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miércoles, 19 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Desarbolada





Me pregunté qué puede hacer la educación contra estímulos diarios que transmutan a niños en periodistas incisivos que no atienden a razones y repentizan bulos, dice la escritora Marta Sanz en El País.

El fallecimiento de Chicho Ibáñez Serrador, unido a una experiencia en el festival Avivament, me ha traído a la memoria una película que no volvería a ver aunque me pagaran dinero. Esto pasa mucho con las películas excelentes. En Quién puede matar a un niño (1976), Ibáñez Serrador define la inquietud a través de un lenguaje cinematográfico hiperbólico que hace buena la afirmación de Godard de que el travelling es una cuestión moral. El cineasta, en la estela de Los pájaros, aborda la irresponsabilidad de las personas adultas frente al abandono de una infancia que actúa movida por el legítimo rencor y la conciencia grupal. Somos vulnerables ante lo inesperado, y la vulnerabilidad y el miedo que sufrimos ante quienes son más vulnerables que nosotros remiten a profundas lacras de nuestra sociedad: esa sensación malsana de que un niño o una niña puedan erigirse en enemigos. Lo contaba Isaac Rosa en El país del miedo. En 1976 yo estaría a punto de cumplir nueve años y vi Quién puede matar a un niño porque vivía en un lugar donde teníamos patente de corso para entrar a los cines. Mi asimilación de la historia iba por el lado de las sanguinarias reivindicaciones de la niñez. Supongo que estaría cabreada porque me obligaban a comer hígado, y, aun así, las acciones con guadañas contra la gente mayor eran excesivas para mi empoderamiento infantil. Yo no iba a rajar a mi madre, aunque me regañara si no hacía los deberes. Quizá el hecho de que me impusieran obligaciones dulcificaba una furia vengadora que, en mi caso, no era la de una niña desatendida.

Avivament es un festival organizado para imbricar la filosofía en la vida cotidiana. Es un espacio imprescindible como contrapeso al discurso del odio y el desprestigio de las humanidades: la conversación racional cuaja en pensamiento y el pensamiento ayuda a practicar una conversación no contaminada por la rabia vocinglera de la telerrealidad. Allí di una charla sobre los prejuicios que gravitan en torno al feminismo. Hablamos de bulos, estereotipos y falsas imputaciones. Puritanismo y reguetón. Maltrato físico, cultural y económico contra los cuerpos de las mujeres. Un chico me preguntó: “¿Qué opina usted de esas madres que asesinan a sus hijos y no salen en los medios?”. La pregunta no era una pregunta: era una agresión premeditada que el chico leyó desde la pantalla de su móvil. Daban igual mis argumentos previos y que su no-pregunta —no esperaba respuesta: era una pregunta-tesis— encerrase la contradicción de cómo él disponía de esas informaciones. Pero yo me quedé desarbolada y solo contesté: “Eso es mentira”. Me sentí pequeña y me pregunté qué puede hacer la educación contra estímulos diarios que transmutan a chicos como aquel en periodistas incisivos que no atienden a razones y repentizan bulos. No sé cómo podemos luchar contra los elementos. Pese a todo, o por todo, festivales como Avivament son imprescindibles. Desde la rendida admiración por el colectivo docente y el convencimiento de que existe una juventud magnífica y curiosa, me hice preguntas sobre la impermeabilidad, las pieles finas y duras, sobre mi derecho a sentirme insultada o bloquearme, sobre quién puede matar a un niño —Arabia Saudí, país amigo; Trump y sus juicios a menores desamparados que cruzan la frontera—, sobre cómo algunas veces las personas adultas pecamos de una condescendencia excesiva. Debería pesar más mi obligación cívica y moral hacia ese chico que cierto cansancio. Ese chico es importantísimo y yo no sé si tengo derecho a sentirme pequeña ni a desarbolarme.



Dibujo de Alashy Getty para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 17 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] La voces de Elisa y Marcela





Las categorías sexuales no son verdades naturales; la sexualidad es una ficción representada como verídica, escribe en el diario El País Amanda Mauri, master de Estudios de Género por la LSE, investigadora y activista feminista. 

La última producción de Isabel Coixet, Elisa y Marcela, proporciona material de debate incluso antes de su estreno oficial en Netflix, comienza diciendo Amanda Mauri. La película cuenta la historia real de dos mujeres gallegas que, a principios del siglo pasado, burlaron la omnipotencia eclesiástica y se casaron en un ejercicio de resistencia (y travestismo). Elisa y Marcela plasma la violencia con la que la sociedad disciplina la relación entre las protagonistas. Establece un claro contraste entre el mundo “exterior” y el mundo “interior”. Coixet muestra una intimidad donde la ternura, la pasión y la determinación destierran cualquier asomo de duda o dilema internos. Algunas voces han interpretado esta ausencia de trabas emocionales como una falta de plausibilidad histórica.

Javier Ocaña, en este diario, le reprochaba a la directora haber adoptado una “mirada errónea”. Según el periodista, la película exhibe un erotismo desinhibido, donde ambas mujeres tienen un “conocimiento del propio cuerpo y del deseo mutuo” más propio de “dos seres humanos de 2019 en un país avanzado” que de la Galicia rural de 1901. Esta crítica invita a reflexionar sobre los procesos representativos de la sexualidad y su construcción histórica. ¿Hasta qué punto se lee el “progreso” a partir de lógicas eurocentristas y por qué se reclama a historias como la de Elisa y Marcela una ostentación de la autocensura?

Como sostiene la crítica feminista Teresa de Lauretis, la representación no describe una verdad sexual, sino que la produce y establece como verídica mediante su función representativa. Afirmar que no se puede contar la historia de Elisa y Marcela sin hacer hincapié en el “conflicto interior” que se espera de un “despertar” lésbico es, también, un juicio emitido desde unos códigos determinados. Sea en una aldea gallega en blanco y negro o en la Barcelona contemporánea de Merlí, existe una voracidad generalizada por representaciones homosexuales donde la (tortuosa) salida del armario ocupe una posición central. Simulando una suerte de bautismo sexual, este “salir” o “despertar” actúa como una condición indispensable para recibir la aprobación social. ¿Qué es exactamente lo que molesta o asusta de un enamoramiento lésbico sin crisis existenciales?

