Mostrando entradas con la etiqueta Historia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Historia. Mostrar todas las entradas

viernes, 26 de junio de 2020

[PENSAMIENTO] Sobre la necesidad de la cultura y el museo



Patio central del Museo del Louvre, París


"La actual situación de emergencia sanitaria a nivel global ha reabierto el viejo debate en torno a la necesidad y perentoriedad de la cultura en una situación de crisis económica, -escribe [«Famélico estáis. Es que no como» Sobre la necesidad de la cultura y del museo] el profesor Fernando Checa, catedrático de catedrático de Historia del Arte en la Universidad Complutense y exdirector del Museo del Prado en el último número de Revista de Libros-. Se trata de una cuestión que va más allá de los problemas en torno a su financiación, aunque, finalmente, siempre acabe concretándose en términos económicos. Dada la amplitud del tema nos centraremos en uno de los ámbitos más significativos de la cultura en los tiempos actuales, como es el de los museos de arte, aunque sin perder de vista, como haremos al final, una perspectiva de carácter general.

Sentido antropológico del museo y de la colección: Como punto de partida comentaremos el primer capítulo de uno de los trabajos pioneros acerca de la historia de los museos. Nos referimos al libro de Julius von Schlosser que lleva por título (en la edición española) Las cámaras artísticas y maravillosas del Renacimiento tardío, publicado en Leipzig en la temprana fecha de 1908. 

Para explicar el origen de los museos, nuestro autor comienza ubicándose no sólo en el ámbito de la antropología, sino incluso en el de la etología o comportamiento animal, aludiendo, un tanto irónicamente, al «coleccionismo» de la gazza ladra o urraca ladrona. Para ello cita los estudios sobre el comportamiento animal de Karl Groos, publicados a fines del siglo XIX y comienzos del XX: Juegos de animales, de 1896; Juegos humanos, de 1899; Vida del alma infantil, de 1903, entonces muy en boga.

Estas primeras colecciones a las que Schlosser se refiere son, antes que colecciones propiamente dichas, «reuniones de objetos». Por ello, habría que recordar que el tema del estatus del objeto era una de las cuestiones que más interés habían suscitado en la segunda mitad del siglo XIX, debido a la proliferación de los mismos producida por la moderna sociedad industrial. El objeto, excesivamente decorado la más de las veces con un pésimo gusto, había invadido ciudades y casas y no siempre se caracterizaba por su calidad. 

Pero a Schlosser no le interesaba tanto llamar la atención sobre este último aspecto, como habían hecho los movimientos de las Arts and Crafts anglosajonas, ni tampoco criticar la aproximación materialista al ornamento del arquitecto Gottfried Semper, quien pensaba que el aspecto exterior y la estética de un edificio tenían mucho que ver con su misma textura y materialidad. Era este un punto de vista y una idea que, sin embargo, sí interesaba a su colega del Museo de Artes Decorativas de Viena, Alois Riegl, que lo desarrolló en una obra tan importante y de tanta repercusión en el ambiente vienés como fue Stilfragen: Grundlegungen zu einer Geschichte der Ornamentik  (Cuestiones de estilo. Fundamentos de una historia de la ornamentación), publicada en 1893, y que, a través del concepto de «voluntad artística» (Kunstwollen), introducía un aspecto espiritual e inmaterial en el análisis del ornamento.

Los intereses de Schlosser se orientaban más bien hacia la idea del lujo, el adorno y el hedonismo propios del capitalismo moderno, área trabajada ya por sociólogos alemanes de fines del XIX como Max Weber o Werner Sombart. El último publicó en 1913 una obra de significativo título: Lujo y Capitalismo. El primero de ellos, en su fundamental Economía y Sociedad, aparecido póstumamente en 1929, pero que recogía ideas ya escritas con anterioridad, dice lo siguiente en unas palabras recogidas por su discípulo Norbert Elias: «El lujo, en el sentido de rechazo de la orientación racional del uso no es, para el estrato de los señores feudales, “superfluo”, sino un medio de autoafirmación social». Como veremos, el debate en torno a la justificación, o, conversamente, crítica del lujo y de lo pretendidamente superfluo, resultará esencial en nuestro razonamiento.

Schlosser se fundamenta, todavía en mayor medida que en estos supuestos históricos o sociológicos, en las ideas que sobre el juego había expuesto Friedrich Schiller, patentes en sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad (1795), recientemente traducidas al español. «… Quizá, dice el alemán, desde hace un buen rato habríais querido replicarme que al hacer de la belleza un mero objeto de juego, la he degradado y puesto al nivel de ciertas actividades frívolas a las que siempre se ha dado ese nombre. ¿Acaso no va contra el concepto de razón y la dignidad de la belleza, que a fin de cuentas se consideran un instrumento de la cultura, reducirlas a un simple juego?». Schiller concluye más adelante con estas famosas palabras: «Porque, en suma, el hombre solo juega cuando es humano en la acepción plena del término, y solo es plenamente humano cuando juega. (Los griegos) guiados por la verdad de este principio, hicieron desaparecer del semblante de los bienaventurados dioses la seria expresión y el esfuerzo que arruga la mejilla de los mortales… Liberaron a los eternamente dichosos de las ataduras de toda obligación, de toda preocupación, y convirtieron el ocio y la indiferencia en el destino de la condición divina, envidiada por los hombres».

El propio Schlosser cita también como fuente de sus razonamientos Los Ensayos de Montaigne, al que califica como el hombre más inteligente de su época. Decía el francés, en pleno siglo XVI: «Los juegos de niños, no son juegos, y es preciso juzgarlos como sus acciones más serias» (Ensayos, I, 23).

La postura de Schlosser en torno a lo superfluo sería, entonces, muy distinta a la de su compatriota y contemporáneo, el arquitecto Adolf Loos, quien, en 1906, es decir, por las mismas fechas, publicó su influyente ensayo Ornamento y Delito3. Mientras que el historiador y conservador del museo se interesaba en la estrecha relación que existía entre la noción de posesión personal de un bien no necesariamente útil, y la idea de la superfluidad del ornamento, el arquitecto consideraba lo superfluo y ornamental nada menos que un delito. Schlosser se refería incluso al ornamento del propio cuerpo del hombre como una de las fuentes más profundas, de carácter antropológico, para fundamentar las artes plásticas, algo de lo que abominaba Loos, quien, en su escrito de 1906, cifraba los principios de la arquitectura y el gusto modernos en la sencillez y en la huida de todo lo innecesario y ornamental. Mientras que Loos criticaba el exceso de adornos en edificios, muebles y vestidos, Schlosser llamaba la atención acerca del hombre primitivo que se desplaza con su propia colección de tesoros, lleva encima lo que más aprecia e incluso decora, con el tatuaje, su propia piel.

