¡Eureka!... "La literatura, desde los tiempos de Homero, sólo es el regreso a los lugares en que perdimos el corazón." Estaba buscando algún comentario original para conmemorar el día de hoy, 23 de abril, Día de las Letras Españolas y aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes. Una frase emotiva que resumiera el placer que proporciona el leer buena literatura. Lo encontré en el último párrafo del artículo con el que el escritor Gustavo Martin Garzo ("El embrujo de Juan Marsé", El País, 23/04/09) homenajea a su homólogo Juan Marsé (1), que hoy recibe el Premio Cervantes de manos del Rey. Leánlos (a Martín Garzo, y por supuesto a Juan Marsé; yo sólo soy un mensajero...) Disfrútenlos. Y sean felices, por favor. Y si quieren, terminen el día con la lectura de una de las más famosas novelas de nuestro Premio Cervantes: "Últimas tardes con Teresa", pueden descargarla aquí (2), gratis y legalmente. No me dan las gracias; es un placer. El discurso de Juan Marsé en el acto de recepción del Premio Cervantes pueden leerlo aquí (3). Y el "especial" de El País sobre el Día del Libro y los Premios Cervantes, en ésta (4) dirección electrónica. Tamaragua, amigos. (HArendt)
Notas:
(1) Página electrónica de Juan Marsé, en:
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/marse/index.htm
(2) "Últimas tardes con Teresa", en:
http://www.bibliotheka.org/?/ver/24700
(3) Discurso del escritor Juan Marsé con motivo de la recepción del Prmeio Cervantes, en:
http://www.elpais.com/elpaismedia/ultimahora/media/200904/23/cultura/20090423elpepucul_1_Pes_PDF.pdf
(4) Página especial de El País con dedicada al Día del Libro y los Premios Cervantes, en:
http://www.elpais.com/especial/dia-del-libro/premios-cervantes/
Imágenes:
(1) El escritor Juan Marsé, en:
http://www.gonzalobarr.com/blog/wp-content/uploads/2008/12/juan_marse.jpg
(2) Portada de "Últimas tardes con Teresa", en:
http://www.lalibreriadejavier.com/wp-content/uploads/2008/12/ultimas-tardes-con-teresa.jpg
El escritor Juan Marsé, Premio Cervantes
"EL EMBRUJO DE JUAN MARSÉ", por Gustavo Martín Garzo.
El País, 23/04/09
Los personajes de sus novelas poseen la falta de orgullo y la capacidad redentora de los antiguos héroes, ese viejo idealismo que se opone a la penosa realidad del presente. Marsé recibe hoy el Premio Cervantes. En la literatura española no hay grandes historias de amor. Ni siquiera Don Quijote de la Mancha o La celestina lo son. Don Quijote sustituye el mundo real por el de los ideales, y para Calixto su encuentro con Melibea no implica mucho más que la satisfacción de una necesidad fisiológica. Esta segunda tendencia es la que triunfa tristemente en nuestra literatura desde la picaresca, y se prolonga hasta bien entrado el siglo veinte. Hay excepciones, y sin duda la más decisiva es Galdós. Él fue el creador de Fortunata, el personaje femenino más inolvidable de nuestra literatura. En un mundo tristemente lastrado por las ideas más rancias, es Fortunata quien formula el mandamiento esencial del amor: que nada que tenga que ver con él es pecado. Son muchas las cosas que unen a Juan Marsé y a Benito Pérez Galdós. Su visión pesimista del ser humano, su capacidad para situarse en el lugar de la derrota y el fracaso de los ideales, y el que sus novelas sean algo así como un gran almacén de las emociones humanas. Pero, sobre todo, la facilidad con que sus personajes se desplazan del mundo real al mundo de los sueños. Es esta cualidad la que les hace tan sensibles a lo amoroso, que siempre tiene que ver con la ensoñación. Y los personajes más inolvidables de Marsé, el Java de Si te dicen que caí, el Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa, la Susanita y Daniel de El embrujo de Shanghai, no dejan de fantasear acerca de los demás o de sí mismos, ni de confundir el mundo real con el de sus sueños. Sobreviven contándose historias, pero la ficción no es sólo para ellos una forma de evadirse de un mundo degradado, en que predomina la violencia y la represión, sino la posibilidad de salvar las verdades más hondas de lo que son. En cierta forma, todos ellos son artistas, seres imaginativos y soñadores, dotados de una rara capacidad para comprometer a los demás con sus fantasías y de dar a sus acciones un sentido artístico de descubrimiento. Octavio Paz dijo que la poesía vuelve habitable el mundo, y es lo que hacen los impenitentes fabuladores que pueblan el mundo de Marsé, transformar el degradado paisaje en que viven en un paisaje moral. Tal vez por eso, los dos pilares básicos de este mundo son el regreso del héroe y la reivindicación del amor y de la amistad. En las novelas de Marsé el protagonista siempre busca algo que perdió y quiere recuperar, algo que tiene que ver con ese viejo idealismo que se opone a la penosa realidad del presente. Sus personajes poseen esa falta de orgullo y esa capacidad redentora de los antiguos héroes. Son hombres cansados o muchachos confusos que viven entre la inmundicia, o pobres mujeres a las que la vida ha condenado a la soledad y la degradación, pero en los que aún late esa antigua capacidad del corazón humano para conmoverse ante la luz y el brillo del mundo. Es esta búsqueda de los lugares encantados del pasado la que les hace vivir. Tal vez por eso a todos nos gustaría ser como ellos, pues por muy derrotados y tristes que nos parezcan en los personajes de Marsé siempre hay una honda conexión con la vida y la belleza, con ese mundo de los "primeros deslumbramientos" que no dejamos de buscar. Se ha escrito mucho sobre Marsé, sobre su capacidad para mezclar en sus novelas lo popular y lo culto, la literatura y la política, el folletín con la sociología, el sarcasmo con la piedad, lo grotesco con lo lírico; pero suele olvidarse que ese alarde técnico, esa búsqueda incontestable de fluidez y de totalidad, encubre una clara voluntad transfiguradora. El misterio de Marsé es cómo consigue que sus personajes abandonen el libro que estamos leyendo para vivir a nuestro lado como si hubieran salido de un cuento. Y no hay mejor ejemplo que Últimas tardes con Teresa, donde la pareja protagonista, más allá de lo que en principio cabe esperar de ellos, vive su amor ante nuestros ojos como esos grandes amantes de la literatura cuyas palabras y gestos nunca podremos olvidar, pues pertenecen al mundo antiguo del mito. Porque Últimas tardes con Teresa es sin duda una de las novelas de amor más hermosas escritas jamás en nuestra lengua. Antes he hablado de Galdós pero tal vez con el que habría que comparar a Marsé es con Scott Fitzgerald, por su capacidad para hacer de la literatura el espacio de la transfiguración. James Joyce llamó epifanías a esos instantes de encantamiento en que "la realidad se vuelve de pronto expresiva", y Marsé sólo escribe para dar cuenta de ellos. Eso es una epifanía, una pequeña explosión de realidad que hace del texto el lugar de la restitución. No es extraño que en el prólogo que escribe para su novela, diez años después de su publicación, se limite a hacer una lista apresurada de esos momentos encantados: la visión del pijama de seda de una niña o de las cofias y los delantales de una criada, dos manos unidas en un cementerio, o "el desorden de flores y besos que Teresa y Manolo dejan tras ellos en su última noche juntos, sobre el confeti de la calle en fiestas". Juan Marsé, como todos los grandes narradores, quiere llevarnos al lugar del milagro. El lugar donde los animales bajan a comer de las manos de los niños, donde los amantes se encuentran y donde se escuchan las voces de los muertos. Por eso sus historias se pueblan de seres tan extraños como inolvidables: pistoleros capaces de calentar la leche con sus manos, ancianos que detectan el olor de la muerte, muchachos de barrio que salvan el mundo con sus fantasías, fantasmas que deliran por los barrancos, niños que escuchan las voces de los desaparecidos, perros enfermos que siguen fielmente a sus amos, cojitas que se inventan flores que no pueden existir, mujeres hermosas que siguen brillando en la derrota como vírgenes en sus retablos de oro. Todos ellos cargan en su pecho un corazón demasiado grande con el que no saben qué hacer. Con el instinto de ese narrador eterno descrito por Benjamin, que entrega su propia vida a la tarea de contar, Marsé ha hecho arder una y otra vez la suave llama de sus historias. El resultado es una obra construida con materiales de derribo en la que misteriosamente siguen viviendo esas historias eternas que nos dicen que "los sueños juveniles se corrompen en boca de los adultos" y que en la vida real no caben todos los anhelos de nuestro corazón. Hay un momento en Lolita, la novela de Nabokov, que resume lo que acabo de decir. Lolita, casada y embarazada, le dice a Humbert-Humbert excusándose de haberle engañado con Vilty: "Tú destrozaste mi vida, pero él me rompió el corazón". Las novelas de Juan Marsé no hacen sociología, aunque sea posible reconstruir a partir de ellas tantas conductas de la época y del país en que fueron escritas; no hablan de vidas destrozadas, sino de corazones rotos, lo que es muy diferente. Él sabe que la literatura, desde los tiempos de Homero, sólo es el regreso a los lugares en que perdimos el corazón.
Portada de "Últimas tardes con Teresa", de Juan Marsé
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El blog de HArendt - Pensar para comprender, comprender para actuar - Primera etapa: 2006-2008 # Segunda etapa: 2008-2020 # Tercera etapa: 2022-2024
jueves, 23 de abril de 2009
miércoles, 22 de abril de 2009
23-F: Anatomía forense
Hace unos días polemizaba a través del correo electrónico con mi amigo, el periodista argentino Alberto Atienza, sobre el diferente criterio que debemos asumir ante el contenido de una obra pretendídamente histórica, y por tanto construida con rigor académico y objetividad, y el de otra obra construida como una historia novelada o una novela con ínfulas históricas.
Alberto vive en la ciudad de Mendoza, en el centro-oeste argentino y con el Aconcagua a la vista, y escribe en un interesante blog colectivo que lleva el nombre de "La 5ta. pata" (1), cuya lectura les recomiendo. La discusión, amigable como no podía ser menos, surgió con motivo del cabreo de mi corresponsal con el contenido de una novela del escritor escocés, Phillip Kerr, titulada "Una llama misteriosa" (RBA, Barcelona, 2009), relativamente publicitada en España, sobre el desembarco en la Argentina peronista de los años 50 de numerosos jerarcas nazis huidos de Europa tras el fin de la II Guerra Mundial, en la que se mezclan sucesos históricos con embarazos de Eva Perón por ex-generales nazis...
He recordado esta discusión a causa de la reciente publicación de una nueva novela del escritor catalán, y profesor de Literatura española en la Universidad de Gerona, Javier Cercas (2), sobre los sucesos del 23-F, que lleva el titulo de "Anatomía de un instante" (Mondadori, Barcelona, 2009). ¿Novela histórica o historia novelada? No la he leído, pero pienso hacerlo. De momento, he recogido dos comentarios recientes sobre ella, ambos elogiosos pero, como no podía ser menos, desde ópticas diferentes: la del historiador y profesor de la UNED, Santos Juliá, titulado "Mientras zumbaban las balas" (El País, 22/04/09), y la del escritor y periodista Jesús Ruiz Mantilla, con el título "23-F. El juicio de los hijos" (El País Semanal, 12/04/09). Se los reproduzco más adelante para que ustedes se formen su propia opinión. Sean felices. Tamaragua, amigos. (HArendt)
P.S.: Hoy, Día del Libro, me he comprado "Anatomía de un instante", y ya lo estoy leyendo... (HArendt)
Notas:
(1) El blog "La 5ta. pata", en:
http://la5tapatanet.blogspot.com/
(2) Javier Cercas, en:
http://es.wikipedia.org/wiki/Javier_Cercas
Imágenes:
(1) El escritor Javier Cercas:
http://virutas.files.wordpress.com/2007/03/cercas.jpg
(2) Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado se enfrentan a los asaltantes:
http://www.nodulo.org/ec/2009/img/n084p21a.jpg
(3) El Tte.coronel, Antonio Tejero, irrumpe en el Congreso:
http://ve.kalipedia.com/kalipediamedia/historia/media/200707/12/hisespana/20070712klphishes_250_Ies_SCO.jpg
El escritor Javier Cercas
"MIENTRAS ZUMBABAN LAS BALAS", por Santos Juliá
El País, 22/04/09
Literatura e historia se unen en el nuevo libro de Javier Cercas sobre el golpe del 23-F. El autor rescata del mito, la mentira y la desmemoria aquel periodo en que lo único permanente era la improvisación.
Escribía hace años Juan Linz que la transición a la democracia, convertida en historia, en objeto de estudio científico, corría el riesgo de que, quienes no la vivieron, la consideraran "algo obvio, no problemático". Y tenía razón: el alud de libros, artículos, series de televisión, debates, coloquios, que cayó sobre ella fue creando una imagen en la que unos hombres procedentes del régimen y de la oposición habían tomado decisiones que con el apoyo de un pueblo ejemplar sirvieron para salir de la dictadura en un modélico ejercicio de moderación. A esta mirada, centrada en unas élites que se encuentran, negocian y acaban queriéndose, se añadieron sociólogos y politólogos que insistieron en lo natural del proceso, atribuyendo aquella moderación y buen espíritu a causas objetivas como el desarrollo económico de los años sesenta, el crecimiento de la sociedad civil, el auge de la clase media. La Transición, resumió Fabián Estapé, no la hizo Suárez, la hizo el Seiscientos, como diciendo: no hay que darle más vueltas; pasó lo que tenía que pasar.
Pero al cabo de muy pocos años, sobre este complaciente relato llovieron torpedos procedentes de los más diversos cuarteles. Así, cuando iban mediados los años noventa, la clase política se enzarzó en agrias disputas sobre el lastre franquista que la Transición nos habría dejado como herencia; departamentos de lenguas románicas de universidades americanas insistieron en la idea de un pacto maligno, determinado por el miedo, la aversión al riesgo, la cobardía y la traición a los ideales; militantes de la memoria histórica explicaron la historia por el silencio impuesto a una sociedad desnortada, presa de una amnesia colectiva; en fin, y por alargar la lista, para un buen plantel de historiadores, de aquí y de fuera, la Transición se redujo a una leyenda áurea, un mito inventado con el propósito de ocultar la única realidad: que todo cambió para que todo siguiera igual.
De modo que desde el Seiscientos del chiste hasta el bloque de poder del último estudio macizo sobre la Transición como mito, aquel carácter problemático evocado por Linz se ha ido evacuando por los sumideros de la memoria. Sin duda, no faltan quienes recogen y amplían lo mejor de los estudios de los años ochenta, como el excelente trabajo de Nicolás Sartorius y Alberto Sabio sobre el final de la dictadura. Pero entre la profusión de títulos sobre la mentira, el mito, la desmemoria, los pactos de silencio y olvido, las traiciones, la renuncia a la ruptura y demás maldades de la Transición, hemos perdido aquella sensación de incertidumbre, de ritmos espasmódicos, de dudas y riesgos, aquel no saber qué va a pasar mañana, un tiempo en que lo único permanente fue la improvisación. Entre la moderación trufada de consenso y el mito gestado para ocultar el miedo, va quedando como cubierto por un espeso manto de olvido todo lo que aquel tiempo tuvo de incertidumbre, lucha y aprendizaje.
Y cuando habíamos cambiado, como se cambian cromos, la aproblematicidad basada en teorías deterministas por otra construida sobre el mito, un nuevo relato de aquellos años golpea nuestra atención por su atrevimiento al colocar bajo potentes focos el instante en que confluyeron las conspiraciones y los equívocos que poblaron todos los días de aquellos años. Su autor ya había convertido en memorable otro instante, fruto del azar y de la piedad, en el que un soldado de la República descubrió en los últimos días de la Guerra Civil a un hombre acurrucado en un hoyo, le apuntó con su fusil, lo miró a los ojos, vaciló, dio media vuelta y se fue sin disparar, gritando a sus compañeros: no, por aquí no hay nadie. El hombre era Rafael Sánchez Mazas, un falangista; el soldado era un desconocido, ambos de carne y hueso; el que contaba la historia y la leyenda era un periodista de ficción en el que se disfrazaba un novelista, Javier Cercas. El instante, con su carga simbólica, era el anuncio del fin de la Guerra Civil.
Hoy no es la guerra, es la Transición, y el autor ha dejado caer su disfraz para presentarse en primera persona, con su documentación, sus dudas y sus conjeturas a cuestas. Y a este novelista, periodista, historiador, que tuvo dificultades para conversar de otra cosa que no fuera de política con su padre, antiguo falangista pasado por Acción Católica, le intriga un instante, también al borde de la muerte, también símbolo de la clausura de una época de tensión, de futuros inciertos y de presentes sembrados de trampas, mentiras y conspiraciones. Qué fogonazo iluminó la conciencia de aquel soldado de la República: ésa era la pregunta que guiaba la búsqueda del novelista; qué resorte interior, qué fuerza, qué coraje, qué sentimientos y recuerdos cruzaron por la mente de aquellos tres hombres -Suárez, Gutiérrez Mellado, Carrillo- que permanecieron sentados en sus escaños, inermes, mientras una turba armada de guardias civiles irrumpía en el Congreso y las balas comenzaron a zumbar sobre sus cabezas: ésta es la pregunta que anima ahora la búsqueda del historiador, que quiere saber algo más acerca de su padre y de la recusación que, cuando joven, sintió hacia su padre, o hacia lo que creyó que representaba su padre.
Lo hace con las armas de la literatura y de la historia. Las primeras, evidentes no sólo en el estilo, en las figuras del discurso a las que recurre con frecuencia, a veces con demasiada frecuencia: anáforas para reforzar gradaciones, quiasmos para expresar paradojas, por no hablar de otras aliteraciones y de las abundantes paráfrasis de que va sembrando aquí y allá su relato para expresar una duda, recalcar una sospecha, formular una conjetura, desarrollar una idea. Pero no se trata sólo de figuras retóricas, sino de la estructura del relato, con una acción que progresa en la tarde-noche del 23 de febrero de 1981, interrumpida por los flash-back que iluminan las biografías de estos tres hombres sentados en sus escaños del Congreso y de un cuarto hombre que, en la distancia del palacio de la Zarzuela, guarda hasta hoy el secreto de aquel día y de las conversaciones equívocas, irresponsables, de los días, semanas y meses que lo precedieron.
La anatomía del instante, junto a la indagación del sentido del gesto de estos tres héroes de la retirada erguidos en sus escaños, personalmente rotos y políticamente asediados por sus adversarios, que han conspirado para colocar en su lugar a una personalidad independiente, preferentemente un militar; pero también, o sobre todo, despreciados por gentes de sus propios partidos, que no aguantan más al chisgarabís falangista, al militar traidor o al comunista entregado, devuelve a los años de desmontaje de la dictadura y construcción de la democracia lo que nunca debió haber perdido: su singularidad, el momento excepcional que ocupa en la historia española del siglo XX, esa mezcla de audacia e incertidumbre, de aprendizaje del pasado y de echar al olvido el pasado, de coraje y miedo, de dos pasos adelante y uno atrás, de pesada carga de la herencia y frágil esperanza del futuro.
Hacía tiempo que no llegaba tan concentrado el fuerte olor de aquellos tiempos: héroes de la retirada, guiados por una ética no ya de la responsabilidad, sino de la traición, que desvelan en su postrer gesto político todo el sentido de un instante, solos frente a su pasado y su futuro, mientras sobre sus cabezas zumbaban las balas.
Y aquí habría acabado la historia si el autor no hubiera tenido la osadía de presentarnos a su padre en la ceremonia del entierro, todavía reciente. No es casual esta intromisión, como no lo era la del periodista, incansable hasta encontrar al soldado de la República. Entonces, Cercas simbolizaba en un instante de piedad el fin de una guerra; ahora, tras su largo viaje a las profundidades de la Transición, simboliza en otro instante, cuando ha terminado de desentrañar el significado del gesto de un comunista, un militar y un falangista que no se tiraron al suelo, la reconciliación del nieto de la guerra que es él con aquel niño que durante la guerra fue su padre. Y éste sí que es el fin de esta historia.
Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado se enfrentan a los asaltantes (23/02/1981)
"23-F. EL JUICIO DE LOS HIJOS", por Jesús Ruiz Mantilla
El País Semanal, 12/04/09
Ese hombre solo, recostado con aparente tranquilidad en su escaño, puede que contemple la escena consciente de su gesto y puede que no. Un puñado de guardias civiles, pistola en mano, con un personaje al frente llamado Tejero, ha entrado en el Congreso para secuestrar la democracia y, casi sin mediar palabra, ha comenzado a disparar. Quizá él no se ha tirado al suelo, como casi todos, porque no tiene nada que perder. Porque ha sido abandonado por todos. Desde varios de sus colaboradores hasta el Rey, que no se inmutó cuando le presentó su dimisión. Quizá no ha capitulado porque al defender la dignidad de su cargo de presidente del Gobierno, todo el país, a partir de ese instante y pese a que en los días previos ha querido quemarlo en la hoguera, lo juzgará como un héroe.
Ese hombre, entre sombrío y decidido, desconcierta con la mirada, como en un duelo, la actitud de aquellos bárbaros uniformados que se han alzado en la tribuna de oradores con la dialéctica del ¡Se sienten, coño! y las ametralladoras. Pero no ha sido el único que ha permanecido sentado mientras tronaban los disparos. También lo han hecho su vicepresidente, el general Gutiérrez Mellado, y otro diputado, Santiago Carrillo, secretario general del PCE. Acaso las únicas dos personas que permanecieron junto a él hasta el final. Más que nunca en ese momento, cuando faltaban minutos para que lo dejara todo –se votaba la investidura de su sustituto, Leopoldo Calvo Sotelo–, pero él mismo no podía humillar esa encarnación de la soberanía popular metiéndose debajo de los bancos. Ya se habían ocupado de abaratar sus logros todos los demás conspirando en su contra. Desde el Ejército hasta la oposición, de la prensa a su propio partido, Unión de Centro Democrático (UCD), con varios de sus ministros incluidos. Por no hablar del mismo Rey, que durante meses había estado clamando a quien quisiera escucharle para que se lo quitaran de encima, según se desprende del último libro de Javier Cercas, Anatomía de un instante (Mondadori).
