No soy hombre de grandes ni numerosas pasiones. Tengo algunas que otras, pequeñas, inofensivas e íntimas, así que no esperen que las cuente. Las públicas, también escasas, podríamos dividirlas en dos: personales (mis nietos, mi familia, mis amigas, el café, los gatos...) y académicas (la teoría política, el derecho constitucional, la historia de las religiones...). Hay alguna otra que implica una cierta frustración, como la enseñanza, y aunque no creo en las vocaciones desde la cuna y sí en las que se "hacen", la diosa Fortuna no me dio el empujoncito necesario para dedicarme a ella, pero me dejó interés y preocupación por la misma.
¿Por qué resulta tan frustrante la búsqueda de una enseñanza de calidad en España? Respuestas las hay para todos los gustos: que la culpa es de los padres, de los propios alumnos, de los inmigrantes, de la masificación escolar, de la falta de medios humanos y materiales, del propio sistema escolar, del desbarajuste legislativo estatal y autonómico..., Me gustaría leer de vez en cuando alguna autocrítica que pusiera el acento en la responsabilidad, o irresponsabilidad, de buena parte del profesorado, desde la educación infantil hasta los cursos de doctorado. Pero no abundan, no...
En estos días he leído varios artículos sobre este asunto. Dos de ellos en
"El País". El primero,
"La clase perdedora", escrito por
José Luis Barbería, en el que se responsabiliza como primera causa del fracaso escolar a la falta de formación personal y académica de los padres y a la falta de hábitos de lectura familiares. Y a más cosas, claro está.
El segundo,
"La Universidad tiene profesores de sobra, pero mal repartidos", escrito por
Susana Pérez de Pablos, que pone de manifiesto, frente a una creencia generalizada, e interesada por parte de los propios afectados, que la universidad española presenta un exceso de profesorado muy por encima de los ratios de media de las universidades europeas. Y un reparto desproporcionado entre el profesorado de carreras de Letras y de Ciencias. Todo ello podría explicar el rechazo de una buena parte de ese mismo profesorado universitario al proceso de convergencia del Plan Bolonia, ante la inevitable "quema" (el entrecomillado es mio y no del autor) de áreas muy personales de conocimiento y de asignaturas, con todo lo que ello supone de asignación de recursos para los propios afectados, sus Departamentos de origen y la propia universidad.
Sobre la responsabilidad, o irresponsabilidad, del profesorado en la situación de la enseñanza española, en el número de abril de
"Revista de Libros" (2) puede leerse un magnífico e interesante artículo de
Mariano Fernández Anguita, catedrático de Sociología de la Universidad de Salamanca, titulado
"Cuadernos de Quejas". Comenta en él varios libros recien publicados sobre el asunto en cuestión:
"El profesor en la trinchera. La tiranía de los alumnos, la frustración de los profesores y la guerra en las aulas", de
José Sánchez Tortosa (La Esfera de los Libros, Madrid, 2009);
"Cartas de un maestro sobre la educación en la sociedad y en la escuela actual", de
José Penalva Buitrago (Biblioteca Nueva, Madrid, 2009); y
"Mal de escuela", de
Daniel Pennac (Mondadori, Barcelona, 2009). Como está en abierto, lo pueden leer pinchando en
este enlace (1). De todas maneras, y a pesar de su extensión, reproduzco más adelante los tres por si prefieren leerlos directamente en el blog. Se los recomiendo encarecidamente.
Dice el profesor
Fernández Enguita en su citado artículo que en España hay tres cuartos de millón de profesores. Un colectivo que está conociendo una transformación radical de su entorno amplio (el lugar y el papel de la educación en la sociedad) e inmediato (las relaciones con alumnos y con familias), así como de su propia naturaleza (reclutamiento, condiciones de trabajo, cultura profesional), por lo que se encuentra ávido de ideas, imágenes, iconos, narraciones y otras expresiones simbólicas de su identidad, sus intereses y sus inquietudes. La principal fuente de alimentación de su imaginario colectivo no es la literatura, sino el cine: películas como "La lengua de las mariposas", "Todo empieza hoy" o "Ser y tener", que fueron comidilla de los claustros, materia para artículos editoriales y alimento para simposios, pero que aunque quizá no haya que echar las campanas al vuelo, lo cierto es que también para el sector editorial (y no sólo de libros de texto) constituyen los profesores un colectivo con ciertos intereses, creencias, valores y símbolos compartidos que están dando lugar a un nuevo género literario: lo que podríamos llamar el "cuaderno de quejas", que es precisamente el título de su interesante artículo.
¿El nombramiento del profesor
Gabilondo, filósofo, rector de la Universidad Autónoma de Madrid, presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) como ministro de Educación, y la vuelta de las universidades a su ministerio, será suficiente revulsivo para iniciar la revolución que la enseñanza necesita en España de una vez por todas? Lo espero de corazón por el bien de todos. Les dejo con una viñeta humorística de hoy en el diario parisino
"Le Monde" (2). Y es que en todas partes cuecen habas, digan lo que digan... Sean felices, Tamaragua, amigos.
