jueves, 13 de julio de 2017

[Cuentos para la edad adulta] Hoy, con "El gallo de Sócrates", de Leopoldo Alas "Clarín"






El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Durante los próximo meses voy a traer hasta el blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado El gallo de Sócratesde Leopoldo García-Alas y Ureña, (1852-1901), más conocido por el seudónimo de Clarín. Profesor, escritor y novelista español, ingresa con once años en la Universidad de Oviedo en lo que se llamaban «estudios preparatorios», que terminó con la calificación de sobresaliente. Al terminar sus estudios en la Universidad de Oviedo se traslada a Madrid para hacer el doctorado en Derecho Civil y Canónico, donde toma contacto con el  krausismo y el liberalismo laico y escribe artículos de prensa que recopila más tarde en su libro Solos de Clarín. A los 31 años de edad escribe su obra maestra La Regenta. En 1886 se edita su primer libro de cuentos con el título de Pipá, y en 1889 termina un ensayo biográfico sobre Galdós. 

Les dejo con su relato El gallo de Socrates. Espero que les resulte interesante. 



EL GALLO DE SÓCRATES 
por 
Leopoldo Alas Clarín

Critón, después de cerrar la boca y los ojos al maestro, dejó a los demás discípulos en torno del cadáver, y salió de la cárcel, dispuesto a cumplir lo más pronto posible el último encargo que Sócrates le había hecho, tal vez burla burlando, pero que él tomaba al pie de la letra en la duda de si era serio o no era serio. Sócrates, al espirar, descubriéndose, pues ya estaba cubierto para esconder a sus discípulos, el espectáculo vulgar y triste de la agonía, había dicho, y fueron sus últimas palabras:

-Critón, debemos un gallo a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda. -Y no habló más.

Para Critón aquella recomendación era sagrada: no quería analizar, no quería examinar si era más verosímil que Sócrates sólo hubiera querido decir un chiste, algo irónico tal vez, o si se trataba de la última voluntad del maestro, de su último deseo. ¿No había sido siempre Sócrates, pese a la calumnia de Anito y Melito, respetuoso para con el culto popular, la religión oficial? Cierto que les daba a los mitos (que Critón no llamaba así, por supuesto) un carácter simbólico, filosófico muy sublime o ideal; pero entre poéticas y trascendentales paráfrasis, ello era que respetaba la fe de los griegos, la religión positiva, el culto del Estado. Bien lo demostraba un hermoso episodio de su último discurso, (pues Critón notaba que Sócrates a veces, a pesar de su sistema de preguntas y respuestas se olvidaba de los interlocutores, y hablaba largo y tendido y muy por lo florido).

Había pintado las maravillas del otro mundo con pormenores topográficos que más tenían de tradicional imaginación que de rigurosa dialéctica y austera filosofía.

Y Sócrates no había dicho que él no creyese en todo aquello, aunque tampoco afirmaba la realidad de lo descrito con la obstinada seguridad de un fanático; pero esto no era de extrañar en quien, aun respecto de las propias ideas, como las que había expuesto para defender la inmortalidad del alma, admitía con abnegación de las ilusiones y del orgullo, la posibilidad metafísica de que las cosas no fueran como él se las figuraba. En fin, que Critón no creía contradecir el sistema ni la conducta del maestro, buscando cuanto antes un gallo para ofrecérselo al dios de la Medicina.

Como si la Providencia anduviera en el ajo, en cuanto Critón se alejó unos cien pasos de la prisión de Sócrates, vio, sobre una tapia, en una especie de plazuela solitaria, un gallo rozagante, de espléndido plumaje. Acababa de saltar desde un huerto al caballete de aquel muro, y se preparaba a saltar a la calle. Era un gallo que huía; un gallo que se emancipaba de alguna triste esclavitud.

Conoció Critón el intento del ave de corral, y esperó a que saltase a la plazuela para perseguirle y cogerle. Se le había metido en la cabeza (porque el hombre, en empezando a transigir con ideas y sentimientos religiosos que no encuentra racionales, no para hasta la superstición más pueril) que el gallo aquel, y no otro, era el que Esculapio, o sea Asclepies, quería que se le sacrificase. La casualidad del encuentro ya lo achacaba Critón a voluntad de los dioses.

Al parecer, el gallo no era del mismo modo de pensar; porque en cuanto notó que un hombre le perseguía comenzó a correr batiendo las alas y cacareando por lo bajo, muy incomodado sin duda.

Conocía el bípedo perfectamente al que le perseguía de haberle visto no pocas veces en el huerto de su amo discutiendo sin fin acerca del amor, la elocuencia, la belleza, etc., etc.; mientras él, el gallo, seducía cien gallinas en cinco minutos, sin tanta filosofía.

«Pero buena cosa es, iba pensando el gallo, mientras corría y se disponía a volar, lo que pudiera, si el peligro arreciaba; buena cosa es que estos sabios que aborrezco se han de empeñar en tenerme por suyo, contra todas las leyes naturales, que ellos debieran conocer. Bonito fuera que después de librarme de la inaguantable esclavitud en que me tenía Gorgias, cayera inmediatamente en poder de este pobre diablo, pensador de segunda mano y mucho menos divertido que el parlanchín de mi amo».

Corría el gallo y le iba a los alcances el filósofo. Cuando ya iba a echarle mano, el gallo batió las alas, y, dígase de un vuelo, dígase de un brinco, se puso, por esfuerzo supremo del pánico, encima de la cabeza de una estatua que representaba nada menos que Atenea.

-¡Oh, gallo irreverente! -gritó el filósofo, ya fanático inquisitorial, y perdónese el anacronismo. Y acallando con un sofisma pseudo-piadoso los gritos de la honrada conciencia natural que le decía: «no robes ese gallo», pensó: «Ahora sí que, por el sacrilegio, mereces la muerte. Serás mío, irás al sacrificio».

Y el filósofo se ponía de puntillas; se estiraba cuanto podía, daba saltos cortos, ridículos; pero todo en vano.

-¡Oh, filósofo idealista, de imitación! -dijo el gallo en griego digno del mismo Gorgias; -no te molestes, no volarás ni lo que vuela un gallo. ¿Qué? ¿Te espanta que yo sepa hablar? Pues ¿no me conoces? Soy el gallo del corral de Gorgias. Yo te conozco a ti. Eres una sombra. La sombra de un muerto. Es el destino de los discípulos que sobreviven a los maestros. Quedan acá, a manera de larvas, para asustar a la gente menuda. Muere el soñador inspirado y quedan los discípulos alicortos que hacen de la poética idealidad del sublime vidente una causa más del miedo, una tristeza más para el mundo, una superstición que se petrifica.

