sábado, 14 de octubre de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy sábado, 14 de octubre de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Idígoras y Pachi en El Mundo; Forges, Peridis, Ros y El Roto en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 13 de octubre de 2017

[A vuelapluma] ¿Dimisión de Rajoy y elecciones generales, ya?





¿Deberíamos ir a unas elecciones generales españolas en el plazo más breve posible para tener un Gobierno fuerte y una Constitución reformada con la que recuperar el "seny" y la concordia? Es la pregunta que se hace en el diario El Mundo la catedrática de Derecho Internacional de la Universidad Complutense de Madrid, Araceli Mangas Martín. Como yo hace unos días en Desde el trópico de Cáncer, Araceli Mangas pide un gesto de generosidad y patriotismo a Rajoy y al PP para que se aparte y permita que se llegue a un gobierno de unidad nacional presidido por un español de prestigio interno e internacional, como Solana, Piqué o Borrell (yo proponía al filósofo Emilio Lledó), que acometa con decisión la enorme tarea a realizar.

En diciembre de 2013, comienza diciendo, el presidente Rajoy se negó al diálogo con los independentistas: «A ver a quién le da más vértigo». Ayer se despejó la duda con el cumplimiento del calendario secesionista aprovechando la banalización del riesgo por el Gobierno de España. Olieron el miedo del Gobierno y violentaron durante años la Constitución, su Estatut y los derechos de más de la mitad de los catalanes. Los secesionistas han demostrado que de facto son un Estado: que no hay autoridad sobre Cataluña al no reaccionar cuando aprobaron la Ley de Transitoriedad Jurídica (7 de septiembre) que erigió una nueva legalidad separada de España y del Tribunal Constitucional. No hay diferencias entre declaración y proclamación de una independencia. No hay preaviso en la suspensión ni es terreno de la libertad de expresión la declaración de independencia conforme a su Ley de Transitoriedad. No nos dejemos enredar en disquisiciones de leguleyos secesionistas: la suspensión es una nueva trampa para seguir dejando fuera de juego al PSOE, noquear al Gobierno y permitirles completar el control efectivo del territorio. Se dejó crecer la insurrección disfrazada de organizaciones pseudo-culturales (Omnium, ANC) que actuarán de comandos bien entrenados en la declarada República y se inmolarán para engañar al mundo.

La clave para el reconocimiento por los terceros Estados será si, declarada la independencia, es consentida por España. Dejaremos perfeccionar su hecho soberano si no actuamos; España reconocerá ante el mundo que los únicos poderes que se hacen respetar son los del Govern independentista; que la Constitución es papel mojado. Ya aceptó que las actuaciones de jueces, incluido el Tribunal Constitucional y fiscales carecen de ejecutividad pues la policía judicial catalana no obedece a los poderes constitucionales. Los reconocimientos al nuevo Estado se demorarán un tiempo; un nuevo Estado puede existir y enquistarse sin reconocimientos. Ya llegarán si España no pone fin a esa efectividad. No sirve ya lamentar la inconsciente complicidad de todos los Gobiernos de España. Pero por lo que no se hizo en 2013, ni en 2015 cuando aprobaron la hoja de ruta, ni aun cuando aprobaron las dos leyes de desconexión en septiembre pasado, es más que suficiente para pedir la dimisión del presidente. Está deslegitimado para salvar la paz y la concordia entre españoles. En enero de 2015 reclamé estar todos con el Gobierno. Ahora dimitir sería un acto de servicio a España. Si al PP algo le importa España debe aceptar que se forme un nuevo Gobierno con renovada legitimidad democrática, junto a Ciudadanos y los dirigentes sensatos que aún puedan quedar en el PSOE, presididos por un español de prestigio interno e internacional, como Solana, Piqué o Borrell, que logre la confianza del Congreso para defender el orden constitucional, restablecer los puentes rotos con la mitad de Cataluña, y preparar una reforma de la Constitución siguiendo el modelo alemán fundado en la lealtad.

El Gobierno y el PP no pueden seguir ocultándose, primero, tras fiscales y jueces. Después, tras el Rey con su mensaje. De nuevo, tras las empresas catalanas decantadas por España (¿o Europa?) convencidas del vértigo del Gobierno ante la secesión. Necesitamos un Gobierno fuerte y una Constitución reformada para recuperar el seny y la concordia. 



La vicepresidenta del gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[Pensamiento] Existencialismo. Una filosofía vivida





Es bien conocida la aptitud de los escritores británicos para la biografía. Seguramente, sin ella y sin los modelos que ha ido estableciendo a lo largo del tiempo, un libro como este sería impensable: un libro que no nos cuenta una vida, sino varias, pero que a través de ese relato pretende iluminar una doctrina filosófica, el existencialismo, cuya historia, según la autora, es en cierto modo la historia de todo un siglo europeo, comenta en el último número de Revista de Libros el catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, José Luis Pardo, reseñando el libro de Sarah Bakewell titulado En el café de los existencialistas. Sexo, café y cigarrillos o cuando filosofar era provocador (Ariel, Barcelona, 2016).

