sábado, 29 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] Treinta años no son nada para una Constitución





El próximo 29 de diciembre se cumplen treinta años de la promulgación de la Constitución española. Y pasado mañana, 4 de julio, hace treinta años que el Congreso de los Diputados iniciaba el debate del dictamen elaborado por la Comisión Constitucional sobre el proyecto de texto constitucional durante los meses de mayo y junio anteriores. A algunos les parecerá historia pasada, pero la realidad es que, como dice el tango, treinta años no son nada... Son fechas propicias para el recuerdo y la rememoración. De ahí que se multipliquen artículos y libros que con mayor o menor fortuna recrean e intentan explicar acontecimientos y situaciones que tienen que ver con ese momento histórico. Uno de ellos es el papel jugado en la transición del régimen franquista a la democracia por algunos de los que, desde dentro de ese mismo régimen, se manifestaron por eso que se llamó en su día "reformismo".

El catedrático de Historia Social y Pensamiento Político de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, el profesor Santos Juliá, comenta en un interesante artículo que se publica en el último número de Revista de Libros correspondiente al bimestre julio-agosto, titulado "Lo que a los reformistas debe la democracia española" (y que reproduzco más adelante) lo relatado al respecto en varios libros de reciente publicación de Gabriel Elorriaga ("El camino de la concordia. De la cárcel al Parlamento", Debate, Barcelona), Pablo Hispán ("La política en el régimen de Franco entre 1957 y 1969. Proyectos, conflictos y luchas por el poder". Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid), Carme Molineros y Pere Ysàs ("La anatomía del franquismo. De la supervivencia a la agonía, 1945-1977". Crítica, Barcelona), Cristina Palomares ("Sobrevivir después de Franco. Evolución y éxito del reformismo, 1964-1977". Alianza, Madrid), y Salvador Sánchez Terán ("La Transición. Síntesis y claves". Planeta, Barcelona).

Con muy buen acierto a mi modesto juicio, el profesor Santos Juliá crítica algunas de las afirmaciones expuestas en los libros citados, argumenta que el "género memorial" no es precisamente el más idóneo para "justificar" algunas actuaciones, y que frente a la reinvención del pasado está la incontrovertible realidad de los documentos... Merece la pena leerlo.


El rey sanciona la Constitución de 1978


"Lo que a los reformistas debe la democracia española", por Santos Juliá

Al comentar las «Cenas de los Nueve», iniciadas en 1957 por un gupo de monárquicos de diversa procedencia, Cristina Palomares recoge en Sobrevivir después de Franco el testimonio de uno de los asistentes, Alfonso Osorio, según el cual «la causa común» de todos los reunidos, con la única excepción de Jesús Fueyo, era la evolución del régimen hacia un sistema democrático. Naturalmente, la autora de un libro en el que Manuel Fraga aparece calificado en múltiples ocasiones como progresista, muestra en esta ocasión su escepticismo: es difícil de creer –escribe– que un grupo conservador como aquel propugnase un sistema democrático a finales de los años cincuenta.

¿Difícil? Bueno, es una manera amable de decirlo, sobre todo si se tiene en cuenta que en aquellas cenas compartían mantel Federico Silva, Florentino Pérez Embid y Gonzalo Fernández de la Mora, tres personajes del régimen que nunca destacaron por su apego a la democracia. Pero que fuera Alfonso Osorio el origen de la confidencia muestra bien la propensión de la memoria a reinventar el pasado. De los participantes en esas cenas ninguno había dejado en 1957 el más mínimo resquicio para creer que su causa era la democracia. Más aún, todos pensaban que en España un sistema democrático al estilo occidental significaría un desvío suicida de su verdadera esencia. España estaba destinada a consolidar un sistema propio de gobierno que no tenía más relación con el sistema democrático que la representación orgánica: bastantes desgracias había ocasionado el liberalismo y la democracia a la nación española para intentarlo de nuevo.

¿Cuándo comenzaron a cambiar las cosas? ¿Cuándo puede hablarse de un reformismo que implicara, si no un cambio de régimen, al menos algunos cambios en el régimen que posibilitaran su apertura? La respuesta dependerá de las fuentes que se utilicen. Si se trata de memorias y recuerdos personales, lo más habitual es encontrar lo que nos cuenta Gabriel Elorriaga en El camino de la concordia cuando traza una línea recta entre los días de la rebelión universitaria de 1956 y la transición que se pondrá en marcha veinte años después. Conocido por formar parte de la primera lista de detenidos que la Dirección General de Seguridad tuvo la delicadeza de publicar anteponiendo el tratamiento de «don» a sus nombres y apellidos, Elorriaga recuerda que todo lo ocurrido entre 1956 y 1976 –nombramiento de Manuel Fraga como delegado nacional de la Familia, batalla entre el Movimiento Nacional y los tecnócratas del Opus Dei, interminable debate en torno a las asociaciones, creación de Reforma Democrática y su casi inmediata incorporación a Alianza Popular– fueron fases de un proceso que, como el río va a la mar, vino a desembocar en la Constitución de 1978.