Prácticas similares, la del tatuaje también, abundan, decía, actualmente en Europa, incluso en sus manifestaciones más vulgares. Schlosser alude a las vitrinas de comercios de pequeñas ciudades que muestran las fotos y los trofeos deportivos y los compara con retratos de personajes históricos, como el Retrato de Abraham Grafeus, obra del pintor Corneille de Vos, del Museo de Bellas Artes de Amberes, que porta, de manera ostentosa y autoexhibitiva, las medallas de la Guilda de San Lucas, de las que era propietario.

Estas manifestaciones no habrían de interpretarse solamente como muestras de vanidad, ni como signos del placer elemental en portar el adorno. Leamos: «Estas brillantes futilidades se convierten a menudo para su posesor en símbolos de autoridad y de actividad, de prestigio y, finalmente, de poder, y gracias a esta significación adquieren sentido para los demás. Se han convertido en valores que forman parte integrante de la vida social. Y en cualquier lugar donde un individuo establece su dominio sobre un número mayor o menor de sus semejantes, se ven aparecer signos de este género». Terminaba aludiendo al reciente conocimiento del arte y ornato de pueblos «primitivos», a través de la exposición en Europa de los tesoros africanos de Benin, que revelaron en el continente la amplitud del tesoro de pueblos muy lejanos a la cultura europea.

El libro de Schlosser, cuyo primer capítulo hemos glosado con cierto detenimiento, es, en realidad, un estudio del coleccionismo europeo de tipo cortesano, que se centra, sobre todo, en determinados despliegues, de sentido más o menos museístico y exhibitivo, propios del Norte de Europa, comenzando por los de los duques de Berry en el siglo XV, y centrándose en lo que sucedió en el imperio habsbúrgico en la segunda mitad de la siguiente centuria, concretamente en los objetos reunidos por el archiduque Fernando II del Tirol y su colección del castillo de Ambras (Innsbruck), y en la del emperador Rodolfo II en Viena y Praga. A estos dos personajes dedica el segundo y más importante capítulo de su libro.

No son estos aspectos históricos los que ahora nos interesan. Más bien queremos resaltar la importancia cultural que en un estudio, que hemos calificado de pionero, se otorgaba a hechos y actividades a veces equivocadamente apreciados como superfluos o «meramente estéticos». Estas actividades lúdicas se interpretan, no como banales, sino como insertas en la propia naturaleza humana, y aun en ciertos comportamientos animales. Como hemos visto, Schlosser se apoyó para defender estas ideas en algunos de los grandes textos de la tradición filosófica europea, por ejemplo, los de Montaigne y Schiller, explorando de esta manera la condición antropológica del adorno, a la vez que su capacidad para expresar los más diversos estatus culturales, sociales y de manifestación del poder. Todo lo contrario de una valoración banal de la actividad cultural, artística y coleccionística.

Décadas después, cuando el trabajo del austriaco había sido ya plenamente asimilado por la historiografía artística y era considerado como el punto de partida de un campo tan relevante de la misma como es la historia del coleccionismo y de los museos, y al poco de haberse estos multiplicado por doquier, el historiador del arte francés de origen polaco Krzysztof Pomian publicó, en 1978, su ensayo «Entre lo visible y lo invisible: la colección», que fue posteriormente recogido en el libro Collectionneurs, amateurs et curieux. Paris Venise: XVIe-XVIIIe siècle, un repaso de tipo teórico de la historia del coleccionismo y del paso de la idea de colección a la de museo. Todavía hoy ese estudio continúa teniendo vigencia.

Nos interesa llamar la atención ahora sobre cómo Pomian, en la mejor tradición schlosseriana, hace remontar las primeras colecciones a los ajuares funerarios, a las ofrendas en los templos de Grecia y Roma, a los acopios de regalos y botines de guerra, a los de reliquias y objetos sagrados y tesoros principescos, cualificados, sobre todo estos últimos, por usos ceremoniales excluidos de una utilidad inmediata. No olvida tampoco la importancia del concepto de tesaurización. Aunque no solo esto, pues, como insiste Pomian, los bellos objetos eran utilizados sobre todo en ocasión de ceremonias y fiestas, en las procesiones funerarias, exponiéndolos durante las entradas solemnes en las ciudades del reino, como sucedía con las armaduras de parada, los arneses decorados y las telas ricamente bordadas y cubiertas de piedras preciosas.

Tesaurización, por una parte, y exposición de carácter simbólico y suntuoso, por otra, ponen de manifiesto cómo, desde un principio, estas colecciones poseían un doble valor, el económico y el cultural, ambos basados en los fundamentos antropológicos que ya hemos indicado.

La idea básica de Pomian es la de otorgar a estas reuniones de objetos, y a las colecciones propiamente dichas, el carácter de intermediarios entre los espectadores, es decir el mundo real, y el mundo de lo invisible: las estatuas coleccionadas representaban a los dioses y los antepasados; los cuadros, escenas de los dioses inmortales o acontecimientos históricos; y las piedras evocaban el poder y la belleza de la naturaleza. El lenguaje del objeto es aquello que oculta lo invisible, pero también es la función que posibilita la comunicación, ya que permite hablar con los muertos como si estuvieran vivos, de presentar los acontecimientos pasados como si fueran actuales, de mostrar lo lejano como si estuviera próximo y lo oculto como si realmente fuera aparente. «La necesidad de asegurar la comunicación lingüística entre generaciones sucesivas conduce a transmitir a los jóvenes el saber de los mayores, es decir, todo un conjunto de enunciados que hablan de aquello que los jóvenes no han visto nunca y que quizá no verán jamás». Es aquí donde aparece el concepto más famoso de entre los desarrollados por Pomian, es decir, el de semióforo.

Este autor pone a un lado los objetos útiles, es decir, aquellos que pueden ser consumidos, servir para procurarse la subsistencia o protegernos de las variaciones de la intemperie. Todos estos objetos, nos dice, son manipulados y ejercen o sufren modificaciones físicas, se usan, en suma. Al otro lado, «se sitúan los semióforos, objetos que no tienen utilidad, en el sentido que acaba de ser señalado, pero que representan lo invisible, es decir, que están dotados de un significado… La actividad productora resulta, pues, orientada en dos sentidos diferentes: por una parte hacia lo visible y, por otra, hacia lo invisible; hacia la maximización de la utilidad o, al contrario, hacia la de la significación».

No entraremos ahora en un análisis minucioso de los matices y precisiones que Pomian ha hecho de su concepto de semióforo, así como el del valor que le ha otorgado como uno de los fundamentos que caracterizan al objeto que se exhibe en los museos, todo ello sin olvidar la importancia crucial que el comercio y el dinero han tenido y siguen teniendo en la adquisición y exposición de estos semióforos.

