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martes, 21 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] La quinta columna



La diputada de Vox, Macarena Olona, en el Congreso. EFE


Un puñado de políticos y opinadores sermonean y actúan como quintacolumnistas, como si no estuviésemos ante una catástrofe global, afirma en el A vuelapluma de hoy [Quintacolumnistas. El País, 18/4/2020] el profesor y ensayista Jordi Gracia. 

"Para la inmensa mayoría del país, -comienza diciendo Gracia- esta es la guerra que nunca vivimos y que nunca creímos que íbamos a vivir. A todas las casas llegan las noticias angustiosas de infectados lejanos o cercanos en una red que nos conecta a todos como víctimas potenciales del virus. Pese a ello, la ferocidad crítica de algunos columnistas y políticos induce a pensar o bien que no han interiorizado la naturaleza de un estado de guerra o bien que han confundido al enemigo con los poderes que gestionan hoy esta salvaje emergencia sanitaria y la crisis social y económica que se abate ya sobre todos a escala global.

El estado de alarma e hibernación decretados por el Gobierno reconocen ese estado de guerra sanitaria contra una pandemia galopante y mortífera. Es una guerra enteramente nueva incluso para los más viejos del lugar, sin memoria de nada semejante, pero como en todas las guerras, también en esta las cifras de los expertos colisionan y se abren discusiones sobre medidas concretas o índices relativos de mortalidad aquí o allá, mientras la plaga se extiende por inmensas zonas del planeta con Estados débiles, como en América Latina, o sin servicios universales de salud pública, como en Estados Unidos.

Al enemigo esta vez no se le pudo someter a la vigilancia de los servicios secretos, ni el Estado pudo sabotear la acción del sotobosque golpista. Al revés, tuvo que afrontar en cuestión de días una sobredimensión de compras de material sanitario que nadie pudo anticipar, y las redes y los medios discuten en directo la movilización de todas las instituciones del Estado para afrontar una agresión desconocida sin otras víctimas potenciales que la población entera.

Lo que cuesta más de entender es la insolidaridad siquiera cautelar de algunos con el descomunal repertorio de decisiones que los Gobiernos, y el nuestro también, han tenido que adoptar. No me siento en malas manos con este Gobierno y, desde luego, confío más en ellos que en cualesquiera de los otros posibles (o incluso imposibles hoy) para afrontar las descomunales consecuencias sociales y económicas de esta monstruosidad. Pero este o aquel político o columnista despacha con cuatro tópicos y una puntilla con chispa el inmenso paquete de medidas (las que sean), como si todo siguiera igual, o como si la clásica permisividad ante el toreo de salón y el lado turbio de la política siguiesen incólumes. En el único y cada vez más remoto referente de esta guerra —la crisis de 2008—, el enemigo estuvo identificado en grandes bancos y aseguradoras que llevaron temerariamente al límite sus operaciones e hicieron de la frivolidad mercantil un argumento de futuro. Europa optó entonces por políticas de austeridad incluso para países dramáticamente vulnerables a la crisis, incluido el nuestro, pero hoy el remedio no puede parecerse a un castigo por padecer el virus mientras los Estados compiten para combatir la pandemia y su expansión.

Un puñado de políticos y opinadores prefieren actuar como si no estuviésemos ante una catástrofe con víctimas objetivamente inocentes e incesantes. Pero la guerra y su devastación no llegan ni han llegado nunca de un día para otro, ni la vida cambia como cambiamos el horario de primavera. Solo en el frente de guerra y la primera línea de combate —como sucede hoy en los hospitales de cemento y en los de campaña— la vida salta por los aires sin remedio y de forma inhumana, inmediata e irreversible: ya nada es igual ahí, y es ahí donde día a día identifican la excepcionalidad absoluta que vivimos. Lejos de ese frente, a la conciencia de guerra se va entrando poco a poco, a medida que el infectado no ha resistido ya más y ha muerto, a medida que el siguiente infectado es un poco más próximo y menos desdibujado. Solo entonces se entiende el significado de una trinchera y el lugar que escoge cada cual. Hoy el enemigo no está sentado en el Consejo de Ministros, ni es portavoz del centro de coordinación sanitaria, ni ofrece ruedas de prensa desde La Moncloa. La excepcionalidad misma del estado de guerra, hoy y siempre, provoca la incredulidad y la resistencia a vivirlo como nuevo clima moral cuando en realidad ya está ahí, y los antiguos ritos y las prácticas acostumbradas de debate político o mediático quedan de golpe trasnochados, fuera de lugar.

