jueves, 11 de septiembre de 2025

DE LAS VOCES DE AGOSTO

 








Hay que poner el oído para distinguir las palabras o los trinos de los justos entre el griterío y el ruido, dice en  El País [Voces de agosto, 06/09/2925] el escritor Antonio Muñoz Molina. Recordaré este agosto, comienza diciendo Muñoz Molina, por las mañanas frescas y tempranas en el campo y los atardeceres de conversación y lectura junto a un balcón abierto de par en par a una vega regada por un río rumoroso y a un cielo en el que, apenas se aliviaba algo el calor, volaban en sus cacerías de insectos las golondrinas y los vencejos. Las golondrinas tenían sus nidos bajo los aleros del edificio de un banco clausurado. Los vencejos se arrojaban temerariamente al vacío desde el campanario de la iglesia. Más al fondo, al otro lado de los límites del paraíso casero que uno puede habitar en verano, crepitaba el horror sin pausa de los incendios y el de la matanza y la destrucción en Gaza, los desplazamientos de los ya desplazados entre las ruinas, los disparos a la cabeza de los que mueren de hambre, las ruinas bombardeadas de nuevo con una saña de exterminio en la que se mezcla el belicismo bárbaro y teológico del Antiguo Testamento con la eficiencia de las últimas tecnologías. Es el verano en el que Israel ha decidido convertirse colectivamente en un país criminal, e infamar de manera irreparable la memoria de la Shoah: son ahora voces israelíes las que proponen que los palestinos sean deportados en masa a Sudán del Sur, idea quizás inspirada por las propuestas nazis de limpiar Europa de judíos enviándolos a Madagascar; son el Gobierno y el ejército de Israel los que provocan en Gaza imágenes de seres humanos como esqueletos apenas vivientes que nos recuerdan a las del gueto de Varsovia.

Entre las voces del verano habrá que incluir a esos soldados que desertan por vergüenza y asco de lo que su propio ejército está haciendo; y a los miembros de las asociaciones cívicas israelíes que claman contra lo que ellos mismos llaman sin reparo genocidio, y reciben el desprecio, el acoso y hasta la agresión física de sus conciudadanos ahítos de venganza.

Recordaré esas voces aisladas y valientes, que reivindican una ética judía basada en la fábula de los 36 justos: en cada generación hay 36 personas que no se conocen entre sí, y que viven vidas muchas veces anónimas, pero que por sus actos de bondad, compasión y sentido de la justicia compensan la iniquidad de la mayoría de sus contemporáneos y logran que el mundo no sea destruido.

Hay que estar alerta por si uno se cruza con alguno de los justos; hay que poner el oído para distinguir sus voces entre el griterío y el ruido. En los atardeceres por fin respirables del agosto tardío, me ha sustentado una voz que dejó de escucharse en alto hace ya más de 60 años, la de Rachel Carson, pero que ha perdurado y se ha ido haciendo más urgente con el paso del tiempo. Rachel Carson murió en 1964, a los 57 años, vencida por el cáncer que no había dejado de minarla mientras terminaba el libro que yo he leído de nuevo este agosto, Primavera silenciosa. El título parece de un libro de poemas, pero es un ensayo de alta divulgación científica, y también un alegato contra la ceguera y la soberbia humanas, y una celebración de la belleza y la complejidad del fenómeno inusitado de la vida en la Tierra.

Rachel Carson escribía, por decirlo con la expresión de Vladimir Nabokov, con el vuelo de la imaginación de la ciencia y la exactitud de la poesía. Con Primavera silenciosa, fundó de golpe el movimiento ecologista moderno, de la misma manera inesperada y radical en que Jane Jacobs, hacia esos mismos años, fundó lo que podría llamarse el urbanismo humanista. Jane Jacobs fue otra voz solitaria y rebelde que se alzó contra la visión autoritaria de la ciudad favorecida por los discípulos intransigentes de Le Corbusier y los halcones de la especulación inmobiliaria y la destrucción del tejido tradicional de las ciudades para someterlas al tráfico privado.

