jueves, 8 de septiembre de 2016

[Humor en cápsulas] Para hoy jueves, 8 de septiembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[Galdós en su salsa] Hoy, con "Los Cien Mil Hijos de San Luis"



Estatua de Galdós en Las Palmas de G.C. (Pablo Serrano, 1969)


Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quien en es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós. Para conmemorar su nacimiento, del que acaban de cumplirse 173 años, voy a ir subiendo al blog a lo largo de los próximos meses su copiosa obra narrativa, que comencé hace unos días con el primero de sus Episodios Nacionales, colección de cuarenta y seis novelas históricas escritas entre 1872 y 1912 que tratan acontecimientos de la historia de España desde 1805 hasta 1880, aproximadamente. Sus argumentos insertan vivencias de personajes ficticios en los acontecimientos históricos de la España del XIX como, por ejemplo, la guerra de la Independencia Española, un periodo que Galdós, aún niño, conoció a través de las narraciones de su padre, que la vivió.

Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, el 10 de mayo de 1843 y fallecido en Madrid el 4 de enero de 1920, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912.


Los Cien Mil Hijos de San Luis es la sexta novela de la segunda serie de los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós. Escrita en 18--. Los Cien Mil Hijos de San Luis, fue la expresión irónica y popular con que los españoles liberales designaron al ejército francés que a las órdenes del duque de Angulema invadió España en 1823 para imponer nuevamente, tras el llamado "Trienio Constitucional", el régimen absolutista. Engarzado con la peripecia novelesca, presenciamos el inexorable avance de esta fuerza que acabó con la Constitución gaditana de 1812 en el mismo lugar donde ésta vio la luz.

Pueden leer o descargar la novela desde el enlace de más arriba, en la versión existente en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de la Universidad de Alicante. Disfrútenla.



Fernando VII recibe a los franceses en el puerto de Cádiz



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miércoles, 7 de septiembre de 2016

[Humor en cápsulas] Para hoy miércoles, 7 de septiembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas.






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[A vuelapluma] Sobre libros y series de televisión. Manual de uso





Ya he contado en alguna ocasión anterior mi peculiar manera de acercarme a la compra y lectura de un libro. Desde luego la primera impresión cuenta, y es que los libros, como las personas, entran por los ojos: el libro en sí, independientemente de su contenido, tiene que resultar atractivo. Por su formato, encuadernación, composición de la portada, título... Espero que no se me tache de pueril; se que lo importante está dentro, pero ya llegaremos a ello. Ahora hablo del placer estético, físico, casi -o sin casi- sensual, que supone coger un libro en las manos. Los que leen todo en una pantalla de ordenador no saben lo que se pierden.

No suelo comprar libros de los que no se nada previo: autor, contenido, temática, etc., etc., así que gracias a la contraportada, me hago una idea más sobre el "de qué va" y la vida y obra de su autor. Y luego el índice: da igual que esté al principio o al final del libro. Cumplidos los trámites anteriores, que pueden llevar desde unos cuantos segundos a cuatro o cinco minutos, comienzo a leerlo, de pie, al lado de la estantería, aunque el empleado de turno me mire con recelo... Leo siempre y de corrido, las dos o tres primeras páginas. Si se despierta en mi un interés manifiesto, muy manifiesto, por él, lo más probable es que el libro en cuestión acabe en la cesta de la compra.

Antes era lector y comprador compulsivo de libros. Muchos por motivos académicos, y muchos más, por el mero placer de saberme poseedor de ellos. Ahora ya he aquilatado lo suficiente mi gusto estético como para saber que eso es una gilipollez, que los superventas de las grandes superficies comerciales suelen ser una pifia, y que los grandes premios (a lo Planeta) están concedidos de antemano en función de intereses editoriales, normalmente extraliterarios. Y por supuesto, que uno no puede comprar todo lo que se le pone delante, porque tampoco va a tener tiempo para leerlo ni dinero para pagarlo. Ahora prefiero sacarlos de la Biblioteca Pública, o pedirles que los adquieran si no los tienen, o releer los que tengo en la biblioteca familiar.