Los cálculos políticos de algunos partidos, de algún Gobierno autonómico o de algún gabinete de comunicación parecen seguir en sus viejas aventuras, como si viviésemos solo bajo el engorro de prescindir del pan caliente y el pescado fresco de cada día. Demasiados púlpitos siguen instalados en la vida de ayer, y el político, el columnista o el tertuliano posturea, perora y sermonea sin saber que el pasado se ha ido, se ha evaporado, ya no existe. Cuando el virus esté bajo control será difícil releer el mezquino puñado de declaraciones que algunos han dejado en columnas, tribunas y redes. Parecen quintacolumnistas con la cabeza puesta todavía en su campaña electoral o sumergida en la nata agria del narcisismo".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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domingo, 2 de febrero de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] La imaginación reformista de Piketty



Dibujo de Enrique Flores para El País


El profesor y ensayista Jordi Gracia analiza en el Especial dominical de hoy las propuestas que formula el autor de ‘Capitalismo e ideología’, Thomas Piketty, para mitigar el galope de la desigualdad y devolver a la socialdemocracia la ambición perdida a manos del neoliberalismo. 

"Para explicar la eclosión del independentismo -comienza diciendo Jordi Gracia- no basta con Rajoy, que pudo ser solo su adversario de conveniencia. El estímulo central anduvo cerca del miedo: el miedo del poder convergente a perder el poder y el miedo de una porción importante de la sociedad catalana a perder su estatus económico privilegiado. Aquel lema que hizo furor (“España nos roba”: hoy lo repudia por fortuna hasta Gabriel Rufián) cifraba el instinto defensivo y egoísta de esa parte de Cataluña: había llegado la hora de abandonar España y gestionar en exclusiva los propios ingresos. Las élites conservadoras y nacionalistas descubrieron en esa doctrina la gasolina para una adhesión emocional y popular. Desde ahí ya cualquier agravio del Gobierno español (o del Estado) podía magnificarse hasta incurrir en prácticas tóxicas de nacionalpopulismo: deformación informativa, fabricación deliberada de conflictos, maniqueísmo social naturalizado, concepción unanimista de la comunidad.

Pero la crisis de 2008 trajo también consecuencias menos funestas y, entre ellas, la ansiedad por entender algo de economía. Desde entonces, ciudadanos sin formación económica empezamos a hablar con palabras prestadas y hasta creímos entender algo de economía. Eso explica quizá que muchos nos hayamos animado a descargar en la tableta (o trasegar en la mochila) el mamotreto de Thomas Piketty, Capitalismo e ideología. Lo más alarmante del ensayo es que se entiende todo lo que dice; lo segundo es que cuenta con una sencillez abrumadora la complejidad de sus propuestas para mitigar el galope de la desigualdad y devolver a la socialdemocracia la ambición perdida a manos del neoliberalismo de los años ochenta (y hasta hoy). Incluso más: en la historia euroamericana del siglo pasado puede estar el espejo reformista de hoy para mejorar la vida de la mayoría.

De hecho, Piketty es un peligro público: revolucionario en el fondo con formas de académico exquisito. Su propia evolución del liberalismo al socialismo aspira a contagiar razonadamente en la opinión pública una concepción menos estática y sacralizada de la propiedad privada por cuanto las frenéticas desigualdades sociales siguen siendo inaceptables en democracias avanzadas. Ellas son también el sustrato que nutre las opciones xenófobas y nacionalpopulistas del neofascismo (porque todos los fascismos se nutren de la debilidad de las democracias). Así, su propuesta de un socialismo participativo no va tanto dirigida a expertos como contra ellos, a fin de deslocalizar el saber económico y desplazarlo al debate público, político, de principios, medios y fines. Contra la propensión a abandonar el corazón económico de la política a expertos “con competencias dudosas” (o “pequeña casta de expertos”, como la llama después), aspira a recuperar con nuevas ideas el impulso contra la desigualdad que animó a las sociedades occidentales desde finales del siglo XIX.

Si la cogestión en la empresa funciona en los países escandinavos, o figura en la Constitución alemana desde 1949, y si desde 1913 el impuesto federal sobre la renta garantiza la progresividad fiscal en Estados Unidos, alguien está hoy dejando de hacer su trabajo. Nada parece inviable cuando Piketty ensarta una detrás de otra propuestas destinadas a reducir la privacidad de la propiedad privada, no a eliminarla; a promover “el uso de un impuesto anual sobre el patrimonio” del 1% o el 2% (en lugar de gravar con el 20% o el 30% el impuesto de sucesión), a cuestionar el IVA como impuesto flagrantemente injusto, a adoptar para las declaraciones patrimoniales los mismos borradores precumplimentados que tenemos para la renta o, incluso, la invención de un bono anual por ciudadano para financiar a los partidos y rebajar las inquietantes donaciones de empresas y particulares (de acuerdo con una idea de Julia Cagé, que es su pareja, “lo cual no le impide escribir excelentes libros, ni me impide leer su obra con un espíritu crítico”).

Su desarmante confianza en la superación realista del capitalismo lo opone tanto al “conservadurismo elitista” como al “mesianismo revolucionario” y su propensión a echarnos en “manos de un poder estatal hipertrofiado e indefinido”. En otras palabras, la desigualdad es ideológica y es política y, por tanto, y necesariamente, puede mitigarse sin soñar ilusamente con extinguirla (mientras todo sigue igual). Un avanzado empresario español, Nicolás María de Urgoiti, adoptó para sus empresas una cogestión semejante a la alemana, antes de la guerra, aunque no salga en el libro de Piketty, ni tiene por qué salir.

