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lunes, 28 de mayo de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] Una opción federal



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


En abril de 2011 subí al blog una entrada, titulada Federalismo mejor que nacionalismo, que se ha convertido en una de las diez más visitadas del blog. Espero que no sea por el desabrido comentario de su inicio sobre una final de copa futbolística, y sí por la defensa del federalismo como opción política para Canarias, España y Europa que en ella proponía. 

Soy un federalista convencido. No sólo creo que el federalismo, tal y como lo expusieron a finales del siglo XVIII los ilustrados norteamericanos Hamilton, Madison y Jay en su memorable libro El Federalista (se dice que su lectura y comprensión equivale a un máster en Ciencias Políticas)es la mejor forma de organizar políticamente una sociedad, es decir, de organizar un Estado, sino que como expreso en la columna de presentación del blog es también el mejor marco donde desenvolver y desarrollar la autonomía personal y el autogobierno de los pueblos. Si lo desean, les invito a explorar las entradas dedicadas al tema en Desde el trópico de Cáncer poniendo la voz "federal" o "federalismo" en el buscador del blog.

Hoy me complace iniciar una nueva sección del blog dedicada a la Teoría Política, subiendo al mismo el estudio académico de la profesora del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Carlos III de Madrid, Amuitz Garmendia Madariaga. Doctora en Ciencias Políticas  por la Universidad de Binghamton (Nueva York), la profesora Garmendia ha sido también investigadora Max Weber en el Instituto Universitario Europeo de Florencia. Su agenda  está centrada en el estudio de la economía política comparada, el federalismo y la descentralización, y en el estudio del comportamiento y la competición política en las democracias multinivel.

El trabajo de la profesora Garmendia: "La posible plasmación de la teoría del tercer miembro del Estado federal en el ordenamiento jurídico español", publicado por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en sus Papeles de Trabajo nº 5 (2011), que pueden leer en el enlace inmediatamente anterior, defiende la teoría de que el Estado autonómico español es, jurídicamente, un Estado federal, reinterpretado por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional a partir de la posición de la Constitución como norma suprema del ordenamiento jurídico. Todo ello, a partir de la existencia implícita de un "tercer miembro" que subyace en la actual comprensión del Estado autonómico, como garantía del principio de unidad en un Estado descentralizado como el nuestro.

La "Teoría del tercer miembro del Estado federal" fue formulada por el jurista austriaco Hans Kelsen (1881-1973). En ella defiende que las Federaciones y los Estados miembros de las mismas se encuentran ubicados en una misma posición, no de subordinación de uno a otro, lo que presupone un tercer ámbito jurídico constituido, la "Constitución total", supraordenada a aquellos otros. 

La profesora Garmendia defiende que a partir de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre principios tales como el de soberanía nacional, que radica exclusivamente en el pueblo español (no en el Estado ni en las autonomías) o el de competencias del Estado central y de las Comunidades autónomas, se puede sostener la existencia implícita de un "tercer miembro" o Constitución total, que engloba a los otros dos miembros clásicos del Estado federal: la Federación y los Estados miembros, cuya virtualidad se encuentra en la necesidad de su existencia para comprender la lógica del ordenamiento jurídico español y de sus características, así como sus posibilidades de elemento integrador y fortalecedor de la unidad nacional. Les recomiendo su lectura encarecidamente.



Banderas de las Comunidades autónomas españolas



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4458
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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

viernes, 8 de diciembre de 2017

[De libros y lecturas] Hoy, con "Verdad y mentira en la política", de Hannah Arendt





De Hannah Arendt, de quien el pasado día 4 se cumplieron cuarenta y dos años de su muerte, dijo el filósofo Fernando Savater que la "debemos la reflexión filosófica sobre política más genuina de este siglo [...] genuina porque no aspira al final de la política, sino a su esclarecimiento y prolongación". 

En su recuerdo y homenaje subo al blog la reseña que de su libro Verdad y mentira en la política (Página indómita, Barcelona, 2017) realiza en el último numero de Revista de Libros Fernado Bayona, doctor en Filosofía y profesor en la Universidad de Zaragoza y en la Universidad Nacional de Educación a Distancia.

La novela 1984, comienza diciendo el profesor Bayona, se convirtió en un best seller casi setenta años después de su aparición, durante la última campaña presidencial en Estados Unidos, en la que una red social al servicio del candidato que finalmente resultaría vencedor logró que se tomaran como verdades innegables bulos sobre el lugar de nacimiento de Obama, sobre la salida del país de la empresa Ford, sobre el número de homicidios en Nueva York o sobre el cambio climático. La sociedad que describe George Orwell en esta obra vive regida por la figura vigilante del Gran Hermano desde una telepantalla omnisciente, tiene un Ministerio de la Verdad que decreta cuándo alguien incurre en el «crimen del pensamiento» y emplea la «neolengua» para ocultar y eliminar los significados no deseados de las palabras verdaderas. El éxito de la reedición de 1984 fue paralelo al de Donald Trump, quien nada más ser elegido presumió en rueda de prensa de ser el presidente que más votos electorales había conseguido desde Reagan y no se inmutó cuando se le recordó que tanto Bush como Obama lo habían superado, como es fácil de comprobar. Y, después de tomar posesión como presidente, negó que se hubiera reunido mucha menos gente para celebrarlo en la National Mall (la avenida que une el Congreso con la Casa Blanca) que en la de su predecesor, cuando las imágenes así lo mostraban de modo incontestable. Kellyanne Conway, asesora de la nueva Administración, llamó a esas mentiras «hechos alternativos». Esta estrategia comunicativa es un rasgo definitorio de la política actual, en la que cada vez resulta más difícil distinguir entre la información y las fake news o noticias falsas y falsificaciones, que son difundidas principalmente en las redes sociales con el fin deliberado de desinformar, desenfocar la atención, excitar las emociones y polarizar la sociedad.

El triunfo político de la posverdad ha motivado también la publicación conjunta en español de dos breves ensayos de la filósofa Hannah Arendt, con el título Verdad y mentira en la política. El primero, «Verdad y política» («Truth and Politics»), apareció primero en alemán en 1964 y la autora se propone como objetivo la cuestión de si es legítimo siempre decir la verdad. Como ella misma advierte, surgió por la campaña que sufrió a raíz de su libro Eichmann en Jerusalén, subtitulado Un informe sobre la banalidad del mal, en el que recogía y analizaba lo sucedido en el juicio a este criminal de guerra que ella cubrió como corresponsal de la revista The New Yorker. En concreto, fue inspirado por la enorme cantidad de mentiras utilizadas en la controversia suscitada por su libro, mentiras tanto sobre lo que ella había escrito como sobre los hechos de que había informado. Ella había querido comprender cómo había podido suceder realmente semejante monstruosidad y tuvo el talento de entender y el coraje de exponer lo que había comprendido. Pero las comunidades judías sólo esperaban de ella, por su propia condición de judía exiliada de la Alemania nazi en Estados Unidos, una total adhesión a la causa del sionismo y la acusaron de haberse inventado hechos y afirmaciones habidas en el juicio y fielmente recogidas en el Informe. En lugar de una sumisión incondicional a la identidad nacional judía, Hannah Arendt les ofrecía una respuesta racional y sincera, convencida de que la obligación moral del escritor es decir siempre la verdad y no ocultar la realidad bajo el manto de la identidad. Tres años más tarde hizo una versión diferente de este ensayo en inglés para ese mismo periódico, que se incluyó en 1968 en el libro Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política.

