El pasado día 5 el profesor Emilio Lledó, ilustre filólogo, filósofo, humanista, académico de la Real Academia Española, y profesor de innumerables generaciones de alumnos, cumplió 89 años de edad. Esta entrada de hoy está dedicada a él.
En unas semanas hará once años que me llegó la hora de mi jubilación laboral, y fue ese el momento en que decidí abandonar también definitivamente toda veleidad académica, si es que se puede llamar así a más de treinta años de vida universitaria. Una exasperante relación de amor-odio-exasperación, aunque al final prevalezca nítidamente lo primero, con la Escuela Social, la Escuela Normal Superior de Magisterio, la Escuela Central de Idiomas, el Instituto "Balmés" de Sociología del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, la New York University y la Universidad Nacional de Educación a Distancia. De esta última, de la UNED, fui, como vulgarmente se dice, cocinero y fraile, pues aunque siempre como alumno tuve el inmenso honor de formar parte de varios Consejos de Departamento, Juntas de Facultad, e incluso, de su Claustro Constituyente, de la Junta de Gobierno y del Consejo Social de la misma, y de presidir el Consejo General de Alumnos de la Universidad, lo que me permitió el placer y el privilegio de conocer y tratar a ilustres profesores, muchos ya por desgracia desaparecidos o jubilados de su vida académica.
Si tuviera que personalizar en uno solo de ellos la inmensa deuda que guardo para con la Universidad, no tengo duda que elegiría, sin desdoro alguno para los demás, al profesor Emilio Lledó. Eminente filólogo, filósofo, humanista, y miembro de la Real Academia Española, él fue para mí el profesor por antonomasia. Fue mi profesor de Historia de la Filosofía en la Facultad de Geografía e Historia de la UNED, y con él descubrí a Platón y la República, Aristóteles y la Política, o San Agustín y su Civitatis Dei, pero sobre y ante todo, aprendí a admirar y reconocerme como heredero del mundo de la cultura clásica legada por Grecia y Roma al occidente europeo y la humanidad.
Una sola anécdota, de las varias que le oí contar -pues era uno de esos profesores que se ganaba a sus discípulos por su facilidad de acceso y sus digresiones siempre relacionadas con el mundo de la filosofía-, fue la respuesta dada, al parecer, por Zubiri, el gran filósofo español discípulo de Ortega, a un alumno que le pidió su opinión sobre como llegar a ser un filósofo. La respuesta de Zubiri parece ser que fue: "Aprenda alemán y griego clásico, y luego vuelva por aquí, que ya le diré...". Y es que, para el profesor Lledó, que no se cansaba de repetirlo, la Historia de la Filosofía, no era nada más, y nada menos, que el conocimiento y profundización en las grandes obras escritas por los filósofos. Y eso, ir a las fuentes de la Filosofía sin saber griego antiguo y alemán moderno es como quedarse en el abrevadero, que es donde yo me quedé, pero con el gusanillo metido para siempre en el alma.
El año 2004 el profesor Lledó pronunció el discurso del Día de la Fundación Pro-Real Academia Española, fundación de la que formé parte como socio durante varios años. Se titulaba Símbolos del alma, y lo guardo, dedicado por él, como oro en paño. Dice al final del mismo unas palabras que releo a menudo: El descubrimiento de la estructura esencial de los seres humanos -seres partidos, palabras a medias que precisan siempre ser entendidas, completadas- nos lleva al problema fundamental de esa natural y mental indigencia. La parte del símbolo que constituye nuestro ser, igual que las mitades de nuestras palabras, se forma y construye en el curso de cada vida. Somos, sobre todo, lo que hablamos. Pero ese habla está, en cada momento, levantada desde nuestro cuerpo y nuestros sentidos, desde nuestra libertad o esclavitud, desde la siempre azarosa historia de nuestro individual destino, desde el gozo y la desgracia, la miseria o la abundancia, el amor o el desamor, la luz o la ofuscación. El lenguaje envuelve a cada vida con la niebla surgida en el horizonte de aquellos que nos han hablado, que nos han iluminado o entontecido. Los lenguajes que, desde niños, han llegado a nuestra sensibilidad e inteligencia pueden habernos encerrado en una jaula de hierro de la que nunca podremos ya salir.
Pongan ustedes en relación las palabras dichas por el profesor Lledó con las pronunciadas por otro ilustre profesor, esta vez de la Universidad de Chicago, George Steiner, y tendrán completado el círculo de lo que con escasa pericia y peor fortuna estoy intentando transmitir. Dice Steiner sobre la función de la universidad en su libro Errata. El examen de una vida: Una universidad digna es sencillamente aquella que propicia el contacto personal del estudiante con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. Estrictamente hablando, esto es cuestión de proximidad, de ver y de escuchar. Y continúa poco más adelante: "Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que se ven, oyen, huelen la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresada, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío.
Hace unos años el Museo del Prado de Madrid y el Albertinum de Dresde organizaron conjuntamente una exposición de escultura clásica, "Entre dioses y hombres", que tuvo una excepcional acogida. ¡Qué magnífica excusa para una escapada de fin de semana!, pero no pudo ser... Para compensarme de ello el profesor Lledó escribió un hermoso artículo titulado Lo bello es difícil, en el que glosaba la impresión recibida al visitar la exposición. Toda una celebración de la vida y del goce de mirar a través del asombro del arte, el amor a la verdad, la sensibilidad de la mirada y las ansias de libertad, que comienza su artículo con estas emocionadas y emocionantes palabras: Al entrar en el Prado para recorrer con la mirada la exposición, no podemos por menos de recordar una palabra maravillosa de las muchas que hemos heredado de la cultura griega y que, espero, no se nos vayan olvidando. Esa palabra es el "asombro" (thaumasía). Parece que fue esta extrañeza ante los misterios del mundo, ante la armonía de los astros, ante la luz y la belleza que podían mostrarnos, lo que provocaba ese asombro. Asombrarse suponía descubrir lo "otro" y saber establecer esa distancia que nos permite entender. Si vivimos saturados de entorno, aplastados de noticias que no queremos o no podemos discernir; si no sabemos intuir esa lejanía necesaria para mirar, para entrever, incluso para tocar lo que nos rodea, estamos en el camino, en el mal camino, de perder la sensibilidad y, por supuesto, la inteligencia. Fue el asombro, la distancia, el no querer dar por hecho nada de lo que observábamos, lo que originó, decían los griegos, la filosofía, o sea, la curiosidad, el apego, la necesidad y la pasión por entender y entendernos. No dejen de leerlo, que merece la pena.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Entrada núm. 3016
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)