Las categorías que rigen nuestra mirada sexual son más recientes y variables de lo que creemos. Los conceptos actuales de heterosexualidad y homosexualidad son producto de la modernidad occidental, la misma que a menudo se invoca como supuesto paradigma de la libertad sexual. En los siglos XVIII y XIX, la sexualidad se construye a través de una serie de discursos y categorías médico-jurídicas, cuya función principal será ordenar los cuerpos y acotarlos a unos parámetros institucionales. Esto responde a un cambio de modelo gubernamental: el control de poblaciones ya no lo ejerce una única figura soberana, sino que el poder se diluye en un entramado de instituciones —Iglesia, prisión, escuela, familia— que funcionan con la creación de identidades sociosexuales. Cuando nos referimos a categorías identitarias —“mujer”, “hombre”, “homosexual”, “heterosexual”— como si fueran verdades naturales, olvidamos que son producto de un conjunto de intereses y efectos políticos. No existe una verdad sexual; la sexualidad es una ficción representada como verídica.

Es legítimo preguntarse por la falta de contradicciones internas en la relación entre Elisa y Marcela, pero es importante no confundir su deseo con el origen de la problemática. El sexo no es el problema. Al reclamar que se constate la inseguridad del espacio “interior”, se corre el riesgo de acabar negando la existencia de espacios seguros. La disidencia sexual se ha sostenido siempre en la capacidad de construir alianzas y comunidades alternativas donde vivir, encontrarse y explorarse de formas distintas a la norma. El mostrar la intimidad de Elisa y Marcela como un espacio libre —ajeno a las burlas, ataques y miserias del mundo “exterior”— debe leerse como una decisión política y estética de representar esa capacidad de crear refugios afectivos. A pesar de que la norma sexual nos coarta, nuestra capacidad de acción y resistencia es infinita. Ante la hostilidad de la vida pública, de la heterosexualidad forzada y de la violencia machista, en Elisa y Marcela la esfera íntima despliega un abanico inagotable de posibilidades. Juntas invocan el espacio “interior” como un conjuro de felicidad, libertad y transgresión.

Tal vez, lo que (nos) molesta es que las historias se cuenten de una forma distinta a como creemos saberlas, que los cuerpos no coincidan con los ideales establecidos, que el deseo y el placer escapen a las lógicas identitarias. Elisa y Marcela no cuenta “la” historia. No puede ni pretende hacerlo. Lo que sí logra es articular una historia necesaria, y abrir un espacio donde otras voces, cuerpos y afectos se entrelazan y multiplican. Elisa y Marcela son Elisa y Marcela. Pero también es una invitación a escuchar y contar las historias que llevamos dentro, a dejarlas salir a un “exterior” que nos quiere ordenadas y calladas.



Fotograma de "Elisa y Marcela", de Isabel Coixet


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miércoles, 13 de marzo de 2019

[A VUELAPLUMA] Yesterday...





La felicidad de que buena parte de la izquierda española se haya olvidado de Franco no compensa la posibilidad de que en la derecha se actúe como si nadie se acordase de él, escribe el periodista y escritor español Manuel Jabois.

Danny Boyle, comienza diciendo Jabois, el director de Trainspotting, aquella película generacional que narraba, a modo de distopía, el impacto que tuvo el retorno de la extrema derecha a las calles de España y la conmoción del centro y su tentación de aceptar sus votos al menos una vez “para ver qué se siente”, estrena una película nueva que profundiza en la política española: Yesterday. En ella, el mundo olvida por completo a los Beatles: no solo no recuerda que existieron, sino que no hay prueba sonora alguna de que una vez, en este planeta, hubo algo conocido con ese nombre. ¿Todo el mundo? No, un músico aficionado sí los recuerda perfectamente, a ellos y a Hey, Jude; Yesterday, She Loves You o Let It Be. Imaginen el festín que se pega: como pescar con dinamita.

Al contrario que en la mencionada Trainspotting o La playa, en la que se disimulaba el retrato de la búsqueda del paraíso envuelto en pureza ideológica por parte de un joven votante de Podemos (Leonardo DiCaprio) y su desconcertante resultado, en Yesterday las claves son mucho más obvias por grotescas. Los Beatles funcionan como metáfora de Francisco Franco; de repente nadie recuerda ya al dictador, la historia de España es pasado cerrado a cal y canto, resulta imposible reabrir las heridas, no hay muertos de “no sé quién” en las cunetas y la Transición ha funcionado como un perfecto elixir según el cual no hay prueba alguna de que una vez, en un lugar llamado España, existió algo llamado Franco. Semejante vacío es aprovechado por un político aficionado (interpretado por Himesh Jitendra Patel; por nombre podría pensarse que milita en Vox, pero su ascensión y métodos recuerdan a Pablo Casado) que no olvida aquel país y muchos de sus greatests hits; imaginen su festín.

La película tardará todavía un tiempo en llegar a la cartelera española, pero la promoción empieza a resultar insoportable. La felicidad de que buena parte de la izquierda española se haya olvidado de Franco no compensa la posibilidad de que en la derecha se actúe como si nadie se acordase de él. Porque todo lo que se olvida, como sabe el músico aficionado, se repite: si no lo repites tú, lo repiten otros. Y así se empiezan a oír los mismos discursos de entonces, la misma nostalgia de aquella moral y aquel miedo, entre la indiferencia de unos, el aplauso de otros y el horror de unos cuantos que todavía recuerdan, como un eco lejano, las viejas canciones.