Ya estamos con el nuevo libro en casa. Mejor por la tarde (aunque cualquier hora es buena, si las circunstancias son propicias: por ejemplo los trayectos en guagua, impensables sin un libro entre las manos), sentado cómodamente, sin ruidos que distraigan, aunque una agradable música a volumen adecuado ayuda bastante a disfrutar de su lectura. Es hora de comenzar. Releo esas primeras páginas que comenté. Si persiste el agrado, digamos que en las veinte primeras páginas, sigo con su lectura; si encuentro "algo" que me provoca rechazo, ojeo al azar algunas páginas centrales; si persiste el desagrado, me voy al final... Y ahí, se acabó la historia. Lo aparco hasta mejor ocasión; probablemente no llegue nunca a terminarlo...

No soy lector asiduo de ficción. Prefiero el ensayo (deformación profesional, supongo), pero no le hago ningún tipo de asco a la buena literatura: la de siempre, los clásicos, con preferencia, pero también la reciente, aunque me acerque a ella con suspicacia. En el pasado mes de agosto y lo poco que va de septiembre he leído varios ensayos y algunos libros de ficción. Entre los primeros, un clásico: Los partidos políticos, de Robert Michels, que tenía muchísimos deseos de leer desde hacía mucho tiempo. Todos los demás, relecturas: Dioses, tumbas y sabios, una hermosísima historia sobre los más famosos descubrimientos arqueológicos, escrita por C.W. Ceram; El Federalista, de Hamilton, Jay y Madison, escrito a finales del siglo XVIII y uno de los textos políticos más relevantes de la historia; Textos fundamentales para la historia, de Miguel Artola;  Lo que el Rey me ha pedido, de Pilar y Alfonso Fernández-Miranda; ojeando algunas entradas del Diccionario de Literatura española e hispanoamericana, de Ricardo Gullón, y todo un clásico también de la historiografía española: España en su historia. Cristianos, moros y judíos, de Américo Castro. Entre los libros de ficción, todos menos uno: Cantos, de Friedrich Hölderlin, que saqué de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, han sido relecturas de los que tenía en casa. Predominio absoluto de los clásicos: Edipo en Colono, de Sófocles; Los siete contra Tebas, de Esquilo; Las fenicias, de Eurípides, y Las desventuras del joven Werther, de Goethe,   

Sobre televisión me gustaría decir que no la frecuento, lo que no deja de ser una "boutade" por mi parte porque todo el mundo dice lo mismo aunque se pase cinco horas al día pegado a la pantalla. No es mi caso, palabra de honor: por no ver no veo ni los telediarios. Y salvo el clásico-clásico Saber y ganar, de la 2 de de TVE, las series que me apasionan las veo grabadas. Me encantaron Patria (Homeland), La buena esposa (The good wife) y Hombres de Madison (Madmen), las tres estadounidenses, que no comento por ser sobradamente conocidas por todos, y también la británica Valle Feliz (Happy Valley), menos conocida; una serie magnífica, que mezcla a la perfección drama policial y doméstico, protagonizada por una sargento de la policía rural inglesa, con toda la calidad que tienen las producciones de la BBC y una sobrecogedora descripción del mal cotidiano..

Estoy enganchado a varias series europeas, que me resultan mucho más cercanas que las estadounidenses. No sé como explicarlo pero es así, es como si estuviera en casa..., aunque transcurran en Escandinavia, el Reino Unido o mi admirada Francia. Ahora mismo ando fascinado, literalmente, y en espera de nuevas temporadas, por algunas de ellas: la danesa El legado (The Legacy), la disputa de unos hijos por el legado de su madre fallecida, una famosa escultora; la noruega Ocupados (Occupied), que relata la resistencia de un grupo de noruegos a la ocupación de su país por los rusos, con el beneplácito de la Unión Europea, para hacerse con el control de los pozos petrolíferos; y las británica En cumplimiento del deber (Line of Duty), protagonizada por unos detectives de la oficina de asuntos internos de la policía británica. Y por último, Grantchester, nombre de un pueblecito inglés cercano a Cambridge, en el que, a comienzo de los años 50, el párroco anglicano local ejerce de detective aficionado. 

Y siguiendo ahora mismo la también británica Impecable (Spotless), sobre dos hermanos franceses residentes en Londres que se ven forzados a trabajar para un mafioso local limpiando los escenarios de sus crímenes; y la noruega Absuelto (Acquitted), en la que un joven empresario vuelve dieciocho años después al pueblo donde fue acusado y absuelto del asesinato de su novia para enfrentarse a su pasado. Como ven, no solo escribo de política, problemas sociales o alta cultura. También tengo mi corazoncito popular. 