Estamos, pues, ante una biografía del existencialismo y no ante un ensayo o un manual acerca de esta corriente, comienza diciendo el profesor Pardo. Es un libro lleno de anécdotas, pero no es la degradación del concepto en anécdota, sino que aspira al rigor filosófico y, sobre todo, histórico, está lleno de detalles contextuales importantes y de fechas y lugares útiles para situar a los personajes y, además, nos presenta con habilidad y cuidado a los hombres y las mujeres que están detrás de las ideas, algo que no tiene por qué ser trivial ni reducirse a lo meramente superficial. De hecho, el libro cuenta muchas más cosas, y mucho más entretenidas, que las que yo podré evocar en esta reseña.

En este caso concreto, la inspiración confesa de Sarah Bakewell procede de Irish Murdoch, quien durante su propia historia de amor con el existencialismo forjó para él el término filosofía habitada, es decir, filosofía vivida, inscrita en la propia vida de los filósofos. No se trataría, por tanto, de una decisión literaria exterior a la cosa misma, que pretendiera contarnos el existencialismo en una envoltura más amena que la habitual y, en lugar de darnos «la tableta entera» de obras como Ser y tiempo o El ser y la nada, la cortase en mil pedazos para diseminarla «como pepitas de chocolate en una galleta»; si el existencialismo es una filosofía que se esfuerza por captar la vida en sus conceptos, se trataría de abordar esa filosofía de acuerdo con sus exigencias, es decir, a través de las vidas de quienes pensaron dichos conceptos, diluida en la experiencia vital de unos pensadores que, como el Dr. Jekyll, habrían probado en sí mismos la fórmula antes de convertirla en sistema para certificar su viabilidad, aunque ello les llevase a veces a convertirse durante algún tiempo en Mr. Hyde. Y esta es una decisión de escritura a la vez arriesgada y prometedora. Arriesgada porque supone apostar con el lector por una forma de desgranar el existencialismo que aspira a ser en cierto modo más «auténtica» que las exposiciones escolares, o –dicho con mayor modestia– al menos a enseñarnos un rostro del existencialismo distinto del que aparece en sus articulaciones más sistemáticas o académicas. Por este motivo, y aunque la autora reconoce desde el principio que «las dos figuras gigantescas de la historia, inevitablemente, son Heidegger y Sartre», por la amplitud de su complexión y de su significación filosófica, «quizá no son los pensadores que, a fin de cuentas, tienen más que decir». Y ello no sólo porque aparecen en esta historia una gran cantidad de “personajes secundarios” o colaboradores imprescindibles sin los que el relato carecería de sentido (Edmund Husserl, Raymond Aron, Karl Jaspers, Albert Camus o Emmanuel Lévinas, entre muchos otros, «han participado en una conversación multilingüe y múltiple que iba de un extremo al otro del último siglo»), sino porque algunos de ellos adquieren el rango de protagonistas aumentando su estatura por encima de la de las «figuras gigantescas», como sucede notoriamente con Simone de Beauvoir y Maurice Merleau-Ponty.

Y prometedora porque, con este planteamiento, y continuando la línea iniciada con su libro sobre Montaigne, Sarah Bakewell motiva al lector con la idea, siempre atractiva, de que, si se indaga con la adecuada sutileza en la presunta aridez de una doctrina filosófica, puede encontrarse en ella una respuesta a la pregunta de cómo vivir la vida, cómo enfrentarse a las grandes decisiones, cómo elegir el camino que debe tomarse en situaciones difíciles. Esta promesa también es en sí misma arriesgada: puede sonar demasiado a un intento de encandilar al usuario del libro con la propuesta de hallar en una teoría la solución para los problemas cotidianos, algo más propio del catecismo que del pensamiento crítico. Pero en justicia hay que reconocer que no es esa exactamente la ambición del libro. Lo que este promete es que, si comprendemos el modo en que estos pensadores habitaron sus ideas, es decir, el modo en que esas ideas se mezclaron en sus vidas y las transformaron o fueron transformadas por ellas, quizá comprendamos cómo podemos nosotros habitarlas (o, al menos, quedemos facultados para decidir que hoy son inhabitables) y, más en general, nos hagamos cargo del problema de la habitabilidad de las ideas filosóficas, e incluso de la posibilidad de utilizar esa habitabilidad como criterio de juicio de las mismas.