El riesgo argumental de ese “dejadlo todo como está que nunca ha estado tan bien” y el “hubo muertos en los dos bandos” que obvia que solo se enterraron los de uno, es que lo siguiente sea empezar a imitar aquí y allá, en plan a ver si no se nota. Por eso el músico aficionado que recuerda perfectamente a los Beatles asume como suyos los votos de Vox y reclama su patente, mientras la orquesta del centro que venía a regenerar España le planta un muro al PSOE y la puerta de Imaginarium a la extrema derecha: que pasen, pero sin hacer ruido. “Ya no le quedan tumbas que visitar ni brechas que abrir entre españoles”, les dijo Casado a sus diputados en referencia a una visita del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a la tumba de Antonio Machado. Machado, muerto en el exilio y enterrado allí, no había recibido nunca los honores de ningún presidente; tener esos honores es abrir brechas. Casado, que pide olvidar a Franco para mirar por fin hacia delante, cada vez que abre la boca mira para atrás. Recordando otra celebrada película de Boyle, Slumdog Millionaire, inspirada en sus años de la Cardenal Cisneros: un chico en el concurso ¿Quién quiere ser licenciado? mientras evoca con tenebrosos flashbacks los exámenes que le llevaron hasta allí.







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lunes, 28 de enero de 2019

[HISTORIA] Siete días de enero




La diosa Clío, musa de la Historia


No existen procesos políticos ejemplares, pues el ser humano es imperfecto y el azar siempre interfiere en los planes de la razón, produciendo turbulencias, malentendidos y errores, escribe el profesor de filosofía y crítico literario Rafael Narbona, refiriéndose a los sucesos que ocurrieron en los últimos días de enero de 1977 en Madrid, que pusieron en jaque la transición española a la democracia. Sin embargo, añade, hay cambios históricos que merecen ser elogiados por su contribución al bienestar general. 

Podemos citar como ejemplos el fin del apartheid en Sudáfrica, la caída del Muro de Berlín, la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial o la Transición española. Desde la crisis de 2008, la Transición ha sufrido un descrédito inmerecido. El populismo de izquierda elaboró un nuevo relato que explicaba el paso de la dictadura al actual Estado de Derecho como una operación de maquillaje del franquismo. Ese planteamiento apareció acompañado por la recuperación de las viejas ideologías que –presuntamente‒ podrían ofrecer una alternativa al sistema capitalista, demonizado hasta lo grotesco. Se rehabilitó el marxismo-leninismo, el anarquismo y, en algunos casos, el estalinismo. Afortunadamente, nadie –al menos que yo sepa‒ agitó la bandera del maoísmo, si bien se alzaron algunas voces en defensa de Corea del Norte, celebrando las excelencias del «socialismo autosuficiente y creativo» de Kim Jong-un. Parece que ese discurso disparatado se ha desinflado notablemente, pero el separatismo regionalista ha aprovechado su fuerza para movilizar a las víctimas de la crisis económica, prometiéndoles el paraíso en el marco de pequeños Estados independientes. De momento, ha copiado las técnicas del populismo izquierdista, promoviendo la insurgencia callejera. Al mismo tiempo, ha surgido un populismo de derechas que habla de Reconquista con una retórica de cartón piedra. En este escenario, el centro político, liberal y reformista, se revela más necesario que nunca, pero en un tiempo de estériles radicalismos casi nadie se atreve a invocar la moderación, la prudencia y el diálogo, las grandes virtudes de la Transición. Un espíritu conciliador, hoy inexistente, podría atemperar el debate político, ahorrándonos los malos modos de algunos parlamentarios, sin otra fuente de inspiración que el lodo, el ruido y la furia de las redes sociales.

De las películas que intentaron reflejar los acontecimientos políticos de la Transición, recuerdo dos con especial aprecio: ¡Arriba Hazaña! (José María Gutiérrez Santos, 1978) y Siete días de enero (Juan Antonio Bardem, 1979). ¡Arriba Hazaña! emplea un internado religioso como metáfora de lo que estaba sucediendo en la sociedad española. Los curas más viejos se oponen a cualquier cambio, los jóvenes se muestran partidarios de introducir reformas y los alumnos oscilan entre el pacto y la ruptura revolucionaria. La interpretación de Fernando Fernán Gómez es memorable, encarnando a un sacerdote que ha servido en la Legión durante la Guerra Civil. ¿Quizá se pretendía lanzar un guiño al espectador, aludiendo al papel del actor en Balarrasa, la película de 1951 dirigida por José Antonio Nieves Conde, en la que Fernán Gómez interpretaba al capitán Mendoza, un legionario que ingresaba en un seminario para ordenarse sacerdote? Héctor Alterio también realiza una brillante interpretación como director del internado. Desbordado por los crecientes altercados, Alterio da palos de ciego para mantener el orden. Su impotencia e inseguridad muestra la carga soportada por los políticos que temían pronunciarse en un ambiente de máxima crispación. José Sacristán asume con solvencia el papel de cura reformista con un talante que recuerda a Adolfo Suárez. Los alumnos que rechazan su oferta de diálogo, cabecillas de la oposición surgida contra las rígidas normas del internado, manifiestan su desacuerdo con nuevos actos de sabotaje, pero sus compañeros no les siguen en su deriva hacia ninguna parte. Es evidente que la actitud de esa minoría descontenta se corresponde con el terrorismo de ETA y los GRAPO, dos siglas que han escrito los episodios más negros de nuestra historia reciente, intentando dinamitar la convivencia democrática en nombre la revolución socialista y la independencia de los pueblos. En 2020, HBO estrenará una serie de ocho capítulos basada en Patria, la magistral novela de Fernando Aramburu. Desconozco los planes literarios de Aramburu, pero sería fantástico que se animara a escribir una trilogía, recreando los orígenes de ETA y mostrando las secuelas de la violencia en la memoria colectiva.