Sin Jane Jacobs, es muy probable que el entorno viviente y pastoral de Washington Square en Nueva York fuese ahora un tramo de autopista. Sin la denuncia apasionada de Rachel Carson, la pérdida de la biodiversidad a la que ahora mismo nos enfrentamos habría sido mucho más veloz y catastrófica, y esa “primavera silenciosa” sobre la que ella alzó la voz más alta que nadie quizás ya se habría consumado. Las investigaciones infernales sobre armas químicas de los laboratorios militares durante la II Guerra Mundial dieron paso al desarrollo de insecticidas y herbicidas como el DDT, que se publicitaban contra remedios contra las plagas dañinas de la agricultura, y que atacaban la salud humana. El lenguaje y la estrategia de los inventores de plaguicidas cobraba una resonancia militar: se atacaba a los parásitos de un campo de algodón o de un bosque como a tropas invasoras, bombardeándolos no con proyectiles ni metralla, sino con nubes de insecticidas lanzadas desde aviones que no mucho antes habían volado sobre los frentes de guerra en Europa o en el Pacífico. La mentalidad bélica se unía al triunfalismo del progreso, que también tenía sus connotaciones guerreras, pues se hablaba del triunfo del hombre sobre la naturaleza, y de la derrota incondicional de las hierbas y los insectos invasores.

Era, escribe Carson, una aproximación a mano armada al mundo natural. Bióloga marina por su formación, y dotada de ojos y oídos y sensibilidad hacia todas las formas de vida, observó cosas en las que parecía que nadie hubiera reparado, salvo campesinos sin graduación y mujeres aficionadas a la jardinería y a los pájaros, y científicos que publicaban sus hallazgos en revistas muy minoritarias. Los compuestos químicos de los insecticidas y los herbicidas mataban rápidamente a los peces y a los pájaros, bien por influencia directa, bien a través de esa trama de conexiones muchas veces invisibles para la mirada humana que sostienen el equilibrio de la vida, lo que Carson describe como el tejido o la trama en los que se sustenta. El compuesto químico destinado a eliminar una especie de hormiga dañina para la agricultura se filtra a la tierra y envenena a los gusanos de los que van a alimentarse los pájaros. Eliminados los pájaros, se multiplican las especies de insectos que hasta entonces ellos se comían, convirtiéndose en nueva plaga contra la que harán falta venenos químicos todavía más potentes, porque los insectos, que se reproducen muy rápido, evolucionan más rápido aún, en virtud de la selección natural: los más fuertes sobreviven, y transmiten a su descendencia una inmunidad creciente a los insecticidas. Y los mismos venenos que contaminan las aguas y el aire se trasmiten a los alimentos de los seres humanos, y hasta la leche materna y el líquido amniótico en el que se remueve un feto están contaminados.

A Rachel Carson apenas le dio tiempo a disfrutar la resonancia de su libro, aunque sí a padecer las calumnias, los insultos, las vejaciones que arreciaron contra ella, muchas veces organizadas y financiadas por las empresas de productos químicos, otras nacidas de la simple arrogancia, abrumadoramente masculina, de los presuntos expertos. La acusaban de no tener un doctorado, de ser solterona y resentida, de tener una mentalidad de señora cursi aficionada a los pajaritos y a los conejos de peluche, de defender un oscurantismo que nos llevaría de vuelta a las epidemias medievales. De Jane Jacobs también dijeron arquitectos y urbanistas de mucho currículum que era un ama de casa que solo pensaba a empujar un carrito de bebé por los parques. Cuando estoy en Madrid me acuerdo de Jane Jacobs, y en el campo leo a Rachel Carson y tomo nota con melancolía de cuánto han disminuido desde que yo era niño los pájaros y los insectos, y me alegro más aún cuando los veo y los escucho, y cuando soy capaz de apreciar el modo en que sus existencias casi siempre ignoradas están conectadas con las nuestras. Las voces de los justos no son tan solo sonidos humanos. Antonio Muñoz Molina es escritor y miembro de la Real Academia Española.

















