miércoles, 22 de abril de 2009

23-F: Anatomía forense

Hace unos días polemizaba a través del correo electrónico con mi amigo, el periodista argentino Alberto Atienza, sobre el diferente criterio que debemos asumir ante el contenido de una obra pretendídamente histórica, y por tanto construida con rigor académico y objetividad, y el de otra obra construida como una historia novelada o una novela con ínfulas históricas.

Alberto vive en la ciudad de Mendoza, en el centro-oeste argentino y con el Aconcagua a la vista, y escribe en un interesante blog colectivo que lleva el nombre de "La 5ta. pata" (1), cuya lectura les recomiendo. La discusión, amigable como no podía ser menos, surgió con motivo del cabreo de mi corresponsal con el contenido de una novela del escritor escocés, Phillip Kerr, titulada "Una llama misteriosa" (RBA, Barcelona, 2009), relativamente publicitada en España, sobre el desembarco en la Argentina peronista de los años 50 de numerosos jerarcas nazis huidos de Europa tras el fin de la II Guerra Mundial, en la que se mezclan sucesos históricos con embarazos de Eva Perón por ex-generales nazis...

He recordado esta discusión a causa de la reciente publicación de una nueva novela del escritor catalán, y profesor de Literatura española en la Universidad de Gerona, Javier Cercas (2), sobre los sucesos del 23-F, que lleva el titulo de "Anatomía de un instante" (Mondadori, Barcelona, 2009). ¿Novela histórica o historia novelada? No la he leído, pero pienso hacerlo. De momento, he recogido dos comentarios recientes sobre ella, ambos elogiosos pero, como no podía ser menos, desde ópticas diferentes: la del historiador y profesor de la UNED, Santos Juliá, titulado "Mientras zumbaban las balas" (El País, 22/04/09), y la del escritor y periodista Jesús Ruiz Mantilla, con el título "23-F. El juicio de los hijos" (El País Semanal, 12/04/09). Se los reproduzco más adelante para que ustedes se formen su propia opinión. Sean felices. Tamaragua, amigos. (HArendt)

P.S.: Hoy, Día del Libro, me he comprado "Anatomía de un instante", y ya lo estoy leyendo... (HArendt)


Notas:
(1) El blog "La 5ta. pata", en:
http://la5tapatanet.blogspot.com/
(2) Javier Cercas, en:
http://es.wikipedia.org/wiki/Javier_Cercas


Imágenes:
(1) El escritor Javier Cercas:
http://virutas.files.wordpress.com/2007/03/cercas.jpg
(2) Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado se enfrentan a los asaltantes:
http://www.nodulo.org/ec/2009/img/n084p21a.jpg
(3) El Tte.coronel, Antonio Tejero, irrumpe en el Congreso:
http://ve.kalipedia.com/kalipediamedia/historia/media/200707/12/hisespana/20070712klphishes_250_Ies_SCO.jpg





http://virutas.files.wordpress.com/2007/03/cercas.jpg
El escritor Javier Cercas




"MIENTRAS ZUMBABAN LAS BALAS", por Santos Juliá
El País, 22/04/09

Literatura e historia se unen en el nuevo libro de Javier Cercas sobre el golpe del 23-F. El autor rescata del mito, la mentira y la desmemoria aquel periodo en que lo único permanente era la improvisación.

Escribía hace años Juan Linz que la transición a la democracia, convertida en historia, en objeto de estudio científico, corría el riesgo de que, quienes no la vivieron, la consideraran "algo obvio, no problemático". Y tenía razón: el alud de libros, artículos, series de televisión, debates, coloquios, que cayó sobre ella fue creando una imagen en la que unos hombres procedentes del régimen y de la oposición habían tomado decisiones que con el apoyo de un pueblo ejemplar sirvieron para salir de la dictadura en un modélico ejercicio de moderación. A esta mirada, centrada en unas élites que se encuentran, negocian y acaban queriéndose, se añadieron sociólogos y politólogos que insistieron en lo natural del proceso, atribuyendo aquella moderación y buen espíritu a causas objetivas como el desarrollo económico de los años sesenta, el crecimiento de la sociedad civil, el auge de la clase media. La Transición, resumió Fabián Estapé, no la hizo Suárez, la hizo el Seiscientos, como diciendo: no hay que darle más vueltas; pasó lo que tenía que pasar.