El segundo texto, «La mentira en política» se publicó por primera vez en 1971 en The New York Review of Books, con el título «Lying in Politics. Reflection on the Pentagon Papers» («Mentir en Política. Reflexión sobre los Pentagon Papers»), y se incluyó con ligeros cambios en el libro Crisis de la república. Los Pentagon Papers es el nombre con que se conocen los documentos secretos del Pentágono sobre la política norteamericana en Vietnam, que integran un estudio encargado en 1967 por el secretario de Defensa, Robert McNamara, titulado oficialmente United States. Vietnam Relations, 1945-1967. A Study Prepared by the Department of Defense. En 1971, The New York Times empezó a publicar estos documentos, que desvelan el proceso de toma de decisiones en la guerra de Vietnam, contra la que tantas y tan grandes protestas se organizaron, y el Gobierno de Nixon intentó vetarlo. Hannah Arendt escribió este ensayo en el intervalo que media entre el inicio de su divulgación y la sentencia por la que el Tribunal Supremo de Estados Unidos avaló, un año después, su constitucionalidad. El propósito es analizar concretamente los motivos del fracaso de la «teoría» construida en ese proceso político en particular. Y, al referirse a lo que estaba «en la cabeza» de quienes reunieron los Pentagon Papers, la autora precisa: «La famosa grieta de credibilidad, que nos ha acompañado durante seis largos años, se ha transformado de repente en un abismo. La ciénaga de declaraciones falsas de todo tipo, de engaños y de autoengaños, es capaz de tragar a cualquier lector deseoso de escudriñar este material que, desgraciadamente, deberá considerar como la infraestructura de casi una década de política exterior e interior de los Estados Unidos» (p. 86).

No hace falta recurrir a Maquiavelo para saber que la política es inseparable de la mentira. El derecho a mentir es defendido incluso por Kant en su opúsculo Sobre el derecho a mentir por razones filantrópicas y Hannah Arendt reconoce, desde el principio, que «la verdad y la política no se llevan demasiado bien» y que «la mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable, no sólo del oficio del político o del demagogo, sino también del oficio del hombre de Estado» (p. 15). Y se pregunta: «¿Por qué esto es así? ¿Y qué significado tiene, por una parte, en cuanto a la naturaleza y la dignidad del ámbito político, y por otra en lo que se refiere a la naturaleza y la dignidad de la verdad y de la buena fe?»

Ambos ensayos parten de la distinción entre la verdad racional y la verdad factual, entre la verdad que, como la «doctrina matemática de las líneas y las figuras», no interfiere «en la ambición, el beneficio o la pasión del hombre» (Hobbes), y la verdad afirmada sobre hechos y acontecimientos que afectan a la conducta de los hombres y constituyen la textura misma de la política. Arendt termina el primer ensayo afirmando que «en términos conceptuales, es posible definir la verdad como aquello que no podemos cambiar; en términos metafóricos, es el suelo que pisamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas» (p. 80); de suerte que podemos descubrir la verdad, pero no podemos cambiarla, porque la verdad no puede ser de otra manera. Y, al comienzo del segundo ensayo, señala que la mentira, es decir, la falsedad deliberada, atañe a hechos contingentes, «a cuestiones que no poseen una verdad inherente a ellas mismas, que no necesitan ser como son», y que la mentira puede ser creída porque «las verdades factuales nunca son irresistiblemente ciertas» (p. 89).

Por tanto, la perspectiva de la verdad es exterior a la política, puesto que la política no se mueve en el ámbito de las verdades apodícticas, sino que se desarrolla en el espacio limitado de nuestros cuerpos y de los acontecimientos. Consiste precisamente en la capacidad de actuar, en la posibilidad y la decisión de cambiar los hechos. Somos libres de decir sí o no a las cosas tal como nos son dadas, podemos estar de acuerdo con ellas o cambiarlas, y en eso consiste la decisión y la acción, que es la materia prima de la política. Más aún, como reiterará dos años después en Diario filosófico (trad. de Raúl Gabás, Barcelona, Herder, 2006), «en la mentira está también la libertad», y «en el “cómo han sido realmente las cosas” se esconde un “no ha podido ser de otra manera”» (p. 599).

El conflicto de la verdad con la política viene de antiguo y es un conflicto complejo. Ya Platón termina la alegoría de la caverna diciendo que, si el filósofo intentara liberar a sus conciudadanos de la falsedad y la ilusión en que se encuentran, ellos «lo matarían [...] si estuviera a su alcance hacerlo». La tensión entre la verdad racional, permanente y segura, y las opiniones cambiantes y dudosas forma parte de la fragilidad humana y de la contingencia de los hechos. Es también la tensión entre la unidad de la razón humana y la multiplicidad de individuos, que indica el paso de la idea de hombre a los hombres en plural, el desplazamiento del poder único y absoluto a la libertad y al pluralismo. En contra de los sofistas, Sócrates rechazó dar ese paso y decidió apostar por la verdad y morir por ella.

Cuando nos enfrentamos a hechos y abordamos la verdad factual, nos encontramos, primero, con la contingencia, es decir, con que no hay ninguna razón absoluta para que los hechos sean lo que son, puesto que siempre podrían haber ocurrido de otra manera; y, segundo, con que los hechos precisan de testigos que los recuerden o avalen. La evidencia fáctica se establece mediante el testimonio de testigos presenciales, cuya fiabilidad es discutible; mediante registros y documentos que pueden haber sido manipulados o falsificados; y mediante la experiencia múltiple más o menos compartida. De ahí que las verdades factuales nunca sean irresistible o irrebatiblemente ciertas. En asuntos humanos, la verdad fáctica –la verdad histórica, la verdad sociológica, la verdad económica– es susceptible de interpretaciones y de opiniones diversas y cambiantes. Hablar de los hechos supone interpretarlos, no sólo porque no pueden ser percibidos al margen de las lentes personales y de las perspectivas interesadas con que los observamos, sino porque el lenguaje con que describimos los hechos nunca es totalmente aséptico. El debate sobre las decisiones de contenido social y normativo etiqueta los hechos, los clasifica, los tiñe de juicio valorativo. Y, así, podemos hablar de la «maternidad subrogada», o bien de «vientres de alquiler», para referirnos a la justicia o injusticia de regular el contrato de un embarazo; o podemos llamar «emprendedores autónomos» o «trabajadores precarios sin derechos» a quienes trabajan para las plataformas digitales de servicios como Uber; por no citar otras parejas de expresiones con mayor tradición, como «misión civilizadora» o «imperialismo», «seguridad nacional» o «terrorismo de Estado», «tortura» o «técnicas forzadas de interrogatorio».

