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domingo, 30 de julio de 2017

[A vuelapluma] Tiempo de furia





Isaiah Berlin caracterizó el nacionalismo como el resultado de una humillación, igual que una rama flexible que, doblada con violencia, cuando se suelta golpea con saña. Es tarde para preguntarse a quién va a golpear en Cataluña la rama de Berlin, señala el escritor catalán Javier Cercas en el El País.

Es raro que, hasta donde alcanzo, comienza diciendo, nadie apele a Isaiah Berlin para tratar de entender lo que ocurre de un tiempo a esta parte en Cataluña, porque el pensador ruso razonó con gran lucidez sobre el nacionalismo y su visión de este vale en gran parte para nosotros. Según Berlin, el nacionalismo es antes que nada una respuesta a la actitud de menosprecio hacia los valores tradicionales de una sociedad, el resultado de un orgullo herido y de un sentimiento de humillación en sus miembros socialmente más conscientes, que llegado el momento produce rabia y autoafirmación.

Esta herida infligida en el sentimiento colectivo de una sociedad no es una condición suficiente para el surgimiento del nacionalismo (además, esa sociedad debe contar con un grupo de personas que buscan un foco para la lealtad o la autoidentificación, o una base para su poder y, al menos en la cabeza de sus miembros más sensibles, con una imagen de sí misma como nación sustentada en algún factor de unificación general, como una lengua o una historia común, real o inventada); no es pues una condición suficiente, esa herida colectiva, pero sí necesaria, o al menos lo ha sido históricamente. Berlin aduce a menudo el ejemplo del primer nacionalismo, el alemán, que germinó en el siglo XVII con una defensa de la cultura germánica frente a la prepotencia francesa y acabó con una explosión de chovinismo agresivo durante y después de la invasión napoleónica; salvadas las muchas distancias, algo semejante ha ocurrido en Cataluña en los últimos años. Berlin afirma que un sentimiento nacional herido es como una rama flexible, doblada con tanta violencia que, cuando se suelta, golpea con furia. Aunque el nacionalismo catalán casi nunca ha sido violento, en Cataluña estamos ahora mismo en el tiempo de la furia.

Es evidente que el franquismo infligió una herida colectiva en el sentimiento nacional catalán, no atenuada por el hecho asimismo evidente de que muchos catalanes fueron franquistas ni por el de que no solo los catalanes fueron heridos: el franquismo hirió (o mató) a media España. La herida catalana, sin embargo, es innegable: la lengua catalana fue perseguida, la cultura catalana fue humillada y ninguneada, las instituciones catalanas fueron abolidas. En suma: el franquismo, una hipertrofia monstruosa del nacionalismo español, quiso acabar con el nacionalismo catalán. Pero desde los años cincuenta del siglo pasado algunos catalanes heridos empezaron a construir contra el franquismo un discurso sobre el orgullo de ser catalán, sobre la dignidad de Cataluña, de su lengua, su cultura y sus instituciones, y tras el franquismo consiguieron no solo convertirlo en hegemónico sino también llevarlo al poder de la Generalitat, la institución que desde 1980 gobierna la amplísima autonomía catalana instaurada por la democracia y que permitió, entre otras muchas cosas, la dignificación de la lengua y la cultura catalanas.

Fue una batalla dura, noble y legítima, en gran parte encabezada por el hombre más vilipendiado de Cataluña desde que en 2014 declaró, muy probablemente para proteger a sus hijos de la actuación de la justicia, que desde hacía décadas poseía una fortuna en el extranjero: hablo de Jordi Pujol, presidente de la Generalitat desde 1980 hasta 2003 y sin duda el político catalán más relevante del siglo XX.

Durante sus más de dos décadas de poder incontestado, Pujol contribuyó decisivamente a devolver el orgullo a los catalanes; el problema es que, en manos de sus hijos (los carnales y los políticos), ese orgullo se ha trocado en soberbia, cuando no en matonismo. La manifestación más clara de esa soberbia es el llamado “derecho a decidir”, una aberración lingüística (el verbo “decidir” es transitivo; no se puede decidir en abstracto: hay que decidir “algo”) y por tanto una aberración política y moral, un derecho inexistente que ha sido erigido sin embargo en mantra por el independentismo catalán y que viene a significar que, así como durante el franquismo los catalanes no pudimos decidir absolutamente nada, ahora lo vamos a decidir absolutamente todo, incluido lo que atañe a todos los españoles.

Porque el referéndum ilegal convocado a la brava por la Generalitat para el 1 de octubre próximo no pretende decidir el futuro de Cataluña —cosa que por fortuna llevamos haciendo los catalanes desde el inicio de la democracia, en elecciones municipales, autonómicas, estatales y europeas—, sino el futuro de España entera, cosa que obviamente deberíamos decidir todos los españoles, y no solo los catalanes.

Soberbia, o matonismo, es decidir que nosotros, los catalanes, vamos a decidir por todos los españoles, o de lo contrario violamos o intentamos violar las reglas que nos hemos dado entre todos. Soberbia, o matonismo, es pretender negociar con el Gobierno español una salida a la presente situación sobre la base de un lema acuñado por el actual presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, que dice así: “O referéndum o referéndum”; o sea: “O lo que yo quiero o lo que yo quiero”. Y puro y simple matonismo es decir, como ha dicho el presidente Puigdemont ante una asamblea de alcaldes independentistas, no sé si dirigiéndose a los no independentistas, al Gobierno de Madrid o al resto de España: “Damos miedo, y más que daremos”.