Pero al cabo de muy pocos años, sobre este complaciente relato llovieron torpedos procedentes de los más diversos cuarteles. Así, cuando iban mediados los años noventa, la clase política se enzarzó en agrias disputas sobre el lastre franquista que la Transición nos habría dejado como herencia; departamentos de lenguas románicas de universidades americanas insistieron en la idea de un pacto maligno, determinado por el miedo, la aversión al riesgo, la cobardía y la traición a los ideales; militantes de la memoria histórica explicaron la historia por el silencio impuesto a una sociedad desnortada, presa de una amnesia colectiva; en fin, y por alargar la lista, para un buen plantel de historiadores, de aquí y de fuera, la Transición se redujo a una leyenda áurea, un mito inventado con el propósito de ocultar la única realidad: que todo cambió para que todo siguiera igual.

De modo que desde el Seiscientos del chiste hasta el bloque de poder del último estudio macizo sobre la Transición como mito, aquel carácter problemático evocado por Linz se ha ido evacuando por los sumideros de la memoria. Sin duda, no faltan quienes recogen y amplían lo mejor de los estudios de los años ochenta, como el excelente trabajo de Nicolás Sartorius y Alberto Sabio sobre el final de la dictadura. Pero entre la profusión de títulos sobre la mentira, el mito, la desmemoria, los pactos de silencio y olvido, las traiciones, la renuncia a la ruptura y demás maldades de la Transición, hemos perdido aquella sensación de incertidumbre, de ritmos espasmódicos, de dudas y riesgos, aquel no saber qué va a pasar mañana, un tiempo en que lo único permanente fue la improvisación. Entre la moderación trufada de consenso y el mito gestado para ocultar el miedo, va quedando como cubierto por un espeso manto de olvido todo lo que aquel tiempo tuvo de incertidumbre, lucha y aprendizaje.

Y cuando habíamos cambiado, como se cambian cromos, la aproblematicidad basada en teorías deterministas por otra construida sobre el mito, un nuevo relato de aquellos años golpea nuestra atención por su atrevimiento al colocar bajo potentes focos el instante en que confluyeron las conspiraciones y los equívocos que poblaron todos los días de aquellos años. Su autor ya había convertido en memorable otro instante, fruto del azar y de la piedad, en el que un soldado de la República descubrió en los últimos días de la Guerra Civil a un hombre acurrucado en un hoyo, le apuntó con su fusil, lo miró a los ojos, vaciló, dio media vuelta y se fue sin disparar, gritando a sus compañeros: no, por aquí no hay nadie. El hombre era Rafael Sánchez Mazas, un falangista; el soldado era un desconocido, ambos de carne y hueso; el que contaba la historia y la leyenda era un periodista de ficción en el que se disfrazaba un novelista, Javier Cercas. El instante, con su carga simbólica, era el anuncio del fin de la Guerra Civil.

Hoy no es la guerra, es la Transición, y el autor ha dejado caer su disfraz para presentarse en primera persona, con su documentación, sus dudas y sus conjeturas a cuestas. Y a este novelista, periodista, historiador, que tuvo dificultades para conversar de otra cosa que no fuera de política con su padre, antiguo falangista pasado por Acción Católica, le intriga un instante, también al borde de la muerte, también símbolo de la clausura de una época de tensión, de futuros inciertos y de presentes sembrados de trampas, mentiras y conspiraciones. Qué fogonazo iluminó la conciencia de aquel soldado de la República: ésa era la pregunta que guiaba la búsqueda del novelista; qué resorte interior, qué fuerza, qué coraje, qué sentimientos y recuerdos cruzaron por la mente de aquellos tres hombres -Suárez, Gutiérrez Mellado, Carrillo- que permanecieron sentados en sus escaños, inermes, mientras una turba armada de guardias civiles irrumpía en el Congreso y las balas comenzaron a zumbar sobre sus cabezas: ésta es la pregunta que anima ahora la búsqueda del historiador, que quiere saber algo más acerca de su padre y de la recusación que, cuando joven, sintió hacia su padre, o hacia lo que creyó que representaba su padre.

Lo hace con las armas de la literatura y de la historia. Las primeras, evidentes no sólo en el estilo, en las figuras del discurso a las que recurre con frecuencia, a veces con demasiada frecuencia: anáforas para reforzar gradaciones, quiasmos para expresar paradojas, por no hablar de otras aliteraciones y de las abundantes paráfrasis de que va sembrando aquí y allá su relato para expresar una duda, recalcar una sospecha, formular una conjetura, desarrollar una idea. Pero no se trata sólo de figuras retóricas, sino de la estructura del relato, con una acción que progresa en la tarde-noche del 23 de febrero de 1981, interrumpida por los flash-back que iluminan las biografías de estos tres hombres sentados en sus escaños del Congreso y de un cuarto hombre que, en la distancia del palacio de la Zarzuela, guarda hasta hoy el secreto de aquel día y de las conversaciones equívocas, irresponsables, de los días, semanas y meses que lo precedieron.

La anatomía del instante, junto a la indagación del sentido del gesto de estos tres héroes de la retirada erguidos en sus escaños, personalmente rotos y políticamente asediados por sus adversarios, que han conspirado para colocar en su lugar a una personalidad independiente, preferentemente un militar; pero también, o sobre todo, despreciados por gentes de sus propios partidos, que no aguantan más al chisgarabís falangista, al militar traidor o al comunista entregado, devuelve a los años de desmontaje de la dictadura y construcción de la democracia lo que nunca debió haber perdido: su singularidad, el momento excepcional que ocupa en la historia española del siglo XX, esa mezcla de audacia e incertidumbre, de aprendizaje del pasado y de echar al olvido el pasado, de coraje y miedo, de dos pasos adelante y uno atrás, de pesada carga de la herencia y frágil esperanza del futuro.

Hacía tiempo que no llegaba tan concentrado el fuerte olor de aquellos tiempos: héroes de la retirada, guiados por una ética no ya de la responsabilidad, sino de la traición, que desvelan en su postrer gesto político todo el sentido de un instante, solos frente a su pasado y su futuro, mientras sobre sus cabezas zumbaban las balas.

Y aquí habría acabado la historia si el autor no hubiera tenido la osadía de presentarnos a su padre en la ceremonia del entierro, todavía reciente. No es casual esta intromisión, como no lo era la del periodista, incansable hasta encontrar al soldado de la República. Entonces, Cercas simbolizaba en un instante de piedad el fin de una guerra; ahora, tras su largo viaje a las profundidades de la Transición, simboliza en otro instante, cuando ha terminado de desentrañar el significado del gesto de un comunista, un militar y un falangista que no se tiraron al suelo, la reconciliación del nieto de la guerra que es él con aquel niño que durante la guerra fue su padre. Y éste sí que es el fin de esta historia.





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Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado se enfrentan a los asaltantes (23/02/1981)




"23-F. EL JUICIO DE LOS HIJOS", por Jesús Ruiz Mantilla
El País Semanal, 12/04/09

Ese hombre solo, recostado con aparente tranquilidad en su escaño, puede que contemple la escena consciente de su gesto y puede que no. Un puñado de guardias civiles, pistola en mano, con un personaje al frente llamado Tejero, ha entrado en el Congreso para secuestrar la democracia y, casi sin mediar palabra, ha comenzado a disparar. Quizá él no se ha tirado al suelo, como casi todos, porque no tiene nada que perder. Porque ha sido abandonado por todos. Desde varios de sus colaboradores hasta el Rey, que no se inmutó cuando le presentó su dimisión. Quizá no ha capitulado porque al defender la dignidad de su cargo de presidente del Gobierno, todo el país, a partir de ese instante y pese a que en los días previos ha querido quemarlo en la hoguera, lo juzgará como un héroe.

Ese hombre, entre sombrío y decidido, desconcierta con la mirada, como en un duelo, la actitud de aquellos bárbaros uniformados que se han alzado en la tribuna de oradores con la dialéctica del ¡Se sienten, coño! y las ametralladoras. Pero no ha sido el único que ha permanecido sentado mientras tronaban los disparos. También lo han hecho su vicepresidente, el general Gutiérrez Mellado, y otro diputado, Santiago Carrillo, secretario general del PCE. Acaso las únicas dos personas que permanecieron junto a él hasta el final. Más que nunca en ese momento, cuando faltaban minutos para que lo dejara todo –se votaba la investidura de su sustituto, Leopoldo Calvo Sotelo–, pero él mismo no podía humillar esa encarnación de la soberanía popular metiéndose debajo de los bancos. Ya se habían ocupado de abaratar sus logros todos los demás conspirando en su contra. Desde el Ejército hasta la oposición, de la prensa a su propio partido, Unión de Centro Democrático (UCD), con varios de sus ministros incluidos. Por no hablar del mismo Rey, que durante meses había estado clamando a quien quisiera escucharle para que se lo quitaran de encima, según se desprende del último libro de Javier Cercas, Anatomía de un instante (Mondadori).

Pero ni aun así piensa tirarse al suelo. De esa forma, no. Bajo las amenazas del pistoletazo, no. Por la fuerza, no. “Porque no me daba la gana”, decía en una entrevista posterior. Para chulo él, listillo de Ávila, arribista en las postrimerías del franquismo y encantador de serpientes; guapetón, yerno perfecto para las suegras de toda España, tipo temerario y decidido. El mismo que hace días ha soportado la humillación de don Juan Carlos en La Zarzuela cuando aceptó sin rechistar su dimisión; el mismo que ha debido pasar el trago de aguantar cómo en su despacho, sin mirarle, sin pedirle que se lo pensara, sin hacer un gesto para frenar su decisión, el Monarca, sencillamente, ha llamado a su secretario y le ha dicho: Sabino, éste se va. Él, que hacía cinco años había confiado casi a ciegas en su instinto y su talento político para aniquilar el régimen y construir sobre sus ruinas una duradera monarquía parlamentaria que consolidase de nuevo a su dinastía…

El significado de ese momento ha dado pie a Javier Cercas para revisar los acontecimeintos que rodearon el 23-F en su nuevo libro. Sabe que va a dar que hablar porque se trata de una relectura generacional, distante, cruda y desprejuiciada de los hechos. La visión de una dinámica perversa y enloquecida que llevó al país hacia aquella tremenda equivocación. Un error que a punto estuvo de tirar abajo la todavía balbuceante democracia.

Fue una noche tensa. Horas con líneas de teléfonos al rojo vivo. Se jugaba una partida de póquer en los despachos, la calle y los cuarteles. Pero aquel precipicio estuvo en el ambiente durante meses. Era un clamor el descontento de los militares por la España de las autonomías, las cruentas campañas de ETA, la situación económica, la legalización del PCE y las reformas del Ejército. “Aunque éste no fue un golpe propiciado sólo por el descontento de los militares”, afirma mientras toma un café Javier Calderón, que entonces era hombre fuerte del CESID y años después escribió el libro Algo más que el 23-F, con su compañero Florentino Ruiz Platero.

Contra todo eso, el propio Suárez se encontraba impotente, acorralado, inerme. No hacía nada. Su actitud de encierro y resquemor alentaba a conspirar contra él a todos los niveles. La posibilidad de un Gobierno de concentración presidido por un general como Alfonso Armada no era una quimera para algunos, sobre todo para el propio Armada, hombre de ambición desmedida que se movía como una serpiente a todos los niveles. Ni siquiera era una locura para los propios socialistas que, en teoría, formarían parte de él y del que estaban prevenidos en una reunión que mantuvieron Armada y Enrique Múgica, número tres del PSOE, según relata Cercas en el libro.

“Claro que se sabía aquello. A mí me lo comentó el propio Rodríguez Sahagún, entonces ministro de Defensa. Era su principal preocupación”, asegura Alberto Oliart, que después del golpe ocupó también ese puesto y se encargó del juicio a los conspiradores. “Pero”, como comenta el propio Santiago Carrillo ahora, tranquilamente, fumándose un cigarrillo a sus 94 años en su casa, “una vez trasladas el poder a un militar, sabes que no va a dejarlo nunca”.

Aquello era una locura visto con distancia, pero no en mitad del meollo. La desgracia de Armada fue que esa noche coincidieron, por lo menos, dos golpes. El suyo, que le alzaría tras una increíble cadena de conspiraciones al poder más o menos por las buenas, y el de Tejero y su inspirador, Jaime Milans del Bosch, que tenían intenciones más cruentas. De hecho, el último había sacado los tanques por las calles de Valencia mientras el resto de mandos dudaban qué hacer, mostraban su lealtad a la Corona o esperaban órdenes no saben de quién.

La incapacidad de Armada de convencer a Tejero aquella misma noche para que le diera el mando e implantara la solución ansiada por él con un Gobierno de concentración lo echó todo por la borda. Según Carrillo, “Tejero montó el golpe, y Tejero se lo cargó”. Aquel hombre básico no podía consentir que después de habérsela jugado, Armada le ofreciera una salida digna en Portugal para él y para sus hombres y se diera entrada en ese futuro Gobierno a políticos socialistas, incluso comunistas. Ni la conversación telefónica de Tejero con Milans del Bosch en presencia de Armada, como relata Cercas, consiguió que diera su brazo a torcer. Ahí terminó todo.

¿Improvisación? ¿Ninguna planificación clara? Todo junto quizá. “Fracasó porque fue una auténtica chapuza”, comenta Calderón. Una chapuza que, pese a todo, “estuvo a punto de salir; eso es lo preocupante”, cree Cercas. Y una chapuza que precipitó la dimisión de Suárez…

De esa conversación en el Congreso de los Diputados hay testigos, pero no queda rastro. Cercas ha estado buscando las grabaciones que existen por varios sitios. Para llegar hasta ese desenlace ocurren muchas cosas. Primero, lo que él describe como la placenta del golpe.

La entrada de los guardias en el hemiciclo fue el resultado en parte de aquella confabulación universal que se desarrolló contra Suárez a partir de 1980. “Las operaciones políticas fueron el contexto que propició la operación militar. La placenta del golpe, pero no el golpe. El matiz es capital para entenderlo”, escribe Cercas.

