Tiene toda la razón el editorial de ayer sábado del diario El Mundo sobre la irresponsable actitud de la que está haciendo gala la infanta doña Cristina de Borbón. Irresponsable, porque aquí no se trata de determinar si es culpable o no de un delito fiscal, algo que solo pueden determinar los tribunales, sino porque todo lo conocido sobre el comportamiento de su marido (y de su matrimonio) es tan poco ejemplar -al margen de su relevancia penal- que al conjunto de los españoles les resulta ofensivo su empecinamiento en mantener los derechos a un trono que no se merecería jamás por su conducta. Y aunque la Constitución es concluyente, como reconoce al respecto el editorial: sólo ella puede renunciar voluntariamente a ese derecho, hoy más que nunca cabe exigirle a la Infanta que lo haga, por el bien de una institución, la Corona, a la que tan escaso respeto ha mostrado.
Los gestos, como los símbolos, tienen enorme importancia en una monarquía, dice el editorial de El Mundo. Y la decisión de Felipe VI de revocar a la Infanta Cristina el título de duquesa de Palma es uno de los más relevantes protagonizados por el Rey desde su proclamación hace casi un año, consciente de la necesidad de devolver la ejemplaridad a la Corona. El comportamiento de la Infanta desde que hace tres años estalló el caso Noòs ha sido tan desleal con la Monarquía y tan alejado de lo que se esperaba de una Infanta educada para servir al interés general de su país, que corrobora el acierto de la decisión de su hermano.
En mi entrada de hace justamente un mes, titulada "Ejemplaridad pública: Ciudadanos, funcionarios, políticos, reyes", exponía la opinión del filósofo y jurista Javier Gomá sobre la ejemplaridad exigida a la Corona: El Estado se organiza, decía, como una pirámide jerárquica de fuerza coactiva progresiva en la que cada escalón superior concentra más poder que el inferior sobre el monopolio de la violencia estatal. Así, continúa diciendo, en la base se encuentran los funcionarios, unidos al Estado por una relación estatutaria; en un estrato superior, los políticos, elegidos por sufragio libre y poseedores de las fuentes escritas del Derecho; y en el vértice de esta jerarquía, en las monarquías parlamentarias, el titular de la Corona, un título al que se accede por herencia. ¿Cómo es esto posible en nuestras modernas democracias?, se pregunta el filósofo Gomá. ¿Que legitimación le asiste a la Corona?
La transmisión de la jefatura del Estado por vía hereditaria, siguiendo reglas genealógicas, sigue diciendo, supone sin lugar a dudas la integración de un "momento" tradicional-histórico muy "Ancien Régime", en el racionalismo originariamente formal de una Constitución. La entrega de la máxima magistratura del Estado a una familia y a sus descendientes solo cabe considerarla democrática, aun siendo voluntad del pueblo, a condición de que este (el pueblo) retenga la integridad de su soberanía y que, en consecuencia, la posición estatutaria del rey no lleve aparejada ninguna cuota de poder coactivo, ni legislativo ni ejecutivo ni judicial, y solo ostente un valor simbólico. De esa manera, continúa, en la cúspide del Estado, esa escala de poder coactivo creciente, en el lugar que uno esperaría encontrar una apoteosis de fuerza y decisión, lo único que luce es un símbolo desnudo.
Hay muchos símbolos políticos en un régimen de monarquía parlamentaria como es el nuestro, decía allí: -bandera, himno, escudo- pero el principal de ellos es la Corona, que es un símbolo personal. En ella, lo simbolizado presenta la mayor seriedad: la unidad y permanencia de un Estado. Pero esa carga de sentido político se materializa en lo más doméstico y cotidiano que pueda imaginarse: una familia.
En las constituciones modernas, la persona del rey no está sujeta a responsabilidad jurídica. Sin embargo nadie podrá exonerarle nunca del deber de fidelidad a su significado simbólico. Esta fidelidad al significado es otra forma de llamar a la ejemplaridad. El oficio del rey se agota en simbolizar esa apertura: en ejemplo que ejemplifica la ejemplaridad misma. Si encerrándose en su propia anécdota, concluye, es desleal a su simbolismo, pierde al punto su anterior gravedad y encanto y se torna ejemplo ininteresante, caprichoso cosmético, bagatela desechable. El antiguo mito político solo vale entonces como cuento para niños. La vulgaridad de vida banaliza la Corona y vacía el trono.
No creo, sinceramente que ese sea hoy nuestro caso, concluía yo mi entrada citada, pues la monarquía y su titular en estos momentos han vuelto a recuperar el prestigio, confianza y aceptación de los que la Corona como institución gozó en sus mejores tiempos entre los españoles. Y más con este gesto tan cargado de simbolismo e indudablemente doloroso en lo personal.
Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt
En mi entrada de hace justamente un mes, titulada "Ejemplaridad pública: Ciudadanos, funcionarios, políticos, reyes", exponía la opinión del filósofo y jurista Javier Gomá sobre la ejemplaridad exigida a la Corona: El Estado se organiza, decía, como una pirámide jerárquica de fuerza coactiva progresiva en la que cada escalón superior concentra más poder que el inferior sobre el monopolio de la violencia estatal. Así, continúa diciendo, en la base se encuentran los funcionarios, unidos al Estado por una relación estatutaria; en un estrato superior, los políticos, elegidos por sufragio libre y poseedores de las fuentes escritas del Derecho; y en el vértice de esta jerarquía, en las monarquías parlamentarias, el titular de la Corona, un título al que se accede por herencia. ¿Cómo es esto posible en nuestras modernas democracias?, se pregunta el filósofo Gomá. ¿Que legitimación le asiste a la Corona?
La transmisión de la jefatura del Estado por vía hereditaria, siguiendo reglas genealógicas, sigue diciendo, supone sin lugar a dudas la integración de un "momento" tradicional-histórico muy "Ancien Régime", en el racionalismo originariamente formal de una Constitución. La entrega de la máxima magistratura del Estado a una familia y a sus descendientes solo cabe considerarla democrática, aun siendo voluntad del pueblo, a condición de que este (el pueblo) retenga la integridad de su soberanía y que, en consecuencia, la posición estatutaria del rey no lleve aparejada ninguna cuota de poder coactivo, ni legislativo ni ejecutivo ni judicial, y solo ostente un valor simbólico. De esa manera, continúa, en la cúspide del Estado, esa escala de poder coactivo creciente, en el lugar que uno esperaría encontrar una apoteosis de fuerza y decisión, lo único que luce es un símbolo desnudo.
Hay muchos símbolos políticos en un régimen de monarquía parlamentaria como es el nuestro, decía allí: -bandera, himno, escudo- pero el principal de ellos es la Corona, que es un símbolo personal. En ella, lo simbolizado presenta la mayor seriedad: la unidad y permanencia de un Estado. Pero esa carga de sentido político se materializa en lo más doméstico y cotidiano que pueda imaginarse: una familia.
En las constituciones modernas, la persona del rey no está sujeta a responsabilidad jurídica. Sin embargo nadie podrá exonerarle nunca del deber de fidelidad a su significado simbólico. Esta fidelidad al significado es otra forma de llamar a la ejemplaridad. El oficio del rey se agota en simbolizar esa apertura: en ejemplo que ejemplifica la ejemplaridad misma. Si encerrándose en su propia anécdota, concluye, es desleal a su simbolismo, pierde al punto su anterior gravedad y encanto y se torna ejemplo ininteresante, caprichoso cosmético, bagatela desechable. El antiguo mito político solo vale entonces como cuento para niños. La vulgaridad de vida banaliza la Corona y vacía el trono.
No creo, sinceramente que ese sea hoy nuestro caso, concluía yo mi entrada citada, pues la monarquía y su titular en estos momentos han vuelto a recuperar el prestigio, confianza y aceptación de los que la Corona como institución gozó en sus mejores tiempos entre los españoles. Y más con este gesto tan cargado de simbolismo e indudablemente doloroso en lo personal.
Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt
La Familia Real española
Entrada núm. 2330
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)