domingo, 21 de julio de 2024

Las viñetas de hoy

 



























sábado, 20 de julio de 2024

De la justicia imparcial

 






Hola, buenos días de nuevo y feliz sábado. Se presume que las altas instancias judiciales disfrutan de una exquisita condición de neutralidad, comenta el jurista Josep Maria Vallès en la primera de las entradas del blog de hoy, pero sus sentencias revelan la innegable condición política de los órganos que la suscriben. En la segunda, un archivo del blog de julio de 2019, sobre imperiofilia e imperiofobia, se hablaba de las críticas a dos famosos libros de historia de España publicados por esas fechas, de sus defensores, y de sus detractores también. El poema de hoy, en la tercera entrada del día, es Escalones, quizá el más famoso de su afamado autor, el poeta alemán Herman Hesse. Y para terminar, las viñetas de humor. Espero que todo ello sea de su agrado. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico, al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Barricadas en los tribunales
JOSEP MARIA VALLÈS
19 JUL 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Dos decisiones controvertidas han sido adoptadas simultáneamente por los Tribunales Supremos de Estados Unidos y de España, respectivamente. Son decisiones que revelan la innegable condición política de los órganos que las suscriben. La primera sobre el alcance de la inmunidad penal del presidente estadounidense en el ejercicio de su cargo. La segunda sobre la interpretación de la ley de amnistía y su aplicación a condenados y procesados por los hechos del procés catalán. Son resoluciones judiciales que han provocado y seguirán provocando el debate doctrinal entre especialistas, junto con una enconada polémica política. Lo justifican los asuntos tratados y sus consecuencias a medio y largo plazo.
Es prácticamente imposible, por tanto, refugiarse en el tradicional Roma locuta, causa finita y dar por cerrada la discusión. No sería apropiado para la resolución española porque todavía subsisten posibilidades de apelación en el mismo Estado y en la Unión Europea. Pero tampoco se cierra en Estados Unidos por la trascendencia que tiene para el futuro de su régimen político. Seguirán resonando y se va a seguir debatiendo sobre su eficacia jurídica y política.
Es así porque se presume que las altas instancias judiciales disfrutan de una exquisita condición de neutralidad cuando dirimen los conflictos sometidos a su consideración. Aislados en teoría de la brega política del día, los tribunales han sido equiparados a templos de la justicia donde sus magistrados ofician como vestales, inmunes a cualquier contaminación partidaria. Así lo evocan plásticamente los edificios que les albergan, los rituales que siguen y los ornamentos con que se revisten. Pese a ello, los datos históricos no siempre concuerdan con esta imagen y obligan a interrogarse sobre aquella condición de neutralidad. ¿La tuvieron en su origen y la siguen teniendo? ¿O la poseyeron en algún momento, pero la perdieron por la influencia de algún hado maléfico o por la torpe manipulación de algunos actores desaprensivos?
En el intento de responder a estos interrogantes, me ha resultado útil la lectura de un libro recomendado por un amigo, a la vez que competente y ecuánime constitucionalista. Me refiero a la excelente biografía del juez John Marshall, presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos entre 1801 y 1835 (Without Precedent. Chief Justice John Marshall and his Times, de J. R. Paul, New York, 2018). Marshall ha pasado a la historia como militar y político. Pero sobre todo como el magistrado que ejerció por más tiempo la presidencia del Tribunal Supremo estadounidense, redactando centenares de sus decisiones. Entre ellas, la famosa sentencia dictada por el Tribunal en 1803 en el caso Marbury vs. Madison. Es sabido que la posición eminente ocupada por el Tribunal Supremo de EE UU en su sistema institucional deriva de esta sentencia. En ella, se ratificaba el principio de que correspondía a los jueces el control de la constitucionalidad de las leyes y de otras decisiones políticas. Se abría así el camino seguido años después por otros países donde también se pusieron en marcha instituciones contramayoritarias, encargadas de fiscalizar la acción legislativa de sus asambleas de elección democrática.
Menos conocido es de qué modo fue designado Marshall para ocupar la presidencia del Tribunal que dirigió durante 35 años, en qué contexto político tuvo lugar dicha designación y cómo se desarrolló el litigio que acabaría en la celebérrima sentencia de 1803. El nombramiento de Marshall como magistrado —junto con una reforma judicial de urgencia y la designación de algunas docenas de jueces— fue una decisión de última hora —a midnight decision— del presidente John Adams, pocos días antes de abandonar el cargo y de la toma de posesión de su sucesor. Con estas decisiones y, especialmente, con el nombramiento de Marshall, que era destacado miembro de su Gobierno, el presidente Adams quiso anticiparse a la posible designación de un adversario de su familia política para ocupar la citada magistratura. Esta maniobra preventiva tuvo lugar en plena pugna partidista y en medio de una competida elección presidencial que enfrentaba a los Federalistas —entre ellos, Adams y Marshall— con los Republicanos dirigidos por Thomas Jefferson, sucesor de Adams en la presidencia de Estados Unidos.
Marshall saltó, pues, directamente de un gobierno en el que era secretario de Estado al Tribunal Supremo. Lo fue con una clara finalidad política: asegurar el control de la justicia para los Federalistas y convertirla —en palabras del historiador— en una “barricada” defensiva contra las decisiones del nuevo gobierno del presidente Jefferson. Es bueno recordar que en aquel momento Federalistas y Republicanos sostenían visiones muy diferentes sobre hacia dónde debía marchar la joven República. Y no solo en términos de competencias territoriales, sino en la defensa de los grupos económicos y sociales que pretendían dominarla.
Por lo que hace a la famosa sentencia Marbury vs. Madison, cuenta el relato histórico que la actuación de Marshall como presidente del Tribunal fue de una notable habilidad jurídica para dar respuesta al conflicto planteado. Pero no fue ejemplo de una intachable y escrupulosa gestión. Varias circunstancias empañan el desarrollo del episodio. La demanda planteada había sido promovida con intenciones partidistas para poner en aprietos al ya presidente Jefferson y enfrentarlo con el Tribunal. El propio Marshall —directamente involucrado como parte interesada en el origen de aquel litigio por pertenecer al gobierno antes de su repentino tránsito al tribunal— no se inhibió de intervenir en el proceso como probablemente hubiera debido. Es más, fue ponente y redactor de la famosa sentencia. Finalmente, un testimonio determinante para sustentar la resolución del tribunal fue el de James Marshall, falseando hechos decisivos pese a declarar bajo juramento ante el tribunal. Según los historiadores, lo hizo con muy probable conocimiento y a petición del mismo juez Marshall de quien era hermano, sin que se descarte que la estrategia procesal del caso fuera diseñada conjuntamente por los hermanos Marshall y el principal abogado del demandante.
¿Por qué me parecen significativas estas escandalosas referencias históricas? No lo son para descalificar en bloque la existencia de la institución y la totalidad de sus intervenciones. Pero lo son para situarlas donde corresponde. No en un olimpo jurídico ideal, alejado de las banderías partidistas, sino plenamente incrustadas en un sistema político determinado, inclinadas según los casos a favor o en contra de posiciones de parte, en medio de tensiones y presiones que se dan en toda sociedad.
La mitología idealizada con que se revisten no puede ocultar esta realidad. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos y las instituciones equiparables de países como el nuestro forman parte de un sistema político al que corresponde dirimir conflictos provocados por la desigual distribución de recursos entre individuos y grupos de la comunidad. Por este motivo, no puede haber pura “apoliticidad”, ni en la designación de los titulares de aquellas instituciones, ni en el sentido de sus resoluciones. Ahora bien: cuando este sesgo inevitable que padecen traspasa ciertos límites, se priva a la institución de la legitimidad indispensable para que sus intervenciones sean socialmente eficientes. Criticar este sesgo será, entonces, un ejercicio útil y respetable si quienes lo hacen acreditan que no han incurrido o incurren en prácticas similares. De no ser así, poco o nada contribuyen a corregir la situación. Más bien, al contrario. Josep M. Vallès es catedrático emérito de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.














