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lunes, 18 de noviembre de 2019

[HISTORIA] Nostalgia de un imperio



Mapa del imperio austro-húngaro en 1914


"Nací en 1881 en un imperio grande y poderoso, la monarquía de los Habsburgo –escribió Stefan Zweig en el prefacio de sus memorias, El mundo de ayer –; pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro”. 

Lo comentaba el escritor Lluís Uría hace unos días en el diario barcelonés La Vanguardia: "Abrumado por la furia suicida de Europa, -comienza diciendo Uría- que por segunda vez en el siglo XX dirigía el continente hacia la destrucción, el escritor austriaco lamentaba la pérdida de un mundo basado en la razón y la tolerancia, y añoraba la Austria culta, cosmopolita, abierta y plural, arruinada por las guerras mundiales y condenada en aquel momento –finales de los años treinta, principios de los cuarenta– a convertirse bajo la bota de Hitler en una provincia alemana: “Sólo las décadas venideras demostrarán el crimen cometido contra Viena con el intento de nacionalizar y provincializar esta ciudad, cuyo sentido y cultura consistían precisamente en el encuentro de elementos de lo más heterogéneo, en su supranacionalidad”. Un siglo después de la caída y desmembramiento del imperio austro-húngaro –el pasado 10 de septiembre se cumplieron cien años de la firma del tratado de Saint-Germain-en-Laye entre Austria y las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial, que certificó su fenecimiento–, algunos estudiosos valoran el legado de la monarquía de los Habsburgo, cuya evolución a finales del siglo XIX ven como un ejemplo de Estado multinacional moderno, alejado del mito de la “prisión de naciones” con el que fue calificado al término de la Gran Guerra. Los historiadores Paul Miller-Melamed y Claire Morelon, autores de un artículo reciente publicado en The New York Times con el título Lo que el imperio de los Habsburgo hizo bien , presentan la monarquía multinacional austriaca casi como un antecedente de la Unión Europea: en sus vastos territorios –que incluían Austria, Hungría, Chequia, Eslovaquia, Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, buena parte de Polonia y Rumanía, y porciones de Italia y Ucrania–, no había fronteras interiores, funcionaba una moneda única, había 11 lenguas reconocidas oficialmente, se permitía la libertad de expresión y de religión, y todos los ciudadanos eran iguales ante la ley. No se trataba, desde luego, de un Estado democrático, pero sí era más abierto y tolerante que los imperios vecinos, el alemán y el ruso. Para Paul Miller-Melamed y Claire Morelon, la monarquía de los Habsburgo demostró que “un Estado multinacional no está necesariamente condenado al fracaso” y que “el Estado-nación no es la única forma natural de organización política”. ¿Hasta qué punto el modelo de los Habsburgo fue una apuesta política consciente o resultado de las contingencias históricas? El escritor italiano Claudio Magris, nacido en una antigua posesión austro-húngara, Trieste, y autor de un formidable libro histórico y cultural sobre las tierras del viejo imperio – El Danubio –, sostiene que la inclinación de Viena por la construcción de la denominada Mitteleuropa , fue consecuencia de su impotencia a la hora de disputar a Berlín la hegemonía del mundo germánico. “Incapaz de llevar a cabo la unificación alemana, a cuya cabeza se sitúa Prusia, la Austria de los Habsburgo busca una nueva misión y una nueva identidad en el imperio supernacional, crisol de pueblos y de culturas”, escribe Magris. El Danubio se acabaría erigiendo en símbolo de cruce y de mezcla, en contraposición al Rin, “místico guardián de la pureza de la estirpe”. Quien más quien menos reconoce la originalidad del modelo supranacional austriaco, pero no todo el mundo comparte el mismo entusiasmo. En un trabajo realizado en 1997 para el Center for Austrian Studies of Minnesota –y publicado en el 2009 on line por Cambridge University Press–, el desaparecido historiador norteamericano Solomon Wank, uno de los mayores expertos mundiales en el imperio austro-húngaro, constataba ya en aquel momento –dos décadas atrás– la existencia de una cierta “ola de nostalgia” historiográfica hacia lo que representó la monarquía de los Habsburgo, que compartía sólo parcialmente. Wank reconocía de buena gana los avances que el imperio introdujo a nivel económico y social, pero –por más que consideraba también contingente la organización del Estado-nación, modelo que según decía “no durará siempre”– veía serias disfunciones en la estructura austro-húngara. El modelo presentaba claros desequilibrios. Fruto del llamado Compromiso de 1867, por el cual se reconocieron como iguales las entidades nacionales austriaca y húngara, el imperio otorgó un segundo rango al resto de nacionalidades y nunca llegó a adoptar la forma federal e igualitaria que reivindicaba en 1848 el líder nacionalista checo Francis Palacký. A juicio de Solomon Wank, las sucesivas concesiones descentralizadoras realizadas por los Habsburgo –que no dejaban de verse a sí mismos como una dinastía alemana– perseguían solamente salvaguardar la continuidad de su monarquía y no hicieron sino acrecentar las pulsiones nacionalistas en el seno del imperio. “La cuestión de cómo purgar el nacionalismo de Europa central y del este de sus agresivas y destructivas tendencias y crear una estructura política multinacional –razonaba Wonk– sigue abierta. (...) Quizá la solución radica en una Europa comunitaria ampliada”. Eso escribía en 1997. Austria había ingresado en la UE apenas dos años antes, y el resto de países del viejo imperio, aún tardarían bastante: Chequia, Eslovaquia, Eslovenia y Polonia entrarían en el 2004; Rumanía en el 2007; Croacia en el 2013... No deja de ser irónico que el nacionalismo de los antiguos países del viejo imperio, lejos de haberse curado en la Europa unida, no ha hecho más que exacerbarse, hasta el punto de que son precisamente ellos –reunidos en el Grupo de Visegrado– los que amenazan hoy más directa y gravemente los principios y la cohesión de la UE". 



La diosa Clío, musa de la Historia



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viernes, 28 de julio de 2017

[A vuelapluma] Plurinacionales





El significado que la izquierda atribuya al término sobre el que millones de españoles se preguntan qué significa puede marcar la diferencia entre la coexistencia de identidades y lealtades o el aumento de la confusión. ¿Qué es plurinacionalidad?, se preguntan millones de españoles. Tras tanto mareo sobre “nación de naciones”, “Estado multinacional”, nacionalidades, etcétera, sería comprensible la espantada. Pero me agrada el adjetivo —aunque evoque la confusión sobre ser multi-, pluri-, inter- o transcultural—, pues cuadra bien a las personas y mal a los colectivos. Así comienza Mariano Fernández Enguita, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense, un reciente artículo en El País sobre el controvertido término de plurinacionalidad, tan en boga estos días en el lenguaje de nuestros políticos, sin la precisión conceptual que la palabra se merece.

En muchos ámbitos los prefijos “multi” o “pluri” son intercambiables, pero en el lingüístico tienen significados y objetos distintos, comienza diciendo el profesor Fernández Enguita. La coexistencia de lenguas en un territorio produce comunidades multilingües y sujetos plurilingües. Un Estado es multilingüe si en él se hablan dos o más lenguas, tanto si todos hablan todas como si cada grupo apenas una o alguno más de una: una lengua es un sistema autocontenido, autosuficiente. Un individuo es plurilingüe si es competente en el habla de distintas lenguas. El Consejo de Europa asume esta distinción.

Pasemos a lo nacional. ¿España es multinacional o plurinacional? Creo que, en general, quienes la califican de multinacional quieren decir no solo que está formada por distintas naciones sino que cada una termina donde comienza otra. Declarar las naciones conjuntos disjuntos (sin elementos comunes) permite, primero, proclamar un sujeto que puede reclamar lo que le parezca sin, aparentemente, vulnerar los derechos de otro (“derecho a decidir”, “solo queremos votar...”); segundo, definir el endogrupo (nosotros) y el exogrupo (ellos) imprescindibles para la fértil retórica de los agravios (“nos roban”, “nos atacan”, “son fascistas...”); tercero, negar legitimidad a cualquier comunidad más amplia y a lo asociado a ella (“el Estado”, “Madrid”, “la Constitución...”). La “nación de naciones”, aunque suene sutil, ayuda poco, pues, si España ha de serlo, o es una metanación formada por naciones, multinacional, o es una nación yuxtapuesta a otras, plurinacional, cuyos ciudadanos pueden sentirse parte de varias naciones. 

Lo primero es un contrasentido: las naciones no forman naciones, sino que están formadas por individuos. El reverso de la constitución del Estado-nación fue la del ciudadano como sujeto de derechos y la eliminación o reducción de las corporaciones intermedias (órdenes, gremios, burgos, servidumbre...). Una nación de naciones así entendida, multinacional, solo puede ser una confederación, sujeta a la conformidad de las naciones que la forman. Pero basta con que sea un Estado, y España lo es desde hace medio milenio largo, para que, aunque en un platillo de la balanza se ponga otra nación (por ejemplo, Cataluña), en el otro haya que poner esos siglos de ciudadanía, desde la baja intensidad presente en las leyes y costumbres sobre libertad de circulación y residencia del siglo XVI, con sus consecuencias de reconocimiento, mestizaje, interculturalidad, etcétera, hasta la alta intensidad de los períodos democráticos e incluso las contiendas civiles violentas o pacíficas, ganadas o perdidas.

Según el INE, el 18% de los residentes en Cataluña han nacido en otros lugares de España (y el 18% en el extranjero); y el 8% de los nacidos en Cataluña que residen en España lo hacen fuera de aquella. Pero la movilidad no empezó ayer, y parte de los nacidos en Cataluña son hijos de no nacidos en ella a los que costará considerarse exclusivamente catalanes y en conflicto con el resto, aunque no falten conversos ni rufianes. Sin otros datos, da una pista la proporción de población catalana cuya única primera lengua es el castellano, 50%, frente al 32% de quienes tiene como tal el catalán y 8% esta y otra. Lo mismo con los descendientes de catalanes que se afincaron en otros lugares de España.

En relación con los reinos medievales, las regiones de ayer y las comunidades de hoy, la mayoría somos mestizos, felices de serlo, y así nos gustaría ser tratados. Poder ser tan catalanes, andaluces, etcétera, como queramos, sin tener que dejar de ser españoles ni divorciarnos de los otros. Podríamos afinar a favor de las naciones sin Estado propio y exclusivo (propio y compartido ya lo tienen), o de la plurinacionalidad de sus integrantes; por ejemplo, favoreciendo la vehicularidad compartida del catalán en escuelas fuera de Cataluña con suficiente alumnado. También la Generalitat debería aceptar la plurinacionalidad de los residentes en Cataluña, no imponiendo la vehicularidad exclusiva del catalán a la mayoría que tantas veces ha manifestado preferir la covehicularidad, que sus hijos estudien en ambas lenguas. Lo piden en encuestas el 60%-90% de las familias, que se deje a sus hijos ser plurinacionales, pero se los sumerge en el monolingüismo para hacerlos mononacionales, con tal presión que genera una espiral de silencio a la que pocos osan oponerse con sus hijos por medio.

Hay un sencillo ejercicio sociológico que hago cuando paseo por cualquier ciudad catalana: contar en qué lengua habla la gente con que me cruzo, que arroja una distribución bastante equilibrada y algo inclinada hacia el castellano, y en cuál lo hacen letreros y carteles de comercios y Administraciones o, en primera instancia, los empleados cara al público, casi exclusivamente en catalán. Lo primero, la acción espontánea de las personas (con una historia y una cultura detrás, claro), revela su plurinacionalidad; lo segundo, impuesto por la ley catalana —que sanciona no usar el catalán y ampara no usar el castellano— y la presión oficial y extraoficial del nacionalismo, expresa el mononacionalismo.

Cínicamente, IDESCAT, en la Encuesta de Usos Lingüísticos, quinquenal, pregunta a los catalanes españoles todo lo imaginable, pero nada sobre la lengua en la escuela, ya indiscutible (ya es mononacional); pero en una encuesta decenal a los catalanes franceses (“del norte”) pregunta qué lengua vehicular prefieren, incluida la opción de una “enseñanza bilingüe catalán-francés”. Quiere que puedan manifestarse plurinacionales los catalanes que, en Francia, se sienten más bien franceses, y priva de la palabra a los que, en España, se sienten catalanes y españoles. El nacionalismo es eso.

La pregunta hoy es qué significa plurinacional para la izquierda, concluye diciendo. Si es la coexistencia de identidades y lealtades en la conciencia individual y en la estructura política y social, bienvenido sea; si es sinónimo de multinacional, solo alimentará la confusión. Y la nación de naciones, si es una expresión recursiva de la plurinacionalidad bien entendida, no la necesitamos pero podremos vivir con ella; si es otro nombre para la multinacionalidad, para la idea de que España es un Estado pero las naciones son otras (entre tres y una docena), entonces resulta incompatible con la plurinacionalidad, un concepto farragoso o, peor, un eufemismo para el llamado a la disgregación.



Dibujo de Enrique Flores para El País


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