Pero ni aun así piensa tirarse al suelo. De esa forma, no. Bajo las amenazas del pistoletazo, no. Por la fuerza, no. “Porque no me daba la gana”, decía en una entrevista posterior. Para chulo él, listillo de Ávila, arribista en las postrimerías del franquismo y encantador de serpientes; guapetón, yerno perfecto para las suegras de toda España, tipo temerario y decidido. El mismo que hace días ha soportado la humillación de don Juan Carlos en La Zarzuela cuando aceptó sin rechistar su dimisión; el mismo que ha debido pasar el trago de aguantar cómo en su despacho, sin mirarle, sin pedirle que se lo pensara, sin hacer un gesto para frenar su decisión, el Monarca, sencillamente, ha llamado a su secretario y le ha dicho: Sabino, éste se va. Él, que hacía cinco años había confiado casi a ciegas en su instinto y su talento político para aniquilar el régimen y construir sobre sus ruinas una duradera monarquía parlamentaria que consolidase de nuevo a su dinastía…
El significado de ese momento ha dado pie a Javier Cercas para revisar los acontecimeintos que rodearon el 23-F en su nuevo libro. Sabe que va a dar que hablar porque se trata de una relectura generacional, distante, cruda y desprejuiciada de los hechos. La visión de una dinámica perversa y enloquecida que llevó al país hacia aquella tremenda equivocación. Un error que a punto estuvo de tirar abajo la todavía balbuceante democracia.
Fue una noche tensa. Horas con líneas de teléfonos al rojo vivo. Se jugaba una partida de póquer en los despachos, la calle y los cuarteles. Pero aquel precipicio estuvo en el ambiente durante meses. Era un clamor el descontento de los militares por la España de las autonomías, las cruentas campañas de ETA, la situación económica, la legalización del PCE y las reformas del Ejército. “Aunque éste no fue un golpe propiciado sólo por el descontento de los militares”, afirma mientras toma un café Javier Calderón, que entonces era hombre fuerte del CESID y años después escribió el libro Algo más que el 23-F, con su compañero Florentino Ruiz Platero.
Contra todo eso, el propio Suárez se encontraba impotente, acorralado, inerme. No hacía nada. Su actitud de encierro y resquemor alentaba a conspirar contra él a todos los niveles. La posibilidad de un Gobierno de concentración presidido por un general como Alfonso Armada no era una quimera para algunos, sobre todo para el propio Armada, hombre de ambición desmedida que se movía como una serpiente a todos los niveles. Ni siquiera era una locura para los propios socialistas que, en teoría, formarían parte de él y del que estaban prevenidos en una reunión que mantuvieron Armada y Enrique Múgica, número tres del PSOE, según relata Cercas en el libro.
“Claro que se sabía aquello. A mí me lo comentó el propio Rodríguez Sahagún, entonces ministro de Defensa. Era su principal preocupación”, asegura Alberto Oliart, que después del golpe ocupó también ese puesto y se encargó del juicio a los conspiradores. “Pero”, como comenta el propio Santiago Carrillo ahora, tranquilamente, fumándose un cigarrillo a sus 94 años en su casa, “una vez trasladas el poder a un militar, sabes que no va a dejarlo nunca”.
Aquello era una locura visto con distancia, pero no en mitad del meollo. La desgracia de Armada fue que esa noche coincidieron, por lo menos, dos golpes. El suyo, que le alzaría tras una increíble cadena de conspiraciones al poder más o menos por las buenas, y el de Tejero y su inspirador, Jaime Milans del Bosch, que tenían intenciones más cruentas. De hecho, el último había sacado los tanques por las calles de Valencia mientras el resto de mandos dudaban qué hacer, mostraban su lealtad a la Corona o esperaban órdenes no saben de quién.
La incapacidad de Armada de convencer a Tejero aquella misma noche para que le diera el mando e implantara la solución ansiada por él con un Gobierno de concentración lo echó todo por la borda. Según Carrillo, “Tejero montó el golpe, y Tejero se lo cargó”. Aquel hombre básico no podía consentir que después de habérsela jugado, Armada le ofreciera una salida digna en Portugal para él y para sus hombres y se diera entrada en ese futuro Gobierno a políticos socialistas, incluso comunistas. Ni la conversación telefónica de Tejero con Milans del Bosch en presencia de Armada, como relata Cercas, consiguió que diera su brazo a torcer. Ahí terminó todo.
¿Improvisación? ¿Ninguna planificación clara? Todo junto quizá. “Fracasó porque fue una auténtica chapuza”, comenta Calderón. Una chapuza que, pese a todo, “estuvo a punto de salir; eso es lo preocupante”, cree Cercas. Y una chapuza que precipitó la dimisión de Suárez…
De esa conversación en el Congreso de los Diputados hay testigos, pero no queda rastro. Cercas ha estado buscando las grabaciones que existen por varios sitios. Para llegar hasta ese desenlace ocurren muchas cosas. Primero, lo que él describe como la placenta del golpe.
La entrada de los guardias en el hemiciclo fue el resultado en parte de aquella confabulación universal que se desarrolló contra Suárez a partir de 1980. “Las operaciones políticas fueron el contexto que propició la operación militar. La placenta del golpe, pero no el golpe. El matiz es capital para entenderlo”, escribe Cercas.
En ese estado de ánimo conspirativo se encontraban todos: los partidos políticos, la prensa y el Ejército, que en aquella época era, asegura Alberto Oliart, “completamente franquista”. Suárez era el gran Satán. Para todos. Incluido el Rey, que le echaba la culpa de la situación. Éste es uno de los puntos más polémicos del libro. “Como casi toda la clase política, en los meses previos al 23 de febrero el rey se comportó de forma como mínimo imprudente y -porque para los militares él no era sólo el jefe del estado, sino también el jefe del ejército y el heredero de Franco-, mucho más que la de la clase política su imprudencia dio alas a los partidarios del golpe. Pero el 23 de febrero fue el rey quien se las cortó”. Eso escribe el autor. Y ahora puntualiza para El País Semanal: “Sí, es cierto que el Rey paró el golpe. Y a él, ante todo, debemos agradecerle su reacción aquella noche, pero es igual de cierto que sus indiscreciones y su deseo de acabar con Suárez también lo facilitaron”, sostiene Cercas. Una afirmación que tiñe de luz y sombra el papel del Monarca. Una de las tesis fundamentales.
Esas supuestas indiscreciones, sin duda, empujaron a Armada a lanzarse hacia la aventura. El general había sido tutor de don Juan Carlos desde la adolescencia. Su relación siempre fue especial. ¿Debió escoger el Rey otras personas con las que desfogarse por aquel entonces? Sin duda, sí. Más, a juzgar por la manera de ser de un hombre como Armada. Sinuoso y “con una enorme ambición, según me han contado quienes fueron compañeros suyos y le conocieron a fondo”, afirma Oliart. “Era una de esas personas que confunden su ideología con la verdad absoluta, como buen miembro del Opus”, afirma Javier Calderón. Para muestra, el teniente general hoy retirado recuerda una frase que le dijo Gutiérrez Mellado a Armada con ocasión de alguna de esas apocalípticas conversaciones que mantuvieron en la transición: “Alfonso, tú eres uno de esos exaltados que, con tal de salvar al Rey, te cargas la monarquía”.
Su papel fue extraño y huidizo, como el de una auténtica culebra, en la gestación del golpe. Pero hoy nadie duda de que el conocido como Elefante Blanco, aquella autoridad que iba a presentarse en el Congreso después del asalto, era él. Lo supo Suárez, lo sostiene Cercas, lo contaron los periodistas José Luis Barbería y Joaquín Prieto en su larga investigación titulada El enigma del elefante, todavía hoy de referencia. Lo afirma sin ningún género de dudas Carrillo. “A Suárez nunca le gustó la idea de Rodríguez Sahagún de nombrarle segundo jefe del Estado Mayor en los meses previos al golpe. Es más, se lo reprochó delante de mí y del Rey en una reunión posterior en La Zarzuela”, comenta el ex líder comunista.
Durante meses, Armada fue inoculando en los cuarteles y en los cenáculos la idea de que el Rey estaba en peligro y a continuación se postulaba como presidente de un Gobierno de concentración. Sus ambiciones confluyeron con las de otros. Las de Milans y Tejero, que ya había realizado sus ensayos en la Operación Galaxia. Por eso utilizaron también su nombre para justificar las acciones y provocaron una confusión monumental con ello entre los mandos de los cuarteles. Sobre todo en Madrid, donde el general Juste, entonces jefe de la División Acorazada Brunete, esperaba noticias de La Zarzuela. Más cuando su colega Torres Rojas, encargado por los golpistas de tomar el mando de la Brunete, actuaba de manera extraña.
Pero una de esas casualidades que unen el sexto sentido con la intuición y la habilidad detuvo lo que podía haber cambiado todo. El cometido de Armada aquella noche consistía, a toda costa, en conseguir permiso para subir al palacio a detallarle la situación al Rey. Una vez se supiera en algunos cuarteles que estaba allí, no habría hecho falta otra explicación para decantarse a favor o en contra. Cuando Juste y Sabino Fernández Campo hablaron, el jefe de la División Acorazada preguntó si Armada estaba ya en La Zarzuela, a lo que Fernández Campo respondió: “Ni está, ni se le espera”. Una frase determinante para Juste.
Aquella pregunta encendió las alarmas de Fernández Campo. Según quienes le rodeaban, y como recordaron Prieto y Barbería, el secretario del Rey, al colgar, sólo dijo: “Huy, huy, huy”. Y se dirigió al despacho donde se encontraba el Monarca. Justo al tiempo, Armada había conseguido hablar por teléfono con el Rey. Cuando Fernández Campo apareció por la puerta le desaconsejó que le diera permiso a Armada para venir al palacio de la Zarzuela. “Es mejor que te quedes donde estás”, le ordenó.
Ese cúmulo de casualidades, que fueron recogidas primero por Prieto y Barbería y narradas en la serie que emitió el pasado febrero Televisión Española, desmontó en buena parte el golpe. Pero sí consiguió Armada permiso para acudir al Congreso a mediar, según sostenía él, para no delatarse como líder de la conspiración, con Tejero. No estaba claro entonces qué cartas jugaba el general. Fernández Campo le advirtió de que en ningún caso utilizara el nombre de la Corona. “El Rey no tiene nada que ver con esto. ¿Está claro?”, le ordenó Sabino. Pero, ¿era esa garantía suficiente para alguien que se había llenado la boca en su nombre? ¿Qué les hacía suponer en La Zarzuela que no lo haría? “Fue un error, a mi juicio”, dice Calderón. “Un error quizá comprensible por la situación, pero muy peligroso”, cree Cercas.
Armada no logró convencer a Tejero. Lo que ocurrió después también lleva a Cercas a sacar una conclusión polémica. Nada más y nada menos que sobre el discurso que pronunció el Rey aquella noche. Sirvió para desmontar el golpe. El de Tejero. Pero ya que la solución Armada también se presentaba como una salida constitucional, pudiera haber explicado esa otra opción.
Éstas fueron las palabras del Rey: “Cualquier medida de carácter militar que, en su caso, hubiera de tomarse, deberá contar con la aprobación de la Junta de Jefes de Estado Mayor. La Corona, símbolo de la permanencia y la unidad de la patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum”.
La interpretación del autor del libro es polémica. “Las palabras tienen amo, y es evidente que si Armada hubiese conseguido pactar con los líderes políticos el Gobierno previsto por los golpistas y presentar como solución al golpe lo que en realidad era el triunfo del golpe, esas mismas palabras hubieran continuado significando desde luego una condena a los asaltantes, pero hubieran podido pasar a significar un espaldarazo”, apunta Cercas. “Eran una condena al golpe de Tejero, pero no necesariamente al de Armada”.
El caso es que no hubo manera de llegar a la siguiente fase. Armada abandonó la sala en la que discutió con Tejero muy irritado: “¡Este hombre está loco!”. La salida de los diputados fue tranquila. El cansancio les confundía. El propio Suárez, al ver allí a Armada, creyó que había acudido a mediar realmente y que gracias a su intervención se había reventado todo. El presidente del Gobierno, que siempre le consideró un conspirador, durante unas horas pensó que estaba equivocado con Armada. “Incluso se lo dijo al Rey. Y fue el propio don Juan Carlos quien le devolvió a la realidad: ‘No estabas equivocado. Ha sido él quien lo ha montado’, le dijo”, recuerda hoy Carrillo.
El caso es que visto así, con distancia, el golpe del 23-F no pudo escapar de un complicado nudo paradójico. Entre sus tensiones, bajo sus motivaciones y a juzgar por lo que ocurrió después, aquel acontecimiento despertó e hizo madurar al país. Lo que parece claro es que España andaba ya muy poco dispuesta a ser tutelada. Que la tradición de los salvapatrias parecía ya ridícula a los ojos de la mayoría. En los meses previos, que un militar volviera a poner orden, para muchos –clase política incluida– se antojaba como la mejor opción.
¿Y la calle? La calle no quería tensiones. No quería uniformes en los bancos del Gobierno. No quería revivir el fantasma de la guerra. “Sentido común”, dice Cercas. “Es a lo que aspiraban”. Eso tan preciado que no le podían ofrecer entonces dirigentes, periódicos exaltados, diplomacias vigilantes –como la de Estados Unidos–, militares que veían esfumarse a base de reformas necesarias todo su peso, su poder.
“El golpe terminó con la Guerra Civil, con el franquismo y con la transición a la vez”, concluye Cercas. Es algo que apoya Santiago Carrillo: “Muy posiblemente fue así”, dice este personaje clave en la arquitectura que devolvió la democracia a los españoles. Sin embargo, ese papel crucial de la izquierda en la transición corre peligro, según ellos dos, de ser barrido de la memoria colectiva. “Existe un revisionismo de aquel periodo preocupante. La transición fue un logro sobre todo de la izquierda al que últimamente parece que ha renunciado. No se puede colgar esa medalla la derecha”, afirma Cercas. “Yo creo que es algo que debía constar y reivindicarse entre los logros de la historia del Partido Comunista, principalmente, y me da la impresión de que se está dejando pasar”, asegura Carrillo. “Me empiezan a cansar ciertas cosas de lo que llaman la memoria histórica”.
El viaje de Carrillo hacia la reconciliación fue largo. Primero, en el exilio. Después, en la transición. Demasiado para pagar todo un sacrificio. Aquella noche, Carrillo pensó que le podrían matar cuando fue conducido a la Sala de los Relojes. “Al entrar vi que allí estaban cara a la pared Felipe González y Alfonso Guerra. En otra parte, Rodríguez Sahagún, y junto a mí, Gutiérrez Mellado”.
Ironías de la historia. Aquellos dos hombres enfrentados antaño en la guerra cumplían esa noche castigo hombro con hombro. Compartieron cigarrillos y meditaciones. Porque los guardias que los tenían vigilados con sus Cetme no les dejaban hablar. Javier Cercas ha reparado en esa casualidad. Durante la guerra, cuando Carrillo era uno de los responsables de la seguridad en Madrid, Gutiérrez Mellado pasó una temporada en la prisión de San Antón, de donde salían las sacas en camiones que llevaban a Paracuellos de Jarama. El que fuera vicepresidente suarista se salvó entonces. “Fuimos enemigos en la Guerra Civil y esa noche defendíamos la misma causa”, cuenta ahora Carrillo en la misma Sala de los Relojes.
De vez en cuando, Tejero se paseaba a ver a los prisioneros. Suárez estaba en otra sala. El golpista solía desafiarles con la mirada. Algunos la evitaban. El presidente del Gobierno, no. Que no les faltaban ganas de ejecutarle, saltaba a la vista. De haber triunfado el golpe de Tejero y Milans, pocos dudan de que lo habrían pasado por las armas. Esa noche, el cabecilla sublevado le dio una pista. Le amenazó con la pistola. Suárez le contestó con una orden: “¡Cuádrese!”. Cercas lo recuerda. De todas las anécdotas del heroísmo suarista esparcidas por sus hagiógrafos, da crédito a pocas. Una es ésta, que no es poca cosa.
La tensión se palpaba en el hemiciclo, en los pasillos y en los salones donde los cargos y los políticos permanecieron apartados. A Antonio Chaves le tocó vivirlo todo muy de cerca. Entonces trabajaba como ujier; ahora sigue en el Congreso, pero le cuesta recordar aquel día. Cómo entró al hemiciclo avisando de que llegaban hombres armados, cómo se tiró al suelo cuando escuchó los disparos, cómo le caían casquillos y cascotes encima de la cabeza. Cómo Tejero le pidió que le buscara un sitio discreto para hablar con Suárez. “Les metí en esta habitación”, comenta entrando en una pequeña sala que queda a la derecha de la tribuna de oradores cruzando una puerta.
¿De qué hablaron? “No pienso contarlo. Sólo diré una cosa. Yo en esos años era de izquierda, casi revolucionario, pero me impresionó la dignidad con la que se mantuvo en su sitio; a partir de ese día me hice incondicional suyo”. En un momento determinado, le llevó un cigarrillo. “Años después, iba paseando por la plaza de Oriente y un coche oficial se detuvo junto a mí. Se bajó la ventanilla y era Suárez. ¿Sabes qué me dijo?: Antonio, te debo tabaco”.
Cuando este empleado del Congreso abandonó el recinto, los guardias estaban acabando con las reservas del bar. “Bebían de todo. Unos iban de chulos y otros estaban por las esquinas llorando”. Tampoco la actitud de los empleados del Congreso fue unánime. “Muchos se pusieron a las órdenes de Tejero. Estaban encantados”.
La noche acabó con los golpistas abandonando el Congreso por la puerta y las ventanas. Lo difícil era juzgarlos. Pero se hizo. Y en aquel ambiente. Estaba claro que el Ejército franquista se había aniquilado a sí mismo. Alberto Oliart, que fue ministro de Defensa, lo recuerda. “Fue complicado, pero logramos lo que nos habíamos propuesto: que se celebrara y se dictara una sentencia con arreglo a la ley”. Pero fue polémico. Dos de los responsables principales, Tejero y Milans, fueron condenados a 30 años. Armada, al principio, sólo a seis. El Tribunal Supremo quintuplicó la pena.
Aquel juicio cerró un capítulo ejemplarizante. Cercas ha llegado 28 años después para revisar muchos puntos oscuros. Hizo algo similar con la Guerra Civil en Soldados de Salamina. Fue el juicio de los nietos a esa parte de la historia. Ahora ha dictado la sentencia de los hijos de la transición.
ANTONIO CHAVES. Ujier en el Congreso de los Diputados: "Alguien más entre los civiles debía de estar al tanto de aquello; si no, no se entiende".
Vio cómo entraban con sus armas y dio la voz de alerta. Después presenció cosas de las que pocos han sido testigos. “Tejero pidió que buscara una habitación para hablar con Suárez. Les metí en la sala de ujieres. Escuché y vi cosas que no voy a contar”, avisa. ¿Insultos? ¿Humillaciones hacia quien los golpistas consideraban el culpable de todos los males? “En todo momento, mientras yo estuve allí, trataron a Suárez con respeto. Pero se respiraba la tensión”. En aquel pequeño cuarto [en la foto] y en todo el recinto. No se quedó allí toda la noche. “Nos obligaron a salir. Primero, de la habitación donde les dejamos. Yo al principio me hice el loco, pero luego Tejero lo pidió de peor manera y uno de los guardias me apuntó la salida con su arma”. Después, él mismo negoció con los asaltantes que el personal del Congreso abandonara el lugar. “Nos fuimos al Palace y luego quisimos volver a entrar, pero no nos dejaron”. Le queda una duda: “Entre los civiles, alguien más debía de estar al tanto”.
JAVIER CALDERÓN. Hombre fuerte del CESID en la noche del 23-F: "Tejero pensaba que los militares eran unos calzonazos, por eso provoca el golpe"
A Javier Calderón, por haber formado parte de la cúpula del CESID mientras se cocía el 23-F, le han visto con resquemor en algunos sitios. La participación de algunos miembros de los servicios de información siempre ha planeado por encima de su cabeza. Pero Javier Cercas cree que en el caso de Calderón no hay asomo de duda. Este teniente general retirado pasó la noche protegiendo a los que estaban fuera del Congreso y tratando de enterarse de lo que ocurría dentro. Siempre fue fiel a un amigo: el general Gutiérrez Mellado. De quienes se descubrieron después como motores del golpe, sabe con certeza que uno de ellos, sobre todo, empujó a los demás. Cuando Adolfo Suárez dimitió como presidente del Gobierno acabó con la razón principal del golpe: ser defenestrado. Pero ellos siguieron. Ahora o nunca, pensaron los más duros. “Tejero creía que los militares eran unos calzonazos, que si no los provocaba, no se sumaban”. El guardia civil se lió la manta a la cabeza, apostó y perdió.
SANTIAGO CARRILLO. Secretario general del PCE y diputado en 1981: "No me tiré al suelo porque pensé: ¿qué dirán mañana mis hijos?".
Poco después de que los golpistas entraran en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, algunos líderes políticos fueron apartados de sus escaños. A Santiago Carrillo, líder del PCE, le condujeron a la Sala de los Relojes (en la imagen). “La recordaba más grande. Ahora me parece pequeña. Estuvimos 10 personas aquí: Felipe González, Alfonso Guerra, Rodríguez Sahagún, Gutiérrez Mellado, yo y los guardias que nos vigilaban”, comenta al volver a entrar ahora. El dirigente comunista mantuvo en todo momento una actitud ejemplar. “Pensé que en cualquier momento podrían matarme”, aseguró. Fue, junto a Adolfo Suárez y el general Gutiérrez Mellado, entonces vicepresidente del Gobierno, el único que permaneció sentado mientras tronaban los tiros. “No me tiré al suelo porque, entre otras cosas, pensé: ¿qué diran mañana mis hijos?”.
MARIANO REVILLA Y RAFAEL LUIS DÍAZ. El técnico y el cronista de la cadena SER que relataron el asalto: "Sobre el golpe existe todavía un silencio pactado".
Mariano se las arregló para dejar conectado todo el equipo, y Rafael, para contar lo que pudo. Su relato es a día de hoy una pieza mítica en la historia de la radio. “Lo más importante era que no cortaran la conexión”, asegura Mariano Revilla. Al fin y al cabo, se trataba del único sonido ambiente que llegaba al exterior. Sacó los equipos con disimulo, pero dejó un micrófono tirado en el suelo para que captara el ambiente. Un micrófono que Rafael fue escondiendo cuidadosamente con los pies para que nadie viera lo que ocultaba. “Ése finalmente lo desconectaron. Pero la salida de los micrófonos de la sala a la que teníamos acceso directo, no”, recuerda Revilla. “A las dos horas nos soltaron. Lo normal quizá hubiera sido marcharnos a casa. Pero nadie se movió de la zona. Estuvimos trabajando toda la noche hasta el final”, afirma Rafael. Fue una noche para periodistas de raza. Pero un episodio del que aún quedan dudas. “Creo que hay un silencio pactado. Sólo conocemos la punta del iceberg”, asegura Rafael Luis Díaz. Revilla, a su lado, sencillamente asiente.
El Tte. coronel Tejero irrumpe en el Congreso (23/02/81)
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Alberto vive en la ciudad de Mendoza, en el centro-oeste argentino y con el Aconcagua a la vista, y escribe en un interesante blog colectivo que lleva el nombre de "La 5ta. pata" (1), cuya lectura les recomiendo. La discusión, amigable como no podía ser menos, surgió con motivo del cabreo de mi corresponsal con el contenido de una novela del escritor escocés, Phillip Kerr, titulada "Una llama misteriosa" (RBA, Barcelona, 2009), relativamente publicitada en España, sobre el desembarco en la Argentina peronista de los años 50 de numerosos jerarcas nazis huidos de Europa tras el fin de la II Guerra Mundial, en la que se mezclan sucesos históricos con embarazos de Eva Perón por ex-generales nazis...