(HArendt)Notas, gráficos, fotos y viñetas:(1) http://www.revistadelibros.com/articulo_del_mes.php?art=4315
(2) http://www.revistadelibros.com
(3)Viñeta de Le Monde:
http://medias.lemonde.fr/mmpub/edt/ill/2009/04/08/h_11_ill_1178084_0804newseduc2.gif?1239178399350
(4) Alumnos de una escuela infantil española:
http://www.elpais.com/recorte/20080517elpvas_1/LCO340/Ies/Alumnos_Ensenanza_Infantil.jpg
(5) Alumnos de Bachillerato en España:
http://www.elpais.com/recorte/20070410elpcat_1/LCO340/Ies/clase_alumnos_bachillerato.jpg
(6) Gráfico de una encuesta a los universitarios españoles:
http://www.aprendemas.com/Imagenes/Reportajes/P1/POPUP_FundacionBBVA.jpg
Viñeta en el diario Le Monde de hoy"La clase perdedora", por José Luis Barbería(El País, 07/04/09)Los alumnos de padres sin estudios tienen 20 veces más riesgo de fracaso - La educación no consigue eliminar las diferencias sociales. Imaginemos el sistema educativo como una larga de carrera de obstáculos. Lo primero que salta a la vista es el alto grado de abandonos prematuros y de participantes descalificados por no haber cubierto la distancia mínima en el plazo establecido. Lo segundo que llama la atención es la extracción social de los que se quedan por el camino, ya en los primeros tramos, y cargan con los sambenitos estigmatizadores del "fracasado escolar" y de "repetidor". Quítese de la cabeza la convicción de que la escuela es, por excelencia, el espacio natural de la igualdad de oportunidades que consagra la Constitución. Hágase a la idea de que, pese a los buenos propósitos, el éxito académico no depende exclusivamente del esfuerzo y de la capacidad personal de su hijo.
¿Cómo se explica, si no, que los perdedores pertenezcan de forma tan abrumadoramente mayoritaria a las familias de rentas más bajas? Por muchos casos de hermanos con rendimientos académicos dispares que se den, el análisis del problema establece que no estamos ante cuestiones personales. No es cierto que los alumnos partan de la línea de salida en condiciones idénticas y con competencias similares. Las diferencias están ya presentes en el kilómetro cero porque a la hora de matricularles por primera vez ya hay niños a los que se les ha inculcado el amor por la lectura y el conocimiento y otros a los que no. Por lo mismo, hay padres que acompañarán los estudios de sus hijos y velarán para que adquieran la mejor formación y otros que se inhibirán de esa tarea.
España partía hace sólo tres décadas de una situación muy alejada de los países desarrollados, también educativamente hablando, pero ha conseguido en ese tiempo ampliar la escolarización obligatoria hasta los 16 años, con uno de los sistemas educativos más equitativos de la OCDE, según el Informe Pisa -que evalúa el nivel de conocimientos de los jóvenes de 15 años de 55 países del mundo. El informe dice que si se eliminan los condicionantes socioeconómicos y culturales de los alumnos, las escuelas españolas públicas, privadas y concertadas dan unos resultados muy similares entre sí. Sin embargo, ese contexto sigue pesando enormemente. Los hijos de los trabajadores no cualificados tienen 4,5 veces menos de probabilidades de acceder al ámbito universitario que los vástagos de los profesionales de alto nivel. Sólo un tercio de los de familias obreras o de asalariados del campo cursará el Bachillerato y de ellos únicamente la mitad llegará a la universidad. Si usted no tiene estudios, le conviene saber que su chico cuenta con 20 veces más de posibilidades de incurrir en el fracaso escolar que el hijo de padres universitarios; exactamente, el 40% contra el 2%, según el estudio recientemente publicado por el profesor de Sociología de la Universidad de La Laguna, José Saturnino Martínez.
El sistema educativo es una maquinaria de reproducción de las desigualdades socioeconómicas, aunque en el caso de los alumnos particularmente brillantes y trabajadores deje márgenes de maniobra para "la movilidad de clase" y haya acompañado la irrupción de las mujeres, cuyo rendimiento es muy superior.
Gracias a las becas, siguen dándose ejemplos de alumnos de familias de rentas muy bajas que acaban una y hasta dos carreras universitarias. Pero no dejan de ser una notable excepción en un modelo en el que el capital cultural y económico condiciona fuertemente el rendimiento escolar y el estatus social. Es lo que las estadísticas llevan voceando tercamente sin que ese debate llegue a prender en la opinión pública. Y eso, que, como han puesto de relieve los economistas Jorge Calero y Josep-Oriol Escardíbul, la educación determina cada vez más la posición laboral y las trayectorias vitales de las personas.
"La extensión de la escolarización y la evidencia de que, por lo general, los hijos superan el nivel de conocimiento de sus padres contribuye a ocultar que las desigualdades relativas se mantienen más bien constantes para los chicos, aunque hayan disminuido entre las mujeres", opina José Saturnino Martínez.
Pero las estadísticas hablan de un problema colectivo que, además de socavar la equidad y la justicia, compromete el futuro del país arrojando al mercado de trabajo a masas de jóvenes poco cualificados para afrontar la "sociedad del conocimiento". Ahora vemos en las colas del paro a esos chicos que, sobre todo en el Sur y el Levante español, abandonaron prematuramente sus estudios tras el reclamo de un buen salario en la construcción o la hostelería.
Sólo el 68% de los jóvenes españoles cursa los estudios secundarios postobligatorios del bachillerato y los Ciclos Formativos de Grado Medio, frente al 81% medio del conjunto de la OCDE. Ese dato nos sitúa a la cola de Europa, únicamente por encima de Portugal y Malta, en un momento en el que la UE aspira a que el 85% de los jóvenes menores de 22 años hayan "completado" los estudios de Enseñanza Secundaria Superior en 2010. A ese "cuello de botella" en el sistema hay que sumar una tasa de fracaso escolar del 30,8%, el doble de la media de la UE-27. "El sistema reproduce la estructura social de España. Las familias de rentas altas envían a sus hijos a las escuelas privadas, en su mayoría, regidas por la Iglesia católica, mientras que las familias de rentas medias y bajas los envían a escuelas públicas, donde se concentran los hijos de los inmigrantes. Esta polarización por clase social caracteriza el sistema escolar en España", afirma Viçenc Navarro, economista y politólogo.