ARCHIVO DEL BLOG. SE BUSCAN POLITICOS, RAZÓN: ¿EPIDEMIA? PUBLICADO EL 12/09/2018

 







Los abandonos de Domènech y Sáenz de Santamaría exponen el desgaste de un oficio desprestigiado, escribe en El País su columnista Rubén Amón: La política no está fuera de la sociedad, pero la tentación de desprestigiarla y el desgaste que supone desempeñarla implica que muchos profesionales adecuados hayan emprendido otras alternativas menos perseguidas y devaluadas. La precariedad de nuestros líderes contemporáneos podría atribuirse a la singularidad generacional, pero también cabría preguntarse hasta qué extremo la política ahuyenta a las mujeres y los hombres cabales por haberse convertido en un camino excesivo de heroísmo o de vanidad. 
No estaba prevista la “espantá” de Xavi Domènech, comienza diciendo Amón,  y sí parecía inminente la retirada de Soraya Sáenz de Santamaría, pero uno y otro caso, no digamos el abandono de Mariano de Rajoy, acreditan el feroz desgaste de la política, la sobreexposición de sus artífices y sus protagonistas.
La opinión pública reniega de ellos a semejanza de una estirpe maldita, así es que el desprestigio de la profesión desdibuja el espacio institucional y conlleva el peligro de una crisis de vocaciones. ¿Qué razones habría para dedicarse a la política?
Las razones para eludirla como oficio o devoción se amontonan. Y no solo por la precaria remuneración de la mayoría de los cargos públicos, sino porque la vida del político queda escrutada desde el primer balbuceo -del primer tuit, de la primera borrachera- y porque la eventualidad de una imputación -haya o no condena después- equivale a la muerte civil.
Predominan los políticos honestos y las gestiones transparentes, pero la escandalera de los casos de corrupción y los procesos de descapitalización que emprenden los propios partidos -purgas, ajustes, catarsis...- malogran cualquier expectativa de rehabilitación gremial. De hecho, la nueva política busca caminos de credibilidad y de tolerancia castigándose con la devaluación de los propios sueldos. Como si el dinero alojara un veneno. Y como si no fuera precisamente la emancipación salarial el reflejo de un mérito y la garantía contra las tentaciones del sobre, la comisión, la prosaica recalificación de un terreno.
Resulta tentador y hasta supersticioso restringir el problema de la corrupción española a la clase política, incluso conviene establecer una jerarquía de la responsabilidad, pero ya escribía el economista italiano Slyos Labini que la corrupción no arraiga en una sociedad sana. Y la nuestra se resiente de la picaresca antropológica, de los resabios posfranquistas, de la falta de ejemplaridad en que incurren las instituciones, la clase política y la Administración, es verdad, pero también del comportamiento mimético de los ciudadanos en la estrategia de los atajos.
No siendo noruegos ni daneses, los españoles nos hacemos los suecos. Exageramos la corrupción ajena sin reparar en la propia. Y engendramos, vuelta a vuelta, la sociedad mareante de la desconfianza y de la suspicacia, muchas veces mamando del mismo Estado al que hacemos trampas.
La política no está fuera de la sociedad, pero la tentación de desprestigiarla y el desgaste que supone desempeñarla implica que muchos profesionales adecuados hayan emprendido otras alternativas menos perseguidas y devaluadas. La precariedad de nuestros líderes contemporáneos podría atribuirse a la singularidad generacional, pero también cabría preguntarse hasta qué extremo la política ahuyenta a las mujeres y los hombres cabales por haberse convertido en un camino excesivo de heroísmo o de vanidad. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



















DEL POEMA DE CADA DÍA. HOY, EN LO MÁS NEGRO DEL VERANO, DE BLANCA VARELA

 







EN LO MÁS NEGRO DEL VERANO




El agua de tu rostro

en un rincón del jardín,

el más oscuro del verano,

canta como la luna.