He recordado esta discusión a causa de la reciente publicación de una nueva novela del escritor catalán, y profesor de Literatura española en la Universidad de Gerona, Javier Cercas (2), sobre los sucesos del 23-F, que lleva el titulo de "Anatomía de un instante" (Mondadori, Barcelona, 2009). ¿Novela histórica o historia novelada? No la he leído, pero pienso hacerlo. De momento, he recogido dos comentarios recientes sobre ella, ambos elogiosos pero, como no podía ser menos, desde ópticas diferentes: la del historiador y profesor de la UNED, Santos Juliá, titulado "Mientras zumbaban las balas" (El País, 22/04/09), y la del escritor y periodista Jesús Ruiz Mantilla, con el título "23-F. El juicio de los hijos" (El País Semanal, 12/04/09). Se los reproduzco más adelante para que ustedes se formen su propia opinión. Sean felices. Tamaragua, amigos. (HArendt)
P.S.: Hoy, Día del Libro, me he comprado "Anatomía de un instante", y ya lo estoy leyendo... (HArendt)
Notas:
(1) El blog "La 5ta. pata", en:
http://la5tapatanet.blogspot.com/
(2) Javier Cercas, en:
http://es.wikipedia.org/wiki/Javier_Cercas
Imágenes:
(1) El escritor Javier Cercas:
http://virutas.files.wordpress.com/2007/03/cercas.jpg
(2) Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado se enfrentan a los asaltantes:
http://www.nodulo.org/ec/2009/img/n084p21a.jpg
(3) El Tte.coronel, Antonio Tejero, irrumpe en el Congreso:
http://ve.kalipedia.com/kalipediamedia/historia/media/200707/12/hisespana/20070712klphishes_250_Ies_SCO.jpg
El escritor Javier Cercas
"MIENTRAS ZUMBABAN LAS BALAS", por Santos Juliá
El País, 22/04/09
Literatura e historia se unen en el nuevo libro de Javier Cercas sobre el golpe del 23-F. El autor rescata del mito, la mentira y la desmemoria aquel periodo en que lo único permanente era la improvisación.
Escribía hace años Juan Linz que la transición a la democracia, convertida en historia, en objeto de estudio científico, corría el riesgo de que, quienes no la vivieron, la consideraran "algo obvio, no problemático". Y tenía razón: el alud de libros, artículos, series de televisión, debates, coloquios, que cayó sobre ella fue creando una imagen en la que unos hombres procedentes del régimen y de la oposición habían tomado decisiones que con el apoyo de un pueblo ejemplar sirvieron para salir de la dictadura en un modélico ejercicio de moderación. A esta mirada, centrada en unas élites que se encuentran, negocian y acaban queriéndose, se añadieron sociólogos y politólogos que insistieron en lo natural del proceso, atribuyendo aquella moderación y buen espíritu a causas objetivas como el desarrollo económico de los años sesenta, el crecimiento de la sociedad civil, el auge de la clase media. La Transición, resumió Fabián Estapé, no la hizo Suárez, la hizo el Seiscientos, como diciendo: no hay que darle más vueltas; pasó lo que tenía que pasar.
Pero al cabo de muy pocos años, sobre este complaciente relato llovieron torpedos procedentes de los más diversos cuarteles. Así, cuando iban mediados los años noventa, la clase política se enzarzó en agrias disputas sobre el lastre franquista que la Transición nos habría dejado como herencia; departamentos de lenguas románicas de universidades americanas insistieron en la idea de un pacto maligno, determinado por el miedo, la aversión al riesgo, la cobardía y la traición a los ideales; militantes de la memoria histórica explicaron la historia por el silencio impuesto a una sociedad desnortada, presa de una amnesia colectiva; en fin, y por alargar la lista, para un buen plantel de historiadores, de aquí y de fuera, la Transición se redujo a una leyenda áurea, un mito inventado con el propósito de ocultar la única realidad: que todo cambió para que todo siguiera igual.
De modo que desde el Seiscientos del chiste hasta el bloque de poder del último estudio macizo sobre la Transición como mito, aquel carácter problemático evocado por Linz se ha ido evacuando por los sumideros de la memoria. Sin duda, no faltan quienes recogen y amplían lo mejor de los estudios de los años ochenta, como el excelente trabajo de Nicolás Sartorius y Alberto Sabio sobre el final de la dictadura. Pero entre la profusión de títulos sobre la mentira, el mito, la desmemoria, los pactos de silencio y olvido, las traiciones, la renuncia a la ruptura y demás maldades de la Transición, hemos perdido aquella sensación de incertidumbre, de ritmos espasmódicos, de dudas y riesgos, aquel no saber qué va a pasar mañana, un tiempo en que lo único permanente fue la improvisación. Entre la moderación trufada de consenso y el mito gestado para ocultar el miedo, va quedando como cubierto por un espeso manto de olvido todo lo que aquel tiempo tuvo de incertidumbre, lucha y aprendizaje.
Y cuando habíamos cambiado, como se cambian cromos, la aproblematicidad basada en teorías deterministas por otra construida sobre el mito, un nuevo relato de aquellos años golpea nuestra atención por su atrevimiento al colocar bajo potentes focos el instante en que confluyeron las conspiraciones y los equívocos que poblaron todos los días de aquellos años. Su autor ya había convertido en memorable otro instante, fruto del azar y de la piedad, en el que un soldado de la República descubrió en los últimos días de la Guerra Civil a un hombre acurrucado en un hoyo, le apuntó con su fusil, lo miró a los ojos, vaciló, dio media vuelta y se fue sin disparar, gritando a sus compañeros: no, por aquí no hay nadie. El hombre era Rafael Sánchez Mazas, un falangista; el soldado era un desconocido, ambos de carne y hueso; el que contaba la historia y la leyenda era un periodista de ficción en el que se disfrazaba un novelista, Javier Cercas. El instante, con su carga simbólica, era el anuncio del fin de la Guerra Civil.
Hoy no es la guerra, es la Transición, y el autor ha dejado caer su disfraz para presentarse en primera persona, con su documentación, sus dudas y sus conjeturas a cuestas. Y a este novelista, periodista, historiador, que tuvo dificultades para conversar de otra cosa que no fuera de política con su padre, antiguo falangista pasado por Acción Católica, le intriga un instante, también al borde de la muerte, también símbolo de la clausura de una época de tensión, de futuros inciertos y de presentes sembrados de trampas, mentiras y conspiraciones. Qué fogonazo iluminó la conciencia de aquel soldado de la República: ésa era la pregunta que guiaba la búsqueda del novelista; qué resorte interior, qué fuerza, qué coraje, qué sentimientos y recuerdos cruzaron por la mente de aquellos tres hombres -Suárez, Gutiérrez Mellado, Carrillo- que permanecieron sentados en sus escaños, inermes, mientras una turba armada de guardias civiles irrumpía en el Congreso y las balas comenzaron a zumbar sobre sus cabezas: ésta es la pregunta que anima ahora la búsqueda del historiador, que quiere saber algo más acerca de su padre y de la recusación que, cuando joven, sintió hacia su padre, o hacia lo que creyó que representaba su padre.
Lo hace con las armas de la literatura y de la historia. Las primeras, evidentes no sólo en el estilo, en las figuras del discurso a las que recurre con frecuencia, a veces con demasiada frecuencia: anáforas para reforzar gradaciones, quiasmos para expresar paradojas, por no hablar de otras aliteraciones y de las abundantes paráfrasis de que va sembrando aquí y allá su relato para expresar una duda, recalcar una sospecha, formular una conjetura, desarrollar una idea. Pero no se trata sólo de figuras retóricas, sino de la estructura del relato, con una acción que progresa en la tarde-noche del 23 de febrero de 1981, interrumpida por los flash-back que iluminan las biografías de estos tres hombres sentados en sus escaños del Congreso y de un cuarto hombre que, en la distancia del palacio de la Zarzuela, guarda hasta hoy el secreto de aquel día y de las conversaciones equívocas, irresponsables, de los días, semanas y meses que lo precedieron.
La anatomía del instante, junto a la indagación del sentido del gesto de estos tres héroes de la retirada erguidos en sus escaños, personalmente rotos y políticamente asediados por sus adversarios, que han conspirado para colocar en su lugar a una personalidad independiente, preferentemente un militar; pero también, o sobre todo, despreciados por gentes de sus propios partidos, que no aguantan más al chisgarabís falangista, al militar traidor o al comunista entregado, devuelve a los años de desmontaje de la dictadura y construcción de la democracia lo que nunca debió haber perdido: su singularidad, el momento excepcional que ocupa en la historia española del siglo XX, esa mezcla de audacia e incertidumbre, de aprendizaje del pasado y de echar al olvido el pasado, de coraje y miedo, de dos pasos adelante y uno atrás, de pesada carga de la herencia y frágil esperanza del futuro.
Hacía tiempo que no llegaba tan concentrado el fuerte olor de aquellos tiempos: héroes de la retirada, guiados por una ética no ya de la responsabilidad, sino de la traición, que desvelan en su postrer gesto político todo el sentido de un instante, solos frente a su pasado y su futuro, mientras sobre sus cabezas zumbaban las balas.
Y aquí habría acabado la historia si el autor no hubiera tenido la osadía de presentarnos a su padre en la ceremonia del entierro, todavía reciente. No es casual esta intromisión, como no lo era la del periodista, incansable hasta encontrar al soldado de la República. Entonces, Cercas simbolizaba en un instante de piedad el fin de una guerra; ahora, tras su largo viaje a las profundidades de la Transición, simboliza en otro instante, cuando ha terminado de desentrañar el significado del gesto de un comunista, un militar y un falangista que no se tiraron al suelo, la reconciliación del nieto de la guerra que es él con aquel niño que durante la guerra fue su padre. Y éste sí que es el fin de esta historia.
Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado se enfrentan a los asaltantes (23/02/1981)
"23-F. EL JUICIO DE LOS HIJOS", por Jesús Ruiz Mantilla
El País Semanal, 12/04/09
Ese hombre solo, recostado con aparente tranquilidad en su escaño, puede que contemple la escena consciente de su gesto y puede que no. Un puñado de guardias civiles, pistola en mano, con un personaje al frente llamado Tejero, ha entrado en el Congreso para secuestrar la democracia y, casi sin mediar palabra, ha comenzado a disparar. Quizá él no se ha tirado al suelo, como casi todos, porque no tiene nada que perder. Porque ha sido abandonado por todos. Desde varios de sus colaboradores hasta el Rey, que no se inmutó cuando le presentó su dimisión. Quizá no ha capitulado porque al defender la dignidad de su cargo de presidente del Gobierno, todo el país, a partir de ese instante y pese a que en los días previos ha querido quemarlo en la hoguera, lo juzgará como un héroe.
Ese hombre, entre sombrío y decidido, desconcierta con la mirada, como en un duelo, la actitud de aquellos bárbaros uniformados que se han alzado en la tribuna de oradores con la dialéctica del ¡Se sienten, coño! y las ametralladoras. Pero no ha sido el único que ha permanecido sentado mientras tronaban los disparos. También lo han hecho su vicepresidente, el general Gutiérrez Mellado, y otro diputado, Santiago Carrillo, secretario general del PCE. Acaso las únicas dos personas que permanecieron junto a él hasta el final. Más que nunca en ese momento, cuando faltaban minutos para que lo dejara todo –se votaba la investidura de su sustituto, Leopoldo Calvo Sotelo–, pero él mismo no podía humillar esa encarnación de la soberanía popular metiéndose debajo de los bancos. Ya se habían ocupado de abaratar sus logros todos los demás conspirando en su contra. Desde el Ejército hasta la oposición, de la prensa a su propio partido, Unión de Centro Democrático (UCD), con varios de sus ministros incluidos. Por no hablar del mismo Rey, que durante meses había estado clamando a quien quisiera escucharle para que se lo quitaran de encima, según se desprende del último libro de Javier Cercas, Anatomía de un instante (Mondadori).
Pero ni aun así piensa tirarse al suelo. De esa forma, no. Bajo las amenazas del pistoletazo, no. Por la fuerza, no. “Porque no me daba la gana”, decía en una entrevista posterior. Para chulo él, listillo de Ávila, arribista en las postrimerías del franquismo y encantador de serpientes; guapetón, yerno perfecto para las suegras de toda España, tipo temerario y decidido. El mismo que hace días ha soportado la humillación de don Juan Carlos en La Zarzuela cuando aceptó sin rechistar su dimisión; el mismo que ha debido pasar el trago de aguantar cómo en su despacho, sin mirarle, sin pedirle que se lo pensara, sin hacer un gesto para frenar su decisión, el Monarca, sencillamente, ha llamado a su secretario y le ha dicho: Sabino, éste se va. Él, que hacía cinco años había confiado casi a ciegas en su instinto y su talento político para aniquilar el régimen y construir sobre sus ruinas una duradera monarquía parlamentaria que consolidase de nuevo a su dinastía…
El significado de ese momento ha dado pie a Javier Cercas para revisar los acontecimeintos que rodearon el 23-F en su nuevo libro. Sabe que va a dar que hablar porque se trata de una relectura generacional, distante, cruda y desprejuiciada de los hechos. La visión de una dinámica perversa y enloquecida que llevó al país hacia aquella tremenda equivocación. Un error que a punto estuvo de tirar abajo la todavía balbuceante democracia.
Fue una noche tensa. Horas con líneas de teléfonos al rojo vivo. Se jugaba una partida de póquer en los despachos, la calle y los cuarteles. Pero aquel precipicio estuvo en el ambiente durante meses. Era un clamor el descontento de los militares por la España de las autonomías, las cruentas campañas de ETA, la situación económica, la legalización del PCE y las reformas del Ejército. “Aunque éste no fue un golpe propiciado sólo por el descontento de los militares”, afirma mientras toma un café Javier Calderón, que entonces era hombre fuerte del CESID y años después escribió el libro Algo más que el 23-F, con su compañero Florentino Ruiz Platero.
Contra todo eso, el propio Suárez se encontraba impotente, acorralado, inerme. No hacía nada. Su actitud de encierro y resquemor alentaba a conspirar contra él a todos los niveles. La posibilidad de un Gobierno de concentración presidido por un general como Alfonso Armada no era una quimera para algunos, sobre todo para el propio Armada, hombre de ambición desmedida que se movía como una serpiente a todos los niveles. Ni siquiera era una locura para los propios socialistas que, en teoría, formarían parte de él y del que estaban prevenidos en una reunión que mantuvieron Armada y Enrique Múgica, número tres del PSOE, según relata Cercas en el libro.
“Claro que se sabía aquello. A mí me lo comentó el propio Rodríguez Sahagún, entonces ministro de Defensa. Era su principal preocupación”, asegura Alberto Oliart, que después del golpe ocupó también ese puesto y se encargó del juicio a los conspiradores. “Pero”, como comenta el propio Santiago Carrillo ahora, tranquilamente, fumándose un cigarrillo a sus 94 años en su casa, “una vez trasladas el poder a un militar, sabes que no va a dejarlo nunca”.
Aquello era una locura visto con distancia, pero no en mitad del meollo. La desgracia de Armada fue que esa noche coincidieron, por lo menos, dos golpes. El suyo, que le alzaría tras una increíble cadena de conspiraciones al poder más o menos por las buenas, y el de Tejero y su inspirador, Jaime Milans del Bosch, que tenían intenciones más cruentas. De hecho, el último había sacado los tanques por las calles de Valencia mientras el resto de mandos dudaban qué hacer, mostraban su lealtad a la Corona o esperaban órdenes no saben de quién.
La incapacidad de Armada de convencer a Tejero aquella misma noche para que le diera el mando e implantara la solución ansiada por él con un Gobierno de concentración lo echó todo por la borda. Según Carrillo, “Tejero montó el golpe, y Tejero se lo cargó”. Aquel hombre básico no podía consentir que después de habérsela jugado, Armada le ofreciera una salida digna en Portugal para él y para sus hombres y se diera entrada en ese futuro Gobierno a políticos socialistas, incluso comunistas. Ni la conversación telefónica de Tejero con Milans del Bosch en presencia de Armada, como relata Cercas, consiguió que diera su brazo a torcer. Ahí terminó todo.
¿Improvisación? ¿Ninguna planificación clara? Todo junto quizá. “Fracasó porque fue una auténtica chapuza”, comenta Calderón. Una chapuza que, pese a todo, “estuvo a punto de salir; eso es lo preocupante”, cree Cercas. Y una chapuza que precipitó la dimisión de Suárez…
De esa conversación en el Congreso de los Diputados hay testigos, pero no queda rastro. Cercas ha estado buscando las grabaciones que existen por varios sitios. Para llegar hasta ese desenlace ocurren muchas cosas. Primero, lo que él describe como la placenta del golpe.
La entrada de los guardias en el hemiciclo fue el resultado en parte de aquella confabulación universal que se desarrolló contra Suárez a partir de 1980. “Las operaciones políticas fueron el contexto que propició la operación militar. La placenta del golpe, pero no el golpe. El matiz es capital para entenderlo”, escribe Cercas.
En ese estado de ánimo conspirativo se encontraban todos: los partidos políticos, la prensa y el Ejército, que en aquella época era, asegura Alberto Oliart, “completamente franquista”. Suárez era el gran Satán. Para todos. Incluido el Rey, que le echaba la culpa de la situación. Éste es uno de los puntos más polémicos del libro. “Como casi toda la clase política, en los meses previos al 23 de febrero el rey se comportó de forma como mínimo imprudente y -porque para los militares él no era sólo el jefe del estado, sino también el jefe del ejército y el heredero de Franco-, mucho más que la de la clase política su imprudencia dio alas a los partidarios del golpe. Pero el 23 de febrero fue el rey quien se las cortó”. Eso escribe el autor. Y ahora puntualiza para El País Semanal: “Sí, es cierto que el Rey paró el golpe. Y a él, ante todo, debemos agradecerle su reacción aquella noche, pero es igual de cierto que sus indiscreciones y su deseo de acabar con Suárez también lo facilitaron”, sostiene Cercas. Una afirmación que tiñe de luz y sombra el papel del Monarca. Una de las tesis fundamentales.
Esas supuestas indiscreciones, sin duda, empujaron a Armada a lanzarse hacia la aventura. El general había sido tutor de don Juan Carlos desde la adolescencia. Su relación siempre fue especial. ¿Debió escoger el Rey otras personas con las que desfogarse por aquel entonces? Sin duda, sí. Más, a juzgar por la manera de ser de un hombre como Armada. Sinuoso y “con una enorme ambición, según me han contado quienes fueron compañeros suyos y le conocieron a fondo”, afirma Oliart. “Era una de esas personas que confunden su ideología con la verdad absoluta, como buen miembro del Opus”, afirma Javier Calderón. Para muestra, el teniente general hoy retirado recuerda una frase que le dijo Gutiérrez Mellado a Armada con ocasión de alguna de esas apocalípticas conversaciones que mantuvieron en la transición: “Alfonso, tú eres uno de esos exaltados que, con tal de salvar al Rey, te cargas la monarquía”.
Su papel fue extraño y huidizo, como el de una auténtica culebra, en la gestación del golpe. Pero hoy nadie duda de que el conocido como Elefante Blanco, aquella autoridad que iba a presentarse en el Congreso después del asalto, era él. Lo supo Suárez, lo sostiene Cercas, lo contaron los periodistas José Luis Barbería y Joaquín Prieto en su larga investigación titulada El enigma del elefante, todavía hoy de referencia. Lo afirma sin ningún género de dudas Carrillo. “A Suárez nunca le gustó la idea de Rodríguez Sahagún de nombrarle segundo jefe del Estado Mayor en los meses previos al golpe. Es más, se lo reprochó delante de mí y del Rey en una reunión posterior en La Zarzuela”, comenta el ex líder comunista.
Durante meses, Armada fue inoculando en los cuarteles y en los cenáculos la idea de que el Rey estaba en peligro y a continuación se postulaba como presidente de un Gobierno de concentración. Sus ambiciones confluyeron con las de otros. Las de Milans y Tejero, que ya había realizado sus ensayos en la Operación Galaxia. Por eso utilizaron también su nombre para justificar las acciones y provocaron una confusión monumental con ello entre los mandos de los cuarteles. Sobre todo en Madrid, donde el general Juste, entonces jefe de la División Acorazada Brunete, esperaba noticias de La Zarzuela. Más cuando su colega Torres Rojas, encargado por los golpistas de tomar el mando de la Brunete, actuaba de manera extraña.
Pero una de esas casualidades que unen el sexto sentido con la intuición y la habilidad detuvo lo que podía haber cambiado todo. El cometido de Armada aquella noche consistía, a toda costa, en conseguir permiso para subir al palacio a detallarle la situación al Rey. Una vez se supiera en algunos cuarteles que estaba allí, no habría hecho falta otra explicación para decantarse a favor o en contra. Cuando Juste y Sabino Fernández Campo hablaron, el jefe de la División Acorazada preguntó si Armada estaba ya en La Zarzuela, a lo que Fernández Campo respondió: “Ni está, ni se le espera”. Una frase determinante para Juste.
Aquella pregunta encendió las alarmas de Fernández Campo. Según quienes le rodeaban, y como recordaron Prieto y Barbería, el secretario del Rey, al colgar, sólo dijo: “Huy, huy, huy”. Y se dirigió al despacho donde se encontraba el Monarca. Justo al tiempo, Armada había conseguido hablar por teléfono con el Rey. Cuando Fernández Campo apareció por la puerta le desaconsejó que le diera permiso a Armada para venir al palacio de la Zarzuela. “Es mejor que te quedes donde estás”, le ordenó.
Ese cúmulo de casualidades, que fueron recogidas primero por Prieto y Barbería y narradas en la serie que emitió el pasado febrero Televisión Española, desmontó en buena parte el golpe. Pero sí consiguió Armada permiso para acudir al Congreso a mediar, según sostenía él, para no delatarse como líder de la conspiración, con Tejero. No estaba claro entonces qué cartas jugaba el general. Fernández Campo le advirtió de que en ningún caso utilizara el nombre de la Corona. “El Rey no tiene nada que ver con esto. ¿Está claro?”, le ordenó Sabino. Pero, ¿era esa garantía suficiente para alguien que se había llenado la boca en su nombre? ¿Qué les hacía suponer en La Zarzuela que no lo haría? “Fue un error, a mi juicio”, dice Calderón. “Un error quizá comprensible por la situación, pero muy peligroso”, cree Cercas.
Armada no logró convencer a Tejero. Lo que ocurrió después también lleva a Cercas a sacar una conclusión polémica. Nada más y nada menos que sobre el discurso que pronunció el Rey aquella noche. Sirvió para desmontar el golpe. El de Tejero. Pero ya que la solución Armada también se presentaba como una salida constitucional, pudiera haber explicado esa otra opción.