-«¡Silencio, gallo! En nombre de la Idea de tu género, la naturaleza te manda que calles».

-Yo hablo, y tú cacareas la Idea. Oye, hablo sin permiso de la Idea de mi género y por habilidad de mi individuo. De tanto oír hablar de Retórica, es decir, del arte de hablar por hablar, aprendí algo del oficio.

-¿Y pagas al maestro huyendo de su lado, dejando su casa, renegando de su poder?

-Gorgias es tan loco, si bien más ameno, como tú. No se puede vivir junto a semejante hombre. Todo lo prueba; y eso aturde, cansa. El que demuestra toda la vida, la deja hueca. Saber el porqué de todo es quedarse con la geometría de las cosas y sin la substancia de nada. Reducir el mundo a una ecuación es dejarlo sin pies ni cabeza. Mira, vete, porque puedo estar diciendo cosas así setenta días con setenta noches: recuerda que soy el gallo de Gorgias, el sofista.

-Bueno, pues por sofista, por sacrílego y porque Zeus lo quiere, vas a morir. ¡Date!

-¡Nones! No ha nacido el idealista de segunda mesa que me ponga la mano encima. Pero, ¿a qué viene esto? ¿Qué crueldad es esta? ¿Por qué me persigues?

-Porque Sócrates al morir me encargó que sacrificara un gallo a Esculapio, en acción de gracias porque le daba la salud verdadera, librándole por la muerte, de todos los males.

-¿Dijo Sócrates todo eso?

-No; dijo que debíamos un gallo a Esculapio.

-De modo que lo demás te lo figuras tú.

-¿Y qué otro sentido, pueden tener esas palabras?

-El más benéfico. El que no cueste sangre ni cueste errores. Matarme a mí para contentar a un dios, en que Sócrates no creía, es ofender a Sócrates, insultar a los Dioses verdaderos… y hacerme a mí, que sí existo, y soy inocente, un daño inconmensurable; pues no sabemos ni todo el dolor ni todo el perjuicio que puede haber en la misteriosa muerte.

-Pues Sócrates y Zeus quieren tu sacrificio.

-Repara que Sócrates habló con ironía, con la ironía serena y sin hiel del genio. Su alma grande podía, sin peligro, divertirse con el juego sublime de imaginar armónicos la razón y los ensueños populares. Sócrates, y todos los creadores de vida nueva espiritual, hablan por símbolos, son retóricos, cuando, familiarizados con el misterio, respetando en él lo inefable, le dan figura poética en formas. El amor divino de lo absoluto tiene ese modo de besar su alma. Pero, repara cuando dejan este juego sublime, y dan lecciones al mundo, cuán austeras, lacónicas, desligadas de toda inútil imagen con sus máximas y sus preceptos de moral.

-Gallo de Gorgias, calla y muere.

-Discípulo indigno, vete y calla; calla siempre. Eres indigno de los de tu ralea. Todos iguales. Discípulos del genio, testigos sordos y ciegos del sublime soliloquio de una conciencia superior; por ilusión suya y vuestra, creéis inmortalizar el perfume de su alma, cuando embalsamáis con drogas y por recetas su doctrina. Hacéis del muerto una momia para tener un ídolo. Petrificáis la idea, y el sutil pensamiento lo utilizáis como filo que hace correr la sangre. Sí; eres símbolo de la triste humanidad sectaria. De las últimas palabras de un santo y de un sabio sacas por primera consecuencia la sangre de un gallo. Si Sócrates hubiera nacido para confirmar las supersticiones de su pueblo, ni hubiera muerto por lo que murió, ni hubiera sido el santo de la filosofía. Sócrates no creía en Esculapio, ni era capaz de matar una mosca, y menos un gallo, por seguirle el humor al vulgo.

-Yo a las palabras me atengo. Date…

Critón buscó una piedra, apuntó a la cabeza, y de la cresta del gallo salió la sangre…

El gallo de Gorgias perdió el sentido, y al caer cantó por el aire, diciendo:

-¡Quiquiriquí! Cúmplase el destino; hágase en mí según la voluntad de los imbéciles.

Por la frente de jaspe de Palas Atenea resbalaba la sangre del gallo.

FIN



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1748-1825)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 12 de julio de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy miércoles, 12 de julio de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[A vuelapluma] La trampa de Tucídides





El rápido ascenso de Pekín pone en peligro la preponderancia de Washington. La historia nos enseña que en los próximos años el riesgo de una guerra entre ambos será muy real, pero también que hay maneras de evitarla, dice en un reciente artículo en El País el profesor Graham Allison, director del Centro Belfer de Ciencias y Asuntos Internacionales en la Kennedy School de Harvard y autor del libro Destined for War: Can American and China Escape Thucydides's Trap?

Este mes, bajo inmensas presiones de China, el nuevo presidente surcoreano, Moon Jae-in, dejó en suspenso parte del sistema antimisiles que estaba desplegando Estados Unidos en su país. Este episodio no es más que el último ejemplo del duelo de influencias entre Estados Unidos y China en la región de Asia-Pacífico. ¿Es posible que el duelo acabe convirtiéndose en una guerra abierta?, se pregunta el profesor Allison al comienzo de su artículo.

En mi nuevo libro —Destined for War: Can America and China Escape Thucydides's Trap?— argumento que, con el rumbo actual, el estallido de una guerra entre los dos países en las próximas décadas no solo es posible, sino mucho más probable de lo que se piensa. El motivo es la trampa de Tucídides: una tensión estructural letal que se produce cuando una potencia nueva reta a otra establecida. El primero en describir este fenómeno fue el historiador griego en su narración de la Guerra del Peloponeso. “La guerra era inevitable, por el ascenso de Atenas y el miedo que eso inspiró en Esparta”, explicaba Tucídides.

El proyecto de historia aplicada que dirijo en Harvard ha encontrado, en los últimos 500 años, 16 casos en los que el ascenso de una gran nación trastocó la posición de otra nación dominante. Doce de ellos terminaron provocando una guerra.

Un ejemplo claro es lo que ocurrió hace 100 años. ¿Cómo es posible que el asesinato de un archiduque desencadenara una conflagración tan catastrófica que los historiadores tuvieron que crear una categoría nueva, la de guerra mundial? La respuesta es que la tensión crónica causada por la rivalidad entre una potencia emergente y una potencia dominante provoca una dinámica fatal en la que acontecimientos que, en otro caso, serían insignificantes o al menos manejables pueden desatar una cascada de acciones y reacciones y desembocar en un resultado que nadie deseaba.