Fantasma.

Terrible a mediodía.

A la altura de los lirios

la muerte sonríe.

Sobre una pequeñísima charca,

ojo de dios,

un insecto flota bocarriba.

La miel silba en su vientre

abierto al dedo del estío.


Todo canta a la altura de tu rostro

suspendido como una luz eterna

entre la noche y la noche.


Canta el pantano,

arden los árboles,

no hay distancia,

no hay tiempo.


El verano trae lo perdido,

el mundo es esta calle de fuego

donde todas las rosas caen y vuelven a nacer,

donde los cuerpos se consumen

enlazados para siempre

en lo más negro del verano.


En un rincón del jardín

bajo una piedra canta el verano.

En lo más negro,

en lo más ciego y blanco,

donde todas las rosas caen,

allí flota tu rostro,

fantasma,

terrible a mediodía.




BLANCA VARELA (1926-2009)

poetisa peruana


























DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY JUEVES, 11 DE SEPTIEMBRE DE 2025

 





























miércoles, 10 de septiembre de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY MIÉRCOLES, 10 DE SEPTIEMBRE DE 2025









Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 10 de septiembre de 2025. El amor no es un simple afecto, sino la fuerza que nos arraiga a la vida y el cauce que nos comunica con todo lo existente, comenta el filósofo Rafael Narbona en la primera de las entradas del blog de hoy. En la segunda, un archivo del blog de marzo de 2019, el escritor Lluís Uría comentaba unas palabras de Stefan Zweig en el prefacio de sus memorias, El mundo de ayer: Nací en 1881 en un imperio grande y poderoso, la monarquía de los Habsburgo –escribió –; pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro. El poema del día, en la tercera, se titula Desterrados, es de la poetisa española Eva Rodríguez Mínguez, y comienza con estos versos: Miro el paisaje atado a mis ojos/su verdor terrible/ambos desterrados/grises testigos/de un mundo sobreexpuesto. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "ἡμεῖς ἀπιοῦμεν" (nos vamos); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt
 












DEL ELOGIO DEL AMOR

 






El amor no es un simple afecto, sino la fuerza que nos arraiga a la vida y el cauce que nos comunica con todo lo existente, señala el filósofo Rafael Narbona en ‘Elogio del amor’ (Roca Editorial, 2025), publicado parcialmente en la revista Ethic [Elogio del amor, 29/08/2025]. Durante dieciocho meses, comienza diciendo Narbona, escribí sobre la felicidad y, al poco de finalizar mi trabajo, la vida me propinó uno de esos golpes «tan fuertes» que «abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte», según las palabras de César Vallejo en Los heraldos negros.

Cuando Maestros de la felicidad comenzó a circular por las librerías y fui invitado a distintas ciudades para hablar del libro, sentí que la vida ponía a prueba mi elogio del optimismo. Durante semanas, quizá meses, viví un doloroso conflicto interior. Dividido entre lo que decía y lo que sentía, experimenté la sensación de ser un impostor. ¿Me había equivocado? ¿Acaso la vida solo era ruido y furia, como asegura Shakespeare en Macbeth? ¿Se podía ser feliz en un mundo saturado de guerras, hambrunas, catástrofes naturales y enfermedades? ¿Sería mejor no haber nacido o poner fin a todo con un gesto fatal?