En ese estado de ánimo conspirativo se encontraban todos: los partidos políticos, la prensa y el Ejército, que en aquella época era, asegura Alberto Oliart, “completamente franquista”. Suárez era el gran Satán. Para todos. Incluido el Rey, que le echaba la culpa de la situación. Éste es uno de los puntos más polémicos del libro. “Como casi toda la clase política, en los meses previos al 23 de febrero el rey se comportó de forma como mínimo imprudente y -porque para los militares él no era sólo el jefe del estado, sino también el jefe del ejército y el heredero de Franco-, mucho más que la de la clase política su imprudencia dio alas a los partidarios del golpe. Pero el 23 de febrero fue el rey quien se las cortó”. Eso escribe el autor. Y ahora puntualiza para El País Semanal: “Sí, es cierto que el Rey paró el golpe. Y a él, ante todo, debemos agradecerle su reacción aquella noche, pero es igual de cierto que sus indiscreciones y su deseo de acabar con Suárez también lo facilitaron”, sostiene Cercas. Una afirmación que tiñe de luz y sombra el papel del Monarca. Una de las tesis fundamentales.

Esas supuestas indiscreciones, sin duda, empujaron a Armada a lanzarse hacia la aventura. El general había sido tutor de don Juan Carlos desde la adolescencia. Su relación siempre fue especial. ¿Debió escoger el Rey otras personas con las que desfogarse por aquel entonces? Sin duda, sí. Más, a juzgar por la manera de ser de un hombre como Armada. Sinuoso y “con una enorme ambición, según me han contado quienes fueron compañeros suyos y le conocieron a fondo”, afirma Oliart. “Era una de esas personas que confunden su ideología con la verdad absoluta, como buen miembro del Opus”, afirma Javier Calderón. Para muestra, el teniente general hoy retirado recuerda una frase que le dijo Gutiérrez Mellado a Armada con ocasión de alguna de esas apocalípticas conversaciones que mantuvieron en la transición: “Alfonso, tú eres uno de esos exaltados que, con tal de salvar al Rey, te cargas la monarquía”.

Su papel fue extraño y huidizo, como el de una auténtica culebra, en la gestación del golpe. Pero hoy nadie duda de que el conocido como Elefante Blanco, aquella autoridad que iba a presentarse en el Congreso después del asalto, era él. Lo supo Suárez, lo sostiene Cercas, lo contaron los periodistas José Luis Barbería y Joaquín Prieto en su larga investigación titulada El enigma del elefante, todavía hoy de referencia. Lo afirma sin ningún género de dudas Carrillo. “A Suárez nunca le gustó la idea de Rodríguez Sahagún de nombrarle segundo jefe del Estado Mayor en los meses previos al golpe. Es más, se lo reprochó delante de mí y del Rey en una reunión posterior en La Zarzuela”, comenta el ex líder comunista.

Durante meses, Armada fue inoculando en los cuarteles y en los cenáculos la idea de que el Rey estaba en peligro y a continuación se postulaba como presidente de un Gobierno de concentración. Sus ambiciones confluyeron con las de otros. Las de Milans y Tejero, que ya había realizado sus ensayos en la Operación Galaxia. Por eso utilizaron también su nombre para justificar las acciones y provocaron una confusión monumental con ello entre los mandos de los cuarteles. Sobre todo en Madrid, donde el general Juste, entonces jefe de la División Acorazada Brunete, esperaba noticias de La Zarzuela. Más cuando su colega Torres Rojas, encargado por los golpistas de tomar el mando de la Brunete, actuaba de manera extraña.

Pero una de esas casualidades que unen el sexto sentido con la intuición y la habilidad detuvo lo que podía haber cambiado todo. El cometido de Armada aquella noche consistía, a toda costa, en conseguir permiso para subir al palacio a detallarle la situación al Rey. Una vez se supiera en algunos cuarteles que estaba allí, no habría hecho falta otra explicación para decantarse a favor o en contra. Cuando Juste y Sabino Fernández Campo hablaron, el jefe de la División Acorazada preguntó si Armada estaba ya en La Zarzuela, a lo que Fernández Campo respondió: “Ni está, ni se le espera”. Una frase determinante para Juste.

Aquella pregunta encendió las alarmas de Fernández Campo. Según quienes le rodeaban, y como recordaron Prieto y Barbería, el secretario del Rey, al colgar, sólo dijo: “Huy, huy, huy”. Y se dirigió al despacho donde se encontraba el Monarca. Justo al tiempo, Armada había conseguido hablar por teléfono con el Rey. Cuando Fernández Campo apareció por la puerta le desaconsejó que le diera permiso a Armada para venir al palacio de la Zarzuela. “Es mejor que te quedes donde estás”, le ordenó.

Ese cúmulo de casualidades, que fueron recogidas primero por Prieto y Barbería y narradas en la serie que emitió el pasado febrero Televisión Española, desmontó en buena parte el golpe. Pero sí consiguió Armada permiso para acudir al Congreso a mediar, según sostenía él, para no delatarse como líder de la conspiración, con Tejero. No estaba claro entonces qué cartas jugaba el general. Fernández Campo le advirtió de que en ningún caso utilizara el nombre de la Corona. “El Rey no tiene nada que ver con esto. ¿Está claro?”, le ordenó Sabino. Pero, ¿era esa garantía suficiente para alguien que se había llenado la boca en su nombre? ¿Qué les hacía suponer en La Zarzuela que no lo haría? “Fue un error, a mi juicio”, dice Calderón. “Un error quizá comprensible por la situación, pero muy peligroso”, cree Cercas.

Armada no logró convencer a Tejero. Lo que ocurrió después también lleva a Cercas a sacar una conclusión polémica. Nada más y nada menos que sobre el discurso que pronunció el Rey aquella noche. Sirvió para desmontar el golpe. El de Tejero. Pero ya que la solución Armada también se presentaba como una salida constitucional, pudiera haber explicado esa otra opción.

Éstas fueron las palabras del Rey: “Cualquier medida de carácter militar que, en su caso, hubiera de tomarse, deberá contar con la aprobación de la Junta de Jefes de Estado Mayor. La Corona, símbolo de la permanencia y la unidad de la patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum”.

La interpretación del autor del libro es polémica. “Las palabras tienen amo, y es evidente que si Armada hubiese conseguido pactar con los líderes políticos el Gobierno previsto por los golpistas y presentar como solución al golpe lo que en realidad era el triunfo del golpe, esas mismas palabras hubieran continuado significando desde luego una condena a los asaltantes, pero hubieran podido pasar a significar un espaldarazo”, apunta Cercas. “Eran una condena al golpe de Tejero, pero no necesariamente al de Armada”.

El caso es que no hubo manera de llegar a la siguiente fase. Armada abandonó la sala en la que discutió con Tejero muy irritado: “¡Este hombre está loco!”. La salida de los diputados fue tranquila. El cansancio les confundía. El propio Suárez, al ver allí a Armada, creyó que había acudido a mediar realmente y que gracias a su intervención se había reventado todo. El presidente del Gobierno, que siempre le consideró un conspirador, durante unas horas pensó que estaba equivocado con Armada. “Incluso se lo dijo al Rey. Y fue el propio don Juan Carlos quien le devolvió a la realidad: ‘No estabas equivocado. Ha sido él quien lo ha montado’, le dijo”, recuerda hoy Carrillo.

El caso es que visto así, con distancia, el golpe del 23-F no pudo escapar de un complicado nudo paradójico. Entre sus tensiones, bajo sus motivaciones y a juzgar por lo que ocurrió después, aquel acontecimiento despertó e hizo madurar al país. Lo que parece claro es que España andaba ya muy poco dispuesta a ser tutelada. Que la tradición de los salvapatrias parecía ya ridícula a los ojos de la mayoría. En los meses previos, que un militar volviera a poner orden, para muchos –clase política incluida– se antojaba como la mejor opción.

¿Y la calle? La calle no quería tensiones. No quería uniformes en los bancos del Gobierno. No quería revivir el fantasma de la guerra. “Sentido común”, dice Cercas. “Es a lo que aspiraban”. Eso tan preciado que no le podían ofrecer entonces dirigentes, periódicos exaltados, diplomacias vigilantes –como la de Estados Unidos–, militares que veían esfumarse a base de reformas necesarias todo su peso, su poder.

“El golpe terminó con la Guerra Civil, con el franquismo y con la transición a la vez”, concluye Cercas. Es algo que apoya Santiago Carrillo: “Muy posiblemente fue así”, dice este personaje clave en la arquitectura que devolvió la democracia a los españoles. Sin embargo, ese papel crucial de la izquierda en la transición corre peligro, según ellos dos, de ser barrido de la memoria colectiva. “Existe un revisionismo de aquel periodo preocupante. La transición fue un logro sobre todo de la izquierda al que últimamente parece que ha renunciado. No se puede colgar esa medalla la derecha”, afirma Cercas. “Yo creo que es algo que debía constar y reivindicarse entre los logros de la historia del Partido Comunista, principalmente, y me da la impresión de que se está dejando pasar”, asegura Carrillo. “Me empiezan a cansar ciertas cosas de lo que llaman la memoria histórica”.