Hemos elegido a Schlosser y Pomian, no solo por la relevancia de sus contribuciones, sino porque éstas se sitúan cronológicamente en dos momentos clave de la propia historia de los museos en el mundo occidental: los inicios del siglo XX con la consolidación del museo de la Edad Contemporánea, cuyo recorrido se había iniciado a finales del siglo XVIII con la Revolución francesa, y el fin de este modelo, que se produce, de manera gradual y progresiva, a lo largo de los años setenta de la centuria pasada. Como acabamos de ver, los intereses de ambos autores, además de plantear dos historias diversas de la institución museo, un asunto en el que ahora no vamos a entrar, apuntan, también desde dos perspectivas diferentes, el tema de la «necesidad del museo», destacando sus raíces antropológicas y de profunda significación cultural, expresiva e, incluso, espiritual.

Espectáculo, simulacro, banalidad: Fue precisamente a lo largo de la década de los setenta del siglo XX cuando, ya consolidado el bienestar económico que dio lugar a la que se denominó «sociedad de consumo», y al entrar en crisis la idea de museo como lugar de conservación, estudio y exposición de objetos considerados artísticos, es decir, la que había predominado desde la Revolución francesa, se produjo el progresivo abandono de las ideas que habían sustentado la institución, pasando a primer plano las ideas de museo como lugar de masas, sitio de consumo cultural, mero entretenimiento y escaparate favorito de la banalidad.

Por aquellas fechas, el fundamental libro de Pierre Bourdieu y Alain Darbei L´amour de l´art, les musées d´art européens et leur public, publicado en 1969, causó un profundo impacto, ya que venía a cuestionar, a través de encuestas y argumentos con pretensión de objetividad, los límites del sentido y la utilidad pedagógica del museo, así como el del verdadero alcance de su fruición. A pesar de la gran apertura del museo a un público cada vez mayor, a pesar de los sistemas de acceso gratuitos o a muy bajo precio cada vez más extendidos, la auténtica apreciación del arte y del museo continuaba siendo exclusiva de aquellos grupos sociales con una educación superior desde su nacimiento.

Por otra parte, desde la situación surgida con los acontecimientos de mayo de 1968 y la apertura, en 1977, del Centre Pompidou como sede, entre otras instituciones y actividades, del Museo Nacional de Arte Moderno de París, arreciaron las críticas acerca de la banalidad de la nueva cultura que se estaba produciendo en Occidente. El Centre Pompidou parisino, a pesar de las polémicas por su novedosa arquitectura museística, obra de Renzo Piano y Richard Rogers, fue un inmenso éxito de público, un éxito que cambió para siempre la percepción y los usos del museo de arte. Los argumentos en torno a la conservación y exposición de obras de arte se trastocaron, así como el de la finalidad educativa de la institución museo. Por un lado, nos encontramos con una crítica del «elitismo» asociado a la visión tradicional del museo, y por otro y en sentido inverso, con una denuncia de la «teatralización» y progresiva «banalización» de las instituciones culturales tal como se habían venido concibiendo hasta el momento. La cultura y su exhibición comenzaban a bascular hacia lo que pronto se llamó «entretenimiento» (entertainement), convirtiendo esta palabra en sinónimo de un determinado tipo de espectáculo o diversión, en donde podía entrar, y de hecho entraba, la visita al museo o a una exposición.

El libro más influyente y más citado al respecto fue el famoso La Société du spectacle, 1967, del francés Guy Debord. Aunque no referido de manera directa al mundo de los museos, resulta evidente que su crítica a la argumentación acerca del sistema cultural que había adquirido carta de naturaleza en Europa y en Estados Unidos a lo largo de los sesenta, podía ser muy fácilmente traspuesta al museo, como así se hizo.

La primera proposición del libro de Debord nos da la tónica de sus ideas: «La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas, dice, se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación». Y en la número 6, añade: «El espectáculo, entendido en su totalidad, es al mismo tiempo el resultado y el proyecto del modo de producción existente. No es un suplemento del mundo real, una decoración sobreañadida. Es el núcleo del irrealismo de la sociedad real».

Poco tiempo después el filósofo Jean Baudrillard elevaba la puesta. En1978 publicó su ensayo Cultura y simulacro, al que había precedido el año anterior su no menos famoso El efecto Pompidou. Baudrillard daba un paso más allá de Debord. Acerca de la actitud de la sociedad ante la cultura no nos encontramos tanto ante una «sociedad del espectáculo», como ante un tipo de cultura que directamente denominó del «simulacro».

En su análisis de las relaciones entre imagen y realidad, Baudrillard distinguió cuatro fases sucesivas: en la primera de ellas, la imagen es reflejo de una realidad profunda; en la segunda, la imagen es ya una máscara que desnaturaliza esta realidad; en la tercera, lo que enmascara es la ausencia de la misma; y en la cuarta, la imagen «no tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y puro simulacro».

«En el primer caso, la imagen es una buena apariencia y la representación pertenece al orden del sacramento. En el segundo, es una mala apariencia y es del orden de lo maléfico. En el tercero, juega a ser una apariencia y pertenece al orden del sortilegio. En el cuarto, ya no corresponde al orden de la apariencia, sino al de la simulación.

El momento crucial se da en la transición desde unos signos que disimulan algo a unos signos que disimulan que ya no hay nada. Los primeros remiten a una teología de la verdad y del secreto (de la cual forma parte aún la ideología). Los segundos inauguran la era de los simulacros y de la simulación en la que ya no hay un Dios que reconozca a los suyos, ni Juicio Final que separe lo falso de lo verdadero, ni lo real de su resurrección artificial, pues todo ha muerto y ha resucitado de antemano».

Esta es la fase, según Baudrillard, en la que se encontraría la situación cultural occidental de finales de los setenta del siglo XX, cuando, añadimos nosotros, todavía no habíamos entrado en la «era de la virtualidad».

Volvamos a Debord para terminar de perfilar este momento. En la proposición 50 de su libro se lee lo siguiente: «En esta fase de abundancia económica, el resultado concentrado del trabajo social se torna apariencia y somete la realidad a la apariencia, que ahora es su producto. El capital ha dejado de ser el centro invisible que dirige el modo de producción; su acumulación se exhibe, desde el centro hacia la periferia, en forma de objetos sensibles. Su rostro lo constituye la sociedad en todo su conjunto».

Toda la sociedad se vuelve, pues, apariencia, y con ella, naturalmente, la cultura, y no digamos los museos, de los que Baudrillad toma como paradigma el entonces recién inaugurado Pompidou. Aquellos objetos, que Pomian calificaba de semióforos, se ven reducidos, como mucho, a la primera y cada vez más olvidada categoría de Baudrillard en la que, como acabamos de señalar, estos sí reflejan una realidad profunda, una teología de la verdad y del secreto.

Del culto al lujo a la protección del patrimonio cultural inmaterial: La crítica de estos teóricos franceses a las producciones culturales de la sociedad de consumo a las que consideraban, como hemos visto, «espectáculo», «apariencia», «representación» o «simulacro», hizo olvidar que, como habían entendido los sociólogos alemanes de fines del siglo XIX y principios del XX, ese «espectáculo», al menos en distintos momentos históricos, había conseguido «apariencias» y «representaciones» cargadas de sentido. Recordemos, por ejemplo, la referencia de Schlosser al retrato de Grapheus de Martin de Vos.

Cambiemos de tercio. «Famélico estáis», dice Babieca a Rocinante en el último de los sonetos con los que Cervantes prologó su Primera Parte de El Quijote, «Es que no como», le responde éste.

La nueva e inesperada situación sanitaria y económica sobrevenida hace tan solo unas semanas, no ha hecho sino evidenciar la escasez de apoyo institucional a buena parte de nuestras empresas culturales, desde museos como el Prado, a las salas de concierto y de ópera, como el Teatro Real, bibliotecas como la Nacional, o archivos como el de Simancas… Algunas de esta instituciones, las citadas entre otras, pero no solo estas, son víctimas de un perverso sistema de financiación que ahora no vamos a explicar, pero que las mantiene, y ahora más que nunca, atenazadas. Estas instituciones, de tan larga historia y renombre universal, no son otra cosa que bienes de primera necesidad, y no meros y superfluos adornos o banalidades de entretenimiento presuntamente cultural. Es de todo punto necesario replantearse su permanente sostenimiento financiero mediante un pacto de alcance nacional antes de que fallezcan por inanición, como tantas veces estuvo a punto de sucederle al pobre Rocinante.

El más arriba citado Norbert Elias analizó el gusto por la ostentación y su influjo en la sociedad cortesana y en la arquitectura del reinado de Luis XIV, como un paradigma social que en ningún momento debe ser analizado desde los parámetros económicos y morales de la sociedad burguesa. Lo que ha de ser analizado y comprendido es, precisamente, el «culto al lujo» propio de cualquier sociedad, que cambia de época en época y grupo social a grupo social y que no debería ser exorcizado bajo el estigma de «elitismo», como tantas veces se hace desde puntos de vista supuestamente democráticos. Un libro como el de Marina Belozerskaya, Luxury Arts of the Renaissance, Los Ángeles 2005, desde su inicial reconocimiento de que el lujo ha sido un concepto politizado en cada época, señala una vía para comprenderlo como un fenómeno cultural del mayor interés, que convierte en absurdo su simple desprecio, fase inicial para su posterior rechazo. Si sabemos superar el concepto de «elitismo», concebido como una mera y acrítica descalificación, y lo sustituimos por un análisis de los distintos «niveles de comprensión» que una sociedad determinada, en un momento preciso, dispensa a una manifestación artística concreta, desde la visita a un museo, a la audición de una obra musical, nos acercaremos de manera más desprejuiciada e inteligente al disfrute, según las pretensiones y posibilidades de cada uno, de los productos culturales.

Aunque ahora no vayamos a entrar en el arduo tema de la definición del concepto de cultura, sí que señalaremos cómo, a lo largo sobre todo de la segunda mitad del siglo XX, este concepto se fue ampliando de forma progresiva, abarcando cada vez ámbitos mayores. Como ejemplo de ello, podemos considerar los sucesivos espacios de lo que se ha ido considerando patrimonio como bien a proteger, desde los primeros intentos, que se centraban fundamentalmente en la noción de monumento, considerado como una especie de unicum aislado, a la incorporación de los conceptos de entorno, patrimonio urbano, patrimonio paisajístico y paisaje natural para llegar, finalmente, a la idea de «patrimonio inmaterial». Este ha sido definido por la UNESCO de la siguiente forma: «El patrimonio cultural inmaterial incluye prácticas y expresiones vivas heredadas de nuestros antepasados y transmitidas a nuestros descendientes, como tradiciones orales, artes escénicas, usos sociales, rituales, actos festivos, conocimientos y prácticas relativos a la naturaleza y el universo, y saberes y técnicas vinculados a la artesanía tradicional». En el año 2006, la Convención de la UNESCO para la salvaguardia de este patrimonio hacía la siguiente enumeración:

1. Las tradiciones y expresiones orales, incluido el idioma como vehículo del patrimonio cultural material
2. Las artes del espectáculo
3. Los usos sociales, rituales y actos festivos
4. Los conocimientos y usos relacionados con la naturaleza y el universo
5. Las técnicas artesanales tradicionales

En esta línea, Irina Bokova, presidente de la UNESCO, escribía en 2012: «La cultura constituye un vector de integración social y movilización colectiva. La experiencia demuestra que tener en cuenta el patrimonio cultural al concebir y aplicar políticas de desarrollo es un factor que propicia la participación activa de las poblaciones y acelera la eficacia de los programas a largo plazo».

Este panorama de una consideración extensa de la cultura es, por tanto, el que predomina, al menos de manera teórica y, en muchos casos, desgraciadamente desiderativa, en el ambiente internacional actual. Dicha consideración se aleja, tanto de la idea actual de la cultura como mero entretenimiento o banal superfluidad, como de la vieja idea de la cultura como privilegio de la clase ociosa o simple lustre de las élites. Parece, por tanto, que hoy caminamos, o deberíamos caminar, por el sendero de la «cultura como necesidad», entendida, en sentido amplio, como un aspecto crucial de la naturaleza humana.

Este ha sido el espíritu que presidió la muy reciente aparición del Presidente de la República Alemana en la presentación, a sala vacía, del último Europakonzert de la Orquesta Filarmónica de Berlín, en unas circunstancias sanitarias que hicieron imposible su celebración, como estaba previsto, en Tel-Aviv. Fue en este escenario donde se refirió a la cultura como alimento (Lebensmittel) de la sociedad.

Resulta indudable que este es el camino a seguir y no, por consiguiente, el de contraponer equivocadamente el concepto de cultura al de la vida, dada la íntima conexión de la primera con la segunda, tal como hemos ido observando a lo largo de este artículo.

Así lo intuyeron los legisladores de Weimar cuando en 1919 redactaron el artículo 142 de su Constitución, que reza como sigue: «El Arte, la Ciencia y su enseñanza son libres. El Estado proporciona su protección y participa en su cuidado». Se trata de una idea que recoge igualmente la Constitución Española de 1978 en su artículo 44, donde se afirma que «1. Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho. 2. Los poderes públicos promoverán la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general», un tema sobre el que recientemente ha llamado la atención Encarnación Roca, Vicepresidenta del Tribunal Constitucional español. (El País, 3 de mayo de 2020).    

En ambos casos, el alemán y el español, aparece como muy relevante el carácter activo del Estado en relación a la cultura, aunque con el importante matiz, en el caso de la Constitución española, de que circunscribe su papel al de promoción y tutela y no, por supuesto, al de su determinación y su creación, algo ajeno, naturalmente, a los estados democráticos.

Considerar el tema de los límites y las relaciones entre Estado y Cultura excede a la tarea que nos hemos impuesto en estas breves páginas, pero no cabe duda de que el apoyo de los poderes públicos a la creación, y su mayor o menor delimitación, ha sido siempre uno de los caballos de batalla de la crítica cultural. El francés Marc Fumaroli escribió en 1991 un influyente libro con el título El estado cultural. Ensayo sobre una religión moderna, en el que se cuestionaba en profundidad la política cultural oficial francesa desde la creación por Charles de Gaulle y André Malraux de un, hasta entonces inexistente, Ministerio de Cultura. Con todo, y a pesar del largo y documentado razonamiento de Fumaroli, no debemos olvidar que, precisamente debido a un apoyo «oficial», existen obras como La Eneida de Virgilio o, sin alejarnos del ámbito francés, las comedias de Molière, las óperas de Lully o los jardines de Le Nôtre, en Versalles".



El profesor Fernando Checa


La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt




Entrada núm. 6151
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 22 de junio de 2020

[CLÁSICOS DE SIEMPRE] Los diálogos platónicos. Hoy, con El banquete




Busto de Platón. Museos Vaticanos


Comienzo un nuevo capítulo de entradas de la sección Clásicos de siempre del blog subiendo al mismo los Diálogos de Platón. Lo inicio con el titulado El banquete, que pueden leer en el enlace anterior, y los sucesivos los iré subiendo con la periodicidad habitual de uno al mes, esperando que merezcan su interés. 

El banquete o El simposio es uno de los diálogos más trabajados, apreciado tanto por su contenido filosófico como por su contenido literario. Versa sobre el amor, y junto al Fedro, conformó la idea de amor platónico. Ambas son obras clásicas tanto en filosofía como en literatura, tratan el asunto desde un punto de vista que hace que sean complementarias totalizando el pensamiento platónico.

El banquete rememora una cena en la que se han dado cita un grupo de comensales para mantener un discurso franco sobre el amor y Eros, acompañados de música, bebidas, bailes y recitales. La narración la inicia Apolodoro, que en conversación con un amigo rememora una historia que el amigo supone reciente. Apolodoro le comenta que dichos diálogos en los que participó Sócrates ocurrieron en otro momento histórico, cuando ellos eran niños, en un banquete organizado por el poeta trágico Agatón para celebrar su victoria en las fiestas Leneas del 416 a. C. Tras la comida, Erixímaco ​propone pasar el tiempo en mutuos discursos en alabanza del Amor, de Eros, y debatir un tema que Fedro ha tenido en mente. Erixímaco pide que cada uno de los invitados improvise un elogio a Eros pues, según comentarios de Fedro, siendo este dios uno de los más importantes, rara vez es encomiado como merecería.

El diálogo se cierra con la bulliciosa entrada en la celebración de un ebrio Alcibíades que habla sobre Sócrates, del que dice que es un sátiro burlón y descarado que se burla de todos haciéndose el ignorante, y que dice que nada sabe aunque hay muchos tesoros en él. ​A continuación, Alcibíades elogia la figura de Sócrates alabando su templanza y su apego a la verdad, a cuya búsqueda vive consagrado. De esta forma se muestra al lector cómo el propio Sócrates es la encarnación perfecta de los preceptos que él mismo expuso en su discurso. Para ejemplo, Alcibíades narra cómo, a pesar de que entonces toda Atenas reconocía su belleza física, Sócrates rehusó el trato sexual con él.

Cinco comensales discuten antes de que le toque hablar al filósofo Sócrates, que comienza con un irónico exordio en el que advierte de que no elogiará a Eros faltando a la verdad sobre él, sino que contará lo que sabe del amor sin ocultar lo que no sea hermoso. Sócrates explica que fue instruido en asuntos amorosos por Diotima, la verdadera protagonista del relato, aunque no esté presente en el banquete. ​Fedro y Pausanias intervienen como expertos en la práctica del oficio amoroso, y Erixímaco, como físico, contribuye con un punto de vista científico; del cómico se encarga Aristófanes; y del trágico, Agatón; aportan así estos dos últimos un punto de vista artístico y de fantasía literaria.

Platón (427-347 a.C.) fue un filósofo griego seguidor de Sócrates y maestro de Aristóteles. Su nombre original parece haber sido Aristocles, y nace en el seno de una familia aristocrática ateniense que por línea paterna se decía descendiente del mítico rey Codro, y por línea materna estaba emparentada con Solón, el gran reformador político de la ciudad y poeta. En 387 fundó la Academia de Atenas, institución que continuaría a lo largo de más de novecientos años, a la que Aristóteles acudiría desde Estagira a estudiar filosofía alrededor del 367, compartiendo unos veinte años de amistad y trabajo con su maestro.

Participó activamente en las enseñanzas de la Academia y escribió sus obras, siempre en forma de diálogos sobre los más diversos temas, tales como filosofía política, ética, psicología, antropología filosófica, epistemología, gnoseología, metafísica, cosmogonía, cosmología, filosofía del lenguaje y filosofía de la educación. A diferencia de sus contemporáneos, casi todo el trabajo de Platón ha sobrevivido intacto.

Mediante mitos y alegorías Platón desarrolló sus doctrinas filosóficas. En su teoría de las formas o ideas, sostuvo que la realidad sensible es solo una "sombra" de otra más real, perfecta e inmutable. De ese mundo proviene el alma humana y todos los conceptos universales (formas), los cuales son innatos en ella. El alma es inmortal, pero ésta se encuentra "encarcelada" en el cuerpo. Platón es considerado como uno de los fundadores de la filosofía política al considerar que la ciudad justa estaría gobernada por filósofos reyes. Intentó también plasmar en un Estado real su original teoría política, razón por la cual viajó dos veces a Siracusa, Sicilia, con intenciones de poner en práctica allí su proyecto, pero fracasó en ambas ocasiones y logró escapar penosamente y corriendo peligro su vida debido a las persecuciones que sufrió por parte de sus opositores.

Su influencia como autor y sistematizador ha sido incalculable en toda la historia de la filosofía, de la que se ha dicho con frecuencia que alcanzó identidad como disciplina gracias a sus trabajos. Sus ideas fueron la base del llamado neoplatonismo de filósofos como Plotino y Porfirio, que influyeron en San Agustín y, por lo tanto, en el cristianismo. 




La Escuela de Atenas, Rafael (1512). Museos Vaticanos



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6139
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 19 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Placas



La reportera de guerra Lee Miller, en la casa de Hitler en Munich (1945)


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

"La casa de un dictador no tiene la culpa de quien nació en ella como los ­padres de un asesino no la tienen del engendro, comenta en este A vuelapluma de hoy [Casas de dictadores. La Vanguardia, 10/6/2020] la escritora Núria Escur. Lo pienso -comienza diciendo Escur- cuando anuncian que la casa natal de Hitler en Braunau –para evitar la peregrinación de acólitos turistas neonazis– va a convertirse, finalmente, en una comisaría de policía. El Gobierno zanja así años de polémicas y litigios, eliminando de esas cuatro paredes cualquier rastro del nacionalsocialismo alemán.