En algunos momentos pensé que sí, que el sufrimiento era la nota más característica de la vida y que la nada constituía la mejor alternativa para huir del dolor. Sin embargo, en mitad de la tormenta, cuando la adversidad mostraba su faz más amarga, surgieron inesperados islotes de dicha. Siempre recordaré con gratitud el rostro de Vivien Leigh en el pequeño televisor de un hospital durante una noche aciaga. Contemplar los ojos verdes de la actriz me recordó que ninguna catástrofe puede borrar la belleza de este mundo. Obstinada e indomable, siempre asoma por una esquina, invitándonos a abrazarla.

Unos días después, cuando ya había abandonado el hospital, el mar de la estepa castellana, con sus crestas verdes, amarillas y ocres, volvió a mostrarme la belleza del pequeño rincón del cosmos que sirve de morada a nuestra especie. Al observar un álamo blanco, con su tronco salpicado de musgo y sus ramas desnudas, impacientes por acoger las hojas de la próxima primavera, pensé que la belleza era mucho más que un fenómeno estético. El sol que bañaba esa cálida mañana de invierno me decía que aquel álamo, una espiral de blancura enredada en el aire, era un signo de la verdadera naturaleza del mundo.

Aunque la vida duela en ocasiones hasta el extremo de despertar el anhelo de no ser, alberga un don asombroso que puede curar todas las heridas. Me refiero al amor, que se hizo visible con ese álamo blanco y su capacidad de evocar los paseos de mi juventud con Piedad, mi mujer. Al pie de un álamo blanco, la alegría se respira sin esfuerzo. Solo hay que mirar su tronco, similar a un chorro de espuma, y percibir su impulso ascendente. En esa cercanía no caben la angustia, el miedo o la incomprensión. El amor no es un simple afecto, sino la fuerza que nos arraiga a la vida y el cauce que nos comunica con todo lo existente. Gracias al amor, el porvenir no es un puñado de ceniza a punto de ser aventado, sino una luz que empuja a la oscuridad hasta despeñarla por el horizonte.

Pienso en Piedad, y el amor que siento por ella desmonta las argucias del pesimismo. Al principio solo éramos dos extraños, dos desconocidos que se debatían con la incertidumbre y la pena, pero desde hace cuatro décadas nos une un suave yugo, una atadura que nos hace libres y nos ayuda a deslizarnos entre las sábanas sin el temor a despertar y notar que la soledad no se ha movido de nuestro lado.

No importa el tiempo, no importan las horas ni los ma­len­tendidos, sino lo vivido. Y lo vivido es indestructible. El amor nos salva a diario. Soporta los golpes más fuertes y sobrevive a las tempestades más implacables. El amor me devolvió el júbilo con el que escribí Maestros de la felicidad, pese a que los meses posteriores a su publicación trajeron tristeza, dolor y miedo.

Casi todas las tardes Piedad y yo caminamos entre sauces, castaños y chopos. Los árboles se han convertido en nuestros amigos. Al llegar a una laguna, nos rodean los gansos y las ocas, blancos, enormes, un poco insolentes. Suplican comida, pero no llevamos nada. Después de un rato pierden el interés y prosiguen su camino, primero dispersos, luego en hilera. Siento que mi alma los acompaña un rato, con la inocencia del niño que aún no ha descubierto la precariedad de su existir. Solo el ser humano sabe que algún día será tierra, polvo, ausencia, pero creo que el amor nos exime de ese destino. El amor es aire, espuma, latido, aurora invicta que hace retroceder a las sombras.

Piedad y yo a veces nos detenemos en un merendero con mesas de hierro y madera vieja. Cerca hay un parque infantil, pero sin niños. Nos sentimos acompañados, pese a que muchas tardes nadie se cruza con nosotros. Los pájaros nos observan y nos toman muy en serio. A veces interrumpen su canto para escuchar cómo hablamos de la epifanía de la carne, de ese pequeño infinito de revelaciones y complicidades, cercanías y transparencias, anhelos y claridades. Cuando contemplamos las montañas lejanas y sus cumbres puntiagudas, nos parecen un mirador para los que celebran la existencia del mundo. En una ocasión nos encontramos con un juguete de plástico, presumiblemente de un niño que lo había extraviado. Era un coche de colores, y desapareció en mi mano cuando la ahuequé para comprobar si el tamaño de la esperanza podía albergar un corazón humano. Este texto es un fragmento de ‘Elogio del amor’ (Roca Editorial, 2025) de Rafael Narbona. 
