[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Imperiofilia o imperiofobia? [Publicada el 08/07/2019]











En enero pasado estuve dando una charla sobre historia contemporánea de España a los niños de sexto de primaria del Colegio del Carmen, en Las Palmas. Recurrí para ello a un centenar de diapositivas, de cuadros y fotos significativos de ese período, que me servían de excusa para profundizar un poco más en el tema de cada una de ellas. Una de las primeras preguntas que me hicieron al terminar fue, "para qué" servía la Historia. Mi respuesta, que no sé si les convenció o no, fue que la Historia era la ciencia que investigaba los hechos del pasado, los interpretaba para encontrar su verdadero sentido, analizaba las consecuencias que esos hechos han tenido en el presente y los transmitía a las generaciones siguientes. En cualquier caso, está claro que un mismo hecho histórico es susceptible de interpretación diferente. Ya lo dijo Voltaire: "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura...
El libro Imperiofilia y el populismo nacional-católico (Lengua de Trapo, Madrid, 2019) del profesor José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense​, escribe en El País el historiador y académico de la Real Academia de Historia Carlos Martínez Shaw, denuncia el falseamiento de la historia realizada por la profesora María Elvira Roca Barea en su exitoso Imperiofobia y leyenda negra. (Siruela, Madrid, 2016). Y solo unos pocos días después de dicha reseña, Federico Soriguer, médico y miembro de la Academia Malagueña de Ciencias, escribe en El Mundo un artículo criticando con dureza el libro de Villacañas. 
En octubre pasado publiqué en el blog una entrada elogiosa del libro de María Elvira Roca. Los argumentos que aduce el profesor Martínez Shaw en defensa del libro de Villacañas me han hecho recapacitar sobre algunas cuestiones que recuerdo me provocaron sentimientos encontrados mientras leía Imperiofobia y leyenda negra. Tengo que volver a leerlo de forma simultánea con el de José Luis Villacañas. Ya les contaré...
Desde su propio título, Imperiofilia y el populismo nacional-católico, comienza diciendo Carlos Martínez Shaw en su artículo, el libro de Villacañas se presenta como una lectura crítica de otra obra reciente, la de María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y leyenda negra. Roma. Rusia, Estados Unidos y el Imperio Español. Una obra que, leída en su día, me suscitó algunas preguntas y reflexiones que hasta ahora no había tenido oportunidad de exponer por escrito. Primero, ¿qué significa exactamente imperiofobia? Segundo, ¿qué razón existe para que un libro tan confuso haya tenido tan buena acogida entre el público? Ahora tengo la respuesta elaborada y pormenorizada de estos motivos por parte de un científico social de reconocida solvencia, y (perdón por la efusión personal) me satisface pensar que (sin un análisis tan depurado por mi parte) las conclusiones a las que había llegado por mi cuenta se apartan muy poco de las defendidas por el profesor de la Complutense.
Uno, la primera parte del libro de Elvira Roca (páginas 21-122) es una indigesta elucubración sobre el significado del concepto de imperiofobia, que viene a ser un prejuicio racista (en el que entra el color y la religión) contra los pueblos imperiales (aquí, Roma, Rusia, Estados Unidos y España, aunque, sorprendentemente, nunca Gran Bretaña). Ahora bien, aparte de la dificultad de comprender esta definición (yo no lo he conseguido) y dejando al margen muchas otras asombrosas afirmaciones, José Luis Villacañas señala justamente que la conceptualización deriva directamente de la metafísica y no de la historia, ya que, según la autora, y cito literalmente, el “prejuicio precede a sus justificaciones, las busca y las crea” (p. 121), o sea, hay como una causa incausada y después vienen una serie de causas inventadas para asentar la romanofobia, la rusofobia, la americanofobia o la hispanofobia. Si a esto añadimos que no hay diferencia apreciable entre imperiofobia, antisemitismo y racismo, ya uno se considera irremisiblemente perdido, sin saber si la hispanofobia equivale al antisemitismo, lo cual sería una contradicción palmaria, pues se odiaría al pueblo que más persiguió a los judíos.
Dos, la autora da repuesta a estos interrogantes en la segunda parte (pp. 123-266), pues resulta que finalmente hay causas para la hispanofobia, y esta no es otra que la constante enemistad de los protestantes, especialmente los luteranos alemanes, llevados de su odio al catolicismo, lo cual es en suma la raíz de todo, aunque no se renuncie a las explicaciones metafísicas y esencialistas, pues “no hay esperanza alguna de que decaigan los prejuicios protestantes contra España porque están en el ADN de su identidad colectiva” (p. 90).
