Los nuevos intentos de censura están relacionados con una visión que justifica el arte por su valor político y moral y desatan un insensato furor de resentimiento, escribía hace unos días en la revista Letras Libres el filósofo, ensayista y catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid José Luis Pardo.
Pronto se cumplirán 43 años de aquel día de febrero de 1975 en el que un agente de la policía local de Cáceres, de apellido Piris, observó que en el escaparate de una librería de esa ciudad española, junto con otras cuantas láminas de las obras de Francisco de Goya, se exponía una del cuadro conocido como La maja desnuda; no lo dudó: convencido de que se trataba de un atentado contra la moral y las buenas costumbres, entró en el establecimiento para ordenar a su propietaria que retirara semejante ofensa de la vista del público, ante todo para evitar que excitara la libido de los alumnos adolescentes de una escuela cercana. La noticia suscitó en su momento el sarcasmo de la oposición intelectual (la única que entonces existía de manera oficial), que la recibió casi con alegría o al menos con humor, porque veía en la esperpéntica anécdota una ocasión de mostrar al mundo el ridículo de los últimos estertores del aparato de censura de la dictadura de Franco, a la que ya le quedaban muy pocos meses de amargar la vida a los españoles y que se hallaba, como todos sus demás dispositivos, en estado de descomposición. El resto del país, o la parte de él que tenía alguna conciencia de su situación, debió sentir al conocer este hecho lo mismo que sentimos hoy desde la distancia: lástima y vergüenza ante un signo inequívoco más de la incultura y del atraso que, a fuerza de reinar en aquella sociedad, había llegado a convertirse en motivo de orgullo para sus autoridades gubernativas (el pleno del Ayuntamiento de Cáceres pidió al alcalde que felicitara al cabo Piris por su meritoria acción). Un lamentable episodio de un periodo histórico afortunadamente superado, se dirá.
Sin embargo, hace apenas unos meses se recogieron miles de firmas por internet para pedir que se retirara del Metropolitan Museum of Art de Nueva York un cuadro de Balthus, Thérèse dreaming, por considerar que ofrece una complaciente visión romántica del voyerismo y de la cosificación de las mujeres menores de edad, moralmente peligrosa para las masas que la contemplen. Lo cierto es que las connotaciones son diferentes: en el caso de La maja desnuda los censores pertenecían al siniestro bando del fascismo (de cuya identificación con el mal no cabe hoy duda alguna), y en este otro se trata de una reivindicación amparada en la defensa de las víctimas de los abusos sexuales (que es, más allá de toda duda, una buena causa). A pesar de todo, ¿no es lícito ver un macabro parecido entre ambos sucesos, en la medida en que parecen suponer intentos de restricción de las libertades civiles y de imposición de un ideario obligatorio (con lo que ello comporta de ataque a los fundamentos de las sociedades liberales)? La respuesta a esta pregunta tiene dos dimensiones conectadas de forma íntima: una se refiere al progreso moral, y la otra al progreso estético (¿puede considerarse como un progreso aquello que hace cuarenta años se valoraba como un retraso?). Intentemos profundizar un poco en ambas.
El concepto de progreso moral es problemático, sobre todo porque existe una idea (falsa y falaz) del mismo que a menudo ha permitido promover en su nombre la barbarie: la idea de que los hombres actuales somos superiores en términos morales a nuestros antepasados. Es una idea falsa porque la evidencia empírica que ha puesto a nuestra disposición la antropología sugiere que todos los hombres estamos hechos de la misma pasta moral, que tenemos los mismos defectos y debilidades en ese terreno. Y es una idea falaz porque el argumento de la superioridad moral (de unas épocas sobre otras, de unas religiones sobre otras, de unas razas o clases sobre otras razas o clases, de los opresores sobre los oprimidos o de los oprimidos sobre los opresores, de los colonos sobre los indígenas o de los indígenas sobre los colonos y, en general, de “nosotros” sobre nuestros enemigos) ha servido en todo tiempo y lugar para justificar las mayores atrocidades, al reducir el “progreso moral” a la victoria (que debería ocurrir históricamente) de los superiores sobre los inferiores o, de modo más breve, de los nuestros sobre los demás. Como decía Kant, no hay ninguna manera de resolver esta cuestión mientras se plantee como una guerra entre sistemas morales incompatibles.