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martes, 6 de septiembre de 2016

[Humor en cápsulas] Para hoy martes, 6 de septiembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas.






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[Cuentos para la edad adulta] Hoy, con "Margarita o el poder de la farmacopea", de Adolfo Bioy Casares






El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Durante los próximo meses voy a traer hasta el blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de "Cuentos para la edad adulta" con el titulado Margarita o el poder de la farmacopea, de Adolfo Bioy Casares (1914-1999), escritor argentino que frecuentó las literaturas fantástica, policial y de ciencia ficción. Es considerado uno de los escritores más importantes de su país y de la literatura en español, habiendo recibido el Premio Internacional Alfonso Reyes y el Premio Miguel de Cervantes, ambos en 1990. Colaboró literariamente en varias ocasiones con Jorge Luis Borges, y este consideró a Bioy como uno de los más notables escritores argentinos. Estuvo casado con la también escritora escritora Silvina Ocampo.

Dicen que Margarita o el poder de la farmacopea de Adolfo Bioy Casares es un cuento mórbido. No lo veo yo así. Quizá sea cuestión de temperamento. La historia es narrada en primera persona por un personaje, químico, que trabaja para unos laboratorios farmacéuticos, y que vive con su hijo, su nuera y sus cuatro nietos. La más pequeña de la familia, Margarita, de apenas dos años, está inapetente y su abuelo desarrolla una fórmula que la hará recobrar el apetito.... Disfrútenlo. Son solo dos páginas...






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lunes, 5 de septiembre de 2016

[Humor en cápsulas] Para hoy lunes, 5 de septiembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas.






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[A vuelapluma] España sí merece la pena





Escribí una entrada con este mismo título hará dos o años y medio más o menos, pero el aluvión de críticas a España y a los españoles (no solo a la clase política, que se las tiene merecidas) que preside las redes sociales y las barras de nuestros bares me parece bastante pueril y creo que merece la pena que nos paremos un momento a reflexionar sobre si nuestra sociedad, la española, está tan mal como la sentimos o pensamos la mayoría o si hay en esa percepción una buena parte de masoquismo nacional suigéneris. La verdad, como decía Voltaire, es una fruta que conviene cogerse muy madura. Así, pues, la reedito de nuevo con las modificaciones de detalle imprescindibles.

Nada es para siempre, nada ni nadie es de una sola pieza. Nuestra tradición no es solo la de la España Negra, ni lo ha sido nunca. Tuvimos el integrismo de los almorávides y los almohades, que quemaron las bibliotecas de Al-Ándalus mucho antes de que las quemaran los conquistadores cristianos, pero también la indulgencia cultivada de los sultanes omeyas, que no ponían demasiada insistencia en la ortodoxia islámica, coleccionaban traducciones de Aristóteles y no eran indiferentes a los placeres del vino ni a los saberes científicos de los griegos y los persas. El califa Abd al-Rahman III era nieto de una reina de Navarra. El alcázar de Sevilla se lo construyeron al rey cristiano Pedro I arquitectos y artesanos musulmanes venidos de Granada. En la Castilla medieval de la Reconquista tuvimos esas almas libres que fueron el Arcipreste de Hita y Fernando de Rojas. El siglo XVI de la Inquisición y la Contrarreforma es también el de Luis Vives y los erasmistas, el de las traducciones del hebreo de Fray Luis de León y Casiodoro de Reina, que le dio a la Biblia toda la belleza sensual y terrible del castellano de la Celestina