Tres, llegamos ahora al verdadero meollo de la cuestión. No solo existe una imperiofobia (en la que España no es la única diana), sino que en el caso hispano esta adquiere unos tintes virulentos y deviene en “leyenda negra”. José Luis Villacañas no entra en la controversia sobre la pertinencia del concepto, pero encuentra inmediatamente las dos sólidas columnas en que se asienta la elaboración por parte de grupos organizados de intelectuales de ese constructo antiespañol: la Inquisición y la conquista y colonización de América. Y así de paso comprendemos que el éxito del libro se debe esencialmente a la denuncia por parte de la autora de las “mentiras” forjadas contra el Santo Oficio y de las “mentiras” forjadas sobre la actuación española en el Nuevo Mundo. Esta demostración para consumo de un público culto (pero no muy informado en historia) es el único motivo de la difusión de la obra, que de otro modo no se entendería. Pues si leemos lo que viene a continuación no encontramos sino una serie de disparates que han desaparecido de cualquier relato histórico científico desde hace ya mucho tiempo. Pongamos los ejemplos más sencillos y evidentes: la Ilustración, un fenómeno europeo (católico y protestante, nórdico y meridional), aparece como “la santa Ilustración, heredera directa del humanismo y sus prejuicios”, al tiempo que Francia (sujeto difícil de integrar en esta exposición) se mimetiza en protestante por ser ilustrada, “sometiendo la fe, el mito y la religión al Estado” (¿?). Otro más: la España actual ha tenido una prima de riesgo más alta que Alemania a causa de la leyenda negra, que sigue actuando porque la opinión pública viene formada (sic) por “el cotarro intelectual protestante”. ¿Para qué seguir? Vayamos ya directamente al corazón de las tinieblas.
José Luis Villacañas empieza su alegato, rigurosamente histórico, preguntándose por qué Elvira Roca habla siempre del “mito de la Inquisición” (fraguado naturalmente por los protestantes), cuando el Santo Oficio es una realidad sólida e incontrovertible. Lo único cierto para la autora es que el tribunal inquisitorial mantuvo ciertas precauciones, tratando de actuar dentro de los límites del derecho natural y canónico, adoptando cierta racionalidad en algunos casos (como el de la brujería) y pronunciando un número de condenas relativamente tolerable. Además de aportar, como era de prever, el argumento universal del tu quoque (el “y tú más”, de tantos debates parlamentarios), lo que se mantiene es el viejo topos de la “razón de la Inquisición”. Ahora bien, los estudios más fiables sobre la Inquisición subrayan el contexto de su nacimiento (la persecución de los criptojudíos), la ampliación de sus cometidos como aparato represivo de las ideas heterodoxas, la evolución de sus enemigos (criptojudíos, sí, pero luego erasmistas, alumbrados, protestantes, etcétera), la multiplicación de sus tribunales (Castilla, Aragón, Granada, Navarra, América), las denuncias secretas (y anónimas para sus víctimas), la prisión preventiva, el empleo de la tortura, la confiscación de bienes y la sentencia pública (que conllevaba la ruina material y la infamia perdurable para los condenados y sus familias, prolongada por los estatutos de limpieza de sangre, y en no pocas ocasiones la hoguera). A lo cual hay que añadir la cohorte de sicofantes (los “familiares” del Santo Oficio) que difundían el terror difuso a la delación, procedimiento que pudo llevar hasta el tribunal a personalidades como San Juan de Ávila, fray Luis de Granada, fray Luis de León, etcétera. A todo lo cual se sumó el Índice de libros prohibidos, que (a pesar de las atenuantes que le procura la autora) se convirtió en el catálogo de las obras más influyentes para el progreso y la modernización de Europa.
Por último, América. Aquí, por supuesto, se silencian hechos reconocidos como los asesinatos de Cuauhtémoc, por Hernán Cortés, o de Atahualpa, por Francisco Pizarro, o la masacre del Templo Mayor de Tenochtitlan y la matanza de Cholula (aunque una línea alude a la matanza de indios como “una cosa natural en tiempos de guerra”). En cambio, se ponen de relieve los hechos positivos ya reconocidos, lo que da como resultado una exposición carente de toda originalidad dentro del discurso de la “obra de España en América”, pero que se justifica por su tergiversación por parte de los detractores de España: la querella de los “justos títulos”, la “lucha por la justicia”, la implantación de la imprenta en 1539, las Leyes Nuevas de 1542, la creación de colegios, universidades y hospitales, el proceso de urbanización, el respeto a las comunidades indígenas…
José Luis Villacañas subraya por último la ideología subyacente en este discurso, que es la del retorno a los presupuestos del nacionalcatolicismo y del sentido imperial de la historia patria impulsado por el franquismo, o sea, la creación de un nuevo proyecto para España que no iría en la dirección del progreso, de la defensa de los valores europeos, sino en la de reivindicar un pasado falseado para proponer un retorno al mismo, en suma, una involución. Como ratificación de este aserto, bastaría con citar una de las últimas conclusiones de Roca Barea (p. 478): “Si privamos a Europa de la hispanofobia y el anticatolicismo, su historia moderna se torna un sinsentido”. Más bien parece que lo que no tiene sentido es este radical reduccionismo.
Pero vamos ahora con la crítica del doctor Soriguer al libro del profesor Villacañas, que comienza con una cita famosa: "La democracia es un magnífico sistema para gestionar el presente pero con serias dificultades para hacerlo con el pasado y con el futuro", decía ya Tocqueville en 1840 en La democracia en América. Nada más cierto para entender este debate a primera sangre que se ha abierto entre Imperiofobia de Elvira Roca Barea (ERB) e Imperiofilia, que es sobre todo la cruzada de José Luis Villacañas contra ERB. Leí el libro de ERB antes de que se convirtiera en un best seller y me gustó. Es algo que comparto con varias decenas de miles de ciudadanos, comienza diciendo Soriguer.