Es la rama flexible de Berlin, que, tras ser doblada, vuelve a golpear con furia. No cabe duda de que, desde que en el verano de 2012 se disparó el independentismo hasta entonces minoritario en Cataluña al calor de los efectos demoledores de la crisis y su brusca crecida se convirtió en la primera manifestación del populismo en España, el Gobierno español ha podido hacer muchísimo más de lo que ha hecho para encauzar el descontento (un descontento importante, desde luego: el independentismo obtuvo el 47% de los votos escrutados en las últimas elecciones autonómicas, más que suficiente para gobernar el Parlamento catalán pero del todo insuficiente para emprender una aventura tan incierta como la de la independencia).

El problema radica en que a estas alturas, concluye diciendo Javier Cercas, con la Generalitat lanzada a toda máquina contra el muro de la legalidad democrática, empezando por la propia legalidad catalana, es demasiado tarde para preguntarse a quién va a golpear en Cataluña la rama de Berlin, porque de uno u otro modo ya nos ha golpeado a todos; en realidad, mucho me temo que a estas alturas lo único que podemos preguntarnos es cómo minimizar los daños. Menudo desastre.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 6 de abril de 2017

[A vuelapluma] La función de la literatura





La buena literatura, dice el profesor y ensayista Jordi Gracia al final de su artículo sobre la última novela de Javier Cercas: El monarca de las sombras (Penguin Random House, Barcelona, 2017) está para contrariar las expectativas emocionales y sentimentales pero falsas, está para desbaratar los relatos confortables pero deformados que nos hacemos sobre nosotros mismos, está para que mintamos menos de lo que mentimos sobre nuestro pasado personal y colectivo. La literatura está para decirle la verdad a los padres o, al menos, para que ni padres ni hijos sigan mintiendo o engañándose, queriendo o sin querer.

La verdad de la novela de Cercas es que la convalecencia de una guerra no dura cuatro días, sino cien años. El monarca de las sombras habla de los muertos cuando todavía están vivos en la memoria sentimental, y es, por tanto, una apología de la memoria histórica.

Los fantasmas vivos del pasado y del presente han vuelto a despertar con El monarca de las sombras, dice Jordi Gracia. Mañaneras voces se han puesto en guardia para recelar o combatir sus posiciones, mientras otros hemos vuelto a leer lo que dice la novela por si esta vez Cercas se había metido en un berenjenal indecoroso. Pero es fácil saber la verdad: el berenjenal es su lugar natural porque es el hábitat de la literatura que quiera ser algo más que entretenimiento, sin dejar de ser entretenimiento y emoción, narración y aventura.

Algunas de las reacciones en defensa de la memoria histórica (contra un supuesto agresor a la memoria histórica, como ya pasó con El impostor), señala, me han sacado del sopor contemplativo: como tengan razón quienes le asignan intenciones subterráneas de destruir, sabotear o enterrar de una vez la memoria histórica, mi vergüenza personal y hasta cultural va a ser infinita e irreversible. Aunque no cueste nada leer sus libros, porque se leen a todo tren, es posible que pida algo de calma comprender el dispositivo que los pone en marcha.

A mí me parece, sigue diciendo Gracia, que El monarca de las sombras está escrito contra el peso de las leyendas familiares, sentimentales y consoladoras; está escrito contra la cobardía que prefiere no saber y mantener la paz en casa. Todo él nace del coraje que por fin ha tenido Cercas para contarle a su madre —a todas las madres— la verdad de la historia de su familia y su héroe privado, y no perpetuar el consuelo legendario de la memoria familiar. Por eso no es un ataque a la memoria histórica sino una defensa radical de la memoria histórica: es una apología de la verdad del pasado sin la intoxicación interesada de la memoria sentimental de los nuestros. Las leyendas familiares mienten y fabulan porque son nuestras y no están ni contrastadas ni objetivadas, viven de generación en generación como una especie de milagroso ritual de pertenencia a la tribu que constituye cada familia, dispuesta a perseverar en el relato urdido de una sola vez e inmaculadamente incólume, sin que nadie o casi nadie decida explorar la veracidad efectiva de ese relato heredado porque hacerlo podría poner en duda su fiabilidad y romper la cadena de transmisión de padres a hijos y nietos.

Este libro no lo pudo escribir Javier Cercas hace dieciséis años, comenta, porque no había aprendido todavía a imaginarlo. Para entonces no sabía “escribir a mi modo el libro sobre Manuel Mena” que sí ha sabido ya escribir, según explica en El monarca de las sombras. Lo sé porque yo estaba allí. El resultado de aquel fracaso de hace dieciséis años fue Soldados de Salamina, que era una defensa de la razón política de la República y sobre todo corregía la ingratitud que, también en democracia, los poderes y la sociedad misma tuvieron con quienes habían perdido en España la guerra civil y habían ganado en Europa la Segunda Guerra Mundial: los exiliados y los vencidos. Eso sucedía en 2001, y con razón contribuyó decisivamente a fortalecer el impulso de las asociaciones de la memoria histórica en favor del rescate de las víctimas de la guerra y el franquismo. Pero había nacido del fracaso o la impotencia para contar la historia que no pudo o no supo contar entonces. Lo que fue imposible tantos años atrás, está hoy en El monarca de las sombras. Es el repudio de la confusión usual entre razón moral y razón política: tener la razón política no garantiza tener la razón moral y equivocar la razón política (como le sucede al joven envenenado de falangismo de El monarca de las sombras) no condena automáticamente al error moral.

Cercas, sigue diciendo, abandonó entonces esta novela que ha escrito hoy, como habríamos abandonado la mayoría de nosotros, por una razón moral que es literaria: todavía no había reunido el valor para averiguar la historia verdadera detrás de un relato de familia que era más leyenda que verdad, y más tentativo que fiable, rutinaria argamasa de emociones para mantener a la familia unida o al menos no escindida, dañada, saboteada por culpa del sabelotodo o del bocazas que rompe el pacto y se pone a desmontar el relato de toda la vida en casa.