No, las casas no tienen la culpa. El mismo día que Adolf Hitler se sui­cidaba junto a Eva Braun en Berlín, la fotógrafa y reportera Lee Miller llegó al piso que el dictador tenía en Munich, dicen que durmió una siesta en su cama, luego se desnudó y se metió en la bañera del dictador.

De ahí sale una de las fotografías más inquietantes de la historia. Una Lee Miller madura y hermosísima de quien nos preguntamos de dónde ­sacó el valor para meterse allí, en la bañera de un monstruo, si no es de la propia pequeña victoria moral y de la invitación de David E. Scherman, reportero de Life y autor de la instantánea, que le dio la idea de incluir un retrato de Hitler a su lado. Miller dejó a propósito, en un primer plano, sus botas de soldado manchadas de barro de Dachau sobre la alfombrilla.

Y aunque ese no era el hogar natal de Hitler, asociamos esa foto al espacio doméstico, imaginamos sus huellas en las tazas, las pisadas en el suelo del salón, el galán de noche donde ­dejaba su ropa... El problema no es qué hacer con la casa natal de un dictador, el problema es dónde enterrarle. La exhumación del cadáver de Franco, culebrón donde los haya, es prueba de ello.

De todos los dictadores el mundo, Ceausescu es uno de los que más réditos turísticos da. Lo vendían todo. Desde entradas a las ochenta habitaciones del palacio Primaverii, que habitó con su esposa, a las visitas guiadas a su tumba en el cementerio de Bucarest. Más discretitos son los casos de Mussolini, cuyo cadáver se llevaron a la capilla familiar de San Cassiano, o Pinochet, que descansa (o no) en la capilla privada familiar de Valparaíso. Y sobre el lugar en que murió Hitler ahora hay un aparcamiento.

En Ferrol, ciudad de astilleros, la casa natal de Francisco Franco, número 136 de la calle María, pasa sin pena ni gloria. La calle ni siquiera ­tiene alcantarillas. Cerrada a cal y canto, nadie peregrina para verla. ­Como mucho se ha acercado algún anónimo para manchar su fachada con ­pintura. El resto, lluvia y lluvia y más lluvia".







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6130
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 11 de junio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] El Prado, la Monarquía y la República. Publicada el 23 de enero de 2010



Las pinturas del Prado, a salvo de la guerra. 1939


Fue el propio Manuel Azaña, presidente de la República española quien convenció al del Gobierno, Juan Negrín. Él, personalmente, le dijo: "El Museo del Prado es más importante para España que la Monarquía y la República juntas". Y en febrero de 1939, primero en camiones hasta Perpiñán, vía Valencia y Barcelona, y luego en tren hasta Ginebra, las obras más importantes del madrileño Museo del Prado, entre ellas Las Meninas, viajan hasta la ciudad suiza para quedar bajo protección de la Sociedad de Naciones hasta el término de la guerra. No fue una estancia larga, apenas dos meses después, fueron devueltas a España.

El Consejo de Ministros de ayer viernes acordó conceder a los nueve museos de todo el mundo que conformaron el Comité encargado de la organización y traslado de los cuadros (el Louvre de París, la National Gallery, el Tate, y la Wallace Collection de Londres, el Museo de Arte e Historia de Ginebra, el Rijkmuseum de Ámsterdam, el Metropolitan de Nueva York, los Museos Reales de Bellas Artes de Bruselas y los Museos Nacionales Franceses), la Orden de las Artes y las Letras en agradecimiento a esa gestión, que permitió salvar para la Humanidad un patrimonio cultural y artístico de incalculable valor..

Es una hermosa noticia que me confirma en mi sentimiento de que es el Arte y la Cultura lo que nos hace más genuinamente humanos, sin acepciones de raza, nacionalidad, ideología o creencias,

Les recomiendo la lectura del reportaje que en El País publica al respecto Jesús Ruiz Mantilla [Tributo a los rescatadores del Prado. El País, 23/1/2010] que pueden leer en el enlace anterior. HArendt



Fachada este del Museo del Prado



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6104
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 10 de junio de 2020

[HISTORIA] La represión durante la guerra civil y la postguerra española



Presos republicanos en una cárcel franquista


Reproduzco en esta ocasión, en la sección del blog dedicada a la Historia, una interesante aportación del profesor Eduardo González Calleja, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Carlos III de Madrid, dedicado a las diferentes formas de abordar la represión durante la guerra civil y la postguerra española, que a pesar del tiempo transcurrido desde su publicación no ha perdido actualidad. Lo hacía en un artículo [De campos, cárceles y checas. Maneras de ver la represión durante la Guerra Civil y la posguerra. Revista de Libros, marzo 2004], en el que reseñaba dos publicaciones de aquellos momentos que abordaban el tema desde ópticas diferentes. La primera: "Una inmensa prisión. Los campos de concentración y las prisiones durante la Guerra Civil y el franquismo", de Carme Molinero, Margarida Sala y Jaume Sobrequés (Barcelona, Crítica, 2004); la segunda: "Checas de Madrid. Las cárceles republicanas al descubierto", de César Vidal (Barcelona, Belacqua/Carrogio, 2004).

"El estudio de la represión política durante la Guerra Civil y el franquismo es una línea historiográfica que ha ido adquiriendo una creciente solidez en los últimos veinticinco años -comenzaba diciendo el profesor González Calleja-. La atención creciente que se otorga en la actualidad a la organización penitenciaria no debe explicarse sólo como una manifestación sectorial de la fascinación por los temas vinculados al control social y la represión, sino que obedece también a causas externas (el renovado interés que suscitan en Europa las grandes experiencias coactivas y genocidas de signo totalitario) y domésticas (la apertura de nuevas fuentes documentales, pero también el nuevo valor otorgado a los relatos autobiográficos). Todo ello ha permitido que los estudios sobre el mundo carcelario hayan transitado rápidamente desde las aproximaciones pioneras a los primeros grandes estados de la cuestión. Este último es el caso de Una inmensa prisión, que recoge las actas parciales del congreso «Los campos de concentración y el mundo penitenciario en España durante la guerra y el franquismo » que en octubre de 2002 reunió en Barcelona a más de doscientos investigadores nacionales y extranjeros.

La obra comienza por negar el paralelismo entre el sistema represivo nazi (que, como señala Michel Leiberich, creó los campos de concentración no como instituciones correctoras de delitos individuales, sino como «fábricas de la muerte» sobre colectividades) y el del franquismo, que no pretendió el exterminio físico deliberado, ya que el espíritu vindicativo de clase antepuso la explotación de los trabajadores, sobre cuyas espaldas recayó la tarea de reconstrucción nacional. El libro puede leerse a diversos niveles. Es, en primer lugar, un recorrido bastante omnicomprensivo por las sucesivas etapas del «universo carcelario»: desde los campos de prisioneros y los batallones disciplinarios de trabajadores de la guerra a las colonias penitenciarias y las cárceles de posguerra, con su diversidad de sistemas de explotación: talleres, destacamentos o colonias militarizadas, que proporcionaron el mayor contingente de trabajadores al Servicio Nacional de Regiones Devastadas, pero también a la Iglesia, la Falange o las empresas privadas. Javier Rodrigo, autor de una muy reciente obra sobre los campos de concentración de la guerra y la inmediata posguerra, nos muestra su evolución desde su puesta en marcha como solución provisional en la depuración ejercida sobre el Ejército Popular hasta sus sucesivas reestructuraciones con el fin de perfeccionar las tareas básicas de clasificación, exclusión, explotación y reeducación con tendencia totalitaria. Desde el otro lado de la frontera, Francesc Vilanova nos ofrece un diagnóstico de la errática política de los gobiernos franceses ante «la retirada» de 440.000 refugiados republicanos en marzo de 1939. Mientras que los últimos gobiernos galos de la preguerra aplicaron una política de extranjería supeditada a la preocupación por la seguridad nacional y el mantenimiento del orden público, la drôle-de-guerre obligó a que los campos fueran difuminando su perfil concentracionario y se adaptaran al esfuerzo de guerra con la incorporación de contingentes republicanos a las compañías de trabajadores extranjeros, a la Legión Extranjera y a los batallones de marcha. El régimen de Vichy mantuvo a su vez una actitud contradictoria, descartando repatriaciones masivas a España y favoreciendo la huida hacia América o la incorporación al mercado laboral a través del Service du Travail Obligatoire, pero también toleró la intromisión de la Gestapo, que condujo a la deportación de muchos republicanos hacia el mucho más nivelador y destructivo «universo concentracionario» nazi.

Ángela Cenarro hace un recorrido institucional desde la derogación de las reformas penitenciarias republicanas en los inicios de la guerra a la concesión del «derecho al trabajo» a los prisioneros con la creación en 1938 del sistema de Redención de Penas por el Trabajo. En la paulatina definición del «universo penitenciario » franquista, señala la incongruencia entre el paternalismo caritativo desplegado por curas y funcionarios, y la utilidad económica y propagandística derivada del sistema carcelario, que generó un fuerte desfase entre un proyecto regenerador y reeducativo de marcado corte autoritario y la realidad cotidiana de la arbitrariedad y la corrupción. Abundando en la caracterización de ese «universo carcelario», Ricard Vinyes propone su extensión al entorno familiar exterior, a las redes de intereses económicos, a las sociedades de beneficencia de la Iglesia y el Estado, y a las organizaciones políticas clandestinas. La función de este sistema no fue vigilar y castigar, sino doblegar y transformar, ejecutando un conjunto de operaciones sociales, políticas, culturales y económicas destinadas a obtener la transformación existencial completa de los reclusos y de sus familias, desposeyendo moral y materialmente a los mismos para destruir de ese modo su identidad colectiva.

Ejemplos ilustrativos de la heterogeneidad, provisionalidad y arbitrariedad del microcosmo penitenciario franquista son los que aportan cuatro estudios concretos. El testimonio de Nicolás Sánchez Albornoz sobre su experiencia como contable en el destacamento penal de Cuelgamuros pone de relieve que la redención de penas fue una importante fuente atípica de ingresos netos para el Estado, donde «la represión cedió su furor vengativo para crecer como negocio y abrir los brazos a la corrupción». Se trataba de liberar al Estado de la carga del mantenimiento de los presos y de generar ingresos en su calidad de mano de obra barata o gratuita sometida a innumerables motivos de exclusión. Esta singular función del Estado como proveedor de trabajadores para la empresa privada también queda de manifiesto en el trabajo de José Luis Gutiérrez Molina sobre la servidumbre casi medieval desplegada en las colonias penitenciarias militarizadas que participaron en las obras públicas y las subcontratas privadas para la construcción del Canal del Bajo Guadalquivir. En ocasiones, este tipo de prestaciones no reportaron sólo beneficios económicos, sino de otro tipo más sutil, como muestra el análisis de Francisco García Alonso sobre el batallón disciplinario puesto bajo la autoridad del arqueólogo falangista Martín Almagro Basch para realizar las campañas de excavaciones en Ampurias en 1940-1943. Por último, el estudio de Santiago Vega sobre la vida cotidiana (en sus diversas facetas de alimentación, horario, comunicaciones, cultura y propaganda, convivencia, disciplina, salud e higiene, trabajo o vida religiosa) en la Prisión Provincial de Segovia des- cribe con detalle los métodos empleados para lograr la paulatina disolución del concepto y de la identidad de prisionero político, «patologizando» la delincuencia política (objetivo de los estudios del psiquiatra Antonio Vallejo-Nágera) hasta asimilarla a una inadaptación que requería reeducación.

Un último nivel de lectura lo brindan los estudios sobre fuentes: Carles Feixa y Carme Agustí analizan los discursos autobiográficos y memorialistas (con una caracterización especial de los elaborados por mujeres) que se han ido multiplicando desde el final de la transición; María Campillo describe los testimonios literarios de narradores-supervivientes (Primo Lévi, Joaquim Amat-Piniella o Jorge Semprún) como el único arma de que disponen las víctimas en su búsqueda de justicia. Por último, Manel Risques hace un recorrido por los fondos documentales depositados en los archivos militares generales (Madrid, Segovia, Ávila o Guadalajara) y regionales, así como en los archivos judiciales ahora disponibles para la investigación, que están renovando completamente el estudio de la represión y de la violencia en las dos zonas combatientes durante la Guerra Civil y en el franquismo.

En su clásico Surveiller et punir, Michel Foucault advertía que el análisis de la prisión es fundamental para reflexionar sobre las relaciones de poder que se establecen entre el Estado y la sociedad. En ese sentido, el sistema penitenciario fue la plasmación más evidente e inmediata de esa política de exclusión social masiva desplegada por el Nuevo Estado, que ampliaba su radio de acción punitiva a los familiares, limitando sus ingresos, erosionando su patrimonio o arrebatando la tutela de los hijos. Una política de la sumisión que alcanzó un carácter tan indiscriminado que, como dice Sánchez Albornoz, «en materia de libertad, la cárcel y la calle se diferenciaban sólo en grado». Trabajos como el que analizamos tienen la virtud de mostrarnos el camino recorrido en poco tiempo y de plantearnos las eventuales líneas de investigación que deben ser profundizadas como un intento de evaluación global del beneficio económico que reportó al Estado la aplicación de la política de redención de penas por el trabajo en el contexto de la economía autárquica del régimen franquista.

Lamentablemente, no puede decirse lo mismo de la obra de Vidal, cuya falta de originalidad arranca desde su mismo título, tomado de una novela del periodista de ABC Tomás Borrás —el inventor del «complot comunista» de la primavera de 1936— que ni siquiera aparece aludida en la bibliografía final. Estamos ante un ejemplo señero del «método» de confección de libros que ha dado notoriedad a este escritor: una porción de páginas de relleno que envuelve la inanidad total a la hora de tratar el tema que es presunto objeto de análisis (sólo se dedican 26 páginas a la actividad «chequista » en Madrid de un total de 364); un aparato «crítico» repleto de notas improcedentes o de relleno, con siglas que quizá pertenezcan a fuentes ignotas, con una bibliografía contextual que se exhibe pero que no se emplea, trufada de títulos deliberadamente poco accesibles al lector español, que se citan de forma incompleta o que no aparecen en la relación final. El repertorio bibliográfico, con obras repetidas o redundantes, asignaciones falsas, inserciones inexplicables y olvidos clamorosos6, es un caos absoluto que hubiera hecho las delicias de Southworth.

Los apéndices documentales son otro ejemplo contundente de esta falta de seriedad y de criterio: el número I (relación de checas de Madrid) aparece repetido literalmente en el texto y sin alusión alguna a las fuentes empleadas para su confección; el número II es una «antología documental» tan peregrina que repite sistemáticamente párrafos ya introducidos en el cuerpo de texto; el número III es una mera transcripción del martirologio depositado en el santuario de la Gran Promesa de Valladolid; y el número IV (relación de asesinados) es un listado pretendidamente alfabético, que revela su absoluta inutilidad al estar plagado de errores (véase a título ilustrativo las entradas 578, 719, 2186 o 3664), no señalar el lugar y la fecha de las ejecuciones, y no citar las fuentes para su elaboración, como tuvo el decoro de hacer Rafael Casas de la Vega en su catálogo de víctimas, que Vidal vampiriza descaradamente.

Pero la obra no plantea sólo reparos formales que la hubieran hecho inaceptable como simple trabajo de curso, sino problemas de fondo que proceden en primer lugar de una visión profundamente distorsionada de la historia de España. Este autoproclamado «liberal» desarrolla la «tesis» de que las matanzas organizadas en zona republicana fueron el resultado de un proceso revolucionario que se inició «a fines del siglo XIX» y que, tras su derrota provisional en 1917 y 1934, logró el triunfo a partir de 1931; victoria que incluía «por definición» la práctica de exterminio de segmentos enteros de la sociedad. Este proceso revolucionario transecular habría sido protagonizado, en informe cargamontón subversivo, por la consabida amalgama «rojo-separatista » de comunistas (¡ya a comienzos del siglo XX!), republicanos «de clase media» (sic, pág. 46), anarquistas «partidarios de la acción directa » (sic, pág. 48), socialistas cuya actuación habría sido invariablemente ilegal durante décadas, y los «denominados nacionalismos», especialmente el catalán, cuya trayectoria histórica, a decir del autor, «encajaba mal en un proceso modernizador de signo liberal». Según parece, el catalanismo nunca sintió reparos en «acabar con un sistema político que se oponía a la consecución de sus metas» (pág. 45), especialmente el muy radical Cambó, que habría urdido en fecha indeterminada una «alianza vasco-catalana» para que el sistema constitucional saltara por los aires (pág. 50).

Pero la antología del disparate no se detiene ahí: la oposición se convierte en responsable de la proclamación de la Dictadura; Azaña se habría hecho republicano en 1930; los firmantes del «Pacto de San Sebastián» (a los que acusa de intentar derribar el orden constitucional, olvidando el «pequeño » detalle de su suspensión desde septiembre de 1923) se transformaron automáticamente en el primer gobierno de la República; la masacre de Arnedo habría sido un «motín armado socialista»; la huelga general campesina de junio de 1934, una «ofensiva revolucionaria»; y la izquierda en bloque habría provocado el «golpe de Estado nacionalista-socialista» de 1934. Como culminación de todo ello, tras el 18 de julio, el Frente Popular habría confirmado esa «cosmovisión antisistema y antiparlamentaria que incluía entre sus características las del exterminio del adversario considerado como tal a segmentos íntegros de la población » (pág. 78), ya que las matanzas las realizaron «organizaciones que desde hacía décadas consideraban moralmente lícita la eliminación física del adversario político» (pág. 81). En fin, un puro dislate, que no es sino la reiteración de la vieja tesis teleológica catastrofista urdida por la derecha ultrarreaccionaria decimonónica de la democracia como antesala del comunismo. Un argumento que, como es bien sabido, utilizó largamente el franquismo como baza de legitimación del golpe militar de 1936, pero al que Vidal da una vuelta de tuerca más al pretender la homologación de estos asesinatos con el Holocausto judío.

Haría bien este autor en reconsiderar la tipificación del genocidio a la luz de las últimas aportaciones de la historiografía europea sobre el tema. En todo caso, su afirmación resulta difícilmente sostenible cuando se constata que a la represión «incontrolada » causada por la guerra y la revolución en sus primeras semanas le sucedió una justicia popular «institucionalizada» que trató de atajar las manifestaciones más arbitrarias y sangrientas de aquélla, «normalizando» el aparato represivo al hilo de la evolución militar y política de la zona republicana. No se trata de minusvalorar la represión indudable que existió en el bando republicano, sino de contextualizarla y explicarla en sus características, estructura y actuación. Es en ese aspecto donde nos llevamos una última decepción. El autor no explica la evolución de estos centros de detención y tortura en ese necesario contexto histórico, exhibiendo nuevos documentos o proponiendo perspectivas de análisis renovadas (cosa que hace Javier Cervera en su libro sobre la «quinta columna» madrileña.), sino que opta por la consabida descripción de los crímenes, con sesenta años a sus espaldas, empleando como citas de autoridad la Historia de la Cruzada, los testimonios de ex comunistas como Castro Delgado o Hernández (mientras que los de Prieto o Azaña son insidiosa y sistemáticamente rechazados) y el libro La dominación roja en España. Causa general instruida por el Ministerio Fiscal, que es «saqueado» de forma tan inmisericorde que nos podemos lamentar de la perpetración de un último «fusilamiento» en masa. Ni que decir tiene que, en su opción por destacar la truculencia de los asesinatos sobre la explicación de las estructuras del terror, Vidal no se detiene un momento en considerar los dilemas metodológicos que muchos especialistas se han planteado a la hora de explotar el ingente fondo documental de la Causa General, cuyo origen eminentemente punitivo exige una previa labor de depuración y crítica de informaciones y cifras, cruzando datos con la prensa, los testimonios orales, las memorias de personajes, los registros civiles o los archivos políticos.

En definitiva, Vidal no deja «al descubierto» las cárceles republicanas, sino su incompetencia para tratar con solvencia este tema. Es un exponente más de esa producción bibliográfica paralela (difícilmente se puede hablar de historiografía) de la Guerra Civil que tanto fascina al profesor Payne, pero que en su apuesta por la denuncia histérica antes que por el análisis sereno dificulta que el tema de la represión política se encamine hacia su definitiva normalización historiográfica".



El historiador Eduardo González Calleja



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6101
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)