Éstas fueron las palabras del Rey: “Cualquier medida de carácter militar que, en su caso, hubiera de tomarse, deberá contar con la aprobación de la Junta de Jefes de Estado Mayor. La Corona, símbolo de la permanencia y la unidad de la patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum”.
La interpretación del autor del libro es polémica. “Las palabras tienen amo, y es evidente que si Armada hubiese conseguido pactar con los líderes políticos el Gobierno previsto por los golpistas y presentar como solución al golpe lo que en realidad era el triunfo del golpe, esas mismas palabras hubieran continuado significando desde luego una condena a los asaltantes, pero hubieran podido pasar a significar un espaldarazo”, apunta Cercas. “Eran una condena al golpe de Tejero, pero no necesariamente al de Armada”.
El caso es que no hubo manera de llegar a la siguiente fase. Armada abandonó la sala en la que discutió con Tejero muy irritado: “¡Este hombre está loco!”. La salida de los diputados fue tranquila. El cansancio les confundía. El propio Suárez, al ver allí a Armada, creyó que había acudido a mediar realmente y que gracias a su intervención se había reventado todo. El presidente del Gobierno, que siempre le consideró un conspirador, durante unas horas pensó que estaba equivocado con Armada. “Incluso se lo dijo al Rey. Y fue el propio don Juan Carlos quien le devolvió a la realidad: ‘No estabas equivocado. Ha sido él quien lo ha montado’, le dijo”, recuerda hoy Carrillo.
El caso es que visto así, con distancia, el golpe del 23-F no pudo escapar de un complicado nudo paradójico. Entre sus tensiones, bajo sus motivaciones y a juzgar por lo que ocurrió después, aquel acontecimiento despertó e hizo madurar al país. Lo que parece claro es que España andaba ya muy poco dispuesta a ser tutelada. Que la tradición de los salvapatrias parecía ya ridícula a los ojos de la mayoría. En los meses previos, que un militar volviera a poner orden, para muchos –clase política incluida– se antojaba como la mejor opción.
¿Y la calle? La calle no quería tensiones. No quería uniformes en los bancos del Gobierno. No quería revivir el fantasma de la guerra. “Sentido común”, dice Cercas. “Es a lo que aspiraban”. Eso tan preciado que no le podían ofrecer entonces dirigentes, periódicos exaltados, diplomacias vigilantes –como la de Estados Unidos–, militares que veían esfumarse a base de reformas necesarias todo su peso, su poder.
“El golpe terminó con la Guerra Civil, con el franquismo y con la transición a la vez”, concluye Cercas. Es algo que apoya Santiago Carrillo: “Muy posiblemente fue así”, dice este personaje clave en la arquitectura que devolvió la democracia a los españoles. Sin embargo, ese papel crucial de la izquierda en la transición corre peligro, según ellos dos, de ser barrido de la memoria colectiva. “Existe un revisionismo de aquel periodo preocupante. La transición fue un logro sobre todo de la izquierda al que últimamente parece que ha renunciado. No se puede colgar esa medalla la derecha”, afirma Cercas. “Yo creo que es algo que debía constar y reivindicarse entre los logros de la historia del Partido Comunista, principalmente, y me da la impresión de que se está dejando pasar”, asegura Carrillo. “Me empiezan a cansar ciertas cosas de lo que llaman la memoria histórica”.
El viaje de Carrillo hacia la reconciliación fue largo. Primero, en el exilio. Después, en la transición. Demasiado para pagar todo un sacrificio. Aquella noche, Carrillo pensó que le podrían matar cuando fue conducido a la Sala de los Relojes. “Al entrar vi que allí estaban cara a la pared Felipe González y Alfonso Guerra. En otra parte, Rodríguez Sahagún, y junto a mí, Gutiérrez Mellado”.
Ironías de la historia. Aquellos dos hombres enfrentados antaño en la guerra cumplían esa noche castigo hombro con hombro. Compartieron cigarrillos y meditaciones. Porque los guardias que los tenían vigilados con sus Cetme no les dejaban hablar. Javier Cercas ha reparado en esa casualidad. Durante la guerra, cuando Carrillo era uno de los responsables de la seguridad en Madrid, Gutiérrez Mellado pasó una temporada en la prisión de San Antón, de donde salían las sacas en camiones que llevaban a Paracuellos de Jarama. El que fuera vicepresidente suarista se salvó entonces. “Fuimos enemigos en la Guerra Civil y esa noche defendíamos la misma causa”, cuenta ahora Carrillo en la misma Sala de los Relojes.
De vez en cuando, Tejero se paseaba a ver a los prisioneros. Suárez estaba en otra sala. El golpista solía desafiarles con la mirada. Algunos la evitaban. El presidente del Gobierno, no. Que no les faltaban ganas de ejecutarle, saltaba a la vista. De haber triunfado el golpe de Tejero y Milans, pocos dudan de que lo habrían pasado por las armas. Esa noche, el cabecilla sublevado le dio una pista. Le amenazó con la pistola. Suárez le contestó con una orden: “¡Cuádrese!”. Cercas lo recuerda. De todas las anécdotas del heroísmo suarista esparcidas por sus hagiógrafos, da crédito a pocas. Una es ésta, que no es poca cosa.
La tensión se palpaba en el hemiciclo, en los pasillos y en los salones donde los cargos y los políticos permanecieron apartados. A Antonio Chaves le tocó vivirlo todo muy de cerca. Entonces trabajaba como ujier; ahora sigue en el Congreso, pero le cuesta recordar aquel día. Cómo entró al hemiciclo avisando de que llegaban hombres armados, cómo se tiró al suelo cuando escuchó los disparos, cómo le caían casquillos y cascotes encima de la cabeza. Cómo Tejero le pidió que le buscara un sitio discreto para hablar con Suárez. “Les metí en esta habitación”, comenta entrando en una pequeña sala que queda a la derecha de la tribuna de oradores cruzando una puerta.
¿De qué hablaron? “No pienso contarlo. Sólo diré una cosa. Yo en esos años era de izquierda, casi revolucionario, pero me impresionó la dignidad con la que se mantuvo en su sitio; a partir de ese día me hice incondicional suyo”. En un momento determinado, le llevó un cigarrillo. “Años después, iba paseando por la plaza de Oriente y un coche oficial se detuvo junto a mí. Se bajó la ventanilla y era Suárez. ¿Sabes qué me dijo?: Antonio, te debo tabaco”.
Cuando este empleado del Congreso abandonó el recinto, los guardias estaban acabando con las reservas del bar. “Bebían de todo. Unos iban de chulos y otros estaban por las esquinas llorando”. Tampoco la actitud de los empleados del Congreso fue unánime. “Muchos se pusieron a las órdenes de Tejero. Estaban encantados”.
La noche acabó con los golpistas abandonando el Congreso por la puerta y las ventanas. Lo difícil era juzgarlos. Pero se hizo. Y en aquel ambiente. Estaba claro que el Ejército franquista se había aniquilado a sí mismo. Alberto Oliart, que fue ministro de Defensa, lo recuerda. “Fue complicado, pero logramos lo que nos habíamos propuesto: que se celebrara y se dictara una sentencia con arreglo a la ley”. Pero fue polémico. Dos de los responsables principales, Tejero y Milans, fueron condenados a 30 años. Armada, al principio, sólo a seis. El Tribunal Supremo quintuplicó la pena.
Aquel juicio cerró un capítulo ejemplarizante. Cercas ha llegado 28 años después para revisar muchos puntos oscuros. Hizo algo similar con la Guerra Civil en Soldados de Salamina. Fue el juicio de los nietos a esa parte de la historia. Ahora ha dictado la sentencia de los hijos de la transición.
ANTONIO CHAVES. Ujier en el Congreso de los Diputados: "Alguien más entre los civiles debía de estar al tanto de aquello; si no, no se entiende".
Vio cómo entraban con sus armas y dio la voz de alerta. Después presenció cosas de las que pocos han sido testigos. “Tejero pidió que buscara una habitación para hablar con Suárez. Les metí en la sala de ujieres. Escuché y vi cosas que no voy a contar”, avisa. ¿Insultos? ¿Humillaciones hacia quien los golpistas consideraban el culpable de todos los males? “En todo momento, mientras yo estuve allí, trataron a Suárez con respeto. Pero se respiraba la tensión”. En aquel pequeño cuarto [en la foto] y en todo el recinto. No se quedó allí toda la noche. “Nos obligaron a salir. Primero, de la habitación donde les dejamos. Yo al principio me hice el loco, pero luego Tejero lo pidió de peor manera y uno de los guardias me apuntó la salida con su arma”. Después, él mismo negoció con los asaltantes que el personal del Congreso abandonara el lugar. “Nos fuimos al Palace y luego quisimos volver a entrar, pero no nos dejaron”. Le queda una duda: “Entre los civiles, alguien más debía de estar al tanto”.
JAVIER CALDERÓN. Hombre fuerte del CESID en la noche del 23-F: "Tejero pensaba que los militares eran unos calzonazos, por eso provoca el golpe"
A Javier Calderón, por haber formado parte de la cúpula del CESID mientras se cocía el 23-F, le han visto con resquemor en algunos sitios. La participación de algunos miembros de los servicios de información siempre ha planeado por encima de su cabeza. Pero Javier Cercas cree que en el caso de Calderón no hay asomo de duda. Este teniente general retirado pasó la noche protegiendo a los que estaban fuera del Congreso y tratando de enterarse de lo que ocurría dentro. Siempre fue fiel a un amigo: el general Gutiérrez Mellado. De quienes se descubrieron después como motores del golpe, sabe con certeza que uno de ellos, sobre todo, empujó a los demás. Cuando Adolfo Suárez dimitió como presidente del Gobierno acabó con la razón principal del golpe: ser defenestrado. Pero ellos siguieron. Ahora o nunca, pensaron los más duros. “Tejero creía que los militares eran unos calzonazos, que si no los provocaba, no se sumaban”. El guardia civil se lió la manta a la cabeza, apostó y perdió.
SANTIAGO CARRILLO. Secretario general del PCE y diputado en 1981: "No me tiré al suelo porque pensé: ¿qué dirán mañana mis hijos?".
Poco después de que los golpistas entraran en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, algunos líderes políticos fueron apartados de sus escaños. A Santiago Carrillo, líder del PCE, le condujeron a la Sala de los Relojes (en la imagen). “La recordaba más grande. Ahora me parece pequeña. Estuvimos 10 personas aquí: Felipe González, Alfonso Guerra, Rodríguez Sahagún, Gutiérrez Mellado, yo y los guardias que nos vigilaban”, comenta al volver a entrar ahora. El dirigente comunista mantuvo en todo momento una actitud ejemplar. “Pensé que en cualquier momento podrían matarme”, aseguró. Fue, junto a Adolfo Suárez y el general Gutiérrez Mellado, entonces vicepresidente del Gobierno, el único que permaneció sentado mientras tronaban los tiros. “No me tiré al suelo porque, entre otras cosas, pensé: ¿qué diran mañana mis hijos?”.
MARIANO REVILLA Y RAFAEL LUIS DÍAZ. El técnico y el cronista de la cadena SER que relataron el asalto: "Sobre el golpe existe todavía un silencio pactado".
Mariano se las arregló para dejar conectado todo el equipo, y Rafael, para contar lo que pudo. Su relato es a día de hoy una pieza mítica en la historia de la radio. “Lo más importante era que no cortaran la conexión”, asegura Mariano Revilla. Al fin y al cabo, se trataba del único sonido ambiente que llegaba al exterior. Sacó los equipos con disimulo, pero dejó un micrófono tirado en el suelo para que captara el ambiente. Un micrófono que Rafael fue escondiendo cuidadosamente con los pies para que nadie viera lo que ocultaba. “Ése finalmente lo desconectaron. Pero la salida de los micrófonos de la sala a la que teníamos acceso directo, no”, recuerda Revilla. “A las dos horas nos soltaron. Lo normal quizá hubiera sido marcharnos a casa. Pero nadie se movió de la zona. Estuvimos trabajando toda la noche hasta el final”, afirma Rafael. Fue una noche para periodistas de raza. Pero un episodio del que aún quedan dudas. “Creo que hay un silencio pactado. Sólo conocemos la punta del iceberg”, asegura Rafael Luis Díaz. Revilla, a su lado, sencillamente asiente.
El Tte. coronel Tejero irrumpe en el Congreso (23/02/81)
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miércoles, 8 de abril de 2009
Enseñanza: ¿Hay resquicio para la esperanza?
No soy hombre de grandes ni numerosas pasiones. Tengo algunas que otras, pequeñas, inofensivas e íntimas, así que no esperen que las cuente. Las públicas, también escasas, podríamos dividirlas en dos: personales (mis nietos, mi familia, mis amigas, el café, los gatos...) y académicas (la teoría política, el derecho constitucional, la historia de las religiones...). Hay alguna otra que implica una cierta frustración, como la enseñanza, y aunque no creo en las vocaciones desde la cuna y sí en las que se "hacen", la diosa Fortuna no me dio el empujoncito necesario para dedicarme a ella, pero me dejó interés y preocupación por la misma.
¿Por qué resulta tan frustrante la búsqueda de una enseñanza de calidad en España? Respuestas las hay para todos los gustos: que la culpa es de los padres, de los propios alumnos, de los inmigrantes, de la masificación escolar, de la falta de medios humanos y materiales, del propio sistema escolar, del desbarajuste legislativo estatal y autonómico..., Me gustaría leer de vez en cuando alguna autocrítica que pusiera el acento en la responsabilidad, o irresponsabilidad, de buena parte del profesorado, desde la educación infantil hasta los cursos de doctorado. Pero no abundan, no...
En estos días he leído varios artículos sobre este asunto. Dos de ellos en "El País". El primero, "La clase perdedora", escrito por José Luis Barbería, en el que se responsabiliza como primera causa del fracaso escolar a la falta de formación personal y académica de los padres y a la falta de hábitos de lectura familiares. Y a más cosas, claro está.
El segundo, "La Universidad tiene profesores de sobra, pero mal repartidos", escrito por Susana Pérez de Pablos, que pone de manifiesto, frente a una creencia generalizada, e interesada por parte de los propios afectados, que la universidad española presenta un exceso de profesorado muy por encima de los ratios de media de las universidades europeas. Y un reparto desproporcionado entre el profesorado de carreras de Letras y de Ciencias. Todo ello podría explicar el rechazo de una buena parte de ese mismo profesorado universitario al proceso de convergencia del Plan Bolonia, ante la inevitable "quema" (el entrecomillado es mio y no del autor) de áreas muy personales de conocimiento y de asignaturas, con todo lo que ello supone de asignación de recursos para los propios afectados, sus Departamentos de origen y la propia universidad.
Sobre la responsabilidad, o irresponsabilidad, del profesorado en la situación de la enseñanza española, en el número de abril de "Revista de Libros" (2) puede leerse un magnífico e interesante artículo de Mariano Fernández Anguita, catedrático de Sociología de la Universidad de Salamanca, titulado "Cuadernos de Quejas". Comenta en él varios libros recien publicados sobre el asunto en cuestión: "El profesor en la trinchera. La tiranía de los alumnos, la frustración de los profesores y la guerra en las aulas", de José Sánchez Tortosa (La Esfera de los Libros, Madrid, 2009); "Cartas de un maestro sobre la educación en la sociedad y en la escuela actual", de José Penalva Buitrago (Biblioteca Nueva, Madrid, 2009); y "Mal de escuela", de Daniel Pennac (Mondadori, Barcelona, 2009). Como está en abierto, lo pueden leer pinchando en este enlace (1). De todas maneras, y a pesar de su extensión, reproduzco más adelante los tres por si prefieren leerlos directamente en el blog. Se los recomiendo encarecidamente.
Dice el profesor Fernández Enguita en su citado artículo que en España hay tres cuartos de millón de profesores. Un colectivo que está conociendo una transformación radical de su entorno amplio (el lugar y el papel de la educación en la sociedad) e inmediato (las relaciones con alumnos y con familias), así como de su propia naturaleza (reclutamiento, condiciones de trabajo, cultura profesional), por lo que se encuentra ávido de ideas, imágenes, iconos, narraciones y otras expresiones simbólicas de su identidad, sus intereses y sus inquietudes. La principal fuente de alimentación de su imaginario colectivo no es la literatura, sino el cine: películas como "La lengua de las mariposas", "Todo empieza hoy" o "Ser y tener", que fueron comidilla de los claustros, materia para artículos editoriales y alimento para simposios, pero que aunque quizá no haya que echar las campanas al vuelo, lo cierto es que también para el sector editorial (y no sólo de libros de texto) constituyen los profesores un colectivo con ciertos intereses, creencias, valores y símbolos compartidos que están dando lugar a un nuevo género literario: lo que podríamos llamar el "cuaderno de quejas", que es precisamente el título de su interesante artículo.
¿El nombramiento del profesor Gabilondo, filósofo, rector de la Universidad Autónoma de Madrid, presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) como ministro de Educación, y la vuelta de las universidades a su ministerio, será suficiente revulsivo para iniciar la revolución que la enseñanza necesita en España de una vez por todas? Lo espero de corazón por el bien de todos. Les dejo con una viñeta humorística de hoy en el diario parisino "Le Monde" (2). Y es que en todas partes cuecen habas, digan lo que digan... Sean felices, Tamaragua, amigos. (HArendt)
Notas, gráficos, fotos y viñetas:
(1) http://www.revistadelibros.com/articulo_del_mes.php?art=4315
(2) http://www.revistadelibros.com
(3)Viñeta de Le Monde:
http://medias.lemonde.fr/mmpub/edt/ill/2009/04/08/h_11_ill_1178084_0804newseduc2.gif?1239178399350
(4) Alumnos de una escuela infantil española:
http://www.elpais.com/recorte/20080517elpvas_1/LCO340/Ies/Alumnos_Ensenanza_Infantil.jpg
(5) Alumnos de Bachillerato en España:
http://www.elpais.com/recorte/20070410elpcat_1/LCO340/Ies/clase_alumnos_bachillerato.jpg
(6) Gráfico de una encuesta a los universitarios españoles:
http://www.aprendemas.com/Imagenes/Reportajes/P1/POPUP_FundacionBBVA.jpg
Viñeta en el diario Le Monde de hoy
"La clase perdedora", por José Luis Barbería
(El País, 07/04/09)
Los alumnos de padres sin estudios tienen 20 veces más riesgo de fracaso - La educación no consigue eliminar las diferencias sociales. Imaginemos el sistema educativo como una larga de carrera de obstáculos. Lo primero que salta a la vista es el alto grado de abandonos prematuros y de participantes descalificados por no haber cubierto la distancia mínima en el plazo establecido. Lo segundo que llama la atención es la extracción social de los que se quedan por el camino, ya en los primeros tramos, y cargan con los sambenitos estigmatizadores del "fracasado escolar" y de "repetidor". Quítese de la cabeza la convicción de que la escuela es, por excelencia, el espacio natural de la igualdad de oportunidades que consagra la Constitución. Hágase a la idea de que, pese a los buenos propósitos, el éxito académico no depende exclusivamente del esfuerzo y de la capacidad personal de su hijo.
¿Cómo se explica, si no, que los perdedores pertenezcan de forma tan abrumadoramente mayoritaria a las familias de rentas más bajas? Por muchos casos de hermanos con rendimientos académicos dispares que se den, el análisis del problema establece que no estamos ante cuestiones personales. No es cierto que los alumnos partan de la línea de salida en condiciones idénticas y con competencias similares. Las diferencias están ya presentes en el kilómetro cero porque a la hora de matricularles por primera vez ya hay niños a los que se les ha inculcado el amor por la lectura y el conocimiento y otros a los que no. Por lo mismo, hay padres que acompañarán los estudios de sus hijos y velarán para que adquieran la mejor formación y otros que se inhibirán de esa tarea.
España partía hace sólo tres décadas de una situación muy alejada de los países desarrollados, también educativamente hablando, pero ha conseguido en ese tiempo ampliar la escolarización obligatoria hasta los 16 años, con uno de los sistemas educativos más equitativos de la OCDE, según el Informe Pisa -que evalúa el nivel de conocimientos de los jóvenes de 15 años de 55 países del mundo. El informe dice que si se eliminan los condicionantes socioeconómicos y culturales de los alumnos, las escuelas españolas públicas, privadas y concertadas dan unos resultados muy similares entre sí. Sin embargo, ese contexto sigue pesando enormemente. Los hijos de los trabajadores no cualificados tienen 4,5 veces menos de probabilidades de acceder al ámbito universitario que los vástagos de los profesionales de alto nivel. Sólo un tercio de los de familias obreras o de asalariados del campo cursará el Bachillerato y de ellos únicamente la mitad llegará a la universidad. Si usted no tiene estudios, le conviene saber que su chico cuenta con 20 veces más de posibilidades de incurrir en el fracaso escolar que el hijo de padres universitarios; exactamente, el 40% contra el 2%, según el estudio recientemente publicado por el profesor de Sociología de la Universidad de La Laguna, José Saturnino Martínez.
El sistema educativo es una maquinaria de reproducción de las desigualdades socioeconómicas, aunque en el caso de los alumnos particularmente brillantes y trabajadores deje márgenes de maniobra para "la movilidad de clase" y haya acompañado la irrupción de las mujeres, cuyo rendimiento es muy superior.
Gracias a las becas, siguen dándose ejemplos de alumnos de familias de rentas muy bajas que acaban una y hasta dos carreras universitarias. Pero no dejan de ser una notable excepción en un modelo en el que el capital cultural y económico condiciona fuertemente el rendimiento escolar y el estatus social. Es lo que las estadísticas llevan voceando tercamente sin que ese debate llegue a prender en la opinión pública. Y eso, que, como han puesto de relieve los economistas Jorge Calero y Josep-Oriol Escardíbul, la educación determina cada vez más la posición laboral y las trayectorias vitales de las personas.
"La extensión de la escolarización y la evidencia de que, por lo general, los hijos superan el nivel de conocimiento de sus padres contribuye a ocultar que las desigualdades relativas se mantienen más bien constantes para los chicos, aunque hayan disminuido entre las mujeres", opina José Saturnino Martínez.
Pero las estadísticas hablan de un problema colectivo que, además de socavar la equidad y la justicia, compromete el futuro del país arrojando al mercado de trabajo a masas de jóvenes poco cualificados para afrontar la "sociedad del conocimiento". Ahora vemos en las colas del paro a esos chicos que, sobre todo en el Sur y el Levante español, abandonaron prematuramente sus estudios tras el reclamo de un buen salario en la construcción o la hostelería.