Debido a ello, si para la democracia es importante distinguir los hechos y las opiniones, también lo es evitar sacralizar los hechos. Primero, porque siempre cabe un margen de error o de incertidumbre y porque los hechos pueden ser incompletos o provisionales. Pero, sobre todo, porque, si identificáramos el campo de la política con el de las verdades objetivas, el buen hacer político consistiría en el mejor saber científico y reduciríamos la acción política a la mera gestión técnica de los problemas y las situaciones por los expertos y los tecnócratas, sin oposición posible a su saber indiscutible. Y la hegemonía de la tecnocracia irrefutable, en la que el poder siempre tiene la razón, las cosas son como son y las veleidades ideológicas son tachadas despectivamente de populismo, es otra cara del totalitarismo. La política democrática no es ajena a la verdad factual, pero no se reduce a la aceptación de los hechos. Sin duda debe establecerse con rigor la verdad factual para que pueda debatirse acerca de lo deseable. Pero a la política le corresponde lo segundo, no lo primero. Se necesitan datos fiables para conocer y hacerse cargo de las dimensiones de cada problema, y para diseñar las alternativas disponibles con que afrontarlo; así que los datos han de ser objetivos y aceptados por todos como base que delimita el campo de las soluciones realmente viables, pero no ahorran el debate y la confrontación de intereses en la solución. Y no debemos obviar que a menudo los poderes económicos se esfuerzan en ocultar o desmentir los datos científicos contrarios a sus intereses, como ha sucedido durante décadas con los efectos perjudiciales del tabaco en la salud o con el negacionismo del cambio climático.

El marco de la actuación política es por definición conflictivo, plural, partidario de diferentes concepciones y propuestas de actuación social. Situarse en el terreno político es romper la soledad del filósofo, el aislamiento del investigador y del artista, la imparcialidad del historiador o del juez y la independencia que se le supone al periodista. Quien pone la verdad por encima de todo, caiga quien caiga (Fiat veritas, et pereat mundus), bien se instala fuera del campo político, bien acaba en el totalitarismo, porque la verdad no admite opiniones ni interpretaciones diversas: es, por definición, infalible, despótica, única. La pretensión de verdad conlleva un elemento de coacción, pues se sitúa por encima de la discusión, de la negociación o del acuerdo: excluye el debate que es el núcleo de la vida política y niega la riqueza de la representación política. A diferencia del pensamiento verdadero o científico, el pensamiento político es representativo de diversos puntos de vista interesados, y cuantos más puntos de vista se tengan en cuenta, mayor será la representatividad y mejores las decisiones que se tomen. La política no radica en descubrir e imponer verdades objetivas e indiscutibles, sino que consiste en construir normas e instituciones mediante el diálogo y la negociación entre sujetos humanos mediante procesos institucionalizados, y en lograr el apoyo social suficiente para decidir actuaciones a fin de modificar y cambiar lo que sea necesario cambiar de lo existente en pos de lo deseable.

Si el filósofo intenta que su verdad prevalezca sobre las opiniones de la mayoría, será derrotado y probablemente deducirá de su derrota que la verdad es impotente. Sin embargo, la prueba de que la verdad no es impotente es que la figura que quizá despierta más sospechas justificadas en el político profesional es el profesional de la verdad que es capaz de descubrir alguna feliz coincidencia entre la verdad y el interés. Por eso Hannah Arendt sostiene que es vital crear y fortalecer «sedes de la verdad» (pp. 74-76), ciertas instituciones públicas, como la Academia y la Justicia, en las que la verdad y la veracidad constituyen el criterio más elevado del discurso y del empeño, y que la política debe respetar. De las universidades han salido muchas verdades incómodas y de los tribunales de justicia muchos juicios imprevistos y molestos a los poderosos. Cuando el poder ocupa y manipula estos refugios de la verdad, aniquila la verdad y destruye la sociedad misma. El problema de la democracia en nuestros días es que esas instituciones han perdido el aura de autoridad de que gozaban cuando Arendt escribía y que al desprestigio de la universidad y de la justicia se añade la falta de credibilidad de la prensa.

Por otra parte, la mentira política tradicional, inseparable de la diplomacia y del arte de gobernar, solía estar relacionada con los secretos de Estado y con los intereses para la seguridad nacional. Lo novedoso de las mentiras políticas modernas es que se ocupan de hechos que todo el mundo conoce, para crear imágenes alternativas e imponer un «relato» sobre los mismos. La mentira organizada comporta siempre un elemento de violencia, porque tiende a destruir lo que se ha decidido negar: «la diferencia entre la mentira tradicional y la moderna equivale en la mayoría de los casos a la diferencia entre esconder y destruir» (p. 61). La manipulación masiva de los hechos para construir la opinión pública salta a la vista en las revisiones de la historia o en el trabajo de los publicistas y creadores de imagen para las campañas electorales. Lo «más inquietante» es que «si las «modernas mentiras políticas son tan grandes que exigen la reorganización de toda la estructura de los hechos –la construcción de otra realidad, por así decirlo, en la que dichas mentiras encajen sin dejar grietas, brechas ni fisuras, tal como los hechos encajaban en su contexto original–, ¿qué es lo que impide que esos nuevos relatos, imágenes y hechos que no han ocurrido se conviertan en sucedáneo apropiado de la realidad y de lo fáctico?» (p. 62). No estamos ante un simple embuste deliberado, sino ante un relato alternativo de lo real, ante la fuerza emocional e impositiva de un discurso retórico, repleto de palabras seductoras, persuasivas, que justifican situaciones de dominio, reparan lo que se siente roto o perdido, alimentan odios o simpatías, y, sobre todo, me dicen lo que yo necesito escuchar para sentirme mejor. No se trata de contar mentiras sin más, sino de recrear una realidad alternativa con su lógica expresiva para hacerla creer con total desprecio de los hechos, de las preguntas sensatas, de los argumentos racionales. La mentira sistemática se convierte en un relato autosuficiente. Se inventan no sólo hechos que nunca han sucedido, sino situaciones y marcos narrativos capaces de reforzar expectativas y creencias. Son afirmaciones que no se corresponden con la realidad, pero refuerzan las creencias de quienes las escuchan. Lo decisivo es que estos crean que son ciertas, porque desean creer que lo son, de modo que el relato imaginario acabe «produciendo» realmente esos hechos por la acción de los creyentes. Lo cual acaba siendo políticamente rentable para el embaucador. 

Hannah Arendt afirma que «en los Documentos del Pentágono nos encontramos con hombres que hicieron todo lo posible para conquistar la mente de las personas, esto es, para manipularlas» (p. 126). Lo conociera o no Arendt, el precedente más claro de su reflexión sobre la mentira en la política moderna es un librito escrito en 1943 por Alexandre Koyré, Reflexiones sobre la mentira (traducido también con el título La función política de la mentira moderna). Este filósofo ruso e historiador de la ciencia, también exiliado en Estados Unidos, insistía en que el «progreso técnico» en la comunicación de masas era la «innovación poderosa» de los regímenes totalitarios, y denunciaba que la usurpación de las nuevas tecnologías por sectarios sin escrúpulos, «puesta al servicio de la mentira», implicaba la destrucción del espacio público.