Así pues, aunque el café imaginario en el que se ubican todos los actores de este drama es, sin duda, un café parisiense, la conversación existencialista no se pone en marcha más que cuando resuenan en sus paredes los ecos de una consigna lanzada a principios del siglo XX por Edmund Husserl en la brumosa Friburgo: «¡A las cosas mismas!» Uno de los primeros en llevar a París noticias de esta consigna había sido Emmanuel Lévinas, pero Sartre y Simone de Beauvoir no tuvieron conocimiento de la fenomenología hasta comienzos de la década de 1930, cuando se lo comunicó de primera mano Raymond Aron, antiguo amigo y compañero de estudios que había pasado un verano en Berlín, cuyos pasos siguió el autor de La náusea en 1933. La fenomenología no es aún el existencialismo, pero no habría habido existencialismo sin la fenomenología. Quizá por ello, porque esta corriente filosófica actúa en el relato como «despertador» intelectual de quienes luego se convertirían en las «estrellas» del existencialismo –aquellos que, después de todo, son los que aparecen dibujados en la portada del libro–, la fenomenología irrumpe en el texto de Bakewell con un aire bastante misterioso, y no se convierte en algo verdaderamente interesante sino cuando Sartre la somete a su «audaz» interpretación.

Antes de ese momento, el perfil de Husserl en este ensayo es el de un oscuro y meticuloso profesor universitario que actúa en sus clases «como un relojero que se hubiera vuelto loco» (según la impresión de uno de sus estudiantes) y se hubiera propuesto desmontar pieza a pieza la maquinaria de la conciencia (después de todo, Hegel había definido la fenomenología como «ciencia de la experiencia de la conciencia»). La autora compara la fenomenología con la cata de vinos experta: en ella no se describen los elementos del vino que tendemos a considerar como «objetivos» (su composición química o su estructura molecular, su temperatura o su densidad), sino más bien su sabor, algo que nos hemos acostumbrado a imaginar como «subjetivo», en el sentido de «privado», «individual» e, incluso, «irreal». Sin embargo, el vino es genuinamente, y ante todo, su sabor, su color y su olor, su tacto en el paladar y su efecto en nosotros, y sólo a partir de esa experiencia originaria tiene sentido investigar su estructura molecular, su composición química o sus usos sociales como explicaciones de ese «ser»; y esto puede aplicarse a toda experiencia de algo, puesto que toda forma de conciencia es siempre conciencia de tal o cual objeto. Se nos dice que la fenomenología posee «un filo sorprendentemente revolucionario» por su capacidad para neutralizar todos los «ismos», que la «reducción fenomenológica» pone entre paréntesis todos los prejuicios ideológicos o religiosos, todos los supuestos abstractos o cientificistas e incluso todas las emociones «intrusivas» y nos entrega la realidad desnuda del fenómeno que hemos de describir en su pureza. Pero ni la narración de las desventuras de Husserl durante la Primera Guerra Mundial, ni la de sus manuscritos durante la Segunda, nos ayudan a comprender cómo, a partir de esa defensa de la «verdad de la experiencia de la conciencia», es posible traspasar el umbral de la psicología descriptiva y convertir la fenomenología en una «filosofía trascendental» o superar el solipsismo al que parece condenarnos, en palabras del propio Husserl:

Y un misterio aún mayor parece envolver la silueta del primer Martin Heidegger («el mago de Messkirch») en las páginas de Bakewell (y, a decir verdad, en muchísimas otras páginas de otros autores). El acento de la narración se pone en el enfrentamiento «edípico» de Heidegger con Husserl (que acabará proponiéndose como tarea «hacer imposible para siempre» una filosofía como la heideggeriana), en el carácter hipnótico de su oratoria (un «torbellino» imparable de preguntas, según los recuerdos de Hans-Georg Gadamer), en el clima de solemnidad en que sumergía a su auditorio («durante un breve instante me sentí como si pudiera atisbar los cimientos del mundo», confiesa uno de sus oyentes en 1929), pero de nuevo es difícil, más allá de la descripción psicológica (o psicopatológica), y de la psicoanalítica novela familiar, comprender estos «efectos escenográficos» a partir del resumen que en el libro encontramos de su idea filosófica central, la llamada «diferencia ontológica». La autora, advirtiéndonos de entrada de que no se trata de una distinción fácil, tiene que recurrir a la lengua alemana para explicarnos el contraste entre Seiende y Sein, porque en inglés no hay más que un solo término (being) para ambas cosas, y adopta para traducirlo una convención gráfica: «una forma de señalar la distinción es usando la mayúscula para el segundo». Una forma de señalar la distinción en inglés, naturalmente, porque en alemán los sustantivos se escriben todos con mayúscula, pero una forma que no es necesaria en castellano, ya que la terminología filosófica acuñada en nuestra lengua traduce desde hace mucho tiempo Seiende por «ente» y Sein por «ser», lo cual, aunque no deja de ser una convención, facilita enormemente la diferenciación (que es la principal motivación de Heidegger) entre lo «ontológico» y lo «óntico». Lo «ontológico» es aquello de lo que se ocupa la filosofía desde los tiempos de Platón y Aristóteles, y tiene que ver con la investigación sobre el horizonte de sentido en el cual adquieren significación las cosas que se nos aparecen en el mundo; lo «óntico», por el contrario, es aquello de lo que se ocupan las ciencias, es decir, la investigación de las cosas que se aparecen en ese horizonte de significación, pero no del horizonte mismo. Y aunque no habría cosas si no hubiera horizonte, es decir, aunque las dos investigaciones estén conectadas, no pueden confundirse (como tenemos la impresión de que ocurre en la página 82, donde se define la ontología como lo relativo «a lo que es»). No es, en efecto, una distinción fácil (el lector acaba de vernos fracasar al intentar explicitarla), pero sí es una distinción clara. Como la traducción castellana, siguiendo la versión inglesa, omite el doble uso de «ente» y «ser», el lector que no haya tomado alguna vez «la tableta entera» tiene muchas razones para perderse en las expresiones «el Ser y los seres» y acabar reafirmándose en la «oscuridad» de la que Heidegger tiene tanta fama y en el carácter «a la vez desconcertante e intrigante» y, en definitiva, irracional de su pensamiento, avivado por la afirmación de Bakewell según la cual, en Kant y el problema de la metafísica, Heidegger habría mostrado que la tesis de Kant es «que no podemos tener acceso a la realidad o al verdadero conocimiento de ningún tipo», cosa que resulta, cuando menos, harto discutible para quienes hemos leído esa obra. Pero dejemos la tableta y regresemos a las pepitas dispersas.

Como era de esperar, la intriga se vuelve mucho más animada a partir de 1933, que es en realidad cuando comienza la conversación, aunque el café quede ahora muy lejos. A diferencia de lo que podría sospecharse, la conversación no trata en principio más que de filosofía, porque Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, que estaban en Alemania para empaparse de fenomenología, no tenían más interlocutor que las ideas de Husserl, y en ese momento prestaron poca atención a la inquietante actualidad política centrada en el acceso de Hitler al poder. Quien no tuvo más remedio que prestarle atención fue Heidegger, cuyas implicaciones con el nazismo son bien conocidas. Bakewell narra este episodio con suficiente detalle, sin dejarse nada en el tintero, pero también sin conformarse con la censura moralizante, procurando retratar desde todos los ángulos posibles (la ambigüedad, la ingenuidad, la maldad, la estupidez, la ambición, etc.) los «compromisos», los desencuentros y los desequilibrios de Heidegger. Ella no toma partido en la controvertida (y acaso finalmente estéril) cuestión de si de las ideas de Heidegger se «deducía» o no esa manera de «habitarlas» que cristaliza en sus posiciones políticas, pero ofrece al lector un primer aviso de que la filosofía, incluso la más elevada y profunda, no es, al revés de lo que a menudo sostienen sus defensores más líricos, un seguro contra la majadería y el disparate, y de que no contiene la respuesta correcta a la pregunta acerca de cómo vivir la vida.

Pero Heidegger entró en conversación (sólo libresca) con Sartre algo más tarde y, en esa medida, también ingresó en el café de los existencialistas de un modo nada ortodoxo, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando el segundo leía al primero (Ser y tiempo) en un campo alemán de prisioneros cerca de la casa natal de Karl Marx. Bakewell nos recuerda que, por mucho que Sartre estuviese inmerso en meditaciones metafísicas (pasó buena parte de la guerra escribiendo su «ensayo de ontología fenomenológica»), según le había escrito a Simone de Beauvoir, su lectura de Heidegger tuvo que tener componentes políticos e históricos: entendió el tratado del pensador alemán no sólo como una obra de ontología, sino también como una respuesta filosófica a la Alemania derrotada en la Primera Guerra Mundial, y empezó a tomar anotaciones para hacer algo parecido con respecto a la Francia (hasta ese momento) derrotada y ocupada en la Segunda. No puede explicarse El ser y la nada únicamente a partir de esta clave, pero sí es posible comprender gracias a ella, al menos en parte, el reconocimiento generalizado obtenido por esta obra (así como la oscuridad en que tuvo que desenvolverse el pensamiento del «segundo Heidegger»). El descubrimiento que Husserl no pudo perdonar a Heidegger fue, en definitiva, el descubrimiento de la existencia en su facticidad y, a la vez, en su libertad, algo que ninguna «reducción fenomenológica» podía poner entre paréntesis. Sartre hizo de ese descubrimiento –popularmente percibido con los tintes del «pesimismo», del «nihilismo» y de la «angustia existencial», por sus connotaciones de ateísmo– la revelación que la Europa destruida material y moralmente por la guerra necesitaba oír: la noticia de que el hombre era responsable de todo ese desastre, de que no podía ampararse en ningún determinismo o excusarse con respecto a sus culpas, pero que también el hombre es libre para actuar de otra manera, para construir otro mundo a partir de las ruinas, porque la historia no está aún decidida, porque no hay ninguna esencia determinada del hombre que fije para siempre su existencia.

Antes de eso, sin duda, vino La náusea, publicada en 1938. En ella sí que aparecía un café –aunque no parisiense, sino destartalado y provinciano– en el que resonaba el jazz y, más concretamente, la alegre Some of these days, una canción de Shelton Brooks popularizada a principios del siglo XX por Sophie Tucker. Su protagonista, Roquentin, haciendo una hipótesis descabellada sobre su origen (la imagina compuesta por un judío neoyorquino para una cantante negra, cuando en realidad la escribió un afrocanadiense para una cantante judía), la convierte en una experiencia de salvación, porque su melodía impugna la temporalidad ordinaria de los clientes del café, niega la situación oficial e instaura, durante unos minutos, una cadencia rítmica libre y liberadora, que se yergue sobre la pastosa y miserable realidad cotidiana de sus condiciones materiales. Cuando la canción acaba y las condiciones materiales recobran su vigencia (el microsurco, la aguja del tocadiscos, la cerveza tibia sobre la mesa), la náusea de la existencia se extiende de nuevo sobre el café en toda su pesada facticidad. Roquentin termina la novela confesando que le gustaría hacer algo así, que se daría por satisfecho si pudiera producir algo como Some of these days. Es claro que Sartre, y los camaradas que lo acompañaron en su aventura, querían producir esa liberación, que era aún más urgente para ellos porque vivían en el mundo privado de libertad de la guerra y de la ocupación nazi. Y lo es asimismo que la liberación del fascismo –que sin duda consideraban indispensable– era para ellos sólo el símbolo de una liberación más amplia, la liberación de lo que tantas veces Sartre llamaría «el mundo burgués». «Todos los escritores de origen burgués han conocido la tentación de la irresponsabilidad; desde hace un siglo, esta tentación constituye una tradición en la carrera de las letras», escribió Sartre. Y claro está que, para él, se trataba de acabar con esa irresponsabilidad.

«En lo que respecta a los títulos –escribe Bakewell–, el de la última e inacabada obra de Husserl, La crisis de las ciencias europeas, no resulta tan seductor como La náusea. Pero la palabra que lo encabezaba, “crisis”, resume perfectamente la Europa de mediados de los treinta». Y también, sin duda, la de mediados de los cuarenta. Husserl, Heidegger y el mismo Sartre se habían criado en un mundo en el cual el reconocimiento académico de una obra filosófica procuraba al intelectual una autoridad socialmente indiscutible. El hecho de que el propio Heidegger se decidiese a comprometerse con el nazismo es un primer síntoma de que, por alguna razón, esa autoridad había entrado en crisis y se necesitaba algo más que reconocimiento filosófico para alcanzar influencia social, que la filosofía necesitaba de la política para realizarse en el mundo. Debió de ser un sentimiento parecido el que llevó a Sartre o a Simone de Beauvoir a escribir novelas, obras de teatro y artículos de prensa, o a organizar emisiones radiofónicas, es decir, la necesidad de comunicar con la sociedad sin las mediaciones institucionales hasta ese momento establecidas. Probablemente La náusea no es una gran novela y, de hecho, desde el principio fue percibida como una novela «filosófica», es decir, un texto que encerraba un mensaje extraliterario en una forma literaria. Pero con ella, como con sus multitudinarias conferencias y, enseguida, con la revista Les Temps Modernes, Sartre expresaba su vocación de agitación. Él, que nunca fue un académico en sentido estricto, necesitaba una filosofía –la que él mismo capitaneó bajo el nombre de «existencialismo»– que trascendiese los límites de la academia para volverse mundana; él, que quería ser el filósofo de la liberación, necesitaba que la liberación no fuese solamente cosa de filósofos. Por eso, entre otras cosas, estableció durante un tiempo una alianza con Albert Camus, y por eso también rompió con él cuando empezó a considerarlo un rival incómodo. Y esta es también la razón de que a Bakewell le resulte mucho más fácil encontrar una «filosofía habitada» en los casos de Sartre, Beauvoir o Camus que en los de Husserl o Heidegger, porque la de los primeros está llena de personajes narrativos que nos permiten imaginar las vidas de los «existencialistas» como un drama o una novela y, en ese sentido, nos dejan habitar sus ideas con más comodidad que la que imponen las frías y desiertas estancias de las Investigaciones lógicas o de la Introducción a la metafísica.

En cierto sentido, después de las guerras mundiales, no se podía confiar ya en el reconocimiento académico para que la filosofía tuviese un alcance extrauniversitario y una autoridad moral y social (pensemos no sólo en Sartre, que siempre estuvo –cómodamente– fuera de la academia, no sólo en Heidegger, que perdió la venia docendi por su pasado político, sino también en Ortega y Gasset, expulsado de su cátedra de Metafísica e intentando construir en la España franquista un «Instituto de Humanidades» independiente para llevar la filosofía a los nuevos públicos). Así que, como antes había hecho Heidegger, también Sartre y los suyos pensaron que la filosofía no podía confiar únicamente en la literatura para trascender los límites de la academia, sino que tenía que contar con la política, en cuyo puente de mando se fraguaba el drama de la historia humana. Y de ahí toda la serie de «compromisos» en los que Sartre, como dice la autora del libro, «se prodigó de manera alarmante» a partir de 1950: su acercamiento al partido comunista tras un viaje a la Unión Soviética seguido de entusiastas declaraciones sobre la «libertad soviética» (cuya falsedad reconocería más tarde), su complicidad con el Frente de Liberación Nacional de Argelia, con Fanon, con la Cuba de Castro, con la Indochina de Giap y Hô Chi Minh, o con el maoísmo de 1968. Muchos de sus antiguos compañeros de café lo abandonaron por el camino: entre otros, Albert Camus, Maurice Merleau-Ponty o Raymond Aron, que inicialmente se habían adherido al comunismo, pero que se alejaron de él en cuanto comprendieron su naturaleza. Con respecto a Aron, autor de un libro implacable contra los «escritores comunistas» –El opio de los intelectuales–, que le valió durante años una horrible reputación de reaccionario, Bakewell nos recuerda una conocida anécdota de 1976, cuando todo el mundo reconocía en privado los errores de Sartre y los aciertos de sus críticos, pero seguía apoyándolo públicamente porque –se decía– «es preferible estar equivocado y salir victorioso con Sartre que tener razón y ser derrotado con Aron».

