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jueves, 28 de noviembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Enseñanza: ¿Hay resquicio para la esperanza? (Publicada el 8 de abril de 2009)





No soy hombre de grandes ni numerosas pasiones. Tengo algunas que otras, pequeñas, inofensivas e íntimas, así que no esperen que las cuente. Las públicas, también escasas, podríamos dividirlas en dos: personales (mis nietos, mi familia, mis amigas, el café, los gatos...) y académicas (la teoría política, el derecho constitucional, la historia de las religiones...). Hay alguna otra que implica una cierta frustración, como la enseñanza, y aunque no creo en las vocaciones desde la cuna y sí en las que se "hacen", la diosa Fortuna no me dio el empujoncito necesario para dedicarme a ella, pero me dejó interés y preocupación por la misma.

¿Por qué resulta tan frustrante la búsqueda de una enseñanza de calidad en España? Respuestas las hay para todos los gustos: que la culpa es de los padres, de los propios alumnos, de los inmigrantes, de la masificación escolar, de la falta de medios humanos y materiales, del propio sistema escolar, del desbarajuste legislativo estatal y autonómico..., Me gustaría leer de vez en cuando alguna autocrítica que pusiera el acento en la responsabilidad, o irresponsabilidad, de buena parte del profesorado, desde la educación infantil hasta los cursos de doctorado. Pero no abundan, no...

En estos días he leído varios artículos sobre este asunto. Dos de ellos en "El País". El primero,  "La clase perdedora", escrito por José Luis Barbería, en el que se responsabiliza como primera causa del fracaso escolar a la falta de formación personal y académica de los padres y a la falta de hábitos de lectura familiares. Y a más cosas, claro está.

El segundo, "La universidad tiene profesores de sobra pero mal repartidos", escrito por Susana Pérez de Pablos, que pone de manifiesto, frente a una creencia generalizada, e interesada por parte de los propios afectados, que la universidad española presenta un exceso de profesorado muy por encima de los ratios de media de las universidades europeas. Y un reparto desproporcionado entre el profesorado de carreras de Letras y de Ciencias. Todo ello podría explicar el rechazo de una buena parte de ese mismo profesorado universitario al proceso de convergencia del Plan Bolonia, ante la inevitable "quema" (el entrecomillado es mio y no del autor) de áreas muy personales de conocimiento y de asignaturas, con todo lo que ello supone de asignación de recursos para los propios afectados, sus Departamentos de origen y la propia universidad.

Sobre la responsabilidad, o irresponsabilidad, del profesorado en la situación de la enseñanza española, en el número de abril de Revista de Libros puede leerse un magnífico e interesante artículo de Mariano Fernández Enguita, catedrático de Sociología de la Universidad de Salamanca, titulado "Cuadernos de quejas". Comenta en él varios libros recien publicados sobre el asunto en cuestión: "El profesor en la trinchera. La tiranía de los alumnos, la frustración de los profesores y la guerra en las aulas", de José Sánchez Tortosa (La Esfera de los Libros, Madrid, 2009); "Cartas de un maestro sobre la educación en la sociedad y en la escuela actual", de José Penalva Buitrago (Biblioteca Nueva, Madrid, 2009); y "Mal de escuela", de Daniel Pennac (Mondadori, Barcelona, 2009). 

Dice el profesor Fernández Enguita en su citado artículo que en España hay tres cuartos de millón de profesores. Un colectivo que está conociendo una transformación radical de su entorno amplio (el lugar y el papel de la educación en la sociedad) e inmediato (las relaciones con alumnos y con familias), así como de su propia naturaleza (reclutamiento, condiciones de trabajo, cultura profesional), por lo que se encuentra ávido de ideas, imágenes, iconos, narraciones y otras expresiones simbólicas de su identidad, sus intereses y sus inquietudes. La principal fuente de alimentación de su imaginario colectivo no es la literatura, sino el cine: películas como "La lengua de las mariposas", "Todo empieza hoy" o "Ser y tener", que fueron comidilla de los claustros, materia para artículos editoriales y alimento para simposios, pero que aunque quizá no haya que echar las campanas al vuelo, lo cierto es que también para el sector editorial (y no sólo de libros de texto) constituyen los profesores un colectivo con ciertos intereses, creencias, valores y símbolos compartidos que están dando lugar a un nuevo género literario: lo que podríamos llamar el "cuaderno de quejas", que es precisamente el título de su interesante artículo.

¿El nombramiento del profesor Gabilondo, filósofo, rector de la Universidad Autónoma de Madrid, presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) como ministro de Educación, y la vuelta de las universidades a su ministerio, será suficiente revulsivo para iniciar la revolución que la enseñanza necesita en España de una vez por todas? Lo espero de corazón por el bien de todos. HArendt





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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viernes, 28 de julio de 2017

[A vuelapluma] Plurinacionales





El significado que la izquierda atribuya al término sobre el que millones de españoles se preguntan qué significa puede marcar la diferencia entre la coexistencia de identidades y lealtades o el aumento de la confusión. ¿Qué es plurinacionalidad?, se preguntan millones de españoles. Tras tanto mareo sobre “nación de naciones”, “Estado multinacional”, nacionalidades, etcétera, sería comprensible la espantada. Pero me agrada el adjetivo —aunque evoque la confusión sobre ser multi-, pluri-, inter- o transcultural—, pues cuadra bien a las personas y mal a los colectivos. Así comienza Mariano Fernández Enguita, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense, un reciente artículo en El País sobre el controvertido término de plurinacionalidad, tan en boga estos días en el lenguaje de nuestros políticos, sin la precisión conceptual que la palabra se merece.

En muchos ámbitos los prefijos “multi” o “pluri” son intercambiables, pero en el lingüístico tienen significados y objetos distintos, comienza diciendo el profesor Fernández Enguita. La coexistencia de lenguas en un territorio produce comunidades multilingües y sujetos plurilingües. Un Estado es multilingüe si en él se hablan dos o más lenguas, tanto si todos hablan todas como si cada grupo apenas una o alguno más de una: una lengua es un sistema autocontenido, autosuficiente. Un individuo es plurilingüe si es competente en el habla de distintas lenguas. El Consejo de Europa asume esta distinción.

Pasemos a lo nacional. ¿España es multinacional o plurinacional? Creo que, en general, quienes la califican de multinacional quieren decir no solo que está formada por distintas naciones sino que cada una termina donde comienza otra. Declarar las naciones conjuntos disjuntos (sin elementos comunes) permite, primero, proclamar un sujeto que puede reclamar lo que le parezca sin, aparentemente, vulnerar los derechos de otro (“derecho a decidir”, “solo queremos votar...”); segundo, definir el endogrupo (nosotros) y el exogrupo (ellos) imprescindibles para la fértil retórica de los agravios (“nos roban”, “nos atacan”, “son fascistas...”); tercero, negar legitimidad a cualquier comunidad más amplia y a lo asociado a ella (“el Estado”, “Madrid”, “la Constitución...”). La “nación de naciones”, aunque suene sutil, ayuda poco, pues, si España ha de serlo, o es una metanación formada por naciones, multinacional, o es una nación yuxtapuesta a otras, plurinacional, cuyos ciudadanos pueden sentirse parte de varias naciones. 

Lo primero es un contrasentido: las naciones no forman naciones, sino que están formadas por individuos. El reverso de la constitución del Estado-nación fue la del ciudadano como sujeto de derechos y la eliminación o reducción de las corporaciones intermedias (órdenes, gremios, burgos, servidumbre...). Una nación de naciones así entendida, multinacional, solo puede ser una confederación, sujeta a la conformidad de las naciones que la forman. Pero basta con que sea un Estado, y España lo es desde hace medio milenio largo, para que, aunque en un platillo de la balanza se ponga otra nación (por ejemplo, Cataluña), en el otro haya que poner esos siglos de ciudadanía, desde la baja intensidad presente en las leyes y costumbres sobre libertad de circulación y residencia del siglo XVI, con sus consecuencias de reconocimiento, mestizaje, interculturalidad, etcétera, hasta la alta intensidad de los períodos democráticos e incluso las contiendas civiles violentas o pacíficas, ganadas o perdidas.

Según el INE, el 18% de los residentes en Cataluña han nacido en otros lugares de España (y el 18% en el extranjero); y el 8% de los nacidos en Cataluña que residen en España lo hacen fuera de aquella. Pero la movilidad no empezó ayer, y parte de los nacidos en Cataluña son hijos de no nacidos en ella a los que costará considerarse exclusivamente catalanes y en conflicto con el resto, aunque no falten conversos ni rufianes. Sin otros datos, da una pista la proporción de población catalana cuya única primera lengua es el castellano, 50%, frente al 32% de quienes tiene como tal el catalán y 8% esta y otra. Lo mismo con los descendientes de catalanes que se afincaron en otros lugares de España.

En relación con los reinos medievales, las regiones de ayer y las comunidades de hoy, la mayoría somos mestizos, felices de serlo, y así nos gustaría ser tratados. Poder ser tan catalanes, andaluces, etcétera, como queramos, sin tener que dejar de ser españoles ni divorciarnos de los otros. Podríamos afinar a favor de las naciones sin Estado propio y exclusivo (propio y compartido ya lo tienen), o de la plurinacionalidad de sus integrantes; por ejemplo, favoreciendo la vehicularidad compartida del catalán en escuelas fuera de Cataluña con suficiente alumnado. También la Generalitat debería aceptar la plurinacionalidad de los residentes en Cataluña, no imponiendo la vehicularidad exclusiva del catalán a la mayoría que tantas veces ha manifestado preferir la covehicularidad, que sus hijos estudien en ambas lenguas. Lo piden en encuestas el 60%-90% de las familias, que se deje a sus hijos ser plurinacionales, pero se los sumerge en el monolingüismo para hacerlos mononacionales, con tal presión que genera una espiral de silencio a la que pocos osan oponerse con sus hijos por medio.

Hay un sencillo ejercicio sociológico que hago cuando paseo por cualquier ciudad catalana: contar en qué lengua habla la gente con que me cruzo, que arroja una distribución bastante equilibrada y algo inclinada hacia el castellano, y en cuál lo hacen letreros y carteles de comercios y Administraciones o, en primera instancia, los empleados cara al público, casi exclusivamente en catalán. Lo primero, la acción espontánea de las personas (con una historia y una cultura detrás, claro), revela su plurinacionalidad; lo segundo, impuesto por la ley catalana —que sanciona no usar el catalán y ampara no usar el castellano— y la presión oficial y extraoficial del nacionalismo, expresa el mononacionalismo.

Cínicamente, IDESCAT, en la Encuesta de Usos Lingüísticos, quinquenal, pregunta a los catalanes españoles todo lo imaginable, pero nada sobre la lengua en la escuela, ya indiscutible (ya es mononacional); pero en una encuesta decenal a los catalanes franceses (“del norte”) pregunta qué lengua vehicular prefieren, incluida la opción de una “enseñanza bilingüe catalán-francés”. Quiere que puedan manifestarse plurinacionales los catalanes que, en Francia, se sienten más bien franceses, y priva de la palabra a los que, en España, se sienten catalanes y españoles. El nacionalismo es eso.

La pregunta hoy es qué significa plurinacional para la izquierda, concluye diciendo. Si es la coexistencia de identidades y lealtades en la conciencia individual y en la estructura política y social, bienvenido sea; si es sinónimo de multinacional, solo alimentará la confusión. Y la nación de naciones, si es una expresión recursiva de la plurinacionalidad bien entendida, no la necesitamos pero podremos vivir con ella; si es otro nombre para la multinacionalidad, para la idea de que España es un Estado pero las naciones son otras (entre tres y una docena), entonces resulta incompatible con la plurinacionalidad, un concepto farragoso o, peor, un eufemismo para el llamado a la disgregación.



Dibujo de Enrique Flores para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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