De hecho, las diferencias de rendimiento escolar registradas en el Informe PISA se explican básicamente por el nivel social, tanto de los padres como de los centros. Los investigadores han llegado a la conclusión de que la variabilidad observada entre centros educativos en las pruebas de lectura está asociada en un 50% a las características del estudiante, muy particularmente, al estatus socioeconómico de su familia y también al sexo, la edad y la condición o no de inmigrante. Las características del centro influirían en los resultados en un 16%, mientras que la naturaleza competitiva o cooperativa de los métodos didácticos, los medios materiales y el tipo de gestión no superarían el 6%. Descubrir que los elementos determinantes del rendimiento escolar son, en gran medida, ajenos al sistema ha sido una gran sorpresa para muchos teóricos que fían todas las soluciones a las reformas políticas o al incremento de la financiación.
No es un secreto que los alumnos de los colegios privados (independientes y concertados) obtienen, por lo general, mejores promedios que los de las escuelas públicas, aunque tampoco es evidente que esos resultados reflejen mejoras educativas. "Los centros privados pueden conseguir un mejor clima escolar por la vía de concentrar alumnos de características parecidas, pero el rendimiento académico de los adolescentes de los centros públicos sería, incluso, superior si se descontaran los factores socioeconómicos", sostienen Calero y Escardíbul. Así, la supuesta "calidad" educativa de esos centros no sería otra cosa que la "calidad" cultural y económica de los padres que llevan a sus hijos a esos colegios.
La mayoría de los expertos opina que el nivel cultural de los padres pesa más que sus recursos económicos. Queda fuera de toda duda que el sistema muestra una enorme resistencia a ser modificado. "La segregación urbana produce segregación escolar porque los centros privados están ubicados generalmente en áreas de población de nivel socioeconómico elevado y, por lo tanto, tienen mayores probabilidades de matricular a usuarios de ese nivel", indica Escardíbul. Las familias con más recursos seleccionan con mayor cuidado el centro escolar de sus hijos. Jorge Calero y otros estudiosos ponen el acento en lo que denominan el "efecto suelo", según el cual, el temor a perder posición social y la preocupación por la formación aumentan a medida en que se asciende de clase. Por lo mismo, y a la inversa, las familias de rentas más pobres tendrían menos inquietudes de esa naturaleza por la imposibilidad misma de descender en la escala social. Según esta teoría, la actitud de los padres ante la educación estaría, pues, condicionada por el análisis coste-beneficio. Las familias de menores rentas tienen mucho más en cuenta los ingresos que se dejan de percibir por aplazar la entrada en el mercado de trabajo.
¿Es exagerado afirmar que en la medida de sus recursos, las familias "compran" el nivel social, económico y de formación de los compañeros de colegio y potenciales amigos de sus hijos? Los centros privados tienden a seleccionar a sus alumnos-usuarios y a blindarse contra los estudiantes problemáticos. De alguna manera, la particularidad de su oferta descansa, precisamente, en su capacidad de seleccionar a sus estudiantes. Y eso que en el plano académico y de la disciplina no se puede homogeneizar bajo la misma mirada prejuiciosa a todos los hijos de la inmigración. "Me gustaría tener más inmigrantes en mi clase, pero siempre que sean chinos", apunta, con un punto de humor, una profesora de un centro público de Madrid.
Aunque, según algunos teóricos, la financiación pública adicional a los centros privados apenas mejora los resultados educativos, no se puede negar que, desde el punto de vista de los intereses particulares, optar por la enseñanza privada en España es una buena inversión. Puede, incluso, decirse que es tan buen negocio privado como mal negocio para el conjunto de la sociedad. La huida de la escuela pública que las clases medias iniciaron a mediados de los noventa no se ha detenido. El número de estudiantes de las universidades privadas pasó de 58.875 a 132.794 durante los años 1995- 2003, periodo en el que la enseñanza pública superior descendió de 1.449.967 a 1.349.248 alumnos. Contra lo que se supone, la incorporación de los hijos de inmigrantes sin formación no repercute negativamente en el rendimiento escolar medio si son menos del 10% de la clase.
"Ningún otro país europeo presenta porcentajes tan altos de población en la enseñanza privada, que genera un gasto superior por alumno. En España, la escuela es clasista en lugar de ser una institución multiclasista donde cristalice el concepto de ciudadanía", critica Vincenç Navarro. Los estudios de la OCDE ponen de manifiesto el elevado peso proporcional del gasto privado español en educación, -0,5% del PIB en 2002, el más elevado de la UE a 15 -, en un país que invierte en enseñanza -4,3% del PIB en 2002- un punto menos de su PIB que los socios europeos.
En el extremo opuesto, los hijos de familias que responden a los indicativos de una madre inmigrante de cuello azul (trabajadora no cualificada) con menos de 100 libros en casa, aparecen potencialmente abocados al fracaso.
Remover las desigualdades sociales requiere que la educación sea lo más independiente posible de las condiciones socioeconómicas de los alumnos. "Habría que invertir justamente la situación actual para que la igualdad formal de oportunidades se convierta en igualdad real de oportunidades. Hay que impedir que las desigualdades de origen colonicen el sistema", subraya Jorge Calero. Según Escardíbul, la proclamada igualdad de oportunidades se resiente también porque la reserva de plazas limita la posibilidad de que los alumnos de incorporación tardía, inmigrantes, por lo general, entren en un centro concertado. La capacidad de recabar recursos económicos de las familias y de seleccionar a los alumnos de Bachillerato en función de sus notas constituye, a su juicio, otro obstáculo adicional.