Sólo el 68% de los jóvenes españoles cursa los estudios secundarios postobligatorios del bachillerato y los Ciclos Formativos de Grado Medio, frente al 81% medio del conjunto de la OCDE. Ese dato nos sitúa a la cola de Europa, únicamente por encima de Portugal y Malta, en un momento en el que la UE aspira a que el 85% de los jóvenes menores de 22 años hayan "completado" los estudios de Enseñanza Secundaria Superior en 2010. A ese "cuello de botella" en el sistema hay que sumar una tasa de fracaso escolar del 30,8%, el doble de la media de la UE-27. "El sistema reproduce la estructura social de España. Las familias de rentas altas envían a sus hijos a las escuelas privadas, en su mayoría, regidas por la Iglesia católica, mientras que las familias de rentas medias y bajas los envían a escuelas públicas, donde se concentran los hijos de los inmigrantes. Esta polarización por clase social caracteriza el sistema escolar en España", afirma Viçenc Navarro, economista y politólogo.
De hecho, las diferencias de rendimiento escolar registradas en el Informe PISA se explican básicamente por el nivel social, tanto de los padres como de los centros. Los investigadores han llegado a la conclusión de que la variabilidad observada entre centros educativos en las pruebas de lectura está asociada en un 50% a las características del estudiante, muy particularmente, al estatus socioeconómico de su familia y también al sexo, la edad y la condición o no de inmigrante. Las características del centro influirían en los resultados en un 16%, mientras que la naturaleza competitiva o cooperativa de los métodos didácticos, los medios materiales y el tipo de gestión no superarían el 6%. Descubrir que los elementos determinantes del rendimiento escolar son, en gran medida, ajenos al sistema ha sido una gran sorpresa para muchos teóricos que fían todas las soluciones a las reformas políticas o al incremento de la financiación.
No es un secreto que los alumnos de los colegios privados (independientes y concertados) obtienen, por lo general, mejores promedios que los de las escuelas públicas, aunque tampoco es evidente que esos resultados reflejen mejoras educativas. "Los centros privados pueden conseguir un mejor clima escolar por la vía de concentrar alumnos de características parecidas, pero el rendimiento académico de los adolescentes de los centros públicos sería, incluso, superior si se descontaran los factores socioeconómicos", sostienen Calero y Escardíbul. Así, la supuesta "calidad" educativa de esos centros no sería otra cosa que la "calidad" cultural y económica de los padres que llevan a sus hijos a esos colegios.
La mayoría de los expertos opina que el nivel cultural de los padres pesa más que sus recursos económicos. Queda fuera de toda duda que el sistema muestra una enorme resistencia a ser modificado. "La segregación urbana produce segregación escolar porque los centros privados están ubicados generalmente en áreas de población de nivel socioeconómico elevado y, por lo tanto, tienen mayores probabilidades de matricular a usuarios de ese nivel", indica Escardíbul. Las familias con más recursos seleccionan con mayor cuidado el centro escolar de sus hijos. Jorge Calero y otros estudiosos ponen el acento en lo que denominan el "efecto suelo", según el cual, el temor a perder posición social y la preocupación por la formación aumentan a medida en que se asciende de clase. Por lo mismo, y a la inversa, las familias de rentas más pobres tendrían menos inquietudes de esa naturaleza por la imposibilidad misma de descender en la escala social. Según esta teoría, la actitud de los padres ante la educación estaría, pues, condicionada por el análisis coste-beneficio. Las familias de menores rentas tienen mucho más en cuenta los ingresos que se dejan de percibir por aplazar la entrada en el mercado de trabajo.
¿Es exagerado afirmar que en la medida de sus recursos, las familias "compran" el nivel social, económico y de formación de los compañeros de colegio y potenciales amigos de sus hijos? Los centros privados tienden a seleccionar a sus alumnos-usuarios y a blindarse contra los estudiantes problemáticos. De alguna manera, la particularidad de su oferta descansa, precisamente, en su capacidad de seleccionar a sus estudiantes. Y eso que en el plano académico y de la disciplina no se puede homogeneizar bajo la misma mirada prejuiciosa a todos los hijos de la inmigración. "Me gustaría tener más inmigrantes en mi clase, pero siempre que sean chinos", apunta, con un punto de humor, una profesora de un centro público de Madrid.
Aunque, según algunos teóricos, la financiación pública adicional a los centros privados apenas mejora los resultados educativos, no se puede negar que, desde el punto de vista de los intereses particulares, optar por la enseñanza privada en España es una buena inversión. Puede, incluso, decirse que es tan buen negocio privado como mal negocio para el conjunto de la sociedad. La huida de la escuela pública que las clases medias iniciaron a mediados de los noventa no se ha detenido. El número de estudiantes de las universidades privadas pasó de 58.875 a 132.794 durante los años 1995- 2003, periodo en el que la enseñanza pública superior descendió de 1.449.967 a 1.349.248 alumnos. Contra lo que se supone, la incorporación de los hijos de inmigrantes sin formación no repercute negativamente en el rendimiento escolar medio si son menos del 10% de la clase.
"Ningún otro país europeo presenta porcentajes tan altos de población en la enseñanza privada, que genera un gasto superior por alumno. En España, la escuela es clasista en lugar de ser una institución multiclasista donde cristalice el concepto de ciudadanía", critica Vincenç Navarro. Los estudios de la OCDE ponen de manifiesto el elevado peso proporcional del gasto privado español en educación, -0,5% del PIB en 2002, el más elevado de la UE a 15 -, en un país que invierte en enseñanza -4,3% del PIB en 2002- un punto menos de su PIB que los socios europeos.
En el extremo opuesto, los hijos de familias que responden a los indicativos de una madre inmigrante de cuello azul (trabajadora no cualificada) con menos de 100 libros en casa, aparecen potencialmente abocados al fracaso.
Remover las desigualdades sociales requiere que la educación sea lo más independiente posible de las condiciones socioeconómicas de los alumnos. "Habría que invertir justamente la situación actual para que la igualdad formal de oportunidades se convierta en igualdad real de oportunidades. Hay que impedir que las desigualdades de origen colonicen el sistema", subraya Jorge Calero. Según Escardíbul, la proclamada igualdad de oportunidades se resiente también porque la reserva de plazas limita la posibilidad de que los alumnos de incorporación tardía, inmigrantes, por lo general, entren en un centro concertado. La capacidad de recabar recursos económicos de las familias y de seleccionar a los alumnos de Bachillerato en función de sus notas constituye, a su juicio, otro obstáculo adicional.
"Aunque las becas y los programas de educación compensatoria cumplen una función notable, el sistema sigue siendo bastante selectivo en el acceso a los centros concertados y actúa insuficientemente en las aulas para corregir las desigualdades sociales. Las Administraciones deberían tener en cuenta que ubicar las escuelas en tal o cual zona contribuye a reducir o a incrementar la segregación", indica. El incremento de las becas y la inversión, la evaluación pública de los resultados de cada centro y la promoción del consumo familiar de bienes culturales son otras de sus propuestas.
Pero el obstáculo mayor que lastra el objetivo de la igualdad de oportunidades es el bajo nivel educativo de los padres. Aunque España es el cuarto país del mundo con mayor diferencia de nivel educativo entre la generación de los padres y la de los hijos, este despegue no le ha liberado todavía del peso inerte del pasado. El grado de formación de los padres que en 2004 tenían hijos de 17 o 18 años era el más bajo de la UE, excepción hecha de Portugal.
Los déficits académicos de los alumnos son, en buena medida, fruto de las carencias culturales de la propia sociedad. Tenemos la paradoja de que el fracaso y la repetición de curso son moneda corriente, incluso en comunidades como La Rioja o Castilla y León que, por sí mismas, podrían disputar a Finlandia y a Corea del Sur los primeros puestos de la excelencia en el Informe PISA. La tardía expansión de nuestro sistema académico hace que los escolares paguen hoy el retraso acumulado a lo largo de décadas.
Alumnos de Educación Infantil
"La Universidad tiene profesores de sobra, pero mal repartidos", por Susana Pérez de Pablos
(El País, 08/04/09)
En España hay 12 alumnos por docente, por debajo de los 17 de media de la UE - El problema ante la reforma de Bolonia es la mala distribución por carrera. En letras hay de sobra; en ciencias experimentales y de la salud, aún más, pero en ciencias sociales y jurídicas y las carreras técnicas faltan profesores. Las quejas de algunos colectivos de que falta profesorado en las universidades españolas para implantar la reforma de Bolonia (para crear el espacio europeo de educación superior) se cae con el peso de los datos. España tiene más profesores que la mayoría de los países de la UE (tocan a 12 estudiantes por cada uno, frente a 16,7 de media en Europa). Cierto es que la red no está bien tejida. Tiene agujeros donde no debía haberlos y está demasiado prieta en otras partes. Porque hay un desequilibrio claro en su distribución.
Sólo dos países de la UE (hablando tanto del sistema público como privado) tienen menos alumnos por profesor (contando universidades públicas y privadas) que España, que son además dos naciones punteras en educación, Suecia y Noruega. Otros espejos en los que se mira la enseñanza española (y la europea, en general) son los de los países anglosajones, y reflejan lo mismo: Estados Unidos tiene un profesor para cada 15 de media (incluidas las punteras universidades Harvard o Yale) y el Reino Unido está en la media de la UE, con 16,4. La de la OCDE es similar, con 16.
La percepción de los colectivos de estudiantes y de los propios profesores de que faltan más docentes en España tiene entonces más que ver con otros factores, según reflejan las estadísticas y apuntan los expertos en política universitaria.
El gran desequilibrio en la distribución del profesorado por áreas de conocimiento queda reflejado en las medias. En las carreras de humanidades hay de media 10,5 alumnos por profesor; en ciencias sociales y jurídicas, 22,5; en las enseñanzas técnicas, 19,2; en ciencias experimentales, 5,6, y en ciencias de la salud, 6,6. No hay datos comparables de carreras porque es común que un mismo profesor imparta materias en diversas titulaciones.
La masificación de las aulas, tan generalizada hace un par de décadas, ha pasado a la historia y tiene poca pinta de volver a producirse. Ya sólo se da en casos puntuales. Y más con las nuevas reglas. Hasta la reforma ligada a Bolonia, los profesores universitarios podían dar un máximo de ocho horas de clase a la semana y seis de tutoría. El resto del tiempo era para prepararse las clases o investigar. A partir de ese cambio (en 2010), las reglas cambian y el modelo específico lo establece cada facultad. Los expertos hablan de un profesorado capacitado para el cambio, pero que tiene que asumir el nuevo modelo. Éste, en el que se convalidan por créditos tanto las clases, como el tiempo de estudio y otras actividades académicas, abre más el abanico de posibilidades. En él sería razonable que hubiera, por ejemplo, 100 alumnos en una clase magistral, 20 en un seminario (que se convalida por créditos académicos) o incluso cinco en una sesión práctica con el profesor.
La descompensación entre oferta y demanda, que ha aumentado progresivamente en los últimos años, ha acentuado el desequilibrio de profesores entre áreas de conocimiento, explica el secretario general de Universidades, Tecnología e Investigación de la Junta de Andalucía, Paco Triguero. "Había hasta ahora una estructura muy rígida con el profesorado muy estable y muy vinculado a una parcela especializada del conocimiento. Al moverse parte de la demanda y reducirse, especialmente en las carreras de humanidades y ciencias experimentales, se ha creado un problema".
Triguero cree necesario "quitar las rigideces, haciendo las áreas de conocimiento más flexibles y promoviendo una visión más colegiada de la formación". Es decir, fomentar el trabajo en equipo de los profesores "tanto por curso como por áreas temáticas", de forma que se ofrezcan varias asignaturas con un programa conjunto o que varios profesores puedan repartirse una materia. La clave, apunta Triguero, es la "planificación", que esté todo mejor ordenado. "En los primeros cursos de muchas carreras es donde es más factible aplicar estos cambios, dado que se dan materias más generalistas que puede impartir cualquier especialista avanzado", añade.
El presidente de la agencia de calidad universitaria catalana, Joaquim Prats, también cree que los problemas han sido el cambio en la demanda y la mala distribución del problema, y aporta un tercero: "No ha sido un acierto crear los másteres antes que los grados. Esto ha hecho aumentar el número de profesores, a pesar de que los másteres tienen en general una demanda pequeña".
La demanda desequilibra el sistema. No es casualidad que las quejas que han sonado más alto en el conflicto contra la reforma de Bolonia provengan mayoritariamente de las carreras de humanidades: son cada vez menos demandadas, lo que inquieta en muchas facultades y departamentos. Pero no sólo les pasa a éstas, también a otros estudios con una honda tradición y peso en el conocimiento occidental (como los de exactas, física, química...), pero con pocas salidas prácticas.
Traducido a datos, el curso pasado se ofrecieron más de 24.000 plazas de carreras de humanidades, de las que se llegaron a matricular sólo 18.400 alumnos, y se ofertaron 19.600 de ciencias experimentales, de las que se cubrieron 13.600. Y eso que algunas universidades reconocen que han bajado la oferta de plazas (se ve también en las estadísticas) para que no cante tanto el desfase entre oferta y demanda.
Aparte de la ausencia de una política bien programada para reorganizar las plantillas -algo que la Ley Orgánica de Universidades, de 2007, flexibiliza- no es menor el conflicto que se está entretejiendo por el miedo de algunas facultades y departamentos que sufren la caída de la demanda a perder peso y poder en los centros. El presidente de la Agencia de Calidad del Sistema Universitario de Cataluña, Joaquim Prats, habla de ello: "Al hacer los nuevos planes, se ve a menudo que muchos centros ponen los créditos optativos según criterios corporativos de los departamentos por el profesorado que tengan". Prats cree que hay un miedo psicológico a perder horas y, con ello, profesores y peso. "Nos pasa mucho, cuando en realidad el prestigio lo da la investigación, la transferencia de conocimiento a la sociedad y la calidad de la docencia que perciban los alumnos", concluye.
Alumnos españoles de Bachillerato
"Cuadernos de quejas", por Mariano Fernández Enguita
CATEDRÁTICO DE SOCIOLOGÍA EN LA UNIVERSIDAD DE SALAMANCA
Revista de Libros, nº 148 · abril 2009
Daniel Pennac
MAL DE ESCUELA
Trad. de Manuel Serrat Crespo
Mondadori, Barcelona 256 pp. 21 €
José Penalva Buitrago
CARTAS DE UN MAESTRO. SOBRE LA EDUCACIÓN EN LA SOCIEDAD Y EN LA ESCUELA ACTUAL
Biblioteca Nueva, Madrid 176 pp. 11 €
José Sánchez Tortosa
EL PROFESOR EN LA TRINCHERA. LA TIRANÍA DE LOS ALUMNOS, LA FRUSTRACIÓN DE LOS PROFESORES Y LA GUERRA EN LAS AULAS
La Esfera de los Libros, Madrid 180 pp. 18 €
En España hay tres cuartos de millón de profesores, un nicho interesante para el libro. Se trata de un colectivo que está conociendo una transformación radical de su entorno amplio (el lugar y el papel de la educación en la sociedad) e inmediato (las relaciones con alumnos y con familias), así como de su propia naturaleza (reclutamiento, condiciones de trabajo, cultura profesional), por lo que se encuentra ávido de ideas, imágenes, iconos, narraciones y otras expresiones simbólicas de su identidad, sus intereses y sus inquietudes. La principal fuente de alimentación de su imaginario colectivo no es la literatura, sino el cine: películas como La lengua de las mariposas, Todo empieza hoy o Ser y tener fueron comidilla de los claustros, materia para artículos editoriales y alimento para simposios. Pero ésta es una revista literaria y, aunque quizá no haya que echar las campanas al vuelo, lo cierto es que también para el sector editorial (y no sólo de libros de texto) constituyen los profesores un colectivo con ciertos intereses, creencias, valores y símbolos compartidos que están dando lugar a un nuevo género literario: lo que podríamos llamar el cuaderno de quejas.
Todo comenzó con la Petita crónica d’un profesor a secundària, de Toni Sala, y el Panfleto antipedagógico, de Ricardo Moreno; continuó con obras de menor impacto, como La enseñanza destruida, de Javier Orrico, y El aula desierta, de Concha Fernández Martorell, entre otros; y se anima ahora con las Cartas de un maestro, de José Penalva Buitrago, y El profesor en la trinchera, de José Sánchez Tortosa, de los que hablaré en esta crítica. El lado bueno de esta avalancha es que los profesores escriban sobre su trabajo. Al distanciamiento de los estudios académicos y la frialdad de la literatura administrativa se suman así los testimonios de una parte de los protagonistas de la educación: los docentes. Y digo una parte porque, evidentemente, faltan los alumnos y sus familias. Los padres no escriben porque están dedicados a otras cosas, y tal vez porque no lo creen prudente. Y los alumnos lo hacen poco, por su edad y porque no es así como quieren llenar sus horas de ocio. Pero de vez en cuando nos llega su voz por una carambola: lo hace cuando, años después, alguno de ellos, con fines autobiográficos o literarios, recupera la experiencia de su escolarización. Es el caso del libro de Daniel Pennac, Mal de escuela, que reconstruye su vivencia como alumno, un mal alumno (un zoquete, o cancre, en su propia definición), enriquecida por la experiencia del profesor que luego fue y servida con la calidad narrativa del magnífico escritor que ahora es.
Los estilos de estos cahiers de doléances pueden ser muy distintos, pero su contenido es muy parecido. Hay diferencias, ciertamente, entre el verbo intrascendente y superficial de la Petita crónica y la brillantez polémica del Panfleto, como la hay entre la prosa soporífera de las Cartas de un maestro y la forma ágil de El profesor en la trinchera. La Crónica era una perfecta expresión de banalidad, probablemente compartida por el autor con muchos de sus lectores: joven profesor de secundaria que llega a su centro ya preguntándose si le tocará la ESO; que se presenta a sus alumnos diciendo: «Nos tendremos que soportar una temporada»; cuya única ocurrencia pedagógica es sacar a un alumno a escribir en la pizarra e invitar a los demás a señalar sus errores; que siente pereza ante la idea de llevar a los alumnos fuera del centro; que reclama aulas insonorizadas con puertas opacas para que no pueda verse el interior desde fuera; que se declara exhausto al final de cada trimestre; que pregunta a todos menos a sí mismo por qué los alumnos quieren leer a los ocho años pero ya no a los dieciséis. Un perfecto reflejo de esa parte del colectivo que entró en la enseñanza buscando calidad de vida y que ha encontrado muchas horas y días libres, pero muy poca tranquilidad de espíritu. Ni una sola idea nueva, ni una mínima reflexión de calado: sólo desgana y falta de compromiso.
Muy distinto era el Panfleto, la más brillante de estas obras. Conciso como ninguno de sus continuadores, desde el mismo título sintetizaba el frecuente malestar en secundaria ante las reformas y, en particular, ante la idea de una sustitución del énfasis en el contenido por la prioridad del método, apoyado en el menosprecio por el maestro y el pedagogo. Moreno cargaba –con razón, creo– contra la falsa disyuntiva entre contenido y forma, entre aprender y aprender a aprender, lo que no impedía que todo su escrito fuera la versión macro de esa misma disyuntiva, ahora entre las disciplinas y la pedagogía, pero vista y predicada desde la otra orilla. No le faltaba razón, tampoco, al denunciar la incapacidad del sistema escolar, en particular de la escuela pública, para alimentar el espíritu de un alumno siquiera un poco destacado. Y señalaba con acierto efectos imprevistos de las reformas, como la escasez de instrumentos con que afrontar la indisciplina sistemática (que también deriva, sin embargo, de la abstención del profesorado justamente donde los problemas empiezan, que es fuera de las clases, de la complicidad cómoda con los alumnos y de su empeño en mermar la autoridad de la dirección) o la posibilidad de que un alumno abandone el sistema sin una mínima formación profesional (que también proviene del carácter academicista que nunca ha dejado de tener, y que tanto debe a los gremios anclados en el sistema, y a la falta de flexibilidad de éste, incapaz de ofrecer otra opción que sólo estudiar o trabajar). Y reconozcámosle otro mérito: no caía en la vieja cantinela de que faltan recursos, sino que se asombraba de que, con más recursos que nunca, las cosas pudieran ir (según él) tan mal.
Más allá de esto, todos los cahiers, viejos y nuevos, vienen a decir lo mismo. Para empezar, describen una situación de siniestro total. «El deterioro de secundaria [...] me asusta», escribía Sala. De «desastrosísima situación» nos hablaba Moreno, diagnóstico compartido por Orrico. Los responsables nunca son los profesores, a pesar de su amplísima autonomía individual y colectiva, sino siempre los otros. La primera causa suele estar en las familias desconcertadas e incapaces de controlar a sus hijos, pero no es la única. En las Cartas de un maestro aguantan sucesivamente su filípica la madre desorientada, el padre listillo (informático, por cierto, mostrando esa incomodidad ante la pérdida del monopolio del conocimiento que el docente exorciza bramando contra una imagen trivializada de los medios o de Internet), el profesor innovador (y un poco lelo), el sindicalista, el investigador, el constructivista y el comisario-inspector. Todos lo hacen mal, por supuesto, pero se diferencian entre los que no entienden nada, como la madre, o son del gremio y militan en él, como el errado amigo sindicalista, tratados con benevolencia, y los que son ajenos, como el constructivista y el investigador, o han desertado de la base, como el innovador y el inspector, que provocan la mayor hostilidad. A los padres se les reprocha no dedicar tiempo a sus hijos, no ejercer autoridad sobre ellos ni apoyar la del maestro y no entender de educación (y peor si creen que lo hacen). Al investigador y al constructivista, su alejamiento de la escuela real y su apoyo a ideas traídas de la empresa o tomadas de un Rousseau simplificado. Al innovador y el inspector (desertores de la tiza) los dibuja como idiotas y lacayos del poder.
Como contrapartida, nos brinda su idea positiva de la educación en tres relamidas cartas a su discípula Helena, escritas con motivo de su acceso al bachillerato, sus progresos en la universidad y su desengaño del activismo pedagógico, cartas que me habría saltado al cabo de unas líneas de no estar obligado a leerlas para escribir esta nota, lo mismo que el insufrible diálogo desde la montaña. En suma, un libro prescindible, de nula aportación y lectura aburrida, pero que expresa los demonios del profesor cabreado. Por él desfilan todos los tópicos: falta de reconocimiento, escuela-guardería, falsedad de que los maestros trabajen poco... Además de los malvados, cuyas caricaturas merecen un capítulo cada una, desfilan otras figuras menores pero no menos execrables: orientadores, asesores, directores, políticos... A los recuperables (la alumna, los padres, el amigo sindicalista) les imparte consejos; a los desechables (innovador, inspector, constructivista, investigador), ni agua. Y, frente a todos ellos, el héroe, el maestro en su escuelita. El artificio, expuesto de manera tan cursi como el resto, de presentar el texto como el manuscrito inédito («lo único que tenía en la vida») de un viejo maestro fallecido (Don Pascual), recogido por otro intermediario («un humilde servidor») que lo envía a nuestro dedicado editor, Penalva Buitrago (en otras circunstancias profesor de instituto), hace que se evapore cualquier resto de modestia, prudencia e incluso pudor, y que se desate, en cambio, un interminable autobombo: «un ensayo que no se doblega ante la nomenklatura, [...] ni se deja seducir por la extravagancia de la erudición de relumbrón, [ni] se somete a la sumisión [sic] a que obligan las modas intelectuales o la obediencia legislativa que reclama la Administración oficial». Don Pascual representa al maestro superhéroe que guía a sus discípulos a la vida buena, cultiva su verdadera naturaleza humana y mantiene un diálogo con los grandes pensadores, mientras combate los intereses sociales (quiere decir económicos) y las injerencias políticas.