Hoy, la mitad de la política es «creación de imágenes y la otra mitad el arte de hacer creer a la gente dichas imágenes» (p. 93). En ese terreno movedizo se agita a discreción el embustero, hábil en modelar los hechos a fin de que concuerden con su deseo e interés y de que conecten mejor con las expectativas de su audiencia, simplificando, exagerando e inventando lo que convenga para ello. El embustero debe aparentar que está convencido de la verdad de su mentira para tener más credibilidad, y acaba engañándose, pues sólo el autoengaño permite dar una apariencia de fiabilidad. Después, el proceso es imparable y tanto el embaucador como los propios engañados se esfuerzan por mantener intacto el relato construido. Cuanto más éxito tiene el embustero, más probable es que caiga en su propia trampa, por lo que «el embustero autoengañado pierde todo contacto no sólo con la audiencia, sino con el mundo real» (p. 128). Para este problema no hay otro remedio que el choque con la realidad, la tenaz presencia de los hechos. Eso explica el fracaso de los Estados Unidos en Vietnam. La filósofa analiza cómo los papeles del Pentágono muestran que el objetivo de aquella guerra insensata, que tanto costó en vidas humanas y recursos materiales, no era ninguna ventaja territorial ni económica, sino que la única finalidad era crear un estado mental: «Los objetivos perseguidos por el Gobierno de Estados Unidos eran casi exclusivamente psicológicos» (p. 129).

Por esa razón los estrategas yanquis desatendían la información que les facilitaban los propios servicios de inteligencia, despreciaban los hechos y rechazaban cualquier limitación a su relato. Aquellos «profesionales de la resolución de problemas» tenían una «teoría» y negaban o ignoraban todos los datos que no encajaban en ella. Fabricaban una verdad que «era irrelevante para el problema que había que resolver» (p. 130). La «arrogancia del poder», la incapacidad para aprender de la experiencia y el rechazo de la realidad los llevó al fracaso. Cuando Hannah Arendt se pregunta cómo pudieron ejecutar de manera persistente esa política hasta su amargo y absurdo final, responde: «La eliminación de los hechos y la técnica de resolución de problemas fueron bienvenidas porque el desprecio a la realidad era inherente a dicha política y a los objetivos mismos» (p. 137). Aquellos estrategas no sentían ninguna necesidad de saber cómo era realmente Indochina, porque para ellos era sólo una ficha de dominó en manos de otros, de los verdaderos jugadores. Los bombardeos de Vietnam del Norte y la presencia de las tropas estadounidenses en aquella lejana península eran la «prueba» de que estaban dispuestos a «contener a China» y la demostración de que podían decirse a sí mismos: «Somos la mayor superpotencia». El objetivo último «no era el poder ni tampoco el beneficio. Ni siquiera [...] satisfacer intereses particulares y tangibles. El objetivo era la imagen de prestigio, presentarse como la mayor potencia del mundo», mejor aún, «comportarse como la mayor potencia mundial» (p. 104) en una empresa más imaginaria y quijotesca que ajustada a los riesgos y los costes reales. Porque, en la guerra de Vietnam, a la falsedad y confusión hay que añadir una sorprendente e ingenua ignorancia del verdadero contexto económico e histórico. La desastrosa derrota fue consecuencia «del desdén voluntario y deliberado, durante más de veinticinco años, por todos los hechos históricos, políticos y geográficos» (p. 123).

Los aspectos del proceder de aquellos políticos que Hannah Arendt selecciona en su análisis de los Documentos del Pentágono son el autoengaño, la creación de imágenes, la ideologización y la eliminación de los hechos. Pero afirma que no son los únicos que merecerían ser estudiados. La escritora, que estaba convencida de que la búsqueda y el establecimiento de la verdad corresponde más bien a la prensa, cree que «lo ocurrido difícilmente hubiera podido ocurrir en otro lugar» y extrae la lección de que la elaboración del informe y, por encima de todo, el hecho de que «el público haya tenido acceso a material que el Gobierno trató inútilmente de mantener oculto, constituye la mayor prueba de la integridad y del poder de la prensa» (p. 140). Ella misma se atribuyó en cierto modo la misión de periodista en el proceso Eichmann y no es casualidad que publicara estos dos textos como artículos en The New Yorker y en The New York Review of Books.

En suma, la filósofa que nos explicó mejor que nadie Los orígenes del totalitarismo y la lógica de la violencia (Sobre la violencia) y de las revoluciones (Sobre la revolución), también orientó temprana y lúcidamente nuestra atención sobre los conceptos de «verdad» y «mentira» en nuestra moderna realidad política tecnomediática. En buena medida por haber sido víctima de la propaganda nazi y, sobre todo, por haber experimentado ella misma, del modo más doloroso, la manipulación y hasta el rechazo de sus propios congéneres cuando escribió sobre el proceso a Adolf Eichmann.

Ha pasado medio siglo y Donald Trump ha sido elegido presidente de Estados Unidos con el voto popular de quienes buscan consuelo en un personaje que ha osado gritar lo que ellos balbuceaban en la barra del bar, que tuitea lo que ellos hace tiempo querían leer y que lanza baladronadas sin soporte factual, pero gratificantes de sus pulsiones más instintivas. Lo han votado sin importarles la verdad o mentira de sus acusaciones y de sus promesas, porque están hartos de los economistas que yerran incorregiblemente en sus previsiones y predican recetas que siempre favorecen a los privilegiados a costa de los trabajadores; porque ya no se creen las noticias transmitidas por los moderados medios de comunicación tradicionales; y porque desconfían de las instituciones tan políticamente correctas como ineficaces para las angustias cotidianas de sus vidas. Lo han votado porque, en la política de la posverdad, triunfa quien consigue que los activistas continúen repitiendo sus puntos de discusión, por más que los medios de comunicación o expertos independientes descubran que son falsos. Así hemos llegado a que el presidente de la primera potencia mundial, además de ser un embustero compulsivo, que divulga por Twitter atentados inexistentes en Suecia o acusa sin fundamento a Obama de haber ordenado intervenir su teléfono, niega rotundamente la veracidad de las noticias que le perjudican, hasta el punto de calificar como «noticias falsas» y «trato injusto» las informaciones irrefutables de que su hijo se reunió con una abogada rusa.

El presidente Trump ha llegado a decir que los medios de comunicación están «distorsionando la democracia» en Estados Unidos y que son «el enemigo del pueblo». Por ello, The New York Times, el mismo periódico que reveló los Documentos del Pentágono, se vio en la necesidad de lanzar, en febrero de 2017, una campaña frente a lo que considera un ataque sistemático del presidente a la libertad de expresión y al necesario respeto a la verdad como base de toda decisión política en democracia con este anuncio publicitario: «La verdad es difícil. Difícil de encontrar. Difícil de conocer. La verdad es más importante ahora que nunca».



Hannah Arendt (1906-1975)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 22 de marzo de 2017

[De libros y lecturas] Hoy, con "Tomando en serio la Teoría Política", de Isabel Wences





En la presentación de Desde el trópico de Cáncer me permito la licencia de decir que una de mis pasiones confesables es la teoría política. Como mero aprendiz interesado, claro está, porque mis capacidades no dan para mucho más, pero animado siempre por la recomendación de esa gran teórica política que fue Hannah Arendt de que hay que "pensar para comprender y comprender para actuar". De ahí que cuando en septiembre pasado leyera en Revista de Libros el artículo de Josu de Miguel, reseñando el libro Tomando en serio la Teoría Política. Entre las herramientas del zorro y el ingenio del erizo (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2015), editado por Isabel Wences, profesora de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid, le dedicara una entrada en el blog y decidiera hacerme con él. 

El libro de Wences recoge veintitrés trabajos realizados por profesores de distintas universidades españolas cuyas líneas de investigación se desarrollan en el marco de la Historia de las Ideas Políticas y de la Teoría Política. Desde distintas perspectivas, el conjunto de estos investigadores reflexiona sobre el quehacer objeto y facetas, acción política y algunas cuestiones relevantes de la actual política democrática de la Teoría Política, cuya importancia se advierte al ser esta no solo la que se encarga de la justicia y de las grandes preguntas, sino también la que proporciona las herramientas para reflexionar y potenciar el pensamiento y la interpretación crítica, otorgar significado a los fenómenos políticos y reflexionar sobre estrategias de acción, intentado demostrar que la teoría política es valiosa y necesaria para el estudio de la política, y que sin ella no podemos comprenderla adecuadamente.

No me resisto a reproducir los primeros párrafos de la presentación que a modo de prólogo hace del libro editado por Wences el también profesor Benigno Pendás, director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y coautor de uno de los trabajos recogidos en el libro, que se inicia con la afirmación de que todos hablan, escriben, opinan, analizan, pontifican.. Filósofos, economistas, juristas, sociólogos, historiadores, periodistas... Maestros o aprendices, sabios o ignorantes, humildes o (casi todos) prepotentes, los intelectuales de nuestro tiempo traducen su desconcierto en dogmas de fe a la hora de interpretar la Gran Crisis que protagoniza estos años confusos del temprano siglo XXI. Todos, añade, excepto los politólogos y, en particular, los cultivadores de la teoría política. Aquí, dice, seguimos anclados los unos en sus redes empíricas y los otros aburridos de tanto escudriñar la última escolástica sobre Rawls, Habermas o algún que otro habitante del Olimpo. Bajo la inspiración del neoplatónico Kavafis, añade, he hablado hace poco de la Ciudad de las Ideas, con sus grandezas y servidumbres a la hora de afrontar una realidad proteica y deslavazada que nunca se deja reducir a categorías abstractas. O dicho de otro modo, añade, que la fiebre helenística propia del desorden universal exige un sacrificio que nuestro gremio debe aceptar bajo riesgo de caer para siempre en la irrelevancia. 

Con la inspiración inicial de Isabel Wences y de Fernando Vallespín, dice Pendás, este libro nace para saldar en parte la deuda contraída por la Teoría Política a causa de silencio culpable ante la Crisis (con mayúscula hegeliana). Salvo alguna excepción relevante, no hemos estado a la altura de nuestra responsabilidad, encerrados en seminarios, departamentos y publicaciones donde se hacen (más o menos) méritos para acreditaciones oficiales y reconocimientos burocráticos. Lo digo sin rodeos: una actividad estéril a la hora de aportar soluciones políticas a las democracias inquietas de nuestro tiempo y a los líderes desconcertados ante una realidad que supera su capacidad analítica, más bien de plazo corto. Ya sé que necesidad obliga, y que lo primero es vivere... Admito por ello la atenuante, pero me niego a considerar que sea una eximente para las culpas corporativas.

Leído el libro gracias de nuevo a los buenos oficios de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, reconozco que, sin menoscabo alguno para los "no-citados", me han gustado mucho más algunos trabajos que otros. Por ejemplo me han resultado de gran interés los redactados por Ramón Vargas-Machuca, Félix Ovejero y Manuel Arias Maldonado, y los recogidos en la tercera parte del libro, dedicada a "Preguntas, diagnóstico y propuestas", sobre todo los los profesores Elena García Guitián, María José Villaverde, Antonio Robles, Vincent Druliolle, y el de la propia editora del libro, la profesora Isabel Wences. Pero sería de agradecer que textos tan enjundiosos e interesantes como estos se intentarán formular en un lenguaje menos académico y más al alcance del común de los mortales, pues como dice el propio Pendás en uno de los trabajos recogidos en el libro: "ni siquiera el polités mejor dispuesto sería capaz de leer la mayoría de los trabajos al uso en este gremio profesional". En cualquier caso, recomiendo su lectura atenta a cualquier interesado en el campo de la teoría política. 

En la página 527 del libro, la editora del mismo, la profesora Isabel Wences, señala que "la teoría política se encarga de identificar, comprender y dilucidar los problemas que aquejan al mundo y articula, mediante una vertiente filosófica, una dimensión normativa, un flanco historiográfico y claves para la acción política, un espacio de reflexión del que germinan fundamentos de posibles soluciones o nuevas alternativas que ayuden a dar respuesta a las complejas tensiones que acompañan a toda convivencia humana. Esto quiere decir que la actividad de la teoría política no está divorciada del conocimiento de la realidad empírica, ni de la investigación basada en la evidencia histórica, y que de esa evidencia deben resultar principios prácticos, pues como dijera tiempo atrás Rafael del Águila, la vocación de la teoría política no es (en realidad nunca fue) vivir al margen del mundo sino intervenir en él".

Poco antes, en la página 485, el profesor de la Universidad de Granada, Antonio Robles Egea, inicia su artículo sobre la corrupción política y las tareas de la teoría política, con unas palabras que no me resisto a transcribir. La teoría política, dice, puede tener varias funciones según la finalidad que aspira a alcanzar. En el plano científico analiza, sintetiza y evalúa las aportaciones teóricas de los autores clásicos y contemporáneos; en el plano académico transmite el conocimiento acumulsado durante siglos y el actual a los estudiantes de la materia; y finalmente, entre otras metas, en el plano social y político, trata de ayudar a los conciudadanos a orientarse en su propio mundo social y político, y darles la oportunidad de acceder a instrumentos conceptuales con los cuales después pueden operar por sí mismos. La teoría política, sigue diciendo (y citando al también profesor Fernando Vallespín), no dicta lo que hay que hacer, sino como abordar los problemas, ubicándolos en un contexto histórico y social específico, y contribuyendo a su dilucidación pública, aguijoneando siempre a los ciudadanos para que no dejen de serlo. No es poca tarea esa, me parece a mí...








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viernes, 14 de octubre de 2016

[Personal] Homenaje a Hannah Arendt en el 110 aniversario de su nacimiento




Hannah Arendt


"El historiador de los tiempos modernos necesita de una especial precaución cuando se enfrenta con opiniones aceptadas que aseguran explicar tendencias completas de la Historia, porque el último siglo ha producido incontables ideologías que pretenden ser las claves de la Historia y que no son más que desesperados intentos de escapar a la responsabilidad". La frase que antecede está en Los orígenes del totalitarismo (1951), de Hannah Arendt.

Hoy, 14 de octubre, se cumplen los 110 años del nacimiento de Hannah Arendt (Hannover, 14 de octubre de 1906-Nueva York, 4 de diciembre de 1975), teórica política (ella detestaba que la llamaran filósofa) estadounidense de origen judeo-alemán, y una de las pensadoras más influyentes del sigo XX. 