"Aunque las becas y los programas de educación compensatoria cumplen una función notable, el sistema sigue siendo bastante selectivo en el acceso a los centros concertados y actúa insuficientemente en las aulas para corregir las desigualdades sociales. Las Administraciones deberían tener en cuenta que ubicar las escuelas en tal o cual zona contribuye a reducir o a incrementar la segregación", indica. El incremento de las becas y la inversión, la evaluación pública de los resultados de cada centro y la promoción del consumo familiar de bienes culturales son otras de sus propuestas.
Pero el obstáculo mayor que lastra el objetivo de la igualdad de oportunidades es el bajo nivel educativo de los padres. Aunque España es el cuarto país del mundo con mayor diferencia de nivel educativo entre la generación de los padres y la de los hijos, este despegue no le ha liberado todavía del peso inerte del pasado. El grado de formación de los padres que en 2004 tenían hijos de 17 o 18 años era el más bajo de la UE, excepción hecha de Portugal.
Los déficits académicos de los alumnos son, en buena medida, fruto de las carencias culturales de la propia sociedad. Tenemos la paradoja de que el fracaso y la repetición de curso son moneda corriente, incluso en comunidades como La Rioja o Castilla y León que, por sí mismas, podrían disputar a Finlandia y a Corea del Sur los primeros puestos de la excelencia en el Informe PISA. La tardía expansión de nuestro sistema académico hace que los escolares paguen hoy el retraso acumulado a lo largo de décadas.
Alumnos de Educación Infantil"La Universidad tiene profesores de sobra, pero mal repartidos", por Susana Pérez de Pablos(El País, 08/04/09) En España hay 12 alumnos por docente, por debajo de los 17 de media de la UE - El problema ante la reforma de Bolonia es la mala distribución por carrera. En letras hay de sobra; en ciencias experimentales y de la salud, aún más, pero en ciencias sociales y jurídicas y las carreras técnicas faltan profesores. Las quejas de algunos colectivos de que falta profesorado en las universidades españolas para implantar la reforma de Bolonia (para crear el espacio europeo de educación superior) se cae con el peso de los datos. España tiene más profesores que la mayoría de los países de la UE (tocan a 12 estudiantes por cada uno, frente a 16,7 de media en Europa). Cierto es que la red no está bien tejida. Tiene agujeros donde no debía haberlos y está demasiado prieta en otras partes. Porque hay un desequilibrio claro en su distribución.
Sólo dos países de la UE (hablando tanto del sistema público como privado) tienen menos alumnos por profesor (contando universidades públicas y privadas) que España, que son además dos naciones punteras en educación, Suecia y Noruega. Otros espejos en los que se mira la enseñanza española (y la europea, en general) son los de los países anglosajones, y reflejan lo mismo: Estados Unidos tiene un profesor para cada 15 de media (incluidas las punteras universidades Harvard o Yale) y el Reino Unido está en la media de la UE, con 16,4. La de la OCDE es similar, con 16.
La percepción de los colectivos de estudiantes y de los propios profesores de que faltan más docentes en España tiene entonces más que ver con otros factores, según reflejan las estadísticas y apuntan los expertos en política universitaria.
El gran desequilibrio en la distribución del profesorado por áreas de conocimiento queda reflejado en las medias. En las carreras de humanidades hay de media 10,5 alumnos por profesor; en ciencias sociales y jurídicas, 22,5; en las enseñanzas técnicas, 19,2; en ciencias experimentales, 5,6, y en ciencias de la salud, 6,6. No hay datos comparables de carreras porque es común que un mismo profesor imparta materias en diversas titulaciones.
La masificación de las aulas, tan generalizada hace un par de décadas, ha pasado a la historia y tiene poca pinta de volver a producirse. Ya sólo se da en casos puntuales. Y más con las nuevas reglas. Hasta la reforma ligada a Bolonia, los profesores universitarios podían dar un máximo de ocho horas de clase a la semana y seis de tutoría. El resto del tiempo era para prepararse las clases o investigar. A partir de ese cambio (en 2010), las reglas cambian y el modelo específico lo establece cada facultad. Los expertos hablan de un profesorado capacitado para el cambio, pero que tiene que asumir el nuevo modelo. Éste, en el que se convalidan por créditos tanto las clases, como el tiempo de estudio y otras actividades académicas, abre más el abanico de posibilidades. En él sería razonable que hubiera, por ejemplo, 100 alumnos en una clase magistral, 20 en un seminario (que se convalida por créditos académicos) o incluso cinco en una sesión práctica con el profesor.
La descompensación entre oferta y demanda, que ha aumentado progresivamente en los últimos años, ha acentuado el desequilibrio de profesores entre áreas de conocimiento, explica el secretario general de Universidades, Tecnología e Investigación de la Junta de Andalucía, Paco Triguero. "Había hasta ahora una estructura muy rígida con el profesorado muy estable y muy vinculado a una parcela especializada del conocimiento. Al moverse parte de la demanda y reducirse, especialmente en las carreras de humanidades y ciencias experimentales, se ha creado un problema".
Triguero cree necesario "quitar las rigideces, haciendo las áreas de conocimiento más flexibles y promoviendo una visión más colegiada de la formación". Es decir, fomentar el trabajo en equipo de los profesores "tanto por curso como por áreas temáticas", de forma que se ofrezcan varias asignaturas con un programa conjunto o que varios profesores puedan repartirse una materia. La clave, apunta Triguero, es la "planificación", que esté todo mejor ordenado. "En los primeros cursos de muchas carreras es donde es más factible aplicar estos cambios, dado que se dan materias más generalistas que puede impartir cualquier especialista avanzado", añade.
El presidente de la agencia de calidad universitaria catalana, Joaquim Prats, también cree que los problemas han sido el cambio en la demanda y la mala distribución del problema, y aporta un tercero: "No ha sido un acierto crear los másteres antes que los grados. Esto ha hecho aumentar el número de profesores, a pesar de que los másteres tienen en general una demanda pequeña".
La demanda desequilibra el sistema. No es casualidad que las quejas que han sonado más alto en el conflicto contra la reforma de Bolonia provengan mayoritariamente de las carreras de humanidades: son cada vez menos demandadas, lo que inquieta en muchas facultades y departamentos. Pero no sólo les pasa a éstas, también a otros estudios con una honda tradición y peso en el conocimiento occidental (como los de exactas, física, química...), pero con pocas salidas prácticas.
Traducido a datos, el curso pasado se ofrecieron más de 24.000 plazas de carreras de humanidades, de las que se llegaron a matricular sólo 18.400 alumnos, y se ofertaron 19.600 de ciencias experimentales, de las que se cubrieron 13.600. Y eso que algunas universidades reconocen que han bajado la oferta de plazas (se ve también en las estadísticas) para que no cante tanto el desfase entre oferta y demanda.
Aparte de la ausencia de una política bien programada para reorganizar las plantillas -algo que la Ley Orgánica de Universidades, de 2007, flexibiliza- no es menor el conflicto que se está entretejiendo por el miedo de algunas facultades y departamentos que sufren la caída de la demanda a perder peso y poder en los centros. El presidente de la Agencia de Calidad del Sistema Universitario de Cataluña, Joaquim Prats, habla de ello: "Al hacer los nuevos planes, se ve a menudo que muchos centros ponen los créditos optativos según criterios corporativos de los departamentos por el profesorado que tengan". Prats cree que hay un miedo psicológico a perder horas y, con ello, profesores y peso. "Nos pasa mucho, cuando en realidad el prestigio lo da la investigación, la transferencia de conocimiento a la sociedad y la calidad de la docencia que perciban los alumnos", concluye.
Alumnos españoles de Bachillerato "Cuadernos de quejas", por Mariano Fernández EnguitaCATEDRÁTICO DE SOCIOLOGÍA EN LA UNIVERSIDAD DE SALAMANCA
Revista de Libros, nº 148 · abril 2009
Daniel Pennac
MAL DE ESCUELA
Trad. de Manuel Serrat Crespo
Mondadori, Barcelona 256 pp. 21 €
José Penalva Buitrago
CARTAS DE UN MAESTRO. SOBRE LA EDUCACIÓN EN LA SOCIEDAD Y EN LA ESCUELA ACTUAL
Biblioteca Nueva, Madrid 176 pp. 11 €
José Sánchez Tortosa
EL PROFESOR EN LA TRINCHERA. LA TIRANÍA DE LOS ALUMNOS, LA FRUSTRACIÓN DE LOS PROFESORES Y LA GUERRA EN LAS AULAS
La Esfera de los Libros, Madrid 180 pp. 18 €
En España hay tres cuartos de millón de profesores, un nicho interesante para el libro. Se trata de un colectivo que está conociendo una transformación radical de su entorno amplio (el lugar y el papel de la educación en la sociedad) e inmediato (las relaciones con alumnos y con familias), así como de su propia naturaleza (reclutamiento, condiciones de trabajo, cultura profesional), por lo que se encuentra ávido de ideas, imágenes, iconos, narraciones y otras expresiones simbólicas de su identidad, sus intereses y sus inquietudes. La principal fuente de alimentación de su imaginario colectivo no es la literatura, sino el cine: películas como La lengua de las mariposas, Todo empieza hoy o Ser y tener fueron comidilla de los claustros, materia para artículos editoriales y alimento para simposios. Pero ésta es una revista literaria y, aunque quizá no haya que echar las campanas al vuelo, lo cierto es que también para el sector editorial (y no sólo de libros de texto) constituyen los profesores un colectivo con ciertos intereses, creencias, valores y símbolos compartidos que están dando lugar a un nuevo género literario: lo que podríamos llamar el cuaderno de quejas.
Todo comenzó con la Petita crónica d’un profesor a secundària, de Toni Sala, y el Panfleto antipedagógico, de Ricardo Moreno; continuó con obras de menor impacto, como La enseñanza destruida, de Javier Orrico, y El aula desierta, de Concha Fernández Martorell, entre otros; y se anima ahora con las Cartas de un maestro, de José Penalva Buitrago, y El profesor en la trinchera, de José Sánchez Tortosa, de los que hablaré en esta crítica. El lado bueno de esta avalancha es que los profesores escriban sobre su trabajo. Al distanciamiento de los estudios académicos y la frialdad de la literatura administrativa se suman así los testimonios de una parte de los protagonistas de la educación: los docentes. Y digo una parte porque, evidentemente, faltan los alumnos y sus familias. Los padres no escriben porque están dedicados a otras cosas, y tal vez porque no lo creen prudente. Y los alumnos lo hacen poco, por su edad y porque no es así como quieren llenar sus horas de ocio. Pero de vez en cuando nos llega su voz por una carambola: lo hace cuando, años después, alguno de ellos, con fines autobiográficos o literarios, recupera la experiencia de su escolarización. Es el caso del libro de Daniel Pennac, Mal de escuela, que reconstruye su vivencia como alumno, un mal alumno (un zoquete, o cancre, en su propia definición), enriquecida por la experiencia del profesor que luego fue y servida con la calidad narrativa del magnífico escritor que ahora es.
Los estilos de estos cahiers de doléances pueden ser muy distintos, pero su contenido es muy parecido. Hay diferencias, ciertamente, entre el verbo intrascendente y superficial de la Petita crónica y la brillantez polémica del Panfleto, como la hay entre la prosa soporífera de las Cartas de un maestro y la forma ágil de El profesor en la trinchera. La Crónica era una perfecta expresión de banalidad, probablemente compartida por el autor con muchos de sus lectores: joven profesor de secundaria que llega a su centro ya preguntándose si le tocará la ESO; que se presenta a sus alumnos diciendo: «Nos tendremos que soportar una temporada»; cuya única ocurrencia pedagógica es sacar a un alumno a escribir en la pizarra e invitar a los demás a señalar sus errores; que siente pereza ante la idea de llevar a los alumnos fuera del centro; que reclama aulas insonorizadas con puertas opacas para que no pueda verse el interior desde fuera; que se declara exhausto al final de cada trimestre; que pregunta a todos menos a sí mismo por qué los alumnos quieren leer a los ocho años pero ya no a los dieciséis. Un perfecto reflejo de esa parte del colectivo que entró en la enseñanza buscando calidad de vida y que ha encontrado muchas horas y días libres, pero muy poca tranquilidad de espíritu. Ni una sola idea nueva, ni una mínima reflexión de calado: sólo desgana y falta de compromiso.
Muy distinto era el Panfleto, la más brillante de estas obras. Conciso como ninguno de sus continuadores, desde el mismo título sintetizaba el frecuente malestar en secundaria ante las reformas y, en particular, ante la idea de una sustitución del énfasis en el contenido por la prioridad del método, apoyado en el menosprecio por el maestro y el pedagogo. Moreno cargaba –con razón, creo– contra la falsa disyuntiva entre contenido y forma, entre aprender y aprender a aprender, lo que no impedía que todo su escrito fuera la versión macro de esa misma disyuntiva, ahora entre las disciplinas y la pedagogía, pero vista y predicada desde la otra orilla. No le faltaba razón, tampoco, al denunciar la incapacidad del sistema escolar, en particular de la escuela pública, para alimentar el espíritu de un alumno siquiera un poco destacado. Y señalaba con acierto efectos imprevistos de las reformas, como la escasez de instrumentos con que afrontar la indisciplina sistemática (que también deriva, sin embargo, de la abstención del profesorado justamente donde los problemas empiezan, que es fuera de las clases, de la complicidad cómoda con los alumnos y de su empeño en mermar la autoridad de la dirección) o la posibilidad de que un alumno abandone el sistema sin una mínima formación profesional (que también proviene del carácter academicista que nunca ha dejado de tener, y que tanto debe a los gremios anclados en el sistema, y a la falta de flexibilidad de éste, incapaz de ofrecer otra opción que sólo estudiar o trabajar). Y reconozcámosle otro mérito: no caía en la vieja cantinela de que faltan recursos, sino que se asombraba de que, con más recursos que nunca, las cosas pudieran ir (según él) tan mal.
Más allá de esto, todos los cahiers, viejos y nuevos, vienen a decir lo mismo. Para empezar, describen una situación de siniestro total. «El deterioro de secundaria [...] me asusta», escribía Sala. De «desastrosísima situación» nos hablaba Moreno, diagnóstico compartido por Orrico. Los responsables nunca son los profesores, a pesar de su amplísima autonomía individual y colectiva, sino siempre los otros. La primera causa suele estar en las familias desconcertadas e incapaces de controlar a sus hijos, pero no es la única. En las Cartas de un maestro aguantan sucesivamente su filípica la madre desorientada, el padre listillo (informático, por cierto, mostrando esa incomodidad ante la pérdida del monopolio del conocimiento que el docente exorciza bramando contra una imagen trivializada de los medios o de Internet), el profesor innovador (y un poco lelo), el sindicalista, el investigador, el constructivista y el comisario-inspector. Todos lo hacen mal, por supuesto, pero se diferencian entre los que no entienden nada, como la madre, o son del gremio y militan en él, como el errado amigo sindicalista, tratados con benevolencia, y los que son ajenos, como el constructivista y el investigador, o han desertado de la base, como el innovador y el inspector, que provocan la mayor hostilidad. A los padres se les reprocha no dedicar tiempo a sus hijos, no ejercer autoridad sobre ellos ni apoyar la del maestro y no entender de educación (y peor si creen que lo hacen). Al investigador y al constructivista, su alejamiento de la escuela real y su apoyo a ideas traídas de la empresa o tomadas de un Rousseau simplificado. Al innovador y el inspector (desertores de la tiza) los dibuja como idiotas y lacayos del poder.
Como contrapartida, nos brinda su idea positiva de la educación en tres relamidas cartas a su discípula Helena, escritas con motivo de su acceso al bachillerato, sus progresos en la universidad y su desengaño del activismo pedagógico, cartas que me habría saltado al cabo de unas líneas de no estar obligado a leerlas para escribir esta nota, lo mismo que el insufrible diálogo desde la montaña. En suma, un libro prescindible, de nula aportación y lectura aburrida, pero que expresa los demonios del profesor cabreado. Por él desfilan todos los tópicos: falta de reconocimiento, escuela-guardería, falsedad de que los maestros trabajen poco... Además de los malvados, cuyas caricaturas merecen un capítulo cada una, desfilan otras figuras menores pero no menos execrables: orientadores, asesores, directores, políticos... A los recuperables (la alumna, los padres, el amigo sindicalista) les imparte consejos; a los desechables (innovador, inspector, constructivista, investigador), ni agua. Y, frente a todos ellos, el héroe, el maestro en su escuelita. El artificio, expuesto de manera tan cursi como el resto, de presentar el texto como el manuscrito inédito («lo único que tenía en la vida») de un viejo maestro fallecido (Don Pascual), recogido por otro intermediario («un humilde servidor») que lo envía a nuestro dedicado editor, Penalva Buitrago (en otras circunstancias profesor de instituto), hace que se evapore cualquier resto de modestia, prudencia e incluso pudor, y que se desate, en cambio, un interminable autobombo: «un ensayo que no se doblega ante la nomenklatura, [...] ni se deja seducir por la extravagancia de la erudición de relumbrón, [ni] se somete a la sumisión [sic] a que obligan las modas intelectuales o la obediencia legislativa que reclama la Administración oficial». Don Pascual representa al maestro superhéroe que guía a sus discípulos a la vida buena, cultiva su verdadera naturaleza humana y mantiene un diálogo con los grandes pensadores, mientras combate los intereses sociales (quiere decir económicos) y las injerencias políticas.
El libro de Sánchez Tortosa comparte esta visión épica del educador, quizá más forzada aún en sentido figurativo, aunque no biográfico. A pesar del título bélico, y de una buena porción de los tópicos del gremio, el combate del profesor atrincherado de Tortosa no es contra una conspiración universal, como en la visión paranoica de Penalva, sino la encarnación y hominización de la idea kantiana de la lucha entre moralidad (racionalidad) y naturaleza (instinto). Puesto que la educación de cada individuo (ontogénesis), al igual que la ilustración de la humanidad (filogénesis), es la lucha entre naturaleza y razón, esa lucha vive en cada alumno y en la institución. Así, si la imaginería popular ha identificado al empollón con el niño obediente, incluso sumiso, y al profesor con el antiguo alumno temeroso de abandonar la institución, se equivoca. El buen alumno es el valiente, que no se deja absorber por el grupo, por los medios, por los cantos de sirena de la sociedad; al contrario, el machito, el mal alumno, el rebelde aparente, es en realidad un cobarde. Y el profesor es el adalid de la más importante y difícil lucha, héroe entre los héroes, que guía a sus alumnos hacia la liberación, su salvador y mesías, comprometido y progresista frente a tantos alumnos racistas y fascistas. «Se non è vero è ben trovato»: la resistencia del alumno se convierte en cobardía, la adhesión en valor, el buen alumno en héroe de excepción y el profesor en superhéroe de oficio. Vale para dar ánimos a buenos alumnos y profesores, que pueden necesitarlos, pero es una imagen tan unilateral como la que combate, pues da por sentado que la escuela ofrece una cultura de valor, una educación liberadora, etc., que quien la rechaza lo hace en nombre de algo peor y que el profesor responde a su tipo ideal. Reconfortante para el profesor, que ve reconvertida en mesiánica una situación que se le antojaba miserable. En cuanto al alumno, incluido el buen alumno, es difícil que la aprecie, empezando porque no leerá el libro, y hay poca novedad en ello, pues ya es viejo que toda institución total (o semitotal), como señaló Goffman, no puede dejar de producir una teoría y una imagen de la naturaleza humana y del buen institucionalizado: el buen soldado, el buen paciente, el buen preso y, ahora, el buen alumno.
La gran diferencia entre este libro y el otro, aparte de que éste se deja leer muy bien, es que su centro lo ocupan los alumnos. En el de Penalva brillaban por su ausencia, pues hasta la pobre Helena se veía reducida a una marioneta de su Pigmalión, más aburrida que los inertes muñecos rousseaunianos, Émile y Sophie. Tortosa hace el esfuerzo de meterse en la piel de los adolescentes, como lo muestra su reiterada y sugestiva referencia a los iconos de su cultura: Neo y Morfeo (Matrix), Spiderman, Anakin Skywalker y Darth Vader, Bart Simpson, la abeja Maya, Pocholo, la Play Station, etc. Esto no le libra de los tópicos: dejadez familiar, abandono social, escuela-garaje, pedagogía, crisis de disciplina, exceso de garantismo, promoción de la violencia por los videojuegos, manipulación por el Estado e così via, pero permite un fresco multicolor y penetrante del alumnado, una fenomenología en la que cualquiera puede reconocer a sus alumnos o a sus hijos. Pero es la mitad del panorama, media verdad, una verdad a medias, luego media mentira. La media mentira es la apología implícita del profesor en la trinchera, representado en la dura y difícil lucha contra la ignorancia de sus alumnos en vez de, digamos, suspirando por las vacaciones. Como lo es poner en el centro de la trama argumental el descrédito del esfuerzo, la promoción de curso con algún suspenso o la carencia de medidas contra los alumnos disruptivos, pero ninguna atención a la falta de control sobre el trabajo de un profesorado que, si lo desea, puede limitar su actividad a las horas lectivas, que recorre todos los escalones de la carrera por pura inercia sin control ni incentivo y jamás es sancionado por hacer las cosas mal ni por no hacerlas.
Algunas de estas obras no vacilan a la hora de las consecuencias. Si la ESO nos disgusta, acabemos con ella. No hablan de transformar en tal o cual sentido la enseñanza obligatoria y común, sino de dividir a los alumnos a los doce años entre los que irán la universidad, guiados por sus ilustrados profesores, y los que deben empezar ya a aprender un oficio para ir a trabajar. Tortosa, como Moreno y Orrico, aboga abiertamente por ello, y Penalva lo hace de forma implícita. Este modo de pensar dicotómico (o lo de antes o lo de ahora, o bachillerato o ESO, o igualitarismo a la baja o selección darwiniana, o alumnos incondicionales o que se vayan al taller) tiene que ver con otra característica común: la combinación del menosprecio por la pedagogía (y, de paso, la psicología, sociología, economía...) con el diálogo con los grandes pensadores, con el recurso directo a Sócrates o Rousseau, Platón o Kant. Pero lo que ha hecho avanzar a la humanidad, al menos en la modernidad, no ha sido la gran talla de unos pocos sino el empeño de muchos en una empresa científica sistemática. Nuestros autores combinan felizmente los grandes sistemas filosóficos (en sus particulares versiones como, por ejemplo, la muy forzada del diálogo del Menón para defender el aprendizaje como recuerdo, memorístico, obviando su inmanentismo, que conduce a la pedagogía esencialista de la que tanto se abomina) con toda clase de afirmaciones de andar por casa y sin fundamento. Podría alinearme con la crítica hacia numerosas ingenuidades de la pedagogía, pero su rechazo tout court es otra cosa: es el rechazo de las teorías de alcance medio, situadas entre las afirmaciones gratuitas y las grandes teorías, o entre las máximas de fácil aplicación pero sin fundamento y los excursos filosóficos sin aplicación ninguna; y, de otro, una manera oblicua de decir que no hay nada en la estructura del sistema, la organización de los centros y la de los docentes sobre lo que reflexionar.
Frente a esta retórica corporativa, claustrofílica en origen y claustrofóbica si no eres gremio, Mal de escuela es refrescante. Pennac no es un innovador de los que critican nuestros autores patrios, sino defensor de expedientes tan clásicos como la lectura, el dictado o la memoria. Pero habla desde ambos lados, docente y discente. Todo el mundo ha sido alumno, pero Pennac fue un mal alumno, un zoquete, y no de los que se vanagloria para situarse por encima de la institución y los mortales (ya se sabe: Dalí, Einstein y otros genios no reconocidos por sus profesores, o estrellas mediáticas que alardean de adónde han llegado con su ignorancia) sino uno al que todavía le duele la experiencia. Los redactores de las lamentaciones también fueron alumnos, y lo recuerdan, pero sólo para comparar el paraíso perdido (¡aquel bachillerato!) con el infierno actual (¡esta ESO!).
Me quedo con tres ideas del magnífico Mal de escuela. La primera, el dolor del zoquete, el sufrimiento del alumno a quien la institución y los profesores, y bajo su influencia la familia y los compañeros, royeron la autoestima. Según nuestros apocalípticos, nadie tan feliz como el adolescente que arruina una clase. Pero Pennac nos habla del dolor de no comprender y de sus daños colaterales, del dolor compartido del alumno, sus padres y (digo yo, con dudas tras leer a los otros) sus profesores. Lo que sucede es que los profesores indignados de hoy fueron alumnos encantados ayer, seguramente en su salsa. Advierte Pennac, buen conocedor de la retórica republicana, contra ese empeño en defender la escuela selectiva desde una retórica de izquierda según la cual se trataría de la única oportunidad de redención del buen alumno de las clases populares: «¡Se lo debo todo a la escuela de la República! ¿No será que quieres hacer pasar por virtudes tus aptitudes? [...]. Reducir tu éxito a una cuestión de voluntad, de tenacidad, de esfuerzo: ¿es eso lo que quieres?».
La segunda: basta un solo profesor para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás. Pennac no habla de grandes pedagogos, comunicadores carismáticos ni genios en su especialidad, que no sabe si lo fueron, sino de profesionales que en su vivencia de alumno o su experiencia de profesor marcaron la diferencia. Al contrario que aquellos otros que «parecía como si, año tras año, se dirigieran a un público cada vez menos digno de sus enseñanzas [y s]e quejaban de ello a la dirección, en los claustros, en las reuniones de padres», nos habla de profesores que no soltaban la presa, que no tenían por qué amarnos, pero nos tomaban en consideración. «Los profesores que me salvaron –y que hicieron de mí un profesor– no estaban formados para hacerlo. No se preocuparon de los orígenes de mi incapacidad escolar. No perdieron el tiempo buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a adolescentes en peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron atraparme. Se zambulleron de nuevo, día tras día, más y más... y acabaron sacándome de allí. Y a muchos otros conmigo. Literalmente nos repescaron. Les debemos la vida». Hermosa reivindicación del educador frente al mero enseñante, del profesional implicado frente al del yo no soy un trabajador social, del compromiso personal (que no ha de confundirse con la entrega misionera) frente a la dimisión del papel de adulto.
La tercera: si el profesor no está, ¿cómo iban a estar los alumnos? «¡Oh, el penoso recuerdo de las clases en las que yo no estaba presente! Cómo sentía yo que mis alumnos flotaban, aquellos días, tranquilamente a la deriva mientras yo intentaba reavivar mis fuerzas. Aquella sensación de perder la clase... No estoy, ellos no están, nos hemos largado». Qué lejos se encuentra esta visión bidireccional y recíproca del mensaje de desinterés («Tendremos que soportarnos») o la impaciencia por las vacaciones de la Crónica, o de la imagen de dos mundos incomunicados, el docente y el discente, el de la Ilustración en la trinchera frente al ataque de la Play Station. Viene a decir que poco puede pedir quien no está dispuesto a dar, que a qué ese escándalo por el desinterés de los alumnos si es patente en tantos profesores.
Sin fábula ni artificio, Pennac devuelve la palabra, y vuelve visible a ese mal alumno al que nuestros apocalípticos enviarían sin vacilación al taller de carpintería. A través de su historia como alumno y profesor (no de sus propios logros, sino de los logros de otros, lo que le hace resultar más sincero y verosímil), nos retrotrae a la utopía de la institución escolar en ascenso, a la convicción de que son pocos, muy pocos, los alumnos que no pueden ser llevados a lograr con éxito un nivel suficiente de educación, alimentada por el esfuerzo real no del alumno soñado (el alumno golosina), sino del profesor real con alumnos reales; algo muy distinto de la ideología autojustificativa y paralizante que se destila de la reacción defensiva de un gremio descolocado.
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