Como ya he dicho al principio, destacan en esta galería de retratos dos que, por quedar frecuentemente –pero no justamente– eclipsados por figuras en apariencia más prominentes, merecen atención. Uno es el de Maurice Merleau-Ponty, «el filósofo bailarín», en palabras de Bakewell, de cuya envergadura filosófica y exquisita prosa dan buena cuenta obras como Fenomenología de la percepción o Signos, pero de quien el libro nos aporta una semblanza personal y un esbozo de su historia que le hacen aparecer bastante más humano que muchos de sus hercúleos e inflexibles colegas, que eran mucho más amigos de sus amigos que de la verdad. El otro es el de Simone de Beauvoir. Y aquí no se trata tanto del relato de su vida, que es impecable como todos los que recoge el libro, sino de la constatación, no siempre suficientemente aceptada, de que su libro El segundo sexo representa un acontecimiento de una importancia fundamental para la historia de nuestro presente y de que sus consecuencias han sido determinantes para el pensamiento contemporáneo, mucho más, seguramente, que las de todas las demás obras «existencialistas» citadas en el libro de Bakewell. Dos ejemplos de ideas habitables a largo plazo.

Dejo al lector una última cuestión para que juzgue si es o no importante, y al director la sugerencia de abrir sobre ella un concurso público: ¿qué significado hemos de atribuir al hecho de que, en la edición original inglesa, este libro llevase el subtítulo «Libertad, ser y cócteles de albaricoque», mientras que en la edición castellana este subtítulo se ha convertido en «Sexo, café y cigarrillos, o cuando filosofar era provocador» (teniendo en cuenta, quizá, que tan solo tres meses antes de aparecer la traducción se había producido la votación del Brexit)?, concluye diciendo.


Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir en el Café de Flore, de París


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jueves, 12 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Cataluña, España, Europa





Hay veces en que la decisión correcta puede parecer contraproducente a corto plazo. Aunque tratar de evitar el referéndum catalán alimente el sentimiento de injusticia durante décadas, el tiempo acabará avalando esta postura, escribe en El País J.H.H. Weiler, expresidente del Instituto Universitario Europeo de Florencia y actual director del European Journal of International Law.

La Generalitat puede haber pensado, a la luz de de la desafortunada violencia del 1-O —de la que ambas partes son responsables— y por la simpatía que se ha generado hacia los ciudadanos catalanes, que Europa puede haber cambiado en su desagrado al proyecto independentista. Se equivocan. La incredulidad generalizada está convirtiéndose poco a poco en aprensión y espanto. El mayor peligro que afronta hoy Europa es el desafío al Estado de derecho por parte de Hungría y otros países. El no respetar los fallos del Tribunal Europeo de Justicia es una amenaza contra los principios fundamentales de la integración europea en uno de los momentos más críticos de la historia de la Unión. Europa no tiene policía federal, ni un Artículo 155. Su integridad depende de un compromiso firme y voluntario de los Estados miembros a respetar su orden constitucional y a los tribunales responsables de aplicarlo. Pero Cataluña, en clara violación de la Constitución española y con una escandalosa falta de respeto al Constitucional, está reduciendo el Estado de derecho a polvo y ceniza. Unas credenciales maravillosas para entrar en Europa.

Tampoco puede acogerse Cataluña al derecho internacional. Ciertamente, en la famosa resolución 2625 de la ONU citada sin cesar en el debate sobre Cataluña, la Asamblea General de la ONU afirmó el principio de autodeterminación: “En virtud del principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos, consagrado en la Carta, todos los pueblos tienen el derecho de determinar libremente, sin injerencia externa, su condición política y de proseguir su desarrollo económico, social y cultural, y todo Estado tiene el deber de respetar este derecho de conformidad con las disposiciones de la Carta”. Pero también es cierto que se suele dejar fuera de la cita una cláusula de la misma resolución: “Ninguna de las disposiciones de los párrafos precedentes se entenderá en el sentido de que autoriza o fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes...”. No creo que exista ningún tribunal internacional que estuviera dispuesto a conceder a Cataluña el derecho a la secesión. Pero el problema de Cataluña no es solo jurídico. También por razones éticas y morales hay que ser muy claros: una Cataluña independiente (y la misma lógica sirve para Padania, Escocia, los corsos, los bretones, los galeses, los germanohablantes del Alto Adige y demás grupos que reclaman la independencia) no será bienvenida en Europa.

