JULIÁN CASANOVA
02 SEPT 2022 - El País
Entre 1989 y 1991, el mundo contempló un acontecimiento extraordinario: la disolución pacífica de un gran poder multinacional y de su imperio. El final del comunismo en esos países hasta entonces satélites aceleró el proceso de desintegración de la Unión Soviética y estimuló movimientos patrióticos nacionales en los países bálticos y en Ucrania. Como han señalado diferentes autores, el poder comunista en ese amplio territorio desde la Unión Soviética a Hungría no fue destruido, “abdicó”.
El derrumbe del socialismo de Estado, de dictaduras de un solo partido, en Europa Central y del Este fue una transformación revolucionaria, pero sin mucha violencia ni muchos muertos que contar. En menos de 12 meses, se puso fin a tiranías de larga duración. Y, salvo en Rumania, de forma pacífica.
Los regímenes prosoviéticos se desmoronaron desde dentro. La pérdida gradual del compromiso ideológico entre las élites envejecidas y sin opciones de seguir legitimando su “misión de emancipación” de las clases trabajadoras aceleró el proceso de desintegración.
La violencia por parte del Estado se convirtió en ilegítima no solo a los ojos de amplias capas de población, sino también para la mayoría de los funcionarios del sistema. Fue una revolución comprometida con la no violencia y su ausencia y rechazo fue fundamental en su desarrollo y éxito.
Mijaíl Gorbachov, elegido secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética en marzo de 1985, reconoció muy pronto que, si no se usaba la fuerza, el sistema no podría mantenerse. Rompió con la doctrina Breznev de soberanía limitada, formulada 20 años antes como justificación para aplastar la Primavera de Praga y, al contrario que todos sus predecesores, rechazó recurrir a los tanques como último argumento político, estableciendo la doctrina Sinatra: “Dejen que lo hagan a su manera”. Esa nueva política exterior, la percepción soviética de que el este de Europa ya no era una necesidad estratégica, un cambio de las “reglas del juego”, permitió unos años finales de disconformidad y movilización política.
Pero el factor Gorbachov por si solo no basta para explicar por qué esas élites dominantes no desplegaron sus fuerzas de seguridad y policía en una desesperada defensa de su poder y privilegios. Lo que se vio, excepto en el caso de Rumania y solo en el círculo atrincherado alrededor de Nicolae Ceausescu, fue la pérdida de confianza y fe de la élite en seguir gobernando. Algunos intelectuales habían anticipado el inevitable derrumbe del “sovietismo”, pero pocos pensaron que eso ocurriría de forma tan rápida y sin violencia. Así, uno de los más sorprendentes desarrollos de 1989-90 fue la disposición de las élites comunistas en Hungría y Polonia primero a compartir y después a dejar el poder. El modelo de “socialismo de cuarteles”, presente en Rumania, Alemania Oriental, Bulgaria y Checoslovaquia, no tenía posibilidades de triunfar, tirado por la borda por los acontecimientos ya iniciados en los otros dos países y por la negativa de Moscú a utilizar los tanques para imponerlo.
El objetivo conseguido en 1989 no fue ya la democratización del socialismo, sino, simplemente, la democracia, el libre mercado. La tercera vía entre el capitalismo y el socialismo de estilo soviético había sido ya enterrada. “La tercera vía lleva al Tercer Mundo”, declaró Václav Klaus, el promotor de las reformas económicas radicales para establecer el libre mercado. En 1987, cuando Mijaíl Gorbachov visitó Checoslovaquia y un periodista preguntó cuál era la diferencia entre la Primavera de Praga y la perestroika que había iniciado en la Unión Soviética, Gennady Gerasimov, portavoz del ministro de Asuntos Exteriores, contestó: “Diecinueve años”.
El proyecto de Gorbachov de mediados de los años ochenta para renovar el comunismo ya no encontró eco en los países dominados por los soviéticos. El comunismo había perdido su credibilidad. Las revoluciones de 1989 fueron un auténtico acontecimiento histórico mundial, un corte y división entre la historia anterior y posterior a esa fecha. Durante ese año, lo que aparecía como un sistema casi indestructible e inmutable se desplomó con una celeridad impresionante. Y no sucedió a causa de golpes externos —aunque la presión externa también contó—, como había sucedido con la Alemania nazi, sino como consecuencia de tensiones internas insuperables. Los diferentes sistemas comunistas estaban enfermos terminales y ya no podían autorregenerarse. Tras décadas de idas y vueltas con reformas, había quedado claro que el comunismo no tenía recursos para su reajuste y la solución no estaba dentro, sino fuera e incluso contra el orden existente.
La desaparición de la Unión Soviética, consumada ante la incredulidad de una parte del mundo en diciembre de 1991, estuvo inextricablemente unida a la disolución del imperio periférico del centro y este de Europa provocada por las revoluciones de 1989. Mijaíl Gorbachov no fue el liberador de esos Estados socialistas, porque su intención inicial era reforzar el sistema y no arruinarlo. Pero fue la figura clave para que no hubiera intervención exterior de la Unión Soviética y el cambio no se ahogara en sangre.