Lo que sí sale es su análisis de la “trampa separatista” como caso particular y síntoma de una hipótesis según la cual los partidos de izquierda habrían dejado de dirigirse a las clases trabajadoras sin formación académica en favor de clases con titulación superior y beneficiarias objetivas del crecimiento desde los años sesenta. Es una izquierda brahmánica que ha perdido de vista a la clase trabajadora sin formación universitaria. Eso explicaría en parte movimientos de repliegue nacional-populista como el Brexit, sin omitir la aspiración a reconvertir al “Reino Unido en paraíso fiscal y en plaza financiera poco regulada y poco vigilante”. El único blindaje que adivina contra esa ofensiva insolidaria es lo que llama un “federalismo social y la construcción de un poder público transnacional” capaz de sofocar el espejismo de la “trampa social-localista”.

Es ahí donde previene a la CUP, sin citarla, contra sus demandas de desarrollo local porque se verán “desbordadas y dominadas por parte del movimiento liberal-conservador [independentista] orientado a promover” para Cataluña un modelo de tipo “paraíso fiscal al estilo de Luxemburgo”. El tufo insultante que hay en esta conjetura no llega tanto de las palabras como del propósito agazapado que ve detrás de un sector del independentismo. Desde la izquierda, al menos, la conjetura debería ser desechada o desmentida sin reservas, y eso es lo que reclama Piketty no tanto a la CUP como a la “izquierda republicana catalana (independentista)”, es decir, a ERC, para que logre marcar así “la diferencia con los que simplemente pretenden quedarse los ingresos fiscales para sí mismos y para sus hijos”.

De esa izquierda comprometida con la investidura de Pedro Sánchez espera Piketty la defensa, inequívocamente de izquierdas, de un “impuesto progresivo común a las rentas altas y a los grandes patrimonios, recaudado a nivel europeo”. La crisis hizo aumentar sustancialmente el apoyo a la autodeterminación pero lo hizo, sobre todo, entre “las categorías sociales más favorecidas”, esas mismas a las que la izquierda se dirigía en los nuevos tiempos y que han acabado sucumbiendo a una improbable cuadratura del círculo: “Continuar sacando partido de la integración comercial y financiera con Europa, pero conservando sus propios ingresos fiscales”. Quienes siguieron desconfiando de esa “trampa secesionista” en versión “social-localista” y no apostaron por la independencia fueron “las categorías modestas y medias”, según Piketty, “un poco más sensibles a las virtudes de la solidaridad fiscal y social”.

El federalismo social que promueve habría de desactivar la “competitividad generalizada entre territorios” y la “ausencia total de solidaridad fiscal” en Europa para reducir el peso de “la lógica del ‘cada uno por su cuenta”. Por eso le sirve Cataluña como síntoma de las flaquezas solidarias de la Europa actual, y por eso parece cuando menos difusa la vocación de izquierdas del actual proyecto independentista. Su adhesión a un federalismo social europeo disolvería esa contradicción ideológica tanto en su ideario como en electorado, y no sería este el peor de los momentos para ensayarlo".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.



El economista Thomas Piketty



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miércoles, 12 de junio de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] Las contradicciones de la Izquierda





«La izquierda ha abandonado las ideas de izquierdas»: para que una afirmación como ésta resulte interesante o, cuando menos, inteligible, hay que manejar dos usos distintos de «izquierda»: el primero designaría a la izquierda «realmente existente», por ejemplo, el PSOE o Podemos; el segundo se referiría al uso conceptual, estipulativo, propio del investigador o tasador: ciertos principios ideológicos. Las críticas y reproches de buena parte de los analistas operan sobre ese paisaje de contraste: la «izquierda realmente existente» no está a la altura de los principios que definen a la izquierda, aquellos que con más coherencia armonizan valores, historia y propuestas. Lo comenta en Revista de Libros el escritor Félix Ovejero Lucas,  profesor de Economía, Ética y Ciencias Sociales de la Universidad de Barcelona, reseñando el libro Contra la izquierda. Para seguir siendo de izquierdas en el siglo XXI (Barcelona, Anagrama, 2018).

La contraposición tiene plena justificación, aunque no puede, cuerdamente, sostenerse de manera indefinida o incondicional. Si la izquierda real se aleja de modo radical y duradero de la conceptual o ideal, hay razones para plantearnos de qué hablamos cuando hablamos de izquierda. A veces, pocas, los conceptos se salvan de sus malos usos. Así, el socialismo sobrevivió al nacionalsocialismo de Adolf Hitler. Pero no es lo normal. Lo más frecuente es que, con el paso del tiempo, cuando la historia erosiona y las propuestas cambian, debamos entregar las palabras. Sucedió con «comunismo». Para muchos, durante mucho tiempo, el comunismo defendía –en palabras del Manifiesto comunista– una sociedad máximamente democrática en la que «el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos», un ideal de vida aristotélico, según el cual los ciudadanos podrían dar curso al despliegue de sus mejores potencialidades. Pero la realidad se impuso y tocó, resignadamente, desprenderse de la palabra. Hoy, «comunismo» designa una sociedad totalitaria que nadie con dos dedos de frente puede reivindicar. En mis horas más bajas, temo que con «feminismo» pueda suceder algo parecido.