La tesis sostenida por ERB -y la manera de desarrollarla a lo largo del libro- me sorprendió. No soy historiador y no podría asegurar la precisión histórica de sus argumentos, pero los datos no están inventados. Sí, desde luego, interpretados. ¿Es que acaso puede ser de otra forma? A quienes hemos vivido la dictadura se nos indigestó la historia imperial de España. Pero han pasado ya varias décadas desde la muerte de Franco y muchos estamos igual de cansados del acoso y derribo al que ha sido sometido el pasado español, fomentado tras la Transición por unos intelectuales a los que, en su empeño revisionista, no les importó que se les fuera -y se les fue- el niño con el agua sucia de la bañera. ¿Cómo era posible que un pueblo que a finales del siglo XX y en muy poco tiempo se homologara con Europa pudiera tener un pasado tan miserable, esclavista, opresor, reaccionario, imperialista, inculto, clerical (la lista de adjetivos la dejo a discreción del lector)? ¿No había nada que pudiera salvarse?
De ser cierto este relato, iba a ser psicológica y sociológicamente complicado mirar de tú a tú al resto de los pueblos europeos, estos sí al parecer con un pasado glorioso y cuyos pecados históricos, frente al irredimible caso español, la historia no solo los había absuelto sino, en algunos casos, glorificado. El libro de ERB lo que hace es leer la historia de España sin pesimismo. Y esa mirada era una necesidad para muchos españoles, de izquierdas y de derechas. Pero para algunos otros esto ha sido insoportable. Es el caso de José Luis Villacañas. Acabo de terminar su libro, Imperiofilia, una verdadera impugnación a la totalidad del libro de ERB. No deja títere con cabeza. Desde el formato hasta el contenido. Tampoco soy capaz de valorar la credibilidad historiográfica de las tesis sostenidas en el libro de Villacañas, pero sí su estilo y sus formas. Página tras página el autor, filósofo consagrado y fuente de inspiración de algunos de los líderes de Podemos, intenta desmontar no solo los argumentos de Imperiofobia sino a la propia ERB. La tesis de Villacañas es que no existió tal cosa como la leyenda negra, que no existió el Imperio español, que solo fue un juego de tronos, que no hubo un conflicto entre católicos y protestantes, que el Imperio británico fue ejemplar, que todos, absolutamente todos los datos del libro de ERB son o equivocados o inadecuados, cuando no falsos.
He aquí un resumen de las descalificaciones que aparecen repetidas en numerosas ocasiones para catalogar el libro de ERB y a la propia ERB: «Dañino», «peligroso», «ofensiva reaccionaria», «artefacto ideológico», «descarado», «darwinista», «nietzscheana», «supremacista», «reduccionista», «brutal», «antieuropeo», «racista», «alter ego de Steve Bannon», «antiintelectual», «tosca», «ignorante», «libelo populista intelectual reaccionario y malsano», «a mitad de camino entre Buster Keaton y Groucho Marx», «mesiánica», «franquista», «caótica», «imperialista, sobre todo imperialista», «sionista» y «antisionista» (según la página), «sarracena», «proamericana», «antibritánica», «antieuropea», «pintoresca», «descarada», «graciosa», «estrafalaria», «monstruosa», «alarmante», «sádica», «sepulturera», «falta de objetividad, serenidad y discreción de juicio», «incapacidad reflexiva», «delirante», «desfachatada», «desvergonzada», «falsaria», «fundamentalista», «ilusa», «prepotente», «desconsiderada».
Para qué seguir. Nunca había visto nada parecido en un ensayo. Ni mayor reconocimiento a una obra a cuya destrucción se dedica sin desmayo y a tiempo completo a lo largo de 262 apretadas páginas. Me ha resultado entrañable el empeño épico de Villacañas por desmontar todas y cada una de las tesis de ERB, como si le fuera la vida en ello, como si fuera en ello el destino de España, como algo que se debe combatir, pues dice: «No sé por qué se le ha dejado el campo libre a esta autora pues no es una causa perdida sino una batalla cívica necesaria». En todo caso no estaría mal que, en lugar de menospreciar -con un desdén nada seductor- la aceptación que el libro de ERB ha tenido no solo en las capas populares sino también en elites cultas profesionales y políticas, se preguntara por los motivos del masivo reconocimiento del relato de ERB, ese que según sus propias e indignadas palabras «ataca de modo insidioso y grotesco todo lo que he defendido en mi humilde obra».
Lo que es preocupante es que un eminente filósofo, con un currículo académico notable como es el caso de Villacañas, no se haya enterado de algo que ya T.S. Eliot advirtió hace muchos años: que los humanos solo somos capaces de asimilar una dosis razonable de realidad. Ha habido y hay en ciertos medios progresistas una pulsión sadomasoquista que en las últimas décadas ha flagelado a los españoles con un rigor historicista y determinista que a veces más parece un rigor mortis. Así que somos muchos los que le hemos agradecido a ERB que mirara la luna desde la otra cara. ¡Que ya era hora! Una última pregunta dejo en el aire. ¿Si Imperiofobia hubiera sido escrito por un hombre en lugar de por una mujer, habría merecido tal cúmulo de insultos y descalificaciones? Si yo fuera una (un) feminista militante, no tendría ninguna duda de cuál es la respuesta. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