Lo que vale para la familia vale para el país entero, señala, porque la convalecencia de una guerra no dura cuatro días sino cien años. No lo digo yo; se lo dijo Javier Pradera a Basilio Baltasar en una de las últimas entrevistas que le hicieron, en 2010. En ella evocaba esa verdad que muchos historiadores repiten pero pocos recuerdan: el duelo de una guerra dura un siglo al menos, y sólo acaba cuando ya nadie de veras, ni los tataranietos, puede vivir como experiencia propia aquel origen traumático, cuando los muertos están muertos de verdad. En eso, como en tantas otras cosas, decía Pradera, tampoco España muestra “singularidad” alguna ni un particular y maléfico “espíritu cainita”.

Hoy todavía no están muertos, afirma, y por eso El monarca de las sombras habla de los muertos cuando todavía están vivos en la memoria sentimental y afectiva de las familias a poco que hurguen, a poco que desbaraten algún relato consabido, a poco que rompan el código privado de las cosas mil veces contadas, y lo hagan después de haber averiguado contrastadamente, buscando papeles y testigos, reconstruyendo rutas y peripecias, lo que sucedió a alguien concreto en un lugar concreto y en una circunstancia concreta.

No hay cura rápida para una guerra, asegura. Mientras tanto, lo mejor que podemos hacer es no mentir en exceso, desconfiar de los relatos familiares sentimentalmente blindados y atreverse a decir la verdad con el dolor de saberla y con la alegría de hallarla. Cuando un escritor como Javier Cercas dice que la literatura cuenta la verdad no está diciendo mentiras ni hace retórica automitificadora sino que entrega el resultado de una investigación verdadera y no ficticia: contar una historia real y el modo de averiguarla. Por eso al final del libro sabe Cercas que esa historia “iba a contarla para contarle a mi madre la verdad”, aunque no le gustase, o aunque no fuese la verdad que ella esperaba sobre su familia o su antepasado en la guerra. No será ya la verdad de la leyenda o de la memoria sino la verdad de una historia que incluye la verdad de la leyenda: la novela corrige con la historia a la leyenda, sin renunciar a ella.

Esta novela sin ficción, concluye diciendo, es por tanto una auténtica apología de la memoria histórica, si la memoria histórica aspira a restituir la verdad de la historia además de restituir la dignidad, el decoro y la decencia de las víctimas de la guerra civil y el franquismo. La buena literatura está para contrariar las expectativas emocionales y sentimentales pero falsas, está para desbaratar los relatos confortables pero deformados que nos hacemos sobre nosotros mismos, está para que mintamos menos de lo que mentimos sobre nuestro pasado personal y colectivo. La literatura está para decirle la verdad a los padres o, al menos, para que ni padres ni hijos sigan mintiendo o engañándose, queriendo o sin querer.

Hasta aquí, la reseña de Jordi Gracia sobre la novela testimonio, o el testimonio novelado, de Javier Cercas titulada El monarca de las sombras, que he leído, de nuevo gracias a los impagables servicios de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, en menos de veinticuatro horas; de un tirón, como quien dice. Al final del mismo, en sus últimas páginas, Cercas teje un estremecedor alegato sobre la vida y la muerte, la memoria y el olvido, el heroísmo y la cobardía, la gloria y la derrota, que a lo largo de todo el libro ha ido dejando traslucir mediante el recurso, implícito, a unos versos del Canto XI de la Odisea de Homero que solo ahora explicitan su sentido y dan título a su libro: El monarca de las sombras. Se trata del momento de la Odisea en que Ulises visita en la mansión de los muertos a Aquiles y le dice que él era el más grande los héroes, que derrotó a la muerte con su bella muerte (la kalos thanatos), el hombre perfecto a quien todo el mundo admiraba, que a la luz de la vida era como un sol, y que ahora debe ser como un monarca en el reino de las sombras y no debe de lamentar la existencia perdida. Y entonces, Aquiles, le responde con estos versos:


No pretendas, Ulises, preclaro, buscarme consuelos
de la muerte, que yo más querría ser siervo en el campo
de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa
que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron.



Ulises en el reino de los muertos



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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jueves, 23 de febrero de 2017

[A vuelapluma] Hoy hace 36 años del 23-F. Una vivencia personal





Hacía tiempo que no había tenido una racha tan febril de lectura como la de aquel mes, comentaba en mi entrada del 7 de febrero de 2014. En apenas una semana, había leído dos libros de historia: Breve historia del mundo contemporáneo. Desde 1776 hasta hoy, de Juan Pablo Fusi, y La herencia viva de los clásicos. Tradiciones, aventuras e innovaciones, de Mary Beard;  dos novelas: El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson, y Escenas de la vida rural, de Amos Oz; y uno de memorias. En total, algo más de 1500 páginas. El último, el de memorias, de Fernando Ónega, que llevaba por título Puedo prometer y prometo. Mis años con Adolfo Suárez (Plaza y Janés, Barcelona, 2013) me había emocionado especialmente. En gran medida, porque tuve la fortuna de conocer personalmente a Adolfo Suárez y colaborar con él en la aventura de la UDPE como secretario general del partido en Las Palmas. Su lectura me había hecho recordar acontecimientos que se iban diluyendo en la memoria con el paso de los años. Uno de ellos, sin duda, el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, del que ya he escrito en anteriores entradas.