El hecho de que, en cuatro de los 16 casos, se evitara la guerra, significa que el resultado no está predeterminado. La trampa de Tucídides no es un concepto fatalista ni pesimista, sino que debe servir para que seamos conscientes del tremendo peligro creado por la situación actual entre Estados Unidos y China. Si las dos partes continúan como hasta ahora, la historia se repetirá.

El mundo no ha presenciado nada equiparable al cambio tan veloz y trascendental en el equilibrio de poder debido al ascenso de China. Si Estados Unidos fuera una empresa, podría decirse que, en los años inmediatamente posteriores a la II Guerra Mundial, facturaba el 50% del mercado económico mundial. En 1980 facturaba el 22%. Tres décadas de crecimiento superior al 10% de China han reducido la cuota estadounidense al 16%. Por su parte, China pasó de representar el 2% de la economía mundial en 1980 al 18% en 2016.

Para los estadounidenses acostumbrados a un mundo en el que su país era el número uno, la idea de que China pueda superarlos parece inconcebible. En los últimos años, los medios occidentales no dejan de hablar de la “desaceleración” china y la “recuperación” de Estados Unidos. Sin embargo, a pesar de su “desaceleración”, China crece tres veces más deprisa que EE UU. Según el Fondo Monetario Internacional, en 2014 China sobrepasó a Estados Unidos y se convirtió en la primera economía en términos de paridad de poder adquisitivo, que tanto la CIA como el FMI consideran el mejor criterio para comparar economías nacionales. Si los dos países continúan sus tendencias de crecimiento actuales, la economía china será un 50% mayor en 2023. Y tres veces mayor en 2040. Las afirmaciones del presidente Trump de que Estados Unidos ha estado “retrocediendo” frente a China reflejan, en parte, la realidad de esos cambios.

¿Podrán Trump y Xi Jinping gestionar la relación geopolítica más crucial del siglo XXI sin ir a la guerra? Desde el punto de vista de la personalidad, el presidente de Estados Unidos y el de China no pueden ser más distintos, pero se parecen en muchos otros aspectos. Ambos han prometido hacer que sus respectivos países vuelvan a ser grandes con un programa de cambios radicales. Todo el mundo conoce el famoso lema de Trump. Cuando Xi llegó al poder en 2012, también prometió devolver la grandeza a China, proclamó su “sueño chino” y llamó al “gran rejuvenecimiento de la nación china”.

Los dos se enorgullecen de lo que consideran sus extraordinarias cualidades de líderes. Trump alegó tener un instinto sin igual para los negocios como base de sus aspiraciones a la presidencia. Xi ha concentrado hasta tal punto el poder que muchos le llaman “el presidente de todo”. El excepcionalismo forma parte del programa político de los dos, y eso indica una semejanza más fundamental: cada uno de ellos tiene un gran complejo de superioridad y considera que no hay nadie que se le compare. Y, lo más importante, cada uno piensa que el otro país es el principal obstáculo para lograr sus objetivos.

El riesgo es que, en medio de la tensión estructural provocada por el ascenso de China y exacerbada por las visiones rivales de Xi y Trump, las crisis inevitables que, normalmente, podrían contenerse acaben desembocando en algo que no desea ninguna de las dos partes.

Aun así, la guerra no es inevitable. La historia demuestra que las grandes potencias pueden manejar las relaciones con sus rivales, incluso con las que amenazan con derrocarlas, sin desencadenar una guerra. El primero de los cuatro casos “sin guerra” que examino es la rivalidad entre un Portugal hegemónico y una España en ascenso a finales del siglo XV, cuando esta última, unida y rejuvenecida, empezó a desafiar el dominio comercial portugués y a hacerse con el poder colonial en el Nuevo Mundo. Cuando las dos potencias ibéricas estaban al borde de la guerra, la intervención del Papa y el Tratado de Tordesillas, de 1494, evitaron en el último momento una guerra devastadora.

El conflicto entre Portugal y España y los otros tres casos de resolución pacífica pueden enseñar mucho a los estadistas actuales, igual que los fracasos. ¿Seguirán Trump y Xi —o sus sucesores— los trágicos pasos de los gobernantes de Atenas y Esparta, de Gran Bretaña y Alemania? ¿O encontrarán una manera tan eficaz de evitar la guerra como Gran Bretaña y Estados Unidos hace un siglo y Estados Unidos y la Unión Soviética durante las cuatro décadas de la Guerra Fría? Nadie lo sabe, por supuesto. De lo que sí podemos estar seguros es de que la dinámica que descubrió Tucídides se intensificará en los próximos años.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


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[Pensamiento] Del "homo sapiens" al "homo deus"





Después del extraordinario éxito de crítica y ventas que obtuvo su ensayo Sapiens, traducido al castellano con el título De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad, su autor, Yuval Noah Harari, ha escrito una continuación en la que explora, de manera inteligente y llamativa, lo que podría llegar a ser el futuro de nuestra especie. No se trata tanto de una predicción, ya que el autor reconoce que no es posible saber qué va pasar ni siquiera en los próximos veinticinco o cincuenta años con una probabilidad apreciable, cuanto de explorar con la mirada de hoy qué factores pueden ser relevantes en el futuro de la humanidad. Este carácter necesariamente especulativo del proyecto dificulta la tarea del crítico, que se encuentra con las mismas incertidumbres que el propio autor a la hora de valorar qué elementos resultarán decisivos en la construcción de una historia del mañana.

Y esto es lo que han hecho en un interesante artículo en Revista de Libros los profesores Laureano Castro Nogueira, catedrático de Bachillerato y profesor-tutor de la UNED; Miguel Ángel Castro, filósofo y doctor en Antropología; y Miguel Ángel Toro, catedrático de Producción Animal en la Universidad Politécnica de Madrid, reseñando la última y más reciente publicación en castellano del profesor israelí Yuval Noah Harari, titulada: Homo Deus. Breve historia del mañana (Debate, Barcelona, 2016).

