miércoles, 18 de junio de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY MIÉRCOLES, 18 DE JUNIO DE 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 18 de junio de 2025. La polarización está de moda, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy el politólogo Pablo Simón, y lo que antes era un concepto casi sólo estadounidense, comienza diciendo, hoy es moneda corriente en todas las democracias occidentales; Spain [en el fondo] is not different. La segunda es un archivo del blog de junio de 2018, en el que el politólogo Manuel Arias Maldonado, escribía sobre las "emociones nacionales", justo un día antes de la votación de censura en el Congreso de los Diputados que abriría las puertas a la presidencia del gobierno de España a Pedro Sánchez. El poema del día, en la tercera, es del poeta chino-estadounidense Bei Dao, se titula 《岁末》/ Fin de año, lo publico en chino y español, y comienza con estos versos: Desde el inicio hasta el final del año/he caminado tantos años/dejando al tiempo curvarse como un arco. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt


 











DE LA POLARIZACIÓN

 






La polarización está de moda, escribe en Revista de Libros [La era del odio, 28/05/2025] el politólogo Pablo Simón. Lo que antes era un concepto casi sólo estadounidense, comienza diciendo, hoy es moneda corriente en todas las democracias occidentales. Spain [en el fondo] is not different. Ahora bien, antes de entrar en materia conviene distinguir que existen dos tipos, como el colesterol. La primera es la conocida como la polarización política. Esta se refiere a en qué medida existen posiciones políticas más o menos alejadas entre los distintos partidos. En un sistema democrático es inevitable que exista en mayor medida; vivimos en sociedades plurales con diferentes concepciones de lo justo y lo bueno. En ese sentido, quizá la gran convergencia ideológica entre los principales partidos durante los años 90 fue más la excepción que la regla, pero que guste que haya más o menos es una cuestión personal (suele agradar más a los que apoyan a los partidos clásicos, conservadores o socialdemócratas).

Sin embargo, el tipo de polarización que tenemos cada vez más extendida es la polarización afectiva, la cual opera a nivel de los votantes. Esta se basa en generar afinidad y solidaridad entre aquellos que son percibidos como ldel mismo grupo ideológico y generar hostilidad y rechazo hacia los rivales. Ha habido autores que señalan, con horror, que la política se ha vuelto una cuestión de identidad. No deseo menoscabar su hallazgo, pero la política siempre ha ido de identidad. Lo verdaderamente novedoso es que dicha identidad está pasando a ser el eje que entronca con la manera de comportarse o preferir políticas. Dicho de otro modo, que no son tus preferencias sociales las que hacen formar tu grupo, sino que tu pertenencia al grupo es la que marca tus preferencias sociales. Esto suele ir de la mano con generar prejuicios hacia otros grupos y una sensación de constante amenaza hacia el propio, lo que genera una reactividad emocional. Las identidades se vuelven más compactas, más homogéneas y cada contienda electoral se vuelve una batalla a vida o muerte.

Esta última polarización puede tener muchos efectos corrosivos en nuestras democracias. Sabemos que tiende a debilitar la confianza social en los otros; confiamos más en nuestro grupo, pero menos en la comunidad. Además, también hace que la gente empiece a incurrir en el cinismo democrático. Como se tiene cada vez más rechazo por el grupo rival, se acepta que se recurra a medidas de corte iliberal o que restrinjan el pluralismo con el fin de achicar la capacidad de actuación a aquellos que no nos gustan. Esto con frecuencia va de la mano de negar la legitimidad de los resultados electorales, algo que estamos viendo en cada vez más contextos. Si que gobierne el rival se vuelve una amenaza para la supervivencia del propio grupo ¿Acaso no es legítimo oponerse a él por cualquier medio que sea posible?

Otro de los efectos perniciosos de la polarización afectiva tiene que ver con la rendición de cuentas. En democracia es fundamental echar a los malos gobernantes. Para esto hay que contar con una parte de los votantes: los volátiles que cambian de partido según el desempeño del gobierno. Que haya algunos ciudadanos que sean volátiles hace que los gobiernos deban cumplir sus promesas y esforzarse por promover el bien común (o perderán las elecciones). El problema de la polarización afectiva es que genera que los votantes sean cada vez más rígidos. Como toda la contienda va sobre el miedo a que gobiernen los otros, con eso ya basta para seguir gobernando. El resultado es, por tanto, que la calidad de las instituciones se erosiona. Basta con insistir en ese miedo para que, prietas las filas, cada cual se coloque detrás de los suyos.

