martes, 18 de febrero de 2025

[ARCHIVO DEL BLOG] Un mundo mucho mejor. Publicado el 10/02/2018













Tenemos motivos de sobra para ser optimistas, comenta en El País, el escritor y periodista Guillermo Altares: Una corriente de pensamiento en alza promueve la fe en el constante avance humano. Y un reciente libro de Steven Pinker ofrece sorprendentes indicadores para medir el progreso de la humanidad.
El terremoto de Lisboa, que destruyó la capital portuguesa en la mañana de Todos los Santos de 1755, abrió un debate filosófico que no se ha cerrado todavía y en el que acaban de entrar el fundador de Microsoft, Bill Gates, y uno de los ensayistas estadounidenses más influyentes, Steven Pinker, comienza diciendo Altares. Aquel cataclismo enfrentó a los pensadores ilustrados del siglo XVIII, defensores de la fe en el progreso, con el tremendo problema de intentar explicar el mal, la irracionalidad y la existencia de un desastre de tan enormes consecuencias. ¿Realmente era posible decir que el mundo iba mejor a la vista de semejante catástrofe? La sacudida lisboeta no impidió que aquellos ilustrados reafirmaran su confianza en que la humanidad indefectiblemente avanza.
Casi tres siglos después, el espíritu de una nueva Ilustración, que tampoco está dispuesta a cuestionar el progreso, vuelve a desempeñar un papel importante. Surgen dilemas similares: ¿debemos dejarnos influir por la realidad inmediata o debemos observar movimientos de fondo más profundos y positivos? ¿Puede un desastre o el temor a un desastre —por ejemplo, los efectos del cambio climático— hacernos desistir de nuestra confianza en el futuro? Pinker, el apóstol de esta corriente de pensamiento positivo, respondería rotundamente que no. Su ensayo, Enlightenment Now. The Case for Reason, Science, Humanism and Progress (La Ilustración ahora. En defensa de la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso), sale a la venta en febrero en EE UU. La editorial ha tenido que adelantar la fecha después de que ­Bill Gates escribiese la semana pasada que era “el mejor libro” que había leído en su vida, lo que desató las ventas anticipadas.
En el capítulo difundido por la editorial Viking a través del blog del fundador de Microsoft y filántropo, Pinker se defiende de lo que llama “progresofobia”. En su libro anterior, Los ángeles que llevamos dentro (Paidós), defendía la idea de que vivimos en el momento menos violento de la historia de la humanidad, postura por la que recibió rotundos elogios, pero también algunas críticas que le acusaban de un exceso de optimismo.
Aquel libro se publicó durante la crisis económica, cuando había bajado de golpe el nivel de vida de mucha gente. Pinker decía que era una cuestión de perspectiva y que lo importante era buscar tendencias de largo aliento. Incluso así, opinaban algunos, sucesos como la II Guerra Mundial o el bajón de la esperanza de vida que se produjo en Europa durante las guerras de religión de los siglos XVI y XVII demostraban que la posibilidad de que la humanidad diese pasos atrás era real.
En su nuevo ensayo, Pinker entra al trapo y profundiza en la misma idea, esta vez tratando de definir lo que significa avanzar y construir un mundo mejor. “¿Qué es progreso?”, se pregunta este catedrático de Psicología de Harvard, nacido en Montreal hace 63 años. “Pueden ustedes pensar que es una cuestión tan subjetiva y culturalmente relativa que resulta imposible responderla. Por el contrario, pocas preguntas tienen una respuesta tan sencilla. La mayoría de la gente estará de acuerdo en que la vida es mejor que la muerte; la salud es mejor que la enfermedad; la alimentación, mejor que el hambre; la paz, mejor que la guerra; la seguridad, mejor que el peligro; la libertad, mejor que la tiranía; la igualdad de derechos, mejor que la discriminación; el conocimiento, mejor que la ignorancia; la inteligencia, mejor que la contemplación aburrida del mundo; la felicidad, mejor que la miseria; la posibilidad de disfrutar de la familia, los amigos, la cultura, la naturaleza, mejor que un trabajo penoso y monótono. Y todo eso se puede medir y se ha incrementado a lo largo de los años. Eso es progreso”.
Como no podía ser de otra forma, en el segundo párrafo del nuevo libro, Pinker hace referencia a Voltaire y asegura que le acusaron de ser un nuevo Pangloss, el protagonista de Cándido, la novela que el gran filósofo francés de la Ilustración escribió después del terremoto de Lisboa. Seguidor de Leibniz, Pangloss siempre dice que “vivimos en el mejor de los mundos posibles”, lo que podría resultar solo aparentemente contradictorio ante el paisaje de la capital portuguesa en ruinas. “Voltaire no satirizó la Ilustración, sino todo lo contrario, criticaba la racionalización religiosa del sufrimiento, que defendía que Dios no tenía más opciones que permitir epidemias y masacres porque el mundo sin ellas era imposible”, escribe Pinker.
Curiosamente, el cataclismo que sufrió Portugal sí que provocó un cambio profundo, que podríamos considerar muy ilustrado. Como explica Nicholas Shrady en The Last Day. ­Wrath, Ruin and Reason in the Great Lisbon Earthquake of 1755 (El último día. Cólera, ruina y razón en el gran terremoto de Lisboa de 1755), como ocurre ahora con los desastres naturales, muchos países ofrecieron ayuda, un fenómeno inédito hasta entonces en Europa: hasta ese momento, la idea era que si un Estado sufría un desastre de tremendas proporciones, como el incendio de Londres de 1666, mejor para sus rivales.
Pinker ya explicó en su primer libro la importancia que tenía la forma de enfrentarse a los desastres para medir el progreso humano. Su teoría es que uno de los grandes avances de la civilización se produjo cuando por primera vez un juez dictaminó que “las cosas ocurren” y, en vez de culpar a una bruja por una mala cosecha, simplemente sentenció que se trataba de mala suerte, una explicación más sensata que el intento de buscar intervenciones divinas o diabólicas. Los ilustrados llegaron a conclusiones similares tras el terremoto de Lisboa: en su novela, Voltaire satiriza, además de a Pangloss y a Cándido, el auto de fe que se organiza para calmar a una divinidad furiosa, para la que apresan a dos pobres marineros que habían apartado el beicon al comerse un pollo.
En la obra de teatro Voltaire contra Rousseau, un texto de Jean-François Prévand dirigido por José María Flotats que puede verse estos días en el teatro María Guerrero de Madrid, se explica muy bien la absoluta confianza de Voltaire en el avance de la humanidad frente a la teoría del “buen salvaje” de Rousseau. No confiaba el autor de Cándido en la naturaleza, sino en la sociedad y en unos avances determinados, relacionados con la técnica pero también con las leyes, la defensa de los individuos o la capacidad para criticar las creencias establecidas. Dos siglos y medio después, el debate se retoma en los tiempos de la guerra de Siria y de los cataclismos provocados en todo el planeta por el calentamiento global.
Bill Gates mantiene que la gran originalidad del libro de Pinker es que mide nuestros avances en 15 aspectos, algunos de los cuales pueden parecer pequeños a primera vista aunque no lo sean. Proporciona cinco ejemplos en su blog: “1. Tienes 37 veces menos posibilidades de que te alcance un rayo que el siglo pasado, no porque haya menos tormentas, sino por nuestra capacidad de predecir el tiempo y la educación. 2. El tiempo que empleamos en lavar la ropa ha pasado de 11,5 horas a la semana en 1920 a 1,5 en 2014. Puede parecer trivial, pero representa un enorme progreso por el tiempo libre que proporciona a mucha gente, en su mayoría mujeres. 3. Tienes menos posibilidades de morir en tu puesto de trabajo: 5.000 personas fallecen en accidentes laborales actualmente en EE UU, mientras que en 1929 morían 20.000. 4. El coeficiente intelectual global sube tres puntos cada década. La mente de los niños mejora gracias a un entorno más saludable y a la mejor educación. 5. La guerra es ilegal. Puede sonar obvio, pero antes de la creación de Naciones Unidas, ninguna institución tenía la posibilidad de frenar a otro país de ir a la guerra”. Este último punto puede parecer el más discutible, visto el panorama global, pero en su libro Calle Este-Oeste (Anagrama), sobre el nacimiento del derecho internacional, Philippe Sands realiza una afirmación similar: antes de la II Guerra Mundial, un gobernante podía hacer con sus ciudadanos lo que quisiese sin que nadie pudiese protestar. Ahora, como queda claro con los rohinyás de Myanmar, por lo menos estalla un escándalo.
La única amenaza real que Gates ve en el horizonte sería el descontrol de la inteligencia artificial, pero asegura que se abrirá un debate muy importante en el futuro inmediato sobre esto. “El mundo es cada día mejor, aunque a veces no tengamos la sensación de que así sea”, escribe. Pinker, por su parte, da su propia respuesta a la teoría del “mejor de los mundos posibles” de Pangloss: “Alguien que piensa eso es ahora un pesimista. Un optimista cree que el mundo puede ser mucho, mucho mejor”. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
