Por el contrario, la única idea admisible de progreso moral es la que justamente lo hace consistir en el cese de ese enfrentamiento interminable que, en los inicios de nuestra cultura (y también, por cierto, en los de otras culturas), las antiguas tragedias griegas describieron como la sangrienta rueda de las venganzas, escenificada a la perfección en la Orestíada. Una rueda que solo deja de girar cuando ese círculo vicioso es sustituido por la aceptación por parte de los contendientes de una ley común a cuya justicia se someten de manera incondicional. Como explicó Nietzsche en La genealogía de la moral, en el momento en el que eso ocurre la humanidad abandona la jurisdicción de la naturaleza y entra en una inédita “situación de derecho” que permite considerar de modo impersonal las acciones: la justicia solo tiene ojos para la acción del pedófilo o del ladrón, pero es ciega a la identidad personal de su autor, a quien no castiga por lo que es sino por lo que hizo; así queda superado lo que Nietzsche llamó “el punto de vista del perjudicado” y, con él, “el insensato furor del resentimiento”. Lo cual no significa que los hombres sometidos a esa ley dejen de tener, en cuanto sujetos privados, deseos de venganza ante las ofensas de las que son objeto, sino que –para evitar los perjuicios que, a la larga, causaría a sus propias libertades públicas el dar libre curso al “derecho de revancha”– aceptan su proscripción legal a favor de los mecanismos de la justicia, delegando en los poderes públicos, como decimos hoy, el monopolio de la violencia. De acuerdo con esto, el progreso moral no significa que unos hombres sean moralmente superiores a otros, sino que algunas sociedades disponen de instituciones jurídico-políticas capaces de proteger a sus miembros contra sus miserias y flaquezas mejor de lo que otras lo hacen.
Sobre esta base pueden sostenerse avances morales significativos que, si no son irreversibles en su totalidad, al menos resultan merecedores de una protección jurídica especial. Esto ocurre, por ejemplo, cuando estos avances se constitucionalizan para hacer más difícil su posible reversión. Podemos señalar en nuestra historia algunos de esos progresos significativos, desde la abolición de la esclavitud hasta la institucionalización de las libertades civiles que se cristalizan en la Declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano y sus secuelas: entre otros, el llamado “contrato social”, el reconocimiento de los derechos de los trabajadores y todo lo que hoy denominamos democracia social, la emancipación de la mujer de la tutela del varón, las leyes contra la discriminación racial o la protección de la infancia, en la medida –aún deficiente y desigual– en la que han ido siendo consideradas en la legislación de los diversos Estados de derecho. Pero ya hemos dicho que estos avances no suponen puntos de no retorno en la evolución moral de la humanidad, es decir, siempre es posible que el progreso representado por esas instituciones se destruya y “regresemos” a situaciones anteriores y peores.
Si se acepta lo dicho hasta aquí, toda regresión moral ha de implicar una decadencia de los citados mecanismos de justicia y la consiguiente inclinación a reponer el controvertido modelo de la venganza y de la lucha por la superioridad moral. En nuestra historia reciente todos recordamos cómo el marxismo cuestionó el derecho en general y las libertades públicas en particular, calificándolos como “superestructuras ideológicas” que disimulaban las desigualdades económicas y afianzaban la dominación de clase; sustituyó así el paradigma del derecho por el de la guerra –la lucha de clases–, identificando la justicia con la victoria de los oprimidos sobre sus opresores. Y, debido a la enorme influencia del marxismo, este descrédito de los derechos civiles estuvo sin duda en la base de ese gigantesco engaño acerca de los Estados comunistas que ha estado vigente como propaganda hasta hace muy poco tiempo, a saber, que la inexistencia de tales derechos en dichos Estados no era un defecto, sino una prueba de que en ellos reinaba una libertad “real”, y no meramente “formal” y encubridora como la de las sociedades liberales. Algo idéntico, por otra parte, a lo que defendían otros Estados totalitarios sobre una base doctrinal de superioridad racial.
Puede que pensemos que estos planteamientos hoy en día están tan superados como los prejuicios del cabo Piris, pero en el tiempo transcurrido desde aquella grotesca historia hemos asistido a otro tipo de “crítica del derecho” que, reeditando algunos elementos de la marxista, la renueva y la prolonga hasta nuestros días de formas inequívocamente contemporáneas y en apariencia “progresistas”. Una de sus encarnaciones más llamativas son las bien conocidas tesis de Michel Foucault, según las cuales los grandes aparatos políticos de la sociedad moderna (el Estado, el parlamento, el gobierno, el tribunal, la prensa libre, etc.) son solo el resultado superficial de una correlación de fuerzas subterránea en la que pugnan una multiplicidad de “micropoderes” (y de “microdeseos”) moleculares y cuasi invisibles que constituyen su armazón profundo y su constante desasosiego. Por tanto, la presunta “imparcialidad de las leyes” sería también en este caso una mera apariencia que oculta las asimetrías características de toda relación de poder.