En su reflexión sobre la crisis de la izquierda, Jordi Gracia, en principio, no opera con esa estrategia. No precisa el paisaje de contraste de su reflexión, esto es, qué entiende por izquierda. Su crítica se desenvuelve por otros terrenos. No por eso resulta complaciente. Con realismo y crudeza, aborda algunos de los problemas de la izquierda real, especialmente la española. Su catálogo de errores y descuidos, aunque desarrollado a chorro abierto, resulta bastante ajustado y hasta exhaustivo. Se comprueba, para empezar, en sus apreciaciones sobre nuestro pasado. Frente al relato del llamado régimen del 78 como continuación del franquismo, el autor valora con ecuanimidad la Transición, evita entregarse a la extendida fascinación por una república «momificada» y tasa con precisión el peso real del antifranquismo, «una movilización política, laboral y social (que) nunca fue mayoritaria». Se nota ahí la mano del competente historiador de las ideas. Critica, con criterio, la vaciedad de la clásica socialdemocracia y, con más detalle y finura, al mundo de Podemos, enfático y sobreactuado, saturado de soflamas retóricas y nostalgia paleoizquierdista. Su realismo, ante el populismo de izquierda, resulta indiscutible: denuncia la cháchara y palabrería infladas, una grandilocuencia en la que la jerga con ilusión de precisión sustituye a los análisis y las propuestas, de una izquierda «que mantiene vivo un radicalismo retórico que demasiadas veces suena como ficción deshonesta y concebida como consuelo para un cambio estructural, metafísica, material y técnicamente imposible», a la vez que reconoce resignadamente, entre otras cosas, que el capitalismo es un horizonte insuperable.

Gracia no sólo habla de los errores políticos de la izquierda. También se ocupa, al paso, de otros errores de perspectiva, condición de posibilidad de los anteriores, y que con un poco de exageración podrían calificarse como epistémicos. Rescato dos. El primero es una disposición a mentirse: «El resumen drástico de todo confluye en la falta de veracidad de su discurso con respecto a sí mismo y el cultivo del autoengaño como consecuencia esterilizadora». La segunda disposición intelectual corresponde al «complejo de superioridad de la izquierda», una idea que el autor apenas desarrolla, pero que no creo traicionar si lo resumo como la presunción, no sólo de que sus ideas son mejores –cosa que todos hacemos: de lo contrario, tendríamos otras–, sino de que su trato con sus ideas es moralmente mejor. En corto y a lo bruto: la derecha no defiende sus tesis por convencimiento, sino por oscuros intereses. A mi parecer, los errores epistémicos no son ajenos a los desnortes políticos. Son su condición de posibilidad.

No cabe sino reconocer su perspicacia. Lástima que no siempre se aplique la enseñanza. Porque el libro, en muchas de sus páginas, participa de los errores (epistémicos) que denuncia, de la superioridad moral y de la disposición al autoengaño. La superioridad moral asoma en cada línea dedicada a la derecha («neofranquista», «en el pozo más hondo de su descrédito intelectual y moral»), a la que atribuye todos los males, incluso el de haber impuesto a la socialdemocracia «su lenguaje fósil». Una tesis arriesgada en los tiempos del lenguaje inclusivo y la corrección política. Basta con pasearse por el mundo académico de las humanidades, comenzando por el norteamericano, para saber quién manda al imponer la palabrería. Le imputa tantos males a la derecha que hasta le atribuye los ajenos, como sucede, por ejemplo, en una argumentación conspirativa que merodea la falacia funcional, cuando sostiene que «el ruido mediático es conservador»: «a la derecha le conviene el bullicio en los medios y la historia comunicativa». Por su parte, el cultivo del autoengaño se deja ver en los escasos pasajes programáticos del ensayo, cuando recurre a estrategias retóricas adversativas («esto, pero también aquello») para escamotear tensiones conceptuales bien reales que, para resolverse, necesitan algo más que mampostería, algo más que expresar buenos deseos: «prefiero la defensa irónica de una causa perdida en la que no todo está perdido, donde lo real no es una fatalidad, pero tampoco lo es la enmienda de lo real. Por eso echo de menos el esfuerzo por conciliar realidad y proyecto, necesidad y plausibilidad, denuncia concreta y reforma factible». Un «sí pero no» que atraviesa de parte a parte el libro y que acaba por desdibujar la rotundidad –o, si quieren, el afán de verdad– propio del género ensayístico. El modo más seguro de no perder peso es mentirme en las metas, proclamar mi voluntad de comer y de estar delgado.