El libro de Sánchez Tortosa comparte esta visión épica del educador, quizá más forzada aún en sentido figurativo, aunque no biográfico. A pesar del título bélico, y de una buena porción de los tópicos del gremio, el combate del profesor atrincherado de Tortosa no es contra una conspiración universal, como en la visión paranoica de Penalva, sino la encarnación y hominización de la idea kantiana de la lucha entre moralidad (racionalidad) y naturaleza (instinto). Puesto que la educación de cada individuo (ontogénesis), al igual que la ilustración de la humanidad (filogénesis), es la lucha entre naturaleza y razón, esa lucha vive en cada alumno y en la institución. Así, si la imaginería popular ha identificado al empollón con el niño obediente, incluso sumiso, y al profesor con el antiguo alumno temeroso de abandonar la institución, se equivoca. El buen alumno es el valiente, que no se deja absorber por el grupo, por los medios, por los cantos de sirena de la sociedad; al contrario, el machito, el mal alumno, el rebelde aparente, es en realidad un cobarde. Y el profesor es el adalid de la más importante y difícil lucha, héroe entre los héroes, que guía a sus alumnos hacia la liberación, su salvador y mesías, comprometido y progresista frente a tantos alumnos racistas y fascistas. «Se non è vero è ben trovato»: la resistencia del alumno se convierte en cobardía, la adhesión en valor, el buen alumno en héroe de excepción y el profesor en superhéroe de oficio. Vale para dar ánimos a buenos alumnos y profesores, que pueden necesitarlos, pero es una imagen tan unilateral como la que combate, pues da por sentado que la escuela ofrece una cultura de valor, una educación liberadora, etc., que quien la rechaza lo hace en nombre de algo peor y que el profesor responde a su tipo ideal. Reconfortante para el profesor, que ve reconvertida en mesiánica una situación que se le antojaba miserable. En cuanto al alumno, incluido el buen alumno, es difícil que la aprecie, empezando porque no leerá el libro, y hay poca novedad en ello, pues ya es viejo que toda institución total (o semitotal), como señaló Goffman, no puede dejar de producir una teoría y una imagen de la naturaleza humana y del buen institucionalizado: el buen soldado, el buen paciente, el buen preso y, ahora, el buen alumno.
La gran diferencia entre este libro y el otro, aparte de que éste se deja leer muy bien, es que su centro lo ocupan los alumnos. En el de Penalva brillaban por su ausencia, pues hasta la pobre Helena se veía reducida a una marioneta de su Pigmalión, más aburrida que los inertes muñecos rousseaunianos, Émile y Sophie. Tortosa hace el esfuerzo de meterse en la piel de los adolescentes, como lo muestra su reiterada y sugestiva referencia a los iconos de su cultura: Neo y Morfeo (Matrix), Spiderman, Anakin Skywalker y Darth Vader, Bart Simpson, la abeja Maya, Pocholo, la Play Station, etc. Esto no le libra de los tópicos: dejadez familiar, abandono social, escuela-garaje, pedagogía, crisis de disciplina, exceso de garantismo, promoción de la violencia por los videojuegos, manipulación por el Estado e così via, pero permite un fresco multicolor y penetrante del alumnado, una fenomenología en la que cualquiera puede reconocer a sus alumnos o a sus hijos. Pero es la mitad del panorama, media verdad, una verdad a medias, luego media mentira. La media mentira es la apología implícita del profesor en la trinchera, representado en la dura y difícil lucha contra la ignorancia de sus alumnos en vez de, digamos, suspirando por las vacaciones. Como lo es poner en el centro de la trama argumental el descrédito del esfuerzo, la promoción de curso con algún suspenso o la carencia de medidas contra los alumnos disruptivos, pero ninguna atención a la falta de control sobre el trabajo de un profesorado que, si lo desea, puede limitar su actividad a las horas lectivas, que recorre todos los escalones de la carrera por pura inercia sin control ni incentivo y jamás es sancionado por hacer las cosas mal ni por no hacerlas.
Algunas de estas obras no vacilan a la hora de las consecuencias. Si la ESO nos disgusta, acabemos con ella. No hablan de transformar en tal o cual sentido la enseñanza obligatoria y común, sino de dividir a los alumnos a los doce años entre los que irán la universidad, guiados por sus ilustrados profesores, y los que deben empezar ya a aprender un oficio para ir a trabajar. Tortosa, como Moreno y Orrico, aboga abiertamente por ello, y Penalva lo hace de forma implícita. Este modo de pensar dicotómico (o lo de antes o lo de ahora, o bachillerato o ESO, o igualitarismo a la baja o selección darwiniana, o alumnos incondicionales o que se vayan al taller) tiene que ver con otra característica común: la combinación del menosprecio por la pedagogía (y, de paso, la psicología, sociología, economía...) con el diálogo con los grandes pensadores, con el recurso directo a Sócrates o Rousseau, Platón o Kant. Pero lo que ha hecho avanzar a la humanidad, al menos en la modernidad, no ha sido la gran talla de unos pocos sino el empeño de muchos en una empresa científica sistemática. Nuestros autores combinan felizmente los grandes sistemas filosóficos (en sus particulares versiones como, por ejemplo, la muy forzada del diálogo del Menón para defender el aprendizaje como recuerdo, memorístico, obviando su inmanentismo, que conduce a la pedagogía esencialista de la que tanto se abomina) con toda clase de afirmaciones de andar por casa y sin fundamento. Podría alinearme con la crítica hacia numerosas ingenuidades de la pedagogía, pero su rechazo tout court es otra cosa: es el rechazo de las teorías de alcance medio, situadas entre las afirmaciones gratuitas y las grandes teorías, o entre las máximas de fácil aplicación pero sin fundamento y los excursos filosóficos sin aplicación ninguna; y, de otro, una manera oblicua de decir que no hay nada en la estructura del sistema, la organización de los centros y la de los docentes sobre lo que reflexionar.
Frente a esta retórica corporativa, claustrofílica en origen y claustrofóbica si no eres gremio, Mal de escuela es refrescante. Pennac no es un innovador de los que critican nuestros autores patrios, sino defensor de expedientes tan clásicos como la lectura, el dictado o la memoria. Pero habla desde ambos lados, docente y discente. Todo el mundo ha sido alumno, pero Pennac fue un mal alumno, un zoquete, y no de los que se vanagloria para situarse por encima de la institución y los mortales (ya se sabe: Dalí, Einstein y otros genios no reconocidos por sus profesores, o estrellas mediáticas que alardean de adónde han llegado con su ignorancia) sino uno al que todavía le duele la experiencia. Los redactores de las lamentaciones también fueron alumnos, y lo recuerdan, pero sólo para comparar el paraíso perdido (¡aquel bachillerato!) con el infierno actual (¡esta ESO!).
Me quedo con tres ideas del magnífico Mal de escuela. La primera, el dolor del zoquete, el sufrimiento del alumno a quien la institución y los profesores, y bajo su influencia la familia y los compañeros, royeron la autoestima. Según nuestros apocalípticos, nadie tan feliz como el adolescente que arruina una clase. Pero Pennac nos habla del dolor de no comprender y de sus daños colaterales, del dolor compartido del alumno, sus padres y (digo yo, con dudas tras leer a los otros) sus profesores. Lo que sucede es que los profesores indignados de hoy fueron alumnos encantados ayer, seguramente en su salsa. Advierte Pennac, buen conocedor de la retórica republicana, contra ese empeño en defender la escuela selectiva desde una retórica de izquierda según la cual se trataría de la única oportunidad de redención del buen alumno de las clases populares: «¡Se lo debo todo a la escuela de la República! ¿No será que quieres hacer pasar por virtudes tus aptitudes? [...]. Reducir tu éxito a una cuestión de voluntad, de tenacidad, de esfuerzo: ¿es eso lo que quieres?».
La segunda: basta un solo profesor para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás. Pennac no habla de grandes pedagogos, comunicadores carismáticos ni genios en su especialidad, que no sabe si lo fueron, sino de profesionales que en su vivencia de alumno o su experiencia de profesor marcaron la diferencia. Al contrario que aquellos otros que «parecía como si, año tras año, se dirigieran a un público cada vez menos digno de sus enseñanzas [y s]e quejaban de ello a la dirección, en los claustros, en las reuniones de padres», nos habla de profesores que no soltaban la presa, que no tenían por qué amarnos, pero nos tomaban en consideración. «Los profesores que me salvaron –y que hicieron de mí un profesor– no estaban formados para hacerlo. No se preocuparon de los orígenes de mi incapacidad escolar. No perdieron el tiempo buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a adolescentes en peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron atraparme. Se zambulleron de nuevo, día tras día, más y más... y acabaron sacándome de allí. Y a muchos otros conmigo. Literalmente nos repescaron. Les debemos la vida». Hermosa reivindicación del educador frente al mero enseñante, del profesional implicado frente al del yo no soy un trabajador social, del compromiso personal (que no ha de confundirse con la entrega misionera) frente a la dimisión del papel de adulto.
La tercera: si el profesor no está, ¿cómo iban a estar los alumnos? «¡Oh, el penoso recuerdo de las clases en las que yo no estaba presente! Cómo sentía yo que mis alumnos flotaban, aquellos días, tranquilamente a la deriva mientras yo intentaba reavivar mis fuerzas. Aquella sensación de perder la clase... No estoy, ellos no están, nos hemos largado». Qué lejos se encuentra esta visión bidireccional y recíproca del mensaje de desinterés («Tendremos que soportarnos») o la impaciencia por las vacaciones de la Crónica, o de la imagen de dos mundos incomunicados, el docente y el discente, el de la Ilustración en la trinchera frente al ataque de la Play Station. Viene a decir que poco puede pedir quien no está dispuesto a dar, que a qué ese escándalo por el desinterés de los alumnos si es patente en tantos profesores.
Sin fábula ni artificio, Pennac devuelve la palabra, y vuelve visible a ese mal alumno al que nuestros apocalípticos enviarían sin vacilación al taller de carpintería. A través de su historia como alumno y profesor (no de sus propios logros, sino de los logros de otros, lo que le hace resultar más sincero y verosímil), nos retrotrae a la utopía de la institución escolar en ascenso, a la convicción de que son pocos, muy pocos, los alumnos que no pueden ser llevados a lograr con éxito un nivel suficiente de educación, alimentada por el esfuerzo real no del alumno soñado (el alumno golosina), sino del profesor real con alumnos reales; algo muy distinto de la ideología autojustificativa y paralizante que se destila de la reacción defensiva de un gremio descolocado.
Encuesta a los universitarios españoles
(E-1130) .../...
¿Por qué resulta tan frustrante la búsqueda de una enseñanza de calidad en España? Respuestas las hay para todos los gustos: que la culpa es de los padres, de los propios alumnos, de los inmigrantes, de la masificación escolar, de la falta de medios humanos y materiales, del propio sistema escolar, del desbarajuste legislativo estatal y autonómico..., Me gustaría leer de vez en cuando alguna autocrítica que pusiera el acento en la responsabilidad, o irresponsabilidad, de buena parte del profesorado, desde la educación infantil hasta los cursos de doctorado. Pero no abundan, no...
En estos días he leído varios artículos sobre este asunto. Dos de ellos en "El País". El primero, "La clase perdedora", escrito por José Luis Barbería, en el que se responsabiliza como primera causa del fracaso escolar a la falta de formación personal y académica de los padres y a la falta de hábitos de lectura familiares. Y a más cosas, claro está.
El segundo, "La Universidad tiene profesores de sobra, pero mal repartidos", escrito por Susana Pérez de Pablos, que pone de manifiesto, frente a una creencia generalizada, e interesada por parte de los propios afectados, que la universidad española presenta un exceso de profesorado muy por encima de los ratios de media de las universidades europeas. Y un reparto desproporcionado entre el profesorado de carreras de Letras y de Ciencias. Todo ello podría explicar el rechazo de una buena parte de ese mismo profesorado universitario al proceso de convergencia del Plan Bolonia, ante la inevitable "quema" (el entrecomillado es mio y no del autor) de áreas muy personales de conocimiento y de asignaturas, con todo lo que ello supone de asignación de recursos para los propios afectados, sus Departamentos de origen y la propia universidad.
Sobre la responsabilidad, o irresponsabilidad, del profesorado en la situación de la enseñanza española, en el número de abril de "Revista de Libros" (2) puede leerse un magnífico e interesante artículo de Mariano Fernández Anguita, catedrático de Sociología de la Universidad de Salamanca, titulado "Cuadernos de Quejas". Comenta en él varios libros recien publicados sobre el asunto en cuestión: "El profesor en la trinchera. La tiranía de los alumnos, la frustración de los profesores y la guerra en las aulas", de José Sánchez Tortosa (La Esfera de los Libros, Madrid, 2009); "Cartas de un maestro sobre la educación en la sociedad y en la escuela actual", de José Penalva Buitrago (Biblioteca Nueva, Madrid, 2009); y "Mal de escuela", de Daniel Pennac (Mondadori, Barcelona, 2009). Como está en abierto, lo pueden leer pinchando en este enlace (1). De todas maneras, y a pesar de su extensión, reproduzco más adelante los tres por si prefieren leerlos directamente en el blog. Se los recomiendo encarecidamente.
Dice el profesor Fernández Enguita en su citado artículo que en España hay tres cuartos de millón de profesores. Un colectivo que está conociendo una transformación radical de su entorno amplio (el lugar y el papel de la educación en la sociedad) e inmediato (las relaciones con alumnos y con familias), así como de su propia naturaleza (reclutamiento, condiciones de trabajo, cultura profesional), por lo que se encuentra ávido de ideas, imágenes, iconos, narraciones y otras expresiones simbólicas de su identidad, sus intereses y sus inquietudes. La principal fuente de alimentación de su imaginario colectivo no es la literatura, sino el cine: películas como "La lengua de las mariposas", "Todo empieza hoy" o "Ser y tener", que fueron comidilla de los claustros, materia para artículos editoriales y alimento para simposios, pero que aunque quizá no haya que echar las campanas al vuelo, lo cierto es que también para el sector editorial (y no sólo de libros de texto) constituyen los profesores un colectivo con ciertos intereses, creencias, valores y símbolos compartidos que están dando lugar a un nuevo género literario: lo que podríamos llamar el "cuaderno de quejas", que es precisamente el título de su interesante artículo.
¿El nombramiento del profesor Gabilondo, filósofo, rector de la Universidad Autónoma de Madrid, presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) como ministro de Educación, y la vuelta de las universidades a su ministerio, será suficiente revulsivo para iniciar la revolución que la enseñanza necesita en España de una vez por todas? Lo espero de corazón por el bien de todos. Les dejo con una viñeta humorística de hoy en el diario parisino "Le Monde" (2). Y es que en todas partes cuecen habas, digan lo que digan... Sean felices, Tamaragua, amigos. (HArendt)
Notas, gráficos, fotos y viñetas:
(1) http://www.revistadelibros.com/articulo_del_mes.php?art=4315
(2) http://www.revistadelibros.com
(3)Viñeta de Le Monde:
http://medias.lemonde.fr/mmpub/edt/ill/2009/04/08/h_11_ill_1178084_0804newseduc2.gif?1239178399350
(4) Alumnos de una escuela infantil española:
http://www.elpais.com/recorte/20080517elpvas_1/LCO340/Ies/Alumnos_Ensenanza_Infantil.jpg
(5) Alumnos de Bachillerato en España:
http://www.elpais.com/recorte/20070410elpcat_1/LCO340/Ies/clase_alumnos_bachillerato.jpg
(6) Gráfico de una encuesta a los universitarios españoles:
http://www.aprendemas.com/Imagenes/Reportajes/P1/POPUP_FundacionBBVA.jpg
Viñeta en el diario Le Monde de hoy
"La clase perdedora", por José Luis Barbería
(El País, 07/04/09)
Los alumnos de padres sin estudios tienen 20 veces más riesgo de fracaso - La educación no consigue eliminar las diferencias sociales. Imaginemos el sistema educativo como una larga de carrera de obstáculos. Lo primero que salta a la vista es el alto grado de abandonos prematuros y de participantes descalificados por no haber cubierto la distancia mínima en el plazo establecido. Lo segundo que llama la atención es la extracción social de los que se quedan por el camino, ya en los primeros tramos, y cargan con los sambenitos estigmatizadores del "fracasado escolar" y de "repetidor". Quítese de la cabeza la convicción de que la escuela es, por excelencia, el espacio natural de la igualdad de oportunidades que consagra la Constitución. Hágase a la idea de que, pese a los buenos propósitos, el éxito académico no depende exclusivamente del esfuerzo y de la capacidad personal de su hijo.
¿Cómo se explica, si no, que los perdedores pertenezcan de forma tan abrumadoramente mayoritaria a las familias de rentas más bajas? Por muchos casos de hermanos con rendimientos académicos dispares que se den, el análisis del problema establece que no estamos ante cuestiones personales. No es cierto que los alumnos partan de la línea de salida en condiciones idénticas y con competencias similares. Las diferencias están ya presentes en el kilómetro cero porque a la hora de matricularles por primera vez ya hay niños a los que se les ha inculcado el amor por la lectura y el conocimiento y otros a los que no. Por lo mismo, hay padres que acompañarán los estudios de sus hijos y velarán para que adquieran la mejor formación y otros que se inhibirán de esa tarea.
España partía hace sólo tres décadas de una situación muy alejada de los países desarrollados, también educativamente hablando, pero ha conseguido en ese tiempo ampliar la escolarización obligatoria hasta los 16 años, con uno de los sistemas educativos más equitativos de la OCDE, según el Informe Pisa -que evalúa el nivel de conocimientos de los jóvenes de 15 años de 55 países del mundo. El informe dice que si se eliminan los condicionantes socioeconómicos y culturales de los alumnos, las escuelas españolas públicas, privadas y concertadas dan unos resultados muy similares entre sí. Sin embargo, ese contexto sigue pesando enormemente. Los hijos de los trabajadores no cualificados tienen 4,5 veces menos de probabilidades de acceder al ámbito universitario que los vástagos de los profesionales de alto nivel. Sólo un tercio de los de familias obreras o de asalariados del campo cursará el Bachillerato y de ellos únicamente la mitad llegará a la universidad. Si usted no tiene estudios, le conviene saber que su chico cuenta con 20 veces más de posibilidades de incurrir en el fracaso escolar que el hijo de padres universitarios; exactamente, el 40% contra el 2%, según el estudio recientemente publicado por el profesor de Sociología de la Universidad de La Laguna, José Saturnino Martínez.
El sistema educativo es una maquinaria de reproducción de las desigualdades socioeconómicas, aunque en el caso de los alumnos particularmente brillantes y trabajadores deje márgenes de maniobra para "la movilidad de clase" y haya acompañado la irrupción de las mujeres, cuyo rendimiento es muy superior.
Gracias a las becas, siguen dándose ejemplos de alumnos de familias de rentas muy bajas que acaban una y hasta dos carreras universitarias. Pero no dejan de ser una notable excepción en un modelo en el que el capital cultural y económico condiciona fuertemente el rendimiento escolar y el estatus social. Es lo que las estadísticas llevan voceando tercamente sin que ese debate llegue a prender en la opinión pública. Y eso, que, como han puesto de relieve los economistas Jorge Calero y Josep-Oriol Escardíbul, la educación determina cada vez más la posición laboral y las trayectorias vitales de las personas.
"La extensión de la escolarización y la evidencia de que, por lo general, los hijos superan el nivel de conocimiento de sus padres contribuye a ocultar que las desigualdades relativas se mantienen más bien constantes para los chicos, aunque hayan disminuido entre las mujeres", opina José Saturnino Martínez.
Pero las estadísticas hablan de un problema colectivo que, además de socavar la equidad y la justicia, compromete el futuro del país arrojando al mercado de trabajo a masas de jóvenes poco cualificados para afrontar la "sociedad del conocimiento". Ahora vemos en las colas del paro a esos chicos que, sobre todo en el Sur y el Levante español, abandonaron prematuramente sus estudios tras el reclamo de un buen salario en la construcción o la hostelería.
Sólo el 68% de los jóvenes españoles cursa los estudios secundarios postobligatorios del bachillerato y los Ciclos Formativos de Grado Medio, frente al 81% medio del conjunto de la OCDE. Ese dato nos sitúa a la cola de Europa, únicamente por encima de Portugal y Malta, en un momento en el que la UE aspira a que el 85% de los jóvenes menores de 22 años hayan "completado" los estudios de Enseñanza Secundaria Superior en 2010. A ese "cuello de botella" en el sistema hay que sumar una tasa de fracaso escolar del 30,8%, el doble de la media de la UE-27. "El sistema reproduce la estructura social de España. Las familias de rentas altas envían a sus hijos a las escuelas privadas, en su mayoría, regidas por la Iglesia católica, mientras que las familias de rentas medias y bajas los envían a escuelas públicas, donde se concentran los hijos de los inmigrantes. Esta polarización por clase social caracteriza el sistema escolar en España", afirma Viçenc Navarro, economista y politólogo.
De hecho, las diferencias de rendimiento escolar registradas en el Informe PISA se explican básicamente por el nivel social, tanto de los padres como de los centros. Los investigadores han llegado a la conclusión de que la variabilidad observada entre centros educativos en las pruebas de lectura está asociada en un 50% a las características del estudiante, muy particularmente, al estatus socioeconómico de su familia y también al sexo, la edad y la condición o no de inmigrante. Las características del centro influirían en los resultados en un 16%, mientras que la naturaleza competitiva o cooperativa de los métodos didácticos, los medios materiales y el tipo de gestión no superarían el 6%. Descubrir que los elementos determinantes del rendimiento escolar son, en gran medida, ajenos al sistema ha sido una gran sorpresa para muchos teóricos que fían todas las soluciones a las reformas políticas o al incremento de la financiación.
No es un secreto que los alumnos de los colegios privados (independientes y concertados) obtienen, por lo general, mejores promedios que los de las escuelas públicas, aunque tampoco es evidente que esos resultados reflejen mejoras educativas. "Los centros privados pueden conseguir un mejor clima escolar por la vía de concentrar alumnos de características parecidas, pero el rendimiento académico de los adolescentes de los centros públicos sería, incluso, superior si se descontaran los factores socioeconómicos", sostienen Calero y Escardíbul. Así, la supuesta "calidad" educativa de esos centros no sería otra cosa que la "calidad" cultural y económica de los padres que llevan a sus hijos a esos colegios.
