viernes, 10 de noviembre de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 10 de noviembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7, Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 9 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Enterrar el franquismo de una vez por todas





Habría que enterrar el franquismo de una vez por todas en el debate político español. Lástima que no podamos hacer lo mismo con el nacionalismo identitario, mentiroso y ombliguista y con el populismo fascistoide de izquierdas  que nos asola. Eso si que sería un verdadero progreso... El relato de un Estado autoritario bajo la sombra del dictador resulta ridículo si se tienen en cuenta los ‘rankings’ sobre la calidad de la democracia española, comenta el periodista Teodoro León Gross en El País.

Tener un protagonista en la campaña del 21-D muerto hace 42 años, comienza diciendo, no hace sino acentuar los mimbres delirantes del procés. El protagonismo de Franco es una anomalía asumida, sin embargo, con toda naturalidad. Sin güija. Y desde luego no sucede por un capricho del destino sino por tacticismo oportunista, y en todo caso por la irresponsabilidad de todos, en particular la resistencia de la izquierda a abandonar un fetiche muy rentable pero también la miopía de la derecha a entender que no caben medias tintas. Unos y otros, entre todos, están causando un daño muy considerable a España y fomentando un lastre que nos pesará a todos durante años.

Estas últimas semanas, Franco parece más vivo que nunca. Cuando menos se le mantiene vivo con un respirador ideológico. Incluso en el entorno internacional, donde acaba de mencionarlo arbitrariamente el presidente de los socialistas belgas Elio di Rupo, con un tuit de una profundidad a la altura de su prestigio. Pero sobre todo en el plano doméstico, donde el nacionalpopulismo percute una y otra vez. Puigdemont pedía el voto para redactar una Constitución “sin militares franquistas”. Junqueras ha abundado en la inercia del “Estado autoritario”, identificando los tribunales con el Tribunal de Orden Público del franquismo. Rufián advertía: “El franquismo no murió el 20 de noviembre de 1975 en una cama en Madrid, morirá el 1 de octubre de 2017 en una urna en Cataluña”. Después ha hecho saber que sigue vigente. Marta Rovira: “Esto recuerda a los tics del franquismo, hemos vuelto a 1975”. También Tardá, y suma y sigue mientras en las calles de Barcelona prolifera el grafiti de Franco ha vuelto. Y el mantra ha traspasado fronteras, con la prensa de correa de transmisión.

Todo esto ha servido, por supuesto, de alpiste para los pollos. Y sobre todo entre los anglosajones que han evolucionado sus visiones del romanticismo orientalizante al franquismo sociológico. “El fascismo de Franco está muy vivo en España”, escribía Jake Wallis Simons, nacido en 1978, para The Spectator. En la carta abierta de setenta académicos e intelectuales contra la represión en el referéndum privando a Cataluña de libertad de expresión —desde el inevitable Noam Chomsky a la decepcionante Saskia Sassen— mencionan, cómo no, a Franco como referencia de los acontecimientos actuales. Jon Lee Anderson, con un dogmatismo delirante, ha insistido en el peso del franquismo en España. Incluso escritores que han decidido vivir en España caen en el tópico. ¿Les gusta vivir en una mala democracia o les gusta disfrutar de ese espíritu colonial supremacista de sentirse entre inferiores a los que aleccionar?

Esto de la mala democracia naturalmente debería ser revisado, en el supuesto de que les interesara lo más mínimo la realidad. Según el reputado ranking Democracy Index de The Economist, España está en el grupo de Full Democracy igualada con el Reino Unido, poco detrás de Alemania, y supera a países, ya en la segunda categoría de Flawed Democracy, como Estados Unidos, Francia, Italia, Portugal y, mon dieu!, Bélgica. Para Freedom House, España obtiene cuatro puntos más que Francia, cinco sobre Polonia, seis más que Estados Unidos o Italia. Sobre libertad de prensa, para quienes dan lecciones, RSF sitúa a España en el segundo nivel tras centroeuropeos y nórdicos, más de diez puntos por delante de Reino Unido o Estados Unidos.