El viaje de Carrillo hacia la reconciliación fue largo. Primero, en el exilio. Después, en la transición. Demasiado para pagar todo un sacrificio. Aquella noche, Carrillo pensó que le podrían matar cuando fue conducido a la Sala de los Relojes. “Al entrar vi que allí estaban cara a la pared Felipe González y Alfonso Guerra. En otra parte, Rodríguez Sahagún, y junto a mí, Gutiérrez Mellado”.

Ironías de la historia. Aquellos dos hombres enfrentados antaño en la guerra cumplían esa noche castigo hombro con hombro. Compartieron cigarrillos y meditaciones. Porque los guardias que los tenían vigilados con sus Cetme no les dejaban hablar. Javier Cercas ha reparado en esa casualidad. Durante la guerra, cuando Carrillo era uno de los responsables de la seguridad en Madrid, Gutiérrez Mellado pasó una temporada en la prisión de San Antón, de donde salían las sacas en camiones que llevaban a Paracuellos de Jarama. El que fuera vicepresidente suarista se salvó entonces. “Fuimos enemigos en la Guerra Civil y esa noche defendíamos la misma causa”, cuenta ahora Carrillo en la misma Sala de los Relojes.

De vez en cuando, Tejero se paseaba a ver a los prisioneros. Suárez estaba en otra sala. El golpista solía desafiarles con la mirada. Algunos la evitaban. El presidente del Gobierno, no. Que no les faltaban ganas de ejecutarle, saltaba a la vista. De haber triunfado el golpe de Tejero y Milans, pocos dudan de que lo habrían pasado por las armas. Esa noche, el cabecilla sublevado le dio una pista. Le amenazó con la pistola. Suárez le contestó con una orden: “¡Cuádrese!”. Cercas lo recuerda. De todas las anécdotas del heroísmo suarista esparcidas por sus hagiógrafos, da crédito a pocas. Una es ésta, que no es poca cosa.

La tensión se palpaba en el hemiciclo, en los pasillos y en los salones donde los cargos y los políticos permanecieron apartados. A Antonio Chaves le tocó vivirlo todo muy de cerca. Entonces trabajaba como ujier; ahora sigue en el Congreso, pero le cuesta recordar aquel día. Cómo entró al hemiciclo avisando de que llegaban hombres armados, cómo se tiró al suelo cuando escuchó los disparos, cómo le caían casquillos y cascotes encima de la cabeza. Cómo Tejero le pidió que le buscara un sitio discreto para hablar con Suárez. “Les metí en esta habitación”, comenta entrando en una pequeña sala que queda a la derecha de la tribuna de oradores cruzando una puerta.

¿De qué hablaron? “No pienso contarlo. Sólo diré una cosa. Yo en esos años era de izquierda, casi revolucionario, pero me impresionó la dignidad con la que se mantuvo en su sitio; a partir de ese día me hice incondicional suyo”. En un momento determinado, le llevó un cigarrillo. “Años después, iba paseando por la plaza de Oriente y un coche oficial se detuvo junto a mí. Se bajó la ventanilla y era Suárez. ¿Sabes qué me dijo?: Antonio, te debo tabaco”.

Cuando este empleado del Congreso abandonó el recinto, los guardias estaban acabando con las reservas del bar. “Bebían de todo. Unos iban de chulos y otros estaban por las esquinas llorando”. Tampoco la actitud de los empleados del Congreso fue unánime. “Muchos se pusieron a las órdenes de Tejero. Estaban encantados”.

La noche acabó con los golpistas abandonando el Congreso por la puerta y las ventanas. Lo difícil era juzgarlos. Pero se hizo. Y en aquel ambiente. Estaba claro que el Ejército franquista se había aniquilado a sí mismo. Alberto Oliart, que fue ministro de Defensa, lo recuerda. “Fue complicado, pero logramos lo que nos habíamos propuesto: que se celebrara y se dictara una sentencia con arreglo a la ley”. Pero fue polémico. Dos de los responsables principales, Tejero y Milans, fueron condenados a 30 años. Armada, al principio, sólo a seis. El Tribunal Supremo quintuplicó la pena.

Aquel juicio cerró un capítulo ejemplarizante. Cercas ha llegado 28 años después para revisar muchos puntos oscuros. Hizo algo similar con la Guerra Civil en Soldados de Salamina. Fue el juicio de los nietos a esa parte de la historia. Ahora ha dictado la sentencia de los hijos de la transición.

ANTONIO CHAVES. Ujier en el Congreso de los Diputados: "Alguien más entre los civiles debía de estar al tanto de aquello; si no, no se entiende".

