Hace unos días publiqué en el blog una entrada: "El sinsentido de la existencia", que contrariamente a lo que yo pensaba no ha despertado excesivo interés por parte de los lectores del blog. Apenas un centenar de personas se han tomado la molestia de leerla. Lo que me confirma en la idea de que lo de "interesante" es un concepto absolutamente relativo ajeno a toda intencionalidad objetiva. De todas maneras, cabezota que es uno, insisto en el tema. Decía en ella que yo no le encontraba excesivo sentido a la misma, a la existencia. Que era de los que piensa que estamos aquí por puro azar. Que somos polvo de estrellas. Que al final vamos a desaparecer sin dejar rastro. Que todo lo que ha existido se extinguirá sin dejar recuerdo ninguno de su existencia ni de su paso por el mundo. Que nada quedará, ni siquiera memoria... Y que hay pocas cosas que puedan consolarnos de ese sinsentido de la existencia, Entre ellas, el amor, la amistad y los libros.
A pesar de ser de formación académica en Letras y Humanidades, reconozco que siento la pasión del neófito por la Ciencia. Y que a pesar de esa pasión, no entiendo absolutamente nada sobre ella. La madre naturaleza no me ha dotado de las cualidades necesarias para acceder, ni por aproximación, a los arcanos de la Física, la Química o la Cosmología. Por eso, cuando leo un artículo tan denso como el publicado en el último número de Revista de Libros por el profesor Viatcheslav Mukhanov, catedrático de Cosmología de la Ludwig-Maximilians Universität, de Munich, y premio Gruber de Cosmología 2013, titulado "El Universo Cuántico: de la Nada al Todo", se me disparan automáticamente todas las neuronas y entro en una especie de trance del que me resulta difícil salir. Y aquí estoy a la 1:38 de la madrugada (hora insular canaria), intentando relajarme a base de darle algún sentido racional a la pantalla en blanco de mi portátil.
El citado artículo se abre con una frase del físico estadounidense Steven Weinberg, profesor de la Universidad de Texas, en Austin, y premio Nobel de Física 1979, tomada de su libro "Los tres primeros minutos del universo" (1977), que dice así: "Los esfuerzos para comprender el universo son una de las poquísima cosas que elevan la vida humana un poco por encima de la farsa y que le otorgan algo de la elegancia de la tragedia". Polemista como pocos, el profesor Weinberg, es también autor de una frase que ha hecho fortuna entre los científicos norteamericanos: Como el también polemista y biólogo Richard Dawkins, Weinberg mantiene una cruzada sin tregua, casi a vida o muerte, contra las tendencias "creacionistas" de buena parte de los científicos estadounidenses. Para no alargarme, dice Weinberg: "La religión es un insulto a la dignidad humana. Con o sin religión siempre habrá buena gente haciendo cosas buenas y mala gente haciendo cosas malas. Pero para que la buena gente haga cosas malas hace falta la religión". Comparto plenamente las dos primeras oraciones de la frase. La segunda, no tanto. Mi beligerancia no llega a tal extremo.
No puedo, por falta de capacidad, resumirles el artículo del profesor Mukhanov, pero les invito a leerlo si están interesados en ese asunto de la Cosmología y la Física Cuántica y el origen del Universo. Es lo más reciente que se ha escrito al respecto. Y dada la valía científica de su autor, merece la pena intentarlo.
Pero yo, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid (y el Guiniguada por Las Palmas), vuelvo a lo que me es y resulta más asequible: el sentido de la vida o de la existencia, la pervivencia de vida después de la vida. Personalmente no creo en ella. Me gustaría hacerlo, pero no me es posible. Ni tan siquiera a pesar de la admiración que siento por Teilhard de Chardin y las puertas que al respecto abre la lectura de su libro "El fenómeno humano", una de las obras científicas que más profunda e indeleble huella ha dejado en mí. Somos unos recien llegados en la historia de la evolución, y desde luego resulta difícil aceptar que seremos los últimos. Pero esas son cosas que explica mejor la neurobiología que la religión. Y no soy experto en ninguna de las dos. Así pues, aprovechando mi ignorancia, vuelvo a retomar lo dicho por otros, ahora sobre eso de la vida después de la vida, en la que yo no creo pero me gustaría creer. Aunque en ningún caso me preocupe.
En la autobiografía del escritos israelí Amos Oz de la que vengo hablando en estos últimos días: "Una historia de amor y oscuridad" (Siruela, Madrid, 2004, 3ª edición), hay unas páginas (505-508) que el autor dedica a su relación, como alumno, con el profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén Samuel Hugo Bergman. No me resisto a trascribirlas literalmente, y espero que tengan la paciencia de leerlas hasta el final y comprenderán la razón (o sin razón) de esta entrada, si es que han sido capaces de leer igualmente el enlace de más arriba.
"Después de hacer el servicio militar-dice Oz-, en el año 1961, la secretaría del kibbutz Hulda me envió a estudiar dos años a la Universidad Hebrea. Estudié literatura, porque el kibbutz necesitaba con urgencia un profesor de literatura de enseñanza media, lo que nosotros llamábamos "clases de continuación", y estudié filosofía porque me empeñé en estudiar filosofía. Cada lunes, de cuatro a seis de la tarde, había unas cien personas reunidas en el aula magna del edificio Meiser para oír el ciclo de conferencias del profesor Samuel Hugo Bergman sobre el tema "La filosofía dialéctica de Kierkegaard a Martin Buber". También Fania, mi madre, estudió filosofía con el profesor Bergman en Har Hatzofim en los años treinta, antes de casarse con mi padre, y él la recordaba con afecto y cariño. En el año 61 el anciano Bergman ya era un profesor jubilado, emérito, pero nosotros estábamos fascinados por su lúcida y penetrante sabiduría. Me emocionaba pensar que el hombre que estaba ante nosotros había sido compañero de clase de Kafka, y durante dos años -eso nos contó una vez-se sentó en el mismo pupitre que Kafka en el "gymnasium" de Praga, hasta que llegó Max Brod y le quitó el sitio.
Durante aquel invierno, Bergman invitaba a cinco o seis alumnos, los que le resultaban más simpáticos o por los que se interesaba más, a ir a su casa una o dos horas después de clase. Todos los lunes, a las ocho de la tarde, yo llegaba en el autobús número 5 desde el nuevo campus de Guivat Ram al modesto piso del profesor Bergman en Rehavia. Un ligero olor, continuo y agradable, una mezcla de polvo de libros, pan recién hecho y geranios, flotaba en la habitación. Nos sentábamos en el sofá y en la alfombra a los pies de nuestro gran maestro, amigo de juventud de Kafka y de Martin Buber y autor de los libros en los que estudiábamos la historia de la epistemología y los principios de la lógica, y permanecíamos en absoluto silencio esperando sus palabras. Samuel Hugo Bergman era un hombre corpulento incluso de viejo. Con su melena canosa, con sus sonrientes arrugas de ironía en las comisuras de los párpados, con su mirada perspicaz pero inocente y pura como la de un niño curioso, Bergman se parecía mucho al viejo Albert Einstein de las fotografías. Con su acento alemán-checo caminaba por la lengua hebrea no con naturalidad y propiedad sino con cierta solemnidad festiva, como un pretendienter feliz cuya amada por fin le correspondía y ya podía enorgullecerse y demostrarle que no se había equivocado con él.
Casi el único tema que trataba nuestro maestro en esos encuentros privados era la pervivencia del alma, o la posibilidad, si es que existía alguna posibilidad, de una existencia después de la muerte. De eso nos hablaba las tardes de los lunes de aquel invierno, mientras la lluvia golpeaba las ventanas y el viento silbaba en el jardín. A veces nos pedía nuestra opinión y escuchaba atentamente, no como um maestro paciente vigilando los pasos de sus alumnos, sino como alguien que estuviera oyendo una obra musical muy compleja y entre todos los sonidos tuviese que localizar uno especial, menor, y determinar su autenticidad.
-Nada -nos dijo una de aquellas tardes inolvidables para mí, hasta tal punto no lo he olvidado que creo que podría repetir sus palabras casi al pie de la letra-, nada desaparece. Jamás. De hecho la palabra "desaparición" supone que el universo es aparentemente finito y que es posible alejarse de él. Pero naaada (alargó a propósito esa palabra), naaada sale jamás del universo. Ni tampoco entra en él. Ni una sola mota de polvo desaparece ni se añade. La materia se transforma en energía y la energía, en materia, los átomos se unen y se vuelven a separar, todo cambia y se transforma, pero naaada puede pasar de ser a no ser. Ni el más minúsculo pelo que pueda brotar en la punta de la cola de un virus. El concepto de infinito es completamente abierto, abierto hasta el infinito, pero al mismo tiempo es un concepto cerrado herméticamente: nada sale y nada entra.
Pausa. Una sonrisa desnuda e ingenua se expandía como la luz del ocaso por el paisaje de arrugas de su rostro rico, fascinante:
-Y entonces por qué, tal vez alguien pueda explicármelo, por qué se empeñan en decirme que lo único que se aparta de esta regla, lo único que está destinado a ir al infierno, a convertirse en no ser, lo único a lo que le espera la aniquilación total en todo el universo, donde ningún átomo puede reducirse a la nada, es precisamente a mi pobre alma. ¿Es que cualquier mota de polvo y cualquier gota de agua va a continuar existiendo eternamente, aunque con otra forma, todo excepto mi alma?
-El alma -murmuró algún joven y perspicaz genio desde un rincón de la habitación- aun no la ha visto nadie.
-No -aceptó Bergman de inmediato-, pero tampoco las leyes de la física y las matemáticas se las encuentra uno por los cafés. Tampoco la sabiduría, la necedad, el placer o el miedo. Nadie ha metido aun una pequeña muestra de alegría o de nostalgia en una probeta. Pero, mi querido joven, ¿quién te está hablando ahora? ¿Los humores de Bergman te están hablando? ¿Su bazo? ¿Será por casualidad el intestino grueso de Bergman el que está filosofando contigo¿ ¿Y quién, perdóname, provoca en este momento esa sonrisa tan poco agradable en tus labios? ¿No es tu alma? ¿Los cartílagos tal vez? ¿Los jugos gástricos?
Y en otra ocasión dijo:
-¿Qué nos espera después de la muerte? Naaadie lo sabe. De cualquier modo es un desconocimiento que comporta cierta demostración o cierto potencial de persuasión. Si yo cuento esta tarde que a veces oigo la voz de los muertos y que su voz es más clara y comprensible para mí que la mayoría de las voces de los vivos, tenéis todo el derecho a decir de inmediato que este viejo se ha vuelto loco. Que ha perdido un poco la cabeza por el espanto que le causa la cercanía de la muerte. Por tanto no os hablaré de voces, esta tarde os hablaré de matemáticas: como naaadie sabe si hay algo o no hay nada más allá de nuestra muerte, de este desconocimiento absoluto se puede concluir que la posibilidad de que exista algo es exactamente igual a la posibilidad de que no exista nada. Un cincuenta por ciento para la aniquilación y un cincuenta por ciento para la pervivencia. Para un judío como yo, un judío de Centroeuropa de la generación del holocausto nazi, esa posibilidad de pervivencia completamente estadística no es en absoluto despreciable.
Por aquellos años también a Gershom Scholem, amigo y admirador de Bergman, le fascinaba al tiempo que le mortificaba la cuestión de la vida después de la muerte. La mañana en que informaron por la radio de la muerte de Scholem escribí: Gershom Scholem ha muerto esta noche. Ahora lo sabe.
También Bergman lo sabe ya. También Kafka. Y mi madre y mi padre. Y sus conocidos y amigos, y la mayoría de los hombres y mujeres de aquellos cafés, aquellos que utilicé para contarme historias y aquellos que ya han caído en el olvido, todos lo saben ahora. Algún día también nosotros lo sabremos. Y mientras tanto seguiremos aquí recopilando diferentes datos. Por si acaso".
Espero que les haya resultado interesante. Yo he disfrutado mucho escribiéndola. Y ahora, sean felices también ustedes, por favor, y como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt