jueves, 30 de abril de 2020

[SONRÍA, POR FAVOR] Es jueves, 30 de abril





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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miércoles, 29 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] El placer de la conversación




Dibujo de Enrique Flores para El País


La libertad de conversación se está perdiendo. Cualquier atisbo de crítica no sectaria, o que no esté concebida para denigrar a alguno de los bandos en liza, ha de hacerse en privado y en voz baja, afirma en el A vuelapluma de hoy [En defensa de la esfera pública. El País, 21/4/2020] el escritor José Luis Pardo.

"Hace ya más de 200 años -comienza diciendo Pardo- que Kant escribió sobre los límites de la libertad de pensamiento, aclarando que esta última no debe ser confundida con las solitarias certezas privadas, presuntamente inalienables, ya que pensar libremente no es otra cosa que poder comunicar libremente a los demás lo que pensamos: no sabemos siquiera si un argumento es verdaderamente sostenible hasta que lo exponemos en público a la crítica de otros. De modo que es eso lo que está en juego en lo que solemos llamar libertad de expresión.

Kant señalaba que el ministro de una iglesia, el funcionario del Estado, el soldado que está sometido a la disciplina militar o el contribuyente —y quizá podríamos añadir: el militante de un partido político— no pueden esgrimir sus críticas hacia las normas que les obligan como motivo para desobedecerlas. Pero —añadía— todos ellos pueden, en cuanto partícipes de la sociedad civil, ejercer su independencia intelectual y dar a conocer libremente su pensamiento, sin importar cuánto choque con las normas de su actividad privada, gracias a la existencia de una esfera pública, una de cuyas funciones es justamente el examen crítico de esos entramados de poder a la mera luz de la razón común.

Esta distinción tan razonable entre el uso privado y el uso público de la razón funciona solamente a condición de que exista realmente eso que acabo de llamar “esfera pública”, lo que parece innegable en las democracias consolidadas, en las que la libertad de expresión está garantizada en el ordenamiento jurídico. Pero algo le está pasando a la esfera pública de nuestra sociedad, algo que, de hecho, no de derecho, restringe la libertad de pensamiento y la independencia intelectual. Yo —espero no ser el único— lo percibo día tras día en mi actividad pública, en mi trabajo como profesor y hasta en la conversación informal con amigos y conocidos. Y la dificultad para explicar públicamente qué es ese algo forma parte de la merma de libertad a la que me refiero.

Para que la esfera pública pueda ser un espacio de crítica libre de los usos privados es preciso que disponga de un margen de autonomía con respecto a esos usos, y ese margen se reduce paulatinamente cuando, como sucede en nuestros días, los intereses privados de los citados entramados de poder —iglesias, empresas, partidos políticos o movimientos sociales— invaden dicha esfera y la someten solapadamente a sus restricciones, disminuyendo así el espacio donde se puede hablar y pensar libremente. Son ejemplos de esta restricción fáctica de la libertad de pensamiento todos aquellos casos (tan abundantes que cada cual podrá escoger los que le sean más familiares) en los cuales resulta imposible exponer una opinión crítica a propósito de esas instituciones sin ser inmediatamente estigmatizado como representante de los intereses privados de alguna otra iglesia, empresa, partido o movimiento que rivalice con la institución criticada.

Y esto significa, hablando en plata, que ya no concebimos la posibilidad de que las opiniones sean otra cosa que expresión de intereses particulares o locales, es decir, que hemos perdido de vista la mera posibilidad de pensar y hablar en función del interés público, porque al parecer pocos piensan que pueda existir tal cosa, y aún menos que pueda ser tal interés el que presida las decisiones judiciales, gubernamentales o legislativas, ya que la mayoría concibe la sociedad como una concurrencia encarnizada entre intereses privados en la que se trata únicamente de elegir el bando que más convenga y comenzar a partir de ese momento a excogitar y a bramar mediante las consignas previamente cocinadas que a tal efecto han dispuesto los respectivos fabricantes de argumentarios. Entre otros muchos ejemplos, las últimas elecciones generales del Reino Unido son un exponente de ello: el voto se concentra en los extremos populistas-nacionalistas, en donde se aglutinan los mensajes más simplones y más llamativos y las opciones más descabelladas, y quienes permanecen en el centro acaban desapareciendo del mapa, después de ser tildados de peligrosos extremistas.

