El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual.
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martes, 14 de mayo de 2019
lunes, 13 de mayo de 2019
[TEORÍA POLÍTICA] Alternativas del republicanismo como ideología
Durante el reciente congreso de la Western Political Science Association, cuyo solo nombre es ya prueba suficiente de las dimensiones de la comunidad académica norteamericana, escribe el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, topé con un librito de William J. Connolly que llamó mi atención. Es éste un veterano pensador político que dedicó hace pocos años una monografía de considerable interés al pluralismo democrático y anda ahora trabajando sobre el Antropoceno y sus consecuencias. Yo me hice en San Diego con un volumen de la colección que la editorial de la Universidad de Minnesota dedica a asuntos de actualidad, conforme a ese formato de libro ensayístico y breve que triunfa en el mundo entero. Escrito en 2017, el ensayo de Connolly se ocupa del «fascismo aspiracional» encarnado por Donald Trump y de la consiguiente lucha en favor de la «democracia multifacética». Dado que España se encontraba todavía hace dos semanas en lucha imaginaria contra el fascismo, me pareció interesante saber lo que Connolly pudiera tener que decir sobre el asunto. Y ello a sabiendas de que, como ha pasado con muchos libros recientes que anuncian la muerte de las democracias liberales, éste también refleja una aprensión típicamente norteamericana de difícil traducción a los sistemas parlamentarios europeos.
Para Connolly, la fragilidad de los arreglos humanos justifica el establecimiento de comparaciones imperfectas entre fenómenos históricos separados en el tiempo. De ahí que busque similitudes entre las estrategias retóricas de Hitler y Trump, pese a dejar claro que este último es un narcisista más que un nazi. A su juicio, podemos hablar de «fascismo aspiracional» cuando un movimiento o líder persigue acabar con el pluralismo –en este caso, en nombre del nativismo blanco– sin destruir el sistema de competición entre partidos (algo que cualquier persona familiarizada con la política catalana y vasca comprenderá a la primera). Esto sería un tipo de fascismo y, en ningún caso, populismo, pues para Connolly –de nuevo aquí la excepción norteamericana– el populismo de izquierdas no exhibe el mismo tipo de comportamiento antidemocrático que distingue a Trump. De hecho, sostiene, sería esencial introducir elementos populistas en el interior de una democracia pluralista e igualitaria; de otro modo no será posible reclamar para la izquierda la significativa parte del voto obrero que fue a parar al singular presidente republicano.
Sin embargo, lo que más me interesa en la reflexión de Connolly tiene que ver con las soluciones. Tanto el fascismo como otras formas de colectivismo –escribe– nos enseñan que la fría deliberación liberal puede combinarse fatalmente con la crueldad neoliberal en momentos de crisis, provocando un deslizamiento hacia el fascismo. Por eso él mismo apuesta por «una modalidad multifacética del pluralismo democrático» en conjunción con una inyección de igualitarismo. De un lado, por tanto, una plaza pública donde distintas identidades e intereses se relacionan entre sí y se ven renovadas por la periódica irrupción de nuevas formas de vida que alteran el equilibrio preexistente. ¡La democracia liberal! Claro que Connolly pide, además, a los participantes voluntad de entendimiento, como si su ausencia no fuera justamente el origen de tantos problemas humanos. Él mismo no aclara cómo habría de generarse este ethos democrático, salvo que hayamos de deducir que será el producto natural de la demanda igualitarista que constituye la otra pata de su mesa regeneracionista. Escribe Connolly:
La tarea consiste en extender y presionar al capitalismo para conducirlo hacia una cultura política más pluralista, democrática e igualitaria. ¿Puede el capitalismo mutar en algo distinto que se aproxime más a democracia, pluralidad, igualdad y ecología? Espero que sí, aunque mis ideas al respecto se encuentran todavía en movimiento.
Así que Connolly –quien a largo plazo anhela un «socialismo plural»– se queda al pie del abismo teórico: pone sobre la mesa una necesidad sin explicar cómo podríamos satisfacerla. Vaya por delante que esa prudencia epistémica le honra; sería más agradecido, por ejemplo, afirmar que existe una alternativa igualitaria al capitalismo que no ponemos en práctica debido a la oposición ejercida por oscuros intereses corporativos. A decir verdad, el problema de la articulación económica de la sociedad es un problema clásico para quien aspire a crear una polis en la que el ciudadano ejerza como comprometido participante en la vida pública. Republicanos y demás demócratas radicales necesitan de ciudadanos activos y virtuosos incapaces de distraerse con sus asuntos privados, amantes antes de la ciudad que de sus riquezas privadas. Y de ahí la importancia del igualitarismo invocado por Connolly, que, no se olvide, tiene asimismo por objeto impedir que unos ciudadanos ejerzan sobre el gobierno mayor influencia que los demás. Escribe el propio Rousseau en sus rotundas consideraciones sobre el gobierno de Polonia:
Quisiera que, por medio de honores, de recompensas públicas, se diera resalte a todas las virtudes patrióticas, que sin cesar se mantuviese ocupados a los ciudadanos en la patria, que ésta constituyera su mejor ocupación y se la tuviera incesantemente ante los ojos. Confieso que de este modo tendrían menos tiempo y medios que dedicar a enriquecerse, pero también serían menores el deseo y la necesidad de hacerlo: sus corazones aprenderían a conocer otra felicidad diversa de la procurada por la riqueza, a saber: el arte de ennoblecer las almas y de transformarlas en un instrumento más poderoso que el otro.