¿Por qué? Es muy desmoralizador, desde un punto de vista ético, contemplar que casos como el de Cataluña nos devuelven al principio del siglo XX, a la mentalidad posterior a la Primera Guerra Mundial, cuando la noción de que un único Estado podía abarcar más de una nacionalidad parecía imposible; de ahí la profusión de tratados específicos sobre minorías durante la desaparición de los imperios otomano y austro-húngaro. Aquellos acuerdos estaban llenos de buenas intenciones, pero carecían de imaginación política; y no hay que ocultar la desagradable realidad de que alimentaron la lógica venenosa de la pureza nacional y la limpieza étnica. No se equivoquen: no estoy sugiriendo que en Cataluña se busque una limpieza étnica. Pero sí creo que el deseo de “ir por libre” está asociado a este tipo de mentalidad.

Sí, es indudable que vascos y catalanes sufrieron graves injusticias históricas antes de la llegada de la democracia a España. Y siento una enorme, y digo enorme, empatía y simpatía hacia los catalanes que quieren vivir y reivindicar su cultura y su identidad política propia reprimida durante décadas. Para miles de ellos, quizá para la mayoría, se trata sencillamente de esto. Pero jugar “la carta de Franco” como justificación para la secesión es solo una hoja de parra que pretende tapar un egoísmo económico y social seriamente equivocado, un orgullo cultural y nacional desmesurado y la ambición desnuda de los políticos locales. Además va diametralmente en contra del sentido de la integración europea.

La imponente autoridad moral de los padres fundadores de la integración europea —Schuman, Adenauer, De Gasperi y el propio Jean Monnet— procedía de sus raíces en la ética cristiana del perdón, combinada con una sabiduría política ilustrada, en la que se entendía que es mejor mirar hacia adelante, hacia un futuro de reconciliación e integración, en vez de revolcarse en el pasado europeo, que, por cierto, fue infinitamente peor que los peores excesos del execrable Franco. Yo alegaría que solo en unas condiciones de verdadera represión política y cultural se puede presentar de modo convincente el caso para secesión. Con su extenso (aunque profundamente defectuoso) Estatuto de Autonomía, los argumentos catalanes a favor de la independencia producen risa y son imposibles de ser tomados en serio; unos argumentos que además desmerecen y resultan insultantes ante otros casos meritorios, aunque inconclusos, como el de Chechenia.

La UE lucha hoy en día con una estructura de toma de decisiones sobrecargada, con 27 Estados miembros y, lo que es más importante, con una realidad sociopolítica que hace difícil persuadir a un holandés, un finlandés o un alemán de que les interesa, desde el punto de vista humano y económico, el bienestar de un griego, un portugués o, también, un español.

¿Por qué habría de tener interés el hecho de incluir en la Unión a una comunidad política como sería la Cataluña independiente, basada en un ethos nacionalista tan regresivo y pasado de moda que aparentemente no puede con la disciplina de la lealtad y solidaridad que uno esperaría que tuviera hacia sus conciudadanos en España? La propia demanda de independizarse de España, independizarse de la necesidad de gestionar las diferencias políticas, sociales, económicas y culturales dentro de la comunidad política española, de la necesidad de resolver diferencias y trascender el momento histórico, descalifica moral y políticamente como futuros Estados miembros de la UE a Cataluña y a casos parecidos. Al buscar la separación, Cataluña está traicionando precisamente los ideales de solidaridad e integración humana sobre los que se fundamenta Europa.

Aunque la ley y la moral están de parte del Gobierno español, quizá habría debido arriesgarse, permitir de forma voluntaria un referéndum —como Reino Unido y Canadá— y fiarse de que el sentido común de los catalanes, ante la perspectiva de una existencia solitaria fuera de la UE, les empujara a votar No, con lo que se habría extinguido definitivamente esta amenaza a la integridad de España. Tratar de evitar a la fuerza el referéndum, o la posibilidad de votar No, alimentará los sentimientos de injusticia y mantendrá el problema durante décadas. Sin embargo, hay ocasiones en las que la decisión basada en unos principios, por difícil que resulte, es la decisión a la que el tiempo acaba dando la razón. Jugar “la carta de Franco” pretende tapar un egoísmo económico y social equivocado, concluye diciendo.




Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[Especial] 12 de Octubre. Fiesta Nacional de España






A mis nietos, porque ellos 
representan el futuro de España



ESPAÑA
por 
José García Nieto

Esto que tienes ante ti, 
hijo mio, es España, 
No podría decirte -yo no puedo,
al menos, con palabras-
cómo es su cuerpo duro,
cómo es su cara trágica,
cómo su azul cintura, extensamente
humedecida y agitada.
Su pecho, recio y de varón, respira
por las altas montañas;
la suave corbatura del regazo,
femenina, se ensancha
hasta la soledad de las arenas
múltiples y doradas;
los brazos de sus ríos acumulan
venas que acercan las gargantas
oscuras o los verdes valles
arrancando la tierra, acariciándola.

