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viernes, 15 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Vulnerabilidad




Dibujo de Sr. G para El País


Ante el vacío de gobernanza global y los riesgos de una excesiva globalización, comenta en el A vuelapluma de hoy [¿Nada será igual El País, 7/5/2020] el  sociólogo Emilio Lamo de Espinosa, afloran dos instituciones tradicionales que desde hace siglos proporcionan seguridad en última instancia: el Estado y la familia, pero ya nada será igual.

"La pandemia de la covid-19 -comienza diciendo Lamo de Espinosa- nos ha arrojado bruscamente a escenarios sociales inéditos e inexplorados para estas generaciones. Pero a medida que pasan los días y se afirma la evidencia de su extensión geográfica (más de medio mundo), su rápida expansión (casi exponencial), su prolongación temporal (meses, y no semanas) y su enorme profundidad (crisis sanitaria, que se prolonga ya en crisis económica, y que se replicará como crisis social y política), empezamos a atisbar las enormes consecuencias, evidentes ya en el corto plazo, pero también en el medio y largo. Son tantas las cosas que se pueden comentar que me limitaré a algunas inmediatas; en concreto, a dos experiencias colectivas que podrían (o no) ser la raíz de un aprendizaje mundial, y que han venido a reforzar dos viejas instituciones, hasta ahora bastante ninguneadas.

La primera experiencia es la de la unidad del mundo, algo que la sociología lleva analizando desde mucho antes del estallido de la globalización. Si hasta hace poco la historia de la humanidad ha sido la de muchas y variadas sociedades separadas, encerradas en burbujas autorreferenciadas, hoy es evidente lo que Terencio nos enseñó hace 2.000 años: que nada humano nos es ajeno. Nos pensamos como una colección de países/Estados, pero la modernidad nos ha unido a todos. Y así, cuando hacíamos el inventario de cuestiones globales que saltan por encima del poder de los Estados, y junto al cambio climático, el riesgo de pandemias figuraba siempre. De modo que, si la pandemia nos pilla desprevenidos, no es en absoluto inesperada, pues figura, por ejemplo, en todas las estrategias de seguridad nacionales (como la española del 2017) como un riesgo sistémico. Y si el cambio climático ha sido la primera experiencia global, esta pandemia es la segunda.

La otra gran lección de la covid-19 es la experiencia primordial que da lugar a la cultura y a la civilización: la de la vulnerabilidad. De momento, más de 25.000 fallecidos sólo en España, 250.000 en el mundo, sirven de memento mori, exigiendo un duelo frente a lo que, de momento, es solo una fría estadística. Pero no es solo el riesgo personal, pues la pandemia nos hace conscientes de que podemos desaparecer como especie, no por culpa nuestra, no por riesgos socialmente producidos (nucleares, climáticos, o de otro orden, y recuerdo a Ulrich Beck y su Risikogesselschaft) de los que podríamos culparnos, sino por fenómenos naturales con los que ni contábamos ni podíamos contar. Al fin y al cabo, somos una casualidad en el espacio-tiempo, que sin duda desaparecerá a consecuencia de otra casualidad. Evidencia para la especie tan indiscutible como la muerte para los individuos, y frente a la que tratamos de construir burbujas de seguridad y de certidumbre que calmen la ansiedad y angustia primordiales. Nada nos garantiza que un virus nuevo, una bacteria, un meteorito, no pueda acabar con la especie humana en cuestión de meses. Les ha ocurrido a otras muchas especies en el pasado y, quién sabe si a otras humanidades y civilizaciones en otros mundos posibles e ignorados.

Se trata de dos aprendizajes (el de la unidad y el de la vulnerabilidad) que podrían sumarse, pues la vulnerabilidad debería llevar a la unión frente al peligro común. Me temo que es más fácil que se resten; la reacción “natural” frente a la vulnerabilidad es buscar refugio en lo conocido, en la tribu, la nación, la religión, las comunidades “naturales”, para blindarse, negando justamente la experiencia cosmopolita y, más bien, demonizando al “otro” como fuente del peligro, de modo que la vulnerabilidad cancela el cosmopolitismo.

De hecho, ya está ocurriendo, y lo vemos en los dos ganadores claros de este gran distribuidor de premios y castigos que es la pandemia. ¿Quién gana y quién pierde? Falta perspectiva, pero ante el vacío de gobernanza global (el gran perdedor) y los evidentes riesgos de una excesiva globalización (otro perdedor) afloran dos instituciones tradicionales que desde hace siglos proporcionan seguridad en última instancia (y no olvidemos que seguridad es lo primero que exigen los ciudadanos).

De una parte, las jefaturas políticas, hoy representadas por los Estados, asociaciones firmemente asentadas en un territorio, apoyadas por una sólida burocracia, con grandes recursos intelectuales y económicos, además de poder blando (lenguas, culturas, arte) y duro (policía, ejército), y capaces de movilizar muchos más recursos, de los que los organismos supra- o subestatales no disponen. ¿Qué puede hacer la UE con un 1% del PIB europeo cuando los Estados controlan más del 50%? ¿Quién puede coordinar los länder alemanes, las regiones italianas o las caóticas comunidades autónomas españolas? Al final, los ciudadanos miran al Estado, y culpan o salvan al Estado. Es lo que Richard Haas ha llamado la “obligación soberana”: los Estados son responsables directos ante la sociedad mundial de lo que ocurre en su territorio tanto hacia dentro como hacia fuera. Regresamos así a un mundo de Estados, no de instituciones multilaterales, lo que es tanto como decir un mundo hobbesiano donde prima el sálvese quien pueda. El reforzamiento del poder (político, pero también económico) de los Estados será (es ya), sin duda, una primera consecuencia de la crisis.

La segunda institución que sale claramente reforzada es la que siempre proporciona seguridad en última instancia: la familia, en sus más diversas formas. Recordemos que es la única institución conocida que se basa por completo en el principio del don, y no en el de la reciprocidad, dispuesta siempre a dar sin pedir nada a cambio. Y por ello, cuando todo se desmorona, ya sea por causas colectivas (guerra, revolución o pestilencias) o personales (ruina, enfermedad o incapacidad), sólo nos queda la viejísima institución del parentesco, y ya lo vimos con la Gran Recesión. Lo que llamamos —despectivamente— “familismo” no es sino la respuesta natural —nunca mejor dicho— a un entorno de inseguridad y desconfianza. Una institución reforzada ahora por otro de los ganadores de la pandemia: la digitalización. Pues ya sea en el ámbito de las relaciones personales a través de las redes sociales, ya sea en el teleconsumo que ofrecen las grandes plataformas como Amazon, ya sea, finalmente, en el teletrabajo (que favorece la conciliación), las TIC sustituyen lo analógico por lo digital, reforzando el ámbito doméstico (sólo en España hemos pasado de un 7% a casi un 30% de teletrabajo en pocas semanas).

Sólo algunos hombres osados o locos pueden intentar vivir al borde del abismo existencial, y sospecho que la evidencia de la vulnerabilidad desaparecerá tan pronto comience a hacerlo el inmediato peligro. Es más, será necesario reprimirla más aún que antes, cuando no era visible. Y si acierto, tras la pandemia nos esperará una suerte de repetición de los años veinte, combinando una frenética y alocada joi de vivre que cancele el abismo del miedo, junto con un retorno a los variados particularismos que nos ofrecen refugio y calidez en el abrazo de la tribu, particularismos que hoy toman la forma de populismos y nacionalismos. Hemos entrado en una terra incognita, un espacio social sin mapas, parecido a un agujero negro, que nos succiona y arrastra, y no sabemos ni cuándo nos dejará libres, ni dónde será, y si volveremos a “casa” terminada la pesadilla. Pero sí sé que, de momento, hemos vuelto a la seguridad de los viejos Estados y de las siempre acogedoras familias. Más bien un retorno al pasado que un salto al futuro. Lo demás, de momento, es incertidumbre".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 12 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Narraciones



Fotograma de la serie de televisión Juego de Tronos


La lección que la historia comparte con la literatura, comenta en el A vuelapluma de hoy [Énfasis. El Periódico, 8/5/2020] la escritora y crítica literaria Care Santos, es la de que todo pasa, todo vuelve. Y para cuando todo vuelva, volverá a parecernos lo mejor, lo peor, lo más terrible, lo más gamberro o lo más impresionante.

"Tu historia es la mejor historia, comienza diciendo Santos, la más dramática, la más terrible, la más impresionante que ha ocurrido jamás. O tal vez no. Tal vez como la tuya hay muchas. Y las hay peores, mejores, más hermosas, más intensas, más brutales, más impresionantes. Ocurren todos los días, semanas, meses, años, décadas, centurias. Seguirán ocurriendo. Nada hay nuevo bajo el sol. Todo está escrito.  La historia se repite. Tu maravillosa historia de amor, tu desaforada tragedia, tu horripilante enfermedad, tu portentoso descubrimiento o esa excitante gamberrada que cometiste a los 30 años, todo eso ya lo habían hecho otros, otras, en otro sitio, en el mismo sitio, en varios sitios al mismo tiempo, en todas partes.

Sin embargo, cada vez que ocurre sentimos que es la peor, la mejor, la más hermosa, la más terrible, la más gamberra, la más sorprendente de las historias. Nos sentimos únicos en nuestra felicidad o en nuestra tragedia y, de inmediato, comenzamos a exagerar, a añadirle énfasis, épica, dramatismo o alarmismo (táchese lo que no proceda) a lo ocurrido. Comenzamos a narrar. Nos gusta creernos únicos, somos adictos al énfasis. A Shakespeare, a 'Juego de Tronos', a los programas de Ana Rosa o a los tangos, según nos dé. Decimos «Nada volverá a ser como antes». Decimos «Habrá un antes y un después». Decimos «Es lo peor que ha sufrido la humanidad». Decimos «Haremos historia».

Por todo eso se inventó la literatura. Toda la literatura, comenzando por el principio, por 'La Odisea'. Todo el que va a alguna parte piensa que su viaje fue único. Todo el mundo cree que sus grandezas o sus miserias merecen ser contadas. Y escribimos memorias, autobiografías, diarios, autoficción. Por lo mismo la vecina te suelta: «Si te contara mi vida podrías escribir una novela». Por lo mismo recibo mensajes de desconocidos que aseguran: «Tendrías que escribir mi vida».

La lección que la historia comparte con la literatura es: todo pasa, todo vuelve. Y para cuando todo vuelva, volverá a parecernos lo mejor, lo peor, lo más terrible, lo más gamberro o lo más impresionante que ha ocurrido jamás. Y así".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 24 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] El futuro





Si asumir el presente ya cuesta, y del futuro es que ni idea, mejor aprovechar el momento y luego ya nos irán explicando despacito, comenta en el A vuelapluma de hoy [Suspense general. El País, 16/4/2020] el escritor Íñigo Domínguez. 

"Lo del aprobado general me ha dado mucha envidia, comienza diciendo Domínguez-. Quién lo hubiera pillado de niño, era un sueño que jamás se haría realidad. No es la única utopía que se ha visto realizada, que se lo pregunten a quienes han visto por primera vez al marido pasar la aspiradora. Ahora bien, razonando como un niño, no sé si ha sido buena idea decirlo en abril. Yo pensaría de inmediato: ya no tengo que estudiar ni hacer los deberes, la vida es maravillosa. Me parece bien hacerles creer a los chicos que el mundo es mejor de lo que es, ya que se han visto menos considerados que las mascotas, pero diría que se ha tomado esta medida pensando como adultos. Suele ser así, se proyecta en ellos paranoias de mayores. Un amigo me contaba perplejo que su hijo aún no sabe restar, pero en las clases virtuales se pasan el día con la gestión de las emociones, y los críos están convencidos de que la profesora es tonta, mira que no saber lo que es estar triste.

Inventarse reglas, crear mundos nuevos, es complicado. No envidio a quien trabaja en el CIS en este momento. Tampoco a los elementos más imaginativos de la derecha, fantaseando con una dictadura soviética, con la ilusión que les haría tener razón. Recuerdo una historia que no sé si es cierta o una leyenda de cooperantes, pero vale igual. En una población pobre y con riesgos sanitarios se les ocurrió afrontar la plaga de ratas dando una moneda por cada rata muerta, como incentivo para acabar con ellas. Pero nada parecía cambiar, hasta que descubrieron por qué: todo el mundo se había puesto a criar ratas.

Estos hechos reales que vivimos, basados en un relato fantástico, se van a alargar más de lo imaginado y a ver qué sale. Todavía estamos intentando comprender los primeros capítulos y los guionistas ya van por la tercera temporada. De los creadores de la peor pandemia del siglo llegará pronto la nueva sociedad del futuro. Se habla de aplicaciones que nos dirán si nos hemos cruzado con un contagiado. Ya puestos, podrían desarrollarla para que en una cena te diga quiénes son los pelmazos y poder elegir la silla. No sé si acabarán haciendo carnés a los contagiados ya inmunes (falsificables y a la venta en eBay), para crear zonas seguras en restaurantes, playas y, por qué no, en ciudades. Nuevas castas sociales, partidos políticos: los no contagiados exigen descuentos en el bonobús y tal.

La verdad, si asumir el presente ya me cuesta, del porvenir es que ni idea, mejor aprovechar el momento y luego ya nos irán explicando despacito. Es como ese diálogo de Woody Allen, cuando intenta ligar con una chica en Sueños de un seductor (Herbert Ross, 1972):

-¿Qué haces el sábado por la noche?

-Me voy a suicidar.

-¿Y el viernes por la noche?

La frase estoica de la cuarentena ha sido: “Es lo que hay”. Pero ya pasamos a preguntarnos qué habrá después. Quizá el plan es financiar con las multas la renta mínima o, si esto sigue así, un túnel para un AVE a Canarias. Si multiplicas las casi 600.000 denuncias que llevamos por los 300 euros que te cascan como mínimo, salen 180 millones. Y las sanciones pueden llegar a 30.000 euros. “Menospreciar” a un policía son 2.000 (¿si le haces la pelota te hacen descuento?). Están rompiendo el mercado, así las injurias a la corona se van a poner por las nubes. Ah, si pudiéramos hacer lo mismo los periodistas, cobrar cuando nos insultan, tendríamos el futuro resuelto.

En cuanto al teletrabajo, quizá vaya tan bien que nunca más volvamos a ver a los colegas, hasta que un día los veas por la calle: “Ah, ¿te despidieron hace dos años? No me había enterado”. En realidad en el encierro no paras y hasta te falta tiempo, entre trabajar, la compra, la comida y tender la ropa. Te dan las diez de la noche y caes dormido delante de la tele. Quedar con amigos en un chat empieza a ser complicado, todo el mundo anda liado. Al volver a la vida normal a lo mejor uno ha aprendido chino y otro se ha sacado una carrera.

La vacuna, el fin del confinamiento, son metas inciertas. Lo importante también está pasando ahora, estamos en medio de la trama. Es como el célebre truco del MacGuffin de Hitchcock, el mago del suspense: un elemento narrativo que parece importantísimo, pero que solo sirve para mover la historia. En su caso lo que generalmente le interesaba era una historia de amor. En Encadenados (1946) Ingrid Bergman también está encerrada en una casa, y encima con un nazi. El MacGuffin es encontrar unas botellas de uranio, pero recuerdas la película por su beso sin principio ni fin con Cary Grant, y la forma de mirar de ella cuando está enamorada, aunque no lo diga. Un día estaremos todos vacunados de espanto, tendremos rechazo a mirar al pasado, pero luego recordaremos cosas que no dijimos, y escenas que ahora nos parecen sin misterio".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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lunes, 23 de marzo de 2020

[TEORÍA POLÍTICA] La izquierda, hoy



La izquierda mira al futuro, por Martín Elfman


El socialismo, -comenta el catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona y expresidente del Senado, Manuel Cruz  ["La izquierda busca lugar en el mundo". El País, 15/3/2020]- a diferencia del ecologismo y el feminismo, tiene dificultades para identificar el contenido concreto de sus reivindicaciones y el debate sobre qué debe ser en este nuevo mundo está abierto

"Hacia finales de los años sesenta del pasado siglo, -comienza diciendo Cruz- el responsable del PSUC en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona —que hacía proselitismo entre los estudiantes recién llegados para que se incorporaran a las filas de su partido— utilizaba, entre otros, un argumento de carácter histórico en apariencia concluyente. Solía decir que si en los poco más de cincuenta años que habían transcurrido desde la revolución rusa un tercio de la humanidad era socialista, a poco que se le diera un empujoncito al proyecto el planeta por entero viviría bajo ese régimen. Tal vez el argumento ahora les sorprenda a algunos, pero hay que decir, en honor a la verdad, que eran muchos los que por aquel entonces hacían semejante tipo de planteamientos. Es más, tenemos constancia de que todavía en los años ochenta no escaseaban los que se atrevían con estas prospectivas macrohistóricas.

