Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. El voto a la contra, apostando por el mal menor, se extiende en tiempos en los que la ultraderecha acecha, dice en la primera de las entradas de hoy la politóloga Máriam Martínez-Bascuñán; en caso de duda a mi no me parece una mala opción. Ya la preconizaba en su día el sociólogo Karl Popper. La segunda, un archivo del blog de julio de 2014, nos recuerda las opiniones de la filósofa Martha Nussbaum sobre algunas falacias de la economía y el derecho. El poema de hoy, de la poetisa belga Agnès Henrard, lleva el título de Velar bajo los ríos. Y para terminar, como cada día, las viñetas de humor. Espero que todas ellas les resulten interesantes. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico, al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
‘Malmenorismo’: el drama de votar una y otra vez con la nariz tapada
MÁRIAM MARTÍNEZ-BASCUÑÁN
07 JUL 2024 - El País -harendt.blogspot.com
Cuando aún parecía posible controlar la explosión de fuerzas que abrió el camino a los Donald Trump del mundo, se produjo un intenso debate sobre la munición y armamento que debía desplegar el candidato contrincante. El Partido Demócrata, finalmente, decidió que la mejor manera de batir a Trump, el autodenominado representante del pueblo contra el corrupto sistema, era que Hillary Clinton, la mujer “más preparada” de la historia y la encarnación del establishment en la Tierra Prometida, humillase a aquel cantamañanas. Hoy sabemos que llamar “indeseables” a los potenciales votantes de Trump, como hizo Clinton, no fue la forma más eficaz de convencerlos para que cambiaran de idea. Se cuestionó entonces la idoneidad de su perfil para una elección tan existencial, pero confesemos que a todos nos parecía obvio que, en uno de los momentos más delicados de la historia, lo razonable era votar por ella.
Y apareció entonces la divina Susan Sarandon negándose a optar por el menor de los males. La actriz lo expresó con elocuencia. ¿No le alegraría que una mujer llegara a la presidencia? Pues no, dijo la Sarandon. Ella no votaba “con la vagina”. La protagonista de Thelma & Louise y Atlantic City, reconocida voz progresista, encarnaba la visión maniquea con la que todos solemos ver el mundo. En la vida aprendemos que elegimos siempre entre un bien y un mal que podemos discernir e identificar con nitidez, apostando claramente por uno de ellos sin pasar por la senda de la contradicción o la lógica dilemática. Mi visión del mundo busca el bien, ergo… Pero al síndrome Sarandon se le oponía la salida malmenorista, la que consiste en ir sorteando siempre el mal, sí, pero el mal mayor. Frente a la llamada a la justicia aunque el mundo perezca, la política consiste en saber colocarse allí donde nos obligamos a ser conscientes de que cada opción nos enfrenta a una pérdida, y que hemos de medir esa pérdida por su consecuencia. Pero, ¡ay!, ¿qué quiere decir esto?
Volvamos a Sarandon, y que me perdone. Que decidiese basándose en un principio ignorando la consecuencia de su decisión implicaba exactamente esto: no votaría por alguien como Clinton, representante del apestoso y mainstream feminismo liberal del techo de cristal, y le daba igual la consecuencia: ver en el poder a quien declaraba sin tapujos que “si eres famoso puedes hacer con ellas lo que quieras”. Por cierto, que Trump nombraría más tarde juez de la Corte Suprema a Brett Kavanaugh, sospechoso de abusos sexuales, voto decisivo para la posterior eliminación del derecho constitucional al aborto en EE UU. Aunque habrá para quien lo importante sea que hubiera gente fiel a sus principios porque, en el fondo, esta postura tiene algo de virtud: la impecabilidad permite sobrevolar las tensiones dolorosas que implicaría una escisión ética. Mejor guardarse de la vida.
Reconozcamos también que, una década después, el argumento del mal menor es incapaz de absorber el ritmo de los acontecimientos. Tras el famoso debate Trump versus Biden, la elección presidencial en EE UU sitúa a los votantes ante un dilema endiabladamente imposible, a pesar de que de nuevo nos sintamos capaces de identificar el mal menor. Pero con todo, lo más descorazonador para la democracia, ha dicho Fernando Vallespín en este periódico, “es la pauta que una y otra vez sale a la luz en todas y cada una de las elecciones donde se amenaza con la victoria de algún contendiente populista”. La política del mal menor o su abuso: el desgaste provocado por su uso deslegitimador.
Es cierto que Macron ganó a Le Pen en 2017 haciendo campaña con la bandera europea en plena ola nacionalpopulista, prometiendo alejar a la ultraderecha del poder y corregir sus modos jupiterinos. Menos convincente, sin embargo, resultó después aquel Matteo Renzi candidato del Partido Democrático a las generales de 2018, cuando su airado “¡No a un Gobierno con extremistas!” se tradujo en la victoria del Movimiento 5 Estrellas. La condena moral a los populistas los convirtió en la opción más atractiva en un momento en el que romper con el statu quo otorgaba un notable sex appeal, como pasó con Sánchez como joven challenger contra el aparato de un PSOE entregado a Susana Díaz. El grito de Renzi ilustraba lo que John Gray describió como liberalismo paranoico, ese que al ver en cada paso “desastres y males diabólicos” elude formular cualquier autocrítica. Y pronto se confirmó que presentarse a unas elecciones afirmando representar a las fuerzas del bien ya no funcionaba, o parecía tener menos efecto. Que se lo digan al Partido Socialista de la Comunidad de Madrid en las últimas elecciones que Ayuso ganó por goleada. O en todas las celebradas desde 2003.
Cuando, por ejemplo, Macron ha hablado del “arco republicano” o del “frente republicano” como fortaleza para combatir a los bárbaros, a menudo lo ha hecho interesadamente, para descalificar a los extremos que están contra el partido en el Gobierno. El centro c’est moi. Pero describir siempre como una elección existencial cualquier contienda electoral supone crear una nueva división antipolítica, pues si siempre se vota con la nariz tapada, ¿qué más da el programa con el que se presente el candidato que encarna mi lado bueno de la historia? La salida malmenorista termina por encuadrar el debate en una posición que, de entrada, descalifica al adversario, y que evita así bajar al fango político y arremangarse para tratar de reconectar al país con un proyecto, unas ideas, no sé: un horizonte.
¿Recuerdan la última elección en la que no votamos contra nadie? ¿En la que no pretendieron movilizarnos para salvar la democracia? ¿Una elección “a lo Obama”, donde el candidato fue capaz de disolver las motivaciones negativas y movilizar desde la ilusión o la esperanza? Al menos, el #YesWeCan contenía la promesa de la democracia. Ni siquiera el laborista Starmer, con su aplastante victoria, ilusiona a nadie dentro de su electorado. De hecho, en su lugar se habla del voto protesta, un análisis que es también una forma de infantilizar al elector y despolitizar su gesto, como explica el sociólogo Jérémie Moualek. Porque, si la histórica movilización en la primera vuelta de las legislativas francesas ha dado un apoyo del 33,5% de los votos a Le Pen, ¿lo interpretamos de nuevo sólo desde la clave de la protesta? Además de descalificador, es simplista, pues crea una jerarquía maniquea de comportamientos electorales: quienes se adhieren frente a quienes protestan. Y, sin embargo, lo que mostraron los resultados de la primera vuelta fue un récord de triangulares donde la elevada participación benefició en realidad a los tres bandos en liza. La retirada de uno de ellos en la segunda vuelta creará la barrera contra el partido de Le Pen, pero en realidad no tenemos ni idea de cómo reaccionará el votante después de activar la lógica del bloqueo republicano. ¿Y si aumenta inexorablemente la abstención, como dicen los politólogos Céline Braconnier y Jean-Yves Dormagen? ¿Y cómo conjugar la lógica del bloqueo con el irrenunciable derecho a la representación de quienes votan a partidos extremistas? En menudo lío nos mete el malmenorismo.
El frente republicano podría ser un síndrome compartido cada vez por más democracias que parecen haber sobrevivido demasiado tiempo gracias a la salida malmenorista. Incapaces de rehabilitar sus proyectos y sus partidos, desde la política parecen pedirnos siempre el esfuerzo de ir a las urnas con la nariz tapada: otra manera de eludir sus responsabilidades. Hay, claro, partidos que directamente han desistido de ello y se muestran dispuestos a copiar sin tapujos o colaborar con la extrema derecha. Y he aquí, de nuevo, la gran duda. Por algo afirma el filósofo Jan-Werner Müller que la estrategia antipopulista es una de las cuestiones más difíciles de nuestro tiempo. Si los aislamos, los convertimos en víctimas de las élites políticas. Y tampoco es posible negar el derecho de representación a quienes votan por ellos. Pero al mismo tiempo, añade Müller, resulta peligroso entregarles el papel de verdaderos representantes de los olvidados, los indeseables, o de cualquier otra gastada pareja de opuestos retóricos con las que tanto nos gusta seguir funcionando. La escritora Lea Ypi considera un triunfo de la derecha política haber “logrado dominar el debate público persuadiendo a la ciudadanía de que los conflictos actuales se pueden reducir a una división entre una suerte de liberalismo cosmopolita y el comunitarismo”. Esto implica la ilusión de que todos nuestros conflictos pasan por la idea de pertenencia política: resolviendo a dónde pertenecemos, solucionamos todos nuestros problemas.
Pero por otro lado, ¿es posible aceptar hablar con los populistas negándose a hablar como ellos? Tal vez en la respuesta a esta pregunta encontremos el único camino no ensayado frente al efecto perverso del malmenorismo. Por supuesto que hay que hablar con todos ellos, incansablemente, lo que no significa que debamos seguir haciéndolo con sus formas y su lenguaje. Reconstruyamos ese espacio político que hemos abandonado, la democracia como diálogo y persuasión, en lugar de como combate. Reivindiquemos, en fin, el noble aburrimiento de las democracias frente a la épica de la guerra cultural. Porque después de los Trump del mundo llegan los Le Pen, y después quién sabe. Hablemos y propongamos y tal vez así consigamos convencer de nuevo a alguien de que el bien tal vez esté de nuestro lado: eso sí que sería apostar por el mal menor. Máriam Martínez-Bascuñán es politóloga.