De mi profunda admiración por Hannah Arendt los lectores habituales de Desde el trópico de Cáncer tienen pruebas sobradas como para insistir en el asunto. Baste con añadir que el seudónimo utilizado con orgullo por el autor del blog es un acrónimo de su nombre, y que ha sido citada, comentada, elogiada o reseñada por él en un centenar largo de entradas del mismo.

Hannah Arendt estudió filosofía y griego en las Universidades de Königsberg, Marburgo, Friburgo y Heidelberg con maestros como Martin Heidegger, con el que mantuvo una relación amorosa con tan solo 17 años, Nicolai Hartman, Rudolf Bultmann, Edmund Husserl, Kurt Blumenfeld y Karl Jasper, que dirigió su tesis doctoral sobre el pensamiento amoroso en San Agustín, y con el que mantuvo una profunda amistad hasta su muerte. 

Perseguida por el régimen nazi emigra a Francia en 1937 y de allí a Estados Unidos, donde obtiene la nacionalidad en 1951. En Estados Unidos dará clases en las más prestigiosas universidades del país, como Princeton, Berkely, Chicago, Yale y Columbia.

Prolífica autora de libros y artículos en revistas especializadas, desearía destacar de entre sus obras solo aquellas que he leído con enorme interés y satisfacción. Entre las más famosas y controvertidas está, sin duda, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal; pero también Los orígenes del totalitarismo; El concepto del amor en San Agustín: Ensayo de una interpretación filosófica; La condición humana; Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política (considerada una de las más grandes obras de teoría política junto a El Federalista de Hamilton, Jay y Madison)Sobre la revolución; Hombres en tiempos de oscuridad; Crisis de la República; ¿Qué es la política?; Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental; Más alla de la Filosofía; De la historia a la acción; La promesa de la política; Tiempos presentes, y alguna otra que se me escapa en este momento

Para aquellos lectores del blog interesados en sus obras que no hayan leído nada suyo con anterioridad, me animaría a recomendarles que comenzaran  por Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal; Los orígenes del totalitarismo y Sobre la revolución. Y por supuesto por las magníficas biografías escritas sobre ella por Laure Adler y Elisabeth Young-Bruelh.

En el buscador de Google aparecen más de 1.070.000 referencias a Hannah Arendt, solo en español. Más accesibles son los vídeos en YouTube, que muestran más de 63.000 entradas dedicadas a ella. Y mucho más cercanos, los ochenta y pico artículos y reseñas  que le dedica Revista de Libros. Los recomiendo encarecidamente la lectura y visionado de los diez o doce primeros enlaces en Revista de Libros y en YouTube. En este último pueden ver también, completa, la película que sobre Hannah Arendt hizo la realizadora alemana Margarethe von Trotta en 2012.



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lunes, 10 de octubre de 2016

[Política] La buena democracia: Einsteins y alquimistas





Una buena democracia no sólo legitima sino que mejora las decisiones: unos buenos expertos no son los que tienen las grandes respuestas, sino los que ayudan a formular las preguntas que la sociedad y sus representantes deberán contestar. Quién así se pronuncia es Víctor Lapuente Giné, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Gotemburgo, Suecia, en un reciente artículo en El País titulado Einstein y los alquimistas

¿Por qué no votamos a los atletas que enviamos a las Olimpiadas?, se pregunta. Pues porque queremos a los mejores, responde. Entonces, ¿por qué votamos a los políticos? Si realmente queremos a los mejores, sigue preguntándose, deberíamos someter a los candidatos a pruebas de inteligencia y capacidad. A oposiciones o competitivos concursos de plazas. Así tendríamos un Gobierno de Einsteins. Es lógico. Pero también tiene sentido pensar que llevamos demasiado tiempo gobernados por demasiados expertos. Y mira qué han conseguido.

Esta es la cuestión de fondo en la actual crisis de la democracia, dice. Nuestras sociedades se están rompiendo entre quienes desean delegar más capacidad de decisión a los Einsteins y quienes quieren dársela a los votantes y a sus representantes. El abismo entre ambos crece. Cada día acumulan más razones para desconfiar los unos de los otros.

Por un lado, añade, las élites (económicas, políticas e intelectuales) temen el juicio de los votantes en cuestiones fundamentales. Hace unos meses fue el Brexit: ¿cómo han podido votar los británicos a favor de la salida de la Unión Europea cuando van a estar peor? Hace unos días, el sorprendente "no" de los colombianos al acuerdo de paz con las FARC. Mañana puede ser un referéndum de autodeterminación o de reforma constitucional. Lo que parece de sentido común para los líderes de opinión y analistas más prestigiosos es sistemáticamente rechazado en las urnas.

El problema de fondo, sigue diciendo, somos nosotros. Los estudios indican que los votantes somos irracionales, ignorantes, cortoplacistas y caprichosos. Irracionales porque castigamos a los Gobiernos por accidentes de los que no son responsables. Así, una pertinaz sequía o incluso los ataques de tiburones en la costa pueden disminuir significativamente el voto por el partido en el Gobierno. Ignorantes porque no sabemos cómo funciona la economía hasta el punto de confundir subidas con bajadas del déficit. Cortoplacistas porque sólo nos fijamos en los logros o desastres económicos que tienen lugar en los meses inmediatamente anteriores a las elecciones. Si llegamos a entender la evolución de las estadísticas, claro. Y caprichosos porque votamos para expresar nuestra adhesión a un grupo o a una ideología en lugar de hacer un cálculo objetivo de costes y beneficios. Esto explica que políticas dañinas con melodías muy pegadizas, como el proteccionismo, sean abrazadas por tantos votantes en países tan distintos.

Que a unos ciudadanos tan imperfectos, continúa diciendo, se nos dé la responsabilidad de decidir el futuro de un país es, en palabras de Bryan Caplan, como si a unos estudiantes que han suspendido anatomía básica se les invita a hacer una operación de neurocirugía. No es por tanto casualidad que la ola de desregulación y privatización de los años ochenta viniera precedida de la publicación de las primeras investigaciones cuestionando la racionalidad de los votantes. La tendencia se puede acentuar ahora. Mejor la mano invisible del mercado que las manos defectuosas de los votantes.

Pero los ciudadanos también han acumulado un fundado resentimiento contra las élites, nos dice. Como han documentado Martin Gilens y Benjamin Page, en la democracia norteamericana gobierna la mayoría sólo si su opinión coincide con la de los más ricos. En caso de desavenencia, es el parecer de las clases altas, no de las medias, el que se impone. Las leyes consagran los agujeros fiscales que permiten a los más privilegiados pagar menos impuestos. Pero también los agujeros penales que perdonan sus vicios, como la normativa que durante tantos años ha castigado cien veces más la posesión de crack (una droga asociada a los marginados) que la de cocaína en polvo (la droga de Wall Street). Así, para que un yuppy fuera sentenciado a los 10 años de cárcel que le caían a un joven pillado con 50 gramos de crack, tenía que llevar todo un maletín de cocaína. Indulgencia para esnifarse el sistema.

En casi todas las democracias occidentales, dice más adelante, se extiende la desazón de la impotencia. El votante de a pie sospecha que la política está crecientemente dominada por grupos de interés. Por consiguiente, muchos reclaman recuperar espacios para la democracia. Quitar capacidad de decisión a los mercados anónimos. Y politizar los organismos autónomos. Los entes que, dirigidos por expertos que no responden a las urnas, han proliferado como setas, de los Ayuntamientos a Bruselas.

Dadas las limitaciones cognitivas que tenemos los votantes, añade, los partidarios de una mayor democratización son como los alquimistas medievales. Utilizando la metáfora de Jon Elster, creen que pueden convertir el plomo (las mediocres opiniones de los votantes) en oro (sabiduría colectiva). Sin embargo, tan insensato es creer en la omnisciencia de la voluntad colectiva como en el desinterés de los expertos. Dicho en otras palabras, existe una manera de reconciliar a estas dos visiones del mundo opuestas si los alquimistas abandonan la fe ciega en el poder de los números y los Einsteins la suya en el poder del conocimiento experto.

Los expertos tienen razón en que, para deliberar, menos es más, añade. Una deliberación óptima sólo se puede hacer en grupos pequeños. Por ejemplo, una comisión para reformar la Constitución formada por pocos miembros puede reflexionar de forma más profunda que una gran asamblea —o una cadena de asambleas desde los barrios hacia arriba—. Cuanto más grande es el foro de discusión, más probable es que la discusión se simplifique con etiquetas y atajos ideológicos. Al aumentar el número de pintores, nos quedaremos con los que usan la brocha más gorda.

Pero los alquimistas tienen razón en que, para juzgar, la pluralidad de opiniones es mejor que el conocimiento ortodoxo, señala más adelante. Es lo que se llama la “diversidad cognitiva”. Cuanto más inclusivo sea un grupo, mejores serán sus decisiones, pues tendrán en cuenta perspectivas más diversas. Un grupo de personas heterogéneas acierta más que un núcleo reducido de personas superinteligentes. La diversidad gana a la habilidad. Ninguna comisión de expertos puede elegir mejor a los responsables de las instituciones públicas de un país que sus millones de votantes.

En definitiva, concluye, una buena democracia no sólo legitima sino que mejora las decisiones. Y unos buenos expertos no son los que tienen las grandes respuestas, sino los que ayudan a formular las grandes preguntas que la sociedad y sus representantes deberán contestar. El buen gobierno necesita Einsteins y alquimistas. Mecanismos que complementen sus virtudes en lugar de enfrentar sus opiniones. Que sí, son distintas. Pero eso nos enriquece.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


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jueves, 15 de septiembre de 2016

[Pensamiento] Sobre la teoría política en tiempos de crisis



La acrópolis ateniense


Los lectores del blog saben ya de mi interés por la teoría política, así que espero me excusen mi reiterada insistencia en traer hasta el blog aquellos artículos, notas o libros que tratan de ella. Josu de Miguel Bárcena, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Barcelona, publica en Revista de Libros una interesante recensión del libro de Isabel Wences titulado Tomando en serio la Teoría Política. Entre las herramientas del zorro y el ingenio del erizo (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2015) que me parece merecedor de comentario. 

Pocas veces el título de un libro resulta tan provocador, dice al comienzo de su artículo el profesor Bárcena. Pareciera que hasta su aparición nadie se hubiera tomado en serio la teoría política. Sin embargo, lo que el excelente conjunto de ensayos editado por Isabel Wences pretende no es descubrir el nuevo mediterráneo de la disciplina, sino debatir con firmeza sobre la posibilidad de que la teoría política siga siendo un instrumento válido para describir, explicar y valorar la compleja realidad de nuestro tiempo. La reivindicación es necesaria, no sólo por la indigencia intelectual que han mostrado en su conjunto las ciencias sociales ante la crisis económica y financiera reciente, sino porque quienes conocemos las interioridades de la vida académica sabemos que la teoría política, la historia del pensamiento y la filosofía política han ido saliendo de los planes de estudio de los distintos grados, convirtiéndose incluso en asignaturas subalternas dentro del estudio singular de las ciencias políticas.

Los motivos para el declive son varios, añade. Para empezar, se apunta casi de forma unánime un distanciamiento de la realidad. Este distanciamiento tendría que ver esencialmente con las confusiones epistemológicas que han surgido del contacto permanente entre la teoría política y la ciencia política. Uno de los objetivos del tomo aquí reseñado es afirmar de manera enérgica la autonomía de ambas disciplinas. Sin embargo, cuando en la introducción de la obra se hace un recuento de las razones por las que debe tomarse en serio la teoría política, prácticamente no quedan fuera ninguna de las competencias profesionales de un buen politólogo, al que se le presume tener una idea global de lo que es la política y la justicia, ser capaz de producir reflexiones críticas, ocuparse de los fenómenos políticos, reflexionar sobre las estrategias de acción y ser consciente de su influencia en la agenda pública. 

Por ello, continúa más adelante, diríamos que no resulta apropiada ni deseable una separación total entre ciencia política y teoría política, en la medida en que esta última aporta en el nivel metodológico un pensamiento mediado históricamente, al que resulta imposible renunciar, sea cual sea la perspectiva del análisis que se adopte. Como se sabe, el gran problema de la ciencia política fue su impulso ideológico, como puso de manifiesto José Luis Orozco en su gran estudio sobre el tema. El papel central que habían tenido algunos intelectuales en la legitimación de los distintos totalitarismos europeos implicó la generalización de una disciplina centrada en el conocimiento de las conductas y comportamientos políticos, para lo cual se utilizaban métodos vinculados a las matemáticas, la estadística o la psicología. El empirismo y el positivismo se consideraron los mejores aliados del pluralismo democrático (Karl Popper), en la medida en que no ponían en cuestión la dimensión axiológica de los sistemas políticos y constitucionales occidentales. La resistencia a las ideas fuertes supuso el destierro del pensamiento político, particularmente en su variante de historia de las ideas, en buena medida porque como demostró el Lukács más tosco, cualquier planteamiento filosófico puede ser la base para una decisión política. Un pensamiento político que había encontrado en la obra de George Sabine el mejor exponente de la aproximación hegeliana al estudio del proceso constitutivo y evolutivo de una serie de ideas trazadas sistemáticamente.

Durante el triunfo de la visión conductista de la política, añade más tarde, la teoría y la historia del pensamiento político quedaron agazapadas. Conviene en este punto matizar un poco las cosas: autores tan relevantes como Leo Strauss, Eric Voegelin o Hannah Arendt siguieron reflexionando, casi siempre desde un punto de vista conservador, sobre los avatares de la vida humana, individual y colectiva. Y lo hicieron dejando atrás el sistema lógico del empirismo y haciendo de las apreciaciones valorativas su principal estandarte. Pero, en cierto modo, aquella teoría política provenía de los restos del naufragio europeo tras la Segunda Guerra Mundial. La queja de Isaiah Berlin abrió una fuerte polémica entre la ciencia política y el pensamiento político y adelantó en cierta manera la crisis del positivismo: los modelos matemáticos no podrían seguir mucho tiempo eludiendo el conflicto político de las sociedades contemporáneas. El conflicto, particularmente en Estados Unidos, provino de la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles y la crisis económica. Apareció, como respuesta a la insatisfacción sociopolítica, la Teoría de la justicia de John Rawls, obra que volvió a poner al pensamiento político en el centro del debate ideológico e institucional después de la inflexión iniciada en 1967 con el pionero ensayo de Bernard Bailyn sobre los orígenes intelectuales de la Revolución Americana.