Siete días de enero recrea la semana más trágica de la Transición. Con un estilo neorrealista y testimonial, Bardem combina ficción y realidad para reproducir el clima de tensión creado por una cascada de catástrofes: el secuestro de Antonio Oriol y el teniente general Emilio Villaescusa, el asesinato del estudiante Arturo Ruiz, la muerte de la universitaria María Luz Nájera y la matanza de Atocha. Oriol y Villaescusa fueron secuestrados por los GRAPO. Arturo Ruiz cayó bajo las balas de la ultraderecha. María Luz Nájera perdió la vida cuando un bote de humo de la policía impactó en su cara. La matanza de Atocha –cinco muertos y cuatro heridos graves‒ se produjo el 24 de enero de 1977. El 4 de octubre del año anterior, ETA había asesinado Juan María Araluce Villar, presidente de la Diputación de Guipúzcoa, ametrallado por un comando que también acabó con la vida de su chófer y sus tres escoltas. Las fuerzas que luchaban contra la Transición hicieron todo lo posible para propagar el caos y evitar que se celebraran las primeras elecciones democráticas. La película de Bardem emplea imágenes de la época para acentuar la credibilidad, logrando un perfecto encaje entre lo cinematográfico y lo documental. José Manuel Cervino interpreta magistralmente a uno de los pistoleros ultraderechistas que dispararon contra los abogados de Atocha. La película produce desasosiego y malestar. No está de más recordar esos días de sangre, frustración y esperanza en una época de revisionismo histórico que falsea la verdad.

La Transición triunfó sobre sus enemigos. No fue el preámbulo del régimen de 1978, sino una valiente y difícil apertura que hizo posible una sociedad libre, plural y democrática, con elecciones, pluripartidismo, derechos, libertades, separación de poderes y avances sociales. No fue una maniobra perfecta que abrió las puertas a la utopía, sino un ejercicio de precisión que hizo posible un escenario donde las diferencias podrían resolverse al fin pacíficamente. No significó el fin de los problemas económicos y sociales, pero sí el descrédito de la violencia como arma política. Las necesarias críticas al régimen de Franco no deben desfigurar nuestro pasado. El cine político debe aspirar a la objetividad. De momento, no se ha cumplido esta exigencia. Las películas de las últimas décadas no se cansan de exaltar a la izquierda revolucionaria de los años treinta, omitiendo sistemáticamente que la Revolución de Asturias no fue una gesta épica, sino un golpe de Estado organizado por el PSOE con la colaboración de la CNT. Salvador de Madariaga, notable antifranquista, escribió en 1979: «El alzamiento de 1934 es imperdonable. [...] El argumento de que José María Gil-Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la vez hipócrita y falso. […] Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936» (España. Ensayo de historia contemporánea). También se silencia que la represión republicana no fue obra de «incontrolados», sino una estrategia de guerra respaldada por los sucesivos gobiernos, como ha demostrado Julius Ruiz en El terror rojo (2012) y en Paracuellos, una verdad incómoda (2015).

Ruiz sostiene que Santiago Carrillo se limitó a cumplir las órdenes de la Junta de Defensa y el Gobierno, organizando con su íntimo amigo Segundo Serrano Poncela, delegado de Orden Público, la matanza de Paracuellos, perpetrada con el pretexto de aniquilar a una quinta columna inexistente. Los supuestos traslados o evacuaciones que finalizaron con fusilamientos en masa contaron con el apoyo de Manuel Muñoz (director general de Seguridad), Ángel Galarza (ministro de Gobernación), Juan García Oliver (ministro de Justica) e incluso Francisco Largo Caballero (presidente del Gobierno). Dentro de esta estrategia represiva, hay que mencionar los campos de trabajos forzosos. En abril de 1937 se abre el primero en Totana (Murcia). No fue creado por las autoridades franquistas, sino por las republicanas, y no se distinguió por su carácter humanitario. Según Julius Ruiz, se ejecutaba sumariamente a quienes se negaban a trabajar por estar demasiado enfermos o hambrientos. Corrían la misma suerte los compañeros de brigada de los presos fugados para desanimar a posibles fugitivos. A la entrada del campo había un cartel con la siguiente consigna: «Trabaja, y no pierdas la esperanza». Juan Negrín, presidente de Gobierno, aprobaba esta política represiva, pues creía que no había otra forma de ganar la guerra.

La Transición pudo fracasar. En aquellos siete días de enero de 1977 se tambaleó la reforma política que condujo a la democracia, pero, afortunadamente, la crisis se superó, permitiendo que en junio se celebraran las primeras elecciones generales. Después vendrían el 23-F y los años de plomo de ETA y los GRAPO. La democracia volvió a imponerse, no sin grandes dosis de sufrimiento, pero el cine aún no nos ha proporcionado obras a la altura de los acontecimientos. Espero que las películas de las próximas décadas sean justas con la Transición, pues –como señaló Felipe VI ante el Parlamento con motivo del cuadragésimo aniversario de la Constitución de 1978‒ «en el espíritu, en los valores y en los ideales que inspiró este período de nuestra historia se encuentra la mejor España».



Entierro de los abogados laboralistas asesinados en Madrid en 1977


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jueves, 10 de enero de 2019

[PENSAMIENTO] ¿Qué es el patriotismo?



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512. Museos Vaticanos)


Durante la reciente conmemoración del fin de la Gran Guerra, escribe el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado, que congregó en París a líderes de todo el mundo, no faltó quien recordase ‒en la consabida pieza periodística sobre las películas dedicadas al conflicto‒ el retrato de la guerra de trincheras que hiciese Stanley Kubrick en Senderos de gloria (1957): un título lleno de ironía, pues esos caminos sólo conducían a la muerte de unos soldados que combatían sin esperanza. Menos citada es Rey y patria (1964), de Joseph Losey, que se ocupa, no obstante, del mismo problema cuando relata el juicio por alta traición contra un soldado que ha desertado de su regimiento. En ambos casos se plantean preguntas incómodas sobre el patriotismo y su relación con el nacionalismo: ¿es un buen patriota quien entrega su vida a la nación al margen de las circunstancias o, por el contrario, lo será quien sepa elevarse por encima de esas circunstancias para exigir a su patria lealtad a los ideales democráticos o el más elemental respeto a la dignidad humana?