Del poema de cada día. Hoy, Carta abierta por un mundo mejor, de Libertad Guerra

 







CARTA ABIERTA POR UN MUNDO MEJOR


No sé qué dirás tú —o qué pensarás, mejor dicho, lo que decimos suele diferir bastante de lo que creemos o pensamos—, pero este mundo nuestro no me convence para nada. Este mundo nuestro no me gusta. No me atrae. Vivimos en un perpetuo domingo por la tarde, un domingo invernal y lluvioso, frío y solitario, un domingo tristón y nublado. No sé qué dirás o pensarás tú, precisamente tú, alguien alegre y maravilloso y fenomenal como tú, pero este mundo nuestro, sin embargo, sigue siendo el mejor de los mundos, el mejor sin duda, porque no hay otro, porque nunca viviremos otro, ya que el mundo que vivimos cuando éramos jóvenes ya no existe, y porque el mundo del futuro tampoco nos pertenece ahora, ojalá sea nuestro pero ahora sólo es un sueño. Y no quiero soñar, no quiero imaginar un mundo mejor en un futuro cercano o futuro. No. ¡Quiero vivir, hoy, en un mundo mejor! ¡Quiero vivir, ya, en un mundo mejor! Y no sé qué dirás o pensarás al leer estas palabras, si es que las lees, pero yo no albergo ninguna duda: para vivir hoy, ya, en un mundo mejor, TE NECESITO, sólo tú y nadie más que tú puedes hacer que este mundo nuestro, el tuyo y el mío, sea mejor. Tu sonrisa me ilumina, tu mirada me transforma, tus palabras me alientan, tú me conviertes en una persona feliz.

Sin ti soy menos que nada, un cero a la izquierda, un cubata de ron y otro cubata y otro más, con cocacola cero, sin hielos, con la lata de mierda fría pero sin hielos, un domingo de invierno.

Y mañana, qué horror, encima será lunes.

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Postdata:

«Ámame como soy

Tómame sin temor

Tócame con amor


Que voy a perder la calma


Bésame sin rencor


Trátame con dulzor


Mírame, por favor


Que quiero llegar a tu alma»


Pablo Milanés, en “Ámame como soy”, la última canción de su último concierto en Cuba, cinco meses antes de morir.


Libertad Guerra es un

personaje creado por el escritor español

Leandro Pérez (1972)












De las viñetas de humor de hoy martes, 18 de febrero de 2025

 






























lunes, 17 de febrero de 2025

De las entradas del blog de hoy lunes, 17 de febrero de 2025





 


Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes, 17 de febrero de 2025. La vida se compone de treguas, se dice en la primera de las entradas de hoy del blog, y es que todo pasa, como el agua bajo los arcos, y no hay tragedia lo bastante fuerte para destruir una comunidad hasta sus raíces; la vida, impertérrita y terca, se abre paso siempre, y en la memoria de los pueblos permanece lo bueno y se olvida lo amargo. La segunda entrada del día es un archivo del blog fechado en marzo de 2017 en el que se hablaba de que en las guerras, como en las elecciones, no hay buenos ni malos, sino vencedores y vencidos, y la respuesta a la pregunta del porqué en las democracias ganan los malos solo tiene una respuesta; y es porque les votamos. La tercera, con el poema del día, comienza con estos versos: "Tal vez no sé explicarlo,/y aun así podría volar/o hacer de ti el verano,/un septiembre de reírnos bajo el agua,/una música con ojos de mirarte". La cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt















De la terquedad de la vida

 







El leitmotiv consolador —que no moraleja— de ‘Un puente sobre el Drina’, de Ivo Andric, el libro que el escritor Sergio del Molino comenta en la revista Ethic [La vida se compone de treguas, 07/02/2025] es que todo pasa, como el agua bajo los arcos. No hay tragedia lo bastante fuerte para destruir una comunidad hasta sus raíces. La vida, impertérrita y terca, se abre paso siempre, y en la memoria de los pueblos permanece lo bueno y se olvida lo amargo.

No sólo Franco murió en 1975, comienza diciendo Del Molino, también enterraron a gente buena ese año. Entre ellos, un premio Nobel de Literatura llamado Ivo Andric. En verdad, no sé si Andric fue bueno o no, aunque en comparación con Franco cualquiera sale favorecido, pero sí fue un escritor enorme que comprendió como pocos el busilis de la vida. Quizá porque le dio tiempo a vivir un par de apocalipsis, aunque se libró del tercero, la guerra que devastó su Yugoslavia pocos años después de su muerte en Belgrado. Mucho antes, en su primera juventud, estuvo preso por conspirar contra el Imperio austrohúngaro (la policía sospechó que estaba en el complot que asesinó al archiduque en Sarajevo en 1914), y luego, ya como diplomático de carrera, le tocó ver el nazismo en Berlín, donde era embajador, y la ocupación de su país por los alemanes. Pasó el final de la guerra en un piso de Belgrado, en una especie de tranquilísimo exilio interior, y allí escribió su gran novela, Un puente sobre el Drina, lectura ideal para ciudadanos de este siglo nuestro, tan resbaladizo y mutante. Se publicó en 1945, hace ochenta años.

El libro cuenta la historia de un puente de once ojos, un puente real que cruza el Drina a la altura de Visegrad, casi en la frontera entre Bosnia-Herzegovina y Serbia. Lo construyeron los turcos en el siglo XVI, cuando aquello era el Imperio otomano, y desde entonces es un punto crucial en el camino entre Sarajevo y Belgrado. A modo de cuentos encadenados, la historia del pueblo de Visegrad se convierte en la historia de los Balcanes y de un mundo en cambio constante, que sin embargo se mantiene inmutable gracias al puente y a la vida que se comparte en él. Para los visegradenses, el puente no es sólo una forma de salvar el río, sino el alma de su vida, el ágora, el escenario donde transcurre su existencia. Andric nos cuenta que empiezan de niños jugando en los pilares y la ribera, cazando lagartijas y palomas, y se hacen adultos en el centro del puente, en la llamada kapija, una especie de plaza con gradas donde se bebe, se come, se baila, se corteja y, en épocas negras, se ejecuta y se empala a los disidentes. El puente es testigo también de su final, pues por él cruzan los cortejos fúnebres.

El puente sirve a Andric para demostrarnos que no importa quién gobierna, quién es perseguido y quién persigue, qué lengua o religión son oficiales o si corren tiempos de riqueza o de pobreza. La vida trasciende los accidentes de la historia y se muestra idéntica en sufrimientos y alegrías. Lo único que necesita una comunidad para perpetuarse y no sucumbir a las tragedias periódicas es un puente sólido, una obra colectiva inmune a los cambios que permita a los vecinos reconocerse y reagruparse.

Los visegradenses son simpáticos y un punto estoicos. Los bandidos no les asaltan cuando los avistan por los caminos porque saben que nunca tienen un céntimo: se gastan el dinero en placeres tan pronto como lo ganan. Siglo tras siglo, preservan esa forma de sabiduría práctica que consiste en no darle demasiadas vueltas a las cosas ni tomarse nada a la tremenda. Por eso, las peleas del mundo sólo les afectan cuando llegan los ejércitos invasores. Puede que los serbios y los turcos (cristianos y musulmanes) se llevasen muy mal ahí afuera, pero en el Visegrad de principios del XIX, cuando alguien quería decir que dos tipos eran muy amigos, decía que se entendían tan bien como el mulá y el cura. La discordia siempre venía de fuera.

Andric no vivió para ver cómo la guerra de Yugoslavia le añadía unos cuantos capítulos a su novela, y que la ocupación del puente de Visegrad y las matanzas perpetradas sobre él o bajo sus pilares se repitieron con crueldad redoblada. Ahí sigue el puente, con sus once ojos, sobreviviente a su pesar, atracción turística de una Bosnia abrazada a una bendita amnesia que sólo se rompe cuando se abre una nueva fosa común desbordada de esqueletos. Hoy Visegrad es homogéneamente serbio. Primero desaparecieron los judíos (sefarditas que hablaban español, por cierto), deportados a Auschwitz, y medio siglo después, los musulmanes.

El leitmotiv consolador —que no moraleja— de Un puente sobre el Drina es que todo pasa, como el agua bajo los arcos. No hay tragedia lo bastante fuerte para destruir una comunidad hasta sus raíces. La vida, impertérrita y terca, se abre paso siempre, y en la memoria de los pueblos permanece lo bueno y se olvida lo amargo. Dice Andric que los visegradenses recuerdan los besos y las travesuras y los días de fiesta que vivieron en la kapija, pero no los cuerpos empalados, los controles militares ni las cabezas clavadas en postes a modo de advertencia para rebeldes. Miente un poco, Andric, porque algunos sí recuerdan. Él mismo, historiador metido a novelista, por ejemplo, se encarga de recordarlos con detalle. Pero entendemos lo que quiere decir, y si echamos un vistazo a nuestras vidas, podemos darle buena parte de razón.

Más bonito es otro hábito de los visegradenses: «En la sangre llevan la certidumbre de que la buena vida se compone de treguas y de que sería alocado y absurdo enturbiar esas escasas treguas buscando una vida más firme y estable que no existe».

A los visegradenses de Andric les sonaría muy raro eso que se puso de moda cuando la peste de 2020 de que los europeos habíamos descubierto la fragilidad. La fragilidad se descubre al nacer, y nadie que no sea tonto de solemnidad deja de sentirla nunca. Junto a los personajes de Andric, parecemos idiotas que no saben de la misa la mitad: ni disfrutamos de las treguas (ciertamente las enturbiamos buscando una vida más firme y más estable que no existe) ni comprendemos que la normalidad consiste en que los soldados monten guardia en la kapija y empalen a los desgraciados que intentan cruzarla (o les pongan aranceles o verjas con sirgas tridimensionales). Por eso hay que bailar y disfrutar mucho de los ratos en que la kapija está libre para nuestro placer, y los vendedores de sandías pregonan a gritos su mercancía, y los borrachos dicen obscenidades, y los niños pintan rayuelas sobre la piedra pulida. El puente siempre va a estar ahí, pero nosotros no lo vamos a disfrutar siempre.


