Finalmente, esta polarización también tiene un efecto a nivel de las propias élites. La cooperación entre partidos de diferentes sensibilidades es más costosa; los propios votantes lo toleran menos. Además, el propio lenguaje del debate público se deteriora: la conversación pasa a girar en torno al «quién» y no al «qué». La deshumanización de los adversarios políticos pasa a ser la norma y, en general, la esfera comunicativa tiende a dejar de ser propensa a la deliberación. La banalidad en el discurso y la competición por la atención del electorado se vuelve central mientras que las redes sociales, no sabemos si causando o amplificando esta dinámica, facilitan que agentes políticos, medios de comunicación y ciudadanos tiendan a estar cada vez más inmersos dentro de esta lógica.

¿Y por qué razón este síndrome se ha vuelto más prevalente ahora que en tiempos pasados? Bueno, lo cierto es que hay dos grandes escuelas. La primera es la que argumenta que tiene que ver con cómo han cambiado y se han complejizado nuestras sociedades. El surgimiento de nuevos temas en la agenda ligados a identidades (feminismo, minorías sexuales, religiones…) generaría una potencial polarización en torno a las mismas. Además, la globalización, los shocks de la Gran Recesión e incluso la covid-19 habrían generado que se abriera la caja de Pandora de la problematización de estos elementos. Por tanto, la polarización vendría dada, esencialmente, por la demanda. La sociedad ha cambiado y la complejidad de nuestro mundo se ha problematizado hacia el conflicto.

Sin embargo, hay otra escuela que lo que defiende es que la polarización no viene de abajo, sino que se fabrica. En ese sentido, las élites políticas, ensu conjunto, serían las responsables. En contextos de continua competición electoral, la polarización es la estrategia ganadora para cohesionar a los votantes, para escapar de las propias responsabilidades. Además, gracias al cambio en la infraestructura de comunicación, eso es más fácil. Mediante redes sociales no hace falta intermediarios, el líder puede convocar a los suyos con facilidad en un ecosistema mediático que prima más el conflicto que el acuerdo. Por lo tanto, la bomba de la polarización se iría cebando por todos lados. El resultado es que los agentes políticos, pensando sólo en el corto plazo, irían corroyendo los fundamentos del propio sistema político en el medio y el largo plazo.

Si bien la primera tesis es más funcionalista que la segunda, en ambas los actores políticos tienen algo que ver, ya sea amplificando o no corrientes de fondo o fabricando activamente este conflicto. Por ello, si nos preocupa la polarización, es más fácil empezar por lo que sí podemos controlar: que las élites recuperen algunos consensos básicos. Si, en ese sentido, pudiera exigirse un programa de mínimos, lo limitaría a sólo dos cosas, dos legados de la Ilustración. La primera es el empirismo, es decir, que los hechos importan para la discusión política. La posverdad es hija de matar este principio. La segunda es apelar a la Razón. Esto supone que, aunque las identidades sean relevantes, lo exigible en el debate público son argumentos, no relatos. Lo que se deben ofrecer es razones y persuasión, no apelar a las entrañas. Es indudable que el desgarro de ese consenso existe y ha permeado también en los actores clásicos. Sin embargo, creo que retejer estos fundamentos es una condición, al menos necesaria, para retomar una discusión pública más sana. ¿Qué la democracia que tendremos tras esta polarización exacerbada será diferente? Sin duda, pero sabiendo que ella misma está en riesgo, tomarse este debate en serio nunca había sido tan perentorio. Pablo Simón es titular de ciencia política en el Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Carlos III de Madrid. Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la Universitat Pompeu Fabra e investigador post-doctoral en la Universidad Libre de Bruselas. Especialista en sistemas de partidos, la competición electoral, la descentralización política y fiscal y el comportamiento político de los jóvenes.