Esa querencia por limar las aristas o, para decirlo con más precisión, por soslayar las tensiones intelectuales con pensamientos desiderativos, con la expresión de buenos deseos, asoma en la recurrente estrategia de unos procedimientos –si se me permite– whitmanianos: relaciones de nombres o de retos que no tienen otro nexo de unión que la voluntad del autor y en los que el acto mismo de inventariar parece presentarse como solución. En la cita recogida en el párrafo anterior, se ejemplificaba en el caso de algunos retos. Más llamativa resulta la lista de los «referentes», los autores que la izquierda, según el autor, debería esforzarse por integrar: Fernando Savater, Slavoj Žižek, Marina Garcés, César Rendueles, Juan Marsé, Marta Sanz, Joan Margarit, Almudena Grandes, Luis García Montero, Santiago Alba Rico o Daniel Innerarity. Confieso mi incapacidad para encontrar en esa heteróclita nómina, no ya coherencia –en más de uno de los citados, ni siquiera dentro de su propia obra–, sino hasta un mínimo denominador común distinto del catálogo de alguna editorial no sobrada de criterio. Ciertamente, Gracia no se entrega incondicionalmente a ninguno y, de hecho, a cada uno de ellos le encuentra alguna pega resuelta en dos palabras, en otra variante de su estrategia de sí pero no. En todo caso, ejemplifica impecablemente la estrategia de resolver con palabras problemas reales: juntar nombres poco tiene que ver con ordenar ideas.

Con todo, como decía, el autor encara –mejor dicho, menciona– a uña de caballo, y con digresiones no desprovistas de interés, algunos importantes retos de la izquierda española. Todos menos uno: el nacionalismo. Salvo alguna mención al paso, el ensayo apenas se ocupa de la mayor rareza –en rigor, inconsistencia– de la izquierda española: avecinarse a proyectos políticos superlativamente reaccionarios que defienden romper la unidad de la democracia y de la redistribución en nombre de la identidad (el programa nacionalista, despojado de todo aditamento decorativo, se reduce a sostener que «somos diferentes y por ello tenemos derecho a levantar una frontera, a convertir en extranjeros a nuestros conciudadanos»). Cuesta entender esa omisión, sobre todo si se tiene en cuenta que Gracia ha terciado con frecuencia en «el tema catalán», casi siempre en defensa de otro «sí pero no», de alguna variante de esa imprecisa política que se ha denominado «tercera vía», practicada por todos los gobiernos españoles, incluidos los de Aznar, y que consiste en ir aceptando el chantaje de la independencia aplazada: se dan por buenas unas demandas de los nacionalistas que serán el punto de partida innegociable de la siguiente ronda, todo ello en nombre del autogobierno, el enésimo principio maltratado (como democracia, diálogo, identidad, discriminación positiva y tantos otros) en el envenenado –y peor denominado– «debate territorial». «Federalismo» es el abracadabra de más uso a la hora de escamotear este reto: un conjuro más que un concepto que, cuando se piden aclaraciones, acostumbra a resolverse acudiendo a otro remiendo no menos impreciso, a otro trampantojo: «convertir el Senado en una auténtica cámara territorial».

Ya casi al final de su ensayo, recurriendo de nuevo a otro sí pero no, Jordi Gracia se descuelga con una digresión a trasmano del hilo fundamental de su reflexión: «En un ensayo sesgado y descalificador, y a la vez higiénico y estimulante, Ignacio Sánchez-Cuenca ha deplorado la profusión de voces de intelectuales metidos precisamente a intelectuales: en lugar de poblar la esfera pública con expertos técnicos cualificados, hemos de soportar indebidamente las intuiciones e impresiones, los atisbos de ideas y las ideas mismas de intelectuales, novelistas o poetas sin acreditación para intervenir en los temas serios de la política y la vida pública». El meandro resulta extraño, incluso dentro de un discurso, como el de Gracia, repleto de recodos. Ya no hablamos de los errores políticos ni de los epistémicos, sino del contexto (pragmático, si se quiere) de los errores epistémicos, de quienes están en condiciones de buscar la verdad.

Resulta inevitable pensar que Gracia se pone la venda antes que la herida en previsión de posibles reseñistas. Jordi Gracia es un catedrático de literatura que, sin una nota a pie de página, a pulso, nos ofrece un diagnóstico sobre la izquierda del siglo XXI, y el ensayo de Sánchez-Cuenca al que hace referencia, La desfachatez intelectual, era una crítica implacable a ciertos intelectuales que terciaban sobre cualquier asunto sin atender a los resultados de las disciplinas académicas, al conocimiento especializado. Debería estar tranquilo. Por lo pronto, su crítica a los errores epistémicos resulta compatible con el afán de verdad que –en una interpretación caritativa en el sentido de Donald Davidson, la obligada en el debate académico– inspiraba el libro de Sánchez-Cuenca. Por lo demás, no es temerario conjeturar que su nombre no aparecerá en una actualización del ajuste de cuentas de Sánchez-Cuenca. Entre las indiscutibles virtudes de La desfachatez intelectual no se incluía la ecuanimidad y, previsiblemente, Gracia cae del lado bueno del justiciero arqueo de Sánchez-Cuenca. Después de todo, si la memoria no me engaña, el poeta Luis García Montero se encargó de presentar La desfachatez intelectual. También Almudena Grandes andaba por allí: dos de los referentes intelectuales de la izquierda, según Gracia.

