jueves, 28 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Abrir en casa de hecatombe



Universidad de Oxford, Gran Bretaña


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, de la escritora Isabel Gómez Melenchón, que ante la indiferencia que la humanidad parece prestar a sus posibilidades de supervivencia, se pregunta, con sorna, si en caso de hecatombe prefiríamos la seguridad de palmarla todos a la de que pueda sobrevivir nuestro vecino.

"Ahora lo entiendo todo -comienza diciendo Gómez Melenchon-. Déjense de sesudas reflexiones y de buscar tres pies al gato: a la humanidad le tiene sin cuidado su propia extinción. Esta evidencia, que aclara por fin por qué hacemos lo que hacemos y votamos lo que votamos, no hemos sido capaces de intuirla hasta que desde Oxford nos han abierto los ojos. Dos equipos diferentes de aquella universidad estudiaron la posibilidad de que los seres humanos desaparezcan y hasta qué punto nos preocupa. Esclarecedor. Vayamos por partes: dejando de lado hipotéticas guerras mundiales, armas biológicas o cambios climáticos, el algoritmo indica que existe una posibilidad entre 87.000 de que en algún momento nos vayamos a tomar por... polvo estelar, por una erupción volcánica, un asteroide o un terremoto. O por un tsunami, no lo descarten. Tampoco des­carten hacer testamento, porque los científicos sólo garantizan que la eventualidad de esta destrucción no es inferior a una entre 14.000, lo que significa, teniendo en cuenta que la eventualidad de que nos toque el gordo es del 0,001 por ciento, es decir, 1 entre 100.000, y cada año le toca a alguien, que estamos en el bombo. Entonces nos encontramos con el otro estudio: preguntados los participantes por cuál sería la peor hipótesis, que se produjera una catástrofe absoluta que eliminara la especie humana del planeta, que la catástrofe matara al 80 por ciento de la población, o que no hubiera ninguna catástrofe, la respuesta fue la obvia: virgencita, que nos quedemos como estamos. Pero la segunda opción es la que da la sorpresa: la gran mayoría de los encuestados preferiría que toda la humanidad se volatilizara antes de que quedara alguien para contarlo. Vamos, que mejor palmarla todos a que sobreviva alguien. Los autores del estudio se limitan a dejar constancia de su desconcierto, porque también se preguntaba qué sería peor, que desapareciera toda una especie animal, por ejemplo las cebras, o que quedaran algunas. Y se votó por que quedara ni que fuera un par.

Me he dedicado a dar vueltas a esta radicalidad respecto a nosotros y he encontrado algunas respuestas, ninguna de las cuales nos deja bien. Por ejemplo, pensar que entre los vivos puede que no nos encontremos nosotros, sino el vecino del tercero segunda que deja caer las colillas por el patio interior, o que el meteorito no respete a una parte de los del Clásico y ya para siempre gane la otra. O que sólo queden los que votan lo contrario. O que pensemos que no valemos la pena ni en particular ni en general. En todo caso, lo que da pena es el resultado".







La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[ARCHIVO DEL BLOG] Enseñanza: ¿Hay resquicio para la esperanza? (Publicada el 8 de abril de 2009)





No soy hombre de grandes ni numerosas pasiones. Tengo algunas que otras, pequeñas, inofensivas e íntimas, así que no esperen que las cuente. Las públicas, también escasas, podríamos dividirlas en dos: personales (mis nietos, mi familia, mis amigas, el café, los gatos...) y académicas (la teoría política, el derecho constitucional, la historia de las religiones...). Hay alguna otra que implica una cierta frustración, como la enseñanza, y aunque no creo en las vocaciones desde la cuna y sí en las que se "hacen", la diosa Fortuna no me dio el empujoncito necesario para dedicarme a ella, pero me dejó interés y preocupación por la misma.

¿Por qué resulta tan frustrante la búsqueda de una enseñanza de calidad en España? Respuestas las hay para todos los gustos: que la culpa es de los padres, de los propios alumnos, de los inmigrantes, de la masificación escolar, de la falta de medios humanos y materiales, del propio sistema escolar, del desbarajuste legislativo estatal y autonómico..., Me gustaría leer de vez en cuando alguna autocrítica que pusiera el acento en la responsabilidad, o irresponsabilidad, de buena parte del profesorado, desde la educación infantil hasta los cursos de doctorado. Pero no abundan, no...

En estos días he leído varios artículos sobre este asunto. Dos de ellos en "El País". El primero,  "La clase perdedora", escrito por José Luis Barbería, en el que se responsabiliza como primera causa del fracaso escolar a la falta de formación personal y académica de los padres y a la falta de hábitos de lectura familiares. Y a más cosas, claro está.

El segundo, "La universidad tiene profesores de sobra pero mal repartidos", escrito por Susana Pérez de Pablos, que pone de manifiesto, frente a una creencia generalizada, e interesada por parte de los propios afectados, que la universidad española presenta un exceso de profesorado muy por encima de los ratios de media de las universidades europeas. Y un reparto desproporcionado entre el profesorado de carreras de Letras y de Ciencias. Todo ello podría explicar el rechazo de una buena parte de ese mismo profesorado universitario al proceso de convergencia del Plan Bolonia, ante la inevitable "quema" (el entrecomillado es mio y no del autor) de áreas muy personales de conocimiento y de asignaturas, con todo lo que ello supone de asignación de recursos para los propios afectados, sus Departamentos de origen y la propia universidad.

Sobre la responsabilidad, o irresponsabilidad, del profesorado en la situación de la enseñanza española, en el número de abril de Revista de Libros puede leerse un magnífico e interesante artículo de Mariano Fernández Enguita, catedrático de Sociología de la Universidad de Salamanca, titulado "Cuadernos de quejas". Comenta en él varios libros recien publicados sobre el asunto en cuestión: "El profesor en la trinchera. La tiranía de los alumnos, la frustración de los profesores y la guerra en las aulas", de José Sánchez Tortosa (La Esfera de los Libros, Madrid, 2009); "Cartas de un maestro sobre la educación en la sociedad y en la escuela actual", de José Penalva Buitrago (Biblioteca Nueva, Madrid, 2009); y "Mal de escuela", de Daniel Pennac (Mondadori, Barcelona, 2009). 

Dice el profesor Fernández Enguita en su citado artículo que en España hay tres cuartos de millón de profesores. Un colectivo que está conociendo una transformación radical de su entorno amplio (el lugar y el papel de la educación en la sociedad) e inmediato (las relaciones con alumnos y con familias), así como de su propia naturaleza (reclutamiento, condiciones de trabajo, cultura profesional), por lo que se encuentra ávido de ideas, imágenes, iconos, narraciones y otras expresiones simbólicas de su identidad, sus intereses y sus inquietudes. La principal fuente de alimentación de su imaginario colectivo no es la literatura, sino el cine: películas como "La lengua de las mariposas", "Todo empieza hoy" o "Ser y tener", que fueron comidilla de los claustros, materia para artículos editoriales y alimento para simposios, pero que aunque quizá no haya que echar las campanas al vuelo, lo cierto es que también para el sector editorial (y no sólo de libros de texto) constituyen los profesores un colectivo con ciertos intereses, creencias, valores y símbolos compartidos que están dando lugar a un nuevo género literario: lo que podríamos llamar el "cuaderno de quejas", que es precisamente el título de su interesante artículo.

¿El nombramiento del profesor Gabilondo, filósofo, rector de la Universidad Autónoma de Madrid, presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) como ministro de Educación, y la vuelta de las universidades a su ministerio, será suficiente revulsivo para iniciar la revolución que la enseñanza necesita en España de una vez por todas? Lo espero de corazón por el bien de todos. HArendt





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[SONRÍA, POR FAVOR] Es jueves, 28 de noviembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...



















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miércoles, 27 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Como acabar en el cuartelillo





A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, escrito por el periodista Joaquín Luna,  en el que ironiza sobre el hecho de que algunos urólogos vayan diciendo que el sexo oral aconseja el uso de preservativo, y de que a causa de ello exista el riesgo de que el colectivo de españoles aprensivos monte un grupo de WhatsApp o una plataforma digital y cunda el pánico. 

"Todos tenemos algún conocido aprensivo -comienza diciendo Luna- dispuesto a recordarnos que el café que estamos bebiendo altera el riego cerebral, eleva el colesterol o rebaja el apetito.

En contra de su naturaleza, el aprensivo suele vivir muchos años y barrunto que muere el último, sobre todo si está casado, porque los casados siempre tienen obligaciones pendientes. Esperar que la niña se case y sea madre, terminar de pagar alguna hipoteca o ver al Euro­pa de nuevo en Primera División, un siglo más tarde.

El último aprensivo que saludé me alertó, con el altruismo característico de este tipo de personas, de que su urólogo le había comentado, de pasada, que el sexo oral tiene riesgos médicos y es aconsejable el empleo de un preservativo.

Yo, naturalmente, le vine a decir que los médicos son como los periodistas –hablamos por no callar– y traté de rebajar la credibilidad del comentario, del que espero un desmentido rotundo en las próximas horas si algún facultativo tiene la gentileza de leer esta columna y ya de paso estima a bien echar un capote humanitario a la humanidad.

Los urólogos no deberían hacer estos comentarios tan alegremente porque existe el riesgo de que el colectivo de españoles aprensivos monte un grupo de WhatsApp o una plataforma digital y cunda el pánico. O bien que un industrial profiláctico difunda una campaña en prensa, radio y televisión con el objetivo legítimo de subir las ventas.

A diferencia de las advertencias sobre el café, la carne roja o los yogures bífidos –o lo que sea–, el comentario no cayó en saco roto porque tiene su aquel. La medicina con fines preventivos nunca renuncia a asustar al personal en aras de la salud nacional y de paso la reducción del trabajo y el gasto sanitario.

Pero ¿y si los efectos de este tipo de palabras consiguen lo contrario?

Ya me veo las consultas de urgencias colapsadas por hombres de vida alegre que, a toro pasado, quieren garantizarse la integridad de su salud, a la par que su bienestar.

–Doctor, anoche disfruté mucho con mi novia de Burgos en el sofá...

¿Atenderían los servicios de urgencias las dudas de semejantes pacientes o les darían lo que vulgarmente decimos una patada en el culo? Sin descartar esa costumbre médica –y periodística– de deslegitimar al colega como el que silba.

Algo me dice que el paciente sería derivado conforme a algún protocolo. Derivado ¡al cuartelillo!".







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[CUENTOS PARA ADULTOS] Hoy, con "Aquellos días en Odessa", de Heinrich Böll






El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros. 

Continúo hoy la serie Cuentos para adultos con el titulado Aquellos días en Odessade Heinrich Böll (1917-1985), escritor alemán, figura emblemática de la literatura de posguerra, también llamada "literatura de escombros". En 1972 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura por la combinación de una amplia perspectiva sobre su tiempo y una habilidad sensible en la caracterización que ha contribuido a la renovación de la literatura alemana. Les dejo con él.



AQUELLOS DÍAS EN ODESSA
por 
Heinrich Böll


Hacía mucho frío en Odessa aquellos días. Cada mañana íbamos al aeropuerto en grandes y ruidosos camiones, por la carretera mal adoquinada. Allí esperábamos, muertos de frío, a los grandes pájaros grises que rodaban por el campo de aterrizaje. Pero los dos primeros días, cuando estábamos a punto de subir a bordo, llegó una orden en sentido contrario, porque sobre el mar Negro había una niebla muy densa, o bien demasiadas nubes, y volvimos a subir a los grandes y ruidosos camiones y regresamos al cuartel por la carretera empedrada. El cuartel era muy grande. Estaba sucio y lleno de piojos. Pasábamos el rato sentados en el suelo o bien nos acodábamos en las mugrientas mesas y jugábamos a las cartas, o cantábamos. Siempre esperábamos una ocasión para saltar el muro y hacer una escapada. En el cuartel había muchos soldados que esperaban para entrar en combate, y no se nos permitía ir a la ciudad. Los dos primeros días habíamos intentado escabullirnos, pero nos atraparon, y como castigo nos hicieron transportar las grandes cafeteras llenas de café hirviente y descargar panes. Mientras descargábamos los panes nos vigilaba el contador, que llevaba un magnífico abrigo de pieles, el cual, sin duda, estaba destinado al frente. El contador contaba los panes para que no desapareciese ninguno. El cielo de Odessa estaba siempre nublado y oscuro, y los centinelas paseaban arriba y abajo, a lo largo de los negros y sucios muros del cuartel.

El tercer día esperamos a que hubiera oscurecido del todo y nos dirigimos simplemente a la entrada principal. Cuando el centinela nos dio el alto, gritamos “comando Seltscbáni”, y nos dejó pasar. Éramos tres, Kurt, Erich y yo. Caminábamos muy despacio. Sólo eran las cuatro y ya estaba oscuro. Lo único que habíamos ansiado era salir de aquellos altos, negros y sucios muros, y ahora que estábamos fuera casi habríamos preferido estar dentro otra vez. Sólo hacía ocho semanas que nos habían movilizado y teníamos mucho miedo. Pero nos dábamos cuenta de que, si hubiéramos estado otra vez en el cuartel, habríamos querido salir a toda costa, y entonces habría sido imposible. Eran sólo las cuatro, y no podríamos dormir a causa de los piojos y de las canciones, y también porque temíamos y al mismo tiempo esperábamos que a la mañana siguiente haría buen tiempo para volar y nos llevarían en los aviones a Crimea, donde seguramente moriríamos.

No queríamos morir, no queríamos ir a Crimea, pero tampoco nos gustaba pasarnos todo el santo día tirados en aquel cuartel sucio y negro que olía a café de malta, donde siempre descargaban panes destinados al frente y donde siempre había un contador con abrigo de pieles, abrigo sin duda destinado al frente, que vigilaba y contaba los panes para que no desapareciese ninguno. En realidad, no sé lo que queríamos. Avanzábamos lentamente por aquella callejuela del suburbio, oscura y llena de hoyos. Entre las casitas, donde no se veía una sola luz, la noche estaba cercada por unas cuantas estacas de madera podrida, y más allá, en algún lugar, debía de haber páramos, tierras baldías, como en nuestro país, donde siempre dicen que se va a construir una carretera y abren zanjas y van de aquí para allá con varas de medir, y después no se habla más de la carretera y echan en las zanjas escombros, cenizas y basura, y vuelve a crecer la hierba, mala hierba áspera, indómita y exuberante, hasta que el letrero «Prohibido tirar escombros» queda cubierto por los escombros…

Caminábamos muy despacio porque aún era muy pronto. En la oscuridad nos cruzamos con otros soldados que iban al cuartel, y otros que venían del cuartel nos adelantaban. Teníamos miedo de las patrullas y habríamos preferido volver, pero sabíamos también que si nos hallásemos otra vez en el cuartel estaríamos desesperados, y era mejor tener miedo que sentir sólo desesperación entre los negros y sucios muros del cuartel, donde siempre había que llevar café de aquí para allá y descargar panes para el frente, siempre panes para el frente, y donde vigilaban los contadores con sus magníficos abrigos, mientras nosotros nos moríamos de frío.

De vez en cuando, a uno y otro lado de la callejuela, veíamos una casa en cuyas ventanas brillaba una mortecina luz amarilla, y oíamos el murmullo de unas voces claras, extranjeras e inquietantes. Y después encontramos, en medio de la oscuridad, una ventana muy iluminada de la que salía mucho ruido, y oímos voces de soldados que cantaban «El sol de México».

Abrimos la puerta y entramos. La estancia estaba caliente y llena de humo. Había en ella un grupo de soldados, ocho o diez, algunos de los cuales tenían mujeres con ellos. Bebían y cantaban, y uno de ellos se rió muy fuerte cuando entramos nosotros. Éramos muy jóvenes, los más jóvenes de toda la compañía. Nuestros uniformes eran completamente nuevos, y la fibra de madera nos pinchaba los brazos y las piernas; las camisetas y calzoncillos nos producían un terrible picor. También los jerseys eran nuevos y ásperos.

Kurt, el más joven, pasó delante y eligió una mesa. Kurt era aprendiz en una fábrica de cuero, y nos había contado de dónde procedían las pieles, aunque la cosa se consideraba secreto industrial. Nos había explicado incluso los beneficios que se obtenían con ello, aunque eso era también un secreto industrial muy celosamente guardado. Nos sentamos los tres.

De detrás del mostrador vino hacia nosotros una mujer gorda, de cabello oscuro y cara bondadosa, y nos preguntó qué queríamos beber. Preguntamos primero cuánto costaba el vino, pues habíamos oído decir que en Odessa todo era muy caro. Nos dijo que eran cinco marcos la botella, y pedimos tres botellas. Habíamos perdido mucho dinero jugando a las cartas y nos habíamos repartido el resto: teníamos diez marcos cada uno. Algunos de los soldados comían carne asada, que humeaba aún, con rebanadas de pan blanco, y unas salchichas que olían a ajo, y entonces nos dimos cuenta por primera vez de que teníamos hambre. Cuando la mujer trajo el vino le preguntamos cuánto costaba la comida. Nos dijo que las salchichas costaban cinco marcos y la carne con pan, ocho. Dijo que la carne era de cerdo y fresca, pero nosotros le pedimos salchichas. Los soldados besaban a las mujeres y las abrazaban sin disimulo, y nosotros no sabíamos a dónde mirar. Las salchichas eran grasas y calientes, y el vino era muy seco. Cuando nos hubimos comido las salchichas, no supimos qué hacer. No teníamos ya nada que decirnos, pues nos habíamos pasado dos semanas echados en el mismo vagón del tren y nos lo habíamos contado todo. Kurt había trabajado en una fábrica de cuero, Erich en una granja y yo estaba en la escuela. Todavía teníamos miedo, pero se nos había quitado el frío.

Los soldados que habían estado besando a las mujeres se pusieron ahora los cinturones y salieron con ellas afuera. Eran tres chicas; sus caras eran redondas y bonitas; reían y bromeaban, pero se iban con seis soldados, creo que eran seis, o, por lo menos, cinco. Quedaron en la sala sólo los borrachos, los que antes cantaban «El sol de México». Uno que estaba junto al mostrador, cabo primero, alto y rubio, se volvió hacia nosotros y se echó a reír otra vez; creo que nuestro aspecto hacía pensar que estábamos en alguna clase del cuartel, allí sentados a la mesa muy silenciosos y correctos, con las manos en las rodillas. El cabo le dijo algo a la mujer y ésta nos trajo tres vasos bastante grandes de aguardiente blanco.

-Hemos de brindar a su salud -dijo Erich, golpeándonos con la rodilla. Yo llamé varias veces al cabo hasta que él se fijó en mí; Erich nos hizo otra vez una señal con las rodillas, y nos pusimos en pie diciendo al unísono: -A su salud, cabo…

Los otros soldados se echaron a reír a carcajadas, pero el cabo levantó su vaso y nos respondió:

-A su salud, soldados…

El aguardiente era fuerte y amargo, pero nos calentó, y nos habríamos tomado otro vaso.

El cabo le hizo una seña a Kurt para que se acercase. Kurt lo hizo, habló unas palabras con él y nos hizo una seña a nosotros. El hombre nos dijo que estábamos locos, que no teníamos dinero y que teníamos que vendernos algo. Nos preguntó de dónde veníamos y a dónde estábamos destinados. Le dijimos que estábamos en el cuartel esperando que nos llevasen a Crimea. Se puso muy serio y no dijo nada. Yo le pregunté qué podíamos vender, y él me respondió que cualquier cosa: abrigos, gorras, ropa interior, relojes, plumas estilográficas… Ninguno de nosotros quería venderse el abrigo. Estaba prohibido y teníamos miedo, y además en Odessa hacía mucho frío. Nos vaciamos los bolsillos: Kurt tenía una pluma estilográfica, yo un reloj y Erich un portamonedas nuevo, de cuero, que había ganado en una rifa del cuartel. El cabo tomó los tres objetos y le pregunté a la mujer cuánto daba por ellos. Ella los examinó detenidamente, dijo que eran cosas malas y nos ofreció doscientos cincuenta marcos, ciento ochenta sólo por el reloj.

El cabo nos dijo que doscientos cincuenta era poco, pero que estaba seguro de que no nos daría más y que aceptásemos, porque quizás a la mañana siguiente nos llevarían a Crimea y entonces todo daría igual.

Dos de los soldados que cantaban antes «El sol de México» se levantaron de sus mesas y le dieron al cabo unas palmadas en el hombro; el cabo nos saludó y salió con ellos.

La mujer me había dado a mi todo el dinero, y yo le pedí dos trozos de carne con pan para cada uno y un vaso grande de aguardiente. Después nos comimos aún cada uno un trozo más de carne y nos bebimos otro vaso de aguardiente. La carne estaba muy caliente, era fresca, grasa y casi dulce, y el pan estaba todo empapado de grasa. Después nos tomamos otro aguardiente. Entonces nos dijo la mujer que ya no le quedaba carne, sólo salchichas, y comimos salchichas acompañadas de cerveza, una cerveza oscura y espesa. Después nos tomamos cada uno otro vaso de aguardiente y nos hicimos traer pasteles, unos pasteles planos y secos de nuez molida. Después bebimos aún más aguardiente, pero no estábamos borrachos en absoluto; teníamos calor y nos sentíamos bien, y no pensábamos en el picor de las fibras de madera de nuestra ropa. Llegaron otros soldados y cantamos todos juntos «El sol de México»…

A las seis, nos habíamos gastado todo el dinero y seguíamos sin estar borrachos. Como no teníamos nada más que vender, regresamos al cuartel. En la oscura calle llena de hoyos no se veía ya ninguna luz y, cuando llegamos, el centinela nos dijo que nos presentásemos en el puesto de guardia. Allí se estaba caliente y no había humedad, estaba sucio y olía a tabaco. El sargento nos echó una bronca y nos dijo que habríamos de atenernos a las consecuencias. Pero aquella noche dormimos muy bien. A la mañana siguiente fuimos al aeropuerto en los ruidosos camiones por la carretera empedrada. Hacia frío en Odessa. El tiempo era magnífico; el cielo estaba despejado. Subimos por fin a los aviones, y, cuando despegábamos, nos dimos cuenta de pronto de que no volveríamos nunca, nunca…





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[SONRÍA POR FAVOR] Es miércoles, 27 de noviembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...



















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martes, 26 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿Alguien en la sala que no se mire el ombligo?



Protestas en Santiado de Chile. Fotografia de Javier Torres / AFP


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, de la escritora Berna González Harbour en el que se pregunta si en esta era del selfi masivo, los egos y la autoficción alguien puede dar la vuelta al móvil y enfocar a los demás.

"Un buen libro no es solo una sintonía entre autor y lector -comienza escribiendo Berna González Harbour-, ambos tan distanciados en tiempo, lugar y contexto que sería impensable de otra forma, sino el valioso camino de llegada, el viaje de sus manos a las tuyas. Y tan importante es a veces el quién y el cómo te lo recomienda, el entusiasmo que le inyecta, que la historia que vas a encontrar.

Fue Sánchez Piñol quien me recomendó con ese brillo en los ojos Magokoro, un libro cálido, de descanso, de reparación. En él, Flavia Company no se ocupa de sí misma, como parece hacer todo el mundo, sino de una persona indefinida en tierra indefinida que busca comprender las cosas que parecen sencillas y no lo son. Nos vale Magokoro (Catedral, 2019) para situarnos donde quiero llegar. “Lo invisible no se ve, pero está”, dice uno de los personajes de ese libro que a Sánchez Piñol –según contó- le ha cambiado su forma de leer.

Vivimos un momento de egos y ombliguismo, lo que en literatura viene llamándose autoficción, que coincide estrepitosamente con la era del selfi masivo, el onanismo colectivo, la suma de yoes superpuestos, y -por si fuera poco- con un momento político de egoísmos, de búsqueda de una identidad subrayada frente al otro, al diferente, de nacionalismos y posiciones excluyentes. Y hay novelas excelentes en el género, claro que sí (Manuel Vilas, Carlos Pardo, Emiliano Monge, María Moreno), pero, seamos sinceros: ¿acaso alguien puede dar la vuelta al móvil y enfocar a los demás? ¿Mirar alrededor? ¿Acoger, absorber, aprender de los demás? ¿Buscar lo que parece invisible, pero está?

Es solo una pregunta. O varias preguntas dentro de una sola pregunta. Todo género es respetable, todo libro bueno es bueno, todo “yo” puede ser “tú” y toda corriente tiene su aquel. Pero el más potente embrión de novela que se ha visto estos días es la historia de Omar, un joven guineano de Igualada que, tras ser expulsado del centro de menores por ser catalogado como mayor de edad, se arrojó al río. El chaval estaba integrado y una familia esperaba para acogerle (¡aún hay gente en el campo de los buenos, #fuckVox!), pero el trauma de la inmigración pudo más y el chico prefirió el puente. Gentes que mueren. Gentes que sobreviven. Gentes que acogen. Gentes que abren puertas. Gentes que antes de mirarse a sí mismas miran a los demás. Gentes que niegan a Vox. Existen.

Mirar al otro para comprender. Buscar la lección en los demás. Ayudar para crecer. ¿Acaso, como sociedad, no necesitamos cambiar la mirada? ¿No sería un buen momento? Escribir para descubrir, escribir para aprender, excavar para detectar, salir de nuestra concha, del ombliguismo y mirar alrededor. Edna O’Brien viajó a Nigeria para retratar a las víctimas de Boko Haram en La chica. Por ejemplo. Es una opción. Es un buen plan. O al menos un sueño ingenuo del que, lo sé, tendremos que despertar".







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