Se trata de preguntas que hasta hace bien poco pasaban por excéntricas, tan ajenos nos parecían esos apegos feroces e inmediatos. Nos habíamos acostumbrado a razonar sobre los valores democráticos o la naturaleza de la justicia distributiva en términos universalistas con objeto de alcanzar así la máxima imparcialidad posible. Acaso el ejemplo más depurado de esta técnica racionalista sea el célebre «velo de ignorancia» ideado por John Rawls para neutralizar el efecto que nuestras características personales habrían de tener sobre la negociación del contrato social. Pero ya no es el caso: la crisis económica ha modificado bruscamente el estado de ánimo de las sociedades occidentales y han regresado con fuerza las vinculaciones nacionales. Hasta cierto punto, es una sorpresa; creíamos haber aprendido algo del intenso siglo XX. Pero quizá no habíamos aprendido lo más importante, a saber: que los conflictos causados por el sentimiento de pertenencia no desaparecerán jamás.

De ahí, pues, el resurgimiento de un nacionalismo al que se oponen dos alternativas. Por un lado, el cosmopolitismo que no quiere saber nada de contingencias y se aferra al universalismo moral. Y por otro, un «buen» patriotismo que se orienta hacia el amor constructivo por lo nuestro sin por ello levantar el pie del acelerador ilustrado. Pero que la distinción entre patriotismo y nacionalismo es difícil de trazar quedó demostrado tras los festejos parisienses, cuando el presidente francés y el norteamericano se enzarzaron en un intercambio de reproches. Macron había dicho durante su discurso oficial que el patriotismo se opone al nacionalismo, que éste es la traición de aquél, por cuanto anteponer los intereses propios ‒America First‒ supone «borrar lo que una nación tiene de más precioso [...] sus valores morales». Ni corto ni perezoso, Trump le replicó en Twitter que su problema es la falta de popularidad y que su idea de un ejército europeo no es más que un intento por cambiar de tema, añadiendo: «Por cierto, no hay un país más nacionalista que Francia, gente muy orgullosa ¡y hacen bien! ¡HAGAMOS A FRANCIA GRANDE DE NUEVO!». Tal como señalaba Marc Bassets en un artículo sobre la trifulca, Macron se apoyaba en una frase conocida en Francia, debida al novelista Romain Gary, según el cual patriotismo es amor de los propios y nacionalismo el odio a los demás. Pero no hace falta votar a Donald Trump para comprender que el amor a lo propio puede desembocar fácilmente en el odio a los demás. Sin embargo, de alguna manera habrá que canalizar el hecho de que la mayoría de los ciudadanos experimentan un vínculo especialmente fuerte hacia su país, que replica, a otra escala, el que mantienen con su familia o sus amigos: su destino nos importa más que el de los desconocidos. ¿Qué hacemos con esto?

En un libro reciente sobre el concepto de patriotismo, los teóricos políticos canadienses ‒que no quebequeses‒ Charles Jones y Richard Vernon proporcionan un mapa con el que orientarnos en el laberinto patriótico. O, si se quiere, en la complicada tarea de decidir cuál es el «valor moral de las comunidades contingentes», en expresión de Bernard Yack: nuestra pertenencia enteramente azarosa, debida al nacimiento, a una sociedad política y no a otra. Para Jones y Vernon, el patriotismo puede definirse como el amor y la lealtad hacia el país propio, que van acompañados de la especial atención al bienestar de nuestros compatriotas. Por supuesto, una idea así formulada se presta a múltiples usos y ha sido celebrada y denigrada a partes iguales. Todo, o casi todo, depende de la patria de la que uno es patriota: no es lo mismo la Alemania nazi que la Alemania de Merkel. Pero la disyuntiva no siempre es tan elemental. A modo de ilustración, Jones y Vernon presentan tres ejemplos históricos que sirven como muestra de tres concepciones distintas del patriotismo.

El primero es un texto de Richard Price, miembro de los radicales británicos que, en el año de la Revolución Francesa, publicó un discurso sobre el amor al propio país. Se apoyaba en dos tradiciones: la estoica, de acuerdo con la cual haber nacido en un sitio es arbitrario, pero no podemos evitar sentirnos más concernidos por él, y la republicana, que predica un compromiso más intenso con nuestro país dirigido a proteger sus instituciones políticas libres. Si nuestro país no tiene instituciones políticas libres, podemos ser patriotas en cierto sentido, pero lo seremos de manera «ciega» y nuestro apego carecerá de todo valor moral.

Distinto es el caso del Manual de patriotismo publicado por el Estado de Nueva York en 1900, momento en el que Estados Unidos recibía una ingente cantidad de inmigrantes procedentes del mundo entero. El propósito de esta obra era fomentar la adhesión de los recién llegados a un símbolo político susceptible de asimilar a individuos procedentes de distintas culturas. Aquí el énfasis no recae en un ideal constitucional, sino en una historia nacional de carácter épico: se trata de un patriotismo celebratorio que posee los rasgos propios de una religión civil, con sus rituales y textos sagrados. Los aspectos menos edificantes de esa historia nacional, como el exterminio de los nativos americanos o la esclavitud, se dejan discretamente a un lado.

Finalmente, los autores se fijan en un texto más reciente del filósofo comunitarista ‒y escocés‒ Alasdair MacIntyre, quien se preguntaba en 1984 si el patriotismo es o no una virtud. Para MacIntyre, no podemos concebir un país como simple contenedor contingente de creencias o valores universales, ya que eso supone perder de vista la tradición que uno hereda cuando viene al mundo en una comunidad política dada, tradición que da forma a nuestra visión de la realidad. La patria sería entonces la fuente de nuestro desarrollo moral, aunque eso no implica que el patriotismo haya de ser ciego: el verdadero patriota alemán se habría opuesto al nazismo. Con todo, MacIntyre apunta que uno debe estar dispuesto a ir a la guerra para defender su comunidad, en caso de resultar necesario.