El pensamiento político, dice, volvió al primer plano porque se necesitaba un nuevo contrato social a la vista de la insatisfacción creciente frente a las debilidades del Estado del bienestar. Rawls recuperó a Kant, porque su objetivo era racionalizarlo. El movimiento refundacional del pensador de la Universidad de Harvard obtuvo respuestas desde distintos planos ideológicos: Robert Nozick opuso un planteamiento libertario, interpretando modernamente a Locke; Charles Taylor pensó la sociedad multicultural tomando en consideración la herencia romántica; y Gerald Cohen depuró el mecanicismo marxista para presentar un modelo de sociedad democrática más allá del contractualismo liberal. La cosecha fue magnífica. Sin embargo, acaso al volver la vista atrás y comprobar el despliegue de las distintas escuelas, a uno le invade la sensación de que al final el legítimo replanteamiento del contrato social se quedó en un terreno de indisimulada despolitización, de exceso de esencialismo moralista y de recuperación de un idealismo maniqueo.

Durante los años ochenta y noventa, añade después, la teoría política siguió su dinámica autorreferencial. En buena medida, la expansión académica, el pretendido fin de las ideologías y la progresiva incorporación de los nocivos índices de impacto en las publicaciones condujo a aportaciones fragmentadas, desarrollos de investigación al margen de la praxis política y observaciones sobre el mundo real meramente descriptivas, cuando no impresionistas. Como señaló John Gunnell, y mucho antes Eugene Meehan, la sensación general es que el pensamiento político había caído en la misma trampa que el viejo conductismo y las demás aproximaciones empíricas: cuanto más se hablaba de política, más se alejaba la disciplina de ella y menos autoridad tenía para valorar y explicar la acciones humanas que afectaban al conjunto de la sociedad y la vida pública.

El libro aquí comentado, continúa diciendo, es una invitación muy consistente para que la teoría política reafirme su autonomía epistemológica y se convierta en un saber útil para afrontar los problemas que tienen que afrontar nuestras comunidades políticas. No es ninguna casualidad que la invitación a pensar políticamente se haga en un momento de crisis. O, más que de crisis, de decadencia, como recientemente ha recordado Eloy García. De crisis podemos hablar cuando dos grandes cosmovisiones pugnan por imponerse, por ejemplo la democracia y el fascismo en los años treinta del siglo pasado. En la actualidad, es probable que nos encontremos en una situación de degeneración institucional, motivo por el cual se impone un retorno a los principios originales que dan sentido a las democracias constitucionales. Por ello emerge, dentro de la tradición compleja del pensamiento político, la historia conceptual, que supone una politización de la disciplina, una ruptura del canon general sobre los autores de referencia que se había impuesto desde el manual de George Sabine. Las obras de Quentin Skinner, Reinhart Koselleck o John G. Pocock, suponen una invitación a la relectura de los trabajos clásicos de Hobbes, Maquiavelo o Rousseau, con el objetivo de revitalizar las instituciones del presente y abordar la decadencia de las democracias como consecuencia de la colonización económica y administrativa de la política.

La dificultad de este renacimiento es doble: por un lado, dice, la historia conceptual no deja de ser una lucha posthistórica entre conceptos a veces descontextualizados, que en cierta manera traslada a las ciencias sociales y al quehacer intelectual la vieja dialéctica del amigo y el enemigo. Por otro, como ha recordado María José Villaverde, los métodos de la Escuela de Cambridge pueden ser cuestionables en la medida en que suponen una elección de autores arbitraria en función de que encajen mejor o peor en un enfoque ya determinado de antemano, como puede comprobarse en la teoría del republicanismo elaborada por Philip Pettit. Pero estas salvedades no eliminan el atractivo de esta nueva faceta del pensamiento político, que ha supuesto la incorporación de una visión intelectual renovadora, rica en matices y fecunda en términos académicos. En cierta manera, esta evolución demuestra que el pesimismo que invade en ocasiones a la disciplina no siempre se corresponde con la realidad: basta echar un vistazo a los trabajos que desde la década de 2000 han ido apareciendo con motivo de la creciente interdisciplinariedad: Amartya Sen ha situado de nuevo la teoría de la justicia en un primer plano, Przeworsky ha abordado los problemas seculares de nuestras democracias, Rothstein ha renovado los trabajos sobre la crisis del Estado del bienestar y Martha Nussbaum y Cass Sunstein han abierto fecundos campos de investigación en el ámbito de las emociones políticas, con posibilidad de trasladar sus importantes hallazgos a otras parcelas, como el Derecho público.

En todo caso, al final, el fortalecimiento de una disciplina pasa, en un mundo deudor de la razón práctica, por no volver la espalda al ejercicio del poder. Para ello, añade, no basta con que la teoría política abandone la persuasión positivista; lo importante, como señalan Fernando Vallespín y Ramón Maíz en distintos capítulos de este libro, es recobrar la auténtica política a través de la correcta y valiente selección de asuntos a tratar. Ya en 1926, Charles Beard recordaba en su Presidential Address a los politólogos norteamericanos la necesidad de «arriesgarse a equivocarse en algo importante en vez de acertar en alguna minuciosa banalidad». La selección de temas que ha llevado a cabo aquí Isabel Wences va sin duda por el camino correcto, al superponer el desarrollo de los trabajos a los problemas que aquejan gravemente a la sociedad española: la invasión administrativa de lo público, los límites de la teoría de la acción y de la política en sí misma, la necesidad de recuperar la ética para superar el avance incontrolado de la corrupción, la importancia de adaptar el aparato teórico a un una sociedad compleja sin sujeto constituyente claro, y la revisión de los discursos relacionados con la representación política.

¿Qué tareas quedan pendientes para que la teoría política sea tomada en serio? La principal, concluye el profesor Bárcena, su afirmación institucional, más allá de la multiplicación de revistas especializadas. La teoría política debe organizarse para seguir teniendo presencia en la universidad a través de un despliegue horizontal que vaya incluso más allá de los grados directamente relacionados con la ciencia política, como ocurría en buena medida hasta las últimas renovaciones de los planes de estudios. Esta es una cuestión corporativa, con difícil solución, dada la autonomía con que funciona, por ejemplo, en nuestro caso la universidad española. Secundariamente, resulta obligatorio no abandonar la aspiración sistemática y lineal, ilustrada al fin y al cabo, de seguir construyendo grandes relatos que permitan contextualizar las ideas políticas a través de la historia. Resulta sorprendente, en este sentido, que aún no se hayan renovado las obras clásicas de pensamiento político elaboradas por George Sabine (1937), Jean Touchard (1959) o Klaus von Beyme (1972) a lo largo del siglo XX. Obras criticables, al fin y al cabo, pero cuya pervivencia demuestra que la fragmentación no ha ayudado a la teoría política a presentarse como una herramienta imprescindible para comprender el mundo en que vivimos, ahora interpretado por un populismo académico que ocupa cómodamente las cátedras de la opinión pública, sin más límites que el mercado de la comunicación. Espero que su lectura les haya resultado interesante.



Congreso de los Diputados, Madrid


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