Vio cómo entraban con sus armas y dio la voz de alerta. Después presenció cosas de las que pocos han sido testigos. “Tejero pidió que buscara una habitación para hablar con Suárez. Les metí en la sala de ujieres. Escuché y vi cosas que no voy a contar”, avisa. ¿Insultos? ¿Humillaciones hacia quien los golpistas consideraban el culpable de todos los males? “En todo momento, mientras yo estuve allí, trataron a Suárez con respeto. Pero se respiraba la tensión”. En aquel pequeño cuarto [en la foto] y en todo el recinto. No se quedó allí toda la noche. “Nos obligaron a salir. Primero, de la habitación donde les dejamos. Yo al principio me hice el loco, pero luego Tejero lo pidió de peor manera y uno de los guardias me apuntó la salida con su arma”. Después, él mismo negoció con los asaltantes que el personal del Congreso abandonara el lugar. “Nos fuimos al Palace y luego quisimos volver a entrar, pero no nos dejaron”. Le queda una duda: “Entre los civiles, alguien más debía de estar al tanto”.

JAVIER CALDERÓN. Hombre fuerte del CESID en la noche del 23-F: "Tejero pensaba que los militares eran unos calzonazos, por eso provoca el golpe"

A Javier Calderón, por haber formado parte de la cúpula del CESID mientras se cocía el 23-F, le han visto con resquemor en algunos sitios. La participación de algunos miembros de los servicios de información siempre ha planeado por encima de su cabeza. Pero Javier Cercas cree que en el caso de Calderón no hay asomo de duda. Este teniente general retirado pasó la noche protegiendo a los que estaban fuera del Congreso y tratando de enterarse de lo que ocurría dentro. Siempre fue fiel a un amigo: el general Gutiérrez Mellado. De quienes se descubrieron después como motores del golpe, sabe con certeza que uno de ellos, sobre todo, empujó a los demás. Cuando Adolfo Suárez dimitió como presidente del Gobierno acabó con la razón principal del golpe: ser defenestrado. Pero ellos siguieron. Ahora o nunca, pensaron los más duros. “Tejero creía que los militares eran unos calzonazos, que si no los provocaba, no se sumaban”. El guardia civil se lió la manta a la cabeza, apostó y perdió.

SANTIAGO CARRILLO. Secretario general del PCE y diputado en 1981: "No me tiré al suelo porque pensé: ¿qué dirán mañana mis hijos?".

Poco después de que los golpistas entraran en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, algunos líderes políticos fueron apartados de sus escaños. A Santiago Carrillo, líder del PCE, le condujeron a la Sala de los Relojes (en la imagen). “La recordaba más grande. Ahora me parece pequeña. Estuvimos 10 personas aquí: Felipe González, Alfonso Guerra, Rodríguez Sahagún, Gutiérrez Mellado, yo y los guardias que nos vigilaban”, comenta al volver a entrar ahora. El dirigente comunista mantuvo en todo momento una actitud ejemplar. “Pensé que en cualquier momento podrían matarme”, aseguró. Fue, junto a Adolfo Suárez y el general Gutiérrez Mellado, entonces vicepresidente del Gobierno, el único que permaneció sentado mientras tronaban los tiros. “No me tiré al suelo porque, entre otras cosas, pensé: ¿qué diran mañana mis hijos?”.

MARIANO REVILLA Y RAFAEL LUIS DÍAZ. El técnico y el cronista de la cadena SER que relataron el asalto: "Sobre el golpe existe todavía un silencio pactado".

Mariano se las arregló para dejar conectado todo el equipo, y Rafael, para contar lo que pudo. Su relato es a día de hoy una pieza mítica en la historia de la radio. “Lo más importante era que no cortaran la conexión”, asegura Mariano Revilla. Al fin y al cabo, se trataba del único sonido ambiente que llegaba al exterior. Sacó los equipos con disimulo, pero dejó un micrófono tirado en el suelo para que captara el ambiente. Un micrófono que Rafael fue escondiendo cuidadosamente con los pies para que nadie viera lo que ocultaba. “Ése finalmente lo desconectaron. Pero la salida de los micrófonos de la sala a la que teníamos acceso directo, no”, recuerda Revilla. “A las dos horas nos soltaron. Lo normal quizá hubiera sido marcharnos a casa. Pero nadie se movió de la zona. Estuvimos trabajando toda la noche hasta el final”, afirma Rafael. Fue una noche para periodistas de raza. Pero un episodio del que aún quedan dudas. “Creo que hay un silencio pactado. Sólo conocemos la punta del iceberg”, asegura Rafael Luis Díaz. Revilla, a su lado, sencillamente asiente.





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El Tte. coronel Tejero irrumpe en el Congreso (23/02/81)




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