Tan parte de la historia de nuestro país son las matanzas de Pizarro y de Cortés como el universalismo ético del padre Bartolomé de las Casas, que se atrevió a pensar, incluso antes que Montaigne, lo que casi nadie pensaba entonces en Europa, que los nativos de las Indias eran tan humanos como los europeos. La sonrisa irónica y la irreverencia de Cervantes son tan liberadoras como la alegría de Montaigne, que tuvo una vida mucho menos ingrata, y que había nacido de una madre judía española. La Inquisición prohibió las novelas en los nuevos reinos de América, pero el primer libro que se imprimió en todo el continente fue una gramática náhuatl. El tenebrismo y los mártires y los eremitas de carnes castigadas por la penitencia en los cuadros de Zurbarán o Ribera no borra la luminosidad serena de Velázquez. La caricatura de los conquistadores y de los frailes ignorantes convirtiendo a la fuerza a los indios es menos verdadera que el trato humanitario en las misiones de los jesuitas. En el siglo XVIII las expediciones científicas de Jorge Juan y de Alejandro Malaspina son mucho menos conocidas que las del capitán Cook, pero no menos admirables en su ambición de aventuras ilustradas. El naturalista José Celestino Mutis dedicó su vida a estudiar las especies animales y vegetales de Colombia y mantuvo correspondencia de igual a igual con Linneo y con Humboldt. Jovellanos y Goya fueron dos de las grandes inteligencias generosas de la Ilustración europea: los dos amigos, los dos frustrados, los dos condenados al destierro.

La Constitución de Cádiz de 1812 no fue menos influyente en los movimientos liberadores de la primera mitad del siglo XIX que la constitución americana. No solo las palabras auto de fé o gran inquisidor o junta han pasado del español a otras lenguas: también la palabra liberal. En los primeros años de la II República española, Clara Campoamor logró que se reconociera el derecho a voto a la mujer antes que en la mayoría de los países europeos, y Victoria Kent ideó políticas penitenciarias de un humanitarismo ejemplar.

La pena de muerte fue abolida en España por la Constitución de 1978, antes que en Francia o que en el Reino Unido. Cuando en 2006 se aprobó el matrimonio homosexual el único país en el que ya existía era Holanda. No me jacto de los méritos de mi país ni busco en el pasado razones de orgullo: tan solo creo necesario decir que no todo ha sido sombrío o sanguinario o terrible en la historia de España, y que si no hubo nada de predestinación en nuestros infortunios del pasado tampoco es irremediable que se cumplan las peores posibilidades del porvenir.

Necesitamos discutir abiertamente, rigurosamente y sin miedo, y sin mirar de soslayo a ver si cae bien a los nuestros lo que tenemos que decir. Necesitamos información veraz sobre las cosas para sostener sobre ellas opiniones racionales y para saber que errores hace falta corregir y en qué aciertos podemos apoyarnos para buscar salidas en esta emergencia. La clase política ha dedicado más de treinta años a exagerar diferencias y a ahondar heridas, y a inventarlas cuando no existían. Ahora necesitamos llegar a acuerdos que nos ahorren el desgaste de la confrontación inútil y nos permitan unir fuerzas en los empeños necesarios. Nada de lo que es vital ahora mismo lo puede resolver una sola fuerza política. En 1930 los partidos democráticos se unieron en el Pacto de San Sebastián y pudieron traer la II República. En 1931 concurrieron juntos a las elecciones republicanos y socialistas y el resultado fueron más de dos años de política reformista común. En las elecciones de 1933 los socialistas y republicanos se presentaron por separado a las elecciones y lo que consiguieron con su división fue que ganaran las derechas. En los meses anteriores al comienzo de la Guerra Civil el Partido Socialista estaba roto tres facciones irreconciliables, y esa división fue una de las mayores debilidades del régimen republicano. En el verano de 1936, cada una de las fuerzas que habían sostenido a la República y que se habían beneficiado de ella, creyeron que el golpe de Estado de los militares les ofrecía la oportunidad de lograr sus fines singulares: los anarquistas, el comunismo libertario; los socialistas de Largo Caballero, el triunfo de su líder; los nacionalistas catalanes, la independencia de Cataluña; los nacionalistas vascos, la independencia de Euskadi: sin tanta desunión a Franco le habría costado bastante más derrotar a la República, y los que habían sido tan irresponsablemente incapaces de llegar a ningún acuerdo se encontraron juntos en el exilio y en la cárcel.

No se trata de renunciar a lo que uno es: es aceptar la parte en la que nos parecemos a otros, lo que tenemos en común que nos constituye tanto como lo que nos diferencia. Habrá que hacer ahora la pedagogía democrática aplazada de la aceptación verdadera del otro, la fraternidad objetiva de la ciudadanía por encima de la consanguinidad de la tribu. Aceptarnos no es claudicar de nuestros ideales, sino aceptar la realidad, y por lo tanto renunciar al delirio. El creyente tendrá que aceptar la existencia de los no creyentes y el republicano de los monárquicos. Los partidarios de la unidad de España tendrán que habituarse a la convivencia con los independentistas, y reconocer que si en algún momento obtienen una mayoría decisiva se les ofrecerá la posibilidad de marcharse. Y pase lo que pase, incluso después de ganada la independencia, no desaparecerán de la noche a la mañana del nuevo país los que todavía se sientan leales al país anterior, o los que no quieran elegir entre el uno y el otro. Es una vulgaridad decirlo, pero a veces da la impresión de que todavía no nos hemos enterado: estamos, literalmente, condenados a entendernos.

Tan solo unos años antes después de enfrentarse en la Segunda Guerra Mundial, los franceses y los alemanes fueron capaces de ponerse de acuerdo para crear el germen de la Unión Europea: no debería ser descabellado que los caciques de la clase política española y los sectores más politizados de la ciudadanía alcanzaran ciertos acuerdos fundamentales después de casi treinta y cinco años de democracia. Necesitamos en la misma medida cambios políticos y legales de gran escala y decisiones de estricta soberanía personal.

Quizá sería útil, para empezar, una rebaja general y limitada de las identidades, un tránsito de las firmezas rocosas a la ductilidad de los fluidos, de la pureza a la mezcla, del monolitismo al pluralismo. Una rebaja nada más, no una renuncia, ni mucho menos aún una apostasía: que todo el mundo acepte ser un poco menos de lo que ya es, quizá un veinte o veinticinco por ciento. No es preciso imitar al Sancho Panza de los tres dedos de enjundia de cristiano viejo. Con dos dedos, con un dedo, quizá también sería suficiente. A un partidario vehemente de la españolidad no le perjudicaría en nada ser un veinte por ciento menos español, y en cambio le permitiría entenderse con un vasco o un catalán que haya diluido en proporción semejante sus identidades respectivas. Por rebajar su izquierdismo en un veinte por ciento un militante de izquierdas no se convierte en traidor de clase, pero estará quizá más capacitado para llegar a un acuerdo práctico con quienes no piensan lo mismo que él. Incluso a cualquiera de los numerosos artistas o literatos geniales que abundan en nuestro país le sería saludable reducir en un veinte o veinticinco por ciento sus genialidades respectivas. 

Los extensos párrafos que anteceden y que envidio y comparto al cien por cien no son míos, salvo el primero que les sirve de introducción. Están entresacados por mí, eso sí, de algunas páginas de Todo lo que era sólido (Seix Barral, Barcelona), libro escrito por Antonio Muñoz Molina, novelista, miembro de la Real Academia Española, dos veces Premio Nacional de Literatura y exdirector del Instituto Cervantes en Nueva York. Tampoco creo que sean ocurrencias personales del rey Felipe (y antes de su padre y de su abuelo), a quienes se les he oído pronunciar con asiduidad. Más bien creo que responden a un sentimiento difuso pero mayoritario entre los españoles, hartos de muchas cosas, y entre ellas de una clase política que no está a la altura de las circunstancias. 

Es cierto, no somos el ombligo del mundo, pero tampoco el culo del mismo. Tenemos problemas, gravísimos problemas, que podemos resolver si nos ponemos a ello todos juntos. "No está el mañana ni el ayer escrito", decía el poeta Antonio Machado en 1913. El fatalismo de que nada podrá arreglarse es tan infundado -dice Muñoz Molina en su libro- como el optimismo de que las cosas buenas, porque parecen sólidas, vayan necesariamente a durar. Yo no soy quién para proponer un programa de gobierno: ni sé, ni me apetece. Pero tengo todo el derecho del mundo a exigir a quienes nos malgobiernan y a quienes aspiran a sustituirlos, responsabilidad, decencia, altura de miras, verdad, generosidad, desprendimiento y capacidad de diálogo. Que sus intereses personales, ideológicos, de clase o partidistas, muy respetables, no estén por encima ni frente a los intereses generales de los españoles. Y si no están dispuestos a ello, que se marchen; y si no se marchan, que les echemos. Porque España sí merece la pena.




Alegoría de España (1870)


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