El incontestable éxito de estas tesis entre muchos de los movimientos políticos nacidos o renacidos a mediados del siglo pasado, e incluso su impacto en los programas políticos de la izquierda y la derecha parlamentarias, se ha beneficiado sin duda de otro factor, cuya relevancia seguramente Foucault no previó: la “irresistible ascensión” de los conflictos de identidad como plataforma de lucha política, que en tantas ocasiones y lugares han tomado el relevo de la “lucha de clases”. Como resultado de ello, hoy esos conflictos “profundos” de poder se han convertido en su mayoría en batallas cuyo trasfondo ya no es la igualdad, como lo era en los proyectos de corte socialista, sino la diferencia que compone la marca identitaria de cada uno de los adversarios, cuyas acciones han dejado de ser impersonales porque la justicia ha dejado de ser ciega a la identidad privada de los antagonistas: ahora se levanta la toga al juez y se le pide que pondere, no ya la cualidad de una acción, sino la identidad del agente. Esta nueva estrategia subvierte por completo lo que, en las frases antes citadas, Nietzsche identificaba como la transición desde una situación “de naturaleza”, en la que el daño que un hombre hace a otro se considera como una pugna entre particulares, a una situación “de derecho” en la que el perjuicio se entiende como una infracción de la ley común y, por tanto, como una falta contra la colectividad entera. Cuando esta desaparece y en su lugar se instalan las identidades irreductiblemente antagónicas, los adversarios en litigio dejan de confiar en la justicia (pues su “diferencia” no se deja constreñir a la igualdad ante la ley) y aspiran a recuperar el derecho de la víctima a la venganza, que no persigue la justicia sino la humillación del enemigo y que, pese a tener otros argumentos que los de los regímenes totalitarios, quiere corregir a la luz de su identidad menoscabada cada error de la historia, incluida la historia del arte. Se notará, por ejemplo, que la pérdida de confianza en los tribunales de justicia como instancias capaces de establecer (hasta donde los mortales podemos hacerlo, o sea siempre de manera provisional y revisable) la verdad de los hechos sociales es también una de las causas inequívocas del auge de la llamada posverdad (es decir, de la posibilidad de que cada quien elabore unos “hechos alternativos” convenientes a sus intereses privados en lugar de confiar en las verdades públicas).
Esta situación, que por el momento solo representa una sombra amenazadora sobre el Estado de derecho, se suma en el caso que nos ocupa a la peculiar coyuntura del arte contemporáneo heredada del siglo XX. Aunque también en este punto sería absurdo hablar de “progreso estético” en un sentido simplista (es decir, sostener que los cuadros de Rubens son mejores o peores que los frescos de Miguel Ángel o que las bailarinas de Degas), resulta difícil negar que el artista, como productor cultural, realiza una aspiración que siempre estuvo viva en su oficio cuando el arte se constituyó, en el siglo XIX, como una jurisdicción independiente de los poderes políticos, económicos, religiosos o “morales” a los que el pintor o el músico se habían visto obligados a someterse en épocas anteriores. A partir de ese momento puede exigirse que la producción y la valoración de las obras de arte se lleve a cabo en función de criterios exclusivamente estéticos que nada deban para su legitimación a otras esferas del juicio. Algo muy parecido sucede con la libertad de cátedra o la de prensa, que pese a que siempre hayan formado parte del ideario “profesional” de escritores y profesores, solo se encuentran verdaderamente garantizadas cuando sus respectivos campos –la investigación científica, el trabajo intelectual y la formación de la opinión pública– consiguen autonomía política con respecto a otros órdenes sociales deseosos de instrumentalizarlos a su servicio.
Cuando Balthus pintó Thérèse dreaming, en 1938, la actividad artística se hallaba aún protegida por esa jurisdicción autónoma de la que el cabo Piris nada sabía, convencido como estaba de que podía legislar sobre la esfera estética en nombre de una superioridad moral a la que nada ni nadie podía resistirse. De hecho, gracias a esa protección pudieron al menos protestar los artistas a quienes los regímenes fascistas y comunistas persiguieron por negarse a someter sus criterios estéticos a los criterios políticos de los ministerios de propaganda.
Pero el trabajo de las vanguardias históricas, convertidas en horizonte de referencia para todo el arte contemporáneo tras la Segunda Guerra Mundial, consistió, entre otras cosas, en rechazar y dinamitar esa protección para que el arte dejara de ser una esfera separada de la vida y se diluyera en ella, casi siempre por la vía de lo que Walter Benjamin llamó “la politización del arte”. Así, al mismo tiempo que se divulgaban la “microfísica del poder” y la “micropolítica del deseo”, una parte significativa de los movimientos artísticos abandonaba lo que quedaba de la jurisdicción autónoma de la estética moderna y buscaba para sus obras una legitimación política o moral. De nuevo, se trata del mismo tipo de legitimación que pretendieron dar a las artes los regímenes totalitarios nacidos en el siglo XX, aquella en virtud de la cual se podía censurar la Maja de Goya; pero de nuevo las causas político-morales a cuyo servicio se ponen (de manera simbólica) algunos artistas contemporáneos son intachablemente “buenas”: toman partido por las víctimas de la injusticia, la discriminación, la inmigración o de los efectos del capitalismo sobre el planeta. Sin embargo, como quiera que se valore esta estrategia del arte contemporáneo (ya sea como un “progreso” con respecto a su pasado “autónomo” o como una regresión hacia la heteronomía), una cosa es innegable: desde el momento en que el arte se desliza hacia una legitimación que se pretende más política y moral que estética o artística, es prácticamente inevitable que quede desarmado ante los argumentos que, como la pretensión de censurar el cuadro de Balthus, se apoyan en las mismas razones morales y políticas y en las mismas intachables causas a cuyo servicio se ponen las obras.
Si a esto se añade el modo como las nuevas “políticas de malestar” relacionadas con la guerra de identidades han desatado “el insensato furor del resentimiento”, todo parece indicar que, contra lo que habríamos pensado no hace mucho, la estirpe del cabo Piris nos dará en el porvenir aún muchas tardes de gloria.