Por supuesto se trata de una democracia imperfecta. Pues claro, todas lo son. De hecho sigue teniendo validez la máxima de Churchill: “Democracy is the worst form of government except all those other forms that have been tried”. La calidad democrática de España, más allá de sus debilidades, que en la administración de Justicia son notorias, está reflejada en esos rankings. Es homogénea con los estándares europeos. Por eso resulta tan ridículo el relato del Estado autoritario bajo la sombra de Franco, que, por lo visto, en esta reencarnación permite todo lo que antes estaba prohibido. Qué curiosa sociedad franquista esta que encabeza rankings de integración racial y tolerancia con la homosexualidad, donde los nacionalistas son hegemónicos en sus territorios desde donde desafían el Estado, y hasta el Barça es el club más favorecido por los árbitros. Pero se ve que algunos contra Franco viven mejor, aunque lleve más de cuarenta años, más de un franquismo, muerto.

En España habrá que tomar alguna vez conciencia del inmenso perjuicio colectivo de todo esto. Hasta cierto punto con el nacionalismo se puede descontar: su objetivo es manifiestamente romper con España, y eso pasa por el desprestigio de ésta con técnicas de propagandismo impropias del juego democrático. Respecto al populismo, es más dudoso, aunque los Iglesias, Echenique, Montero o Garzón, siempre activísimos contra Franco, se rijan por la consigna de "el fin justifica los medios". Si hay que acusar de fachas a Sartorius o a Paco Frutos, perseguidos por el franquismo real, pues se les acusa. La izquierda en general no acaba de entender que donde hoy ven un beneficio rentable para degradar al PP, en realidad se degrada a España, léase a todos los españoles, y se contribuye a prolongar tópicos siniestros y desprestigiar todo lo que lleva la Marca España. Resulta desmoralizador. Alguna vez esto merecerá, definitivamente, un pacto contra el franquismo para enterrar esa sombra y desterrar semejante oportunismo de la conversación pública.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Política] Cataluña, o el paraíso en la otra esquina





La historia se ha acelerado en Cataluña hasta el punto de convertir cualquier artículo en un ejercicio de reflexión con una exigua fecha de caducidad, comentaba recientemente Rafael Narbona Monteagudo, escritor, crítico literario y profesor de filosofía en su blog Viaje a Siracusa

Las novedades fluyen a un ritmo vertiginoso, transformando constantemente el escenario e introduciendo nuevas variables, a veces esperpénticas, comienza diciendo. La fuga a Bruselas ‒¿o se trata de un viaje diplomático?‒ de Puigdemont y varios exconsellers del Govern introduce una nota pintoresca que evoca las intrigas de la ficticia Ruritania. La maniobra produce estupor y vértigo. ¿Se busca internacionalizar el procés, creando conflictos legales en el seno de la Unión Europea? Cualquier persona sensata anhela el restablecimiento de la legalidad y entiende que las fuerzas políticas constitucionalistas no pretenden reeditar el franquismo, sino preservar la convivencia y la estabilidad. El Gobierno ha activado el artículo 155 de la Constitución de 1978 con extraordinaria prudencia, rehuyendo la confrontación directa con los secesionistas. Muchos han criticado esta demora, pero la cautela nunca es excesiva cuando se aborda una crisis con un enorme potencial desestabilizador. Es imposible saber lo que sucederá el próximo 21 de diciembre, fecha fijada por el Gobierno para celebrar elecciones autonómicas, pero nadie ignora que los resultados de los comicios influirán decisivamente en el porvenir del conjunto del Estado. ¿Merece la pena formular hipótesis? Las especulaciones casi siempre suelen ser desmentidas por la realidad. Aún recuerdo a Paul Krugman vaticinando en 2012 la inminente salida de Grecia de la Eurozona y la imposición de un «corralito» en España para evitar el colapso del sistema financiero. Creo que las conjeturas son menos interesantes que los argumentos, particularmente cuando las urnas tienen la última palabra. Las conjeturas son volátiles; los argumentos, en cambio, nacen con voluntad de permanencia y pueden reelaborarse, sin renunciar a lo esencial.

Al igual que el populismo, el secesionismo se ha beneficiado de la crisis económica de 2008. Casi componen un binomio complementario, aunque paradójicamente se destrocen mutuamente. Conviene analizarlos por separado. Al principio, el populismo adoptó un perfil discreto. Podemos se presentó como una plataforma política cuyo objetivo era devolver el protagonismo a la «gente» por medio de «círculos» o asambleas. La prioridad de esta iniciativa era fomentar el diálogo y la unidad entre la izquierda, no «asaltar los cielos», como se dijo más tarde. Este movimiento acabó convirtiéndose en un partido político convencional que no tardó en despojarse de la retórica revolucionaria para abrazar supuestamente las tesis de la socialdemocracia. Eso sí, sin romper con el chavismo, ni renunciar a las pinceladas leninistas. Al margen de los devaneos ideológicos, nunca se abandonó el propósito inicial: liquidar el «régimen del 78» para reemplazarlo por una república popular y federal. Las encuestas indican que Pablo Iglesias ha retrocedido significativamente en la intención de voto por su postura en la crisis catalana. Me pregunto si quienes aún le dispensan su confianza conocen y respaldan su proyecto fundacional: salir del euro, devaluar la moneda nacional para favorecer las exportaciones, decretar la suspensión del pago de la deuda, nacionalizar la banca, mejorar las condiciones de trabajo, subir los salarios para estimular el consumo, nacionalizar los servicios públicos. Algunas de estas reivindicaciones producen escalofríos. Salir del euro, devaluar la moneda nacional y nacionalizar la banca nos dejaría literalmente a la intemperie, con el mismo grado de vulnerabilidad de los países tercermundistas. Suspender el pago de la deuda nos expulsaría de los mercados, eliminando cualquier posibilidad de financiación. Otras medidas ya están en la agenda de los partidos políticos y no pasan de una simple declaración de intenciones. ¿Quién no desea mejorar las condiciones de trabajo, estimular el consumo y ampliar la protección social? Sin embargo, esas medidas no pueden imponerse por decreto. Su aplicación depende de la solidez de nuestra economía, no de un loable sentimiento solidario. Las buenas intenciones son inútiles si no cuentan con la posibilidad real de llevarlas a cabo.

Carolina Bescansa ha afirmado que en Podemos se echa de menos un proyecto político para España. Sería más exacto decir que Podemos carece de un proyecto político. Su ideología se abastece de ensoñaciones adolescentes y arrebatos revolucionarios. Es evidente que, si llegara al poder, se plegaría a las reglas internacionales, como hizo Syriza, pero hasta entonces resulta más rentable explotar la demagogia. El secesionismo actúa de la misma forma. Prometer el paraíso es el camino más corto para movilizar a una sociedad insatisfecha. Sólo hace falta agitar unas cuantas consignas y deformar sistemáticamente la realidad. El procés no ha avanzado por medio de razones y hechos, sino de un discurso altamente emocional y escandalosamente simplista, según el cual Cataluña es una vieja nación y su pueblo suspira unánimemente por la independencia tras siglos de humillante ocupación. España es el imperio, la metrópoli opresora que impide su «derecho a decidir». Los catalanes que no piensan de este modo son «españolistas», «unionistas», «colaboracionistas», y sólo merecen ser señalados y segregados del proceso de construcción nacional. ¿Qué sucederá cuando Cataluña se libere de sus cadenas? Empezará «el mambo», es decir, el fin de la sociedad capitalista y patriarcal. O, según los más moderados, el florecimiento económico y cultural de un país mediterráneo con el genio de la Grecia clásica, el sentido del comercio de los fenicios y la creatividad del Renacimiento italiano. Por cierto, los anticapitalistas deberían plantearse que el capitalismo existe allí donde se producen intercambios comerciales regulados por las reglas de la oferta y la demanda. Si quieres librarte de sus garras, la única opción es recuperar el estilo de vida de los antiguos cazadores y recolectores.

El populismo y el secesionismo han identificado claramente a su enemigo: el bloque monárquico. La monarquía parlamentaria es el vástago corrupto del franquismo. Dado que no es posible descabezarla, sería deseable desmontarla. No importa que algunos de los países más avanzados del planeta (Noruega, Suecia, Dinamarca, Nueva Zelanda, Canadá, Australia y Países Bajos) conserven la monarquía parlamentaria como forma del Estado. Se olvida que las monarquías constitucionales poseen un carácter representativo y una función moderadora. Pueden asumir un liderazgo esencial durante una situación de crisis, como ha sucedido en España durante la rebelión del Govern o el golpe del coronel Tejero. La monarquía proporciona continuidad, estabilidad, solemnidad. Lo simbólico desempeña un papel esencial en la vida de un país. La limitación de poderes de la Corona neutraliza los estragos que podría causar un mal rey. En cambio, el presidente de una república no está sujeto a un control tan estricto y puede causar verdaderos estropicios. Evidentemente, la monarquía debe funcionar con transparencia y ejemplaridad para no caer en el descrédito, pero no debe confundirse lo público con lo privado. El rey es tan humano como el presidente de cualquier república. El juicio sobre su comportamiento se circunscribe a sus actos públicos. Sus problemas domésticos sólo son de su incumbencia. José María Pemán nos dejó una frase memorable sobre la monarquía: «Al lado del Carlos V de Tiziano, un presidente de República tiene un cierto aire de retorno, no diré que hacia el jefe de la tribu, pero sí hacia el alcalde pedáneo o el juez de paz». Felipe VI no es Carlos V. De hecho pertenece a otra dinastía, pero varios siglos de tradición le proporcionan una densidad histórica y simbólica que no está al alcance de un político sujeto a una transitoriedad consustancial.

El paraíso no está en la otra esquina. No se me ocurre un argumento más consistente contra las promesas utópicas del populismo y el secesionismo. La política se hace con sentido común y prudencia, no con raptos místicos que suelen conducir a la fractura social, el odio hacia el otro y el cataclismo económico. En la arena política, no hay que batallar por lo absoluto, sino por lo óptimo y posible. La crisis catalana parece desinflada, pero no resuelta. El problema persistirá durante mucho tiempo y sólo se resolverá mediante la pedagogía, el diálogo y el respeto a la ley. Mientras tanto, podemos descargar la tensión de las últimas semanas preguntándonos si Carles Puigdemont ha digerido que no se parece a Abraracúrcix, jefe de la indómita aldea gala, sino a Asurancetúrix, el bardo cuyo espantoso canto desencadena tormentas.



La plana mayor del independentismo catalán



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[Humor en cápsulas] Para hoy jueves, 9 de noviembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7, Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia.Disfruten de ellas. 





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miércoles, 8 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Regiones, nacionalidades y naciones





Apenas quedan ya regiones en España, afirma el historiador Santos Juliá, catedrático de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED, doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, profesor visitante y conferenciante en universidades europeas y americanas y autor de numerosos trabajos sobre historia política y social de España en el siglo XX. Hay que abrir el debate pendiente desde 2004 partiendo de la asunción del hecho de que las comunidades autónomas, sean naciones, nacionalidades o regiones, son poderes del Estado que tienen que participar en la reforma constitucional.

Reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado español,comienza diciendo: tal parece ser el talismán que abrirá la puerta a un mejor encaje de nuestras mal llamadas naciones sin Estado en la Constitución después de someterla a una profunda reforma. Se trata de una demanda presentada de manera formal en 1998, cuando PNV, CiU y BNG, evocando los pactos de la Triple Alianza de 1923 y el que dio origen a Galeuzca diez años después, firmaron una declaración en Barcelona, recordando que cumplidos 20 años de democracia continuaba sin resolverse “la articulación del Estado español como plurinacional”.

Los firmantes de esta declaración partían del supuesto de que había en España nacionalidades y regiones y que, tras el desarrollo de los Estatutos, las regiones se sentían satisfechas con el grado de autonomía alcanzado durante esos años, pero las nacionalidades, precisamente porque las regiones disfrutaban ya del nivel máximo de competencias, se encontraban ante la terrible amenaza de la “uniformización”. En verdad, Jordi Pujol nunca dejará de repetir que si seguíamos por el camino de la uniformidad, “se llegará a la situación absurda de que en España no habrá regiones”. Y eso, para los catalanes, concluía Pujol, “tiene trascendencia”, la de no ver reconocida su diferencia.

Pues bien, ya hemos llegado al absurdo: apenas quedan regiones en España. Y no estará de más recordar que en el punto de partida de esta historia no había más que provincias, las establecidas por los liberales en 1833. Décadas después, un grupo de diputados y senadores catalanes plantearon en 1906 al Gobierno de Su Majestad “La cuestión catalana”, que consistía en elevar las cuatro provincias de Cataluña al estatuto de región dotada de un derecho originario a la autonomía. De su reconocimiento por el Estado, esperaban aquellos parlamentarios, inmunes al síndrome Pujol, el resurgir de las energías dormidas de todas las regiones de España: la causa de Cataluña, escribían, “es la causa de todas las regiones españolas”; la autonomía, también.

Hubo que esperar, sin embargo, a la proclamación de la República para que una Constitución española recogiera, por impulso catalán, el derecho de una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes, a organizarse en región autónoma para formar un núcleo político-administrativo dentro del Estado español. En los años de República en paz solo se constituyó una región autónoma, Cataluña, aunque otras dos, País Vasco y Galicia, plebiscitaron también Estatutos de autonomía antes de que la rebelión militar los arrasara a todos por la fuerza de las armas y del terror. En el exilio abundaron los debates sobre la futura configuración del Estado, ahora como Comunidad Ibérica de Naciones, o como Confederación de Nacionalidades españolas o ibéricas, o como España como nación de naciones, y hasta de España, según la veía Pere Bosch Gimpera, como “una supernacionalidad en la que cabían todas las nacionalidades”.

De cuántas y cuáles eran estas nacionalidades se publicaron no pocas reflexiones, plagadas de un profundo historicismo al servicio de la causa. En resumen, se debatieron dos proyectos de futuro: uno, muy arraigado en círculos del exilio catalán, vasco y gallego, dibujaba el mapa a base de cuatro naciones confederadas: Castilla, Cataluña, Galicia y Euskadi, entendiendo que, para equilibrar el peso de las tres últimas con la primera, Cataluña abarcaría el conjunto de países catalanes y Euskadi se extendería por Navarra y tierras limítrofes de Aragón; el otro, de preferente acogida por castellanos, contaba hasta catorce nacionalidades, reproduciendo más o menos el mapa de los estados diseñados en la no nata Constitución federal de la República de 1873.

En los medios de oposición a la dictadura en el interior se llegó, sin embargo, a identificar democracia con recuperación de libertades y de estatutos de autonomía por las nacionalidades y regiones, nueva pareja muy solidaria y bien avenida, que viajó en el mismo vagón hasta su reconocimiento en la Constitución de 1978 en términos calcados de la de 1931: provincias limítrofes con características históricas, económicas y culturales comunes. Cuáles eran nacionalidades y cuáles regiones quedó implícitamente entendido con el reconocimiento del derecho a dotarse de Estatuto por la vía rápida a los territorios que “en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía”, o sea, por este orden: Cataluña, Euskadi y Galicia, aunque Andalucía se subió de un triple salto al mismo carro.

Y así fue hasta que las regiones procedieron a redefinirse en los estatutos de nueva planta aprobados entre 2006 y 2010. De entidad regional, Cantabria pasó a identificarse como comunidad histórica, denominación adoptada también por Asturias. Aragón se definió como nacionalidad histórica en 2007, lo mismo que el pueblo valenciano, que al constituirse en Comunidad autónoma lo hacía como expresión de su identidad diferenciada como nacionalidad histórica. De manera, que mientras las nacionalidades se convertían en naciones, o en realidades nacionales, las regiones, salvo Castilla-La Mancha y Murcia, se identificaron, por las razones históricas poéticamente inventadas en los preámbulos de sus nuevos estatutos, en comunidades históricas, en nacionalidades históricas, o simplemente, en nacionalidades.

¿Cómo hemos llegado a esto? Muy sencillo: desde que asumieron sus competencias, los Gobiernos de las comunidades autónomas dedicaron parte notable de sus recursos, primero, a recuperar “señas de identidad” para, olvidándose de la lealtad o solidaridad federal, embarcarse en la construcción de identidades diferenciadas, remontando la diferencia a una forja de los antepasados perdidos en las brumas de los tiempos. Así los catalanes, siempre pioneros, pero también los andaluces, aragoneses, valencianos y demás. Y así, cantando loores a la diferencia colectiva han convertido cada nación o nacionalidad en sujeto de derechos históricos, comenzando por el derecho a decidir, en el que tomaron la delantera los vascos, siguieron los catalanes y ahora, como parte de un “momento destituyente” reivindica la CUP y otros populismos para todos los pueblos.

¿Qué hacer? Ante todo, llamar a las cosas por su nombre: las políticas de identidad son como mantos primorosamente repujados que cubren políticas de poder. Cuando un poder reclama una identidad colectiva separada, enseguida afirma una voluntad nacional-popular como sujeto de decisión, primero, de soberanía inmediatamente. Mejor será ir al grano y abrir el debate que tenemos pendiente desde 2004 partiendo de la asunción de este nuevo hecho político construido a partir de 1978: que las comunidades autónomas, sean naciones, nacionalidades o, todavía, regiones, son poderes del Estado y que, como tales, tienen su palabra que decir en todo lo que se refiera a una reforma constitucional, mal que les pese a quienes no ven otro horizonte que la destrucción del mismo Estado.



Dibujo de Eulogia Merle para El País


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[Humor en cápsulas] Para hoy miércoles, 8 de noviembre





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martes, 7 de noviembre de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy martes, 7 de noviembre





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