Otra cosa es sí debería preocuparse por no estar a la altura de su propio diagnóstico: más exactamente, de los errores de perspectiva (epistémicos) que menciona. Como decía, Gracia apenas desarrolla las líneas en que se ocupa de la disposición al autoengaño. Y es una pena. Como decía Ernst Toller, el autoengaño no es más que el producto del miedo a la verdad. Si queremos pensar en serio a la izquierda del siglo xxi, debemos comenzar por tomarnos en serio el amor a la verdad. Otro modo de entender la maltratada cita de Gramsci: «Arrivare insieme alla verità».






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 6 de abril de 2017

[A vuelapluma] La función de la literatura





La buena literatura, dice el profesor y ensayista Jordi Gracia al final de su artículo sobre la última novela de Javier Cercas: El monarca de las sombras (Penguin Random House, Barcelona, 2017) está para contrariar las expectativas emocionales y sentimentales pero falsas, está para desbaratar los relatos confortables pero deformados que nos hacemos sobre nosotros mismos, está para que mintamos menos de lo que mentimos sobre nuestro pasado personal y colectivo. La literatura está para decirle la verdad a los padres o, al menos, para que ni padres ni hijos sigan mintiendo o engañándose, queriendo o sin querer.

La verdad de la novela de Cercas es que la convalecencia de una guerra no dura cuatro días, sino cien años. El monarca de las sombras habla de los muertos cuando todavía están vivos en la memoria sentimental, y es, por tanto, una apología de la memoria histórica.

Los fantasmas vivos del pasado y del presente han vuelto a despertar con El monarca de las sombras, dice Jordi Gracia. Mañaneras voces se han puesto en guardia para recelar o combatir sus posiciones, mientras otros hemos vuelto a leer lo que dice la novela por si esta vez Cercas se había metido en un berenjenal indecoroso. Pero es fácil saber la verdad: el berenjenal es su lugar natural porque es el hábitat de la literatura que quiera ser algo más que entretenimiento, sin dejar de ser entretenimiento y emoción, narración y aventura.

Algunas de las reacciones en defensa de la memoria histórica (contra un supuesto agresor a la memoria histórica, como ya pasó con El impostor), señala, me han sacado del sopor contemplativo: como tengan razón quienes le asignan intenciones subterráneas de destruir, sabotear o enterrar de una vez la memoria histórica, mi vergüenza personal y hasta cultural va a ser infinita e irreversible. Aunque no cueste nada leer sus libros, porque se leen a todo tren, es posible que pida algo de calma comprender el dispositivo que los pone en marcha.

A mí me parece, sigue diciendo Gracia, que El monarca de las sombras está escrito contra el peso de las leyendas familiares, sentimentales y consoladoras; está escrito contra la cobardía que prefiere no saber y mantener la paz en casa. Todo él nace del coraje que por fin ha tenido Cercas para contarle a su madre —a todas las madres— la verdad de la historia de su familia y su héroe privado, y no perpetuar el consuelo legendario de la memoria familiar. Por eso no es un ataque a la memoria histórica sino una defensa radical de la memoria histórica: es una apología de la verdad del pasado sin la intoxicación interesada de la memoria sentimental de los nuestros. Las leyendas familiares mienten y fabulan porque son nuestras y no están ni contrastadas ni objetivadas, viven de generación en generación como una especie de milagroso ritual de pertenencia a la tribu que constituye cada familia, dispuesta a perseverar en el relato urdido de una sola vez e inmaculadamente incólume, sin que nadie o casi nadie decida explorar la veracidad efectiva de ese relato heredado porque hacerlo podría poner en duda su fiabilidad y romper la cadena de transmisión de padres a hijos y nietos.

Este libro no lo pudo escribir Javier Cercas hace dieciséis años, comenta, porque no había aprendido todavía a imaginarlo. Para entonces no sabía “escribir a mi modo el libro sobre Manuel Mena” que sí ha sabido ya escribir, según explica en El monarca de las sombras. Lo sé porque yo estaba allí. El resultado de aquel fracaso de hace dieciséis años fue Soldados de Salamina, que era una defensa de la razón política de la República y sobre todo corregía la ingratitud que, también en democracia, los poderes y la sociedad misma tuvieron con quienes habían perdido en España la guerra civil y habían ganado en Europa la Segunda Guerra Mundial: los exiliados y los vencidos. Eso sucedía en 2001, y con razón contribuyó decisivamente a fortalecer el impulso de las asociaciones de la memoria histórica en favor del rescate de las víctimas de la guerra y el franquismo. Pero había nacido del fracaso o la impotencia para contar la historia que no pudo o no supo contar entonces. Lo que fue imposible tantos años atrás, está hoy en El monarca de las sombras. Es el repudio de la confusión usual entre razón moral y razón política: tener la razón política no garantiza tener la razón moral y equivocar la razón política (como le sucede al joven envenenado de falangismo de El monarca de las sombras) no condena automáticamente al error moral.