ARCHIVO DEL BLOG. DE LA NOSTALGIA DE UN IMPERIO. PUBLICADO EL 18/03/2019

 






Nací en 1881 en un imperio grande y poderoso, la monarquía de los Habsburgo –escribió Stefan Zweig en el prefacio de sus memorias, El mundo de ayer –; pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro. Lo comentaba el escritor Lluís Uría hace unos días en el diario barcelonés La Vanguardia: Abrumado por la furia suicida de Europa, -comienza diciendo Uría- que por segunda vez en el siglo XX dirigía el continente hacia la destrucción, el escritor austriaco lamentaba la pérdida de un mundo basado en la razón y la tolerancia, y añoraba la Austria culta, cosmopolita, abierta y plural, arruinada por las guerras mundiales y condenada en aquel momento –finales de los años treinta, principios de los cuarenta– a convertirse bajo la bota de Hitler en una provincia alemana: “Sólo las décadas venideras demostrarán el crimen cometido contra Viena con el intento de nacionalizar y provincializar esta ciudad, cuyo sentido y cultura consistían precisamente en el encuentro de elementos de lo más heterogéneo, en su supranacionalidad”. Un siglo después de la caída y desmembramiento del imperio austro-húngaro –el pasado 10 de septiembre se cumplieron cien años de la firma del tratado de Saint-Germain-en-Laye entre Austria y las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial, que certificó su fenecimiento–, algunos estudiosos valoran el legado de la monarquía de los Habsburgo, cuya evolución a finales del siglo XIX ven como un ejemplo de Estado multinacional moderno, alejado del mito de la “prisión de naciones” con el que fue calificado al término de la Gran Guerra. Los historiadores Paul Miller-Melamed y Claire Morelon, autores de un artículo reciente publicado en The New York Times con el título Lo que el imperio de los Habsburgo hizo bien , presentan la monarquía multinacional austriaca casi como un antecedente de la Unión Europea: en sus vastos territorios –que incluían Austria, Hungría, Chequia, Eslovaquia, Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, buena parte de Polonia y Rumanía, y porciones de Italia y Ucrania–, no había fronteras interiores, funcionaba una moneda única, había 11 lenguas reconocidas oficialmente, se permitía la libertad de expresión y de religión, y todos los ciudadanos eran iguales ante la ley. No se trataba, desde luego, de un Estado democrático, pero sí era más abierto y tolerante que los imperios vecinos, el alemán y el ruso. Para Paul Miller-Melamed y Claire Morelon, la monarquía de los Habsburgo demostró que “un Estado multinacional no está necesariamente condenado al fracaso” y que “el Estado-nación no es la única forma natural de organización política”. ¿Hasta qué punto el modelo de los Habsburgo fue una apuesta política consciente o resultado de las contingencias históricas? El escritor italiano Claudio Magris, nacido en una antigua posesión austro-húngara, Trieste, y autor de un formidable libro histórico y cultural sobre las tierras del viejo imperio – El Danubio –, sostiene que la inclinación de Viena por la construcción de la denominada Mitteleuropa , fue consecuencia de su impotencia a la hora de disputar a Berlín la hegemonía del mundo germánico. “Incapaz de llevar a cabo la unificación alemana, a cuya cabeza se sitúa Prusia, la Austria de los Habsburgo busca una nueva misión y una nueva identidad en el imperio supernacional, crisol de pueblos y de culturas”, escribe Magris. El Danubio se acabaría erigiendo en símbolo de cruce y de mezcla, en contraposición al Rin, “místico guardián de la pureza de la estirpe”. Quien más quien menos reconoce la originalidad del modelo supranacional austriaco, pero no todo el mundo comparte el mismo entusiasmo. En un trabajo realizado en 1997 para el Center for Austrian Studies of Minnesota –y publicado en el 2009 on line por Cambridge University Press–, el desaparecido historiador norteamericano Solomon Wank, uno de los mayores expertos mundiales en el imperio austro-húngaro, constataba ya en aquel momento –dos décadas atrás– la existencia de una cierta “ola de nostalgia” historiográfica hacia lo que representó la monarquía de los Habsburgo, que compartía sólo parcialmente. Wank reconocía de buena gana los avances que el imperio introdujo a nivel económico y social, pero –por más que consideraba también contingente la organización del Estado-nación, modelo que según decía “no durará siempre”– veía serias disfunciones en la estructura austro-húngara. El modelo presentaba claros desequilibrios. Fruto del llamado Compromiso de 1867, por el cual se reconocieron como iguales las entidades nacionales austriaca y húngara, el imperio otorgó un segundo rango al resto de nacionalidades y nunca llegó a adoptar la forma federal e igualitaria que reivindicaba en 1848 el líder nacionalista checo Francis Palacký. A juicio de Solomon Wank, las sucesivas concesiones descentralizadoras realizadas por los Habsburgo –que no dejaban de verse a sí mismos como una dinastía alemana– perseguían solamente salvaguardar la continuidad de su monarquía y no hicieron sino acrecentar las pulsiones nacionalistas en el seno del imperio. “La cuestión de cómo purgar el nacionalismo de Europa central y del este de sus agresivas y destructivas tendencias y crear una estructura política multinacional –razonaba Wonk– sigue abierta. (...) Quizá la solución radica en una Europa comunitaria ampliada”. Eso escribía en 1997. Austria había ingresado en la UE apenas dos años antes, y el resto de países del viejo imperio, aún tardarían bastante: Chequia, Eslovaquia, Eslovenia y Polonia entrarían en el 2004; Rumanía en el 2007; Croacia en el 2013... No deja de ser irónico que el nacionalismo de los antiguos países del viejo imperio, lejos de haberse curado en la Europa unida, no ha hecho más que exacerbarse, hasta el punto de que son precisamente ellos –reunidos en el Grupo de Visegrado– los que amenazan hoy más directa y gravemente los principios y la cohesión de la UE. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