El poema de cada día. Hoy, Escalones, de Herman Hesse (1877-1962)

 






ESCALONES

Así como toda flor se enmustia y toda juventud cede a la edad,
así también florecen sucesivos los peldaños de la vida;
a su tiempo flora toda sabiduría, toda virtud,
mas no les es dado durar eternamente.
Es menester que el corazón, a cada llamamiento,
esté pronto al adiós y a comenzar de nuevo,
esté dispuesto a darse, animoso y sin duelos,
a nuevas y distintas ataduras.
En el fondo de cada comienzo hay un hechizo
que nos protege y nos ayuda a vivir.
Debemos ir serenos y alegres por la Tierra,
atravesar espacio tras espacio
sin aferrarnos a ninguno, cual si fuera una patria;
el espíritu universal no quiere encadenarnos:
quiere que nos elevemos, que nos ensanchemos
escalón tras escalón. Apenas hemos ganado intimidad
en un morada y en un ambiene, ya todo empieza a languidecer:
sólo quien está pronto a partir y peregrinar
podrá eludir la parálisis que causa la costumbre.
Aun la hora de la muerte acaso nos coloque
frente a nuevos espacios que debamos andar:
las llamadas de la vida no acabarán jamás para nosotros…
¡Ea, pues, corazón arriba! ¡Despídete estás curado!

Herman Hesse (1877-1962). Poeta alemán








Las viñetas de hoy

 














viernes, 19 de julio de 2024

Sobre la labor de la oposición. Especial 3 de hoy viernes, 19 de julio

 






Lamentamos comunicar que la oposición se opone
IGNACIO PEYRÓ
19 JUL 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Nada es lo que era. Hoy tenemos bitcoin, injertos capilares, algoritmos que te encuentran al amor de tu vida y pastillas para dormir sin echar mano del brandy. Todo es mejor pero ser líder de la oposición se ha convertido, en cambio, en un trabajo más áspero. Hace apenas unos años, la política no te exigía marcar posición 30 veces al día: por la mañana, tuit entusiasta con los éxitos de un triatleta; por la tarde, tuit preocupado por una catástrofe natural en las quimbambas. Hace apenas unos años, las penurias de la oposición eran solo la cruz del bipartidismo: antes o después saldría cara y entrarías tú a gobernar. El comodín de la alternancia es ahora, sin embargo, más dudoso. Y no siempre el mundo conspira para retirar a los gobiernos: Casado pensó que a Sánchez se lo llevaría la pandemia y a España le tocó el euromillones de los fondos de recuperación. También Feijóo predijo una “profundísima crisis económica” y de eso han pasado ya dos años. Para el PP, retratar el desempeño económico socialista ha sido siempre muy agradecido: ¡a mí la gestión! Hablar de inmigración y seguridad, sin embargo, pringa a las izquierdas y a las derechas. Y es lo que ahora está en el debate.
Una fatalidad aneja al liderazgo de la oposición es regular la dosis de consenso y de conflicto a sabiendas de que tu coupage particular no va a contentar a nadie. Si te opones, crispas. Si el Gobierno te alaba como “hombre de Estado”, tu partido te ve como hombre muerto. Y otros habrán rodeado el Congreso, pero ojo con dejarte caer tú por Colón. Quizá con la excepción del seleccionador nacional, nadie recibe más consejos no solicitados: Génova podría tener todo un departamento encargado de recibir papeles que la gente manda solo para decir que manda papeles a Génova.
El líder de la oposición pasa, además, más exámenes que la Sábana Santa. Te examinan en las listas y cargos del partido: por cada persona o facción a la que contentas hay otra que se siente agraviada. Te examinan en las Cortes: el presidente tiene a toda una administración para prepararle papeles y tú unos pocos asesores que no siempre distinguen bien el PIB del VAR. Tus antecesores te miran como quien ve los pasos de un bebé. Tus barones tienen una agenda muy suya y sus medios son también muy superiores a los tuyos. La patronal te da bola hasta que los convoca Moncloa. Y el Cercle d’Economia recurre a toda su condescendencia para, aunque hayas nacido en una aldea gallega, hacerte mansplaining en torno a la M-30 y la complejidad de España.
Para la izquierda española, la crítica a la oposición es una pasión solo comparable a la que siente por el decreto ley. Es ahí donde nuestra izquierda se muestra como un sistema de instintos, aprensiones y sobreentendidos que solía parecernos propio del temperamento conservador: cualquier cosa que a la izquierda no le encaja, le chirría. El progresista español vive en una selva de líneas rojas que, sin embargo, se alinean con virtuosismo para coincidir a cada momento con las necesidades del Gobierno. Con la oposición, por tanto, son de una extrema exigencia gourmet, y al líder del PP nunca lo encuentran lo suficientemente cremoso. A Casado se le aplaudió los cinco minutos que rompió con Vox. A Feijóo se le esperó durante años: encarnaba “la derecha europea”, por citar un cliché de gran utilidad antes de Orbán y Le Pen, pero nada más llegar a Génova, los suspiros por la moderación en casa ajena se redirigieron a Bonilla. Al final, hay que colegir que la oposición solo les gusta de una manera: escasa. Mientras, cualquier crítica se redirige a “crispación” y cualquier negativa es deslealtad. En todo caso, resulta curioso rescatar la frase “arrimar el hombro” tras haberse tatuado otra: “no es no”. Y aún más lo resulta después de que hayamos pasado años, en concreto los de Rajoy, recibiendo lecciones acerca de la naturaleza agonística de la política a fin de preparar el camino al bibloquismo de hoy.
En esta confrontación hay, sí, un instinto del PP que se siente muy a gusto: siempre es más cómodo hablar de Begoña Gómez que de mochila austriaca; siempre es más agradecido el zasca que esas propuestas que parecen anunciarse, melancólicamente, para el aire. Esa es, sin embargo, la melancólica labor que pedimos a los grandes partidos: para las soflamas, ya hay Alvises. De cara a la labor de oposición, necesitamos ver a esos notables que hoy saben de una materia y mañana bien pueden ser ministros de esa materia, los Nadales, los De Guindos. Quizá por desconfianza, Feijóo ha repartido cargos para que todos estén bien abrigados pero no ha querido hacer ese Gobierno en la sombra. Mezcla de fortuna y virtud, sin embargo, la coyuntura en estos meses le ha cuadrado bien tras haber exasperado —improvisaciones, malas campañas, aquello de Junts— a no pocos comentaristas de la derecha. Sánchez le dio “la perra gorda” tras el acuerdo sobre la justicia y el viraje de Vox le ha plantado en el centro, al tiempo que ahorra al PP el drama existencial de pensar cómo tratarles. Es casi una ley de claridad. El PP puede aplicarse lo que en su día se aplicó el PSOE: su responsabilidad como partido de Estado es oponerse. Que ambos, en todo caso, respiren tranquilos: nunca habrá un opositor más fiero al Sánchez de hoy que el Sánchez de ayer. Ignacio Peyró es escritor.