Harari, historiador y profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén, dicen al inicio de su artículo los reseñadores, comienza la obra donde terminó su texto anterior, Sapiens: con los seres humanos ultimando su transformación de animales a dioses. Durante los últimos diez mil años, desde que hay grandes asentamientos y buena parte de los humanos abandonaron la vida cazadora-recolectora por otra agrícola y ganadera, los principales y recurrentes problemas a que tuvo que hacer frente la humanidad han sido los mismos: la hambruna, las enfermedades epidémicas y la guerra. Para Harari, los seres humanos somos capaces de controlar estos tres factores en la actualidad. Es cierto que mucha gente pasa hambre, que el mundo está lleno de conflictos bélicos y que, en buena parte del planeta, las condiciones sanitarias distan mucho de ser aceptables. Pero el autor destaca que el hombre ahora puede sentirse responsable de que tales cosas sucedan, sin recurrir a echarle la culpa a dioses o a mitos que las justifiquen. Sabe que está en su mano evitarlas y, si no lo hace, es porque la organización social, económica y política del mundo es muy imperfecta. En lo que se refiere al hambre y a las enfermedades, resistencias bacterianas al margen, los recursos tecnológicos disponibles parecen darle la razón al autor. Más discutible es su optimismo acerca del control de las guerras. Harari sigue aquí la tesis que ha defendido el prestigioso psicólogo evolucionista Steven Pinker cuando sostiene que la violencia está declinando en el mundo actual1. Harari, como Pinker, parece fascinado por la potencialidad que ha mostrado el análisis racional de los conflictos en la búsqueda de soluciones que promuevan la paz y el beneficio mutuo. La historia de las últimas décadas, con episodios como una guerra fría más o menos pacífica, el freno a la proliferación y a la utilización de armas nucleares, la descomposición no violenta del bloque soviético y la tendencia hacia una globalización que incrementa la prosperidad en los países en vías de desarrollo, pueden interpretarse como evidencia a favor de esta tesis. Sin embargo, no hace falta ser muy imaginativo para constatar dos hechos. Por una parte, que la situación tiene tantas amenazas potenciales que puede cambiar de manera dramática en cualquier momento, convirtiendo estas últimas décadas pacíficas en la excepción en lugar de la norma. Por otra parte, que el pretendido declive de la violencia bélica se da al tiempo que se extienden y se perfeccionan otras formas de violencia simbólica, económica o cultural.

La tesis central del libro sugiere que en los albores del tercer milenio la agenda humana ha cambiado y que los problemas que nos inquietan de cara al futuro son ahora bien distintos. Se refiere a la lucha contra el envejecimiento y la búsqueda de la inmortalidad, la conquista de la felicidad y la posibilidad de intervenir de manera activa en el futuro de la humanidad a través de los avances tecnológicos. Se trata de procesos sobre los que se intuye que puede llegarse a ejercer un control, pero que todavía están fuera de nuestro alcance. Está claro que estas nuevas preocupaciones no son, ni de lejos, las del común de los humanos, pero sí son las que inquietan a los principales centros de investigación científica y tecnológica y, por tanto, las que acaparan la mayor parte de las inversiones en investigación. En otras palabras, nos guste o no, la nueva agenda de la humanidad la decide sólo una elite y esto no es previsible que cambie en los años venideros. Volveremos sobre este tema más adelante.

El objetivo de la medicina del futuro será no sólo curarnos, sino prolongar la vida y mantenernos en plena forma, sin importar la edad que tengamos. La selección natural ha premiado, en líneas generales, rasgos genéticos que favorecen la reproducción, aunque sea a expensas de la longevidad. Sin embargo, las nuevas biotecnologías pueden permitirnos reemplazar órganos no funcionales, eliminar o bloquear en el genoma determinadas variantes génicas de efecto dañino con la edad, rediseñar nuestro cuerpo y utilizar todo tipo de prótesis, convirtiéndonos en cyborgs.

El segundo gran reto biomédico consiste en lograr la felicidad de los seres humanos. La felicidad depende de nuestras expectativas y de las emociones placenteras que experimentamos cuando las satisfacemos. Puede intervenirse sobre la bioquímica cerebral, sobre los centros del placer o crear nuevas drogas para que, en conjunto, seamos más felices. Pero la felicidad es efímera. La evolución nos ha provisto de un cerebro que nos hace sentir felices cuando conseguimos satisfacer nuestros deseos, pero esta emoción dura poco, habida cuenta de lo que de verdad importa en clave evolutiva. Somos organismos seleccionados para tratar de sobrevivir y reproducirse, no para ser felices o longevos. Ahora bien, quizá podamos rediseñar nuestro cerebro para vivir más y más contentos.

Esta posibilidad de decidir cómo queremos ser va a transformar a los seres humanos de Homo sapiens en Homo deus, de animales en pequeños dioses, en el sentido griego del término, que hace alusión a seres dotados de potencialidades que exceden con mucho las del hombre corriente. Para ello, disponemos de diversas ramas tecnocientíficas capaces de fabricar ordenadores, robots y otros dispositivos que implementan algoritmos de manera mucho más eficiente que el propio cerebro humano. Resulta evidente la dificultad de predecir qué va a pasar cuando surjan estos seres humanos provistos de potencialidades nuevas y el desarrollo tecnológico cree un entorno cultural en el que la agenda humana se oriente posiblemente hacia derroteros difíciles siquiera de imaginar. No se trata ya de que el futuro lo decidan unos pocos, sino de que estos pocos poseerán rasgos que los harán diferentes del resto.

Tras exponer, en un largo capítulo introductorio, los nuevos desafíos que afronta el ser humano, Harari estructura el ensayo en tres partes. Las dos primeras son de carácter histórico, y resumen cómo hemos llegado a la situación actual: primero, explora qué hay de singular en nuestra naturaleza que nos separa de los animales y nos transforma en dioses y, a continuación, se ocupa de cómo el ser humano, al tiempo que conquista el mundo, lo dota de significado. Por último, en la tercera parte aborda cuáles pueden ser los factores claves que determinen el futuro de nuestra especie. La enormidad de la tarea que emprende y la necesidad de hacer un texto seductor y asequible para un lector medio, lo que sin duda ha conseguido, le obliga a incurrir en simplificaciones de gran calado que pueden resultar incómodas para los expertos en cada campo, ya que la caricatura resultante carece de matices y, en ocasiones, está muy sesgada por las apreciaciones del autor.

Una de las cosas que sorprende y agrada en el ensayo es la perspectiva naturalista con que se aborda la historia de nuestra especie. El autor asume lo que la biología actual nos cuenta sobre la filogenia, la ontogenia y el comportamiento de Homo sapiens y lo utiliza para reflexionar desde ahí sobre nuestro pasado, presente y futuro. Harari distingue en la historia de la especie tres etapas clave. La primera surge hace setenta mil años, con una supuesta revolución cognitiva que coincide con el inicio de la propagación exitosa fuera de África y la huella evidente de manifestaciones artísticas y religiosas. Es la etapa cazadora recolectora, la forma de vida que ha caracterizado a nuestra especie desde sus orígenes. Después, unos diez mil años antes de Cristo, aconteció la revolución agrícola, con la aparición de poblaciones sedentarias que viven de la agricultura y el comienzo de la domesticación de animales. Surgen las grandes religiones, el comercio, las epidemias, los primeros imperios y las guerras a gran escala. Por último, hace unos quinientos años, comienza la revolución científica, que culmina en el siglo XIX con la revolución industrial. La religión pierde peso frente a los movimientos humanistas que sitúan al hombre como medida de las cosas. La curiosidad, que trajo consigo el pecado de Adán y Eva y su expulsión del paraíso, se convierte en el gran motor que impulsa la ciencia y promueve la investigación.

Harari explora qué rasgos son los responsables de la singularidad humana. La respuesta tradicional, ligada al pensamiento religioso, ha sido que los seres humanos teníamos alma, mientras que los animales no. La ciencia moderna se opone, sin embargo, a esa hipótesis por una cuestión de principios. Debemos explicar el mundo prescindiendo de conjeturas que hagan referencia a entidades inmateriales fuera del alcance de la investigación empírica. El principio de objetividad de la naturaleza está implícito en la contrastación experimental de las hipótesis. La neurociencia actual habla de mente y de procesos mentales resultantes de nuestra actividad cerebral en lugar del alma. Harari hace un repaso de las aportaciones recientes en el análisis del problema mente-cerebro y distingue entre inteligencia y conciencia. El cerebro humano, como el de cualquier otro animal, puede ser analizado como un conjunto de algoritmos que promueven nuestra supervivencia y reproducción. De hecho, hemos construido algoritmos que permiten desarrollar y resolver tareas concretas, pero funcionan de manera automática, no consciente. Sin embargo, el cerebro humano ha evolucionado dotándonos de inteligencia algorítmica, pero en un cerebro consciente, que tiene sensaciones y sentimientos subjetivos. Por desgracia, carecemos de una explicación consensuada y convincente de por qué la selección ha premiado esta vía en el desarrollo cerebral.

Harari defiende, en línea con las propuestas más recientes en este campo de investigación, que lo que ha hecho singular a nuestra especie frente a los restantes primates es su capacidad para la cooperación y la transmisión cultural acumulativa. Los seres humanos son capaces de compartir información sobre lo que conocen y de cooperar en grandes grupos de individuos no emparentados. La capacidad lingüística y la moral parecen atributos que evolucionaron bajo la necesidad de facilitar ambos procesos: la cultura y la cooperación. El autor destaca también el papel del lenguaje como creador de realidades imaginadas que permiten intercambiar información sobre entes abstractos, dotados de propiedades supuestas, que se asumen como reales. Los seres humanos son capaces de tejer redes de significado que modifican y condicionan la conducta de las personas. Se crean relatos que la gente asume como ciertos y que influyen de manera decisiva en nuestra comprensión del mundo, aunque analizados en perspectiva, con el transcurso del tiempo, o desde una órbita cultural diferente, nos parezcan ciertamente inconsistentes.

La aparición, unos milenios antes de Cristo, de grandes sociedades –los primeros imperios–, formadas por decenas de miles de personas capaces de cooperar a gran escala, difícilmente hubiese podido acontecer sin disponer de un consenso social en torno a dos de estas entidades de creación intersubjetiva: la escritura y el dinero. La primera permitió llevar un control, más allá de la memoria individual, de las transacciones económicas y de la propiedad. El segundo resultó un instrumento esencial para impulsar el comercio. Además de entidades materiales de valor instrumental, como el dinero, el lenguaje ha facilitado también la elaboración de narraciones e historias que sirven para dar sentido a la vida de las personas y condicionar su conducta. El ejemplo paradigmático lo constituyen las religiones. Las grandes religiones actuales surgen al amparo de la vida sedentaria y han desempeñado un papel relevante como instrumentos que organizan la sociedad y modelan el comportamiento de los individuos. Harari destaca la capacidad de las narraciones para definir el estilo de vida de la gente, las aspiraciones, las motivaciones y la manera en que deben comportarse los individuos. Señala también el carácter imaginario e irreal de estas descripciones, algo que sólo resulta obvio cuando son reemplazadas por otras.

La revolución científica de los últimos quinientos años supuso un debilitamiento paulatino de los grandes relatos religiosos. El conocimiento científico desacredita buena parte de las afirmaciones fácticas que contienen estas narraciones y las debilita. La ciencia asume como principio que no caben explicaciones sobrenaturales y, en tanto en cuanto consigue teorías predictivas cada vez más robustas que generan un desarrollo tecnológico más eficiente, va desplazando a la religión. Sin embargo, el progreso científico no elimina la necesidad de la mente humana de dotar al mundo de significado y, por tanto, se necesitan nuevos relatos que asuman el papel de las religiones como garantes del orden social y de la cooperación a gran escala. El mundo social no puede organizarse sólo a través de la ciencia, ya que necesita de un relato que le confiera una guía para la acción, unos valores desde los que organizarse. La ciencia puede facilitar la construcción de historias más poderosas, cuyas descripciones fácticas no se opongan al conocimiento empírico, pero las narraciones intersubjetivas continúan siendo imprescindibles para crear instituciones que garanticen el poder y el orden social. El autor denomina nuevas religiones a los relatos que han surgido en interacción con la ciencia moderna en los últimos siglos.

Harari sostiene que el mundo contemporáneo es fruto de un pacto entre la ciencia y una nueva religión: el humanismo. En un principio pudo parecer que la ciencia, en su crítica corrosiva al pensamiento mágico-religioso, optaba por alcanzar el poder que da el conocimiento para conseguir curar, producir alimentos a gran escala, crear armas y nuevas tecnologías, a costa de renunciar a darle sentido al mundo y asumir un cosmos nihilista. Sin embargo, esa carencia se solucionó pronto, y el ser humano proporcionó sentido a la vida sustituyendo los relatos religiosos por las propuestas humanistas en sus diferentes modalidades. Las nuevas religiones, como el liberalismo o el marxismo, merecen ese nombre, en opinión del autor, porque se basan en principios y valores que consideran naturales, como, por ejemplo, las leyes de la historia o los derechos humanos, pero que son tan imaginarios como los dioses de las religiones tradicionales: el yang científico nos proporciona poder y el yin humanista nos proporciona sentido.

El gran cambio se produjo al sustituir la fe en Dios por la fe en la Humanidad. El hombre pasa a ser la medida de las cosas. El hombre se interroga sobre la Verdad, la Bondad y la Belleza, y encuentra la respuesta a partir de los resultados de sus acciones, de sus emociones y de los pensamientos que produce. Pone a prueba la verdad de sus teorías mediante contrastación empírica y formalizando matemáticamente las leyes de la naturaleza. Encuentra la bondad o la maldad de los actos preguntando a su corazón, a la manera de Rousseau, si son o no correctos. La belleza se encuentra en los ojos del observador humano; frente a la creencia medieval en la objetividad de la belleza, el humanismo defiende la subjetividad de las emociones que despierta el arte en cada individuo. En política, el ciudadano vota y decide; en educación, aprende a pensar por sí mismo, y en economía se asume que el cliente tiene la razón.

El humanismo, como toda religión de éxito, se ha fragmentado en varias sectas: el humanismo liberal, el socialista y el evolutivo. Harari sugiere que la rama primigenia del humanismo y la que, a la postre, ha resultado vencedora en los albores del siglo XXI ha sido el humanismo liberal. Su apuesta consiste en defender la singularidad del individuo, al que hay que dejar crecer en libertad para que experimente el mundo y siga su voz interior en la búsqueda de lo verdadero, lo bueno y lo bello. Sin embargo, las injusticias del capitalismo liberal y la falta de regulación en la distribución de los beneficios trajeron consigo el desarrollo del humanismo socialista, que comprende las diferentes tradiciones socialistas y comunistas. Hay límites a la libertad y se apoyan en los sentimientos de grupo. Los socialistas defienden que hay que centrarse no sólo en nuestra propia experiencia individual, sino también en lo que experimentan las demás personas, ya que todas las experiencias son igualmente valiosas. El problema es la dificultad de tomar en consideración las experiencias de todos en conjunto y sacar conclusiones cuando muchas de ellas representan intereses contradictorios. Por ello, el humanismo socialista propone la creación de instituciones colectivas fuertes, como partidos y sindicatos, cuyo objetivo es descifrar el mundo para nosotros y tratar de construir una sociedad más justa e igualitaria.

Por su parte, el humanismo evolutivo propone una solución diferente para las experiencias humanas enfrentadas. Basándose en la interpretación que de las ideas darwinistas hizo Herbert Spencer, defiende que el conflicto, la competencia entre individuos, es algo que hay que preservar, ya que permite la acción de la selección natural e impulsa la evolución, un proceso que no se ha detenido y que anuncia la llegada nietzscheana de un hombre nuevo: el superhombre. Pero este principio competitivo y jerárquico se extiende por igual a individuos y grupos. El hombre es un ser social que no puede desarrollarse de forma aislada. El sentimiento de pertenencia a un grupo humano favoreció que, a la luz del humanismo, surgieran los sentimientos nacionalistas en los que el pueblo, la colectividad, la nación, adquieren agencia como si se tratasen de un individuo y disfrutasen de sus propiedades. La misma libertad de la que debe gozar el individuo para vivir su experiencia debe tenerla cada grupo humano, cada nación, para vivir la suya, asumiendo la posibilidad de que surjan sentimientos de superioridad de unas comunidades sobre otras. Desde la mirada del humanismo evolutivo, ¿por qué darle a cada nación el mismo valor cuando unas han desarrollado grandes logros culturales y tecnológicos, y otras, en cambio, viven en el subdesarrollo? El nazismo supuso la más trágica expresión de esa política que acepta la competencia despiadada entre los grupos humanos en nombre de la selección natural y la búsqueda del hombre superior.

La competencia entre las tres tradiciones humanistas culmina, después de un siglo XX convulso, con el triunfo del paquete liberal representado por los derechos humanos, la democracia y el libre mercado. Destaca Harari, como una de las claves de este triunfo, la especial relación del humanismo liberal con la ciencia y las nuevas tecnologías. Sorprende un tanto la aparente ingenuidad del autor al dar por consolidado dicho triunfo en un mundo expuesto a fuertes bandazos políticos, sociales y económicos, en el que resulta difícil aventurar el sentido de las transformaciones futuras. Las diferencias ideológicas entre las distintas elites que tratan de controlar el mundo son evidentes, por no hablar de la influencia todavía enorme del pensamiento y las instituciones religiosas en la práctica totalidad del planeta.

La nueva agenda humana ha surgido al amparo de la ideología liberal que sacraliza la vida, las emociones y los deseos de la humanidad. El problema radica en que la ciencia parece estar a punto de echar por tierra buena parte de los postulados fácticos que dan soporte al liberalismo. En concreto, cuestiona aspectos fundamentales que atañen a la individualidad, la libertad y el conocimiento de uno mismo que puede alcanzar el ser humano. El progreso científico de los próximos años puede derrocar el liberalismo, y estaremos entonces inmersos en un mundo de un gran desarrollo tecnológico y, al tiempo, huérfano de los valores que ahora imperan. ¿Estamos en los albores de una nueva religión poshumanista que reemplace y dé un sentido nuevo al mundo? Vayamos por partes en el análisis.

La neurociencia está proporcionando una imagen del cerebro humano formado por diversos sistemas algorítmicos que nos permiten resolver de manera adecuada distintos problemas a los que nos enfrentamos, como son la homeostasis corporal, el deseo de supervivencia, las tácticas reproductivas, las estrategias de cooperación, la comunicación lingüística, el aprendizaje y un largo etcétera. Todos estos subsistemas parecen encontrarse bajo el control aparente de la corteza cerebral, creándonos la sensación subjetiva de un único yo que dirige nuestras actividades. Sin embargo, los experimentos con pacientes con el cerebro dividido, en los que se ha seccionado la conexión entre los hemisferios cerebrales derecho e izquierdo, muestran hasta qué punto esta sensación resulta una ilusión con poca base. La idea de que en cada persona hay un único individuo, un único yo, responsable de sus acciones, se tambalea.

¿Y el libre albedrio? La neurobiología pone en cuestión que tal cosa exista. Dado que la ciencia asume que los procesos mentales son resultado de la actividad bioquímica de nuestras neuronas y de su arquitectura funcional, resulta difícil hablar de auténtica libertad del individuo. Se acepta que la toma de decisiones depende de procesos deterministas y aleatorios y que, por tanto, existe indeterminación en el sentido de que no sabemos qué va a hacer un sujeto, pero esa incertidumbre no parece sinónima de lo que siempre se ha entendido como la capacidad de decidir libremente de una persona. No es éste el espacio para discutir esta cuestión en profundidad. A día de hoy no existe consenso sobre cuáles son las restricciones que afectan a la libertad y en qué sentido y hasta qué punto se puede decir que somos libres.

La tesis humanista insiste en la idea de que sólo cada persona tiene acceso a su interior, a su yo, y puede llegar a conocerse de verdad a sí misma. Sin embargo, podemos crear algoritmos no orgánicos que quizá lleguen a conocernos mejor que nosotros a nosotros mismos. Un algoritmo que supervise cómo y qué activa nuestro cerebro puede saber exactamente qué siento, qué me emociona, qué deseo. Una vez desarrollado, dicho algoritmo podría reemplazar con éxito al votante, al cliente y al espectador. Harari señala que el verdadero problema a que nos enfrentamos no proviene de que las máquinas controlen todo lo que hacemos, como en la metáfora del Gran Hermano, sino de la disolución de nuestra individualidad al dejarnos dirigir por algoritmos externos que nos proporcionan una vida más placentera.

Según el autor, la ciencia está haciendo tambalear los fundamentos del liberalismo, y una nueva religión transhumanista o poshumanista tendrá que sustituir dichos principios por otros nuevos que definan el rol del ser humano en la sociedad del futuro. Para Harari, las nuevas religiones provendrán de Silicon Valley o de centros tecnológicos similares en otros países. Propone dos religiones como candidatas para llenar el hueco que deje el humanismo liberal: el tecnohumanismo y el dataísmo. La primera de ellas pretende crear un superhombre a través de modificaciones en el ADN que permitan una auténtica revolución cognitiva. Esta revolución podría transformar a Homo sapiens en Homo deus y darnos acceso a ámbitos hoy por hoy inimaginables. El sueño del humanismo evolutivo de mejorar la especie humana por selección de los mejores se realizaría por medio de la ingeniería genética, la nanotecnología y de interfaces cerebro-ordenador. El problema de modificar la mente no sólo es tecnológico –de saber cómo hacerlo–, sino también de voluntad –en qué dirección, cómo queremos ser–. El tecnohumanismo se encuentra ante un dilema: dependemos de nuestros deseos para modificar la mente en una dirección y, al tiempo, quizá podremos programar los deseos que motiven a los nuevos poshumanos.

El dataísmo, por su parte, sacraliza la información. La libertad de información y la maximización del flujo de datos, conectando entre sí todos los sistemas susceptibles de hacerlo, son los mandamientos dataístas. Los organismos se definen como organismos orgánicos capaces de procesar datos con vistas a facilitar su supervivencia y reproducción. La inteligencia puede desconectarse de la conciencia y resultará sencillo construir algoritmos inorgánicos que mejoren con mucho las prestaciones intelectuales de los orgánicos y que terminen por conocernos mejor que nosotros mismos. Los dataístas asumen que, si Homo sapiens es, como todo ser vivo, un sistema de procesamiento de datos, podrá ser sustituido por un sistema mucho más eficiente de silicio, el llamado Internet de Todas las Cosas. Las experiencias humanas perderán su valor en tanto que puedan ser reemplazadas por algoritmos muy inteligentes. No serán necesarios taxis, médicos, profesores, abogados, ingenieros o, incluso, artistas. Sin embargo, salvo que los humanos, o la propia inteligencia artificial, programen algoritmos provistos de deseos, de criterios para organizar el mundo, no parece que el dataísmo cambie de manera decisiva el rol del ser humano. Sólo en ese caso el Internet de Todas las Cosas podría terminar por ser el nuevo valor a sacralizar ya sin remedio.

Homo Deus es un libro ameno e interesante por lo que tiene de sorprendente y provocador en sus tesis principales. A pesar de que el mañana no es predecible, como asegura Harari, el lector ve cómo el autor le conduce, con maestría y de manera en apariencia inevitable, hacia un futuro que resulta inquietante y en el que se plantean interrogantes que cuestionan los principios y valores en que hemos sido educados. En el haber del libro debe destacarse esa eficacia en la seducción del relato que desarrolla, pero el ensayo tiene también importantes debilidades. La mayor de todas ellas es una ambiciosa combinación de esquematismo en el análisis y de aparente solidez en la predicción de los acontecimientos futuros.

La simplicidad y la economía son virtudes deseables en la elaboración de modelos científicos, pero exigen muy rigurosas condiciones lógicas y empíricas en su aplicación, casi siempre ajenas a las posibilidades metodológicas de la hermenéutica histórica. Las ciencias sociales y la filosofía, sabedoras de ello, acostumbran a lidiar con la complejidad, procurando incrementar modestamente la inteligibilidad de los acontecimientos históricos. Harari, por el contrario, se desplaza por la espesura histórica como si esta estuviera atravesada por senderos despejados y bien iluminados. Y, aunque es evidente que la simplificación forma parte de una estrategia retórica legítima, resulta exasperante para un lector medianamente experto. Ni la evaluación optimista de los avances alcanzados por la civilización actual, como hemos hecho notar, ni las consecuencias que se derivan de ella para la agenda futura son sólidas, aunque se presenten como tales, pues su legitimidad se deriva de la ocultación sistemática de la incertidumbre que introducen los matices2. Otro tanto ocurre con la sucesión de grandes relatos que describe el autor al transitar con excesivo esquematismo por la religión, el humanismo y sus interacciones.

El segundo elemento de su fórmula es la necesidad. Harari pronostica un escenario futuro en el que el ser humano acometerá tareas y afrontará consecuencias radicalmente nuevas, sin las herramientas que el pasado y la propia naturaleza humana, rebasada por el superhombre, podría ofrecerle. Esta sensación de vacío y de novedad, combinada con la virtual necesidad con que parecen presentarse los acontecimientos –a pesar de sus inteligentes llamadas a la prudencia en los pronósticos–, confiere un tono escatológico al libro, un estilo que, a pesar de su ateísmo, el autor, de cultura judía, parece manejar muy bien.

Observemos con más detalle algunos ejemplos del cuestionable proceder del autor. Admitiendo que son las elites las que marcarán el futuro de la humanidad, resulta poco atinada la descripción que hace Harari del panorama contemporáneo en aspectos tales como el triunfo de las tesis liberales o la desaparición en la práctica del poder de las otras religiones, las tradicionales. La diversidad de valores y patrones socioculturales en el mundo de hoy es enorme y lo es también, en buena medida, entre las elites que controlan el mundo. Harari argumenta como si, en la práctica, lo único que contase a nivel ideológico fuesen los valores triunfantes en los países occidentales durante el último medio siglo. Pero las cosas son más complejas, y fenómenos como la crisis de las clases medias en los países industrializados, los movimientos migratorios masivos en un mundo global, la baja tasa de natalidad en los países occidentales y la vuelta al primer plano de los nacionalismos, pueden cambiar drásticamente el panorama sociopolítico, algo de lo que parecen un buen ejemplo acontecimientos como el Brexit o el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos. Otro tanto podría decirse de la capacidad de la gente común para resistir y refractar los dictados de las elites. Tan cierta es la capacidad del poder para dirigir determinados aspectos de la vida ciudadana como el poder de los ciudadanos para vivir su vida, en lo fundamental, al margen de los imperativos culturales y políticos.

A Harari le dan miedo –con motivo– las transformaciones que aguardan al hombre del futuro, cambios que presenta cualitativa y cuantitativamente distintos de otros operados en el pasado. ¿Qué tipo de relación se establecerá entre los viejos sapiens y esos nuevos humanos, monopolizadores del poder y del conocimiento, dotados de cualidades cognitivas y físicas significativamente distintas? No es posible saberlo, pero en el pasado podemos encontrar algunas pistas inquietantes. Desde el descubrimiento del fuego, la rueda, el arado o la armadura, pasando por todas las industrias militares, de ingeniería y ciencia general, el hombre ha incrementado de manera incesante sus posibilidades de colonización y de explotación de los recursos, incluidos los recursos humanos. Cada nueva transformación ha generado expectativas inciertas y ha desatado el desacuerdo entre apocalípticos e integrados. Desgraciadamente, no vemos por qué esta tendencia podría invertirse, salvo que sapiens dejara de ser sapiens. La insistencia de Harari en la novedad radical de los cambios no está justificada, no al menos como una necesidad insoslayable. La única esperanza, aunque tenue, proviene de que nunca como hasta ahora hemos sido tan conscientes de lo que hacemos y quizás eso nos obligue de verdad a definir y a escoger qué mundo queremos.

Otra tesis central y controvertida defendida por Harari consiste en subrayar la importancia de los relatos en la organización de las sociedades, proporcionando sentido al mundo. Recordemos que Harari describe primero la sustitución de las religiones tradicionales por el orden humanista-liberal y, a continuación, anuncia la disolución de éste como consecuencia del avance científico y tecnológico, a lo que seguirá el desarrollo de nuevos relatos que cubran ese vacío. Esta tesis plantea varias dificultades.

En primer lugar, el liberalismo resulta plenamente compatible con la ciencia. En nuestra opinión, el contenido de los grandes relatos, ya sea el humanismo o cualquier otro, por el modo en que lo aprendemos, resulta en la práctica inmune a la inconsistencia lógica o empírica de sus postulados. Los seres humanos aprendemos a través de interacciones sociales de tipo valorativo lo que puede ser considerado verdadero con respecto a un amplio conjunto de saberes transmitidos culturalmente que no son directamente evaluables por los individuos o, si lo son, no de una manera inmediata. Por ello resulta poco razonable asumir que los avances científicos, cuestionando determinados aspectos de lo que es un ser humano, puedan ocasionar la desaparición del paradigma humanista.

En segundo lugar, pensamos que pronosticar el fin de los relatos religiosos convencionales es como predicar el fin de la historia: un brindis al sol. Las religiones han contribuido a generar y sostener el orden social en cada circunstancia histórica. Sin embargo, el fenómeno religioso no es reductible a esa funcionalidad, pues, como parece evidenciar la investigación naturalista, es también un subproducto de nuestro aparato cognitivo evolucionado y su presencia en nuestra mente es inmune al cambio histórico. Dicho de otro modo, el pensamiento religioso, como estilo cognitivo, está a salvo de los hechos empíricos y del cambio de las creencias científicas.

Por último, desde una perspectiva naturalista como la que adopta Harari, se echa de menos una reflexión en profundidad acerca de por qué somos tan proclives a crear mundos imaginarios, intersubjetivos y plenos de significado, y, al mismo tiempo, somos capaces de vivir en ellos de manera poco congruente con sus principios. Tanto los indicadores sociográficos obtenidos en las encuestas como los resultados de la investigación psicobiológica muestran que la mayor parte de la gente vive su vida sin que los valores dominantes en su cultura supongan algo más que marcas de clase identitarias que permiten al individuo formar parte de un grupo, de una clase o de una nación. Sólo algunas personas entran en flujo emocional con determinados principios y pasan éstos a ser realmente algo importante en su vida. Y lo mismo sucede con las elites que tienen el poder de tomar decisiones que afectan a muchos, pero que normalmente están ocupadas en no perder su estatus y, en el mejor de los casos, en resolver los problemas que afronta su sociedad. Y para ello son mucho más decisivos que los principios otros factores de tipo ecológico, social, económico y tecnológico. Solo así se entiende que los valores cristianos hayan sido compatibles con el movimiento misionero, la Cruz Roja, la teología de la liberación, la Banca Vaticana, el franquismo o el Movimiento de Liberación Nacional Vasco. O la facilidad con que una sociedad como la española se transformó en democrática: básicamente, porque la gente no era fascista, como ahora tampoco es demócrata. Lo mismo podría decirse de la transformación de la sociedad comunista rusa en una democracia de libre mercado.

En otras palabras, concluyen su artículos los reseñadores, tendrá mucho más impacto para el futuro de la humanidad la solución que ofrezcan las elites a las personas que resulten innecesarias, porque su trabajo es sustituido por robots o máquinas, o la aparición de nuevas tecnologías que ahora no imaginamos, que las reflexiones de filósofos, sociólogos o historiadores describiendo las inconsistencias del paradigma liberal y la necesidad de reemplazarlo por otro nuevo. Esto no quiere decir que no sea absolutamente preferible una sociedad en la que las elites tengan que ajustarse a unos valores democráticos, en la que existan controles entre los poderes del Estado, en la que se respete la libertad de los ciudadanos y se asuma la reivindicación de los derechos humanos, por más que, como sugiere Harari, sea un ideal imaginario. Lo que sugerimos es que la mayoría de las personas, sean o no parte de las elites, vivirán su vida manteniendo una implicación con estos valores emocionalmente distante, aunque los aprueben y los defiendan, no muy diferente de la que la mayor parte de los creyentes tienen hacia los preceptos de su religión.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3629
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)