Y es que el género memoria tiende a establecer, por la necesidad de reconstruir una continuidad psicológica que sirva como fundamento a la identidad personal, un hilo rojo entre lo que se fue ayer y lo que se es hoy, proyectando anacrónicamente lo que se ha llegado a ser en el presente sobre lo que se fue en el pasado. Si se lee lo que por entonces escribían, demócratas, dentro del régimen, no los había en 1956: los que se acercaban a la democracia, como Dionisio Ridruejo, sólo comenzaron a romper vínculos en torno a esa fecha y enseguida pasaron a la oposición. Ni siquiera Ruiz-Giménez, que perdió el ministerio por los mismos días en que Elorriaga conoció la cárcel, trabajaba entonces por la democracia. No hay más que ver la correspondencia que mantuvo con su amigo Alfredo Sánchez Bella –consultada por Pablo Hispán– para tomar la medida de los proyectos acariciados por el ya ex ministro cuando se acercó a José Solís con el propósito de hacer frente desde las instituciones del Movimiento al imparable avance de los tecnócratas.

No fiarse de la memoria y hurgar en la correspondencia: ésta es la principal aportación de Hispán Iglesias de Ussel al conocimiento de la política en el interior del régimen desde la llegada de distinguidos socios del Opus Dei al Gobierno en la crisis de 1957 hasta la formación del llamado Gobierno monocolor en la de 1969. Para saber qué fueron, qué defendieron, con quiénes y para qué se aliaron, las cartas constituyen una fuente incomparablemente superior a las memorias, tan edulcoradas por lo general, tan autocondescendientes. Y a la vista de lo investigado en los archivos personales de destacadas figuras políticas del régimen, depositados hoy en la Universidad de Navarra, Hispán tiene toda la razón cuando califica de luchas por el poder los diferentes proyectos de reforma que surgieron entre la clase política del franquismo a partir de la remodelación del Gobierno de 1962. Luchas por el poder cuyo objetivo no era en absoluto echar los fundamentos para una ordenada transición a la democracia, sino garantizar la continuidad del mismo régimen.

No es muy afortunada, sin embargo, su sugerencia de calificar de tradicionalistas los dos principales proyectos entonces enfrentados, el defendido por el grupo Fraga-Solís-Castiella para reforzar el Movimiento Nacional y el elaborado por Carrero Blanco-López Rodó para culminar la institucionalización del régimen con la Ley Orgánica del Estado. Pero definirlo con un nombre u otro, aunque no carezca en sí mismo de importancia, es un elemento algo marginal al extraordinario interés de la documentación manejada. Serían más o menos aperturistas, querrían llevar más o menos lejos las reformas, se agruparían en clubes o asociaciones, se mostrarían más o menos liberales en políticas económicas, cenarían con unos o con otros, pero el caso es que todos estaban convencidos de que el sistema, convenientemente reformado o abierto, estaba llamado a perdurar. Por eso, no tiene mucho fundamento afirmar que la reforma, «en los últimos tiempos del régimen» –como escribe Sánchez Terán en La Transición. Síntesis y claves– pretendía la evolución desde el mismo régimen para llegar a una «nueva y verdadera situación democrática».

Tal vez nada exprese mejor los límites o, más exactamente, los propósitos de ese reformismo dentro del sistema que la trayectoria política de Manuel Fraga, que ocupa un lugar central en los recuerdos de Elorriaga y a quien Palomares dedica la parte del león de un libro necesitado de revisión en algunos datos y conceptos. Si Ruiz-Giménez fue aperturista en los cincuenta, Fraga lo será en los sesenta. Pero aperturista, ¿de qué? Pues del traje del Movimiento Nacional, que con el tiempo había encogido y se había quedado estrecho para quienes tanto gustaban de vestirlo en las ceremonias oficiales. En aquel entonces, ser aperturista equivalía a dejar correr un aire muy dosificado por las habitaciones de un caserón que olía a humedad. Abrir algunas ventanas, cambiar el mobiliario, ensanchar la base, reforzar los cimientos. Y para eso, si no se quería emprender el camino a la democracia, como Ridruejo en los cincuenta, como Ruiz-Giménez metido ya en los sesenta, los reformistas no veían más que un camino: el que pasaba por las asociaciones.

Así comenzó la más larga, enconada y, en sus tramos finales, patética lucha en las entrañas del régimen para dilucidar si el Movimiento Nacional podía abrirse con la legalización de asociaciones de... Primer combate: no pudieron ponerse de acuerdo en torno al arduo problema metafísico sobre la naturaleza de las asociaciones de las que cada cual hablaba, y así lo dejaron, sin calificar, o dándole nombres risibles: asociaciones para la ordenada concurrencia de pareceres; otros, en lugar de concurrencia, decían contraste, pero el resultado era idéntico. En ese fantástico combate, en el ir y venir de la concurrencia al contraste, perdió la facción Movimiento frente a la facción Opus-Tecnocracia. Un triunfo pírrico, pues los vencedores gastaron en la batalla todas las defensas para una guerra que se anunciaba larga. El desconcierto y la confusión que se instalaron en el régimen con el Gobierno de 1969 obligaron al almirante Carrero a proceder a una nueva remodelación en junio de 1973 para reequilibrar la balanza. Y vuelta a empezar: otra vez las asociaciones, segundo asalto. Cuando por fin terminó la lucha, ya con Arias de presidente tras el asesinato de Carrero, todos quedaron exhaustos, y las asociaciones, inservibles. Nadie las quería, ni los del Opus, ni los católicos oficiales, ni siquiera los del Movimiento. Un fiasco que ponía de manifiesto no ya el agotamiento de una fórmula que nunca fue practicable, sino del mismo régimen.

Para seguir esa marcha hacia la nada no hay más elocuente documentación que las actas de los debates mantenidos en los plenos del Consejo Nacional del Movimiento, rescatadas para la historia por Carme Molinero y Pere Ysàs en su Anatomía del franquismo. Como la correspondencia archivada en Navarra es imprescindible para entender las luchas de los sesenta, estas actas, conservadas en el Archivo General de la Administración, son documentos de excepcional importancia para seguir paso a paso la agonía del régimen. Tal vez nunca se haya gastado tanta palabra y tan inútilmente como la que dilapidaron los consejeros nacionales del Movimiento en su intento de encontrar una salida al régimen frente a la subversión, que por todas las esquinas veían acechante. Además de plúmbeo, lo que transcriben los autores es desolador. ¡Qué gente tan obcecada! ¡Lo que les costó entender que el armatoste al que se aferraban desesperadamente estaba condenado al naufragio y el hundimiento! Una y otra vez dando la vuelta sobre lo mismo, cegando a conciencia cualquier salida que no fuera la represión de la ululante subversión.

¿Y Fraga? ¿Qué fue del príncipe de los reformistas mientras giraba la noria del Movimiento? Derrotado sin paliativos en 1969, bebió durante un tiempo los aires y esponjó el espíritu con las lluvias de Londres mientras elaboraba un plan diseñado para responder al enigma que, por derecho, había planteado Santiago Carrillo: Después de Franco, qué. Situándose en el centro de un espacio político en el que faltaba la izquierda, Fraga se tomó por un Cánovas redivivo: después de Franco, había que mantener firmemente las riendas del poder mientras se ampliaba el campo de la participación política a aquellos que el poder, fortalecido, decidiera. Autoritarismo seguido de turno pacífico, con exclusión de la tríada formada por terroristas, separatistas y comunistas: éste era el plan de alguien que se creyó ungido por el destino para ser algún día presidente del Gobierno. Y como instrumento, y puesto que las asociaciones por fin aprobadas en diciembre de 1974 no servían, inventó una especie de partido vergonzante, un partido que no dice su nombre, aunque pretenda cumplir su función: primero GODSA y luego Reforma Democrática.

Casi montándose sobre esta primera opción, aparece en todos los relatos un político autoubicado en el centro, pero dispuesto a sumergir su partido recién nacido en una coalición de grupos y asociaciones lideradas por viejas glorias de la derecha más inmovilista. ¿Fue la creación de Alianza Popular en octubre de 1976 un «radical giro político», como sostiene Palomares? ¿Fue, más que una derechización, «una necesidad estratégica», como pretende Elorriaga? Podría ser cualquiera de esas dos cosas o ninguna: depende de cómo se mire. Unos meses antes, la reforma Fraga había encallado en las aguas que bajaban algo embravecidas de las Cortes. De resultas, el Rey prescindió de una sola tacada del aperturismo y del reformismo o, dicho de otro modo, del Estatuto de Asociaciones y del plan de reformas de las Leyes Fundamentales; en resumen, y por personalizar, prescindió a la vez de Arias y de Fraga y, en passant, de Areilza, y de lo que representaron como encarnación, en sucesivos momentos, de la apertura y de la reforma del régimen.

Nadie, ni los mismos afectados, pudo sospechar lo que vendría a continuación: un Gobierno presidido por el secretario general del Movimiento, Adolfo Suárez, no especialmente acreditado como reformista, con una fórmula nueva que consistía, por una parte, en la convocatoria de elecciones generales por sufragio universal de un Congreso y un Senado que serían los encargados de proceder a la consabida «reforma constitucional», y, por otra, en el desmantelamiento de las instituciones del régimen, empezando por la Organización Sindical, cuyos funcionarios fueron reabsorbidos a principios de octubre de 1976 en una llamada Administración Institucional de Servicios Socioprofesionales. Si reformismo significaba, como así era desde que tal concepto salió a la superficie, abrir el sistema reformando sus Leyes Fundamentales, lo que el nuevo Gobierno traía en sus albardas no era exactamente un reformismo: era desmantelar el Movimiento con toda su parafernalia mientras se preparaba una convocatoria de elecciones generales. Con esa iniciativa, el dilema ruptura-reforma dejaba, como apunta oportunamente Sánchez Terán, de ser capital.

La respuesta de Fraga a la iniciativa del Gobierno fue inmediata: reforzar su posición en las agonizantes instituciones del régimen para que el control de la nueva fórmula no se le escapara del todo de las manos. Apeado del poder ejecutivo, y sin moverse de donde estaba, Fraga apareció encabezando a los mismos que antes había combatido por inmovilistas. Y eso fue así porque el campo político se amplió a medida que la reforma de las Leyes Fundamentales se desvanecía en el horizonte. Pero en esa ampliación del campo no tuvo nada que ver ni el último pleno del Consejo Nacional, por más que Sánchez Terán le rinda un sentido homenaje, ni el voto favorable de las Cortes al proyecto de ley presentado por Suárez. El campo se amplió porque las huelgas, las manifestaciones por la libertad, la amnistía y los estatutos de autonomía, las movilizaciones de miles de trabajadores, de asociaciones de vecinos, de colegios profesionales, de funcionarios y de artistas empujaron decisivamente en esa dirección. La salida de la clandestinidad, antes de la conquista de la legalidad, de sindicatos y partidos desbordó, como puede comprobarse en las actas de los plenos del Consejo Nacional, las últimas trincheras en las que era fuerte la derecha inmovilista. Y así, con la izquierda en movimiento, a la derecha de Fraga, y sin haberse movido él del centro, sólo se abría un abismo. Por eso se convirtió en flamante secretario general de una coalición de partidos en la que se refugiaron Fernández de la Mora, Thomas de Carranza o López Rodó, por una u otra razón adversarios suyos cuando él se definía como aperturista a la búsqueda del centro.

Por los días en que Fraga encontraba nuevo acomodo en la Alianza Popular de los «Siete Magníficos», el Consejo Nacional aprobaba el preceptivo informe sobre el proyecto de ley para la reforma política presentado por el Gobierno. En la jerga particular que revela la investigación de Molinero e Ysàs –democracia como método, no como fin; inserción del proyecto dentro del desarrollo político iniciado el 18 de julio–, los consejeros no podían ya aspirar a otra cosa que a poner puertas al campo: el Gobierno no hizo caso al informe y los licenció prometiéndoles un hueco en las nuevas instituciones. Y por lo que a las Cortes se refería, con un despliegue de promesas y advertencias, Suárez y los suyos se aseguraron el voto mayoritario de los procuradores, entre los que no faltaron voces proféticas de inminentes catástrofes. José María Fernández de la Vega, citado también por Molinero e Ysàs, fue de lo más apocalíptico: «¿Qué tormenta ideológica, qué revolución solapada o qué golpe de Estado se ha producido para que, un año después de que las instituciones políticas españolas entronizaran la continuidad, estemos asistiendo ahora a sus funerales con el corpore insepulto del Régimen entre los cirios de este proyecto de ley?». Ni el más ardiente libreto de una ópera escrita en una borrascosa noche de invierno habría producido semejante escena: en el centro del hemiciclo, el catafalco del régimen entre los cirios de la reforma.

¿Triunfo entonces del reformismo, como asegura en español el subtítulo del libro de Palomares, que en el original inglés define el proceso como lento camino hacia a las urnas? Hay motivos para dudarlo. El reformismo a lo Fraga había naufragado cuando los procuradores en Cortes cortaron en seco la reforma del Código penal que habría permitido la legalización de los partidos políticos. Meses después, triunfaba el proyecto de Suárez para la reforma política, que atribuía la iniciativa de «reforma constitucional» al Gobierno con otras Cortes, elegidas por sufragio universal. El Tribunal de Orden Público fue disuelto, el Movimiento Nacional y las Cortes orgánicas desaparecieron y las elecciones se celebraron, pero de la «reforma constitucional» que el Gobierno y las nuevas Cortes debían acometer nunca más se supo. La última trinchera del reformismo quedó desarbolada cuando las Cortes elegidas en junio de 1977, en el ejercicio de su soberanía, decidieron encerrar las Leyes Fundamentales bajo siete llaves e iniciar un proceso constituyente que el Gobierno, por carecer de mayoría absoluta o porque entendió los signos de los tiempos, o por ambas cosas, no pudo o no quiso bloquear. Hoy, todos los que en su día fueron aperturistas o reformistas nos certifican que ésa era precisamente su meta desde los años sesenta y hasta desde los cincuenta. Pero lo que en realidad les debe la democracia no es que hayan trabajado por ella desde su juventud, sino que, en la hora de su madurez, empujaran al régimen exactamente hasta el punto en que se hizo evidente para todo el mundo que aquello que pretendían reformar era, por su propia naturaleza, irreformable. (Revista de Libros, núm. 139-140, julio-agosto de 2008)



Madrid, 6 de diciembre de 1978. Los reyes, votando en el Referéndum


CRONOLOGÍA DEL PROCESO CONSTITUCIONAL


* 1975, 20 de noviembre. Muerte del general Franco
* 1975, 22 de novimebre. Don Juan Carlos es proclamado Rey de España.
* 1976, 18 de noviembre. Las Cortes aprueban la Ley para la Reforma Política
* 1977, 15 de marzo. Aprobación del Decreto-ley Electoral
* 1977, 15 de junio. Realización de las primeras elecciones generales desde la II   República
* 1977, 1de agosto. Se constituye la ponencia de la Comisión Constitucional
* 1978, 5 de enero. Publicación del Anteproyecto de la Constitución
* 1978, 10 de abril. La Ponencia Constitucional firma y hace entrega del proyecto de Constitución
* 1978, 5 de mayo. Se inician los debates públicos de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados
* 1978, 4 de julio. Comienzan en el Congreso de los Diputados las sesiones plenarias para el proyecto constitucional
* 1978, 18 de agosto. Comienza el debate del proyecto constitucional en la Comisión Constitucional del Senado
* 1978, 25 de septiembre. Comienza el debate constitucional en el Pleno del Senado.
* 1978, 11 de octubre. Se constituye la Comisión Mixta Congreso-Senado para el examen del Texto Constitucional
* 1978, 31 de octubre. Las Cortes aprueban el Texto Constitucional
* 1978, 17 de noviembre. Las Cortes aprueban el proyecto de Constitución
* 1978, 6 de diciembre. Aprobada la Constitución en referéndum
* 1978, 29 de diciembre. Promulgación y publicación de la Constitución española.

Fuente: Jorge de Esteban: "Las Constituciones de España". Madrid : Boletin Oficial del Estado, 1998 / Luis Sánchez Agesta: "Historia del constitucionalismo español : (1808-1936)". 4ª ed. rev. y ampl. Madrid : Centro de Estudios Constitucionales, 1984.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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Entrada núm. 5022
Publicada originariamente en 2/7/2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy sábado, 29 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 





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Entrada núm. 5024
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viernes, 28 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Cultura





Visto lo visto, llego a la iconoclasta conclusiónde que la tele nos hace pensar. En qué ya no sabría decirlo, comenta la escritora Marta Sanz en El País.

En casa, comienza diciendo Marta Sanz, vemos concursos que exhiben la cultura de quienes participan. La cultura, entendida como conocimiento acumulado, sirve para ir sumando dinero. O para hacer el ridículo cuando no sabemos, por ejemplo, que el último campeón de liga fue el Barça. El otro día, después de escandalizarme porque una señora no conocía a Jimmy Hendrix, acabé dándome bofetadas por ser tan clasista y pija, pero a la vez me asaltó la duda existencial de si yo podía considerarme a mí misma una persona culta, si podría definir qué es ser culta —culto también— en nuestro universo mutante. Porque… ¿ser culta es traducir con soltura del latín?, ¿comunicarte en esperanto o en inglés vehicular?, ¿saber quién es Jimmy Hendrix?, ¿Shostakóvich?, ¿escribir correctamente el nombre anterior?, ¿recordar elementos de la tabla periódica, capitales del mundo?, ¿qué es una cookieen sentido recto y figurado?, ¿saber nadar?, ¿acordarse del grupo que ganó el último festival de Eurovisión?, ¿y del último premio Nobel Alternativo de Literatura?, ¿el conocimiento eurovisivo es de friquis y el conocimiento del Nobel Alternativo es de friquis que además son pedantes?, ¿ser culta es respetar reverencialmente a Faulkner como los guardias civiles en las utopías de Cuerda?, ¿estar al tanto de las últimas aplicaciones para el móvil?, ¿comerse los quesitos del Trivial?, ¿existe aún el Trivial?, ¿diferenciar un reguetón de una bachata?, ¿el síndrome de Klinefelter?, ¿saber si las patatas engordan más solas y fritas que cocidas y con pollo?, ¿dónde está la Pantoja?, ¿Dios existe?

Otro programa de televisión, La Voz senior, me hizo considerar posmodernamente la dilución del límite entre alta y baja cultura, la demonización de la primera y el renombramiento de la segunda como cultura popular a través del tamiz legitimador de oferta y demanda, y la aparente imparcialidad de las leyes de mercado. ¿Es razonable que los coaches no sepan quiénes son José María Guzmán o Elena Bianco?, ¿es un clásico José María Guzmán?, ¿es razonable que se haya invertido el orden de los factores y juzgue quien menos sabe? De alguien que se llama coach se puede esperar cualquier cosa y, además, funcionamos con el prejuicio de que en las artes solo importan las emociones. Los contenidos de lo que entendemos por cultura son efímeros, porque la oferta se multiplica, la novedad alimenta los negocios, los sistemas operativos caducan a la velocidad de la luz, porque vivimos en una vertiginosa obsolescencia de imágenes superpuestas que me permiten ser al mismo tiempo gata y chica… ¿Sirve la cultura para algo más que para ganar dos millones de euros desactivando bombas en horario de máxima audiencia?, ¿no es una falacia hacer creer a los televidentes —a las televidentas, también— que por la cultura se llega a la acumulación de capital? Un concursante, profesor universitario, dejó su trabajo porque no le salían las cuentas: los sueldos en docencia e investigación no son para tirar cohetes… Llego a la conclusión —resiliente, comunicativa, razonable…— de que quizá una persona se merece el nombre de culta cuando aprende a convertir en destrezas sus conocimientos —los chorras, enciclopédicos y techies— activando estrategias que hacen de la necesidad virtud: se les saca partido, en lectura, escritura y conversaciones, a las cuatro cositas que se saben o se creen saber. Como ustedes pueden comprobar, yo también he dado clases en una Facultad de Lenguas Aplicadas y, visto lo visto, llego a otra iconoclasta conclusión: la tele nos hace pensar. En qué ya no sabría decirlo.



Blanca Vila con David Bisbal



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[PENSAMIENTO] El valor de las palabras en democracia





Para comprobar que las palabras importan, basta con atender a uno de los aspectos que más han centrado la atención de la opinión pública española desde que hace dos años se publicase la sentencia que condenó por abuso sexual a los miembros de La Manada cuya condena acaba de ser elevada por el Tribunal Supremo, comenta en Revista de Libros el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado. 

Ha entendido éste que puede darse por probada la intimidación que sus colegas de la instancia inferior no llegaron a contemplar, al subsumir los hechos probados dentro del abuso por prevalimiento. Se trata de tecnicismos, claro: los que se espera que contenga el Código Penal de una sociedad avanzada que refina en la mayor medida posible la distinción –y el castigo– entre conductas. Pero lo interesante del caso es que ya desde las primeras manifestaciones públicas la protesta fue unánime: «¡No es abuso, es violación!» A pesar de que, como se esforzaron por explicar incontables penalistas, tanto el abuso como la agresión son variantes de la violación. De ahí que una de las exigencias que se plantean a los expertos que debaten la reforma del Código Penal «con perspectiva de género» es que se reintroduzca en éste, con todas las letras, el delito de violación, que había desaparecido del mismo con su última reforma progresista.

Dado que esa contrarreforma no se ha aprobado todavía, resulta desconcertante que la decisión del Tribunal Supremo que interpreta el siniestro episodio pamplonica como agresión en vez de abuso haya conducido a no pocos medios de comunicación, así como al mismísimo presidente del Gobierno a través de un tuit, a sostener que con ello queda finalmente confirmado que «fue violación». ¡No nos enteramos! O no queremos enterarnos: ya era una violación en la primera sentencia, cuando los hechos se calificaron como constitutivos de «abuso», y no son más violación ahora que antes por el hecho de pasar a entenderse como «agresión». Pero, ¿cabe la posibilidad de que la opinión pública española se hubiese conducido de otra manera si la primera sentencia hubiese podido condenar por «violación», conforme a un imaginario Código Penal, aunque la pena hubiese sido la misma? No es descartable: la potencia simbólica de la palabra «violación» así lo sugiere.

De aquí pueden deducirse muchas cosas, pero una de ellas es que elegir bien las palabras posee una importancia crucial. Y tal es, precisamente, el tema del ensayo con que el filósofo barcelonés Daniel Gamper ha obtenido el último Premio Anagrama de Ensayo. Aunque, en el subtítulo, Gamper hace una concesión al uso común de la lengua –o del habla– refiriéndose a la «libre expresión», luego matiza que él prefiere hablar de «palabra libre». De ahí el título: nos habla Gamper de las mejores palabras, que de algún modo sería lo contrario de una palabra cualquiera, pero tampoco es lo mismo que las buenas palabras, y menos aún que unas palabras bonitas. Hay aquí, por tanto, implícito un claro componente normativo, prescriptivo: nos toca esforzarnos para dar con la mejor palabra, pues es responsabilidad nuestra no salir del paso de cualquier manera. Nos recuerda Gamper que, si la palabra puede devaluarse, es porque tiene un valor. Y presenta, a partir de la idea contraria de que hemos de recuperar el valor de la palabra, una sucesión de brillantes meditaciones sobre los momentos en que tal cosa puede suceder.

A mí me interesa aquí, principalmente, seguir el hilo que tiene que ver con la esfera pública y la democracia: con la valencia política de las palabras. Gamper empieza señalando sobre esto que las democracias vienen a exigir tácitamente que todos puedan opinar sobre asuntos de los que no saben nada. Pero nótese que demandar una opinión (obligarnos a formárnosla) no es lo mismo que hacer posible su formulación pública (dar la oportunidad de expresarla). Por lo demás, Gamper adopta una inteligente cautela cuando señala que «lo humano sólo existe en cautividad y la libertad que ahí se puede dar es toda la libertad posible», aplicando este razonamiento a la propia libertad de palabra. Una palabra completamente libre es siempre utópica, porque jamás se darán las condiciones para ella: la comunicación se desarrolla siempre dentro de una comunidad en la que hay un horizonte de expectativas compartido. Robinson Crusoe puede hablar libremente mientras se mantiene solo en la isla, pero es como si no dijera nada: nadie le ha oído decir.

Esta idea de una comunidad con un horizonte de expectativas compartido se torna más problemática, sin embargo, cuando conjugamos nación con lengua y democracia. Acierta Gamper cuando apunta que el demos suele aglutinarse en torno a una comunidad de lenguaje y que una de las debilidades del proyecto europeo es la división de esferas públicas nacionales, cada una con su lengua propia. Estas dificultades, añade, se reproducen en los Estados plurinacionales –podemos dejarlo en federales– donde las lenguas minoritarias luchan por ser reconocidas y sólo podrán tener éxito cuando conquistan los canales institucionales. Sin duda: ahí están las diferencias entre Francia y España o Suiza. Pero recuérdese que los promotores de la lengua minoritaria pueden poner ésta al servicio de un proyecto de nacionalización forzosa de sus ciudadanos, a la manera de esa «captura de las subjetividades» de la que hablan los teóricos políticos de inclinación psicoanalítica. En ese caso, las bellas palabras de una lengua minoritaria pueden convertirse en las peores palabras del ingeniero social. Daniel Gamper desliza una solución discreta: un apoyo institucional a la lengua más pragmático que chovinista. De qué manera pueda esto lograrse sin que quienes manejan los resortes institucionales caigan en la tentación de pervertir políticamente la lengua es asunto distinto que aquí no se resuelve. Y Cataluña es, tristemente, el ejemplo perfecto.

En último término, la reflexión sobre las mejores palabras tiene que ser, por fuerza, normativa: se refiere al modo en que habríamos de conducirnos lingüísticamente. De ahí que Gamper pida mucho, sin que podamos saber si pide demasiado: «Para que el espacio público sea habitable, los ciudadanos deben ser capaces de articularse de maneras mínimamente sofisticadas». Esto incluye una razonabilidad de corte rawlsiano, esto es, la capacidad de distinguir entre lo que rige en el grupo al que uno se adscribe y la validez general de un argumento, así como la capacidad de relacionarse críticamente con las propias convicciones. ¡Ahí es nada! Se incluye aquí implícitamente la exigencia de que el ciudadano diga palabras propias en lugar de limitarse a repetir las palabras de otros, que es lo que suele suceder: no somos mejores que nuestras palabras. Gamper escribe: «Todos somos filólogos en la medida en que, más que a los hechos, prestamos atención a lo que se puede decir y a cómo se dice». Pero lo cierto es que todos hablaríamos mejor si ejerciéramos como filólogos, sobrevolando la lengua e identificando la procedencia e intención de los mensajes que nos llegan en lugar de entenderlos de manera literal. Acaso porque no pide tanto a los ciudadanos, señala Gamper, el liberalismo político es una «utopía factible»: su preocupación es la estabilidad y, por tanto, la gestión eficaz del conflicto social.

Ocurre que John Stuart Mill es un autor liberal y, también, referencia ineludible para cualquiera que desee abordar el estatuto político de la palabra libre. Gamper no es una excepción y subraya el modo en que Mill defiende la libre expresión: como un derecho de los oyentes a no verse privados de todos los pareceres y opiniones. Da igual lo que persiga el hablante: la libre manifestación del pensamiento tiene una finalidad –una «utilidad»– cognitiva y política. Por eso Gamper prefiere hablar de «palabra libre» en el sentido de no interferida, sin que nadie pueda garantizarnos que van a prestarnos la atención que creemos merecer. Pero allí donde Mill elogiaba al excéntrico que permitía imaginar otras formas de vida en la sociedad victoriana, Gamper advierte de que ser excepcional –de un modo trivial– está al alcance de todos, y la disidencia en los gustos no puede convertirse en norma a riesgo de privar de todo sentido a la auténtica disidencia. Cuál sea ésta, sin embargo, no queda del todo claro fuera de los contextos en los que se combate un poder autoritario e injusto. ¿Son disidentes quienes hoy arremeten contra el neoliberalismo o el patriarcado? Difícilmente; aunque ellos lo crean.

Para Gamper, existe en el fondo una inevitable disonancia entre la necesidad de orden y la capacidad desestabilizadora de la palabra libre. Y de ahí que las democracias liberales no vean con entusiasmo las experiencias de la democracia participativa y deliberativa, promoviendo, en cambio, una relación «unilateral» con la ciudadanía. En esto, Gamper quizá sea injusto con la democracia liberal-representativa, máxime cuando él mismo defiende la «polifonía» conceptualizada por Jürgen Habermas como componente necesario de nuestras esferas públicas e invoca la ciudad plural de Aristóteles frente al organicismo de Platón. Nuestras sociedades liberales son plurales y se caracterizan por una conversación pública a la vez desordenada y cacofónica donde, como se señalaba más arriba, todos pueden opinar sobre asuntos acerca de los que no saben nada: es una conversación democrática que –hete aquí el cortafuegos liberal– no se comunica directamente con el proceso de toma de decisiones. Pero deducir de aquí que las palabras allí utilizadas son inservibles sería injusto: por supuesto que los climas de opinión se transmiten a las elites políticas. ¿Acaso no tratan esas mismas elites de influir en su favor sobre los climas de opinión? Por algo será.

Dicho esto, es evidente que las redes sociales nos muestran un diálogo en el que las palabras rara vez son las mejores, en el sentido en que Gamper entiende este adjetivo. Pero, como Habermas mismo se resiste a admitir, la escala de la conversación es decisiva para su calidad. Y ni siquiera la pequeña escala, como han mostrado innumerables estudios, garantiza que se imponga esa fuerza sin violencia del mejor argumento de la que habla el ya nonagenario filósofo alemán. En realidad, Gamper se apoya aquí más en Rawls, y lo hace para desacreditar la idea de que pueda o deba limitarse la libertad de palabra en nombre de la estabilidad social. Escribe Gamper: el discurso subversivo y el libelo sedicioso se permiten, toleran o alientan porque es muy improbable que consigan subvertir el orden, porque no lograrán concitar la adhesión de la mayoría de la ciudadanía.

Y ello, nos explica, porque el liberalismo ya cuenta con otros mecanismos que garantizan la fidelidad de los ciudadanos a la arquitectura institucional. Esto, sin embargo, quizá sea demasiado optimista: bien pueden proliferar malestares de distinto tipo que expresen, con variado andamiaje teórico, el rechazo al orden existente, de tal manera que su suma no resulte desdeñable. Dicho de otro modo: no sobrevaloremos la capacidad de unos regímenes políticos desencantados para sostenerse a sí mismos de manera indefinida. Esto no significa que haya de prohibirse el libelo sedicioso; pero no estaría de más atender periódicamente al tamaño de su tirada. Si no, podríamos decir a la democracia lo mismo que Cefisa a la Andrómaca de Racine: «Demasiada virtud podría haceros culpable».

En el último tercio del ensayo, el inteligente filósofo que es Daniel Gamper parece dejarse arrastrar por un cierto pesimismo acerca de la situación de la democracia y los derechos cívicos en las sociedades occidentales: aunque quizá sea yo quien abuse del optimismo. Pienso en la metáfora de la Torre de Babel que empleaba Peter Sloterdijk para dar cuenta de la dificultad intrínseca a una vida política que se hace entre personas que quieren distintas cosas, y a la que puede darse la vuelta: desde que se dispersasen las lenguas humanas, hemos avanzado de manera extraordinaria en la creación de una koiné con la que comunicarnos y en la adhesión a un conjunto de normas y derechos que modelan un mundo imperfecto pero mejorable. Tiene razón Gamper cuando nos llama a utilizar las mejores palabras, haciendo un esfuerzo por encontrarlas. Pero también nos advierte, en varias ocasiones, acerca de quienes «deciden no oír» y sobre el error que cometemos cuando pensamos que hay alguien que escucha en general. Es un asunto del máximo interés: porque está quien habla y está quien escucha. Y quien habla suele pararse a escuchar y viceversa, al menos en el curso de una conversación. De manera que las mejores palabras serán al menos tan importantes como los buenos oídos, pues sin personas dispuestas a tomar en serio nuestros argumentos y a darles la interpretación más generosa –en lugar de la más maliciosa–, poca democracia puede construirse. A este asunto dedicó Andrew Dobson un libro que aún espera traducción a la lengua española, en el que lamentaba la atención casi exclusiva que la teoría política ha venido dando al habla por delante de la escucha. A su juicio, la conversación democrática debería ser más rigurosamente dialógica, es decir, una relación en la que se diese igual peso a hablar y a escuchar, regulándose con el mismo ahínco el esfuerzo dedicado a ambas actividades.

En ambos casos, haciéndonos cargo de las palabras que pronunciamos, y prestando atención consciente al hecho de que también nos toca escuchar al otro, estaremos ganando autoconciencia: como hablantes y como oyentes. Esto trae consigo una mala noticia: ni siquiera esta disposición favorable garantiza la desactivación de nuestros sesgos tribales e ideológicos. Y una buena: no pueden desactivarse de otro modo.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy viernes, 28 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 






















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jueves, 27 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Plantar un árbol aunque se acabe el mundo





Las instituciones tienen la obligación de proporcionar una vida digna a los que quieren seguir, pero también un final a los que quieren irse, escribe en El País Guillermo Altares, redactor jefe de la revista Babelia.

El gran autor de ciencia ficción Ray Bradbury, comienza diciendo Altares, escribió un cuento de apenas cuatro páginas titulado La última noche del mundo, que forma parte del volumen El hombre ilustrado. En él relata la historia de una pareja que espera con tranquilidad el fin de la vida en el planeta. Cuando están acostados esperando que todo acabe, ella se levanta y vuelve unos instantes después. “Me había olvidado de cerrar los grifos”, explica. “Había algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse. La mujer también se rió. Al final dejaron de reírse y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas juntas. ‘Buenas noches’, dijo el hombre. ‘Buenas noches’, dijo la mujer”.

Así acaba un texto considerado por muchos como uno de los grandes relatos de la literatura estadounidense —en su libro de juventud que se acaba de reeditar, Ray Bradbury. Un humanista del futuro (Hatari Books), el cineasta José Luis Garci lo califica como el mejor del autor—. Es difícil que no venga a la mente después de leer la impresionante entrevista que Luz Sánchez-Mellado le hizo en EL PAÍS este domingo a Francisco Luzón, de 71 años, un exdirectivo del Banco Santander que sufre ELA, una enfermedad neuromuscular incurable, que le incapacita en un 100%. Luzón vive gracias a la ayuda de aparatos y, recalca, el cariño de su familia.

Cuando Sánchez-Mellado le pregunta sobre su elección de decidir vivir incluso en esas condiciones y sobre si alguna vez piensa en no despertar, Luzón responde: “Siempre quiero despertar mañana. Plantaría un árbol aunque el mundo se acabara mañana”. Como en el cuento de Bradbury, sus palabras simbolizan la fuerza de la vida cotidiana, la victoria de la esperanza sobre la realidad, el extraño optimismo que nos lleva a vivir sabiendo que, tarde o temprano, todo se acabará. Los estoicos, la escuela de pensamiento que nació en la Grecia del helenismo, teorizaron sobre esto y sobre el deber de todo ser humano de tener control último sobre su vida (y, por lo tanto, sobre su muerte) como garantía absoluta de su libertad. Las instituciones tienen la obligación de proporcionar una vida digna a los que quieren seguir, pero también un final a los que quieren irse. Y eso incluye un marco legal para ellos y los que les ayuden.



Francisco Luzón (Foto de Carlos Rosillo para El País)


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