Sobre el reforzamiento de Europa. Especial 2 de hoy viernes, 19 de julio

 






Europa sale reforzada
JORDI JUAN 
18/07/2024 - La Vanguardia - harendt.blogspot.com

El Parlamento Europeo dio ayer un apoyo incuestionable a Ursula von der Leyen para ratificarla como presidenta de la Comisión. Si en el 2019 ganó por los pelos con solo 9 votos más del mínimo indispensable, ayer fue apoyada por 401 votos cuando la mayoría necesaria era de 360. La política alemana logró el apoyo de las familias democristiana, socialista y liberal, como estaba previsto, y logró sumar a los verdes. Es una votación simbólica, pero muy importante ante la nueva etapa de la gobernanza europea que requiere un ejecutivo fuerte y unido. A nadie se le escapa que la victoria de Donald Trump en noviembre es cada vez más probable y ello tendrá consecuencias tanto en la guerra de Ucrania como en la política de defensa general y en la competencia económica por los aranceles.
Europa ya no puede esperar a que su socio transatlántico le resuelva siempre todos sus problemas y da la sensación de que Estados Unidos es cada vez más competencia en todos los frentes y menos aliado. Después de la experiencia positiva de la anterior legislatura, donde la Comisión Europea impulsó medidas de apoyo muy importantes, como los fondos Next Generation, ahora se trataría de intensificar las políticas propias e independientes. Como dijo ayer Von der Leyen, “necesitamos construir proyectos comunes europeos, como, por ejemplo, un completo sistema de defensa aérea”. Una de las novedades del futuro gobierno europeo será la creación de una comisaría de Defensa.
Europa corre el riesgo de la irrelevancia, como tantas veces se ha dicho, ante el crecimiento de Estados Unidos y China, que invierten infinitamente mucho más en tecnología y armamento, y ejercen un proteccionismo que perjudica la competencia de las empresas europeas. La gestión del próximo gobierno presidido por Von der Leyen será clave y, como apuntó ella misma, “definirá nuestro lugar en el mundo durante los próximos 50 años”.
El reto es muy complejo, pero la derrota de la ultraderecha, que ha quedado en una posición marginada después de las elecciones de junio, facilita que, al menos, se pueda abordar con más garantías. Jordi Juan es director de La Vanguardia.











Sobre los mundos sin dioses. Especial 1 de hoy viernes, 19 de julio

 








En un mundo sin dioses
JOSÉ ANDRÉS ROJO
19 JUL 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Cuando Marguerite Yourcenar le da la palabra a Adriano para que le cuente a Marco Aurelio, a quien había adoptado como nieto, las cosas que le pasaron, el emperador tiene 60 años. Ya le queda poco, se ha hecho cargo ya de su vida como de una derrota aceptada, padece una hidropesía del corazón. Por delante no hay mucho, por detrás quedan un montón de historias, desgarros y alegrías, momentos de urgencia y de dicha, tiempo para las palabras, el estudio y el conocimiento, para los amores y los sueños y los proyectos, para el dolor y la soledad. Yourcenar, en las notas que acompañan a la novela, recoge una observación que leyó en 1927 en una carta de Flaubert: “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre”. Se quedó con esa frase, se propuso entenderla hasta sus últimas consecuencias. Es lo que fue haciendo a retazos con Adriano, empezó con toda su energía entre sus 20 y 25 años de edad, y destruyó cuanto había escrito entonces (pero que ya lo contenía todo). Luego volvió a intentarlo hacia 1934, pero abandonó de nuevo entre 1939 y 1948. Siguió avanzando, siguió rompiendo papeles. Memorias de Adriano (Círculo de Lectores) se publicó por fin en 1951.
Al principio del libro, Adriano le explica a Marco que recorre de nuevo su vida “en busca de su plan” y le confiesa que no le parece esencial “haber sido emperador”. Hay otra cosas que le importan más de cuantas le han sucedido, pero lo que resulta difícil imaginar ahora, en esta época atestada de religiones de baratillo y de santurrones que todo el rato se están plegando a los grandes designios de los partidos, los movimientos sociales, las iglesias y las redes sociales, es cómo pudo Yourcenar meterse en la piel de un hombre solo en un mundo sin dioses.
Adriano fue militar, vivió largas épocas en la frontera, peleando constantemente con los bárbaros. Se dio cuenta de que podía ser despiadado, fue un buen jefe, alcanzó la gloria. “Las huellas de nuestros crímenes eran visibles en todas partes”, dice en algún momento cuando se refiere al avance de las legiones. Explica también que sus verdaderas patrias fueron los libros, que se sintió griego antes que nada (aunque hubiera nacido en Itálica). A los 28 años se casó con la sobrina nieta de Trajano. Fue gobernador en Siria. Trajano lo nombró su sucesor y se convirtió en emperador cuando tenía 40 años. “Quería el poder. Lo quería para imponer mis planes, ensayar mis remedios, restaurar la paz. Sobre todo lo quería para ser yo mismo antes de morir”.
Escribe también Yourcenar en sus notas que “todo se nos escapa, y todos, y hasta nosotros mismos”, que reconstruir cualquier vida es atender a unas cuantas “imágenes flotantes”, que al final no son más que “muros en ruinas, paredes de sombra”. Adriano amó a Antinoo y lo perdió. También logró establecer un tiempo de paz, lo que pretendía era, por ejemplo, “que el viajero más humilde pudiera errar de un país, de un continente al otro, sin formalidades vejatorias, sin peligros, por doquiera seguro de un mínimo de legalidad y de cultura”. “A cada uno su senda”, no hay otra fórmula en un mundo sin dioses. Y decía Adriano que vamos pasando, que acumulamos experiencias y que luego un día nos moriremos. Cuando llega el verano, observa, buscamos un lugar bajo las sombra de un plátano. Pues eso. José Andrés Rojo es escritor.