¡Educación para la ciudadanía! Recordemos la importancia que tuvieron en la Europa medieval y renacentista aquellas leyes suntuarias que trataban de limitar la cantidad de lujo de que podían disfrutar los ciudadanos: una prevención contra la naturaleza corruptora de la riqueza en la que participan por igual la tradición cristiana y la tradición republicana. De hecho, una de las anomalías norteamericanas consiste en que su sociedad representa la convergencia de dos principios en apariencia incompatibles: el principio republicano, con su componente igualitario, y el principio liberal-capitalista, que produce espontáneamente desigualdad a cambio de generar riqueza. No es tampoco sorprendente que el énfasis republicano, aunque duradero en el tiempo, conservase toda su fuerza retórica en la primera etapa de la federación estadounidense: aunque el país ya era grande, llegaría a serlo mucho más con la expansión al Oeste. Esta multiplicación del territorio trajo consigo la inevitable disolución del vigor republicano, por una elemental cuestión de escala que el astuto Rousseau comprendía perfectamente:
Casi todos los pequeños Estados, sean repúblicas o monarquías, prosperan por el solo hecho de ser pequeños, de conocerse mutuamente y observarse los ciudadanos, de poder ver los jefes por sí mismos el mal que se hace, el bien que tienen que hacer, de cumplirse sus órdenes bajo los ojos.
Sea como fuere, en el mismo congreso académico en que encontré el libro de Connolly hube de coincidir con dos jóvenes profesores, norteamericano uno y británica la otra, cuyas investigaciones trataban de responder al interrogante formulado por su más veterano colega: cómo avanzar hacia una democracia de corte republicano limitando la influencia del capitalismo globalizado. El primero de ellos se apoya en el ensayista Wendell Berry para hacer una crítica a la dominación del mercado desde el punto de vista del localismo republicano; la segunda propone retomar el interés por las leyes agrarias como instrumento para la igualación económica. Veamos brevemente qué significa esto.
Gregory Koutnik empieza con una observación interesante: aunque solemos decir que el liberalismo fomenta un excesivo individualismo que conduce a una malsana independencia de los distintos átomos sociales entre sí, el problema es más bien el contrario. A saber: que las sociedades de mercado se caracterizan por la excesiva interdependencia que encadena recíprocamente a individuos y comunidades. Y esto es un problema si pensamos en la capacidad del mercado para socavar la autonomía y autosuficiencia de las comunidades locales. Éstas terminan quedando a merced de los inversores y los flujos de mercado, que, por añadidura, poseen un carácter cada vez más global: en lugar de dinamismo, Koutnik ve aquí –por medio de Berry– imperialismo. Detroit sería un ejemplo: la Motown ha quedado devastada tras la crisis de 2008 y hoy –a pesar de un cierto renacimiento en los últimos años– posee tal cantidad de barrios fantasma que los vampiros de Only Lovers Left Alive, la película de Jim Jarmusch, la escogen como lugar de paseo. Pero lo mismo podría decirse de un pueblo alemán que dependiese de una fábrica de lavadoras para la exportación: el ideal norteamericano de la comunidad autosuficiente no puede sostenerse en una economía globalizada caracterizada por redes asimétricas de dependencia mutua. Asunto diferente es que ese ideal sea practicable: Berry habla de la cooperación vecinal y de la capacidad de una colectividad para proveer a sus propias necesidades sin depender del exterior. Sólo así es posible acabar con la dominación del mercado: saliendo de él.
Por su parte, Ashley Dodsworth sugiere que la recuperación de la tradición republicana puesta en marcha por Philip Pettit –quien llegó a visitar a José Luis Rodríguez Zapatero en la Moncloa– a finales del siglo XX dejó fuera una faceta destacada de aquella: su atención al reparto de la propiedad agraria. O, más concretamente, al control que sobre el mismo pueda ejercer el gobierno con objeto de limitar la cantidad de tierra poseída por cada individuo. Es un tema abordado directamente por James Harrington y Maquiavelo, que aparece implícitamente en la obra de Jean-Jacques Rousseau, Mary Wollstonecraft y Thomas Jefferson. Hora es –mantiene Dodsworth– de recuperar esa herramienta legislativa. Maquiavelo habló de las leyes agrarias en sus Discursos y lo hizo comentando disposiciones romanas orientadas –en tiempos de Graco– a asegurar que ningún ciudadano tuviera una cantidad de tierra superior a una cantidad dada y a procurar que las tierras arrebatadas al enemigo se distribuyesen entre los romanos. Se trataba de evitar que los más adinerados pudieran imponerse a los plebeyos, preservando así el equilibrio entre los distintos grupos sociales de la república. Maquiavelo aprueba estas medidas, señalando –la frase es notable– que «los buenos republicanos han de mantener rica a la república y pobres a los ciudadanos». Aunque la aplicación de estas leyes creó problemas en la sociedad romana, Maquiavelo cree que ello se debe a su tardía aplicación y no a su carácter. Más conmovedora resulta la opinión de James Harrington, quien sostiene que la correcta aplicación de las leyes agrarias permitiría asegurar «para siempre» la vida de la república. Sólo una distribución igualitaria de la tierra, recurso económico clave en aquellos tiempos, garantizaría entonces la estabilidad política y el vigor democrático. Parecidas conclusiones pueden extraerse de la obra de los «agrarios implícitos», entre ellos una Mary Wollstonecraft cuya vindicación de los derechos del hombre incluye la crítica de la aristocracia rural. Para Dodsworth, este problema no ha desaparecido aún y, de hecho, adquiere una nueva dimensión con la amenaza del cambio climático y la consiguiente necesidad de controlar más rigurosamente el empleo de los recursos naturales. El espíritu de las leyes agrarias podría incluso extenderse a otras formas de acumulación con idéntico fin: limitar la desigualdad para fortalecer la república.
Salta a la vista que otros muchos pensadores ven la limitación de la desigualdad como un fin en sí mismo y no un medio para crear las condiciones necesarias para la realización del ideal republicano. De ahí que la discusión contemporánea sobre la desigualdad admita puntos de vista que el republicanismo jamás podría aceptar. Por ejemplo: que quizás el verdadero problema sea la pobreza y no la desigualdad, o que la desigualdad entre el famoso 1% y el 99% restante es menos importante que las desigualdades entre los integrantes de ese 99%. Para el republicanismo, esto es inadmisible por la sencilla razón de que su intensa democracia de ciudadanos exige dos grandes requisitos: igualdad y pequeña escala. Por eso, una propuesta como la de acabar con los ricos sería bienvenida por el republicanismo; lo mismo podría decirse de las versiones más radicales del decrecentismo.
Ni que decir tiene que los problemas que plantea una doctrina de este tipo son innumerables: teóricos y prácticos. Está por verse que los ciudadanos verdaderamente quieran recuperar la libertad de los antiguos, en lugar de seguir ejercitando la de los modernos de acuerdo con la célebre distinción trazada por Benjamin Constant. Sabido es que los republicanos contestan a eso que, si se dieran las condiciones adecuadas, los ciudadanos descubrirían –descubriríamos– que dedicar el tiempo a la polis es deseable. A mí me parece poco probable, entre otras cosas porque denota una concepción terriblemente estrecha de las posibilidades existenciales, pero entiendo que el republicanismo –al menos cuando más se aleja del liberalismo y se hace más romántico– conserve esa esperanza. En realidad, nada impide a los republicanos tratar de convencer a los ciudadanos de que su camino de virtud y austeridad es preferible a otros. Y precisamente son las comunidades locales las que mayores posibilidades ofrecen en ese sentido. Siguiendo a Wendell Berry, bastaría con que los candidatos a las elecciones municipales convenciesen a sus vecinos de que la autosuficiencia es un objetivo deseable y de que cortar vínculos económicos con el mundo exterior ofrece más ventajas que inconvenientes. Es palpable, sin embargo, que el éxito no corona estos intentos allí donde se producen. A cambio, es vieja virtud del liberalismo que quien desee fundar una comunidad separada de los flujos económicos globales puede echarse al monte. Más futuro parecen tener, en cambio, las recomendaciones acerca de las leyes agrarias si entendemos por éstas, en sentido amplio, disposiciones legislativas orientadas a evitar la acumulación oligárquica de recursos. Sin embargo, su aprobación no requiere del republicanismo, aunque el republicanismo requiera de su aplicación: tanto la socialdemocracia como un liberalismo fiel a sus orígenes admitirían –admiten– su necesidad.