[ARCHIVO DEL BLOG] Los malos solo ganan cuando les votamos. Publicado el 04/03/2017












En la guerra, como en las elecciones, no hay buenos ni malos, sino vencedores y vencidos. En democracias la pregunta es por qué ganan los antipáticos y solo hay una respuesta posible: porque les votamos. Lo afirmaba el filósofo José Luis Pardo en un reciente artículo en El País titulado Cuando ganan los malos. Y lamentablemente tengo que darle la razón: si ganan es porque les votamos.
Los temores despertados por la llegada a la presidencia estadounidense de Donald Trump, dice José Luis Pardo al comienzo de su artículo, después del sorprendente triunfo del Brexit en el referéndum de Reino Unido y la inquietud que provoca el exitoso resurgimiento de formaciones políticas neofascistas y neocomunistas en toda Europa me han hecho recordar las observaciones de Umberto Eco acerca de esos momentos anómalos de la cultura popular, en los cuales, en lugar de identificarse con el héroe restaurador de la justicia y protector de los indefensos, el público se identifica con los grandes criminales de ficción, como ocurrió con la aparición de las aventuras de Fantomas, el personaje creado por Marcel Allain y Pierre Souvestre. Es como si ahora, como quien se siente confundido por un relato de ficción cuyo desenlace no es el previsto, nos estuviéramos todos preguntando: ¿Por qué ganan (en las urnas) los malos?
Pero no está claro que tengamos derecho a hacer esa pregunta, añade a continuación. A diferencia de lo que ocurre en la ficción, en la historia, como en la guerra y en las elecciones, no hay buenos ni malos, sino únicamente vencedores y vencidos. Para que los hubiera tendríamos que situar una instancia moral o religiosa por encima de la soberanía popular, y eso ya lo hemos probado con resultados catastróficos. Como mucho, podemos hablar de buenos y malos en un sentido político inmanente a los regímenes democráticos de derecho: los buenos serían entonces los que respetan las reglas del juego, y los malos, los que quieren superar la democracia. Así pues, y únicamente en este sentido, los Fantomas de nuestra historia reciente han sido los Estados totalitarios fascistas y comunistas. Pero esto no quiere decir que en los regímenes democráticos reine la bondad moral o que en los no democráticos todo sea maldad y perversión. Por el contrario, las dictaduras totalitarias están llenas, como las guerras, de ejemplos de santidad, heroísmo, buenas intenciones y conductas ejemplares, mientras que las democracias son compatibles con un alto grado de mediocridad moral, malas intenciones, vicio, corrupción e indiferencia. Y las elecciones no son un seguro a todo riesgo contra esos males.
Pero como sucede que en esa historia reciente, sigue diciendo, aquellos grandes malos fueron derrotados por las democracias liberales occidentales, hemos podido tener la sensación de que la historia había terminado y de que la habían ganado los buenos, que mira por dónde éramos nosotros, y de que el nuestro era el reino definitivo del bien moral tras la caída del muro de Berlín, que a partir de ese momento se extendería a todo el planeta —el bien es difusivo, decía el Doctor Angélico— gracias a la desaparición de las fronteras nacionales para la circulación del dinero y de las personas. Los atentados del 11-S fueron un aviso de que Fantomas no había muerto con la derrota de Hitler y la desaparición de la Unión Soviética (y de que se aprovechaba de la difuminación de las fronteras políticas y económicas para sus planes), y las invocaciones teológicas con las que se gestionó esta amenaza (el eje del bien contra el eje del mal) indicaron también el grado de confusión imperante entre la moral y la política.
Hoy, añade, la crisis económica ha alimentado en Europa y en EE UU el crecimiento electoral de opciones políticas antipáticas con respecto a la democracia de derecho (cuyos límites, sin embargo, respetan, aunque no sea de muy buena gana). Y aunque el parentesco de estos líderes malencarados con los malos fantomásicos del siglo pasado parece ser sobre todo estético (del tipo del que Marilyn Manson tiene con Charles Manson), es un síntoma de que el mal antidemocrático no está definitivamente vencido ni únicamente fuera del sistema. El remedio democrático contra este mal es bien conocido: las democracias se distinguen de otros regímenes políticos precisamente porque están acostumbradas a que el enemigo está siempre dentro, como adversario en el Parlamento, y debe ser derrotado en las urnas por el consenso mayoritario de los representantes del pueblo.
Pero esta medicina, dice Pardo, es precisamente la que parece estar dejando de funcionar, como esos antibióticos que pierden eficacia porque las bacterias y microorganismos se vuelven resistentes a ellos. Aplicada a algunos países iberoamericanos, y a otros de los llamados islámicos que tomaron el relevo del enemigo soviético después de 1989, el fármaco da como resultado que, allí donde desaparecen los regímenes autoritarios vigentes desde la descolonización, tienden a ganar las elecciones los islamistas radicales y los caudillos populistas. Y ahora empieza también a fallar en el centro del sistema, en donde las urnas se inclinan una y otra vez a favor de los antipáticos, con el consiguiente desconcierto de los partidos socialdemócratas y conservadores que erigieron el Estado de bienestar, que no se explican por qué han perdido el favor de un pueblo que vota a los malos menos por simpatía hacia sus inspiradas consignas que por no perder la oportunidad, hasta ahora casi inédita, de votar contra los buenos. Porque en las democracias la pregunta ¿por qué ganan los malos? solo tiene una respuesta posible: porque les votamos, de la misma manera que Fantomas escapaba siempre de las garras del detective Juve porque el público esperaba verle de nuevo en la siguiente aventura.
Pero el triunfo de estos neo-malos, continúa diciendo, no son solo sus resultados electorales: sus victorias de hoy en las urnas les ponen en crisis tanto como sus derrotas de ayer les confirmaban en su superioridad moral. Su triunfo consiste, sobre todo, en que a los buenos no se les ha ocurrido mejor solución para salvarse de la quema en los comicios que volverse, aunque sea de mentirijillas, un poco malos para atraerse a los votantes descontentos, con lo cual, en lugar de ganar adeptos, ahuyentan a los pocos que les quedan, desorientados por su calculada pero escandalosa ambigüedad: en los países deudores de la UE, los socialdemócratas se vuelven un poquito neocomunistas, y en los acreedores los conservadores se vuelven un poquito neofascistas, pero ambos se guardan muy mucho de tomar alguna postura comprometida en asuntos de circulación de personas o de capitales, mientras que la posición de los malos en estos puntos es clarísima: que el dinero se quede dentro y los extranjeros fuera (o viceversa), aunque nadie sepa cómo van a convencer a los ricos y a los pobres para que se estén quietos.
Y de esta estrategia, concluye diciendo Pardo, ya no se puede culpar al pueblo casquivano: ¿cómo evitar que los comicios se conviertan en tómbolas plebiscitarias si los malos acuden a las urnas disfrazados de buenos y los buenos disfrazados de malos? Lady Beltham, la amante de Fantomas, obligada a elegir entre la pasión que sentía por el hombre y el horror que le provocaba el criminal, encontró la solución: se suicidó en 1910. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
