Esto que tienes, que tenemos
ahora mismo, es España.
Es mía porque puedo
celosamente amarla,
tocar su piel y estremecerme,
mirarme en ella fijo, cara a cara,
sentirme antiguo, envejecer con ella,
o nuevo cada día y estrenarla.
Es tuya porque puedo
con pasión entregártela,
porque me la he ganado sin fronteras;
sin tener que acotarla,
la he traído a mi voz cuando he querido,
como a una oveja que paciente aguarda
el silbo del pastor.

No hay quien le ponga
puertas, y yo te invito a traspasarlas.
Mira; aprende a mirar con ella, aprende
a acompañarte de ella, acompañándola.
Tierra de andar y comprobar despacio
huidiza de tan delgada,
difícilmente bella de tan sobria,
fina y calladamente regalada;
tierra para escuchar como una música,
para no echársela a la espalda.
Cuando puedas, lo digo desde ahora,
lo escribo desde ahora, por si falta
un día en tus oídos
la fe de mi palabra,
cuando puedas, y tengas el pie firme,
y claro el corazón, y abierta el alma,
sal al camino, cíñete la ropa,
hijo mío, y ándala.

El sol se pone para todos. Mira;
ahora lo está ocultando Guadarrama;
el cielo es como un ópalo, como una
precipitación nacarada;
quedan azules, negras, las tranquilas
honduras de estas navas
que enciende sucesivamente
el racimo esperado de sus casas.
Arriba, las estrellas aparecen
"sin prisas y sin pausas";
se pierden, numerosos, los senderos
y en la penumbra se unen las montañas.
Gigantesca, se espuma "La Peñota":
suave "El Montón de Trigo" se destaca;
afila "Siete Picos" en la sombra
su aguda dentellada;
quiebra "La Maliciosa" bruscamente
su plomiza atalaya,
y allí, en su cascarón de ávida nieve,
se hunde Navacerrada.

Esto que ves, que tienes, que te entrego
hijo mío, es España.
Digo y escribo, y puede más su nombre
que la mano y la voz. Es como un agua
que desborda este vaso de mi verso
donde quiero encerrarla.
Bebe, hijo mío, bebe; el trago es tuyo,
tuya es la herencia, tuya la privanza.
Sobradamente te dará en los días
su variedad multiplicada.
Tú podrás elegir, como el que hunde
sus manos en el cofre que guardara
un tesoro con el tiempo acumulado,
la joya deseada.

Deja un día a tus ojos que se pierdan
en la redonda vega de Granada;
junto al silencio de sus torres rojas
oye las fuentes de la Alhambra;
mira Toledo enamorando el Tajo,
el fresco prado hacia la mar cantábrica,
el cielo por los arcos de Segovia,
Ávila en su quietud amurallada,
Sevilla entre jazmines una noche,
Burgos de piedra donde el Cid cabalga,
Cádiz como una nieve mar adentro,
balcón de Tarragona, luz de Málaga,
cúpulas de la nave aragonesa,
orillas de la Huelva aventurada,
minera Asturias con el verde cuello,
Córdoba entre arcangélica y romántica,
Alicante con palmas hacia oriente,
Valladolid con la oración tallada,
coronado León entre los puertos,
Zamora altiva, Huesca pirenaica,
Galicia que la mano de Dios hizo,
rosa sillar nacida en Salamanca,
campos para la flor de Extremadura
donde la encina sin cesar batalla,
Madrid desde el palacio a la pradera,
Barcelona de las Atarazanas,
Valencia de las puertas y los puentes,
Álava señorial, Cuenca encantada,
Bilbao de hierro, Soria junto al frío,
Jaén del olivar, Murcia hortelana,
lejanísima islas de fortuna,
islas de claridad mediterránea...

¿Ves, hijo mío? El vaso se desborda;
deja a tus labios apurar la gracia.
Esta es mi herencia; pudes hacer uso
de ella y proclamarla.
Lo que te doy en buena hora
que en buena hora lo repartas.


***



El poeta José García Nieto (Oviedo, 1918 - Madrid, 2001), nace en el seno de una familia dedicada al derecho y al periodismo. Huérfano de padre desde muy temprana edad vive sucesivamente en Zaragoza, Toledo y Madrid donde se afinca desde antes de la guerra civil, y ejerce como secretario del Ayuntamiento de Chamartín de la Rosa. Al final de la misma se dedica exclusivamente a la literatura, especialmente la poesía y el teatro. Forma junto a Gabriel Celaya, Blas de Otero y José Hierro la denominada generación de la postguerra. Obtiene en dos ocasiones el Premio Nacional de Literatura, y en 1996 el Premio Cervantes. Ingresa en la Real Academia Española en 1982. 






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