Eran aquellos, ciertamente, tiempos en los que emitir juicios acerca de la deriva pasada y previsiblemente futura de la historia parecía una tarea perfectamente plausible. El devenir de las cosas iba dejando a su paso rastros de sentido que bastaba con recoger para ir construyendo con ellos marcos de inteligibilidad global. Así, Manuel Sacristán (para mí, sin el menor género de dudas el filósofo marxista más importante que ha dado este país) en los años setenta se atrevía a hablar de cómo evolucionaría el socialismo y afirmaba que su futura bandera sería la tricolor con los colores del ecologismo, del feminismo y del socialismo.

Ciertamente, a primera vista parecía razonable pensar que, en lo tocante al verde de la reivindicación ecologista, la coincidencia entre los diversos sectores de la izquierda o terminaría siendo completa (fuera de algunos matices) o no debería resultar muy difícil de alcanzar. Algo similar creo que parecía poder sostenerse respecto al violeta de la reivindicación de igualdad real entre hombres y mujeres. De esta fluida coincidencia algunos, como el mencionado Sacristán, extraían como conclusión irrebatible y que parece haber hecho fortuna con los años, que el futuro del socialismo pasaba en gran medida por hacer suyas las reclamaciones del feminismo y del ecologismo (por mi parte, empecé a referirme a este asunto en un artículo periodístico: “¿Casa común o causa común?”, El Periódico de Cataluña, 18 de diciembre de 2019).

Pero tal vez la conclusión, aceptable en principio en sí misma, no resulte tan enormemente satisfactoria como algunos (bastantes, dicho sea de paso) parecen pensar. A efectos de evitar malentendidos inútiles, me apresuro a precisar que, por formularlo con terminología escolástica, una cosa es que en el presente momento histórico asumir las reivindicaciones verde y violeta constituya una condición necesaria para desarrollar un programa de izquierdas, y otra que la constituya suficiente —esto es, en definitiva, lo que estoy intentando plantear aquí—. Porque del hecho de que hoy pueda existir una coincidencia estratégica entre los tres sectores todavía no se desprende que haya que someter a reconsideración el contenido de la idea de socialismo heredada y pasar a entender dichos sectores como tres dimensiones de un mismo proyecto.

Para poder hacerlo, para llevar a cabo esta refundación teórica, se requiere la existencia de una argamasa o, si se prefiere, de un denominador común que las cohesione. Si no disponemos de él, cualquiera podría acusar a un planteamiento como el señalado de andar pensando el socialismo del futuro en términos de una mera yuxtaposición de tres tipos de reivindicaciones. La acusación no carece de sentido. Solo estableciendo el vínculo existente entre los tres dispondremos del criterio que nos permita establecer prioridades en el momento en que las urgencias que se vayan planteando nos obliguen a ello. Y es obvio que la realidad nos va a colocar de manera constante en la tesitura de tener que decidir qué opción hacemos pasar por delante.

De no ser capaces de establecer el criterio, corremos el riesgo de que la incorporación de nuevos invitados (ecologismo y feminismo) a la causa de la izquierda termine por operar a modo de cortina de humo que oculte el desdibujamiento y la consiguiente debilidad de lo que hasta el momento había constituido el nervio de su proyecto. No estamos hablando de peligros imaginarios, ni suscitando debates puramente académicos. El ingente número de páginas escritas desde hace ya tiempo sobre el futuro del socialismo acredita que lo que está en juego va mucho más allá. Dicho apenas de otra forma, parece estar más claro el significado del verde ecologista y el violeta feminista que el del rojo, que con dificultad podríamos especificar a qué lo hacemos equivaler. O, lo que viene a ser prácticamente lo mismo, nos costaría precisar el contenido concreto que le atribuimos a la genérica reivindicación de justicia social, habitual en los programas y en las proclamas de las formaciones que se tienen por socialistas o, más genéricamente, de izquierdas.

Precisamente por ello, para avanzar en este esclarecimiento resulta obligado intentar definir previamente, aunque sea de manera tentativa, el marco de lo que entendemos en general por socialismo hoy. Excluyendo de partida respuestas del tipo “socialismo es lo que hacen los socialistas”, que, aunque nadie se atreva a plantear explícitamente, demasiados parecen dar por supuesta. Claro que, frente a esto, tampoco basta con postular el planteamiento inverso, esto es, el de que son socialistas aquellos que comparten el ideario del socialismo. Para que esta otra respuesta —la correcta desde el punto de vista lógico— resulte aceptable se impone entrar en la especificación, por mínima que sea, de ese ideario. Porque lo que resulta insuficiente a todas luces a estas alturas es permanecer en el plano más abstracto del asunto y dedicarnos a discutir sobre la egaliberté balibariana ([de Étienne Balibar], ojito con la primera “a”, que se presta al chiste en caso de confusión) y otras cuestiones de parecido carácter general. Frente a esto, entrar en la especificación del ideario socialista implica plantearse, entre otras cuestiones, la del trabajo, la propiedad o el Estado (y el eventual papel predistributivo o redestributrivo que debe desempeñar este) y a continuación precisar cuál es la posición del socialismo al respecto.

Tal vez en otros momentos del pasado esta exigencia de clarificación previa del marco teórico se hubiera considerado casi innecesaria, por obvia. Pero hoy las cosas son diferentes y, como sabemos, no faltan quienes atribuyen al olvido de este orden de cuestiones (especialmente, aunque no solo, en beneficio de las identitarias de diverso tipo, que no precisan de clarificación metodológica alguna porque con lo emocional van más que sobradas) la comprometida situación de la izquierda en muchos lugares en la actualidad. Se trataría, en caso de haberlo, de un olvido sintomático, revelador de las carencias e incertidumbres programáticas de la hora presente. Carencias e incertidumbres que, por añadidura, algunos pretenden ocultar desviando el foco de la atención hacia un debate que sin duda las formaciones políticas no tienen más remedio que abordar pero que, de hacerlo en el momento inadecuado, no hace más que generar confusión tacticista. Me refiero a ese debate que reduce el futuro del socialismo a la búsqueda de nuevos caladeros de votos. El debate resulta tan ineludible desde el punto de vista electoral como inane desde el teórico. Lo que nos devuelve al meollo del asunto que estamos intentando plantear.

Si todo lo anterior resulta hoy particularmente preocupante es porque parecen dibujarse en el horizonte signos que podrían anunciar algunas transformaciones muy relevantes en la actitud que mantienen ciertos sectores sociales y grandes corrientes políticas respecto a algunos de los principales problemas que más preocupan al conjunto de la ciudadanía en este momento. Estoy pensando, en primer lugar, en el hecho de que tanto en algunos países europeos (Austria) como en nuestro propio país (Andalucía) sectores conservadores hayan planteado explícitamente acuerdos, cuando no alianzas, con sectores ecologistas.

En efecto, según el joven jefe de Gobierno austriaco, Sebastian Kurz, “hemos unido lo mejor de dos mundos” y, en esa misma línea, en España el presidente de la Junta, Juan Manuel Moreno Bonilla, parece decidido a convertir la causa del medio ambiente en una seña de identidad de su Gobierno. Y no son los únicos que se están pronunciando en la misma dirección, por cierto. En parecido sentido lo hacía recientemente Marion Marechal, nieta del patriarca de la extrema derecha, Jean-Marie Le Pen y sobrina de Marine Le Pen, actual presidenta del Reagrupamiento Nacional: “Es obvio para mí que la ecología es un conservadurismo. ¡Lo siento, Greta!”, declaraba. De llegar a constituir tendencia estos datos, la izquierda vendría obligada a una reflexión de fondo sobre su propia identidad.

Que estemos ante una tendencia, y no ante una mera coincidencia contingente o una artera operación publicitaria (modelo greenwashing), es una posibilidad que en modo alguno resulta desdeñable y que cabría ilustrar a través del ejemplo de la guerra. Es cosa sabida que el gran negocio que constituye la guerra para las grandes potencias se acostumbra a desarrollar en dos fases. La primera es la destrucción en sentido estricto, que permite a tales potencias no solo dar salida a los stocks de armamento acumulados por sus empresas, sino que también obliga a los Gobiernos beligerantes a un importante desembolso para reponer lo utilizado durante el desarrollo del conflicto. La segunda fase es la de la reconstrucción de lo destruido, tarea que suele ser asumida por la propia potencia que ha llevado a cabo la destrucción. Pues bien, estableciendo un paralelismo, no resulta en absoluto desdeñable tampoco que uno de los grandes negocios del futuro sea precisamente, por seguir utilizando los mismos términos, la reconstrucción de la naturaleza por parte precisamente de las empresas que de manera previa y durante mucho tiempo se enriquecieron dañándola de manera severa.

De confirmarse la tendencia, otro juicio que hacía el antes mencionado Manuel Sacristán debería ser sometido asimismo a revisión. Afirmaba el filósofo por aquellos mismos años setenta, cuestionando la tópica y simplista identificación entre derecha y conservación, e izquierda y transformación, que los conservadores de nuestros días lo único que en realidad conservan es el registro de la propiedad, dedicándose a la transformación (destructiva) de todo lo demás. Este cuestionamiento del viejo tópico por parte de Sacristán, cuestionamiento que en aquel momento dejaba a la izquierda el campo libre para reescribir su agenda política en clave conservadora de lo mejor de la herencia recibida (naturaleza incluida), debería ahora, a la vista de lo que ha empezado a suceder, ser vuelto a pensar de nuevo. Lo que, con toda probabilidad, daría lugar a la constatación de que el proyecto de la izquierda se habría visto privado de uno de los elementos con los que había intentado configurar una nueva especificidad.

Asimismo, en segundo lugar, no creo que resulte demasiado aventurado contemplar la posibilidad de que sectores sociales y políticos conservadores amplíen el radio de las reivindicaciones asumibles incluyendo dentro de él las planteadas por el feminismo. Igual que antes, apresurémonos ahora a puntualizar que tampoco habría que malinterpretar dicha posibilidad: a fin de cuentas, de darse, vendría a ser una de las consecuencias últimas de la declarada vocación de transversalidad por parte de dicho movimiento. De momento, lo que es un hecho es que no hay en la actualidad ninguna formación política ni sector de opinión que impugne abiertamente las reivindicaciones feministas (incluso en el caso de Vox alguien podría interpretar que sus críticas a los presuntos excesos del feminismo constituyen en realidad la única forma de discrepar de él que se atreven a formular en público, ya que sus reivindicaciones básicas —contra la violencia, por la igualdad...— han alcanzado un abrumador respaldo social)”.

Tanto es así, que no faltan quienes, aun reconociendo que a dichas reivindicaciones les queda todavía mucho recorrido para materializarse por completo, entienden que han perdido su carácter más radical, carácter que habría sido recogido por los colectivos LGTBI, únicos que estarían impugnando hasta sus últimas consecuencias el modelo de sexualidad heredado. Pero esta efectiva generalización del feminismo, que podría ser leído en clave de hegemonía en la esfera del discurso público, tendría también una dimensión negativa, en tanto que pérdida, para el proyecto de la izquierda, que se vería de esta forma privado del segundo de los elementos en los que se había apoyado para intentar definir una nueva especificidad (tripartita, para entendernos).

Me cuesta imaginarme la argumentación que utilizaría, medio siglo después, el estudiante de izquierdas de segundo ciclo que quisiera atraer hacia su causa al compañero recién llegado a la Facultad. Lo que no podría plantearle, con toda seguridad, serían consideraciones pretendidamente macrohistóricas del tipo de las aludidas al principio del presente texto, porque sin duda se le volverían en contra. El triunfalismo de hace medio siglo ha mutado en esto. No solo es que el capitalismo en tanto que modo de producción se haya quedado solo en el planeta: es que se ha permitido el sarcasmo, innecesariamente cruel, de que su locomotora más eficaz sea un país hasta hace no tanto socialista como es China. Sin que nos quede siquiera el consuelo, fukuyamiano, de pensar que, aunque el socialismo ha desaparecido de la faz de la Tierra, la democracia se expande. Porque, más allá de que la contabilidad de países que asumen un modelo de democracia liberal vaya en aumento, lo cierto es que en el seno de los mismos los valores propiamente liberales están de manera creciente en entredicho. No hace falta poner ejemplos, ¿verdad?".




El filósofo Manuel Cruz



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viernes, 13 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Miedo



Maniquíes en una tienda de Gaza (Palestina)


"Las verdaderas pandemias mortales de este planeta -comenta en el A vuelapluma de hoy ["Miedo al otro". El País, 8/3/2020] el escritor Manuel Vicent- son el hambre, la violencia, las guerras, la emigración masiva, la fosa del Mediterráneo y las enfermedades confinadas al Tercer Mundo, pero estos males endémicos no causan miedo ni pánico porque no se transmiten a través del aliento y la saliva de los otros. En la historia de este planeta ha habido sucesivas extinciones de especies a causa de meteoritos gigantes, de volcanes y terremotos devastadores, pero la humanidad sigue bailando sobre las deslizantes placas tectónicas porque acepta que son fuerzas telúricas fuera de su alcance. Las epidemias bíblicas como la lepra y la peste bubónica se atribuían a un castigo de Dios, y para aplacar su ira se montaban procesiones de disciplinantes y se quemaba en la hoguera a brujas y herejes. En el Apocalipsis se dice que al abrirse el Séptimo Sello se hará un silencio en el cielo y siete ángeles tocarán sus trompetas de plata para anunciar el fin del mundo. No se necesita un lujo semejante. Hoy se sabe que la vida es un episodio contingente, una aventura bioquímica sin sentido en la historia de este planeta, que anteayer no existía y pasado mañana, cuando desaparezca, en la Tierra se instalará un silencio de piedra pómez y no habrá sido necesario que ningún ángel tocara la trompeta, bastó con un virus en forma de muñeco diabólico que la humanidad se fue pasando de unos a otros hasta quedar por completo exterminada. El infierno son los otros, dijo Jean Paul Sartre. Se refería a la mirada de los demás que nos penetra y nos delata. En este caso, la mirada será un virus y el terror vendrá porque quien te mate será quien más te quiera, quien te bese, quien te abrace, quien te dé la mano, quien te ceda el asiento en el metro, quien te ayude a cruzar la calle. El miedo al otro, en eso consiste el infierno que se acaba de instalar como un avance entre nosotros".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 13 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] La privacidad en los años 20



Una de sedes de Google por todo el mundo


El mal uso de los datos personales gracias a las nuevas tecnologías, escribe en el A vuelapluma de hoy lunes Carissa Véliz, investigadora en ética y filosofía política en el Uehiro Centre for Practical Ethics y el Wellcome Centre for Ethics and Humanities en la Universidad de Oxford, nos pone en riesgo a todos y controlar sus efectos dañinos es uno de los grandes desafíos de esta nueva década. 

"Por alguna razón un tanto misteriosa, -comienza diciendo Véliz, los números redondos suelen inspirar a los seres humanos a dar un paso hacia atrás y tomar perspectiva sobre los grandes temas de nuestro tiempo y nuestras vidas. Empezar el 2020 es una oportunidad para repensar las lecciones de la década pasada y replantearnos la década entrante.

Las primeras dos décadas del siglo XXI se caracterizaron por una pérdida progresiva de la privacidad. Dos fenómenos confluyeron para dar cabida al monstruo de la economía de los datos: el desarrollo de los anuncios personalizados y la preocupación por la seguridad.

En el año 2000, y bajo la presión de encontrar un modelo de negocio sostenible, Google lanzó AdWords (ahora Google Ads), la iniciativa que aprendió a explotar los datos de sus usuarios para vender anuncios personalizados. En menos de cuatro años, la compañía logró un aumento de ingresos del 3.590%. Un año después, la Comisión Federal de Comercio de Estados Unidos escribió un reporte para el Congreso recomendando la regulación de los datos antes de que se convirtieran en un problema. Pero el ataque terrorista a las Torres Gemelas sembró el miedo que dio prioridad a la seguridad nacional. Los Gobiernos vieron una oportunidad de vigilancia en todos los datos que estaban siendo recolectados por las empresas tecnológicas. La privacidad pasó a un segundo plano, y el capitalismo de la vigilancia nació de la colaboración entre instituciones públicas y privadas.

Ya en 2010, la privacidad había sido fuertemente erosionada, aunque la mayoría de nosotros todavía no nos dábamos cuenta de las consecuencias de esa pérdida. Fue ese año cuando Mark Zuckerberg se atrevió a sugerir que habíamos evolucionado más allá de la privacidad (este año, en cambio, aseguró que “el futuro es privado”).