[ARCHIVO DEL BLOG] LAS EMOCIONES NACIONALES. PUBLICADO EL 09/06/2018











El artículo en el diario El Mundo del profesor en Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, sobre las "emociones nacionales", justo un día antes de la votación de censura en el Congreso de los Diputados que abriría las puertas a la presidencia del gobierno de España a Pedro Sánchez, adelanta un debate que se estima necesario entre las concepciones de lo que se denomina "patriotismo cívico", por unos, y "España ciudadana", por otros, o las diferencias, nada semánticas, entre "Nación" y "Estado" o "Estado nación" y "Estado plurinacional". Por el bien de los españoles, convendría aclararlas cuanto antes.
Es sabido que la ciencia-ficción constituye, entre otras cosas, un mecanismo de distanciamiento, comienza diciendo Arias Maldonado. Al presentarnos comunidades humanas imaginarias que conservan rasgos familiares en contextos futuristas, el género nos ofrece la oportunidad de contemplarnos desde fuera. Viene esto a cuento, aunque parezca mentira, de nuestro debate sobre la nación, el nacionalismo y el Estado: un debate que podría encontrar nuevas aplicaciones prácticas si triunfase hoy la moción de censura y un Gobierno de Pedro Sánchez abriera el diálogo con las fuerzas nacionalistas. El candidato socialista apeló ayer a un "patriotismo cívico" capaz de dejar a un lado "las retóricas excluyentes" que dificultan forjar nuevos consensos territoriales. Fue una crítica velada a la "España ciudadana" presentada por Ciudadanos, plataforma insólita en el marco de una historia constitucional caracterizada hasta el momento por la ausencia de todo exceso patriótico. O mejor dicho: una donde los excesos patrióticos han corrido siempre a cargo de los nacionalismos periféricos. Es un debate intrincado, cuya importancia electoral en los próximos meses fue anticipada ayer por Rajoy cuando afirmó misteriosamente que él, en todo caso, "seguiría siendo español". ¿A qué atenerse? La ciencia-ficción proporciona una interesante vía de entrada.
Pensemos en Star Trek o cualquier narración que nos muestre naciones radicadas en otros planetas. Todas despliegan los símbolos a los que estamos acostumbrados en éste: banderas, himnos, mitos. Sus habitantes tienen nombres imposibles y un aspecto a menudo chocante, pero no difieren tanto de nosotros. Y de eso se trata: de reconocer en esa otredad imaginaria algo que creíamos propio y exclusivo, viéndonos a nosotros mismos como otros. Situados a prudente distancia, comprobamos que no hay diferencias sustanciales entre las naciones de la imaginación y las naciones reales en las que vivimos: todas se basan en algún sentimiento de pertenencia articulado en torno a una simbología común. La ciencia-ficción nos convierte a todos en antropólogos.
Sin embargo, la lección fundamental es que no existe comunidad que pueda prescindir por completo de la parafernalia sentimental. Banderas, himnos, historia: las encarnaciones simbólicas de una nación. ¡Ni en el espacio exterior! Y lo mismo vale para ese artefacto hiperracional que es el Estado: en paralelo a su legitimación instrumental (ser una institución que nos permite alcanzar determinados fines colectivos, como la igualdad o la libertad) existe una adhesión emocional que facilita su existencia y remite a la idea de nación. Nos lo enseña la Historia: los nacionalismos se convirtieron en religiones laicas sobre las que se apoyó el Estado moderno, que se dedicó a fomentar emociones nacionales mediante la escuela, el discurso público, la enseñanza de la historia o el servicio postal. Apoyándose, claro, en la base psicobiológica que proporciona el gregarismo del animal humano.
Nótese que hablo de realidades fácticas, no de prescripciones normativas sobre lo deseable. Si atendemos a la turbulenta historia de las naciones, de hecho, lo deseable sería lo contrario: una fundamentación puramente racional del Estado. El mismo Habermas se ha referido alguna vez al hecho de que, si bien las nuevas naciones del XIX sirvieron, en alianza coyuntural con el liberalismo, como instrumento emancipador frente al Antiguo Régimen y los Imperios, la historia del siglo XX mostró su sangrienta cara B y con ello la necesidad de desactivar afectivamente la peligrosa idea de nación. De ahí el desarrollo de conceptos como el patriotismo constitucional, o la exitosa construcción de la Unión Europea. O sea: el Estado, cuanto más frío más hermoso.