EL POEMA DE CADA DÍA. HOY, DESTERRADOS, DE EVA RODRÍGUEZ MÍNGUEZ





 



DESTERRADOS




Miro el paisaje atado a mis ojos

su verdor terrible

ambos desterrados

grises testigos

de un mundo sobreexpuesto


Miro el reflejo

de la rapaz que huye

por el cortado del monte

y tiemblo

yo soy su presa

el añadido expuesto


Miro

al fulgurante sol

que me ciega

y me alumbra

y dinamita mi ausencia


Sus acuarelas

tiñen donde me escondo

y te escondes

Son trazos fundidos

en el cristal del tiempo

azul cían

azul celeste saturado

sobre el paño terso

sobre la trama que guarda

el boceto de grafito

Mi alma y tu cuerpo

magenta y amarillo

oro y fuego

prendidos del otoño tardío

bajo la lluvia que anega

la verde paz del verano


Plácido tiempo

efímero y frágil

belleza dormida

fulgurante y muerta

para los ojos ciegos


Luz que vuelas libre

que muerdes las hojas llenas de savia

las verdes hojas que se amarronan

y crujen

se desgarran

y deshacen


Luz que esparces los defectos

que soplan los pinceles del viento

en su arrebato


Luz que se proyecta más y más

hasta ser sólo un recuerdo

un reflejo

sobre el agua y la piedra

un trazo al aire

un verso suelto




EVA RODRÍGUEZ MÍNGUEZ (1968)

poetisa española