De la historia, breve, del nacionalismo

 





Hola, buenos días de nuevo y feliz viernes. Las teorías que privilegian la nación sobre el Estado rara vez han sido progresistas, dice en la primera de las entradas del blog de hoy el escritor Gonzalo Cachero, haciendo un breve recorrido por las principales fechas y posturas filosóficas que han marcado históricamente al nacionalismo. En la segunda, un archivo del blog de julio de 2019, el filólogo y académico de la RAE Pedro Álvarez de Miranda, se hacía eco, con cierta dosis de humor, de la publicación de una provocadora obra titulada "1914-2014. Diccionario cementerio del español". La tercera sube al blog el poema titulado Pez, de la poetisa española Elena Medel. Y la cuarta, como siempre, son la viñetas de humor de hoy. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico, al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com







Breve historia del nacionalismo
GONZALO CACHERO
17 JUL 2024 - Revista Ethic - harendt.blogspot.com

Decía Orwell que un nacionalista es «quien piensa únicamente, o principalmente, en términos de prestigio competitivo». De estar en lo cierto, la historia debería mostrar que los chovinistas han capitalizado la idea de que la nación es anterior al Estado. Sin embargo, el curso de los últimos dos siglos muestra una imagen algo diferente: en ocasiones, las ideologías universalistas también se han dejado seducir por este fenómeno político, que Hobsbawm definió como aquel en el que ciertos vínculos de lealtad hacia la comunidad «no solo son superiores a los demás, sino que en cierto sentido los sustituyen».
Para entender por qué conviene repasar su evolución. En líneas generales, el nacionalismo ha atravesado cuatro fases desde el surgimiento del Estado-nación como expresión de la soberanía que la burguesía alcanzó gracias a la Revolución Industrial y a la toma de la Bastilla. Su primera fase fue progresista, en la medida en que la apelación a la nación perseguía apuntalar las instituciones del incipiente liberalismo frente al privilegio feudal. Para derribar reyes, levantar parlamentos.
Sin embargo, pronto devino en una ideología fuertemente conservadora, cuando no reaccionaria. Si en las artes la continuación de la Ilustración fue el Romanticismo, los revolucionarios dieron paso, entre otros, a von Bismarck y Guillermo I, que fundaron el Estado alemán moderno sobrerrepresentando a los terratenientes y germanizando a polacos, daneses y franceses. Décadas después, un vienés como Zweig, víctima absoluta del nacionalismo, recordará que «lo trágico de la idea europea» es que no tiene «centro estable» y que el universalismo nada, por tanto, a contracorriente: «Siempre será más fácil reconocer lo propio que entender, con actitud y abnegación, lo del vecino».
La Primera Guerra Mundial permitió al nacionalismo mutar de nuevo. El año 1914 marcó el momento en el que permeó a todas las capas sociales, pues entre nación y clase, los proletarios se alinearon con lo primero. Y la Segunda concluyó con un movimiento opuesto que abrió una cuarta etapa: en pleno furor por la Reconstrucción, fueron las clases altas las que se hicieron internacionalistas.
De ahí que una parte de la izquierda, como cierta derecha durante el período de entreguerras y aun antes, asumiera postulados nacionalistas. Lo hizo como reacción y en un contexto en el que se estaban produciendo las descolonizaciones, que indagaban en la contradicción al incorporar componentes socialistas.
Desde entonces, esos postulados se han hecho más transversales que nunca, como anticipaba Arendt en la misma época en la que presentaba el nacionalismo, con sus amigos sionistas observando con atención, como «la perversión del Estado en un instrumento de la nación», consecuencia hobsbawniana que equivale a declarar que no hay ningún vínculo por encima de la decisión libre de la ciudadanía. Una intuición que, por cierto, coincide con lo que nos dijeron que era la Ilustración, pues si Dios ha muerto, es el ser humano quien escribe la historia. Gonzalo Cachero es escritor. 












[ARCHIVO DEL BLOG ] La vida de las palabras. [Publicada el 07/07/2019]














