viernes, 8 de septiembre de 2023

De qué hablamos cuando hablamos de España

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del politólogo Fernando Vallespín, va de qué hablamos cuando hablamos de España. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Cortar el nudo gordiano
FERNANDO VALLESPÍN - El País
03 SEPT 2023 - harendt.blogspot.com

La coincidencia entre la frustrada reunión de Sánchez y Feijóo y el serio y oportunista artículo de Urkullu en estas páginas da que pensar. Por un lado, los dos líderes más representativos de este país dándose la espalda y viéndose porque no tenían más remedio; por otro, el paso adelante en el autogobierno vasco que propone el lehendakari y que es un aviso a navegantes sobre la hoja de ruta que desde hace ya tiempo tienen prevista hasta dar el salto final a la independencia. Cuando las condiciones históricas estén maduras, se entiende. Y, por lo pronto, a esperar hasta que se pronuncie el expresident Carles Puigdemont, aunque todos sabemos ya más o menos de qué va la cosa. Frente a esta claridad de ideas, los que habitamos el resto del Estado, por utilizar la jerga del PNV, ignoramos en realidad cuál es la visión de España de nuestros dos grandes partidos. Ambos se remiten a la Constitución, pero en el caso de uno de ellos dependerá de lo que le exijan los nacionalistas para poder gobernar; en el del otro lo imaginamos, porque solo nos lo dicen en negativo, la identidad española es el reflejo invertido de las expectativas nacionalistas periféricas. En dos palabras, no hay un modelo de país ni la unidad suficiente entre ellos para poder realizarlo. Es una ironía, pero uno de los países más antiguos de Europa sigue navegando por la historia sin saber qué es en realidad.
Quienes me siguen por aquí saben de sobra que suelo ser de los más hospitalarios con nuestra diversidad, que estuve a favor de los indultos en su día y que no se me caerían los anillos por la cuestión de la amnistía. Es más, creo que Feijóo hubiera estado dispuesto a aceptarla a cambio del gobierno. Tampoco tengo problemas con lo de la plurinacionalidad si eso significara descansar durante una generación de este irreprimible y estragante choque de patrias. Porque ya está bien de que nos monopolice la conversación y la actividad política. Esperanza vana, los partidos que ahora condicionan nuestra gobernabilidad no podrían subsistir sin seguir tensionando la cuerda, perderían su identidad. En algún momento habrá que decir “hasta aquí”, pasar a ocuparse de los problemas reales del país y no de entidades metafísicas como el ser de los pueblos. Pero este es precisamente el asunto, ¿de qué país estamos hablando? Es la cuestión que habría que aclarar antes de nada, porque para algunos es un mero “Estado” y para otros la “nación represora”.
Lo que me pide el cuerpo, que no la inteligencia, es resolverlo de una vez con sendos refrendos en Cataluña y el País Vasco. Si los gana la causa española descansaremos durante un buen periodo; si no, tampoco debería pasar nada, externalizaríamos la carga del conflicto de identidades nacionales hacia el interior de los nuevos Estados y, dado que presumo que seguirían en la UE, quienes viven allí y se sintieran españoles gozarían de todos sus derechos ―”como los alemanes en Mallorca”, que dijera Arzalluz―. No tendríamos por qué llevarnos mal e incluso acabaríamos votándonos mutuamente en Eurovisión, como hacen ahora las repúblicas exyugoslavas. El resto seríamos un país bastante más pobre, pero al menos con capacidad para actuar en común y bien vertebrado, eso que envidiamos de otras naciones. A mí, la verdad, me compensaría con creces. Si la inteligencia se me resiste es porque temo que hoy carecemos del liderazgo adecuado para dar un paso tan audaz y el remedio puede ser peor que la enfermedad. Lejos de ahuyentar el fervor nacionalista, lo exacerbaría hasta niveles insospechados y, desde luego, no volvería a ver un gobierno de izquierdas en nuestro país en lo que me queda de vida. No hay solución a este dilema. Mientras tanto, nuestros grandes líderes se reúnen un rato y están a ver quién pilla cacho.
































[ARCHIVO DEL BLOG] Mesura, sangre fría, y no volar todos los puentes. [Publicada el 24/09/2017]











Ante un golpe de Estado y una rebelión popular como la que se está gestando en Cataluña lo difícil del doble reto es combinar firmeza y mesura, sangre fría y no volar los puentes que quedan.
Un golpe de Estado y una rebelión popular, encadenados, simultáneos, ambos iniciados, y ambos a media cocción. Eso es lo que sucede en Cataluña, acaba de de escribir el periodista Xavier Vidal-Foch en El País.
Lo primero ha sido la tentativa de culminar el golpe desencadenado el 6 y 8 de septiembre en el Parlament al imponerse las leyes de ruptura o “desconexión” que pretendieron derogar la legalidad democrática vigente abrogando antes su legitimidad.
La esencia de esta operación es la ruptura del Estatut. Más concretamente, algo tan detallista como la abrupta cancelación de su legítimo mecanismo de reforma: el artículo 222, que, para emprenderla, “requiere el voto favorable de las dos terceras partes de los miembros” de la Cámara y no una simple mayoría.
Ese propósito se fraguó ya en los preparativos de las elecciones “plebiscitarias” del 27-S de 2015. “Un fantasma se cierne sobre Cataluña, el de un golpe contra el Estatut, el de un golpe contra la legalidad catalana, el de un golpe contra los ciudadanos catalanes. Eso sí, paradójicamente ideado, planificado y a ejecutar por catalanes: se trata pues, propiamente, de un autogolpe”, radiografié dos meses antes (Un golpe contra Cataluña, EL PAÍS, 25/7/2015).
La operación “implica”, añadía, “la subversión del ordenamiento y la ocupación ilegítima de las instituciones, o su desnaturalización”. Para lo que no obstaba la ausencia de una violencia indiscriminada, como ilustra el del general Primo de Rivera, un “mero pronunciamiento”, y otros reseñados en Técnicas de golpe de Estado, de Curzio Malaparte (Planeta, 2009).
Como este desentrañó en el golpe de Bonaparte, lo esencial es “parecer que obedece las leyes, sus acciones deben conservar todas las apariencias de la legalidad”. Y “su objetivo táctico es el Parlamento: quieren conquistar el Estado mediante el Parlamento”, exactamente lo buscado en la bochornosa sesión del día 6 en el Parlament de la Ciutadella.
En un brillante artículo, el profesor Javier García Fernández apeló recientemente a Hans Kelsen cuando este indicaba que hay un golpe de Estado cuando “el orden jurídico de una comunidad es anulado y sustituido en forma ilegítima por un nuevo orden” (EL PAÍS, 31/8).
Y el notari de Catalunya, Juan-José López Burniol, precisó tras el parlamentazo que “ha sido un golpe de Estado porque lo hay siempre que se produce una subversión total del ordenamiento jurídico establecido con voluntad explícita de hacerse con el control absoluto del poder” (La Vanguardia, 16/9). También lo han dicho Joan Tapia (El Periódico, 17/9), y Mario Vargas Llosa y Josep Borrell, anteayer.
Ahora bien, cada caso es distinto, aunque todos exhiban rasgos comunes. Y el rasgo diferencial del caso catalán es la concatenación del golpe con el burbujeo de una rebelión popular de una parte notable de la ciudadanía catalana, con nostalgia de aromas de 14 de abril. La autoridad insubordinada apela a ella para tomar prestado algún grado de legitimidad. Y esta se la concede a gusto, contra su propio interés.
Así que al intento de toma y destrucción del Estado por el bloque de los indepes indesmayables se une parte del frente antiRajoy. Una porción de quienes —infinidad en Cataluña— detestan al PP. Y que no solo no posponen sino que colocan en primer plano su responsabilidad pasada en la gestación de la crisis: la campaña antiEstatut de 2006, la parálisis del Gobierno durante un lustro, sin plantear respuestas políticas. La confluencia de ambos afluentes da la calle reactiva a los registros y otras actuaciones judiciales de anteayer: y de próximas jornadas.
Muchos, los anticonservadores legalistas, anteponen con acierto la defensa del orden democrático a ese historicismo, y consideran que no hay que llorar sobre la leche derramada. Pero el ruido de la coyunda entre quienes practican el golpe y quienes lo aplauden como si no lo fuera, y como forma expeditiva y espúrea de echar a un Gobierno (en vez de la propia en democracia, convencer a la mayoría) es atronador. Y un cierto manejo mediático del mismo ofrece la imagen distorsionada del espejo cóncavo.
La dificultad del momento para la democracia y para las autoridades reside en combinar el recetario con que afrontar los dos males al mismo tiempo. Contra el golpismo, cualquier medida del ordenamiento constitucional puede convenir, si se encaja legalmente: el principio es la suficiencia, del que forma parte la rotundidad que resulte indispensable.
Y ante la rebelión popular es preciso extremar precisión y proporcionalidad, nunca estropear más de lo que se arregla. No porque el empleo de esos principios vaya a convencerla de entrada —ya hemos visto nutridas manifestaciones contra las primeras medidas judiciales, que eran notoriamente selectivas— sino, porque solo sobre el sentido de la mesura puede sembrarse para pronto la siempre aplazada vía política —–y explicarla bien desde ya; no basta con la justificación de la actuación coercitiva—: el diálogo normalizador, las propuestas, las reformas, la negociación… con quienes la prefieran, y la antepongan al caos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt











jueves, 7 de septiembre de 2023

Del monstruoso vicio de la servidumbre

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la investigadora cultural Marta Ares, va del monstruoso vicio de la servidumbre. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