Que esto sea deseable no significa que sea realizable, o que pueda realizarse siempre y en toda ocasión. Sin duda, hay quienes defienden la fundamentación racional del aparato estatal; me cuento entre ellos. Pero eso no significa que el número de ciudadanos que concibe así el Estado sea suficiente cuando éste padece la amenaza de un nacionalismo interior: los kantianos no se bastan contra los herderianos. Dicho de otra manera, ha sido imposible prescindir por completo de la nación en la vida del Estado; dado que ambos nacieron a la vez, es algo que no debería extrañarnos demasiado. Y bajo esta luz, ¿cuál debería ser la apuesta de la democracia española? ¿El "patriotismo cívico" de Sánchez o la "España ciudadana" de Rivera? ¿Es esta última expresión de un siniestro nacionalismo español, o su letra no se diferencia tanto del patriotismo constitucional defendido por el líder socialista? Es un terreno resbaladizo. Acusar a la plataforma presentada por Ciudadanos de "joseantoniana" constituye un exceso retórico solo comprensible en el marco de un debate público dominado por la hipérbole. No hay duda de que la puesta en escena adoleció de una estética mejorable: ni la bienintencionada Marta Sánchez puede concitar el entusiasmo generalizado, ni todos se reconocen en «el orgullo de ser españoles» invocado por Rivera. Se deja ver aquí que las sociedades plurales carecen de símbolos unánimes y que la ironía posmoderna corroe -¿felizmente?- cualquier conato de solemnidad: si los defensores del patriotismo cívico sacaran a escena a Ana Belén, el resultado sería igualmente divisivo. Pero se trató de un acto fallido, sobre todo, porque no supo comunicar con claridad la defensa de un modelo constitucional que reconoce de iure la diversidad española. Si uno dice ver ciudadanos españoles que también son gallegos o catalanes o andaluces, el discurso adopta de inmediato otro aire. Es algo que también podría decir un patriota constitucional, aunque el patriotismo constitucional en España apenas haya dicho eso.
Habrá que ver en qué se traducirá el "patriotismo cívico" de Sánchez, así como la orientación que dará Ciudadanos a su plataforma. Si unos pueden depender de los votos nacionalistas para sostener el Gobierno y sentirse por ello tentados a rescatar la confusa "España plurinacional", los otros podrían reforzar los aspectos más identitarios de su propuesta buscando aumentar su base electoral. No son procesos incompatibles, sino todo lo contrario: en la medida en que Sánchez insista en la idea expresada ayer en el Congreso, conforme a la cual España estaría compuesta de varias naciones, la formación liderada por Rivera encontraría beneficios electorales en el énfasis sobre una españolidad unidimensional. Pero Sánchez también dijo durante el debate que cree en la nación española; queda por aclarar si cual mero contenedor de sus regiones y nacionalidades, como entidad en pie de igualdad con esos "territorios que se sienten naciones" a los que hizo referencia o como nación con rasgos propios. Tal vez su partido sea el primero que demande, llegado el caso, esa aclaración.
Sobre el papel, el patriotismo cívico y la "España ciudadana" podrían converger sin mucho esfuerzo: atenerse a la letra del 78 supone afirmar un nacionalismo cívico sobre el que sostener al Estado con un mínimo de sentimentalidad y un máximo de eficacia. Huelga decir que esa tarea solo podrá acometerse cuando el nacionalismo se avenga a reconocer la ilegitimidad de una empresa de ruptura acometida contra la mayoría de los catalanes. Y acepte, de paso, que no ostenta monopolio alguno sobre la sociedad catalana, tan diversa y plural en su interior como el conjunto del país. Algo que también se hará necesario aclarar en el País Vasco, donde se discute un nuevo estatuto que habla de la "nacionalidad vasca" como algo separado de la "ciudadanía española". Ningún patriotismo cívico, por generoso que sea, puede ir tan lejos sin vaciar por el camino de contenido a la nación de la que ese patriotismo se predica.
Estamos ante un debate incómodo. Durante mucho tiempo, los símbolos nacionales han jugado en nuestro país el deseable papel secundario que les atribuyen las mejores versiones de la nación cívica: un repertorio afectivo más o menos banal que se mantiene en segundo plano, sin que sea obligatorio para nadie profesarle devoción alguna. ¡Algo que no puede decirse de las regiones gobernadas por el nacionalismo! Pero, por incómodo que sea el debate, ¿podemos prescindir de la nación para legitimar el Estado? Si no podemos, máxime en situaciones de crisis, ¿no será preferible que una «comunidad imaginada» se imagine a sí misma como nación cívica antes que como nación etnocultural?
Tiene razón Daniel Gascón cuando escribe que "deslizarse del nacionalismo cívico al étnico es más fácil de lo que parece". Sin embargo, la conversación que estamos manteniendo es inevitable en las actuales circunstancias y puede tener la virtud de aclarar qué relación debamos mantener con los símbolos nacionales. Ya veremos si es también una oportunidad para renovar el consenso sobre la legitimidad del modelo constitucional, o se convierte en la ocasión que aprovechan sus enemigos para dinamitarlo. Ese modelo, recordémoslo, hace de la diversidad el elemento consustancial de la moderna nación española y dota de legitimidad al Estado, de inspiración federal, sobre la base de una lealtad común hoy ausente. Y la verdad, díganla el capitán Kirk o su porquero, es que no hay otro lugar donde podamos encontrarnos. Más vale que todos, sin excepción, lo vayamos asumiendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



