La mayoría de los expertos opina que el nivel cultural de los padres pesa más que sus recursos económicos. Queda fuera de toda duda que el sistema muestra una enorme resistencia a ser modificado. "La segregación urbana produce segregación escolar porque los centros privados están ubicados generalmente en áreas de población de nivel socioeconómico elevado y, por lo tanto, tienen mayores probabilidades de matricular a usuarios de ese nivel", indica Escardíbul. Las familias con más recursos seleccionan con mayor cuidado el centro escolar de sus hijos. Jorge Calero y otros estudiosos ponen el acento en lo que denominan el "efecto suelo", según el cual, el temor a perder posición social y la preocupación por la formación aumentan a medida en que se asciende de clase. Por lo mismo, y a la inversa, las familias de rentas más pobres tendrían menos inquietudes de esa naturaleza por la imposibilidad misma de descender en la escala social. Según esta teoría, la actitud de los padres ante la educación estaría, pues, condicionada por el análisis coste-beneficio. Las familias de menores rentas tienen mucho más en cuenta los ingresos que se dejan de percibir por aplazar la entrada en el mercado de trabajo.
¿Es exagerado afirmar que en la medida de sus recursos, las familias "compran" el nivel social, económico y de formación de los compañeros de colegio y potenciales amigos de sus hijos? Los centros privados tienden a seleccionar a sus alumnos-usuarios y a blindarse contra los estudiantes problemáticos. De alguna manera, la particularidad de su oferta descansa, precisamente, en su capacidad de seleccionar a sus estudiantes. Y eso que en el plano académico y de la disciplina no se puede homogeneizar bajo la misma mirada prejuiciosa a todos los hijos de la inmigración. "Me gustaría tener más inmigrantes en mi clase, pero siempre que sean chinos", apunta, con un punto de humor, una profesora de un centro público de Madrid.
Aunque, según algunos teóricos, la financiación pública adicional a los centros privados apenas mejora los resultados educativos, no se puede negar que, desde el punto de vista de los intereses particulares, optar por la enseñanza privada en España es una buena inversión. Puede, incluso, decirse que es tan buen negocio privado como mal negocio para el conjunto de la sociedad. La huida de la escuela pública que las clases medias iniciaron a mediados de los noventa no se ha detenido. El número de estudiantes de las universidades privadas pasó de 58.875 a 132.794 durante los años 1995- 2003, periodo en el que la enseñanza pública superior descendió de 1.449.967 a 1.349.248 alumnos. Contra lo que se supone, la incorporación de los hijos de inmigrantes sin formación no repercute negativamente en el rendimiento escolar medio si son menos del 10% de la clase.
"Ningún otro país europeo presenta porcentajes tan altos de población en la enseñanza privada, que genera un gasto superior por alumno. En España, la escuela es clasista en lugar de ser una institución multiclasista donde cristalice el concepto de ciudadanía", critica Vincenç Navarro. Los estudios de la OCDE ponen de manifiesto el elevado peso proporcional del gasto privado español en educación, -0,5% del PIB en 2002, el más elevado de la UE a 15 -, en un país que invierte en enseñanza -4,3% del PIB en 2002- un punto menos de su PIB que los socios europeos.
En el extremo opuesto, los hijos de familias que responden a los indicativos de una madre inmigrante de cuello azul (trabajadora no cualificada) con menos de 100 libros en casa, aparecen potencialmente abocados al fracaso.
Remover las desigualdades sociales requiere que la educación sea lo más independiente posible de las condiciones socioeconómicas de los alumnos. "Habría que invertir justamente la situación actual para que la igualdad formal de oportunidades se convierta en igualdad real de oportunidades. Hay que impedir que las desigualdades de origen colonicen el sistema", subraya Jorge Calero. Según Escardíbul, la proclamada igualdad de oportunidades se resiente también porque la reserva de plazas limita la posibilidad de que los alumnos de incorporación tardía, inmigrantes, por lo general, entren en un centro concertado. La capacidad de recabar recursos económicos de las familias y de seleccionar a los alumnos de Bachillerato en función de sus notas constituye, a su juicio, otro obstáculo adicional.
"Aunque las becas y los programas de educación compensatoria cumplen una función notable, el sistema sigue siendo bastante selectivo en el acceso a los centros concertados y actúa insuficientemente en las aulas para corregir las desigualdades sociales. Las Administraciones deberían tener en cuenta que ubicar las escuelas en tal o cual zona contribuye a reducir o a incrementar la segregación", indica. El incremento de las becas y la inversión, la evaluación pública de los resultados de cada centro y la promoción del consumo familiar de bienes culturales son otras de sus propuestas.
Pero el obstáculo mayor que lastra el objetivo de la igualdad de oportunidades es el bajo nivel educativo de los padres. Aunque España es el cuarto país del mundo con mayor diferencia de nivel educativo entre la generación de los padres y la de los hijos, este despegue no le ha liberado todavía del peso inerte del pasado. El grado de formación de los padres que en 2004 tenían hijos de 17 o 18 años era el más bajo de la UE, excepción hecha de Portugal.
Los déficits académicos de los alumnos son, en buena medida, fruto de las carencias culturales de la propia sociedad. Tenemos la paradoja de que el fracaso y la repetición de curso son moneda corriente, incluso en comunidades como La Rioja o Castilla y León que, por sí mismas, podrían disputar a Finlandia y a Corea del Sur los primeros puestos de la excelencia en el Informe PISA. La tardía expansión de nuestro sistema académico hace que los escolares paguen hoy el retraso acumulado a lo largo de décadas.
Alumnos de Educación Infantil
"La Universidad tiene profesores de sobra, pero mal repartidos", por Susana Pérez de Pablos
(El País, 08/04/09)
En España hay 12 alumnos por docente, por debajo de los 17 de media de la UE - El problema ante la reforma de Bolonia es la mala distribución por carrera. En letras hay de sobra; en ciencias experimentales y de la salud, aún más, pero en ciencias sociales y jurídicas y las carreras técnicas faltan profesores. Las quejas de algunos colectivos de que falta profesorado en las universidades españolas para implantar la reforma de Bolonia (para crear el espacio europeo de educación superior) se cae con el peso de los datos. España tiene más profesores que la mayoría de los países de la UE (tocan a 12 estudiantes por cada uno, frente a 16,7 de media en Europa). Cierto es que la red no está bien tejida. Tiene agujeros donde no debía haberlos y está demasiado prieta en otras partes. Porque hay un desequilibrio claro en su distribución.
Sólo dos países de la UE (hablando tanto del sistema público como privado) tienen menos alumnos por profesor (contando universidades públicas y privadas) que España, que son además dos naciones punteras en educación, Suecia y Noruega. Otros espejos en los que se mira la enseñanza española (y la europea, en general) son los de los países anglosajones, y reflejan lo mismo: Estados Unidos tiene un profesor para cada 15 de media (incluidas las punteras universidades Harvard o Yale) y el Reino Unido está en la media de la UE, con 16,4. La de la OCDE es similar, con 16.
La percepción de los colectivos de estudiantes y de los propios profesores de que faltan más docentes en España tiene entonces más que ver con otros factores, según reflejan las estadísticas y apuntan los expertos en política universitaria.
El gran desequilibrio en la distribución del profesorado por áreas de conocimiento queda reflejado en las medias. En las carreras de humanidades hay de media 10,5 alumnos por profesor; en ciencias sociales y jurídicas, 22,5; en las enseñanzas técnicas, 19,2; en ciencias experimentales, 5,6, y en ciencias de la salud, 6,6. No hay datos comparables de carreras porque es común que un mismo profesor imparta materias en diversas titulaciones.
La masificación de las aulas, tan generalizada hace un par de décadas, ha pasado a la historia y tiene poca pinta de volver a producirse. Ya sólo se da en casos puntuales. Y más con las nuevas reglas. Hasta la reforma ligada a Bolonia, los profesores universitarios podían dar un máximo de ocho horas de clase a la semana y seis de tutoría. El resto del tiempo era para prepararse las clases o investigar. A partir de ese cambio (en 2010), las reglas cambian y el modelo específico lo establece cada facultad. Los expertos hablan de un profesorado capacitado para el cambio, pero que tiene que asumir el nuevo modelo. Éste, en el que se convalidan por créditos tanto las clases, como el tiempo de estudio y otras actividades académicas, abre más el abanico de posibilidades. En él sería razonable que hubiera, por ejemplo, 100 alumnos en una clase magistral, 20 en un seminario (que se convalida por créditos académicos) o incluso cinco en una sesión práctica con el profesor.
La descompensación entre oferta y demanda, que ha aumentado progresivamente en los últimos años, ha acentuado el desequilibrio de profesores entre áreas de conocimiento, explica el secretario general de Universidades, Tecnología e Investigación de la Junta de Andalucía, Paco Triguero. "Había hasta ahora una estructura muy rígida con el profesorado muy estable y muy vinculado a una parcela especializada del conocimiento. Al moverse parte de la demanda y reducirse, especialmente en las carreras de humanidades y ciencias experimentales, se ha creado un problema".
Triguero cree necesario "quitar las rigideces, haciendo las áreas de conocimiento más flexibles y promoviendo una visión más colegiada de la formación". Es decir, fomentar el trabajo en equipo de los profesores "tanto por curso como por áreas temáticas", de forma que se ofrezcan varias asignaturas con un programa conjunto o que varios profesores puedan repartirse una materia. La clave, apunta Triguero, es la "planificación", que esté todo mejor ordenado. "En los primeros cursos de muchas carreras es donde es más factible aplicar estos cambios, dado que se dan materias más generalistas que puede impartir cualquier especialista avanzado", añade.
El presidente de la agencia de calidad universitaria catalana, Joaquim Prats, también cree que los problemas han sido el cambio en la demanda y la mala distribución del problema, y aporta un tercero: "No ha sido un acierto crear los másteres antes que los grados. Esto ha hecho aumentar el número de profesores, a pesar de que los másteres tienen en general una demanda pequeña".
La demanda desequilibra el sistema. No es casualidad que las quejas que han sonado más alto en el conflicto contra la reforma de Bolonia provengan mayoritariamente de las carreras de humanidades: son cada vez menos demandadas, lo que inquieta en muchas facultades y departamentos. Pero no sólo les pasa a éstas, también a otros estudios con una honda tradición y peso en el conocimiento occidental (como los de exactas, física, química...), pero con pocas salidas prácticas.
Traducido a datos, el curso pasado se ofrecieron más de 24.000 plazas de carreras de humanidades, de las que se llegaron a matricular sólo 18.400 alumnos, y se ofertaron 19.600 de ciencias experimentales, de las que se cubrieron 13.600. Y eso que algunas universidades reconocen que han bajado la oferta de plazas (se ve también en las estadísticas) para que no cante tanto el desfase entre oferta y demanda.
Aparte de la ausencia de una política bien programada para reorganizar las plantillas -algo que la Ley Orgánica de Universidades, de 2007, flexibiliza- no es menor el conflicto que se está entretejiendo por el miedo de algunas facultades y departamentos que sufren la caída de la demanda a perder peso y poder en los centros. El presidente de la Agencia de Calidad del Sistema Universitario de Cataluña, Joaquim Prats, habla de ello: "Al hacer los nuevos planes, se ve a menudo que muchos centros ponen los créditos optativos según criterios corporativos de los departamentos por el profesorado que tengan". Prats cree que hay un miedo psicológico a perder horas y, con ello, profesores y peso. "Nos pasa mucho, cuando en realidad el prestigio lo da la investigación, la transferencia de conocimiento a la sociedad y la calidad de la docencia que perciban los alumnos", concluye.
Alumnos españoles de Bachillerato
"Cuadernos de quejas", por Mariano Fernández Enguita
CATEDRÁTICO DE SOCIOLOGÍA EN LA UNIVERSIDAD DE SALAMANCA
Revista de Libros, nº 148 · abril 2009
Daniel Pennac
MAL DE ESCUELA
Trad. de Manuel Serrat Crespo
Mondadori, Barcelona 256 pp. 21 €
José Penalva Buitrago
CARTAS DE UN MAESTRO. SOBRE LA EDUCACIÓN EN LA SOCIEDAD Y EN LA ESCUELA ACTUAL
Biblioteca Nueva, Madrid 176 pp. 11 €
José Sánchez Tortosa
EL PROFESOR EN LA TRINCHERA. LA TIRANÍA DE LOS ALUMNOS, LA FRUSTRACIÓN DE LOS PROFESORES Y LA GUERRA EN LAS AULAS
La Esfera de los Libros, Madrid 180 pp. 18 €
En España hay tres cuartos de millón de profesores, un nicho interesante para el libro. Se trata de un colectivo que está conociendo una transformación radical de su entorno amplio (el lugar y el papel de la educación en la sociedad) e inmediato (las relaciones con alumnos y con familias), así como de su propia naturaleza (reclutamiento, condiciones de trabajo, cultura profesional), por lo que se encuentra ávido de ideas, imágenes, iconos, narraciones y otras expresiones simbólicas de su identidad, sus intereses y sus inquietudes. La principal fuente de alimentación de su imaginario colectivo no es la literatura, sino el cine: películas como La lengua de las mariposas, Todo empieza hoy o Ser y tener fueron comidilla de los claustros, materia para artículos editoriales y alimento para simposios. Pero ésta es una revista literaria y, aunque quizá no haya que echar las campanas al vuelo, lo cierto es que también para el sector editorial (y no sólo de libros de texto) constituyen los profesores un colectivo con ciertos intereses, creencias, valores y símbolos compartidos que están dando lugar a un nuevo género literario: lo que podríamos llamar el cuaderno de quejas.
Todo comenzó con la Petita crónica d’un profesor a secundària, de Toni Sala, y el Panfleto antipedagógico, de Ricardo Moreno; continuó con obras de menor impacto, como La enseñanza destruida, de Javier Orrico, y El aula desierta, de Concha Fernández Martorell, entre otros; y se anima ahora con las Cartas de un maestro, de José Penalva Buitrago, y El profesor en la trinchera, de José Sánchez Tortosa, de los que hablaré en esta crítica. El lado bueno de esta avalancha es que los profesores escriban sobre su trabajo. Al distanciamiento de los estudios académicos y la frialdad de la literatura administrativa se suman así los testimonios de una parte de los protagonistas de la educación: los docentes. Y digo una parte porque, evidentemente, faltan los alumnos y sus familias. Los padres no escriben porque están dedicados a otras cosas, y tal vez porque no lo creen prudente. Y los alumnos lo hacen poco, por su edad y porque no es así como quieren llenar sus horas de ocio. Pero de vez en cuando nos llega su voz por una carambola: lo hace cuando, años después, alguno de ellos, con fines autobiográficos o literarios, recupera la experiencia de su escolarización. Es el caso del libro de Daniel Pennac, Mal de escuela, que reconstruye su vivencia como alumno, un mal alumno (un zoquete, o cancre, en su propia definición), enriquecida por la experiencia del profesor que luego fue y servida con la calidad narrativa del magnífico escritor que ahora es.
Los estilos de estos cahiers de doléances pueden ser muy distintos, pero su contenido es muy parecido. Hay diferencias, ciertamente, entre el verbo intrascendente y superficial de la Petita crónica y la brillantez polémica del Panfleto, como la hay entre la prosa soporífera de las Cartas de un maestro y la forma ágil de El profesor en la trinchera. La Crónica era una perfecta expresión de banalidad, probablemente compartida por el autor con muchos de sus lectores: joven profesor de secundaria que llega a su centro ya preguntándose si le tocará la ESO; que se presenta a sus alumnos diciendo: «Nos tendremos que soportar una temporada»; cuya única ocurrencia pedagógica es sacar a un alumno a escribir en la pizarra e invitar a los demás a señalar sus errores; que siente pereza ante la idea de llevar a los alumnos fuera del centro; que reclama aulas insonorizadas con puertas opacas para que no pueda verse el interior desde fuera; que se declara exhausto al final de cada trimestre; que pregunta a todos menos a sí mismo por qué los alumnos quieren leer a los ocho años pero ya no a los dieciséis. Un perfecto reflejo de esa parte del colectivo que entró en la enseñanza buscando calidad de vida y que ha encontrado muchas horas y días libres, pero muy poca tranquilidad de espíritu. Ni una sola idea nueva, ni una mínima reflexión de calado: sólo desgana y falta de compromiso.
Muy distinto era el Panfleto, la más brillante de estas obras. Conciso como ninguno de sus continuadores, desde el mismo título sintetizaba el frecuente malestar en secundaria ante las reformas y, en particular, ante la idea de una sustitución del énfasis en el contenido por la prioridad del método, apoyado en el menosprecio por el maestro y el pedagogo. Moreno cargaba –con razón, creo– contra la falsa disyuntiva entre contenido y forma, entre aprender y aprender a aprender, lo que no impedía que todo su escrito fuera la versión macro de esa misma disyuntiva, ahora entre las disciplinas y la pedagogía, pero vista y predicada desde la otra orilla. No le faltaba razón, tampoco, al denunciar la incapacidad del sistema escolar, en particular de la escuela pública, para alimentar el espíritu de un alumno siquiera un poco destacado. Y señalaba con acierto efectos imprevistos de las reformas, como la escasez de instrumentos con que afrontar la indisciplina sistemática (que también deriva, sin embargo, de la abstención del profesorado justamente donde los problemas empiezan, que es fuera de las clases, de la complicidad cómoda con los alumnos y de su empeño en mermar la autoridad de la dirección) o la posibilidad de que un alumno abandone el sistema sin una mínima formación profesional (que también proviene del carácter academicista que nunca ha dejado de tener, y que tanto debe a los gremios anclados en el sistema, y a la falta de flexibilidad de éste, incapaz de ofrecer otra opción que sólo estudiar o trabajar). Y reconozcámosle otro mérito: no caía en la vieja cantinela de que faltan recursos, sino que se asombraba de que, con más recursos que nunca, las cosas pudieran ir (según él) tan mal.
Más allá de esto, todos los cahiers, viejos y nuevos, vienen a decir lo mismo. Para empezar, describen una situación de siniestro total. «El deterioro de secundaria [...] me asusta», escribía Sala. De «desastrosísima situación» nos hablaba Moreno, diagnóstico compartido por Orrico. Los responsables nunca son los profesores, a pesar de su amplísima autonomía individual y colectiva, sino siempre los otros. La primera causa suele estar en las familias desconcertadas e incapaces de controlar a sus hijos, pero no es la única. En las Cartas de un maestro aguantan sucesivamente su filípica la madre desorientada, el padre listillo (informático, por cierto, mostrando esa incomodidad ante la pérdida del monopolio del conocimiento que el docente exorciza bramando contra una imagen trivializada de los medios o de Internet), el profesor innovador (y un poco lelo), el sindicalista, el investigador, el constructivista y el comisario-inspector. Todos lo hacen mal, por supuesto, pero se diferencian entre los que no entienden nada, como la madre, o son del gremio y militan en él, como el errado amigo sindicalista, tratados con benevolencia, y los que son ajenos, como el constructivista y el investigador, o han desertado de la base, como el innovador y el inspector, que provocan la mayor hostilidad. A los padres se les reprocha no dedicar tiempo a sus hijos, no ejercer autoridad sobre ellos ni apoyar la del maestro y no entender de educación (y peor si creen que lo hacen). Al investigador y al constructivista, su alejamiento de la escuela real y su apoyo a ideas traídas de la empresa o tomadas de un Rousseau simplificado. Al innovador y el inspector (desertores de la tiza) los dibuja como idiotas y lacayos del poder.
Como contrapartida, nos brinda su idea positiva de la educación en tres relamidas cartas a su discípula Helena, escritas con motivo de su acceso al bachillerato, sus progresos en la universidad y su desengaño del activismo pedagógico, cartas que me habría saltado al cabo de unas líneas de no estar obligado a leerlas para escribir esta nota, lo mismo que el insufrible diálogo desde la montaña. En suma, un libro prescindible, de nula aportación y lectura aburrida, pero que expresa los demonios del profesor cabreado. Por él desfilan todos los tópicos: falta de reconocimiento, escuela-guardería, falsedad de que los maestros trabajen poco... Además de los malvados, cuyas caricaturas merecen un capítulo cada una, desfilan otras figuras menores pero no menos execrables: orientadores, asesores, directores, políticos... A los recuperables (la alumna, los padres, el amigo sindicalista) les imparte consejos; a los desechables (innovador, inspector, constructivista, investigador), ni agua. Y, frente a todos ellos, el héroe, el maestro en su escuelita. El artificio, expuesto de manera tan cursi como el resto, de presentar el texto como el manuscrito inédito («lo único que tenía en la vida») de un viejo maestro fallecido (Don Pascual), recogido por otro intermediario («un humilde servidor») que lo envía a nuestro dedicado editor, Penalva Buitrago (en otras circunstancias profesor de instituto), hace que se evapore cualquier resto de modestia, prudencia e incluso pudor, y que se desate, en cambio, un interminable autobombo: «un ensayo que no se doblega ante la nomenklatura, [...] ni se deja seducir por la extravagancia de la erudición de relumbrón, [ni] se somete a la sumisión [sic] a que obligan las modas intelectuales o la obediencia legislativa que reclama la Administración oficial». Don Pascual representa al maestro superhéroe que guía a sus discípulos a la vida buena, cultiva su verdadera naturaleza humana y mantiene un diálogo con los grandes pensadores, mientras combate los intereses sociales (quiere decir económicos) y las injerencias políticas.
El libro de Sánchez Tortosa comparte esta visión épica del educador, quizá más forzada aún en sentido figurativo, aunque no biográfico. A pesar del título bélico, y de una buena porción de los tópicos del gremio, el combate del profesor atrincherado de Tortosa no es contra una conspiración universal, como en la visión paranoica de Penalva, sino la encarnación y hominización de la idea kantiana de la lucha entre moralidad (racionalidad) y naturaleza (instinto). Puesto que la educación de cada individuo (ontogénesis), al igual que la ilustración de la humanidad (filogénesis), es la lucha entre naturaleza y razón, esa lucha vive en cada alumno y en la institución. Así, si la imaginería popular ha identificado al empollón con el niño obediente, incluso sumiso, y al profesor con el antiguo alumno temeroso de abandonar la institución, se equivoca. El buen alumno es el valiente, que no se deja absorber por el grupo, por los medios, por los cantos de sirena de la sociedad; al contrario, el machito, el mal alumno, el rebelde aparente, es en realidad un cobarde. Y el profesor es el adalid de la más importante y difícil lucha, héroe entre los héroes, que guía a sus alumnos hacia la liberación, su salvador y mesías, comprometido y progresista frente a tantos alumnos racistas y fascistas. «Se non è vero è ben trovato»: la resistencia del alumno se convierte en cobardía, la adhesión en valor, el buen alumno en héroe de excepción y el profesor en superhéroe de oficio. Vale para dar ánimos a buenos alumnos y profesores, que pueden necesitarlos, pero es una imagen tan unilateral como la que combate, pues da por sentado que la escuela ofrece una cultura de valor, una educación liberadora, etc., que quien la rechaza lo hace en nombre de algo peor y que el profesor responde a su tipo ideal. Reconfortante para el profesor, que ve reconvertida en mesiánica una situación que se le antojaba miserable. En cuanto al alumno, incluido el buen alumno, es difícil que la aprecie, empezando porque no leerá el libro, y hay poca novedad en ello, pues ya es viejo que toda institución total (o semitotal), como señaló Goffman, no puede dejar de producir una teoría y una imagen de la naturaleza humana y del buen institucionalizado: el buen soldado, el buen paciente, el buen preso y, ahora, el buen alumno.
La gran diferencia entre este libro y el otro, aparte de que éste se deja leer muy bien, es que su centro lo ocupan los alumnos. En el de Penalva brillaban por su ausencia, pues hasta la pobre Helena se veía reducida a una marioneta de su Pigmalión, más aburrida que los inertes muñecos rousseaunianos, Émile y Sophie. Tortosa hace el esfuerzo de meterse en la piel de los adolescentes, como lo muestra su reiterada y sugestiva referencia a los iconos de su cultura: Neo y Morfeo (Matrix), Spiderman, Anakin Skywalker y Darth Vader, Bart Simpson, la abeja Maya, Pocholo, la Play Station, etc. Esto no le libra de los tópicos: dejadez familiar, abandono social, escuela-garaje, pedagogía, crisis de disciplina, exceso de garantismo, promoción de la violencia por los videojuegos, manipulación por el Estado e così via, pero permite un fresco multicolor y penetrante del alumnado, una fenomenología en la que cualquiera puede reconocer a sus alumnos o a sus hijos. Pero es la mitad del panorama, media verdad, una verdad a medias, luego media mentira. La media mentira es la apología implícita del profesor en la trinchera, representado en la dura y difícil lucha contra la ignorancia de sus alumnos en vez de, digamos, suspirando por las vacaciones. Como lo es poner en el centro de la trama argumental el descrédito del esfuerzo, la promoción de curso con algún suspenso o la carencia de medidas contra los alumnos disruptivos, pero ninguna atención a la falta de control sobre el trabajo de un profesorado que, si lo desea, puede limitar su actividad a las horas lectivas, que recorre todos los escalones de la carrera por pura inercia sin control ni incentivo y jamás es sancionado por hacer las cosas mal ni por no hacerlas.
Algunas de estas obras no vacilan a la hora de las consecuencias. Si la ESO nos disgusta, acabemos con ella. No hablan de transformar en tal o cual sentido la enseñanza obligatoria y común, sino de dividir a los alumnos a los doce años entre los que irán la universidad, guiados por sus ilustrados profesores, y los que deben empezar ya a aprender un oficio para ir a trabajar. Tortosa, como Moreno y Orrico, aboga abiertamente por ello, y Penalva lo hace de forma implícita. Este modo de pensar dicotómico (o lo de antes o lo de ahora, o bachillerato o ESO, o igualitarismo a la baja o selección darwiniana, o alumnos incondicionales o que se vayan al taller) tiene que ver con otra característica común: la combinación del menosprecio por la pedagogía (y, de paso, la psicología, sociología, economía...) con el diálogo con los grandes pensadores, con el recurso directo a Sócrates o Rousseau, Platón o Kant. Pero lo que ha hecho avanzar a la humanidad, al menos en la modernidad, no ha sido la gran talla de unos pocos sino el empeño de muchos en una empresa científica sistemática. Nuestros autores combinan felizmente los grandes sistemas filosóficos (en sus particulares versiones como, por ejemplo, la muy forzada del diálogo del Menón para defender el aprendizaje como recuerdo, memorístico, obviando su inmanentismo, que conduce a la pedagogía esencialista de la que tanto se abomina) con toda clase de afirmaciones de andar por casa y sin fundamento. Podría alinearme con la crítica hacia numerosas ingenuidades de la pedagogía, pero su rechazo tout court es otra cosa: es el rechazo de las teorías de alcance medio, situadas entre las afirmaciones gratuitas y las grandes teorías, o entre las máximas de fácil aplicación pero sin fundamento y los excursos filosóficos sin aplicación ninguna; y, de otro, una manera oblicua de decir que no hay nada en la estructura del sistema, la organización de los centros y la de los docentes sobre lo que reflexionar.
Frente a esta retórica corporativa, claustrofílica en origen y claustrofóbica si no eres gremio, Mal de escuela es refrescante. Pennac no es un innovador de los que critican nuestros autores patrios, sino defensor de expedientes tan clásicos como la lectura, el dictado o la memoria. Pero habla desde ambos lados, docente y discente. Todo el mundo ha sido alumno, pero Pennac fue un mal alumno, un zoquete, y no de los que se vanagloria para situarse por encima de la institución y los mortales (ya se sabe: Dalí, Einstein y otros genios no reconocidos por sus profesores, o estrellas mediáticas que alardean de adónde han llegado con su ignorancia) sino uno al que todavía le duele la experiencia. Los redactores de las lamentaciones también fueron alumnos, y lo recuerdan, pero sólo para comparar el paraíso perdido (¡aquel bachillerato!) con el infierno actual (¡esta ESO!).
Me quedo con tres ideas del magnífico Mal de escuela. La primera, el dolor del zoquete, el sufrimiento del alumno a quien la institución y los profesores, y bajo su influencia la familia y los compañeros, royeron la autoestima. Según nuestros apocalípticos, nadie tan feliz como el adolescente que arruina una clase. Pero Pennac nos habla del dolor de no comprender y de sus daños colaterales, del dolor compartido del alumno, sus padres y (digo yo, con dudas tras leer a los otros) sus profesores. Lo que sucede es que los profesores indignados de hoy fueron alumnos encantados ayer, seguramente en su salsa. Advierte Pennac, buen conocedor de la retórica republicana, contra ese empeño en defender la escuela selectiva desde una retórica de izquierda según la cual se trataría de la única oportunidad de redención del buen alumno de las clases populares: «¡Se lo debo todo a la escuela de la República! ¿No será que quieres hacer pasar por virtudes tus aptitudes? [...]. Reducir tu éxito a una cuestión de voluntad, de tenacidad, de esfuerzo: ¿es eso lo que quieres?».
La segunda: basta un solo profesor para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás. Pennac no habla de grandes pedagogos, comunicadores carismáticos ni genios en su especialidad, que no sabe si lo fueron, sino de profesionales que en su vivencia de alumno o su experiencia de profesor marcaron la diferencia. Al contrario que aquellos otros que «parecía como si, año tras año, se dirigieran a un público cada vez menos digno de sus enseñanzas [y s]e quejaban de ello a la dirección, en los claustros, en las reuniones de padres», nos habla de profesores que no soltaban la presa, que no tenían por qué amarnos, pero nos tomaban en consideración. «Los profesores que me salvaron –y que hicieron de mí un profesor– no estaban formados para hacerlo. No se preocuparon de los orígenes de mi incapacidad escolar. No perdieron el tiempo buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a adolescentes en peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron atraparme. Se zambulleron de nuevo, día tras día, más y más... y acabaron sacándome de allí. Y a muchos otros conmigo. Literalmente nos repescaron. Les debemos la vida». Hermosa reivindicación del educador frente al mero enseñante, del profesional implicado frente al del yo no soy un trabajador social, del compromiso personal (que no ha de confundirse con la entrega misionera) frente a la dimisión del papel de adulto.
La tercera: si el profesor no está, ¿cómo iban a estar los alumnos? «¡Oh, el penoso recuerdo de las clases en las que yo no estaba presente! Cómo sentía yo que mis alumnos flotaban, aquellos días, tranquilamente a la deriva mientras yo intentaba reavivar mis fuerzas. Aquella sensación de perder la clase... No estoy, ellos no están, nos hemos largado». Qué lejos se encuentra esta visión bidireccional y recíproca del mensaje de desinterés («Tendremos que soportarnos») o la impaciencia por las vacaciones de la Crónica, o de la imagen de dos mundos incomunicados, el docente y el discente, el de la Ilustración en la trinchera frente al ataque de la Play Station. Viene a decir que poco puede pedir quien no está dispuesto a dar, que a qué ese escándalo por el desinterés de los alumnos si es patente en tantos profesores.
Sin fábula ni artificio, Pennac devuelve la palabra, y vuelve visible a ese mal alumno al que nuestros apocalípticos enviarían sin vacilación al taller de carpintería. A través de su historia como alumno y profesor (no de sus propios logros, sino de los logros de otros, lo que le hace resultar más sincero y verosímil), nos retrotrae a la utopía de la institución escolar en ascenso, a la convicción de que son pocos, muy pocos, los alumnos que no pueden ser llevados a lograr con éxito un nivel suficiente de educación, alimentada por el esfuerzo real no del alumno soñado (el alumno golosina), sino del profesor real con alumnos reales; algo muy distinto de la ideología autojustificativa y paralizante que se destila de la reacción defensiva de un gremio descolocado.
Encuesta a los universitarios españoles
(E-1130) .../...
miércoles, 1 de abril de 2009
Hoy hace 70 años
Hoy hace 70 años que finalizó la más cruel de las numerosas guerras civiles que los españoles hemos afrontado en nuestra historia. Ninguna produjo tan alto número de muertos, heridos, desaparecidos y exiliados. Ninguna paz fue tan sanguinaria como la que siguió a esta guerra. Me gustaría pensar que los españoles nos hemos vacunado para siempre de este virus mortal. Espero que sí. No es día para conmemoraciones pero sí para el recuerdo.
El País de hoy lo hace con una crónica de la periodista Natalia Junquera, "El último pedazo de la II República", (1) en el que se recrea lo sucedido aquel día en el puerto de Alicante, en que se amontonaban miles de republicanos y sus familias en espera de unos barcos que les llevarían al exilio pero que nunca llegaron. Sólo lo hizo un pequeño carbonero inglés, el "Stanbrook", que desobedeciendo las órdenes de su patrón recogió a 3000 hombres, mujeres y niños y los trasladó hasta Orán, en Argelia.
Sirva esta crónica de recuerdo y homenaje emocionado a todos los que murieron y padecieron la injusticia de unos españoles contra otros. Sólo sabiendo la verdad de lo ocurrido podemos liberarnos del odio y el rencor. Sean felices. Tamaragua, amigos. (HArendt)
Notas:
(1) El reportaje, fotos y documentos anexos de El País en su formato original:
http://www.elpais.com//articulo/espana/ultimo/pedazo/II/Republica/elpepunac/20090401elpepinac_13/Tes
Fotos:
(1) El "Stanbrook", partiendo del puerto de Alicante hacia Orán el 1 de abril de 1939:
http://www.elpais.com/recorte/20090401elpepuint_12/XLCO/Ies/20090401elpepuint_12.jpg
El "Stanbrook" partiendo del puerto de Alicante (01/04/39)
"El último pedazo de la II República", por Natalia Junquera
(El País, 01/04/09)
20.000 perdedores de la contienda se concentraron en el puerto de Alicante para huir de Franco - Sólo 3.000 lo lograron, y una docena optaron por suicidarse.
De todas las historias que pueden contar los que sobrevivieron y de todos los relatos que han podido reconstruir las familias de los que no lo hicieron, hay una capaz de concentrar todo el horror de 32 meses de Guerra Civil y anticipar todo el que continuó en la paz de los vencedores. Ocurrió en Alicante hace 70 años.
Franco ha ganado la guerra y la mitad de España trata de escapar de sus garras por la única salida que queda: el puerto de Alicante. Algunos han logrado irse en barcos durante los primeros 15 días de marzo. Pero los vencidos de última hora, los que más tiempo han tardado en asumir la derrota, se encontrarán en Alicante.
Cerca de 20.000 hombres, mujeres y niños deshechos extienden una alfombra tupida de hambre y miedo sobre el puerto. No cabe un alfiler, no se ve un trozo de suelo. Confían en esos barcos que la República ha apalabrado con Francia y Reino Unido para evacuarles. Pero para entonces, ya han empezado a reconocer al Gobierno de Burgos y las palabras se las ha llevado el viento. El único barco que saldrá de Alicante será el Stanbrook, un viejo carbonero inglés con capacidad para 24 tripulantes pilotado por un galés desobediente que se convertirá en un héroe. Iba a recoger naranjas, tabaco y azafrán, pero zarpó rumbo a la colonia francesa de Orán (Argelia) con cerca de 3.000 republicanos a bordo. La mayoría, con las manos vacías.
"La cola para embarcar era impresionante, había miles de personas. Pasaban las horas y temíamos no poder subir. Mi padre había estado en el frente así que para nosotros huir era cuestión de vida o muerte. Recuerdo perfectamente cómo después de muchas horas de espera el capitán Dickson me cogió por fin en brazos y me aupó al barco", relata Helia González, una de las afortunadas niñas del Stanbrook. Tenía cuatro años, "pero hay cosas que son imposibles de olvidar". "El capitán le daba la mano a cada pasajero al subir", recuerda Helia, que pasó las 24 horas de travesía sin soltar la de su padre -"me daba pavor perderme entre aquella masa de gente"- , pegada a su madre, a su hermana, y al único equipaje que llevaban para su otra vida: "Un maletín de 40x30 centímetros en el que mi madre había metido una muda de ropa interior, una sábana, pañales para mi hermana y unos cubiertos de plata que, por supuesto, no vendió a nadie porque nadie pudo comprarlos".
"Nada más salir cayeron bombas en el lugar donde había estado el barco", recuerda. "Al oír la explosión, el hombre que viajaba a nuestro lado se asustó tanto que se tiró al mar. Su bota golpeó a mi madre al caer. Fue terrible".
Las tropas italianas y las franquistas comenzaban a ocupar también Alicante. Mientras, miles de republicanos seguían llegando al puerto, convertido ya en una ratonera. Entre ellos, Carmen Arrojo, que entonces tenía 20 años. Había llegado allí con su padre, su hermano y su novio desde Madrid. No sabían a qué país conducían aquellos barcos que esperaban, ni les importaba. Pero el único que verían lo enviaba Franco. "Por un megáfono nos dijeron que tiráramos nuestras armas y que, o nos rendíamos a las cinco, o nos ametrallarían. Cuando fui a tirar mi pistola al mar, vi a un hombre corriendo a toda velocidad hacia mí. No sabía lo que iba a hacer, pero se tiró al agua. No pudimos hacer nada", recuerda Carmen.
Había llegado al puerto pocas horas después de que zarpara el Stanbrook. "Era un hervidero de caras chupadas por el hambre y el cansancio. En una esquina se reunían los de la UGT, en otra las mujeres antifascistas... A las dos de la tarde llegó el barco de Franco". A sus 90 años, Carmen confiesa que aún escucha los sonidos del horror que invadió aquella alfombra humana durante las tres horas que siguieron hasta agotar el plazo de los vencedores. "Delante de mí, un hombre se rebanó el cuello con una navaja. No olvidaré nunca aquel grito espantoso de una de sus hijas. Tuvieron que dejarle allí. La niña se tiró por el hueco de la escalera en cuanto llegó a la cárcel".
"Hay un parte del general Gambara que habla de 66 suicidios, aunque otro posterior, los reduce a 12. Se apuntaban unos a otros, contaban hasta tres, y disparaban", asegura Enrique Cerdán Tato, escritor que ha dedicado casi 40 años a estudiar aquel episodio. Un barco semivacío, el Marítima, había partido de Gandía pocas horas antes. Su capitán, obediente, sólo había permitido subir a unas 40 autoridades políticas.
En Orán, las autoridades impidieron a los pasajeros abandonar la embarcación. Dickson logró que dejasen salir a las mujeres y los niños. El padre de Helia logrará reunirse con ellas después de que intercedieran por él unos familiares. El resto acabará en un campo de trabajo cerca de Marruecos y muchos morirán construyendo el ferrocarril transahariano. La familia se ganará la vida sustituyendo a la mitad de la compañía de teatro español, que se había ido a la España de Franco.
A los miles de republicanos que aguardaban en el puerto de Alicante los llevarán a campos de concentración. Al novio de Carmen lo fusilarán. Ella tardará muchos años en recomponer su vida y con 90 publicará: Lo que no se debe perder. Memorias de una republicana.
Y la Asociación Cívica de Alicante tendrá que devolver una subvención del Gobierno para levantar un monumento a aquellas víctimas porque el Ayuntamiento (PP) se negó a colocarlo. Siguen negociando.
(E-1127) .../...
El País de hoy lo hace con una crónica de la periodista Natalia Junquera, "El último pedazo de la II República", (1) en el que se recrea lo sucedido aquel día en el puerto de Alicante, en que se amontonaban miles de republicanos y sus familias en espera de unos barcos que les llevarían al exilio pero que nunca llegaron. Sólo lo hizo un pequeño carbonero inglés, el "Stanbrook", que desobedeciendo las órdenes de su patrón recogió a 3000 hombres, mujeres y niños y los trasladó hasta Orán, en Argelia.
Sirva esta crónica de recuerdo y homenaje emocionado a todos los que murieron y padecieron la injusticia de unos españoles contra otros. Sólo sabiendo la verdad de lo ocurrido podemos liberarnos del odio y el rencor. Sean felices. Tamaragua, amigos. (HArendt)
Notas:
(1) El reportaje, fotos y documentos anexos de El País en su formato original:
http://www.elpais.com//articulo/espana/ultimo/pedazo/II/Republica/elpepunac/20090401elpepinac_13/Tes
Fotos:
(1) El "Stanbrook", partiendo del puerto de Alicante hacia Orán el 1 de abril de 1939:
http://www.elpais.com/recorte/20090401elpepuint_12/XLCO/Ies/20090401elpepuint_12.jpg
El "Stanbrook" partiendo del puerto de Alicante (01/04/39)
"El último pedazo de la II República", por Natalia Junquera
(El País, 01/04/09)
20.000 perdedores de la contienda se concentraron en el puerto de Alicante para huir de Franco - Sólo 3.000 lo lograron, y una docena optaron por suicidarse.
De todas las historias que pueden contar los que sobrevivieron y de todos los relatos que han podido reconstruir las familias de los que no lo hicieron, hay una capaz de concentrar todo el horror de 32 meses de Guerra Civil y anticipar todo el que continuó en la paz de los vencedores. Ocurrió en Alicante hace 70 años.
Franco ha ganado la guerra y la mitad de España trata de escapar de sus garras por la única salida que queda: el puerto de Alicante. Algunos han logrado irse en barcos durante los primeros 15 días de marzo. Pero los vencidos de última hora, los que más tiempo han tardado en asumir la derrota, se encontrarán en Alicante.
Cerca de 20.000 hombres, mujeres y niños deshechos extienden una alfombra tupida de hambre y miedo sobre el puerto. No cabe un alfiler, no se ve un trozo de suelo. Confían en esos barcos que la República ha apalabrado con Francia y Reino Unido para evacuarles. Pero para entonces, ya han empezado a reconocer al Gobierno de Burgos y las palabras se las ha llevado el viento. El único barco que saldrá de Alicante será el Stanbrook, un viejo carbonero inglés con capacidad para 24 tripulantes pilotado por un galés desobediente que se convertirá en un héroe. Iba a recoger naranjas, tabaco y azafrán, pero zarpó rumbo a la colonia francesa de Orán (Argelia) con cerca de 3.000 republicanos a bordo. La mayoría, con las manos vacías.
"La cola para embarcar era impresionante, había miles de personas. Pasaban las horas y temíamos no poder subir. Mi padre había estado en el frente así que para nosotros huir era cuestión de vida o muerte. Recuerdo perfectamente cómo después de muchas horas de espera el capitán Dickson me cogió por fin en brazos y me aupó al barco", relata Helia González, una de las afortunadas niñas del Stanbrook. Tenía cuatro años, "pero hay cosas que son imposibles de olvidar". "El capitán le daba la mano a cada pasajero al subir", recuerda Helia, que pasó las 24 horas de travesía sin soltar la de su padre -"me daba pavor perderme entre aquella masa de gente"- , pegada a su madre, a su hermana, y al único equipaje que llevaban para su otra vida: "Un maletín de 40x30 centímetros en el que mi madre había metido una muda de ropa interior, una sábana, pañales para mi hermana y unos cubiertos de plata que, por supuesto, no vendió a nadie porque nadie pudo comprarlos".
"Nada más salir cayeron bombas en el lugar donde había estado el barco", recuerda. "Al oír la explosión, el hombre que viajaba a nuestro lado se asustó tanto que se tiró al mar. Su bota golpeó a mi madre al caer. Fue terrible".
Las tropas italianas y las franquistas comenzaban a ocupar también Alicante. Mientras, miles de republicanos seguían llegando al puerto, convertido ya en una ratonera. Entre ellos, Carmen Arrojo, que entonces tenía 20 años. Había llegado allí con su padre, su hermano y su novio desde Madrid. No sabían a qué país conducían aquellos barcos que esperaban, ni les importaba. Pero el único que verían lo enviaba Franco. "Por un megáfono nos dijeron que tiráramos nuestras armas y que, o nos rendíamos a las cinco, o nos ametrallarían. Cuando fui a tirar mi pistola al mar, vi a un hombre corriendo a toda velocidad hacia mí. No sabía lo que iba a hacer, pero se tiró al agua. No pudimos hacer nada", recuerda Carmen.
Había llegado al puerto pocas horas después de que zarpara el Stanbrook. "Era un hervidero de caras chupadas por el hambre y el cansancio. En una esquina se reunían los de la UGT, en otra las mujeres antifascistas... A las dos de la tarde llegó el barco de Franco". A sus 90 años, Carmen confiesa que aún escucha los sonidos del horror que invadió aquella alfombra humana durante las tres horas que siguieron hasta agotar el plazo de los vencedores. "Delante de mí, un hombre se rebanó el cuello con una navaja. No olvidaré nunca aquel grito espantoso de una de sus hijas. Tuvieron que dejarle allí. La niña se tiró por el hueco de la escalera en cuanto llegó a la cárcel".
"Hay un parte del general Gambara que habla de 66 suicidios, aunque otro posterior, los reduce a 12. Se apuntaban unos a otros, contaban hasta tres, y disparaban", asegura Enrique Cerdán Tato, escritor que ha dedicado casi 40 años a estudiar aquel episodio. Un barco semivacío, el Marítima, había partido de Gandía pocas horas antes. Su capitán, obediente, sólo había permitido subir a unas 40 autoridades políticas.
En Orán, las autoridades impidieron a los pasajeros abandonar la embarcación. Dickson logró que dejasen salir a las mujeres y los niños. El padre de Helia logrará reunirse con ellas después de que intercedieran por él unos familiares. El resto acabará en un campo de trabajo cerca de Marruecos y muchos morirán construyendo el ferrocarril transahariano. La familia se ganará la vida sustituyendo a la mitad de la compañía de teatro español, que se había ido a la España de Franco.
A los miles de republicanos que aguardaban en el puerto de Alicante los llevarán a campos de concentración. Al novio de Carmen lo fusilarán. Ella tardará muchos años en recomponer su vida y con 90 publicará: Lo que no se debe perder. Memorias de una republicana.
Y la Asociación Cívica de Alicante tendrá que devolver una subvención del Gobierno para levantar un monumento a aquellas víctimas porque el Ayuntamiento (PP) se negó a colocarlo. Siguen negociando.
(E-1127) .../...
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