Pero quedan preguntas en el aire. Una es la relativa al pluralismo socialista auspiciado por William J. Connolly: ¿de dónde vendría el pluralismo en una sociedad organizada con arreglo a los principios económicos del socialismo? Y la otra remite tanto a Rousseau como a la mismísima Hannah Arendt, que osciló toda su obra entre el liberalismo y el republicanismo, pero lamentó siempre, como es sabido, que la esfera de lo social –esto es, lo económico– hubiese ocupado el lugar de lo político. Ahora bien, en ausencia de amenazas exteriores, con una población en la que todos serían ciudadanos y donde la actividad económica se reduciría al mínimo para evitar la tiranía de lo social, ¿cuál sería el tema de la república y qué contenido habría de tener esa «acción política» que ocupa un lugar central en la obra de la filósofa alemana? Dicho de otro modo: en una comunidad política de signo republicano, donde nadie tuviera más que el otro y reinasen las virtudes morales, ¿es que acaso habría algo acerca de lo que discutir?
[HEMEROTECA DEL BLOG] La misión de la universidad
Un aula universitaria
De una manera u otra he estado vinculado a la universidad durante cuarenta años de mi vida. Como alumno, como profesor particular preparando a otros alumnos para su ingreso en la universidad, y también en puestos de representación en Consejos de Departamento, Junta de Facultad, Consejo Social, Junta de Gobierno y Claustro universitarios, todo esto en la UNED, y mucho antes, a mediados de los 60, como estudiante en la Escuela Social de Madrid. Apartado definitivamente de toda actividad académica, la universidad sigue siendo para mi una institución entrañable que admiro y valoro y por la que siento una profunda preocupación, pues tengo la impresión, desde la modestia de mis apreciaciones, que anda bastante perdida ahora mismo sobre el verdadero alcance de la profunda crisis de identidad que padece y sobre los remedios para superarla.
Aunque cito de memoria, comparto con el pensador norteamericano de origen judío, George Steiner: "Errata. El examen de una vida" (Siruela, Madrid, 1998), su apreciación de que la "universidad" es, por esencia, una institución elitista. Y que solo se debería acceder a ella con la pretensión de "aprender", no para obtener un diploma con el que ganarse la vida... Lo que no significa en ningún caso que se impida llegar hasta ella a quién lo desee y lo merezca. Ya se que no es una postura compartida mayoritariamente, pero en fin...
Hace unos días encontré en ese fenomenal blog que es "El Boomeran(g)", un interesante artículo del profesor Ignacio Sotelo, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Libre de Berlín, publicado originalmente en el número 181 de la revista Claves de Razón Práctica, con el sugerente título de "La universidad en la encrucijada".
Dice el profesor Sotelo que hoy en día las cuatro funciones básicas que a lo largo de la historia se ha asignado a las universidades: preparar buenos profesionales, enseñar a hacer ciencia, transmitir la cultura del tiempo en que se vive y promover un compromiso cívico-social que redunde en beneficio de la sociedad que la sostiene económicamente, no resultan compatibles entre sí. Y ello, añade, porque la crisis profunda por la que pasa la universidad tal vez consista en que se está obligado a elegir, forzosamente, entre esas cuatro funciones tradicionales asignadas a ella, y esa es una opción nada fácil en estos momentos.
Tras un detallado repaso sobre los distintos modelos que la institución universitaria ha ido adoptando históricamente, desde el modelo medieval nacido con la pretensión de "formar" al personal especializado (teólogos y canonistas) que la Iglesia necesitaba -y que se desploma con la ruptura de la unidad de la cristiandad occidental- hasta su paulatina sustitución en la Prusia de finales del siglo XVII, en un nuevo espacio de libertad religiosa -pasando del ámbito eclesiástico al ámbito estatal- por un nuevo modelo que busca sobre todo el desarrollo de las ciencias y que perdura hasta nuestros días, concluye el articulista con un interesante diagnóstico sobre la universidad española.
Dice Sotelo que no tiene mucho sentido extenderse en la crítica de los resabios medievales que perviven en la universidad española, porque de ellos, dice, son cada vez más conscientes tanto los universitarios como la sociedad que financia unos estudios que en buena parte desembocan en el paro, o en empleos con sueldos muy bajos, y aunque considera que la multiplicación del número de universidades en España forzosamente solo puede hacerse a costa de la calidad de la enseñanza universitaria, siempre será preferible -añade- tener malas universidades que no tenerlas.
Para el articulista, mejorar la universidad no es sólo, ni principalmente, una cuestión de dinero, como la comunidad académica repite sin parar, dice con ironía. Cierto que siempre se necesita mucho más dinero del que se dispone, añade, pero lo decisivo es saber en qué hay que emplearlo, como ha puesto de relieve el que no haya correspondencia entre el que se recibe y la calidad que se ofrece. Sin dinero no hay investigación que valga, concluye, pero sólo con dinero tampoco. Porque poco se consigue sin verdaderas "comunidades científicas", ausentes según él, en la práctica, en España; algo que queda de manifiesto, dice, en que no sólo nadie se prestigia, sino mucho peor, nadie se desprestigia por lo que publica...
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