DEL POEMA DE CADA DÍA. HOY, 《岁末》/ FIN DE AÑO, DEL POETA CHINO-ESTADOUNIDENSE BEI DAO

 







《岁末》


从岁首到岁末

我走了这么多年 

让时间弯成弧形

 到处是退休的鞋 

个人的尘土 

公共的垃圾

 这是平平淡淡的一年 

我的锤子歇着,

而我 向未来的

日子借取光明

 仅仅凭眺白金的尺度 在

我自己的铁砧上



***




FIN DE AÑO



Desde el inicio hasta el final del año


he caminado tantos años


dejando al tiempo curvarse como un arco


por todas partes zapatos de los jubilados


polvo particular


basura pública


ha sido un año sin mayores acontecimientos


mi martillo descansa, pero yo


le pido prestada a los días futuros su luz


atisbo apenas la medida de platino


aquí sobre mi yunque. 




***




BEI DAO (1949)

poeta chino


 















DE LAS VIÑETAS DEL BLOG DE HOY MIÉRCOLES, 18 DE JUNIO DE 2025

 










































martes, 17 de junio de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY MARTES, 17 DE JUNIO DE 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes, 17 de junio de 2025. ¿Qué hace que una vida valga la pena? ¿Por qué, aun gozando de salud y comodidades materiales, muchas personas no logran sentirse satisfechas? Bertrand Russell trató de dar respuesta a estas preguntas entre la lógica y la sensibilidad, comenta en la primera de la entradas del blog de hoy el filósofo Alejandro Villamor. En la segunda, un archivo del blog de junio de 2020, el escritor Jordi Ibáñez Fanés comentaba que la lógica de las normas nos deja una incontrastable verdad: que las medidas para combatir la pandemia fueron concebidas para una ciudadanía que ignora el autocontrol, proclive a la inconsciencia cuando no a la picaresca, y más amante de dar voces que de pensar. El poema del día, en la tercera, se titula L'attente/La espera, es de la poetisa argelina-canadiense Nassira Belloula, lo publico en francés y español, y comienza con estos versos: Allá el invierno avanza/Allá, el frío bufa/Sin embargo un susurro/surge en el centro. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt



















DE BERTRAND RUSSELL Y LA FELICIDAD

 






¿Qué hace que una vida valga la pena? ¿Por qué, aun gozando de salud y comodidades materiales, muchas personas no logran sentirse satisfechas? Bertrand Russell trató de dar respuesta a estas preguntas entre la lógica y la sensibilidad, comenta en la revista Ethic [Bertrand Russell y la felicidad, 06/06/2025] el filósofo Alejandro Villamor. ¿Qué hace que una vida valga la pena? ¿Por qué, aun gozando de salud y comodidades materiales, muchas personas no logran sentirse satisfechas?, comienza preguntándose  Villamor. Estos interrogantes nos han rondado desde siempre, pero el filósofo y matemático británico Bertrand Russell (1872-1970), con un cóctel de lógica y sensibilidad, se atrevió a enfrentarlas sin tapujos. En un siglo herido por las grandes guerras, este premio Nobel osó escribir un pequeño opúsculo llamado La conquista de la felicidad (1930). Más que una receta, en él ofrece un mapa que nos guía a través del laberinto emocional del ser humano moderno.

Russell no pretende cambiar la condición humana, pero sí estima que viviremos mejor si logramos ser más honestos con nosotros mismos. Para él, la felicidad no es un ideal inalcanzable ni una meta espiritual esotérica –a decir verdad, a lo largo de su obra se distingue un enfoque marcadamente secular–. Es, más bien, una construcción cotidiana, una virtud al alcance de cualquiera que aprenda a mirar hacia la dirección correcta.

Lo primero que salta a la vista en el pensamiento de Russell es su rechazo del dramatismo. No considera que el sufrimiento sea glorioso ni que la felicidad sea una ilusión. Simplemente, muchas personas viven enredadas en malentendidos emocionales, todos ellos anclados en una excesiva mirada al propio ombligo: nos obsesionamos con el éxito o, por poner otro ejemplo, nos comparamos sin tregua.

Según el pensador inglés, buena parte del malestar contemporáneo no proviene de tragedias inevitables, sino de errores cotidianos. Nos desgastamos en preocupaciones banales, y hete aquí la fuente de infelicidad que merma la capacidad –presente en cualquiera– de conquistar la dicha.

Uno de los rasgos más originales de su propuesta es la idea de que la felicidad depende, en gran medida, de dónde pongamos nuestra atención. Mientras más tiempo pasemos girando alrededor de nuestras propias frustraciones, más nos alejaremos del bienestar. Así, las personas que logren dirigirse hacia el mundo externo –sea, por ejemplo, a través del arte o del amor– hallarán con mayor facilidad un estado de equilibrio.

Russell no idealiza la vida contemplativa al estilo aristotélico ni promueve la actitud evasiva del ermitaño. Lo que sugiere es salir del encierro mental. Para él, el entusiasmo auténtico –ese interés casi infantil por aprender o descubrir– es uno de los motores más potentes de la felicidad. En lugar de preguntarnos si somos felices, propone que nos preguntemos: ¿qué me ayuda a olvidarme de mí mismo? Hacia allí hemos de remar. Se trata de sustituir la introspección por un juego en el mundo.

Aunque podría parecer que aboga por una vida simple, no cae en el simplismo. Sabe que la felicidad no es una línea recta. No se trata de evitar el dolor ni de mantener una (falsa) sonrisa perpetua. De hecho, Russell reconoce que ciertas formas de infelicidad son inevitables y, en algunos casos, incluso valiosas. Lo que critica es la desdicha innecesaria, aquella que creamos nosotros mismos obsesionándonos, vaya por caso, con la incógnita de si somos felices. Para él, vivir bien no es suprimir el conflicto, sino aprender a relacionarse con él.

No catequiza sobre mandamientos inscritos en piedra, pero en su obra sí sugiere tres grandes pilares sobre los que se puede construir una vida satisfactoria: el amor, el trabajo y el ocio. El amor entendido, por supuesto, no como ideal romántico, sino como vínculo emocional auténtico, como un afecto generoso, sin ansia de posesión. El trabajo como fuente de propósito y expresión de nuestras facultades. Y el ocio como espacio vital para la creatividad y la diversión.

Estas tres dimensiones, de cultivarse con libertad y equilibrio, pueden sostener una existencia sumamente rica. No garantizan la felicidad permanente, pero la hacen posible. La idea es ampliar nuestro abanico de quehaceres cotidianos de tal forma que nuestra vida no caiga en una pobre monotonía pendular.

Resulta innegable que el aura que envuelve a La conquista de la felicidad nos es hoy bien conocida. Un sinfín de libros de autoayuda colonizan las listas de las obras más vendidas cada semana. Todos ellos recalcan, como otrora hizo Russell, las causas de la infelicidad, así como los tips para avanzar hacia el camino de la ventura.

A pesar de la antecedencia cronológica de Russell, no cabe duda de que el tono es parejo. Y, no obstante, nótese que la propuesta del matemático no se sostiene sobre ninguna fórmula mágica. Con una inocencia de la que carece buena parte de los libros de autoayuda, solamente ofrece consejos –como antaño hicieron estoicos o epicúreos– para aproximarse a lo que él considera la buena vida. Su finalidad, posiblemente, no fue la de dominar el top de ventas, sino la de brindar la visión de todo un premio Nobel sobre la felicidad.










[ARCHIVO DEL BLOG] CONDUCTAS. PUBLICADO EL 21/06/2020











La lógica de las normas nos deja una incontrastable verdad: que las medidas para combatir la pandemia fueron concebidas para una ciudadanía que ignora el autocontrol, proclive a la inconsciencia cuando no a la picaresca, y más amante de dar voces que de pensar, comenta en el Especial dominical de hoy [La lógica sutil de las normas. El País, 17/6/2020] el escritor y profesor de la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona, Jordi Ibáñez Fanés. Lo confieso: he sido un mal ciudadano -comienza diciendo Ibáñez Fanés-. Todavía en la fase cero, y en Barcelona, salí a la calle fuera del horario “del paseo” para los de mi franja de edad y me encontré por casualidad con un amigo y ahora vecino, al que saludé apartándome la mascarilla, para que pudiese ver mi sonrisa. Él hizo otro tanto. No sé si estuvimos a dos metros de distancia. Juraría que no. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que salía para ir a acompañar a otro amigo que sufrió una operación grave justo antes del estallido de la epidemia, y que se ha pasado toda la convalecencia confinado a solas en casa. Me pidió que lo acompañara a comprar tinta y papel, porque luego el regreso a su domicilio implicaba una larga subida, y temía no encontrarse bien. Lo hice encantado. Pero si me hubiese parado la policía, ¿qué les hubiese dicho? Pues que estaba siendo un mal ciudadano —según la lógica normativa del confinamiento— pero un buen amigo. He hecho más cosas prohibidas: no he dejado de visitar a mi madre, de 97 primaveras, durante todo el confinamiento, y eso que estaba bien acompañada por la chica que la ayuda, que se confinó con ella. Sé que me he arriesgado a contagiarla —a pesar de que desde que regresé de un viaje a Madrid los días 6 y 7 de marzo y, temiéndome ya lo peor, extremé todas las medidas de higiene y distancia en las visitas—. Pero también sé que para ella hubiese sido muy duro no verme. Tengo amigos que no han dejado de visitar a sus amores, a pesar de no ser “convivientes”. De haber podido, posiblemente yo también hubiese sido ahí un mal ciudadano en nombre del amor y del deseo.
Pero todo esto tiene una lógica muy endeble, ya lo sé, y encima me temo que hablo de pecados veniales. Es decir, no le tosí a la cara a ningún representante de la ley ni desafié al Gobierno desde las atalayas de la ideología infusa —espontánea, se decía antes— de la sabia intelectualidad libertaria. Pero qué importan los sentimientos del amigo, del hijo o del amante si de lo que se trata es de la “sociedad” o de la “comunidad”, o incluso del “rebaño”. Aunque las palabras importan, por cierto, y mucho. Y también importa distinguir las demandas ruidosas de libertad, en un contexto de pandemia y de elevadísimo riesgo de contagio, padecimiento y muerte, de los actos discretamente libres de este o aquel ciudadano.
Una lógica liberal llevada al extremo de la caricatura diría: “Yo asumo mis riesgos, yo soy dueño de mi vida”. En el tipo de infracciones discretas —o secretas— que he mencionado se pone en riesgo a una persona querida que acepta y comparte ese riesgo. En la elevación de las opciones y las decisiones libres a un discurso general ingresamos en aquel territorio consistente y a la vez disparatado que los kantianos conocen bien: la solidez formal de la ley se sostiene sobre su estricta racionalidad universal, no sobre la casuística sentimental o emocional de cada caso. Es consistente porque la lógica misma de la ley pide una razón libre, no atrapada en la narrativa de cada historia singular. Es disparatada porque sin un régimen de atenuantes o una capacidad de justificación moral ingresamos en una lógica inhumana o marciana: se delata al amigo ante los esbirros del tirano porque no se debe mentir, o se le devuelve el dinero al rico corrupto y malvado mientras se deja morir de hambre a los propios hijos, porque la ley dice que no debes apropiarte de lo que no te pertenece. Los dos son conocidos ejemplos de la razón práctica kantiana, tan sólida y exigente como en realidad impracticable.