Hoy se cumplen treinta y seis años del mismo. A estas alturas, ya es historia. Los responsables fueron juzgados, condenados, cumplieron sus penas o fueron indultados cuando el Gobierno lo consideró conveniente. Pero es una fecha para el recuerdo. Recuerdo para el que yo no guardo ningún sentimiento especial salvo el de la enorme vergüenza que sentí aquella tarde-noche de 1981. Hasta que el Rey pudo leer su discurso por televisión. Como para muchos españoles, para mí, con él terminó la zozobra, pero la vergüenza persistiría por mucho tiempo. Mejor dicho, todavía persiste, porque aunque me resisto a ello, cuando ponen las imágenes de aquellos traidores a su patria, su rey, sus conciudadanos y su honor, asaltando a tiro limpio el Congreso de los Diputados, se me viene el rubor a las mejillas y la vergüenza me impide articular palabra.

Aquella tarde de invierno de 1981 estaba esperando en la biblioteca del Centro Asociado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) en Las Palmas a que fuera la hora del coloquio de una de las asignaturas, no recuerdo cuál, de la licenciatura en Geografía e Historia que correspondía aquel día. Un alumno llegó a la biblioteca y comentó que habían asaltado el Congreso en plena sesión de investidura de Calvo Sotelo como presidente del Gobierno. Bajé enseguida al coche, que tenía aparcado en la puerta misma del centro y me puse a oir emisoras de radio. Ninguna era capaz de concretar nada, salvo que se había interrumpido la sesión en el Congreso ante la entrada de guardias civiles armados, que había habido disparos... Y poco más. Busqué un teléfono público y llamé a casa. No me contestó nadie, y entonces me acordé que aquella tarde mi mujer había quedado en visitar a algunos clientes con el director regional del Banco para el que ella y yo trabajábamos en aquel entonces. Volví a casa tras recoger a nuestras hijas, de 12 y 2 años que estaban con su abuela. Mi mujer llegó poco después; no sabía nada sobre lo que había ocurrido, así que nos pusimos a oír la radio. Llamamos, sin problema en las líneas, a mis padres y mis dos hermanos que vivían en Madrid. Nos contaron que las calles estaban tranquilas, y la gente atenta en sus casas, pegadas a las radios en espera de noticias que no llegaban. No logro recordar que tipo de sentimientos me embargaban en ese momento. Desde luego no eran de temor, miedo o algo similar, a pesar de ser sindicalista en activo con responsabilidades en la Unión General de Trabajadores (UGT), en aquella época el sindicato hermano del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), el partido mayoritario de la oposición en el que yo militaba por aquel entonces. Más bien los sentimientos que me embargaban eran los de incredulidad, estupor y vergüenza; sí, mucha vergüenza, porque de nuevo España fuera protagonista de una asonada militar a lo siglo XIX. Lo había estudiado en profundidad por aquellas fechas en la universidad y el recuerdo era irremediable. La angustia y la incertidumbre duraron hasta el momento de ver al Rey por televisión. Después de verlo mi mujer y yo nos fuimos a dormir, agotados pero tranquilos. El golpe, o lo que intentara ser, estaba claro que había fracasado. A la mañana siguiente acudimos a nuestro trabajo, no como siempre de ánimo, pero acudimos. A medida que fueron transcurriendo las horas, el intento de golpe de Estado fue tomando el formato de un esperpento valleinclanesco. Ver salir por las ventanas del Congreso, arrojando sus armas al suelo, a numerosos guardias civiles de los que habían participado en el asalto, que se entregaban brazos en alto a las fuerzas de policía que rodeaban el edificio, era un espectáculo en el que uno, como espectador, no sabía muy bien si reír o llorar.

Hace unos años Televisión Española puso en antena por estas mismas fechas una miniserie de ficción de dos capítulos titulada 23-F: El día más difícil del rey, dirigida por Silvia Quer, que batió todos los récords de audiencia del país durante las dos jornadas en que se emitió. Aunque algunos medios la tildaron de oportunista y falta de rigor, a mi, personalmente, me gustó y me emocionó. Y por el número de espectadores que la vieron, parece que también interesó a bastantes españoles. Quiero suponer que sobre todos a los que por aquellos años teníamos ya edad suficiente para darnos cuenta de lo que pudo suponer.

Por abril del año 2014, la periodista Pilar Urbano sacó de la imprenta un nuevo libro sobre el "23-F". No pienso leerlo, me dije entonces. Y lo cumplí. Y eso que no suelo hacer juicios de valor tan radicales, pero bastantes tonterías se leen cada día como para encima pagarlas de mi bolsillo y perder mi tiempo en ellas. Su libro me pareció entonces, y sigue pareciéndome ahora -sin leerlo- mero oportunismo comercial. No podía ser casualidad, decía en mi entrada, que se publicara nada más morir uno de sus protagonistas, si bien es cierto que desde muchos años atrás esa persona, el expresidente Adolfo Suárez, estuviera fuera de toda posibilidad de confrontar la realidad de los hechos con las ocurrencias de doña Pilar. Sobre el otro protagonista, el rey Juan Carlos, sabía doña Pilar que no iba a abrir la boca; porque no debía y no tanto  porque no quisiera. Pero la provocación y la maledicencia son productos recalcitrantes en la pluma de la señora Urbano, y no merece la pena insistir sobre ello. 

La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura; lo decía mi amigo, el ilustrado François Marie Arouet, alias Voltaire, a mediados del siglo XVIII, y creo que su admonición no ha perdido ni un ápice de vigencia. La verdad histórica nunca es definitiva por principio; la formulan los historiadores a través del examen, interpretación y comentario riguroso de los testimonios documentales y materiales existentes en cada momento. La verdad judicial la establecen los jueces y tribunales, y como se suele decir, para bien y para mal, eso va a misa cuando adquiere la condición de cosa juzgada. Todo lo demás es oportunismo, maledicencia o manipulación descarada, que es lo que suele hacer doña Pilar Urbano con extremada fortuna editorial.