El monstruoso vicio de la servidumbre voluntaria
BERTA ARES YÁÑEZ - El País
03 SEPT 2023 - harendt.blogspot.com

Era muy joven cuando sentó las bases de su famoso escrito. Como mucho rozaba la actual mayoría de edad, no obstante, Étienne de La Boétie, el gran amigo de Michel de Montaigne, escribió uno de los textos más profundos contra la tiranía: El discurso sobre la servidumbre voluntaria. Un texto breve, absolutamente contemporáneo, profusamente traducido y publicado desde que se difundió por primera vez años después de su fallecimiento a causa de la peste, en 1563.
Este poeta, filósofo y abogado del Renacimiento describió la servidumbre voluntaria como un “monstruoso vicio”. Un vicio que lleva a un número infinito de personas a ser tiranizadas y conducidas al servilismo por su propia voluntad, con el cuello bajo el yugo, no obligadas bajo una fuerza mayor, encantadas y fascinadas “por el solo nombre de uno”. Todo ello a pesar de que es perjudicial, pues la servidumbre al tirano implica, primero, la pérdida del sentido natural de la libertad, después la merma del valor y, finalmente, se instala la impotencia.
El tirano se alimenta de obediencia, servidumbre y devoción voluntaria de las personas. Nunca alcanza la amistad, porque está hecha de una virtud que no posee ni poseerá. No es amado ni ama. Una vez asentado en el poder, gana en astucia. Le resulta fácil engañar y persuadir. Su esquema de funcionamiento es piramidal. Somete a los que están en la cúpula, próximos, mediante el reparto de propiedades y dinero, pues sabe que nada avasalla tanto como la riqueza. A los súbditos, los que forman las bases, los embrutece. El tirano teme la traición. A su alrededor solo hay conspiración. Todo se corrompe.
No es de extrañar que entrado el siglo XX el escrito de La Boétie acompañara la reflexión de no pocos pensadores en torno al totalitarismo y el valor de la desobediencia. Simone Weil, por ejemplo, escribió una Meditación sobre la obediencia y la libertad. Lo hizo en la primavera de 1937, es decir, tras haber participado en la Guerra Civil española. Es una reflexión provocada por el ascenso de los fascismos. Plantea el asombro que le produce ver la sumisión de la mayoría a una minoría criminal y trata de vislumbrar cuál debe ser la fuerza social capaz de romper ese fatídico sometimiento colectivo. Se pregunta cómo comprender que los hombres permanezcan sometidos hasta el punto de morir por orden del tirano. Escribe: “La mayoría obedece hasta dejarse imponer el sufrimiento y la muerte, mientras que la minoría manda”. En esta breve meditación, Weil señala que todo lo que hay de más alto en la vida humana, todo esfuerzo de pensamiento, todo esfuerzo de amor, es corrosivo para el orden tiránico. Y, sin embargo, ve imposible trasladar a la acción política la pureza de espíritu sin condenarse de antemano a la derrota.
Frente al vicio de la servidumbre, La Boétie, al igual que su amigo Montaigne, eligió la virtud de la libertad. Explica Montaigne en su célebre ensayo dedicado a la amistad que, al contrario de la servidumbre, la condición de libertad voluntaria no produce nada más propiamente suyo que el afecto. Rememora también a Aristóteles, quien insistiera en que los buenos legisladores cuidaron más de la amistad que de la justicia, pues las formas de afecto son más hermosas y generosas que aquellas edificadas sobre el placer o el beneficio.
En su texto, La Boétie ilustra con ejemplos históricos que quienes no se entregaron a la servidumbre lucharon con más ímpetu y mejor en defensa de su libertad que quienes vivían subyugados. El Discurso fue comprendido como radical, pues somete a crítica los fundamentos mismos de la autoridad. Pero es que él confiaba en la bondad de la virtud y ésta sólo puede darse en libertad. Este es un punto central de su argumento. Él pensaba que la naturaleza es contraria a la ofensa y, por tanto, si los seres humanos fuimos creados diferentes los unos de los otros es precisamente para favorecer que entre las personas se den los afectos y los cuidados. Naturalmente libres, escribió, todos somos compañeros.
Montaigne describó a La Boétie como un hombre de otra época. Quizá de un tiempo, si es que realmente existió, en el cual la virtud prevalecía sobre el poder y el dinero. Nada que ver con el actual. Las sociedades contemporáneas hemos llegado al siglo XXI completamente inclinadas por el interés material. Vivimos entregados a un embrutecimiento sin parangón. Despreocupados ante la desatendida transmisión del conocimiento de los clásicos y de la antigüedad. Dominados por patologías que se producen en el seno de nuestras democracias. Fatalmente anclados en conflictos políticos del pasado. Servilmente atados a los dispositivos celulares. Embelesados ante los avances de una inteligencia artificial dirigida por intereses que nos alejan de los afectos, por decirlo suavemente. No es de extrañar que al final nos hayamos rodeado de tiranos, cada vez más peligrosos y sofisticados. ¿Qué permanece? De momento todos somos humanos.



































[ARCHIVO DEL BLOG] Tolerancia cero. [Publicada el 16/03/2014]








A mí personalmente me asustan los que se manifiestan día sí, día también, como partidarios de la tolerancia cero, así, sin matices. En democracia la tolerancia debería ser una virtud intrínseca. Y los perseguidos, más bien los intolerantes. ¿Cúal debería ser entonces la altura del listón en cuanto al grado de tolerancia, y sobre qué cuestiones? Lo ignoro.  
Soy de los que piensan que una democracia asentada puede permitirse un cierto grado de corrupción individual, no social ni política, sin que las instituciones se resquebrajen o resientan. Entiéndanme, por favor: no estoy en favor de la corrupción ni de los corruptos. Digo, simplemente, que la corrupción es algo consustancial a la democracia porque hay libertad, y donde la hay, siempre habrá políticos, funcionarios, administradores, financieros, empresarios, trabajadores, vividores y sinvergüenzas que se aprovechen de ello. Lo que hay que hacer es descubrirlos, destituirlos, despedirlos o meterlos en la cárcel. Y punto.
A mi, personalmente, me asusta mucho más el que la sociedad y la ciudadanía se tomen esa corrupción, por ejemplo, la de sus políticos, dirigentes y administradores públicos como algo no sólo normal sino divertido, excusable e incluso elogioso. En la Unión Europea los ministros dimiten por falsear su currículum académico; un presidente de la República Federal Alemana por hacer un favor. En España, la palabra dimisión no tiene conjugación; "dimitir" es verbo intransitivo. Hace cinco años por estas fechas el gobernador del Estado de Illinois, acusado de vender un asiento en el Senado al mejor postor, fue destituido de su cargo sin contemplaciones, por su propio partido y su parlamento. El presidente Clinton se salvó por un voto de la destitución... ¿Por follarse a una becaria empleada de la Casa Blanca? No, eso no es delictivo; se le procesó por mentir a quienes investigaban el caso.
¿Y aquí? Políticos corruptos, incursos en causas judiciales, se amparan en la presunción de inocencia (aplicada a "los suyos", nunca a "los otros"), para seguir en el cargo, sin entender que la presunción de inocencia delictiva no tiene nada que ver con su posición política. Me resisto a aceptar las imágenes de partidarios, amigos y vecinos, jaleando como "hooligans" a políticos acusados de corrupción. O reelegidos una y otra vez, a pesar de estar incursos en procedimientos criminales. Esa sí es la corrupción que me asusta: la del cuerpo social y político, la de los ciudadanos indiferentes, la de los estómagos agradecidos. La otra, la verdad, es que no me preocupa en exceso. Y si la Justicia, fuera justicia, es decir rápida y eficaz, me preocuparía menos aún.
La periodista Rosa María Artal escribió hace unos años un artículo titulado "Hijos de la picaresca", en el que relacionaba esa fascinación que provoca en algunos el político corrupto con la genuina tradición literaria española de la "picaresca", por lo que parece genéticamente inseparable del carácter nacional: véase al respecto "El lazarillo de Tormes", atribuida a Alfonso de Valdés, secretario del emperador Carlos V; "La vida del buscón don Pablos" de Francisco de Quevedo; o el "Guzmán de Alfarache", de Mateo Alemán, todos de obligada y provechosa lectura. Parece que seguimos lo mismo. En todo caso, ¿tolerancia cero?, pues según para qué y para quiénes, pero ¡ojo!, que tan malo es pasarse como quedarse cortos. Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt