viernes, 27 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Introspección



Adolfo Suárez y Felipe González, en 1977. Foto de Getty Images


Cuanto más pienso en lo que vivimos hoy, más valoro lo que se logró durante la transición: Fuimos capaces de hablar, comenta en el A vuelapluma de hoy el escritor periodista Enric González. 

"Las sociedades, -comienza diciendo González- a veces, se ven obligadas a reflexionar sobre sí mismas. Se trata de momentos excepcionales. Esos momentos suelen producirse tras alguna revolución trascendental, como en Francia después de 1789 o en Rusia después de 1917. En Estados Unidos la reflexión llegó al cabo de la guerra civil (1861-1865). En Alemania, más que un momento, hubo un proceso de asimilación que duró décadas: no fue fácil, aún no lo es, encajar la terrible responsabilidad del nazismo. Fue hermoso y angustioso a la vez escuchar a Angela Merkel en Auschwitz, este mismo mes, decir que la memoria de aquel delirio asesino era “inseparable” de la identidad alemana. 

Yo no fui nunca un entusiasta de la transición que llevó a España desde el franquismo a la monarquía parlamentaria. En la época era joven y todo me parecía insuficiente. Bajo el fragor de la actualidad (terrorismo, amenaza militar, crisis económica) costaba bastante ser ecuánime. Hoy me doy cuenta de que nadie era capaz de serlo. Y, sin embargo, con la perspectiva de casi medio siglo, resulta evidente que de forma colectiva lo fuimos. Con todo lo que ello supuso de renuncia y frustración.

La transición fue el momento en que España tuvo que pensar qué era. Desde luego, no era ni una, ni grande, ni libre, como había pregonado la dictadura. ¿Qué era? Cualquier respuesta lúcida conducía a la desolación. España había sido un imperio desangrado, una monarquía corrupta, un mosaico de lenguas e historias en el que solo una institución multinacional, meritocrática y capaz de elevar la ambigüedad y el cinismo a la categoría de arte, la iglesia católica, había funcionado como tejido conjuntivo. España había desperdiciado el siglo XIX, crucial en el resto de Europa. En España había habido buenas intenciones, ocasionalmente, pero, al menos desde el siglo XVIII, nunca buenos resultados. Y nos habíamos matado unos a otros con una fruición enfermiza.

¿Qué hacer? Para empezar, asumir el fracaso y renunciar a los grandes objetivos. Por debajo de la espuma de las proclamas de los grupos de poder, políticos y económicos, en la calle se respiraba un ansia muy prosaica de paz y tranquilidad. En el acuerdo constitucional hubo alguna imposición y muchas claudicaciones. El resultado, sin embargo, fue más o menos el necesario. Queríamos, fundamentalmente, dejar de matarnos unos a otros, dejar de almacenar rencor, ser como creíamos que eran nuestros vecinos europeos: normales.

Cuanto más pienso en lo que vivimos hoy, más valoro lo que se logró entonces. Fuimos capaces de hablar. Yerra quien piense que lo de hoy es puro encabronamiento: nada comparado con aquello. Probablemente el miedo fue superior al odio; el caso es que logramos articular un mecanismo para dejar de matarnos, dejar de encarcelarnos, dejar de exiliarnos. Los políticos (con la excepción de la ultraderecha, la ultraizquierda y Alianza Popular, por entonces un simple residuo del franquismo) acordaron una Constitución más o menos aceptable y acordaron un programa de estabilización económica, los Pactos de la Moncloa, que permitió evitar un desastre. Visto desde la distancia, no fue poco.

Entonces no logramos saber qué era España. No creo que lo sepamos hoy. Sí fuimos conscientes de que propendíamos al fratricidio. Y optamos por un equilibrio de poderes, institucionales y culturales (lenguas, nacionalidades, tradiciones), que iba a permitirnos seguir con vida, aunque nos la complicara. Algo se ha hecho evidente con el tiempo: la lucidez dura poco".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[MIS MUSAS] Hoy, con Juan José Domechina, Pietro Mascagni y Sandro Botticelli



La danza de las Musas en el Helicón, de Bertel Thorvaldsen (1819)



Decía Walt Whitman que la poesía es el instrumento por medio del cual la voces largamente mudas de los excluidos dejan caer el velo y son alcanzados por la luz; Gabriel Celaya, que era un arma cargada de futuro; Harold Bloom,  que si la poesía no podía sanar la violencia organizada de la sociedad, al menos podía realizar la tarea de sanar al yo; y George Steiner añadía que el canto y la música son simultáneamente, la más carnal y la más espiritual de las realidades porque aúnan alma y diafragma y pueden, desde sus primeras notas, sumir al oyente en la desolación o transportarlo hasta el éxtasis, ya que la voz que canta es capaz de destruir o de curar la psique con su cadencia. Por su parte, Johann Wolfgang von Goethe afirmaba que cada día un hombre debe oír un poco de música, leer una buena poesía, contemplar un cuadro hermoso y si es posible, decir algunas palabras sensatas, a fin de que los cuidados mundanos no puedan borrar el sentido de la belleza que Dios ha implantado en el alma humana. 

Subo hoy al blog al poeta Juan José Domechina y su poema "La voz remota", al pintor Sandro Botticelli y su cuadro "La primavera", al Pietro Mascagni y su dueto "No, no Turiddu", de la ópera "Cavalleria Rusticana", cantado por la soprano Fiorenza Cossotto y el tenor  Gianfranco Cecchele, en 1968, que pueden ver en vídeo desde este enlace



El poeta Juan José Domechina


Juan José Domechina (1898-1959) fue un poeta, escritor, crítico literario y político español. Nacido en Madrid, en el seno de una acomodada familia de ingenieros, estudia magisterio en Toledo, y ejerce desde muy joven como crítico literario en revistas y periódicos tan prestigiosos como El Imparcial, El Sol y la Revista de Occidente. Conoce y colabora desde muy pronto con Azaña, del que fue secretario personal desde antes de la guerra civil. Casado con la también poetisa Ernestina de Champourcín, durante la guerra trabaja junto a Antonio Machado en el Suplemento Literario del Servicio Español de Información. En febrero de 1939 marcha al exilio con su esposa, primero a Francia y poco después a México, donde trabaja como editor para la Casa de España. Como poeta estuvo vinculado al conceptismo y al barroco. Su poesía fue considerada como "una fiesta derl intelecto". El exilio le vuelve existencialista y doliente, y le acerca de nuevo a lo religioso. Muere en la ciudad de México en 1959. Les dejo con su poema "La voz remota":


LA VOZ REMOTA
por 
Juan José Domechina


Corriente por de dentro, soterraña
coz que se me quedó bajo la tierra
que tuve y que me tuvo. Allí no yerra;
allí está siendo, como siempre, entraña.

Yo no canto en falsete la patraña
que atipla al que, avenido, se destierra.
Pronuncio desde allí, que es donde entierra
su son el grave acento que no engaña.

Aquí, sombra a lo lejos, me acompaña
el ademán suasorio de una tierra
que esgrime el gesto con rotunda maña.

Y os hablo, limpio timbre que se empaña
sobre los mares, como muerto en guerra,
desde una fosa, con mi voz de España.




El compositor Pietro Mascagni



Pietro Mascagni (1863-1945) nació en Livorno, y realizó estudios con el compositor Alfredo Soffredini. La obra más popular de Mascagni es la ópera Cavalleria Rusticana. Escrita en sólo dos meses y basada en una obra del escritor italiano Giovanni Verga, es un exponente del estilo de ópera italiana denominado verismo, que subraya el comportamiento violento de los personajes sometidos a una gran tensión emocional. Cavalleria Rusticana tiene libreto de G. Menasci y G. Targionni-Tozzetti, y se estrenó en Roma en 1890. Cavalleria rusticana (título original en italiano; en español, Nobleza rústica o Caballerosidad rústica) es un melodrama en un acto con música de Pietro Mascagni y libreto en italiano de Giovanni Targioni-Tozzetti y Guido Menasci, basado en un relato del novelista Giovanni Verga. La popularidad de esta obra, de gran emotividad, se vio enormemente reforzada por la inclusión de parte de una representación de la misma en la película El padrino III, asimismo la obra representa el tema principal de la película de Martin Scorsese Toro Salva




La primavera, de Sandro Boticcelli (1478). Galería de los Uffizi, Florencia


Sandro Botticelli (1445-1510), fue un pintor del Quattrocento italiano. Pertenece, a su vez, a la tercera generación cuatrocentista, encabezada por Lorenzo de Médici y Angelo Poliziano. Procuraron la libertad de conducirse humanamente, recogida de la antigüedad clásica.​ Esta etapa, bajo el mecenazgo de Lorenzo de Médici, fue considerada por Giorgio Vasari como una «edad de oro» gracias al esplendor artístico alcanzado en la Florencia de fines del siglo XV. La reputación póstuma del artista disminuyó notablemente en los siglos siguientes, pero fue recuperada a finales del siglo XIX; desde entonces, su obra se ha considerado exponente máximo de la gracia lineal de la pintura del primer Renacimiento. El nacimiento de Venus y La primavera son, actualmente, dos de las obras maestras florentinas más conocidas. Se expusieron por primera vez en la galería de los Uffizi, Florencia, en 1815.




Galería de los Uffizi, Florencia



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es viernes, 27 de diciembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...














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jueves, 26 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Elogio de la palabra



Dibujo de Raquel Marín para El País


Quienes convierten lo que debería ser confrontación de ideas en pura esgrima verbal, quienes sustituyen el argumento por el insulto, convierten los lugares de encuentro en una forma particular de barbarie, escribe en el A vuelapluma de hoy jueves el filósofo y senador socialista Manuel Cruz. 

"Los filósofos neopositivistas (Russell, Carnap, el primer Wittgenstein…) gustaban de repetir una afirmación que convendría no echar del todo en saco roto -comienza diciendo Cruz-. Era una afirmación tan sencilla como demoledora: nuestro lenguaje permite construir frases de apariencia significativa pero que carecen por completo de significado. Ellos utilizaban la rotunda afirmación como arma arrojadiza contra la metafísica y sus excesos, y les servía para mostrar el sinsentido profundo de algunos filosofemas que sus adversarios teóricos tenían por profundos (por señalar la célebre invectiva carnapiana: la tesis de Heidegger “la nada nadea”, que parece querer significar algo, incluso trascendente, es una construcción tan vacía como lo sería “la lluvia llueve”). Sin duda se pasaban de frenada en la crítica, como la filosofía posterior no se ha cansado de señalar, lo que no significa que no observaran algo pertinente. Cosa que queda clara si, en vez de enredarnos con la filosofía (siempre tan suya), aplicamos la advertencia neopositivista a nuestro lenguaje habitual, especialmente al utilizado en la esfera pública. Si nos detenemos en este ámbito certificaremos en qué medida el lenguaje puede terminar jugándonos malas pasadas, hasta qué punto resulta frecuente hacer (y hacerse) trampas con las palabras. Pero de dicha constatación deberíamos extraer, además de una advertencia ante esos peligros, un elogio inequívoco.

En efecto, el lenguaje es un artefacto de un poder tal que puede servir tanto para generar el mayor de los daños como para provocar la más intensa felicidad (que se lo pregunten, si no, a los enamorados), que tanto permite iluminar la realidad, contribuyendo a hacerla más inteligible (cómo no recordar aquí el “¡Inteligencia!, dame el nombre exacto de las cosas! / ... Que mi palabra sea la cosa misma, creada por mi alma nuevamente”, de Juan Ramón Jiménez), como puede oscurecerla por completo, lo que sucede cuando caemos presos de las mil formas de embrujo del lenguaje.

Para nuestra desgracia, es de esto último de lo que resulta más fácil encontrar ejemplos. El lenguaje político, utilizado tanto por los representantes de los ciudadanos como por los medios de comunicación, es fuente casi inagotable de ilustraciones al respecto. Pensemos en la cantidad de ocasiones en las que aceptamos acríticamente la valoración que desliza una expresión que viene cargada de connotaciones (que estas sean positivas o negativas es en cierto modo lo de menos). Así, en momentos en los que las circunstancias parecen obligar a que las fuerzas políticas se sienten a dialogar es frecuente que alguien saque a relucir, obviamente para rechazarla, la expresión “líneas rojas”, dando por descontado que aquel que ose plantear alguna está acreditando por este solo hecho su intransigencia y escasa disposición al diálogo.

Pero el supuesto está lejos de ser obvio. ¿O acaso alguien consideraría una línea roja afirmar que hemos de organizar nuestra convivencia en el marco del respeto a los derechos humanos? En el bien entendido de que, además, defender un tal marco no implica en absoluto resistirse a modificarlo: podemos ampliar o modular los derechos, aunque siempre bajo la premisa de que es solo su negación lo que nos resulta inaceptable. Sin embargo, no faltan entre nosotros los que consideran, por ejemplo, que la propuesta de que el diálogo político únicamente puede transcurrir en el marco del respeto a la legalidad constituye un apriorismo (una línea roja) inaceptable, que delataría según ellos la estrechez mental y el dogmatismo de quien sostiene semejante cosa. Pero ninguno de estos peligros debería hacernos olvidar que la palabra es también precisamente la mejor herramienta de la que disponemos para sortearlos y, a continuación, empezar a construir entre todos el modelo de sociedad en el que queremos vivir o, si se prefiere, el ideal de vida buena que estamos dispuestos a perseguir. No otra cosa, en definitiva, debería ser la política. Por eso, sostener que ha llegado la hora de la política es un sinónimo de afirmar que ha llegado la hora de la palabra. De la buena palabra, claro está, de la palabra que ilumina y no de la que oscurece, de la palabra que nos ayuda a vivir juntos y no de la que legitima el rechazo del otro.

Nadie ha dicho que vaya a ser una tarea fácil. Nuestra sociedad está fuertemente emotivizada, y nada hay de casual en dicha deriva. En tiempos de incertidumbre como los que nos está tocando vivir, definitivamente abandonados todos los grandes relatos que antaño nos cobijaban, los sentimientos han venido a sustituir a las convicciones. Sabíamos, porque nos lo dejó dicho Marcel Proust (y Miguel Ángel Aguilar ha hecho suya la tarea de recordárnoslo), que hay convicciones que crean evidencias. Lo nuevo de nuestro tiempo es que esa tarea de producción de evidencias la han asumido los sentimientos. Ellos parecen haber pasado a ser para muchos el único lugar seguro, el único lugar a salvo del cuestionamiento permanente de todo.

Pero los sentimientos no pueden constituir por definición la última instancia. Porque lo que nos hace propiamente seres humanos no es que experimentemos sentimientos o pasiones, sino que seamos capaces de gobernarlas. Se ha jaleado en exceso desde hace ya un tiempo esta dimensión emocional, como si dicho registro fuera un valor en sí mismo, un valor incuestionable. No deja de ser curioso que se hable tanto últimamente en ciertos ámbitos de inteligencia emocional y de la necesidad de educar las emociones, y que, no obstante, no le pongamos el menor reparo a ese registro, y lo aceptemos sin más tal como se da, cuando afecta a los nuestros. En el fondo, aunque no nos atrevamos a explicitarlo, el convencimiento que parece subyacer a esta actitud es el de que las emociones que necesitan ser educadas son siempre, por definición, las de los demás.

No cabe, en ese sentido, mayor elogio de la palabra que este: la última instancia de la argumentación solo la puede constituir la palabra misma. O, dicho de una manera un tanto redundante, la última palabra le ha de corresponder siempre a la palabra misma. De ahí que no haya mayor rechazo de la política que el que representa negarse a escuchar la palabra del otro, ni mayor contradicción que la de unos representantes políticos en sede parlamentaria ahogando con sus gritos y abucheos la intervención de un adversario. No se trata, por tanto, de reincidir en viejas y probablemente inanes contraposiciones entre razón y emociones. Porque el lenguaje es ya, en sí mismo, la materialización de la razón. Y si alguien contraargumentara que hay muchos usos del lenguaje, la respuesta inevitable sería la de que también la razón se dice de muchas maneras. En todo caso, es en la palabra donde se pone a prueba el valor de cualquier propuesta.

Por eso, quienes convierten lo que debería ser confrontación de ideas en pura esgrima verbal, quienes sustituyen el argumento por el insulto, quienes se niegan a hablar de todo (como si carecieran de argumentos para defender sus ideas) y quienes solo quieren hablar de una cosa (como si todo lo demás no les importara lo más mínimo), no solo acreditan con semejantes actitudes no estar a la altura de la herencia recibida, sino que llevan a cabo algo mucho más grave. Porque empeñarse en destruir ese específico lugar de encuentro entre los ciudadanos que es la palabra solo puede ser considerado, a la vista de todo lo que hemos visto hasta aquí, como una forma de barbarie. La más actual y acorde con los tiempos, por cierto".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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[ARCHIVO DEL BLOG] Al sur de Granada. (Publicada el 26 de mayo de 2009)



Alhaurín el Grande, Andalucía


Una de las cosas con las que más disfruto cuando estoy de viaje es con la lectura de las placas conmemorativas que adornan ciudades, pueblos y lugares; unas veces celebrando que en tal o cual calle o edificio vivió, nació o murió un célebre personaje; en otras, que en aquel lugar ocurrió un hecho memorable digno de recuerdo. Así, a bote pronto, recuerdo algunas de ellas que me impresionaron vívamente. Por ejemplo, la que bajo el Pont Neuf de París, recuerda que en aquel lugar fue quemado vivo el último gran maestre de la Orden del Temple; o la otra en Madrid, en la plaza de Oriente, en la fachada del Palacio Real, conmemorando que en aquel lugar tuvo inicio el levantamiento popular de los españoles contra Napoleón; o esa otra en los aledaños de la Vía Apia romana, en el lugar en que fueron fusilados por los nazis, en las denominadas Fosas Ardentinas, varios centenares de presos italianos en las postrimerías de la II Guerra Mundial; y por terminar con el relato de efémerides varias, una pequeña plaquita en el muelle del pueblo de Sardina, en la costa norte de Gran Canaria, en la que se rememora que en aquel lugar hizo aguada Cristóbal Colón camino del Nuevo Mundo. También recuerdo con ilusión cuando descubrí casualmente en Madrid la casa donde vivió Miguel de Cervantes, en la calle que lleva ahora su nombre; o la primera vez que visité la casa natal del escritor Benito Pérez Galdós en la calle Cano, de Las Palmas de Gran Canaria... Pero basta de recuerdos.

Alhaurín el Grande es una hermosa ciudad andaluza de la provincia de Málaga, de unos 23.000 habitantes, situada en la vertiente norte de la Sierra de Mijas y en el valle del río Guadalhorce, a unos 30 km. de la capital provincial. Yo nací en ella hace 63 años, un poco por accidente, como casi todos los hijos de militares. Mi padre había sido destinado allí tras su ascenso a teniente de la guardia civil, después de haber permanecido con mi madre y mis hermanos mayores durante cinco años en la isla de El Hierro, la más occidental de las islas Canarias. Y allí, en Alhaurín el Grande, estuve hasta los dos años en que de nuevo toda la familia salió hacia Asturias con motivo del ascenso paterno a capitán y el nuevo destino en la capital del Principado. Sólo volví por mi ciudad natal en 1967, durante un día, camino de Canarias, de vuelta de mi viaje de novios por la Península. Desde entonces he estado en la provincia de Málaga en dos ocasiones, pero no he vuelto nunca más a Alhaurín, así que no creo que nadie en ella me recuerde ni que hayan colocado ninguna placa conmemorativa celebrando mi natalicio. Tampoco creo que tenga ninguna placa en ella, -aunque sí lo recordarán-, otro hijo de Alhaurín, trístemente célebre: el ex teniente coronel de la guardia civil Antonio Tejero, protagonista del golpe de estado del 20 de febrero de 1981, en el que asaltó con otros guardias civiles el Palacio del Congreso de los Diputados en Madrid. E ignoro si la tienen dos actuales vecinos ilustres de la ciudad: el actor de origen belga Jean-Claude Van Damme, y el afamado escritor español Antonio Gala.

Quién sí estoy seguro que debe tenerla, sin duda, es el más célebre de los hijos y vecinos de la ciudad, el escritor británico Gerald Brenan, don Geraldo para sus paisanos, que vivió y murió en Alhaurín el Grande durante muchísimos años, y cuyas cenizas descansan para siempre en tierra malagueña. No recuerdo cuando fue la primera vez que oí o leí hablar de Gerald Brenan. Supongo que fue con motivo de alguna de mis lecturas académicas referidas a él, entre otras "El laberinto español", o "Historia de la literatura española". Hace unos años tuve una excelente relación de amistad con un compañero de trabajo, Julio Martínez, granadino, que había sido -y era en aquel momento- amigo personal de Gerald Brenan. Él fue el que me regaló el único de los libros que he leído de Brenan, su famosísimo "Al sur de Granada" (Siglo XXI, Madrid, 1984), con una preciosa dedicatoria en la que relacionaba el Roque Nublo grancanario con el Veleta granadino y expresaba su esperanza de que algún día pudiéramos contemplar juntos el sur y el alma de Granada. Esperanza que no se ha realizado.

Todo lo anterior me ha venido a la mente tras leer hace unos días el precioso artículo de Carlos Pranger, custodio del Legado español de Gerald Brenan, e hijo del que fuera secretario personal del escritor británico, publicó hace unos días, y que lleva por titulo: "Brenan, memoria personal de España" (El País, 23/05/09). 

Brenan, miembro del denominado "Círculo de Blomsbury", al que perteneció también la escritora Virginia Woolf, de la que fue amigo íntimo, llegó a España en 1919, con una excelente formación académica, buscando paz y tiempo para profundizar en sus lecturas, y quedó prendado por los paisajes y las gentes de la Alpujarra granadina. Y aunque viajero incansable y aventurero, allí quedó enganchado a los españoles para siempre. En su artículo, Carlos Pranger dice que España, la suya, la del "todo o nada", era un país que le fascinaba, aunque nunca fue ni se sintió español; que ni siquiera se nacionalizó y que siguió siendo muy inglés y perteneciente a su clase social media-alta. Pero, al final, con su estilo personal y entrañable, mezcla de inteligencia y sensibilidad, cautivó al pueblo sobre el que tanto y tan bien había escrito, y supo congeniar con los españoles, que lo vieron como uno de los suyos. Espero que disfruten de su lectura, que reproduzco más arriba. HArendt



El escritor Gerald Brenan



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es jueves, 26 de diciembre





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miércoles, 25 de diciembre de 2019

[CLÁSICOS DE SIEMPRE] Hoy, con "Cásina", de Plauto




Fotograma de una representación actual de Cásina, de Plauto


Continúo con esta entrada la sección dedicada a las obras de autores grecolatinos, subiendo al blog la comedia titulada Cásina, de Plauto. No se conoce la fecha de nacimiento de Plauto, que se ha fijado hacia el  254 a. C. por una noticia de Cicerón, pero sabemos que murió en el 184 y que un lapso vital históricamente muy revuelto. Se trasladó a Roma de joven y allí fue soldado y comerciante. Murió enormemente rico, envuelto en una gran popularidad. Plauto usa un rico y vistoso lenguaje de nivel coloquial que no elude la obscenidad y la grosería entre retruécanos, chistes, anfibologías, parodias idiomáticas y neologismos, usando un vocabulario muy abundante de una gran variedad de registros. Se le atribuyen hasta 130 obras.

Cásina, es una de las obras de teatro del comediógrafo latino Plauto. una reescritura de una comedia griega de Dífilo titulada Klepoumènoi que Plauto tituló Sortientes. La pueden leer desde este enlace, y ver, si lo desean, en este vídeo, que recoge la representación de la misma, por parte del grupo teatral Versus, en junio de 2018.


En ella, un viejo libertino se enamora de la amante de su hijo llamada Cásina. El viejo intenta casarla con un esclavo suyo con quien ha estipulado ciertas e infames condiciones. Un esclavo del hijo descubre a la madre de éste el repugnante y cínico convenio y el viejo al fin concluye por verse humillado y despreciado de todos y Cásina reconocida hija de un ciudadano libre se une en matrimonio con el hijo del anciano a quien sí primero favoreció la Suerte, después fue vencido por la astucia como dice Prisciano en el argumento de esta comedia.

Cásina, escrita en torno a 200 a. C. es ya una “obra de madurez” de Plauto; la historia de la literatura plautina no ha sido, sin embargo, tan generosa con Cásina como con Miles o Anfitrión, por ejemplo, quizá debido a su “escabrosidad” interna, y se nos ha transmitido como “una obra más” del elenco plautino. Al modelo griego se agregan en esta comedia latina groseros chistes y obscenidades acomodados al gusto de los romanos. La Cásina ha llegado hasta nosotros censurada, sobre todo, en sus últimas escenas.

No obstante, se desarrolla en ella uno de los temas preferidos de Plauto y aquí brilla con luz propia el prototipo de un personaje imprescindible en la posterior Comedia Universal: “el viejo verde”, que agudiza su ingenio ante la adversidad para poder satisfacer sus amores. Cásina se diferencia también de “sus hermanas de mayor renombre” en el desarrollo escénico y en que su lenguaje está en consonancia con el tema que trata: menudean frases, alusiones y gesticulaciones que a buen seguro harían las delicias de la plebe romana de la más baja estofa. Esto puede explicar el hecho de que Cásina haya estado vetada en pasadas etapas históricas y se haya puesto como “paradigma” del Plauto barriobajero que busca la carcajada a cualquier precio.




La diosa Talía, musa del teatro



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