Una de las personas que más y mejor ha escrito sobre el "23-F" y el papel de Suárez y del rey Juan Carlos en el mismo ha sido el escritor Javier Cercas. El 1 de abril de ese año 2014 escribía en el diario El País un artículo, titulado El hombre que mató a Francisco Franco, en el que decía, literalmente, que  "tras su muerte [la de Adolfo Suárez], hemos escuchado estos días muchas obscenidades, mentiras y vilezas". Entre ellas, sin nombrarla, las de Pilar Urbano. Va a hacer ocho años, mientras paseaba con mis nietos por la calle Triana de Las Palmas, compré en la Librería Atlántico el libro que Javier Cercas escribió sobre el "23-F": Anatomía de un instante (Mondadori, Barcelona, 2009). Lo comencé a leer esa mismo noche y lo terminé dos días más tarde bajo el porche de nuestra casa de Maspalomas. No voy a hacer una crítica del libro de Cercas (las recibió, y muy duras también, como sobre el artículo citado más arriba); ni textual, ni de ningún otro tipo. Que cada uno de sus lectores saque sus propias conclusiones. Pero tengo la sacrílega (para algunos) costumbre de rellenar con anotaciones, pensamientos a vuelapluma, preguntas, interrogantes y signos de admiración, amén de subrayados y líneas al margen, las páginas de los libros que leo. Cuando son de mi propiedad, claro está. El número de anotaciones no es signo indiscutible de nada, pero sí, al menos, de que me ha interesado lo que leía.

Mi primera anotación al texto de Anatomía de un instante la realizo al margen de la página 208 y dice así: "Yo, ese día, lo único que sentí fue una vergüenza inmensa". Y lo que la ha motivado es el párrafo en el que Javier Cercas habla de las similitudes entre la ocupación del Congreso de los Diputados por el teniente coronel Tejero, en 1981, y la de la mítica entrada a caballo en el hemiciclo, en 1874, del general Pavía. Mítica, sí, porque Pavía nunca entró a caballo en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo, sino a pie, ante lo cual los diputados republicanos salieron de las Cortes en desbandada. En 1904, Nicolás Estébanez, grancanario como yo, poeta, político liberal, revolucionario y republicano que acabó monárquico, y treinta años atrás diputado en las Cortes de 1873, escribiendo sobre ese hecho, comentó: "No rehuyo la parte de responsablidad que pueda corresponderme en la increíble vergüenza de aquel día; todos nos portamos como unos indecentes". Y afirma Javier Cercas al respecto: "Aún no han transcurrido treinta años desde la asonada de Tejero, y que yo sepa, ninguno de los diputados presentes el 23 de febrero en el Congreso ha escrito nada semejante". Y en la página siguiente, la 209, afirma con rotundidad: "Ésa fue la respuesta popular al golpe: ninguna. Mucho me temo que, además de no ser una respuesta lúcida, no fuera una respuesta decente". Totalmente de acuerdo con él. Y esa es una más de las razones de mi vergüenza esa fatídica tarde: los españoles (entre los que me incluyo, claro está) ese día nos quedamos sentados ante la radio viéndolas venir... A partir de esa pagina las anotaciones se van a ir sucediendo con profusión.

Anatomía de un instante es el relato-crónica pormenorizado, detallista y exhaustivo del golpe de estado del 23 de febrero. Del "por qué", del "cómo" y los "por quién". De la "placenta" del golpe, como la denomina Cercas, de su desarrollo y de sus consecuencias. Y su título hace referencia a ese momento, clave, en que tras los disparos de los guardias civiles en el interior del hemiciclo, como en el fotograma congelado de una película, aparte de los asaltantes, sólo el en aquel momento presidente del Gobierno, Adolfo Suárez; su vicepresidente, el general Gutiérrez Mellado, y el diputado y secretario general del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo, permanecen impertérritos en sus escaños mientras las balas silban a su alrededor. A explicar el "por qué" de ese hecho y a reivindicar históricamente sus figuras, y el protagonismo y responsabilidad que tuvieron en la génesis del 23-F, está destinado buena parte del libro.

La última de mis anotaciones está en la páginas 434 (el libro tiene 437 sin contar notas y apéndices), y no es tal, sino un subrayado de diez líneas que dicen lo siguiente: "El franquismo fue una mala historia, pero el final de aquella historia no ha sido malo. Pudo haberlo sido: la prueba es que a mediados de los setenta muchos de los más lúcidos analistas extranjeros auguraban una salida catastrófica de la dictadura; quizá la mejor prueba es el 23 de febrero. Pudo haberlo sido, pero no lo fue, y no veo ninguna razón para que quienes por edad no intervinimos en aquella historia no debamos celebrarlo; tampoco para pensar que, de haber tenido edad para intervenir, nosotros hubiésemos cometido menos errores que los que cometieron nuestros padres".

La del libro de Cercas es en todo caso una lectura recomendable para los que tenemos edad para recordar lo que pasó aquel día, asumiendo nuestra cuota de responsabilidad personal e histórica; y para los que no tenían edad para recordarlo y mucho menos comprenderlo, para que aprendan el valor de la libertad, los sacrificios de su conquista, y la facilidad con que ésta puede perderse por la estupidez y la ambición y la soberbia de los hombres. 

El diario El País dedicó el pasado año a la efeméride un amplio reportaje multimedia que pueden seguir si lo desean en este enlace.




Suárez y Gutiérrez Mellado se enfrentan a los golpistas en el Congreso


Desde el trópico de Cáncer acaba de recibir hace un instante su visita número 500.000. Muchísimas gracias a todos sus lectores. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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martes, 3 de enero de 2017

[A vuelapluma] El infantilismo de Garzón (y de algunos otros)





El infantilismo de que hace gala buena parte de nuestra actual clase política de izquierdas no es solo producto de la edad, algo de lo que, lógicamente, no tienen culpa alguna, sino de que todo lo han aprendido, y encima mal, en los libros. Afortunados ellos que no han tenido que aprender nada de la vida a base de pegarse hostias con la realidad. En eso se parecen bastante a los fascistas europeos de entreguerras y a los falangistas españoles de 1933 que preconizaban apartar de toda actividad política a los menores de treinta años. 

Entre esos jóvenes políticos destacan los dirigentes de Unidos-Podemos, casi todos ellos profesores de las facultades de Ciencias Políticas españolas. Alberto Carlos Garzón Espinosa (Logroño, 1985) no ha salido de ellas, pero se les parece bastante. Político y economista, militante del PCE y de Izquierda Unida, es desde 2003 diputado en el Congreso y desde 2016 coordinador federal de Izquierda Unida, formación que ha entregado atada pies y manos, junto al histórico PCE, a las aguerridas y juveniles huestes podemitas.

Una de las características más originales de estos jóvenes políticos, de los que el señor Garzón forma parte por edad y deformación ideológica, es su olvido voluntarioso y su altivo desprecio por la Transición y lo que ella representó para los que teníamos su edad cuando los españoles retomaron su destino con un esfuerzo lleno de generosidad que ellos ignoran y menosprecian y que se han encontrado hecho gracias al sacrificio y denuedo de sus padres y abuelos.

El señor Garzón, que cuando murió el dictador todavía no había sido pensado ni siquiera como proyecto vital por sus padres, que para cuando vino al mundo ya había cumplido siete años la Constitución que le ampara aunque no le gusta, que habían pasado ocho de la matanza por la ultraderecha de los abogados laboralistas del PCE, y cuatro de que los golpistas del 23-F estuvieran en la cárcel, se ha permitido insultar y despreciar la memoria de sus mayores, en la persona de Santiago Carrillo, acusando a este último y al eurocomunismo de "izquierda domesticada", lo que es una flagrante injusticia histórica aparte de una absoluta falta de respeto a Carrillo y a los militantes comunistas de la Transición, esa que él, que ellos, desprecian con inmadura y juvenil soberbia ignorancia.

Javier Cercas, (Cáceres, 1962) también es joven para los parámetros vitales de hoy. Escritor, columnista habitual de El País,  filólogo y profesor universitario, su obra es fundamentalmente narrativa y se caracteriza por la mezcla de géneros literarios, el uso de la novela testimonio y la mezcla de crónica y ensayo con ficción. Merecen mención especial sus Soldados de Salamina, La velocidad de la luz, y la exitosa crónica del golpe de Estado del 23-F titulada Anatomía de un instante, o la más reciente de El impostor.

En El País Semanal de ayer, primer día del año, Javier Cercas le dedica una acerada crítica a Alberto Garzón titulada La dignidad del PCE, en la que le acusa de faltar al respeto histórico debido al eurocomunismo en general y a Santiago Carrillo en particular por su papel en la transición española a la democracia. Apreciación que comparto de la primera a la última línea.

El que no sabe de donde viene difícilmente sabe adónde va, señala Cercas al comienzo de su artículo. Es lo que me digo, añade, desde que estalló la polémica entre Gaspar Llamazares, excoordinador de Izquierda Unida, y Alberto Garzón, líder actual de la coalición. Todo empezó cuando Garzón declaró a este periódico que el populismo de Íñigo Errejón cometía el mismo error que el eurocomunismo de Santiago Carrillo, secretario general del PCE durante el cambio de la dictadura a la democracia: la moderación. No es la primera vez que Garzón desdeña el papel desempeñado durante la Transición por el PCE, partido integrado en IU y en el que él mismo milita: hace unos meses afirmó que en aquella época el PCE ejerció de “izquierda domesticada” por los poderes políticos. Ahora, sin embargo, la respuesta de Llamazares no se hizo esperar: afirmó que “asimilar eurocomunismo a populismo es historia ficción”, denunció la superficialidad del análisis histórico de Garzón, concluyó: “Someter a una causa general a la izquierda de la Transición y la estrategia del PCE no es nuevo; lo raro es que lo asuma un dirigente del PCE”: "El PCE hizo durante la transición lo contrario de lo que hacen los populistas; no cargó la responsabilidad sobre las espaldas de otros, sino que, como había hecho durante el franquismo, las cargó sobre sí mismo".

Llamazares acierta de lleno, sigue diciendo Cercas. Dejemos de lado la disparatada equiparación entre eurocomunismo y populismo: baste decir que el PCE nunca se rebajó a atizar en democracia “el enfrentamiento entre pueblo y representantes”, la forma de demagogia que, como recuerda el propio Llamazares, define al populismo actual. Pero el acierto de Llamazares apunta a algo mucho más importante, que podría formularse así: uno de los errores fundamentales de la izquierda española consiste en haberle entregado el mérito de la Transición a la derecha, lo que a ésta le permite presentarse como casi única constructora de la democracia. Se trata de una flagrante falsificación histórica. La verdad es que la derecha española no quería la democracia, o quería una democracia tan limitada que apenas puede llamarse democracia; fue la izquierda –y muy en especial el PCE– quien empujó hasta conseguir una democracia plena. Por supuesto, el resultado no fue el que la izquierda quería; pero tampoco el que quería la derecha: el resultado fue un pacto. En eso consiste la política democrática: en ceder en lo accesorio para no ceder en lo esencial. Para el PCE de aquella época, al cabo de 3 años de guerra y 40 de dictadura, lo esencial era la democracia: la construcción de un sistema político donde todos cupiésemos. Eso fue lo que se consiguió. Y a eso contribuyó decisivamente el PCE, que desde finales de los años cincuenta apostaba por la reconciliación nacional, por no ajustar cuentas con el pasado y por lo que luego se llamaría la “ruptura pactada”. Si se recuerda que quienes proponían tal cosa eran gentes que habían llevado el peso brutal de la lucha antifranquista y que habían padecido exilio, persecución y a veces cárcel y tortura, se entenderá por qué ésa era una apuesta heroica. El PCE hizo durante la Transición lo contrario de lo que hacen los populistas: no cargó la responsabilidad sobre las espaldas de otros, sino que, como había hecho durante el franquismo –cuando protagonizó casi a solas el combate contra la dictadura–, las cargó sobre sí mismo, responsabilizándose de la construcción de la democracia. Todo hubiese podido salir mejor, claro; pero también hubiese podido salir peor, incluso mucho peor. Sea como sea, acusar a esa gente de ser una “izquierda domesticada” –a ellos, que se jugaron la vida contra el franquismo y le obligaron a aceptar la democracia durante la Transición– me parece no sólo despreciar lo mejor de la historia del comunismo español, sino faltarles al respeto que se ganaron; acusarlos de eso ahora, desde la comodidad de una vida transcurrida por entero en democracia –a ellos, que conocieron medio siglo de penalidades–, me parece una injusticia brutal.

Es una injusticia, termina diciendo, que quienes no hicimos la Transición cometemos en los últimos tiempos con frecuencia. Si nuestros hijos nos tratan con la misma petulancia ignorante y despectiva con que nosotros tratamos a nuestros padres, lo pagaremos caro. Por lo demás, no me extraña que Garzón tenga problemas en IU. Quien no sabe de dónde viene difícilmente sabe adónde va. O como digo yo: la locura juvenil es una enfermedad que acaba pasándose con el tiempo.



Alberto Garzón



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 2 de junio de 2014

La abdicación del Rey



Juan Carlos I, rey de España


Vivir es tener una historia que contar a quienes vienen después. Los nacidos después del 20 de noviembre de 1975 nunca podrán saber ni comprender la mezquina historia que nos tocó vivir a los que vinimos al mundo en la España recien comenzada la segunda mitad del pasado siglo. Los que critican la democracia actual demuestran no tener una idea muy clara -si nacieron después de esa fecha-, ni memoria -si nacieron antes de ella-, de como era la España que nos tocó vivir a nosotros, nuestros padres y nuestros abuelos.

Ahora, en el momento de su marcha, solo un "gracias, Señor", que sale de lo más profundo de mi corazón. Y allá los demás que hagan y digan lo que quieran desde el fondo de los suyos.

Comparto plenamente los puntos de vista que el escritor Javier Cercas expone en su artículo "Sin el rey no habría democracia", y sobre todo el párrafo final del mismo: "hay que ser lo más crítico posible con el duro presente que está viviendo ahora mismo tanta gente a nuestro alrededor, pero ignorar que los casi cuarenta años de reinado de Juan Carlos I han sido los mejores de nuestra historia moderna, los de mayor libertad y prosperidad, es simplemente ignorar nuestra historia. Y esa ignorancia de nuestro presente puede devolvernos lo peor de nuestro pasado". 

Será por eso de la casta, pero frente a los que se suben al carro del oportunismo, me siento orgulloso de formar parte del gremio (o casta) de los historiadores que como el profesor Juan Pablo Fusi: "De la democracia en España", alertan del enorme error de reabrir una herida que la Constitución de 1978 cerró definitivamente. Los pueblos que no recuerdan su historia están condenados a repetirla. Yo no deseo eso para el mío. 

Sean felices, por favor, y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




Estandarte personal del rey Juan Carlos I



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lunes, 14 de abril de 2014

Pilar Urbano y el 23-F




La escritora Pilar Urbano



No he leído el nuevo libro de Pilar Urbano sobre el "23-F" y no pienso hacerlo en el futuro. Tampoco suelo hacer juicios de valor tan radicales, pero bastantes tonterías se leen cada día como para encima pagarlas de mi bolsillo y perder mi tiempo en ellas. Su libro me parece mero oportunismo comercial. Y también supongo que es casualidad que se publique nada más morir uno de sus protagonistas, si bien es cierto que desde muchos años atrás esa persona, el expresidente Adolfo Suárez, estuviera fuera de toda posibilidad de confrontar la realidad de los hechos con las ocurrencias de doña Pilar. Sobre el otro protagonista, el rey, sabe que no va a abrir la boca; porque no puede, no porque no quiera. Pero la provocación y la maledicencia son productos recalcitrantes en la pluma de la señora Urbano. 

La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura... Lo decía mi amigo, el ilustrado François Marie Arouet, alias Voltaire, a mediados del siglo XVIII y creo que su admonición no ha perdido ni un ápice de vigencia. La verdad histórica -nunca definitiva por principio- la formulan los historiadores a través del examen, interpretación y comentario riguroso de los testimonios documentales y materiales existentes en cada momento. La verdad judicial la establecen los jueces y tribunales, y como se suele decir, para bien y para mal, eso va a misa cuando adquiere la condición de cosa juzgada. Todo lo demás es oportunismo, maledicencia o manipulación descarada, que es lo que suele hacer doña Pilar Urbano con extremada fortuna editorial, por lo que parece.