Algunos medios se han hecho eco de la publicación de cierta obra de una joven llamada Marta P. Campos -la P, si no me equivoco, corresponde al apellido Pérez- que ha confeccionado lo que llama un "libro de artista" con el título 1914-2014. Diccionario cementerio del español, comienza escribiendo en El Mundo el profesor Pedro Álvarez de Miranda, catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de la Real Academia Española. 
Son dos gruesos tomos, en cada una de cuyas páginas consta únicamente una palabra, sola y desnuda en el centro de ella. Del monumental librote se ha hecho una tirada de 50 ejemplares numerados y firmados, que ha sido patrocinada por el Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León y ahora se expone en el Instituto Cervantes.
Al parecer, la joven artista, utilizando medios informáticos, ha tomado el caudal de voces presentes en el diccionario académico de 1914, fecha de su 14.ª edición, y se ha entretenido en determinar cuántas y cuáles de ellas no están hoy en la 23.ª, aparecida -mera casualidad la coincidencia de los dos dígitos finales- en 2014. El saldo ha resultado ser el siguiente: 2.793 palabras habrían desaparecido del repertorio léxico oficial en un siglo.
La noticia, en manos de algún periodista más bien ignaro, ha dado lugar a titulares como este: Así mueren las palabras abandonadas por la RAE. Nada más absurdo. Ni las palabras "mueren" porque la Academia las "abandone" ni tenían "vida" alguna antes de haber salido, por razones casi siempre bien justificadas, del diccionario.
Hay que decir que, por lo pronto, no se trata de 2.793 palabras, sino más bien de otras tantas formas, que no es exactamente lo mismo. Y que, por lo que he podido ver, está justificado en la práctica totalidad de los casos que hayan sido suprimidas de la macroestructura del diccionario académico. Al cual más bien cabría reprocharle justamente lo contrario, el mucho lastre que aún conserva en los 93.000 lemas, y casi 200.000 acepciones, de su última edición en papel.
La inquieta artista seguramente no ha leído los prólogos de las sucesivas ediciones de la obra, en los que habría podido encontrar la explicación de ciertas decisiones adoptadas a lo largo de los años para depurarla. Por ejemplo, la eliminación de los participios activos cuando constaban solo como tales participios del verbo correspondiente, y no como adjetivos. Ha hecho bien la Academia al eliminar entradas como modulante, de la que no decía más que "participio activo de modular. Que modula". Para decir eso, mejor no decir nada. Y así muchos otros. Lo mismo ocurre con algunos adverbios en -mente, con diminutivos, aumentativos o despectivos no lexicalizados, con voces no documentadas más que en la lengua medieval (es decir, no después del siglo XV), etcétera. Se han quitado del diccionario, por ejemplo, el aumentativo grandote, el diminutivo arroyuelo o el participio acurrucado, y muy bien quitados están. También lo está el sustantivo cuñadez (equivalente, más o menos, de parentesco) que se usó por última vez en las Partidas. Alguien ha lamentado esta supresión invocando lo pelmas que suelen ser los cuñados. Reconozcamos que como broma tiene gracia.
El hecho de que la artista no sepa lo que es un diccionario y cómo se hace la lleva a incluir entre las voces desaparecidas la interjección (eufemística) ¡caracoles! Que, naturalmente, no ha desaparecido, sino que se llevó, en 1956, al artículo caracol, que es donde debía estar. Y en él sigue. El verbo colegiarse, que también está en la lista de marras, no es que se haya eliminado, es que ahora se incluye sin el enclítico: colegiar. Y así muchos otros casos.
Otras veces las herramientas que haya manejado la señorita Campos le han jugado una mala pasada: da, por ejemplo, como desaparecida del DLE la palabra cabildeo. Pero no hay tal. Ahí sigue, en la edición de 2014, como no podía ser menos, y como cualquiera podrá comprobar en la versión en papel o en la electrónica.
Más aún: entre esas palabras con las que la Academia habría dado curso a no se sabe qué impulsos verbicidas están los casos, que algunos hemos procurado estudiar con rigor filológico, de las llamadas "palabras fantasma", voces presuntas que, una vez detectadas, deben salir del diccionario sin miramientos. En el anterior Diccionario histórico descubrimos, por ejemplo, que cierto vocablo, amarrazón, había entrado en el repertorio oficial con el presunto apoyo de un texto nada menos que del Quijote. Pero vimos que se trataba de una errata de cierta edición tardía de la novela cervantina, en la que la palabra amarra se había unido, por el despiste de un cajista, a la preposición con que la seguía, convirtiendo la c, además, en una c cedilla. Es decir, amarra + con había dado un inexistente amarraçón / amarrazón que nadie había usado jamás, se había colado subrepticiamente en el diccionario y se había instalado en él por siglos (ya desde Autoridades), hasta que se eliminó en 1992. Eliminación que no es de lamentar, sino todo lo contrario. Como la de cuatratuo, un disparate que, como demostró don Manuel Alvar, no era sino una mala lectura de cuatralvo (o cuatralbo). O como la de alhaquín, fantasma lexicográfico que yo mismo he desenmascarado y aún figura en la edición en papel de 2014, pero se ha eliminado de la versión consultable en línea.
Prueba de las benéficas consecuencias que tenía el Diccionario histórico es que en la letra A la autora del Diccionario cementerio del español detecta como eliminados (o felix culpa) nada menos que 628 vocablos. Y solo quince en la Z.
Parece que uno de los objetivos del libro y la muestra sería el de alentar la resurrección de inocentes cadáveres léxicos provocados por la acción de la Academia. Absurdo empeño. La forma ceugma, por ejemplo, escrita con c-, y que inevitablemente ha caído en las redes de la nostálgica recolectora, se eliminó, en efecto, en 2014. Pero se mantuvo con la grafía zeugma, con z, que también estaba en él, ya desde Autoridades, y que no solo es mucho más frecuente sino etimológicamente preferible.
En definitiva, el entretenimiento de la joven artista Marta P. Campos es un entretenimiento más bien inane, horro como está -era de esperar- de conocimientos filológicos y lexicográficos. Una utilidad ha tenido, hemos de reconocérselo: en sus redes ha caído el adverbio conscientemente, que, de manera inexplicable, se eliminó del diccionario en la edición de 1992. Menos mal que el extraño olvido afectó a voz de no mucha trascendencia como es un adverbio en -mente. Será repuesto lo antes posible.
La gente parece no entender que el diccionario -ningún diccionario- ni insufla vida a las palabras ni tampoco se la quita, porque no puede hacer ni lo uno ni lo otro. Que las palabras solo cobran vida en el uso, en los textos y el habla de las gentes. Que algunas formas desalojadas del diccionario tal vez nunca deberían haber ingresado en él. Que la Academia debe perseverar en la tarea de depurar su obra más consultada eliminando de ella la ganga ociosa que aún contiene, y afinando mucho más la información que ofrece sobre la vigencia histórica de las voces. Además, desde luego, de esforzarse en hacer pedagogía acerca de lo que es el diccionario, de lo que es un diccionario y de la labor que la institución realiza. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt