ser más sofisticada que como tiene lugar en las lógicas plebiscitarias o en la agregación de preferencias a través de la red; ha de ser entendida como una intervención continua en su propio autogobierno a través de una pluralidad de procedimientos, unos más directos y otros más representativos, donde sea posible rechazar pero también proponer, con espacios para el antagonismo pero también para el acuerdo, que permitan la expresión de las emociones tanto como el ejercicio de la racionalidad.

Hemos de trabajar, concluye diciendo, en favor de una cultura política más compleja y matizada. Uno de nuestros principales problemas tiene su origen en el hecho de que cuando las sociedades se polarizan en torno a contraposiciones simples no dan lugar a procesos democráticos de calidad. ¿Cómo promover una cultura política en la que los planteamientos matizados y complejos no sean castigados sistemáticamente con la desatención e incluso el desprecio? ¿Cómo evitar que sea tan rentable electoralmente la simpleza y el mero rechazo? ¿Por qué son tan poco reconocidos valores políticos como el rigor o la responsabilidad? Solo una democracia compleja es una democracia completa.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[Humor en cápsulas] Para hoy jueves, 24 de noviembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos: Morgan, en Canarias7: Montecruz y Padylla, en La Provincia; Forges, Peridis, Ros y El Roto, en El País; y Ricardo y Gallego y Rey, en El Mundo. Espero que disfruten de las mismas.





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miércoles, 23 de noviembre de 2016

[Humor en cápsulas] Para hoy miércoles, 23 de noviembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos: Morgan, en Canarias7: Montecruz y Padylla, en La Provincia; Forges, Peridis, Ros y El Roto, en El País; y Ricardo y Gallego y Rey, en El Mundo. Espero que disfruten de las mismas.





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martes, 22 de noviembre de 2016

[Personal] El asesinato de Kennedy. Un recuerdo de juventud



John F. Kennedy (1917-1963)


A Myriam y Ruth

Cincuenta y tres años no son nada a escala cósmica; a escala humana es otro cantar. Resulta bastante probable que una persona pueda celebrar el aniversario de un hecho que vivió, conoció y le afectó para bien o para mal cincuenta años antes. Que pueda conmemorar o recordar ese mismo hecho cien años después, resulta, por desgracia, bastante improbable.

Mi hija Ruth se reirá de nuevo de mí, con toda razón, por traer por enésima vez esta historia al blog, historia que ella me recuerda con cierto sarcasmo que se sabe de memoria; como las del abuelo Cebolleta del TBO, me dice, sin rencor; o eso supongo yo... Me da igual, es "mi historia" y quiero contarla de nuevo porque sé que no podré hacerlo cuando se celebre el centenario del acontecimiento que marcó mi juventud, aunque espero que mis nietos y bisnietos, y con suerte mis hijas, me recuerden con cariño ese 22 de noviembre de 2063 en que se conmemore el centenario de uno de los más trascendentales acontecimiento de la segunda mitad del siglo XX.

Exactamente a las 18:30 de la tarde (hora de Canarias) de hoy, 22 de noviembre de 2016, se cumplen cincuenta y tres años del asesinato, aún no esclarecido a juicio de la historia, aunque sí lo esté a efectos oficiales, del presidente de los Estados Unidos de América John F. Kennedy en la ciudad de Dallas (Texas).

Supongo que todos nosotros nos hemos preguntado en alguna ocasión por qué hay acontecimientos y recuerdos que quedan fijados en la memoria como grabados a fuego y otros en cambio acaban difuminándose hasta perderse sin dejar rastro. ¿Cuáles son esos recuerdos preferentes?: ¿La primera experiencia sexual? ¿El descubrimiento de la muerte? ¿El nacimiento del primer hijo?… 

Para mí, uno de esos acontecimientos que perduran para siempre en la memoria ocurrió el 22 de noviembre de 1963. Era viernes, y en Madrid las siete y media de la tarde. Yo tenía en ese momento 17 años, 9 meses y 15 días y estaba volviendo a la casa de mis padres en el barrio de Hispanidad, en el distrito de Chamartín, en el que vivíamos desde hacía ocho años.

Lo hacía andando para ahorrarme el billete de autobús desde el Hospital Militar de Maudes, en el barrio de Cuatro Caminos, a unos seis kilómetros de casa. Mi madre estaba internada en él a la espera de una operación de vesícula. Vuelvo a mi barrio con Javier Fernández, mi mejor amigo en aquel entonces, que me había acompañado a visitarla. Los dos estudiamos IPS (Instrucción Premilitar Superior) en el colegio “Infanta María Teresa”, de la Guardia Civil, muy cerca de nuestras respectivas casas. Nuestra ilusión es entrar como alumnos en la Academia General Militar de Zaragoza. Ninguno de los dos sabemos que apenas un mes más tarde, y a causa de un conflicto bastante cómico con nuestro profesor de francés, aprovechando las vacaciones de Navidad, íbamos a abandonar los estudios militares y el colegio para siempre. 

Es todavía de día en Madrid. La casa de mis padres está en un segundo piso. Nada más entrar en el portal me encuentro a mi hermano Alberto, once años mayor que yo, que baja las escaleras saltando los escalones de dos en dos. Al verme, sin apenas detenerse, me espeta: "¡Han matado a Kennedy. Están poniéndolo por la tele!". La verdad es que no le hago mucho caso -él sabe que admiro a Kennedy; es mi héroe favorito- y le suelto un ”¡vete a la mierda, gilipollas!”, que me sale sin pensar. En casa solo está mi cuñada Mari, la mujer de mi hermano. No hay nadie más. Mi padre se ha quedado en el hospital acompañando a mi madre. La televisión está encendida y, efectivamente, están dando la noticia: El presidente Kennedy ha sido tiroteado en Dallas, Texas, hace una hora. Me quedo abobado mirando la pantalla. Tengo la impresión de que el mundo, al menos el mundo que yo conozco, se me ha caído encima de repente, pues nunca he vivido una situación como esta. Llamo por teléfono a mis padres al hospital y me pasan con mi madre: le cuento lo que ha pasado, lo que está diciendo la televisión. Se queda muda, y al instante, no se si me dice o me pregunta si "eso va a ser otra guerra mundial". No se que responderle porque a mi edad no se tienen respuestas para una pregunta así.

Entiendo su preocupación, dada la historia familiar. Ellos vivieron en Sevilla la proclamación de la república en 1931. Estaban en Asturias en octubre de 1934, cuando la revolución obrera. Y en Barcelona en julio de 1936. Los últimos meses de la guerra civil mi madre los pasó sola, en Barcelona, con mi padre internado en un campo de concentración en Francia. La segunda guerra mundial la han pasado prácticamente en la isla de El Hierro, en Canarias, donde mi padre fue destinado -o desterrado, según se vea-, al finalizar la guerra civil, aunque según mi madre los cinco años allí vividos fueron para ella los más felices de su vida. Es lógico que esté aterrada. Me dice que no le cuente nada a mi padre, que ella se lo dirá más tarde, y me cuelga el teléfono entre sollozos. 

Mi hermano, mi cuñada y yo nos pasamos la noche pegados al televisor, como supongo lo hicieron gran parte de los españoles y del resto del mundo. Al día siguiente, sábado, mi amigo Javier y yo nos encontramos a la puerta del colegio. La calle Príncipe de Vergara (en aquella época del General Mola) está en absoluto silencio a las nueve de la mañana. La gente hace largas colas en los quioscos de prensa, esperando pacientemente para comprar un periódico. No llegamos a entrar en clase. Javier y yo hemos decidido que ese día tenemos cosas más importantes que hacer. Comentamos entre nosotros lo que ha pasado, las noticias que se van filtrando en las colas. Hay miedo en la gente de que hayan sido los rusos, o los cubanos, pues la crisis de los misiles hace pocos meses que ha tenido lugar. Compramos un periódico. Y decidimos ir andando hasta la Embajada de los Estados Unidos, en la calle Serrano, no muy lejos de nuestras casas.

Somos viejos conocidos de la Embajada pues ambos solemos ir a menudo a leer libros en la Biblioteca de la Casa Americana, una institución cultural dedicada a propagar la imagen y la ideología norteamericana en Europa. Nos sabemos los nombres de todos los estados de la Unión y sus capitales respectivas, y jugamos a menudo a irlos nombrando uno a uno, de memoria, siguiendo su ubicación en un mapa imaginario. Y a ambos nos encanta el béisbol, que hemos aprendido a jugar con los hijos de los soldados estadounidenses destinados en Torrejón, que pueblan nuestro barrio.

La Embajada está fuertemente custodiada en el exterior por la policía española. Entramos en ella mostrando nuestra tarjetas de socios de la Casa Americana y llegamos hasta el acristalado vestíbulo de su entrada principal. La bandera ondea a media asta sobre el techo de la Embajada. Nada más entrar en el vestíbulo, a la izquierda del mismo, han montado junto a una bandera de los Estados Unidos una pequeña mesa cubierta con un paño de terciopelo negro donde hay una bandeja de plata en la que vemos muchas tarjetas de visita. También hay un libro, grande, forrado de cuero azul marino donde vemos que la gente, después de hacer una pequeña cola, deja su testimonio de pésame escrito en el mismo. 

Delante de nosotros hay dos muchachas más o menos de nuestra edad, quizá uno o dos años mayores que nosotros, norteamericanas sin duda, que lloran desconsoladamente. Una es rubia, y la otra pelirroja. La rubia va vestida con falda gris claro y un jersey rojo sin mangas, sobre una blusa blanca. La pelirroja lleva unos ajustados pantalones azules y un jersey blanco. Junto a la mesita un infante de marina norteamericano, con uniforme de gala, hace la guardia en posición de descanso. Con su brazo derecho sujeta el fusil que se apoya en el suelo; el brazo izquierdo está doblado a la altura de su cintura, en la espalda. El soldado, sin mover un músculo de su rostro, está llorando mansamente... Mi amigo y yo nos quedamos impresionados por la escena, y al menos a mi se me forma un nudo en la garganta. Escribimos en el libro un escueto “Nuestro más sentido pésame” y ponemos nuestras firmas. 

Salimos inmediatamente detrás de las dos muchachas al patio exterior de la Embajada donde está el aparcamiento y vemos que las dos se han parado ante un Wolkswagen amarillo. Lanzados, les preguntamos que si viven en Chamartín. Nos contestan, más serenas ya que no, pero que si queremos nos alcanzan hasta allí. Les decimos que sí y subimos los cuatro al coche. Ellas delante y nosotros detrás. Hablan bastante bien español. Nos comentan que son estudiantes y que están pasando un año académico en España para aprender español. El trayecto es corto hasta Chamartín: por el Paseo de la Castellana hacia el norte hasta llegar a la calle de Alberto Alcocer y de allí, girando a la derecha, hasta la plaza de la República Dominicana, donde nos dejan. Intentamos quedar con ellas, pero nos dicen amablemente que no. Nuestro intento de ligue ha quedado abortado, pero lo hemos intentado: las hormonas son las hormonas...

Volvemos a nuestras casas después de pasar el resto de la mañana vagabundeando por las calles del barrio. Todo está paralizado, pero hay una gran serenidad en las gentes. Los días siguientes los paso pegado a la televisión y leyendo ávidamente los periódicos. Por televisión veo la emotiva escena a bordo del avión presidencial en que el vicepresidente Johnson, camino de Washington con el cadáver de Kennedy en la bodega del aparato, jura, junto a la viuda de este, su cargo como nuevo presidente de los Estados Unidos. Más tarde, cuando ya todo el mundo sabe que han detenido al presunto asesino, Lee Harvey Oswald, estoy viendo en directo por televisión como van a trasladarlo desde el lugar donde está retenido hasta el juzgado. Un único pensamiento cruza mi mente en ese momento: ¡Ojalá maten a ese cabrón! Y ante mis ojos un señor con sombrero tejano, Jack Ruby, sale de entre el público con una pistola en la mano disparando a bocajarro sobre él… Esa premonición, cumplida inmediatamente de formulada, me ha acompañado siempre como una maldición de la que creo nunca podré desprenderme. Al igual que me acompañará para siempre la imágen vista de nuevo por televisión días más tarde del solitario corcel negro, ensillado, que acompaña los restos mortales de Kennedy por las calles de Washington; y el saludo militar de John-John, su hijo pequeño, acompañado de su hermana y de su madre, al pasar ante ellos el cortejo fúnebre… Ahí están, vívidos como si fueran hoy, todos esos recuerdos. Y supongo que ahí seguirán mientras yo pueda seguir diciendo que tal día como hoy de hace nosecuantos años…

Hace tres años, con motivo del cincuentenario del magnicidio, no me pareció que hubiera una excesiva proliferación informativa alrededor del mismo. En el diario El País aparecieron varios reportajes recordándolo, entre ellos los titulados: "Los que vieron morir a Kennedy", o "250 000 voces para llorar a Kennedy". Yo, por mi parte, y para no dejar en mal lugar a mi hija Ruth, traje de nuevo hasta el blog los enlaces a las entradas y vídeos que publiqué en años anteriores. Me repito, lo sé; no se enfaden conmigo, pero este es mi blog y mi recuerdo. Perdónenme por este ejercicio de nostalgia. 

En este otro enlace pueden ustedes acceder a un recopilatorio bastante exhaustivo de todos los reportajes y noticias que El País ha venido publicando sobre el asesinato de Kennedy desde 1976 hasta hoy mismo. Y hace dos años añadí a la entrada todo aquello que se publicó sobre el cincuentenario que me pareció de interés, por ejemplo: "El Camelot de Kennedy sin conspiraciones"; o este otro: "Abraham Zapuder, piedra fundamental del periodismo ciudadano", sobre el hombre que grabó las únicas imágenes del atentado; o el titulado "Quién mató a Kennedy"; este otro de "Dallas, cincuenta años después"; el de "La América de John F. Kennedy"; y el de "Jackie Kennedy y la invención de Camelot"

Para este quinquagésimo tercer aniversario de su muerte traigo hasta el blog un hermoso vídeo en el que la cantante estadounidense Erykah Badu canta, en la ciudad de Dallas, en el lugar exacto en que fue asesinado el presidente Kennedy, la canción "Window Seat". La canción estuvo vetada mucho tiempo en YouTube, que como los chicos del Facebook, en cuestión de desnudos, andan un poco por el Paleolítico Inferior. Si se deciden a escucharla sabrán por qué. No insisto, pero quedan citados para este misma hora del 22 de noviembre de 2017. 

Por cierto, tal día como de hace 41 años, se iniciaba una nueva etapa en la historia de España con la proclamación como rey de Juan Carlos I. También es historia y por eso lo recuerdo...







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Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos: Morgan, en Canarias7: Montecruz y Padylla, en La Provincia; Forges, Peridis, Ros y El Roto, en El País; y Ricardo y Gallego y Rey, en El Mundo. Espero que disfruten de las mismas. 







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