Cercas, sigue diciendo, abandonó entonces esta novela que ha escrito hoy, como habríamos abandonado la mayoría de nosotros, por una razón moral que es literaria: todavía no había reunido el valor para averiguar la historia verdadera detrás de un relato de familia que era más leyenda que verdad, y más tentativo que fiable, rutinaria argamasa de emociones para mantener a la familia unida o al menos no escindida, dañada, saboteada por culpa del sabelotodo o del bocazas que rompe el pacto y se pone a desmontar el relato de toda la vida en casa.

Lo que vale para la familia vale para el país entero, señala, porque la convalecencia de una guerra no dura cuatro días sino cien años. No lo digo yo; se lo dijo Javier Pradera a Basilio Baltasar en una de las últimas entrevistas que le hicieron, en 2010. En ella evocaba esa verdad que muchos historiadores repiten pero pocos recuerdan: el duelo de una guerra dura un siglo al menos, y sólo acaba cuando ya nadie de veras, ni los tataranietos, puede vivir como experiencia propia aquel origen traumático, cuando los muertos están muertos de verdad. En eso, como en tantas otras cosas, decía Pradera, tampoco España muestra “singularidad” alguna ni un particular y maléfico “espíritu cainita”.

Hoy todavía no están muertos, afirma, y por eso El monarca de las sombras habla de los muertos cuando todavía están vivos en la memoria sentimental y afectiva de las familias a poco que hurguen, a poco que desbaraten algún relato consabido, a poco que rompan el código privado de las cosas mil veces contadas, y lo hagan después de haber averiguado contrastadamente, buscando papeles y testigos, reconstruyendo rutas y peripecias, lo que sucedió a alguien concreto en un lugar concreto y en una circunstancia concreta.

No hay cura rápida para una guerra, asegura. Mientras tanto, lo mejor que podemos hacer es no mentir en exceso, desconfiar de los relatos familiares sentimentalmente blindados y atreverse a decir la verdad con el dolor de saberla y con la alegría de hallarla. Cuando un escritor como Javier Cercas dice que la literatura cuenta la verdad no está diciendo mentiras ni hace retórica automitificadora sino que entrega el resultado de una investigación verdadera y no ficticia: contar una historia real y el modo de averiguarla. Por eso al final del libro sabe Cercas que esa historia “iba a contarla para contarle a mi madre la verdad”, aunque no le gustase, o aunque no fuese la verdad que ella esperaba sobre su familia o su antepasado en la guerra. No será ya la verdad de la leyenda o de la memoria sino la verdad de una historia que incluye la verdad de la leyenda: la novela corrige con la historia a la leyenda, sin renunciar a ella.

Esta novela sin ficción, concluye diciendo, es por tanto una auténtica apología de la memoria histórica, si la memoria histórica aspira a restituir la verdad de la historia además de restituir la dignidad, el decoro y la decencia de las víctimas de la guerra civil y el franquismo. La buena literatura está para contrariar las expectativas emocionales y sentimentales pero falsas, está para desbaratar los relatos confortables pero deformados que nos hacemos sobre nosotros mismos, está para que mintamos menos de lo que mentimos sobre nuestro pasado personal y colectivo. La literatura está para decirle la verdad a los padres o, al menos, para que ni padres ni hijos sigan mintiendo o engañándose, queriendo o sin querer.

Hasta aquí, la reseña de Jordi Gracia sobre la novela testimonio, o el testimonio novelado, de Javier Cercas titulada El monarca de las sombras, que he leído, de nuevo gracias a los impagables servicios de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, en menos de veinticuatro horas; de un tirón, como quien dice. Al final del mismo, en sus últimas páginas, Cercas teje un estremecedor alegato sobre la vida y la muerte, la memoria y el olvido, el heroísmo y la cobardía, la gloria y la derrota, que a lo largo de todo el libro ha ido dejando traslucir mediante el recurso, implícito, a unos versos del Canto XI de la Odisea de Homero que solo ahora explicitan su sentido y dan título a su libro: El monarca de las sombras. Se trata del momento de la Odisea en que Ulises visita en la mansión de los muertos a Aquiles y le dice que él era el más grande los héroes, que derrotó a la muerte con su bella muerte (la kalos thanatos), el hombre perfecto a quien todo el mundo admiraba, que a la luz de la vida era como un sol, y que ahora debe ser como un monarca en el reino de las sombras y no debe de lamentar la existencia perdida. Y entonces, Aquiles, le responde con estos versos:


No pretendas, Ulises, preclaro, buscarme consuelos
de la muerte, que yo más querría ser siervo en el campo
de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa
que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron.



Ulises en el reino de los muertos



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






Entrada núm. 3426
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 29 de agosto de 2013

¿Hablamos de política?




Hannah Arendt



¿Hablamos de política? Bien, porqué no... Pongámonos de acuerdo, si podemos, en que entendemos por política; en qué es la política. Está la definición clásica: política es el gobierno de la "polis"; está la trillada: política es el arte de lo posible; está la académica: perteneciente o relativo a la doctrina y la actividad política (que es como no decir nada), y están también las más elaboradas, como la de Hannah Arendt, que le dedicó al asunto uno de sus libros: "¿Qué es la política?" (Paidós, Barcelona, 1997), cuya reseña, en su artículo "El sentido de la política", hiciera la profesora Cristina Sánchez Muñoz en el número de mayo de 1999 de Revista de Libros.

Hannah Arendt trabajó entre 1956 y 1959 en el proyecto de una obra que debería llevar el título de "Introducción a la política", por encargo de la editorial alemana Piper, pero nunca llegó a terminarla. Treinta y cuatro años más tarde la socióloga alemana Ursula Ludz, alentada por la editorial que guardaba celosamente los materiales acumulados por Arendt, realizó un minucioso trabajo de reconstrucción, ordenación y presentación de los mismos que vieron la luz en 1993 con el título de "¿Qué es la política?". Pueden descargarse el libro, si lo desean en este enlace.

Para Hannah Arendt, que elaboró esas notas en plena guerra fría, la pregunta pertinente que surgía en aquel momento era la de si la política conservaba aun algún sentido: "Esta falta de sentido -dice- no es ninguna aporía científica; es un estado de cosas absolutamente real del que podemos darnos cuenta cada día si nos tomamos la molestia no solamente de leer los periódicos sino también de preguntarnos, en nuestro disgusto por el desarrollo de todos los problemas políticos importantes, cómo podríamos hacerlo mejor dadas las circunstancias. La falta de sentido en que ha caído la política en general se aprecia en que todos los problemas políticos particulares se precipitan a un callejón sin salida". ¿Les suena la letra de la cancioncilla?; parece escrita en un diario cualquiera de antes de ayer... Y poco más adelante, añadía como colofón: "Si partimos de la lógica inherente a estos factores y suponemos que nada que no nos sea hoy ya conocido determina ni determinará el curso del mundo, entonces solo podemos decir que un cambio decisivo para nuestra salvación solo sucederá por una especie de milagro".

Clavado; nos está retratando: así andamos ahora por España, Europa, y buena parte del mundo: esperando el milagro... Pero el milagro no va a llegar, porque como decía nuestro filósofo José Ortega y Gasset: "la nota más trivial, pero a la vez más importante de la vida humana, es que el hombre no tiene otro remedio que estar haciendo algo [luchar] para sostenerse en la existencia". Y si no lo hacemos nosotros, ningún espíritu ni fuerza divina nos lo va a resolver. Esa es la misión de la política.

La idea de esta entrada y su introducción, mediante el recurso al pensamiento de Hannah Arendt y de Ortega, me ha venido sugerida por una serie de artículos, a cada cual más interesante, aparecidos estos días en El País, que he recopilado y anotado para el blog.

El primero de ellos, "Tiempo de esperpento", escrito por uno de los más acreditados politólogos españoles, Josep Colomer, profesor de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, tan absurdamente castigado por el gobierno del partido popular. Dice el profesor Colomer en él que "en la vida pública española emerge de nuevo la burla, la sátira y la tragedia como elementos cotidianos [...] El Goya (pintor) de la España actual -dice- sería el pintor del impacto directo, el de los caprichos criminales, los disparates chocantes y el esperpento diario".

"Elogio del tópico", escrito por el profesor y ensayista Jordi Gracia, es el segundo de los artículos cuya lectura les propongo. Dicé en él que "ser ciudadano europeo todavía significa vivir protegido como ningún otro ciudadano". ¿Hasta cuándo? deberíamos preguntarnos. "La social democracia parece hoy noqueada por la evidencia del fin del sueño conquistado [...] Para reconquistarlo -añade- hoy no necesitamos héroes: necesitamos ideólogos, ideólogos sin miedo a la palabra". ¿Pero dónde están?

Víctor Gómez Pin, catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona, escribe sobre filosofía, y lo hace a raíz de un Congreso de filósofos celebrado recientemente en Atenas. "Salvar a la ciudad", se titula. "La disposición filosófica -dice- suena hoy a sarcasmo en Grecia, el lugar donde surgió [...] Pero la disposición filosófica, añade, es una guerra abierta contra la estulticia; porque la estulticia -dice-, hace soportable lo que es contrario a la dignidad humana".

El último artículo cuya lectura les recomiendo: "La socialdemocracia y el desafío europeo", está escrito por Emilio Pérez Touriño, expresidente del gobierno de Galicia. "La izquierda está atrapada por aparatos burocráticos que no conectan con las nuevas demandas", dice. Y añade más adelante: "Para movilizar a la sociedad civil hace falta otra manera de hacer política [...] Ni los mercados ni la derecha con ciegos, sus intereses coinciden". Como ven, nada nuevo bajo el sol.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt




La acrópolis ateniense: aquí nació la democracia



Entrada núm. 1951
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)