La construcción del Muro de Berlín en 1961 y su final en 1989 -escribe en este especial dominical de hoy [Escrituras en libertad: Jan Valtin y las fronteras del miedo. Revista de Libros, 17/7/202O] el documentalista y bibliotecario del Instituto Cervantes de Berlín, Sergio Campos- tuvieron un mismo origen: la huida desesperada de los ciudadanos de la Alemania comunista. Desde su creación en 1949, tanto la R.D.A. como los territorios ocupados por los soviéticos se desangraban demográficamente. Cerca de dos millones y medio de habitantes abandonaron el país en esos doce años.
Hubo un hombre que quiso indagar en las historias de aquellos fugados que adquirían la condición de refugiados en la Alemania Occidental. Se llamaba Jan Valtin. Su último servicio a la causa del mundo libre consistió en la escritura de nueve reportajes sobre la frontera de las dos Alemanias. Se trataba de una serie que comenzó a publicar el diario francés Le Figaro el 2 de enero de 1951, el día después de la muerte de Valtin. Tenía cuarenta y seis años.
Hacía una década que gozaba de reconocimiento como escritor. Se había hecho un nombre de justa fama tras la publicación de La noche quedó atrás, la autobiografía de su etapa al servicio de la Komintern, la organización soviética encargada de diseñar y extender la revolución mundial, y que le llevó a estar infiltrado como agente doble en la Gestapo. Es indudable que Valtin tenía el don de contar historias como nadie, lo que unido a su materia narrativa, su propia vida llena de intrigas, clandestinidad, suburbios, crímenes, sabotajes, delaciones y convulsiones sociales en un momento crítico de la Historia, hacen de su libro una lectura trepidante y esencial. Su interés biográfico es indudable, pero su importancia estriba en una palabra sin la cual no hubiera podido escribir y que resumía el estado del mundo en aquellos momentos: libertad.
No siempre los recuerdos de los hombres de acción reflejan la inquietud y los peligros que han experimentado a lo largo de su vida. Un hombre habla a través de su carácter, pero cuando una entidad socialmente superior lo anula, ya no habla el hombre sino la entidad que lo ha fagocitado. Es lo que trata de explicar Peter Schneider en El saltador del Muro, cuando explica sus conversaciones con su amigo de Berlín Este sin que al final pueda distinguirse dónde termina el individuo para dar comienzo al Estado: el «lenguaje en conserva», la «gramática oficial», la «lección debidamente aprendida».
La libertad contagia el estilo. La libertad de ir a la contra, la rebelión natural del hombre, la libertad de errar y poder rectificar luego sin miedo al castigo del Partido, es lo que permitió a los excomunistas elevar su escritura por encima de las redacciones covachuelistas de aquellos comunistas que publicaron sus propios recuerdos con la misma emoción que podrían haber mostrado al escribir una solicitud de vacaciones. La nómina de renegados es amplia, y su calidad indiscutible: Arthur Koestler, Sydney Hook, Stephen Spender, Enrique Castro Delgado entre los españoles, Manès Sperber, André Gide… En esta lista no puede faltar, por supuesto, Jan Valtin; gracias sobre todo a La noche quedó atrás, pero también a estos reportajes que solamente aparecieron en forma de libro en España, México y Argentina con el título de Las fronteras del miedo.
Jan Valtin fue sin duda un hombre de excepcionales cualidades. Se llamaba en realidad Richard Krebs, había nacido probablemente en Darmstadt en 1905 y se había iniciado en la vida clandestina del partido comunista de Alemania en los muelles de Hamburgo. Como a buen marinero e hijo de marino, el mundo se le quedaba pequeño. Organizó huelgas, revueltas y sabotajes en los buques de todos los mares, llegando incluso ser encarcelado en San Quintín tras un asalto en Los Ángeles cuando tenía solamente 24 años. Aunque en principio se estimó que estaría solo unos días en prisión para ser inmediatamente deportado, en realidad estuvo tres años, durante los cuales se dedicó a estudiar y a escribir en el periódico de la cárcel.
Tras la fulminante aparición de los nazis en Alemania, el partido comunista alemán fracasó en su lucha contra ellos pese a la incesante actividad de agentes como Valtin. Su desencanto ideológico, lo que Torrente Ballester llamaba «el impulso del tránsito», le llevó a huir de Europa y recalar en Estados Unidos en marzo de 1938 tras haber actuado como agente doble en la Gestapo.
Nada más poner el pie en el país, la maquinaria de la propaganda soviética lo fijó en su punto de mira. Los diarios a sueldo de Moscú, como el Daily Worker de Nueva York, el danés Arbejderbladet o el alemán Die Schiffahrt publicaron la fotografía del entonces aún Richard Krebs procedente de un documento de identidad de la Gestapo. La campaña de desprestigio fue un fracaso, sobre todo por la potencia del contraataque de Valtin. La publicación de La noche quedó atrás, en 1941, le reportó un enorme éxito y supuso un verdadero golpe en las zahúrdas de Rostokino, el barrio moscovita donde se levantaba el cuartel general de la Komintern, que inmediatamente redobló sus esfuerzos por anular a su antiguo agente.
El apparátchik que dirigió la contrapropaganda fue Sender Garlin, un periodista originario de Białystok que había llegado a los Estados Unidos junto a su familia cuando apenas contaba con cuatro años. En 1938, cuando Valtin llegó al país, Garlin se encontraba en Moscú, donde residía junto a su mujer y a su hijo en el mítico Hotel Lux. La familia fue enviada de inmediato a Norteamérica, en invierno de ese mismo año. En 1941, Garlin se echó a sus espaldas la campaña de desprestigio contra Valtin y su libro alegando que era mentira todo lo que en él se contaba. Garlin sostuvo, en un artículo de nuevo en el Daily Worker, que la autoría real del libro correspondía al agente literario de Valtin, Isaac Don Levine, todo un personaje, muñidor de otros libros de denuncia anticomunista como el de Walter Krivitsky, y el primero en publicitar al por mayor la verdadera identidad del asesino de Trotsky. Hoy se sabe cómo y en qué condiciones escribió Valtin su obra, pues suya es de pleno derecho. Como en toda autobiografía, hay partes que no se corresponden con los hechos, ya sea por errores de memoria más o menos intencionados, prejuicios sobre algunos personajes o simple desconocimiento y tendencia a la novelería, pero fuera de esos desajustes factuales en ningún caso se puede esgrimir que sea un libro falso.
El caso de Las fronteras del miedo es distinto. Lo escribió cuando ya estaba enfermo. No cabe duda de que recorrió la frontera del Elba en un Mercedes, tal y como cuenta, y que habló con refugiados y con guardias de uno y otro lado del río, pero todo aquello que trasciende la intrahistoria de la frontera no es más que un collage hecho con artículos de revistas, como veremos.
¿De qué habla Las fronteras del miedo, qué se cuenta en él? Valtin partió de Nueva York rumbo a Bremerhaven el 17 de octubre de 1950. Su estancia en Europa fue breve. En algún momento enfermó y regresó a Estados Unidos el 21 de noviembre desde el puerto francés de El Havre.
Sus reportajes pueden dividirse en dos partes: aquellos que tratan de lo que investigó sobre el terreno, la situación de los refugiados del Este, y los que prácticamente copió de varios números del semanario Der Spiegel sobre las actuaciones de la policía secreta de la R.D.A.
Durante varias semanas había recorrido la frontera alemana partiendo de Lübeck, en el Báltico, para visitar en un viejo Mercedes pequeñas aldeas situadas en la frontera natural delimitada por el Elba, en el estado de Baja Sajonia, y campos de refugiados donde cada día acudían cientos de fugitivos del este. Valtin habló con alguno de ellos, con responsables de los campos, con Grenzführern —guardias fronterizos— e, incluso, con algunos Vopos (policías de la Volkspolizei, o policía popular) del otro lado. Con los testimonios de todos ellos hilará historias turbadoras de contrabandistas, de Grenzgänger —lo que en vascuence se conoce como mugalaris—, de asesinos que se aprovecharon de la menesterosidad de quienes huían de suelo comunista, de desertores, de pobres gentes que habían puesto en peligro sus vidas para pasar al otro lado. Son, sobre todo, historias sobre el miedo: el que tenían los fugitivos y el de los policías occidentales que temían la reacción de sus antiguos compatriotas en caso de que estos recibieran la orden de disparar. Son crónicas muy vivas que traen ecos de otros relatos fronterizos, como los de Sergiusz Piasecki en El enamorado de la Osa Mayor, pero sin su vitalidad humana, sin que la Naturaleza tenga papel alguno y con mayor sensación de peligro y de amenaza. Más que épica, tragedia.
Las aldeas visitadas por Valtin se nos muestran hoy insignificantes en el mapa; a ellas no llega el Street View de Google y parecen emplazamientos apacibles con el punto justo de pintoresquismo que se espera de una aldea alemana: graneros construidos con entramados de madera, molinos, esclusas, los agudos picos de las iglesias luteranas. Nada hay que muestre o recuerde el drama del que fueron escenario en la inmediata postguerra, salvo algún pequeño memorial levantado en aquellas donde se ubicaron los campos de refugiados. A ellos llegaron cientos de miles desde el final de la guerra hasta que se alzó el Muro. Las cifras oficiales son las siguientes: casi 130.000 en 1949, año de la creación de la RDA, un número que fue creciendo casi todos los años hasta los más de 300.000 en 1953; el año del levantamiento del Muro, hasta el mes de agosto de 1961, la cifra de refugiados fue de 155.402. En total, desde ese primer año de 1949 (con un país de 18,8 millones de habitantes) hasta agosto de 1961, 2.686.9424. En realidad, el número de personas que huyeron era mucho mayor, ya que no todos los que terminaban en los campos eran considerados oficialmente como refugiados. Entre otras obligaciones burocráticas, había que demostrar los motivos de persecución política. La perspicacia, el verlas venir, no se consideraban razones suficientes.
Para poner esos números en perspectiva, se puede citar el ejemplo del campo de Bohldamm, visitado por Valtin. Los refugiados oficiales ascendieron a 765.000 entre 1945 y 1963, pero el número de fugitivos fue en realidad de 1,3 millones.
La zona de ocupación soviética sufría una sangría demográfica que había que parar a cualquier precio. Una de las estrategias de los gobiernos soviético y germano-oriental fue la creación de una policía secreta capaz, en primer lugar, de purgar traidores mediante el secuestro y el asesinato, pero muy especialmente de controlar la población entera mediante el reclutamiento de confidentes por todo el país. Valtin conocía muy bien los mecanismos soviéticos de represión y los denunció en sus reportajes.
¿Cómo se informó Valtin de los nombres y las peripecias de quienes aparecen en sus reportajes? La suspicacia kominterniana hablaría de filtraciones de los servicios secretos de las potencias occidentales que ocupaban Alemania, pero sospecho que lo único que hizo Valtin fue hacerse con un nutrido número de revistas del año 1950 y entresacar de ellas las noticias más adecuadas a sus intenciones.
Por ejemplo, cuando menciona la película con la que quiere demostrar la psicología del agit-prop soviético, In geheimer Mission, es muy probable que se basara en un artículo de Der Spiegel del 18 de octubre de 1950, un día después de la llegada de Valtin a Alemania: «Ohne Charme und sex-Appeal» [Sin encanto ni sex-appeal]. Valtin copia prácticamente todo lo que dice de la película, un subproducto propagandístico, aunque desde el punto de vista técnico puedan señalarse algunos aciertos, como las caracterizaciones de Himmler y de Hitler (la película puede verse en la plataforma YouTube).
Lo mismo parece hacer Valtin cuando se refiere a Emil Dowideit. Sigue otro artículo de Der Spiegel, de septiembre de 1950, «Menschenraub: begangen an Emil Dowideit7» [El secuestro cometido contra Emil Dowideit], una historia trepidante de este agente secreto de la Alemania comunista que también fue purgado tras el secuestro de un comerciante berlinés. Igualmente ocurre cuando Valtin desvela quién era el cabecilla ruso de la red policiaca en la Alemania oriental y cómo se organizaban los Smersh, los departamentos de contrainteligencia. Él le da el nombre de «General Kubalov», tal y como aparece en un nuevo artículo de Der Spiegel: Tod den Spionen [Muerte a los espías], de 1 de junio de 19508. En realidad, se llamaba Bogdan Kobulov9 y era uno de los siniestros personajes escupidos por los lodazales estalinistas y mano derecha de Beria. Cayó en desgracia con él y fue fusilado en 1955. Su cuartel general estaba en el barrio berlinés de Weissensee, en la Askania Haus, actualmente el ayuntamiento del barrio, y según Pavel Sudoplatov, recibió órdenes de Stalin de poner micrófonos en el despacho del héroe de Berlín, el Mariscal Zhukov. Simon Sebag Montefiore lo retrata en la corte del zar rojo como un torturador de ciento cincuenta kilos de peso, achaparrado y ultraviolento, buen imitador de acentos, algo bufón y cuyos crímenes parecían pesarle cuando acudía llorando a su madre: «Mamá, mamá, ¿qué es lo que estamos haciendo? Un día pagaré por todo ello».
Kobulov, al igual que otros enviados rusos, como Nikolai Kuzmich Kovalchuk11, viceministro de Seguridad del Estado de la U.R.S.S., fue el encargado de fijar los procedimientos de la Cheka en el país, basados esencialmente en la creación de una red de Vertrauersmänner, V-Mann, o agentes encubiertos. La Stasi adoptaría el procedimiento y daría lugar a una de las mayores redes de informantes en el mundo, los IM [Inoffizieller Mitarbeiter, trabajadores extraoficiales]. Cualquier persona captada por los servicios secretos tenía la obligación de informar sobre vecinos, amigos, padres, hijos… Por supuesto, la negativa no estaba contemplada y las amenazas en caso de resistencia finalizaban con castigos reales.
Parece que la C.I.A. tenía un topo dentro de la Askania Haus que informó de quiénes formaban el llamado «Grupo de Kobulov»: su adjunto Parkhayev; el capitán Siliksky; el secretario general del grupo, Anatoli Subarev; la secretaria Vera Dimitrovna Vornova; Laptev, Belayev y Vasili Vasiliyevich Sergeyev.
El de Kobulov no es el único nombre que desliza Valtin en sus reportajes. Al frente de la Cheka alemana sitúa, como es lógico, al Ministro de Seguridad de la R.D.A. En aquel momento era Wilhelm Zaisser, un personaje siniestro que había participado en la guerra civil española con el nombre de General Gómez, al mando de las Brigadas Internacionales, y que el renegado comunista español Enrique Castro Delgado situaba como «técnico» en los aledaños del 5º Regimiento como el «eterno convidado». Valtin se refiere a él con una violenta concreción:
El siniestro historial del camarada Zaisser en el movimiento comunista de Europa se remonta a más de treinta años. Antiguo profesor de escuela, escribió, mientras era teniente en la Primera Guerra Mundial, sobre las glorias de la Blutrausch (borrachera de sangre), y sus propios instintos de «bestia de presa». He matado mucho —confesó una vez— y eso me llena de felicidad. Wilhelm Zaisser se convirtió en comunista durante el colapso alemán de 1918. En los años siguientes fue uno de los organizadores de las formaciones militares secretas del partido comunista en Alemania. Más tarde fue a Moscú para someterse a un entrenamiento especial y reapareció durante la guerra civil española como "General Gómez" de las Brigadas Internacionales. Y cuando fue catapultado al poder oficial en Alemania para convertirse en jefe del VOPO y de la temida SSD (policía secreta), demostró que seguía siendo el viejo asesino de siempre. Este «guardián rojo de la paz» fue pronto designado en Alemania Occidental como un criminal en busca y captura por asesinato múltiple, secuestro y otros crímenes contra la humanidad.
De nuevo podemos comprobar el uso que hizo Valtin de la hemeroteca de Der Spiegel. Las palabras sobre Zaisser se corresponden de forma prácticamente literal a las del artículo «Im Sinne der Nürnberger Prozesse» [En el mismo sentido que los juicios de Nuremberg…], publicado en el semanario el 22 de junio de 195013. En realidad, se trataba de un llamamiento público que pretendía reunir pruebas contra el jefe supremo de la Cheka alemana.
Lo que hizo Valtin con este collage de artículos con el que confeccionó algunos de sus reportajes fue demostrar que la nueva Alemania comunista no era sino un producto más de la U.R.S.S. Los refugiados huían del comunismo. Para pararlos, las autoridades alemanas levantaron el Muro —aún no se sabe hasta qué punto influyeron los soviéticos en esta decisión-. Cuando los turistas se plantan hoy en día ante él, no les parece muy alto; tampoco muchas sus víctimas, que hasta hoy en día son ciento cuarenta solamente en la frontera berlinesa. No alcanzan a entender que llovía sobre mojado, y que esos crímenes se cometieron en una tierra de sangre que ya había sido arrasada. Quienes dieron la orden de levantar el Muro no fueron sino quienes habían ejecutado las purgas de 1937 en el Hotel Lux de Moscú, asesinando a aquellos camaradas que habían caído en desgracia por la arbitrariedad de Stalin. Cometieron su crimen con determinación científica. Una vez al frente de su propia nación, continuaron con su particular exterminio y adiestraron a los supervivientes estabulados tras el Telón de Acero.
Contra estos criminales luchó Jan Valtin. Cabe imaginarlo regresando a los Estados Unidos en el buque «Liberté», enfermo ya, con su enorme corpachón encajado en la cabina del barco, su pelo crespo y su cara de bruto sonriente, autor de una autobiografía épica y sobre todo autor de una vida épica, con su carpeta de recortes de Der Spiegel, tecleando en su cabina con el fervor con el que se le recuerda escribiendo La noche quedó atrás, ejerciendo otra vez de Casandra, colocando su propia pieza en el puzzle de la Guerra fría muy poco antes de morir, demasiado joven. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt