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miércoles, 2 de mayo de 2018

[A VUELAPLUMA] Un hogar donde vivir en paz





Dentro de unos días Israel celebra sus 70 años de existencia. Confío en que celebraremos muchos más años y habrá muchas más generaciones que tendrán aquí su hogar y una vida segura, pacífica y creativa al lado de un Estado palestino independiente, porque quiero un hogar donde vivir en paz, dice el escritor israelí David Grossman en un discurso pronunciado en Tel Aviv para celebrar el Día del Recuerdo de los soldados caídos de Israel y de las víctimas del terrorismo que reproducía el diario El País hace unos días. 

Estamos en una ceremonia que, por más ruido que haya suscitado, es un acto de recuerdo y comunión, y llena de un profundo silencio, el del vacío que deja la pérdida de los seres queridos, comenzaba diciendo.

Mi familia y yo perdimos en la guerra a Uri, un hombre joven, dulce, inteligente y divertido. Casi 12 años después, todavía me cuesta hablar de él en público.

La muerte de un ser querido es también la muerte de toda una cultura privada, personal y única que nunca volverá a existir. Afrontar ese “nunca” sin vuelta atrás es increíblemente doloroso. Luchar constantemente contra la pérdida es agotador.

Es difícil separar el recuerdo del dolor. Duele recordar, pero es todavía más aterrador olvidar. Y qué fácil es rendirse al odio, la rabia y el deseo de venganza.

Sin embargo, cada vez que tengo esa tentación, siento que pierdo de nuevo a mi hijo. Por eso decidí emprender otra vía, que es la misma, creo, que decidieron tomar los que están hoy presentes aquí.

Dentro del dolor hay también aliento, creación, bondad. La pena no nos aísla, sino que nos une y nos fortalece. Hasta viejos enemigos —israelíes y palestinos— pueden conectar a través de la pena y a causa de ella.

Nadie puede indicar a otra persona cómo vivir su duelo. Ni en una familia particular ni en la gran “familia afligida”. Nos une el firme sentimiento de tener un destino común y un dolor que solo nosotros conocemos. Por eso pedimos que se nos respete. No es un camino fácil, es confuso y lleno de contradicciones. Pero es nuestra forma de dar sentido a la muerte de nuestros seres queridos y a nuestras vidas después de su muerte. No queremos desesperarnos ni desistir, para que, en el futuro, la guerra se difumine, quizá incluso termine, y entonces empezaremos a vivir de verdad, y no solo a subsistir entre guerra y guerra, entre desastre y desastre.

Quienes hemos perdido a los que más queríamos, tanto israelíes como palestinos, estamos condenados a vivir con una herida abierta. No podemos seguir alimentando ilusiones. Sabemos que la vida está hecha de grandes concesiones.

Creo que la pena nos vuelve más realistas. Por ejemplo, tenemos claros los límites del poder. Y desconfiamos más, y sentimos repugnancia cuando vemos una exhibición de vacuo orgullo, de nacionalismo arrogante, de soberbia. No solo desconfiamos: nos dan casi alergia.

Esta semana, Israel celebra sus 70 años de existencia. Confío en que celebraremos muchos más años y habrá muchas más generaciones que tendrán aquí su hogar y una vida segura, pacífica y creativa al lado de un Estado palestino independiente.

¿Qué es un hogar?

Un hogar es un sitio de límites claros y aceptados, estable y sólido, que mantiene relaciones tranquilas con sus vecinos.

Los israelíes, después de 70 años —por más palabrería patriótica que oigamos estos días—, no tenemos todavía un hogar así. Israel se creó para que el pueblo judío tuviera el hogar que nunca había tenido en el mundo. Hoy, Israel quizá sea una fortaleza, pero no es ese hogar.

La solución al complejo problema de las relaciones entre israelíes y palestinos puede resumirse en una breve fórmula: si los palestinos no tienen un hogar, los israelíes tampoco lo tendrán. Y a la inversa: si Israel no es un hogar, tampoco lo será Palestina.

Tengo dos nietas, de seis y tres años. Ellas tienen claro que Israel es un Estado, que hay carreteras, escuelas, hospitales y un ordenador en el colegio, además de una lengua viva y rica. Pero para mi generación esas cosas no son tan evidentes, y por eso hablo desde la fragilidad de recordar vivamente el miedo existencial y la firme esperanza de estar, por fin, en casa.

Pero cuando Israel ocupa y oprime a otra nación, cuando crea una realidad de apartheid,el hogar lo es menos.

Cuando el ministro de Defensa decide impedir que los palestinos amantes de la paz asistan a este acto, Israel es menos hogar.

Cuando los francotiradores israelíes matan a docenas de manifestantes palestinos, Israel es menos hogar.

Cuando el Gobierno israelí intenta improvisar unos pactos sospechosos con Uganda y Ruanda, cuando está dispuesto a expulsar a miles de refugiados y a poner sus vidas en peligro, es menos hogar.

Cuando el primer ministro difama a las organizaciones de derechos humanos y busca formas de eludir las decisiones del Tribunal Supremo, cuando obstaculiza sin cesar la democracia y a los jueces, Israel es menos hogar.

Cuando el Estado abandona y discrimina a los marginados, cuando se cierra a la desgracia de los débiles y olvidados —supervivientes del Holocausto, pobres, familias monoparentales, ancianos, centros de acogida de niños, hospitales en dificultades—, es menos hogar.

Cuando abandona y discrimina a 1,5 millones de palestinos que son ciudadanos de Israel, cuando desperdicia la enorme posibilidad de tener una vida en común, es menos hogar, para la minoría y para la mayoría. Y cuando Israel niega el carácter judío de millones de judíos reformistas y conservadores, también es menos hogar.

Quiero un Estado que no actúe a base de impulsos, trampas, guiños ni manipulaciones

Cada vez que los artistas y los creadores tienen que demostrar lealtad y obediencia, no al Estado sino al partido gobernante, Israel es menos hogar.

Israel nos duele, porque no es el hogar que desearíamos. Sabemos lo maravilloso que es tener un Estado propio y estamos orgullosos de sus logros en la industria y en la agricultura, la cultura y el arte, la tecnología, la medicina y la economía. Pero nos duele su desnaturalización.

Los que están hoy aquí, y muchos más como ellos, son quienes más contribuyen a que Israel sea un hogar, en el pleno sentido del término.

En los próximos días me van a entregar el Premio Israel, y pienso dividir la mitad del dinero entre el Foro de la Familia y la organización Elifelet, que cuida de los hijos de los solicitantes de asilo. Creo que estos grupos hacen una labor sagrada, humanitaria, que debería estar haciendo el Gobierno.

Quiero un hogar en el que vivamos una vida segura y en paz, que no esté secuestrada por fanáticos de ningún tipo, por ninguna visión totalitaria, mesiánica y nacionalista. Un hogar cuyos habitantes no sirvan de mecha en nombre de un principio superior. Una vida que se mida por su grado de humanidad, un país no corrompido, unido, igualitario, sin agresividad ni codicia. Un Estado que se preocupe por cada una de las personas que viven en él, con compasión y tolerancia hacia las muchas formas de “ser israelí”.

Quiero un Estado que no actúe a base de impulsos, trampas, guiños ni manipulaciones. Quiero un Gobierno menos tramposo y más prudente. Podemos soñar, y hay mucho que admirar. Merece la pena luchar por Israel. Para nuestros amigos palestinos quiero una vida independiente, libre y pacífica, en una nación nueva y reformada. Y quiero que, dentro de 70 años, nuestros nietos y bisnietos, palestinos e israelíes, estén aquí y canten sus respectivos himnos nacionales.

Hay un verso que todos podrán cantar juntos, en hebreo y en árabe: “Ser una nación libre en nuestra tierra”. Es posible que entonces eso sea, por fin, realidad.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4430
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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

lunes, 12 de junio de 2017

[Política internacional] Israel y Palestina: Es necesario un acuerdo



Organización de las Naciones Unidas, Nueva York


Ha pasado medio siglo y el final del conflicto entre dos naciones convencidas de que tienen derecho a reclamar el mismo pedazo de tierra parece más alejado que nunca. Europa, sobre todo Alemania, debe actuar en favor de los palestinos. Lo pide en un emotivo artículo en El País el afamado pianista y director de orquesta argentino, nacionalizado español, israelí y palestino, Daniel Barenboim.

La política internacional actual, dice al comienzo de su artículo, está dominada por cuestiones como el futuro del euro y la crisis de los refugiados, la amenaza de que la presidencia de Trump provoque el aislamiento de Estados Unidos, la guerra de Siria y la lucha contra el extremismo islámico. No obstante, hay otro tema casi omnipresente desde la primera década del nuevo milenio pero que cada vez aparece menos en las noticias y, por tanto, cada vez está menos presente en la conciencia colectiva: el conflicto en Oriente Próximo. Durante decenios, el enfrentamiento entre israelíes y palestinos fue una preocupación constante para Estados Unidos y Europa, y la resolución del conflicto, una de sus grandes prioridades políticas. Sin embargo, después de numerosos y fracasados intentos de poner fin a esta situación, da la impresión de que el statu quo se ha consolidado. El mundo sigue pensando —con malestar, con impotencia y con cierta desilusión— que este conflicto es irresoluble.

La situación es más trágica aún, añade, en la medida en que los frentes se han ido reforzando y la situación de los palestinos ha empeorado sin cesar, y ni el más optimista puede atreverse a suponer que el Gobierno actual de Estados Unidos vaya a abordar el problema con una actitud prudente y sensata. Y la tragedia se va a hacer notar especialmente este año y el próximo, porque vamos a vivir dos aniversarios llenos de tristeza, en particular para los palestinos: en 2018 se conmemorará el 70º aniversario de lo que los palestinos llaman al Nakba, “la catástrofe”, que supuso la expulsión de más de 700.000 personas del antiguo territorio incluido en el mandato británico, como consecuencia directa del plan de la ONU para la partición de Palestina y la creación del Estado de Israel, el 14 de mayo de 1948. Al Nakba sigue vigente, puesto que más de cinco millones de descendientes directos de aquellos palestinos desplazados continúan hoy viviendo en un exilio forzoso.

Y este año, continúa diciendo, el 10 de junio se han cumplido 50 años de ocupación continuada de las tierras palestinas por parte de Israel, una situación moral y físicamente intolerable. Incluso los que piensan que la Guerra de los Seis Días —que terminó el 10 de junio de 1967— fue necesaria porque Israel tenía que defenderse deben reconocer que la ocupación y todo lo que ha sucedido con posterioridad constituyen un desastre absoluto. No solo para los palestinos sino también para los israelíes, desde el punto de vista estratégico y desde el punto de vista ético.

Ha pasado medio siglo desde entonces, y el final del conflicto parece más alejado que nunca, afirma. Nadie se hace hoy ilusiones de poder ver a un joven palestino o a un joven israelí tendiendo la mano al otro. Y es un problema que, a pesar de que haya dejado de ser “popular”, como decía antes, sigue siendo importante, incluso crucial. Para los habitantes de Palestina e Israel, para todo Oriente Próximo y para el mundo entero.

De ahí que, añade más adelante, coincidiendo con el 50º aniversario de la ocupación, me atreva a pedir a Alemania y a Europa que vuelvan a dar prioridad a la resolución del conflicto. No estamos hablando de un enfrentamiento político, sino de un enfrentamiento entre dos naciones que están completamente convencidas de que tienen derecho a reclamar el mismo, y pequeño, pedazo de tierra. Europa, que hace declaraciones sobre la obligación de ser más fuerte y más independiente, debe ser consciente de que esa nueva fortaleza y esa nueva independencia implican exigir de manera inequívoca que Israel ponga fin a la ocupación y reconozca el Estado palestino.

El hecho de ser un judío, señala, y vivir en Berlín desde hace más de 25 años me permite tener una perspectiva especial sobre la responsabilidad histórica de Alemania en este conflicto. Si tengo la posibilidad de vivir libre y felizmente en este país es solo gracias a que los alemanes han afrontado y digerido su pasado. No cabe duda de que, incluso en la Alemania actual, existen tendencias extremistas y preocupantes contra las que todos debemos luchar. Pero, en general, la sociedad alemana es hoy una sociedad libre y tolerante, consciente de su responsabilidad humanitaria.

Alemania e Israel, por supuesto, siempre han tenido una relación especialmente estable, afirma; la primera siempre se ha sentido, y con razón, en deuda con el segundo. Pero no tengo más remedio que ir un poco más allá: Alemania tiene también una deuda especial con los palestinos. Sin el Holocausto, nunca se habría llevado a cabo la partición de Palestina, ni se habrían producido al Nakba, la guerra de 1967 y la ocupación. Ahora bien, no son solo los alemanes los que tienen una responsabilidad hacia los palestinos, sino todos los europeos, porque el antisemitismo fue un fenómeno que se dio en toda Europa, y los palestinos siguen sufriendo sus consecuencias directas, a pesar de no tener ninguna culpa de aquello.

Es absolutamente necesario que Alemania y Europa asuman esa responsabilidad respecto al pueblo palestino, comenta. Eso no significa que haya que tomar medidas contra Israel, sino en favor de los palestinos. La ocupación actual es inaceptable, tanto desde el punto de vista estratégico como desde el punto de vista moral, y debe terminar. Hasta ahora, el mundo no ha hecho nada verdaderamente importante para lograrlo, y Alemania y Europa deben exigir el fin de la ocupación y el respeto de las fronteras anteriores a 1967. Hay que fomentar una solución con dos Estados, pero, para eso, es necesario que se reconozca a Palestina como Estado independiente. Hay que encontrar una solución justa para la crisis de los refugiados. Hay que reconocer el derecho de retorno de los palestinos y ponerlo en práctica en colaboración con Israel. Hay que garantizar una distribución equitativa de los recursos y el respeto a los derechos civiles y humanos de los palestinos. Y todo esto es tarea de Europa, sobre todo ahora que vemos cómo está cambiando el orden mundial.

Cuando han pasado 50 años desde aquel 10 de junio, concluye Barenboim, quizá estamos muy lejos de poder resolver el conflicto israelo-palestino. Solo si Alemania y Europa empiezan ya a asumir su responsabilidad histórica y a tomar medidas que ayuden a los palestinos será tal vez posible evitar que, cuando llegue el 100º aniversario de la ocupación israelí de las tierras palestinas, la situación siga igual



Dibujo de Eulogia Merle para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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Entrada núm. 3551
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)