El poema de cada día. Hoy, Carta, de Antonio Lucas

 





CARTA



Tal vez no sé explicarlo,

y aun así podría volar

o hacer de ti el verano,

un septiembre de reírnos bajo el agua,

una música con ojos de mirarte.


Tal vez no sepas, pero sabes

que vivir es incesante

y sucede tan sin tregua

que todo lo que empuja te detiene.

Por eso andar sin rumbo da alegría.


Tal vez no sepas, pero sabes

que amar siempre es quedarse,

y un cierto vandalismo de promesas,

volver a conquistar palabras de hace tiempo

y que alguien nos absuelva,

y no temer deriva,

y ser, como la nieve, más ciencia que costumbre.


Tal vez no sepas, pero sabes

que el miedo esconde un coro

y es esta misma luz

que nace de nosotros

el fiero camuflaje de la vida.


Tal vez no sepas, pero sabes

que el hombre no nació para morir

—así empezó la historia—,

pero es rehén de escarnios,

de leyes y tormentas,

del golpe de sed que reúne,

del hacerse entender que acumula.

Su activismo es la infancia

y al crecer va cayendo.

Su defensa es flotar, que es destierro del agua.

Su tristeza es saber que vivir no es sagrado.

Y confunde la nada

con jugar a los dioses.

Y la soledad confunde con no dormir solo.



Antonio Lucas (1975)

poeta español




















De las viñetas de humor de hoy lunes, 17 de febrero de 2025