Las grandes tecnológicas fueron capaces de corroer las normas de privacidad forjadas a través de siglos para protegernos de posibles abusos. Si tu jefe no sabe que estás pensando en tener un hijo, no puede discriminar en tu contra por esa razón. Si tu Gobierno no es capaz de prever quién va a formar parte de una protesta, no puede impedirla. Si tu vecino no sabe qué religión profesas, no te juzgará por ello.

En el mundo offline, hay ciertas señales, normalmente bastante palpables, que nos ayudan a cumplir las normas de privacidad y nos alertan cuando éstas han sido rotas. Hay pocas sensaciones tan socialmente incómodas como cuando alguien te mira fijamente cuando no quieres ser visto. Cuando alguien roba tu diario, deja una ausencia perceptible. La era digital destrozó las normas de privacidad en gran parte porque fue capaz de separarlas de estas señales tangibles. El robo de los datos digitales no crea ninguna sensación, no deja huella, no queda una ausencia que percibir. La pérdida de la privacidad en línea solo duele una vez que nos toca cargar con las consecuencias: cuando nos niegan un préstamo o un trabajo, cuando nos humillan o acosan, cuando nos extorsionan, cuando desaparece dinero de nuestra cuenta, cuando manipulan nuestras democracias.

Estamos teniendo que reaprender el valor de la privacidad a golpe de malas experiencias. Una de las lecciones de esta década es que hay cada vez hay más ejemplos para ilustrar que la privacidad, lejos de ser una enemiga, es una parte integral de la seguridad tanto individual como nacional. La codicia por los datos incentiva que la arquitectura de Internet sea insegura. Mientras menos medidas de seguridad tengan nuestros aparatos electrónicos, más fácil es robar nuestros datos. En el año 2000 la ciberseguridad no era un problema que destacara. Es relativamente comprensible que los Gobiernos hayan pensado que la pérdida de la privacidad era necesaria para garantizar nuestra seguridad. Los hechos han demostrado que esa suposición es incorrecta. En el año 2020 la ciberseguridad es una de las grandes preocupaciones de todo Gobierno. El ciberespacio es la nueva arena en donde se librarán buena parte de los combates geopolíticos del siglo XXI. Y en el mundo digital, la seguridad pasa por proteger la privacidad.

Europa puede estar orgullosa de haber sido la primera institución política en empezar a regular la privacidad digital con el Reglamento General de Protección de Datos. La tarea pendiente más urgente es otorgar a las autoridades los recursos necesarios para hacer cumplir la ley. No podemos ser complacientes. El mal uso de los datos personales nos pone en riesgo a todos.

El reto en los años veinte será recuperar la privacidad perdida y fortalecer la ciberseguridad para proteger nuestras democracias. Es una batalla que se tiene que ganar si queremos preservar nuestras sociedades liberales. La mala noticia es que es una guerra que nunca se ganará del todo. Siempre tendremos que seguir luchando por la democracia, la justicia y la igualdad. La buena noticia es que es una lucha que se puede ganar y que merece la pena. Si al principio del siglo la preocupación por la privacidad se pudo percibir (equivocadamente) como algo del pasado, en 2020 está claro que la privacidad es uno de los grandes desafíos de esta nueva década".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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sábado, 4 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Profecía masculina



Manifestación feminista en Madrid. Getty Images


La igualdad que llegará en la próxima década es imparable y será mejor para nosotras y para vosotros, afirma en el A vuelapluma de este sábado la escritora Nuria Labari.

"Está claro -comienza diciendo Labari- que en 2019 termina un año y comienza una época, un tiempo nuevo, el de las mujeres. Y esta nueva era que se avecina está siendo percibida con cierto temor por nuestros compañeros hombres. En los taxis, en las aulas, en las empresas y en los bares se habla de “las feministas”, como si de un colectivo revolucionario que persigue, no la igualdad entre géneros, sino lo peor para los hombres. Se escuchan frases de varones confundidos del tipo: “ya no sabe uno cómo tratarlas” o “ahora hay que andarse con cuidado”.

Es como si la construcción de un nuevo relato de la identidad femenina viniera a arrinconar el relato de muchos hombres. No como si llegara un tiempo más justo y mejor para todo el mundo, sino como si el despegue de una identidad pusiera en riesgo de exclusión a la otra, la hasta ahora hegemónica, la de los hombres. La buena noticia es que los chicos no tienen nada que temer. Porque su viril concepción del mundo sobrevivirá en la nueva era en lo que auguro será una nueva identidad masculina. Y para despedir el año, propongo que juguemos a imaginar cómo sería un mundo así, el que está llamando a las puertas de la década que estrenamos, el mundo que arrinconará de una vez el relato patriarcal.

Si la cosa sigue avanzando como hasta ahora, en 2030 el nuevo relato masculino será ya un hecho cierto y será además minoritario. En los próximos años, aparecerá una nueva narrativa (transversal a todas las artes) que se llamará, por su origen literario, escritura masculina. Este tipo de creación construirá el “nuevo relato masculino” e incluirá cualquier forma de poética o pensamiento nacidos de varón. Entonces veremos a muchos hombres responder en los periódicos, los telediarios y las redes a las preguntas del futuro. Las que tendrán que contestar los niños que están naciendo hoy, hagan lo que hagan y piensen lo que piensen. ¿Se siente usted dentro de la corriente de narrativa masculina emergente? ¿Cuáles son los creadores hombres que más le han influido? ¿Se reconoce dentro de una genealogía masculina? Su último libro tiene tintes biográficos ¿cree usted que el diario es un género propiamente masculino? ¿Cómo explica que muchos más creadores hombres hayan tratado el tema de la guerra que las escritoras? ¿Qué le diría a las mujeres para que se acerquen a las historias escritas o contadas por hombres?

Para entonces, muchos de los creadores que publican o crean hoy (fotografía, música, pintura…) habrán sido extrañamente olvidados. Por suerte, hacia 2050 aparecerán en las ciudades más importantes del mundo las primeras “Librerías de Hombres” donde se rescatarán títulos de autores extrañamente silenciados por el azar o por su género. Por lo demás, estas librerías o pequeños centros culturales le parecerán de lo más normal a todo el mundo, incluso habrá festivales de creadores masculinos y hasta tendrán un día internacional solo para ellos. Será el “Día Mundial del Relato Masculino” y muchos hombres lo celebrarán con hashtags azules, que será el color de la masculinidad. Porque la masculinidad tendrá su propia bandera y ellos se pondrán camisetas y lazos de ese tono en fechas señaladas. Sin embargo, su entusiasmo no conseguirá convertir sus ideas en poder real.

Será entonces cuando empiecen a pedir cuotas masculinas, pero la mayoría de mujeres (incluso algunos hombres) estará en contra. Dirán que el hecho de que las mujeres ocupen los puestos más relevantes económica y políticamente se debe a que son, sin lugar a dudas, mejores que ellos. Y señalarán a los pocos hombres que hayan conseguido cierta relevancia como prueba irrefutable de su tesis.

En un contexto así, los hombres del futuro dedicarán mucho tiempo y esfuerzo a “nombrar lo masculino”, como si no hubiera cosas más importantes de las que ocuparse. Y denunciarán la exclusión del pensamiento masculino del discurso dominante. Los más radicales asegurarán que en los debates más relevantes política y económicamente, siempre habrá más mujeres que hombres. Y que en ellos, además, la temática masculina queda excluida o relegada una y otra vez. En estos foros se tratarán temas como el cuerpo, la intuición, la pedagogía, los derechos de la tierra, el consuelo, la frontera, la clínica reproductiva, la integración, la subjetividad… Los temas que marcarán la agenda política mundial, en definitiva. Al otro lado, quedarán los temas típicamente masculinos, como la productividad, la competitividad, el progreso, el matrimonio y toda suerte de tesis biologicistas. Como si, en el futuro, las mujeres pensaran para la humanidad y los hombres solo para sus colegas del futbol o el gimnasio.

Evidentemente, esta línea no guardará relación alguna con la calidad de las obras o las ideas producidas por los hombres pero será en todo caso infranqueable. La buena noticia es que nacerán nuevos héroes. Como el ganador del Nobel de Literatura del año 2045 con un relato propiamente masculino. Pero incluso él tendrá que responder en su momento a las preguntas de rigor. ¿Cree que con este galardón ayuda a visibilizar la narrativa masculina?

Vale. Ya paro, no tengan miedo. Nada de esto va a pasar. Este texto es solo un juego. La igualdad que llegará en la próxima década es imparable y será mejor para nosotras y para vosotros. Feliz año nuevo".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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viernes, 9 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] El valioso invento que nadie echaba en falta





Hace ocho años aún estaba despegando el teléfono inteligente, hoy llevamos Internet a todos lados y muchos de nosotros no renunciaríamos a Internet ni por más dinero del que tendremos en toda la vida, escribe el periodista y subdirector de El País, Bernardo Marín.

En julio de 2011, comienza diciendo Marín, la fundación estadounidense The Fund for American Studies publicó un vídeo sobre las bondades del capitalismo en el que se hacía una pregunta a varios jóvenes: ¿serías capaz de no volver a usar Internet a cambio de un millón de dólares? La mayoría de los sondeados contestaba que no, y multiplicaba por diez o por mil la cantidad por la que estarían dispuestos a dejar de navegar y abandonar para siempre todas las aplicaciones inventadas y por inventar. Y eso que hace ocho años aún estaba despegando el teléfono inteligente, con el que llevamos Internet a todos lados mientras nos creamos la necesidad de estar siempre conectados.

El dilema, que ha vuelto a proponer en las últimas semanas un artículo del blog Microsiervos, tiene su miga. ¿Por cuánto dinero sería el lector capaz de semejante renuncia? Seguro que alguno lo haría por mucho menos de ese millón, pero es probable que otros, en especial aquellos que no conocen otro mundo que el digital, encontraran la cantidad irrisoria. Dejar de lado Internet supondría privarse del mayor sistema de acceso a la información, a la comunicación, al negocio y a la diversión inventado. Y llevar una vida a contracorriente: despedirse de WhatsApp y de las redes sociales, no poder consultar una duda en Google ni ver una película en Netflix, volver físicamente a la agencia de viajes para comprar un billete de avión y al buzón para mandar fotos en un sobre. Y renunciar a muchísimos empleos que requieren conexión.

Resulta interesante reflexionar sobre lo mucho que valoramos algo que en principio nos cuesta tan poco. Pero es aún más asombroso pensar que hace 30 años, el tiempo de una sola generación, nadie echaba en falta Internet, cuya existencia permanente y ubicua damos por hecho ahora con tanta certeza, que nos alarmamos cuando perdemos la conexión o no encontramos wifi. Quizás por esto, las películas y novelas de ciencia ficción anteriores a la revolución tecnológica, donde se vaticinaban otros prodigios como el teletransporte o la invisibilidad, resultan, con perspectiva actual, tan miopes a la hora de pronosticar un invento que ahora parece obvio. Y al que muchos no renunciaríamos ni por una fortuna.





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