La teoría comunitarista en la que se inscribe MacIntyre vivió su apogeo durante la década de los noventa, si bien muchos de sus representantes siguen en la brecha y alguno de ellos ‒pienso sobre todo en Michael Sandel‒ ha redefinido astutamente la crítica comunitarista como crítica contra el mercado capitalista. Para McIntyre, el amor a la patria es el amor a una comunidad intergeneracional de la que somos parte y que constituye nuestro punto de partida moral: no podemos entendernos como individuos sin situarnos en el interior del relato histórico de nuestra comunidad. Sandel, por su parte, afirma que la realidad de nuestra experiencia moral exige que nos veamos a nosotros mismos como miembros de comunidades concretas, de la familia a la nación. Sin embargo, esta relación unidireccional entre comunidad e identidad no parece ni deseable ni realista: ni las comunidades humanas están libres de conflictos de valor, ni los sujetos que pertenecen a ellas se limitan a «descubrir» su destino moral sin ejercer capacidad alguna de elección ni recurrir a otras fuentes de valor. Y ello sin entrar a considerar el modo en que esas comunidades de origen pueden resultar sofocantes o represivas para el individuo. Si por los comunitaristas fuera, deberíamos vivir para siempre en Innisfree.

Sea como fuere, MacIntyre nos señala el núcleo del problema. A su juicio, sólo podemos ser «patriotas» de lo que es nuestro. Pero cualquier defensa fuerte del patriotismo se enfrenta a una pregunta difícil: ¿por qué es más apropiado reconocer los logros pasados de nuestro país que los logros pasados de cualquier otro? ¿Es que somos mejores? ¿O simplemente valoramos lo nuestro porque es nuestro?

Para que un patriotismo sea defendible, es necesario que concurran dos componentes que no se concilian fácilmente: ciertos valores reflexivos que nos impidan caer en un patriotismo ciego y la atribución de valor moral al hecho de la pertenencia. No está claro que sea posible, puesto que el apego contamina fácilmente nuestra reflexión valorativa. Esto puede comprobarse en el concepto de «lealtad», cuyas connotaciones positivas pueden ser inmerecidas: difícilmente puede ser tomada como una virtud si no prestamos atención a aquello a lo que somos leales. Recordemos a los personajes de El tercer hombre: la defensa que Anna hace de su examante Harry Lime difícilmente puede sostenerse cuando tenemos noticia del daño infligido a tantos vieneses por la penicilina adulterada con que traficaba aquél. De nuevo, el valor del patriotismo dependerá de los valores de la patria. Y estos valores ‒desde la justicia a la libertad‒ no son valores nacionales, sino valores universales que conocen encarnaciones particulares.

Ahora bien, distinguir entre patriotismos ‒incluido el nuestro‒ exige de imparcialidad. ¿Y puede un patriota ser imparcial? Para MacIntyre, el acento en la «lealtad patriótica» se pone sobre la patria: lo que cuenta es que se trata de mi país, no de que tenga tales o cuales rasgos. Es lo que Edmund Burke respondía a Price cuando se refería a los «sentimientos naturales» que posee la mayoría: una «sabiduría irreflexiva» que les inclina hacia el amor por su país. Sólo lo local nos motiva, venía a decir el pensador inglés; porque es concreto y no abstracto. Ahora bien: William Hazlitt ya señaló a comienzos del siglo XVIII que el patriotismo moderno no es local, pues las patrias modernas no son exactamente puebluchos. Más bien nos sentimos apegados a un país cuya existencia abstracta reconocemos; experimentamos un «afecto general» por la comunidad imaginada y no un amor visceral por una tradición tangible. Y, con todo, la imparcialidad ha recibido persuasivas críticas filosóficas sobre la base de que siempre juzgamos desde algún sitio; no existe un punto de vista «no situado». Es cierto: el sesgo es inevitable. Pero creer que nuestro país es el mejor no impide que nos demos cuenta de que un extranjero puede sentir lo mismo. En otras palabras: podemos esforzarnos por ser imparciales una vez que constatamos que nuestra «situación» carece de todo privilegio moral. La imparcialidad funcionaría entonces como un límite a nuestros juicios más bombásticos.

Pero, ¿qué relación guardan entre sí patriotismo y nacionalismo? ¿Tiene razón Trump o la tiene Macron? Para MacIntyre, el patriotismo es lealtad a una nación particular; otros pensadores, en cambio, se esfuerzan por distinguirlos. A los efectos de lograr un patriotismo «bueno», vale decir reflexivo y democrático, el nacionalismo presenta evidentes dificultades que Ernest Renan ya identificase en su momento: nos quedamos con lo bueno y nos olvidamos de lo malo. Algo que la psicología contemporánea ha ratificado al identificar el sesgo de confirmación, que se manifiesta aquí en el deseo de que nuestra nación salga guapa en el retrato. Charles Jones y Richard Vernon se preguntan si el nacionalismo conduce necesariamente al abrazo de las falsas creencias, o si sólo contiene el potencial de hacerlo. A su juicio, no hay una respuesta unívoca: los procesos de construcción nacional sugieren que el ocultamiento de la verdad y la represión de la diferencia están en el origen de la mayoría de las naciones; el revisionismo histórico posterior, con el reconocimiento de errores que se incorporan al relato nacional, apunta hacia la posibilidad de un nacionalismo con matices. Aunque quizás esto sea demasiado optimista.

Como es sabido, un camino intermedio es el que representa el patriotismo constitucional de ascendencia alemana. Para nuestros autores, el concepto es prometedor si no lo entendemos como adhesión a principios políticos universales, sino a un proyecto democrático concreto al que contribuimos como ciudadanos. Y no se aleja demasiado de esta idea la alternativa republicana que invoca una tradición que precede al nacimiento de las naciones. Desde este punto de vista, el patriotismo sería la creencia en el valor fundamental de las instituciones políticas libres. Se trataría de un amor a la libertad común y no a una cultura o tradición o etnicidad concretas; a su vez, no sería un amor abstracto, sino uno volcado sobre una república específica. Claro que, ¿por qué la práctica local habría de contar más que el principio universal que en ella se expresa? La respuesta sería, en el fondo, burkeana: necesitamos el amor hacia lo particular, sugiere Charles Taylor, para defender unas instituciones que, de otro modo, nos resultarían demasiado abstractas. Si no queremos incurrir en el particularismo nacionalista, la defensa de la libertad ha de ser la defensa de un valor universal. Y no está claro que de eso se pueda ser patriota.

Pero tampoco parece haber muchas otras posibilidades y quizá la motivación (local) no importe demasiado si los valores (universales) son dignos de aprecio. De ahí el valor que Jones y Vernon conceden al «patriotismo cívico» que Pauline Kleingeld construye a partir de la teoría kantiana: un patriotismo cívico que no se apoya en la historia o las tradiciones compartidas (como hace el nacionalismo), ni se alimenta del orgullo por los logros particulares de una nación concreta. En el patriotismo cívico estamos obligados a promover un orden político concreto, que es aquel que promueve la libertad democrática de todos. Bien mirado, viene a ser lo que Richard Price sostenía en su sermón de 1789, con la salvedad de que Kleingeld no cree que tengamos especiales deberes hacia nuestros compatriotas.

Por suerte o por desgracia, existen otros deberes que pueden colisionar con los promovidos por este republicanismo cívico. En caso de conflicto, ¿cuál debe prevalecer? ¿Y cuál prevalece de facto? No parece que el patriotismo cívico resuelva la principal dificultad que presenta el concepto, a saber: la coexistencia del hecho de la pertenencia y el valor que fundamenta las distintas versiones del patriotismo. Jones y Vernon tratan de superar este obstáculo empleando el concepto de subsidiariedad. Ya hemos visto que una de las soluciones consiste en atribuir valor instrumental al aspecto contingente del patriotismo: los deberes locales expresarían un compromiso con valores universales. La asociación es específica, pero el criterio para evaluar su validez es general: uno sólo defendería a su país si tiene razón. Pero, ¿amamos entonces nuestro país, como nos preguntábamos antes, o tan solo el valor universal que en él se encarna? Este «dilema reduccionista», como lo llama Samuel Scheffler, podría resolverse si restamos importancia al problema de la motivación y lo que termina contando es la presencia de la motivación misma: que los valores democráticos resulten promovidos sean cuales sean, subsidiariamente, los apegos que nos empujan a defenderlos. En otras palabras, el patriotismo tendrá valor si aquello que defiende puede también ser defendido desde un punto de vista más amplio.

No es la peor de las respuestas. O, si se quiere, estamos ante la única forma aceptable de patriotismo: aquella que condiciona el amor a la patria a la naturaleza de esa patria. Uno puede sospechar que ese amor será siempre peligroso y que sería deseable que el conjunto de los individuos trascendiese el particularismo y abrazase valores cosmopolitas o reflexivos. ¡Diógenes todos! Pero dado que eso no va a suceder mañana, por razones que tienen que ver con el proceso de socialización humano y el carácter de nuestra psicología, mejor retratar al patriota como demócrata y hacer de los valores liberal-republicanos el fundamento del único patriotismo aceptable: aquellos que uno querría ver realizados en su comunidad política para poder hacer de ella una patria. Por amor a ella, por amor a esos valores o por amor a ambos: tanto da. Y, por tanto, con el menor énfasis posible en los relatos nacionales y las identidades culturales: no sea que la patria termine por convertirse en una jaula.




El escritor Pío Baroja (1872-1956)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






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miércoles, 6 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] El compromiso





Hace unos días mi mujer y yo vimos en casa la película "El espía", un film de Billy Ray estrenado en España en 2007 que relata la captura de un agente del FBI, Robert Philip Hanssen, que durante más de veinte años estuvo pasando información a la Unión Soviética, primero, y luego a Rusia, hasta que fue apresado en 2001 y condenado a cadena perpetua, que aún cumple. Hay una escena de la película en la que el joven agente que acabará por descubrirle habla con su padre, antiguo oficial de la marina de guerra, al que comenta las dudas que le atormentan a veces en su trabajo, lleno de trampas, traiciones y operaciones más o menos sucias. La lacónica respuesta del padre es toda una lección sobre el cumplimiento del deber por encima de cualquier otra consideración moral: "Sube al barco, haz tu trabajo y vuelve a casa"... Asocié la escena a lo que denunciaba Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. No me pregunten porqué, pero fue así. ¿Quizá por lo alegado por Eichmann, y tantos otros a lo largo de los tiempos, de que él "solo cumplía órdenes"?... Puede ser... Aunque en este caso, el significado de la frase pueda ser radicalmente distinto. Si leen esta entrada hasta el final quizá lo entiendan... O no... Y el perdido sea yo...

Rememoraba lo anterior leyendo la emotiva reseña del historiador Tomás Llorens en El País sobre la novela La peste, de Albert Camus, en la que analiza cuanto el libro contiene de exaltación de la idea de compromiso. Compromiso con la humanidad, pero sobre todo con uno mismo y con nuestra condición de hombre. Como a Llorens, de mi misma edad, la lectura de La peste de Camus me provocó una profunda impresión de la que ya dejé constancia en el blog en su día.

En el ecuador del franquismo, comienza diciendo Llorens, el compromiso político no era un dogma ideológico; era, simplemente, algo que corría prisa. Y una generación a la que luego se le negó el mérito se encargó de eso. Leí La peste, comenta, en el invierno de 1959-1960. Yo tenía 23 años y Camus me llegaba demasiado tarde y demasiado pronto. Demasiado tarde, porque, para entonces, yo ya había leído La náusea y los cuentos de El muro y estaba deslumbrado por Sartre. Demasiado pronto, porque mi experiencia vital era todavía demasiado corta para apreciar todo el valor literario de la novela.

La peste es, en efecto, una de las grandes novelas del siglo XX. Sobre todo, por la voz del narrador. Como en una tragedia de Esquilo, es esa voz coral, más que los episodios que se engastan en ella, la que mantiene la tensión de la narración. Distante, objetiva, rítmica, cuenta la aparición de la peste, su progreso lento e inexorable, las estadísticas crecientes de los muertos semanales, luego diarios, el pulso árido de la ciudad sin árboles, el devenir de sus callejas y bulevares minerales, cerradas sobre sí mismas, abandonadas a su propio delirio. Ese ritmo mantenido es inseparable de las ideas que lo habitan. El punto culminante de la narración es un episodio en el que se cuenta el contagio y la muerte de un niño. Apenas 24 horas. Página tras página, los síntomas desfilan con precisión clínica ante los ojos del lector, párrafo tras párrafo las expectativas de remisión se tensan para acabar, una y otra vez, frustradas, convertidas en nada. Pero es también a lo largo de esa agonía donde se revela con más claridad el combate de las ideas. El escándalo de la tortura de un inocente. La inexistencia, o, peor, la indiferencia, de Dios. El pulso ciego de la vida y de la muerte. La fragilidad, liviana y seca, de la solidaridad entre los hombres. 

Leí La peste a destiempo, pero muchos amigos la leyeron en el momento adecuado y, gracias a ellos, Camus tuvo una influencia decisiva en nuestra generación. El régimen franquista atravesaba lo que luego supimos que era su ecuador, y las ideas del escritor francés inspiraron los comienzos de nuestra revuelta. En primer lugar, naturalmente, por la metáfora transparente que hacía de la peste una figura del nazismo. Pero, también, por el escándalo de la injusticia social y de la corrupción larvada del régimen franquista. Por la irritación que nos producía, no solo la Iglesia católica, sino la religión en sí misma, con su carga de esperanza vana y de engaño. Y, más allá de la Iglesia y de la religión, todas las retóricas de la trascendencia en todas sus manifestaciones. No queríamos saber nada de ningún dogma ni de ningún más allá. (Tampoco —al menos algunos de nosotros— del más allá que preconizaban los comunistas).

La única opción posible era el aquí y el ahora, por muy carentes de sentido que se nos presentaran. En último término, como única posibilidad, estaba solo la ciencia. Rieux, el protagonista de La peste, es médico y lucha con la enfermedad sin otras armas que las del conocimiento científico. Es cierto que Camus —seguidor de Nietzsche, en definitiva, aunque lejano— es consciente de las limitaciones e insuficiencia de la ciencia —“su lucha es una derrota continuada”—; pero al mismo tiempo tiene claro que no hay otra cosa —“eso no es razón para dejar de luchar”—. La ciencia y la solidaridad. El compromiso con los compañeros de combate.

El compromiso social y político fue, como es sabido, la señal distintiva de nuestra generación. Y dejó su marca en la vida cultural española. Para bien y para mal. Para bien, porque fue un ethos intensamente compartido. Pocos períodos de la historia de la cultura española del siglo XX presentan un aspecto tan compacto y unitario como el decenio que transcurrió entre la segunda mitad de los años cincuenta y la segunda mitad de los años sesenta. Y esa compacidad se traduce, me atrevo a decirlo, en la fuerza y calidad de la mejor literatura y el mejor arte de esos años. Para mal, porque esa fuerza y calidad fueron negadas en la década siguiente. Contra el ethos del compromiso, se alzó la bandera de la autonomía del arte y la literatura. El final del franquismo y los primeros años de la Transición transcurrieron bajo el signo creciente de la pintura-pintura y de la literatura autorreferencial. Los años sesenta se etiquetaron y ridiculizaron ferozmente. Tanto que, aún hoy, siguen siendo mal entendidos. Los artistas, escritores, científicos e historiadores “comprometidos” del siglo XX se siguen caricaturizando como intelectuales anacrónicos, dogmáticos, proclives a sacrificar la calidad literaria, artística o científica de lo que hacían en aras de una miope instrumentalización política.

Releyendo La peste he reencontrado un pasaje que fue clave para nuestra generación. Uno de los personajes principales de la novela es Rambert, un joven periodista forastero que queda involuntariamente encerrado en la ciudad cuando se declara el estado de peste. Aunque es un hombre proclive al compromiso político, que ha luchado con las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil española, Rambert considera ahora que el problema de la ciudad apestada no es el suyo y decide abandonarla para reunirse en Francia con la mujer que ama. Ante la imposibilidad de hacerlo legalmente, acaba optando por una evasión clandestina. Tras varias tentativas fracasadas, se le presenta finalmente la ocasión de hacerlo. Sin embargo, llegado el momento crítico, cancela el proyecto para ponerse al servicio de los equipos de ayuda médica que combaten la peste. Cuando lo comunica a su amigo Rieux, el médico encargado de la organización de esos equipos, Rambert espera una felicitación conmovida. Rieux, sin embargo, al principio calla y luego acaba diciendo que no le entiende. “Nada en este mundo vale tanto como para renunciar a lo que se ama”. Sin embargo, dice Rambert, el propio Rieux ha renunciado a reunirse con su joven mujer, enferma en un sanatorio fuera de la ciudad. ¿Por qué ha decidido quedarse a cuidar de los enfermos? “No lo sé. Creo que lo hago porque es lo que corre más prisa”. El conflicto entre el compromiso político y la plenitud existencial de quien se entrega a “lo que ama” —sea esto lo que sea: una mujer o la creación artística o literaria— no se resuelve en la teoría, sino en la acción y solo de modo provisional. En el ecuador del franquismo el compromiso político no era un dogma ideológico; era, simplemente, algo que corría prisa. Vista ahora, más de medio siglo después, difícilmente podría imaginarse una actitud más libre.




Albert Camus



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Harendt






Entrada núm. 4468
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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)