Una de las personas que más y mejor ha escrito sobre el 23-F y el papel de Suárez y del rey Juan Carlos en el mismo ha sido el escritor Javier Cercas. En fecha tan reciente como el pasado 1 de abril, escribía en el diario El País un artículo, titulado "El hombre que mató a Francisco Franco", en el que dice, literalmente, que  "tras su muerte [la de Adolfo Suárez], hemos escuchado estos días muchas obscenidades, mentiras y vilezas". Entre ellas, sin nombrarla, las de doña Pilar.


Va a hacer cinco años dentro de unos días, mientras paseaba con mis nietos por la calle de Triana en Las Palmas, compré en la Librería Atlántico el libro que Javier Cercas escribió sobre el "23-F": "Anatomía de un instante" (Mondadori, Barcelona, 2009). Lo comencé a leer esa mismo noche y lo terminé dos días más tarde bajo el porche de nuestra casa de Maspalomas. No voy a hacer una crítica del libro de Cercas (las recibió, y muy duras también, como la del enlace de más arriba) ni textual, ni de ningún otro tipo. Que cada uno de los lectores saque sus propias conclusiones. Pero tengo la sacrílega (para algunos) costumbre de rellenar con anotaciones, pensamientos a vuela pluma, preguntas, interrogantes y signos de admiración, amén de subrayados y líneas al margen, las páginas de los libros que leo. Cuando son de mi propiedad, claro está. El número de anotaciones no es signo indiscutible de nada, pero sí, al menos, de que me ha interesado lo que leía.

Mi primera anotación al texto de "Anatomía de un instante" la realizo al margen de la página 208 y dice así: "Yo, ese día, lo único que sentí fue una vergüenza inmensa". Y lo que la ha motivado es el párrafo en el que Javier Cercas habla de las similitudes entre la ocupación del Congreso de los Diputados por el teniente coronel Tejero, en 1981, y la de la mítica entrada a caballo en el hemiciclo, en 1874, del general Pavía. Mítica, sí, porque Pavía nunca entró a caballo en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo, sino a pie, ante lo cual los diputados republicanos salieron de las Cortes en desbandada. En 1904, Nicolás Estébanez, grancanario como yo, poeta, político liberal, revolucionario y republicano que acabó monárquico, y treinta años atrás diputado en las Cortes de 1873, escribiendo sobre ese hecho, comentó: "No rehuyo la parte de responsablidad que pueda corresponderme en la increible vergüenza de aquel día; todos nos portamos como unos indecentes". Y afirma Javier Cercas al respecto: "Aún no han transcurrido treinta años desde la asonada de Tejero, y que yo sepa, ninguno de los diputados presentes el 23 de febrero en el Congreso ha escrito nada semejante". Y en la página siguiente, la 209, afirma con rotundidad: "Ésa fue la respuesta popular al golpe: ninguna. Mucho me temo que, además de no ser una respuesta lúcida, no fuera una respuesta decente". Totalmente de acuerdo con él. Y esa es una más de las razones de mi vergüenza esa fatídica tarde: los españoles (entre los que me incluyo, claro está) ese día nos quedamos sentados ante la radio viéndolas venir... A partir de esa pagina las anotaciones se van a ir sucediendo con profusión.

"Anatomía de un instante" es el relato-crónica pormenorizado, detallista y exhaustivo del golpe de estado del 23 de febrero. Del "por qué", del "cómo" y los "por quién". De la "placenta" del golpe, como la denomina Cercas, de su desarrollo y de sus consecuencias. Y su título hace referencia a ese momento, clave, en que tras los disparos de los guardias civiles en el interior del hemiciclo, como en el fotograma congelado de una película, aparte de los asaltantes, sólo el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez; su vicepresidente, el general Gutiérrez Mellado, y el diputado y secretario general del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo, permanecen impertérritos en sus escaños mientras las balas silban a su alrededor. A explicar el "por qué" de ese hecho y a reinvindicar históricamente sus figuras, y el protagonismo y responsabilidad que tuvieron en la génesis del 23-F, está destinado buena parte del libro.

La última de mis anotaciones está en la páginas 434 (el libro tiene 437 sin contar notas y apéndices), y no es tal, sino un subrayado de diez líneas que dicen lo siguiente: "El franquismo fue una mala historia, pero el final de aquella historia no ha sido malo. Pudo haberlo sido: la prueba es que a mediados de los setenta muchos de los más lúcidos analistas extranjeros auguraban una salida catastrófica de la dictadura; quizá la mejor prueba es el 23 de febrero. Pudo haberlo sido, pero no lo fue, y no veo ninguna razón para que quienes por edad no intervinimos en aquella historia no debamos celebrarlo; tampoco para pensar que, de haber tenido edad para intervenir, nosotros hubiésemos cometido menos errores que los que cometieron nuestros padres".

Es en todo caso una lectura recomendable para los que tenemos edad para recordar lo que pasó aquel día, asumiendo nuestra cuota de responsabilidad personal e histórica; y para los que no tenían edad para recordarlo y mucho menos comprenderlo, para que aprendan el valor de la libertad, los sacrificios de su conquista, y la facilidad con que ésta puede perderse por la estupidez y la ambición y la soberbia de los hombres. 

Termino esta entrada invitándoles a releer lo que escribía hace unas semanas en el blog en el aniversario del intento de golpe de Estado: "El 23-F, 33 años después. Un recuerdo personal". Espero que les resulte interesante. 

 Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





El escritor Javier Cercas




Entrada núm. 2054
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