Sería un descenso imperdonable de nivel que, por ejemplo, ahora dijese que la normativa de las mascarillas de uso obligado en el espacio público es también impracticable, además de incoherente, si los que potencialmente más contagian son los que hacen deporte, y ellos, lógicamente, quedan exentos de llevarlas. Esa lógica zigzagueante, fruto de una sobrerregulación tan torpe como necesaria, obliga al ciudadano a pensar por sí mismo —¡gran peligro!—, lo que implica en primer lugar ponerse siempre en el lugar de los demás, tanto de los congéneres que te cruzas por la calle como —incluso— de esos hombres y mujeres que han sido sorprendidos sentados en el Gobierno cuando lo que podía verse venir desde fuera los pilló dentro y a contrapié, dominados por esa visión peculiar de la realidad que da la gran responsabilidad mezclada con la lucha permanente por el poder. Podría llamársele el síndrome del fogonero: los que están en cubierta saben que el barco se va a pique si no se paran las máquinas. Pero el fogonero, metido en el vientre de la nave, con más datos que nadie en las manos, sólo piensa en lo que implica detener la caldera y dejar que se enfríe.
Las normas que hemos padecido más o menos estoicamente han sido pensadas por un fogonero que, después de parar la máquina posiblemente a regañadientes e in extremis, subió a cubierta y se llevó las manos a la cabeza al ver de golpe la dimensión de lo que se le venía encima. Hizo como pudo lo que hubiese podido hacer antes y mejor, pero descalificarlo por eso implica tener la seguridad de que los que lo atacan lo hubiesen hecho mejor. Eso, por experiencia histórica y mirando alrededor, es más que razonable ponerlo en duda. Además, las suyas han sido —están siendo, seguirán siendo y volverán a ser— normas pensadas para una ciudadanía que ignora el autocontrol, proclive a la inconsciencia cuando no a la picaresca, y más amante de dar voces que de pensar. Por eso son normas que, para asumirse, a menudo han exigido la coacción policial.
Recuerdo los días más duros de la pandemia, cuando iba a visitar a mi madre con la angustia metida en el cuerpo y cruzándome sin parar con patrullas de la policía por las calles desiertas de la ciudad. Pensaba qué demonios les dirás si te paran, porque objetivamente yo no debía visitar a mi madre. Me dediqué en mi fuero interno a un ejercicio de distinción permanente entre la lógica de la norma y la práctica responsable de la vida. La lógica de la norma previene que sin ella y sin su elemento coactivo la gente —los ciudadanos, el rebaño— no se hubiesen quedado en casa. Pero la práctica responsable de la vida me exigía sobreponerme a la presión policial y a la solidaridad normativa. ¿Hablo de un criterio inevitablemente privado que respeta y comprende la norma, pero sabe que debe saltársela? Ahora bien, ¿eso cómo se lo explicas al fogonero, que ya vuelve a estar trasegando en el vientre de la gran ballena de hierro? ¿Cómo al policía de turno? ¿Y cómo me lo hubiese explicado yo a mí mismo si llego a contagiar a mi madre?. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




















DEL POEMA DE CADA DÍA. HOY, L'ATTENTE/LA ESPERA, DE LA POETISA ARGELINA-CANADIENSE NASSIRA BELLOULA

 






 

L’ATTENTE


 


Là l’hiver s’avance


Là le froid s’ébroue


Cependant un murmure


chute dans le centre


de la pièce


Offre-moi tes bras


que je puisse enlacer


ces pays lointains


Cette saison


qui nait avec le rire


des enfants.





***





LA ESPERA


 


Allá el invierno avanza


Allá, el frío bufa


Sin embargo un susurro


surge en el centro


del cuarto


Ofréceme tus brazos


con los que puedo abrazar


estas tierras lejanas


Esta temporada


que nace con la risa


de los niños





***





NASSIRA BELLOULA (1961)

poetisa argelino-canadiense