Walter Benjamin escribió en cierta ocasión: “La libertad de la conversación se está perdiendo. Así como antes era obvio y natural interesarse por el interlocutor, ese interés se sustituye ahora por preguntas sobre el precio de sus zapatos o de su paraguas”. Para adaptar a nuestros días esta observación habría que decir que, ahora, ese interés se reduce a la pregunta por el bando particular al que está apuntado cada cual. De manera que, mientras que la posibilidad de denostar al contrario en la esfera pública está muy bien vista e incluso incentivada, cualquier atisbo de crítica no sectaria, o que simplemente no esté concebida en términos de denigración de alguno de los bandos en liza, ha de hacerse, si acaso, en privado, en voz baja y tras cerciorarse de que no habrá filtraciones. Con lo que hemos llegado a la asombrosa paradoja, ilustrada a la perfección por el permanente estado de negociación y desgobierno de la política española, de que la esfera pública está llena de vergonzosas disputas entre intereses particulares, que obscenamente se anteponen al interés público, mientras que cualquier argumentación en términos de interés público queda reservada al cuchicheo más privado que pueda concebirse, pues expresarla públicamente puede tener consecuencias nefastas para la reputación, el empleo o el porvenir de quien la profiera. Sin duda, la libertad de conversación se está perdiendo.

Es habitual acusar de este deterioro a las tecnologías de la comunicación asociadas a Internet y a las llamadas “redes sociales”. Y es cierto que a veces la mera existencia del órgano crea la función, y que estos dispositivos se adaptan como un guante a la exaltación de las privacidades y a la agrupación de sus usuarios en manadas o fratrías de “amigos” y “seguidores” anónimos intensamente dedicados a lanzar improperios a los enemigos mediante consignas diseñadas ad hoc por “desinteresados” community-managers. Pero no podemos culpar de la crisis de la opinión pública a Cambridge Analytica, del mismo modo que no son solo los big data los responsables de los resultados electorales, ya que los votantes y los opinantes son ciudadanos libres y mayores de edad. Y si, como seguía diciendo Kant, eligen actuar como menores tutelados y renunciar a su libertad de pensamiento, solo a ellos puede imputarse tal elección.

Lo preocupante comienza cuando además pretenden imponer esa renuncia a todos los demás, incluidos los que no participan en el carnaval de las identidades enfrentadas. Porque, entre tantos bandos y banderas que hoy inundan las calles, el más injuriado de todos es el de los que no pertenecen a ningún bando (al menos no hasta el punto de dejar de pensar por sí mismos) y defienden la necesidad de la esfera pública por el tan egoísta motivo de que no quieren perder su independencia intelectual y su libertad de pensamiento. Y eso, por lo que parece, es pedir demasiado".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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[CUENTOS PARA ADULTOS] Hoy, con "Levitación", de Joseph Payne Brennan






El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros. 

Continúo hoy la serie Cuentos para adultos con el titulado Levitación, de Joseph Payne Brennan (1918-1990), poeta y escritor estadounidense de fantasía y terror. De ascendencia irlandesa, nació en Bridgeport, Connecticut, y vivió la mayor parte de su vida en New Haven, Connecticut. Trabajó como asistente A
de adquisiciones en la Sterling Memorial Library de la Universidad de Yale durante más de 40 años. Brennan publicó varios cientos de historias cortas, dos novelas y miles de poemas. Sus historias aparecieron en antologías y han sido traducidos al alemán, francés, holandés, italiano y español. Era un bibliógrafo temprana de la obra de HP Lovecraft. Les dejo con su relato.


LEVITACIÓN
de
Joseph Payne Brennan


El Circo Ambulante Morgan llegó a Riverville para dar una función de noche, y plantó sus tiendas en el parque situado en uno de los extremos del pueblo. Era un cálido atardecer de primeros de octubre, y a eso de las siete una gran multitud se había congregado ante la barraca principal del Circo, dispuesta a divertirse.

El espectáculo viajero no era nada del otro jueves en cuanto a presentación y calidad, pero su aparición fue salu­dada con alborozo en Riverville, una aislada comunidad mon­taraz que no contaba con cinematógrafos, ni teatros, ni campos de deporte, como los que existen en las grandes ciudades.

Los habitantes de Riverville no eran exigentes en sus diversiones; en consecuencia, la inevitable Mujer Gorda, el Hombre Tatuado y el Muchacho Mono les hicieron pasar un buen rato. Mientras contemplaban el espectáculo, masticaban cacahuetes y rosetas de maíz, bebían vaso tras vaso de limonada y mantenían ocupados sus dedos con los colo­reados papeles que envolvían los caramelos.

Todo el mundo se hallaba en un relajado y tolerante estado de ánimo cuando el locutor empezó a anunciar la actuación del Hipnotizador. El locutor, un hombre pequeñito y rechoncho que vestía una chaqueta a cuadros, aullaba a través de un improvisado megáfono, mientras el Hipnotizador permanecía en último plano sobre la plataforma de madera levantada delante del barracón, con aire indiferente y burlón, sin dignarse mirar a la multitud de espectadores.

Al final, sin embargo, cuando unas cincuenta almas se habían reunido ante la plataforma, el Hipnotizador avanzó hasta quedar a plena luz. Un murmullo se elevó de la multitud.

Iluminado por la lámpara suspendida sobre su cabeza, el Hipnotizador ofrecía un aspecto impresionante. Era un hombre alto, delgadísimo, con una tez sorprendentemente pálida. Pero lo que más llamaba la atención en él eran sus ojos oscuros hundidos en las cuencas, enormes y brillan­tes. El usado traje negro que vestía, y la corbata de lazo, también negra, que llevaba anudada al cuello, acababan de conferirle un aire mefistofélico

Contempló a la multitud fríamente, con una expresión a la vez resignada y desafiante.

Todos oyeron su voz sonora.

-Para mi experimento, necesito un voluntario -dijo-. Si alguno de ustedes es tan amable como para subir a la plataforma…

Todo el mundo miró a su alrededor o dio con el codo a su vecino, pero nadie se movió.

El Hipnotizador se encogió de hombros.

-No puedo trabajar a menos que uno de ustedes se preste al experimento. Les aseguro, damas y caballeros, que la demostración es completamente inofensiva y no reviste el menor peligro.

Miró a su alrededor con aire expectante, y de pronto un joven empezó a abrirse paso entre la multitud y avanzo hacia la plataforma.

El Hipnotizador lo ayudó a subir los escalones de madera y lo invitó a sentarse en una silla.

-Relájese -dijo el Hipnotizador-. Ahora va usted a dormirse. Y hará exactamente lo que yo le ordene.

El joven se movió en la silla, al tiempo que dirigía una burlesca mueca a la multitud.

El Hipnotizador reclamó su atención, fijando en él sus enormes ojos, y el joven dejó de moverse.

Súbitamente, uno de los espectadores lanzó una bolsita de rosas de maíz hacia la plataforma. La bolsita describió un arco y fue a aterrizar exactamente en la cabeza del joven sentado en la silla.

El impacto aturdió al joven, que estuvo a punto de caer de la silla, y la multitud, callada un momento antes, estalló en ruidosas carcajadas.

-¿Quién ha sido el gracioso? -preguntó en tono irritado.

El Hipnotizador estaba furioso. Su pálida tez enrojeció y parecía a punto de estallar de rabia al enfrentarse con los espectadores.

La multitud guardó silencio.

El Hipnotizador continuó mirándolos fijamente. Al final, el color abandonó su rostro y dejó de temblar, pero sus brillantes ojos mantenían una expresión amenazadora.

Al cabo de unos segundos se volvió hacia el joven sentado en la silla, lo despidió dándole las gracias por su colaboración y se encaró de nuevo con la multitud.

-Debido a la interrupción -anunció en voz baja-, será necesario volver a empezar la demostración… con un nuevo sujeto. Tal vez a la persona que lanzó la bolsita no le importaría subir a la plataforma.

Una docena de espectadores se volvieron a mirar a alguien que permanecía medio escondido detrás de la multitud.

El Hipnotizador clavó en él sus oscuros ojos, y al hablar su tono era francamente burlón.

-Quizá -dijo- la persona que interrumpió el espectáculo tiene miedo de subir. ¡Prefiere esconderse detrás de la gente y lanzar bolsitas de maíz!

El culpable profirió una exclamación y luego avanzó con aire beligerante hacia la plataforma. Su aspecto no tenía nada de notable; en realidad, tenía un vago parecido con el joven que había subido anteriormente, y cualquier observador casual les hubiera catalogado a los dos como típicos campesinos.

El segundo joven subió a la plataforma y se sentó en la silla con un visible aire de reto, y por espacio de unos minutos se hizo evidente que se negaba a relajarse, tal como le sugería el Hipnotizador. De pronto, sin embargo, su agresividad desapareció y se quedó mirando obedientemente los imperiosos ojos situados delante de los suyos.

Al cabo de unos instantes se puso en pie, obedeciendo la orden del Hipnotizador, y se tendió de espaldas sobre el entarimado de la plataforma. Los espectadores se quedaron boquiabiertos.

-Ahora va usted a dormirse -le dijo el Hipnotizador-. Va usted a dormirse. Va usted a dormirse. Va usted a dormirse. Va usted a dormirse y hará todo lo que yo le ordene. Todo lo que yo le ordene. Todo…

Su voz se convirtió en una especie de zumbido, repitiendo incansablemente las mismas frases, y la multitud cayó en un religioso silencio.

De repente, en la voz del Hipnotizador apareció una nota completamente nueva, y el auditorio contuvo la respiración.

-Ahora, va usted a alzarse sobre la plataforma -ordenó el Hipnotizador-. ¡Álcese sobre la plataforma!

Sus oscuros ojos brillaban con extraña intensidad, y la multitud se estremeció.

-¡Álcese! ¡Arriba!

El suspiro colectivo de la multitud fue perfectamente audible.

El joven tendido en la plataforma, completamente rígido, sin mover un músculo, empezó a ascender. Subía con lentitud, casi imperceptiblemente al principio, pero su ascensión no tardó en hacerse más rápida.

-¡Arriba! -ordenó la voz del Hipnotizador.

El joven continuó ascendiendo, hasta quedar a unos pies por encima de la plataforma. Y siguió ascendiendo…

Los espectadores estaban convencidos de que existía algún truco, pero a pesar de ello contemplaban la ascensión del joven con la boca abierta. El joven parecía estar suspendido y moverse en el aire sin ninguna clase de apoyo físico.

Repentinamente, la atención de la multitud se vio distraída por otro suceso: el Hipnotizador se llevó una mano al pecho, dio un traspié y se derrumbó sobre la plataforma.

Se oyeron gritos reclamando la presencia de un médico. El locutor de la chaqueta a cuadros subió rápidamente a la plataforma y se inclinó sobre la inmóvil figura.

Le tomó el pulso, sacudió la cabeza y frunció el ceño. Alguien le ofreció una botella de whisky, pero el locutor se limitó a encogerse de hombros.

De pronto, una mujer lanzó un grito.

Todo el mundo se volvió a mirarla, y un segundo después todos los ojos se fijaron en un mismo punto.

El grito de horror fue unánime: el joven a quien el Hipnotizador había dormido, seguía ascendiendo. Mientras la atención de la multitud se había distraído con el fatal colapso del Hipnotizador, el joven había continuado subiendo. Se hallaba ahora a más de dos metros de altura por encima de la plataforma y moviéndose inexorablemente hacia arriba. Incluso después de la muerte del Hipnotizador continuaba obedeciendo aquella orden final: “¡Arriba!”.

El locutor, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, dio un frenético salto tratando de agarrar al joven, pero fracasó en su intento. Sus dedos solo pudieron rozar a la moviente figura antes de caer de bruces sobre la plataforma.

La rígida forma siguió flotando hacia arriba, como atraída por una especie de invisible imán.

Las mujeres empezaron a gritar histéricamente; los hombres vociferaban. Pero nadie sabía qué hacer. Una expresión de terror llenó los ojos del locutor al mirar hacia arriba.

-¡Baja, Frank! ¡Baja! -gritó la multitud-. ¡Frank! ¡Despierta! ¡Baja! ¡Párate, Frank!

Pero la rígida forma de Frank se movía incesantemente hacia arriba. Arriba, arriba, hasta que alcanzó el nivel del techo del barracón, hasta que alcanzó la altura de las copas de los árboles más altos, hasta que sobrepasó los árboles y siguió ascendiendo en dirección al despejado cielo de aquella noche de primeros de octubre.

La mayoría de los espectadores se cubrieron los horrorizados rostros con las manos.

Los que continuaron mirando vieron a la forma flotante ascender hacia el cielo hasta que no fue más que una leve mancha, como un diminuto cilindro acercándose cada vez más a la luna.

Luego desapareció del todo.

FIN



El escritor Josep Payne Brennan



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es miércoles, 29 de abril





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...




















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martes, 28 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Moralistas



P. Iglesias, Y. Díaz y J.L. Escrivá, en una videoconferencia. EFE


¿Sirve de algo la corrección política cuando llegan los problemas reales?, se pregunta en el A vuelapluma de hoy martes [Ego te absolvo. El País, 21/4/2020] el escritor Félix de Azúa. 

"Durante unos años -comienza diciendo Azúa- parecía que se había resquebrajado la fortaleza forrada con negras sotanas de la moral inviolable. Por primera vez en siglos los españoles podíamos examinar nuestra conciencia y tomar decisiones sin miedo al manotazo del clero. Fueron los felices años de la Transición, cuando en verdad creíamos que ya éramos capaces de usar nuestro libre albedrío y decidir en razón, como los adultos anglosajones y germanos. Había caído el muro de incienso de la Contrarreforma.

Era un espejismo. De inmediato se ha vuelto a levantar el fortín, sólo que ahora no está formado por una muralla de sotanas sino por otros atuendos no menos uniformados: coletas, rastas, jerséis de la abuela, toda suerte de disfraces que gritan: “Yo soy un moralista que odia la moral del Estado”. Bien es verdad que ese nuevo búnker de la superioridad moral también ha entrado en el Estado y ha comenzado a caer en las inevitables corruptelas y chanchullos. Como los obispos que predicaban castidad y pobreza mientras su vida privada era un escándalo de riquezas y sometimientos, también ahora los moralistas se desmienten una y otra vez a medida que van siendo más ricos y poderosos.

Pero ese no es el asunto que nos ocupa hoy. Dejemos que los nuevos capellanes se corrompan debidamente. Pero sería bueno que explicaran por qué ordenan que nos portemos a su gusto con el lenguaje, con el sexo, con los animales, con el clima… ¿Por qué hemos de ser más virtuosos y no más inteligentes, por ejemplo? ¿Qué ganamos con sus principios morales? ¿Qué clase de humano quieren producir? La Iglesia vivía de abstracciones: bondad, caridad, santidad, amor. ¿Sirve de algo la corrección política cuando llegan los problemas reales? ¿O es otra elegancia burguesa?".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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[ARCHIVO DEL BLOG] Eros y Amor. Publicada el 4 de noviembre de 2009



Eva, de Alberto Durero, 1507. Museo del Prado


"Hacer el amor ya no es un arte. Es un deporte sin riesgo, como correr en la cinta del gimnasio o pedalear en la bicicleta estática". Impactante frase con la que el escritor peruano-español Mario Vargas Llosa abría y cerraba su artículo "La desaparición del erotismo" (El País, 01/11/09), comentando la exposición "Las lágrimas de Eros" que el 20 de octubre abrieron en Madrid el Museo Thyssen y la Fundación Caja Madrid.

También yo, que no he visto la exposición aún, escribí en mi blog sobre ella el pasado 5 de octubre glosando el comentario sobre la misma de mi admirado profesor Emilio Lledó [El Eros de Diotima", El País, 05/10/09] y metiendo en el mismo saco a "El Banquete" de Platón y la "Teoría de los sentimientos" de Carlos Castilla del Pino.

El artículo de Mario Vargas Llosa, aunque también comenta, lógicamente, la exposición del Thyssen, va por otro camino y se centra en reflejar la distancia que ha cubierto el ser humano entre el acoplamiento meramente carnal del inicio de los tiempos y la humanización creciente del placer sexual hasta convertir a éste, gracias al erotismo, en un acontecimiento civilizador.

No se que pinturas o esculturas están en la exposición, pero me resultaría extraño no encontrar en ella algunas de las obras que constituyen para mi el Olimpo de la sensualidad y el erotismo. Por citar sólo tres, que conozco personalmente y que cito sin orden de preferencia: el "Adán y Eva", de Alberto Durero (Museo del Prado, Madrid), "El beso", de Auguste Rodin (Museo Rodin, París), y "El origen del mundo", de Gustave Courbet (Museo de Orsay, París).

Hace unos días me comentaba una amiga un estudio aparecido en una publicación académica en el que se manifestaba la diferente percepción y manifestación del erotismo en hombres y mujeres. Al parecer, en el hombre es predominantemente visual, mientras que en la mujer lo es, sobre todo, auditiva. Dicho más sencillamente, a los hombres les gusta "ver", a las mujeres "oir". Yo no se a ustedes, pero a mi una película porno me deja frío, mientras que una buena lectura erótica me "emociona". Supongo que en el fondo es, simplemente, cuestión de "buen gusto", aunque sobre ésto, sobre gustos, no haya nada escrito... Espero que disfruten del artículo de Vargas Llosa. Y de "Las lágrimas de Eros", si pueden verla. HArendt




Eros y Psique, de François Gérard, 1798. Museo del Louvre



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