lunes, 13 de mayo de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] Alternativas del republicanismo como ideología





Durante el reciente congreso de la Western Political Science Association, cuyo solo nombre es ya prueba suficiente de las dimensiones de la comunidad académica norteamericana, escribe el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, topé con un librito de William J. Connolly que llamó mi atención. Es éste un veterano pensador político que dedicó hace pocos años una monografía de considerable interés al pluralismo democrático y anda ahora trabajando sobre el Antropoceno y sus consecuencias. Yo me hice en San Diego con un volumen de la colección que la editorial de la Universidad de Minnesota dedica a asuntos de actualidad, conforme a ese formato de libro ensayístico y breve que triunfa en el mundo entero. Escrito en 2017, el ensayo de Connolly se ocupa del «fascismo aspiracional» encarnado por Donald Trump y de la consiguiente lucha en favor de la «democracia multifacética». Dado que España se encontraba todavía hace dos semanas en lucha imaginaria contra el fascismo, me pareció interesante saber lo que Connolly pudiera tener que decir sobre el asunto. Y ello a sabiendas de que, como ha pasado con muchos libros recientes que anuncian la muerte de las democracias liberales, éste también refleja una aprensión típicamente norteamericana de difícil traducción a los sistemas parlamentarios europeos.

Para Connolly, la fragilidad de los arreglos humanos justifica el establecimiento de comparaciones imperfectas entre fenómenos históricos separados en el tiempo. De ahí que busque similitudes entre las estrategias retóricas de Hitler y Trump, pese a dejar claro que este último es un narcisista más que un nazi. A su juicio, podemos hablar de «fascismo aspiracional» cuando un movimiento o líder persigue acabar con el pluralismo –en este caso, en nombre del nativismo blanco– sin destruir el sistema de competición entre partidos (algo que cualquier persona familiarizada con la política catalana y vasca comprenderá a la primera). Esto sería un tipo de fascismo y, en ningún caso, populismo, pues para Connolly –de nuevo aquí la excepción norteamericana– el populismo de izquierdas no exhibe el mismo tipo de comportamiento antidemocrático que distingue a Trump. De hecho, sostiene, sería esencial introducir elementos populistas en el interior de una democracia pluralista e igualitaria; de otro modo no será posible reclamar para la izquierda la significativa parte del voto obrero que fue a parar al singular presidente republicano.

Sin embargo, lo que más me interesa en la reflexión de Connolly tiene que ver con las soluciones. Tanto el fascismo como otras formas de colectivismo –escribe– nos enseñan que la fría deliberación liberal puede combinarse fatalmente con la crueldad neoliberal en momentos de crisis, provocando un deslizamiento hacia el fascismo. Por eso él mismo apuesta por «una modalidad multifacética del pluralismo democrático» en conjunción con una inyección de igualitarismo. De un lado, por tanto, una plaza pública donde distintas identidades e intereses se relacionan entre sí y se ven renovadas por la periódica irrupción de nuevas formas de vida que alteran el equilibrio preexistente. ¡La democracia liberal! Claro que Connolly pide, además, a los participantes voluntad de entendimiento, como si su ausencia no fuera justamente el origen de tantos problemas humanos. Él mismo no aclara cómo habría de generarse este ethos democrático, salvo que hayamos de deducir que será el producto natural de la demanda igualitarista que constituye la otra pata de su mesa regeneracionista. Escribe Connolly:

La tarea consiste en extender y presionar al capitalismo para conducirlo hacia una cultura política más pluralista, democrática e igualitaria. ¿Puede el capitalismo mutar en algo distinto que se aproxime más a democracia, pluralidad, igualdad y ecología? Espero que sí, aunque mis ideas al respecto se encuentran todavía en movimiento.

Así que Connolly –quien a largo plazo anhela un «socialismo plural»– se queda al pie del abismo teórico: pone sobre la mesa una necesidad sin explicar cómo podríamos satisfacerla. Vaya por delante que esa prudencia epistémica le honra; sería más agradecido, por ejemplo, afirmar que existe una alternativa igualitaria al capitalismo que no ponemos en práctica debido a la oposición ejercida por oscuros intereses corporativos. A decir verdad, el problema de la articulación económica de la sociedad es un problema clásico para quien aspire a crear una polis en la que el ciudadano ejerza como comprometido participante en la vida pública. Republicanos y demás demócratas radicales necesitan de ciudadanos activos y virtuosos incapaces de distraerse con sus asuntos privados, amantes antes de la ciudad que de sus riquezas privadas. Y de ahí la importancia del igualitarismo invocado por Connolly, que, no se olvide, tiene asimismo por objeto impedir que unos ciudadanos ejerzan sobre el gobierno mayor influencia que los demás. Escribe el propio Rousseau en sus rotundas consideraciones sobre el gobierno de Polonia:

Quisiera que, por medio de honores, de recompensas públicas, se diera resalte a todas las virtudes patrióticas, que sin cesar se mantuviese ocupados a los ciudadanos en la patria, que ésta constituyera su mejor ocupación y se la tuviera incesantemente ante los ojos. Confieso que de este modo tendrían menos tiempo y medios que dedicar a enriquecerse, pero también serían menores el deseo y la necesidad de hacerlo: sus corazones aprenderían a conocer otra felicidad diversa de la procurada por la riqueza, a saber: el arte de ennoblecer las almas y de transformarlas en un instrumento más poderoso que el otro.

¡Educación para la ciudadanía! Recordemos la importancia que tuvieron en la Europa medieval y renacentista aquellas leyes suntuarias que trataban de limitar la cantidad de lujo de que podían disfrutar los ciudadanos: una prevención contra la naturaleza corruptora de la riqueza en la que participan por igual la tradición cristiana y la tradición republicana. De hecho, una de las anomalías norteamericanas consiste en que su sociedad representa la convergencia de dos principios en apariencia incompatibles: el principio republicano, con su componente igualitario, y el principio liberal-capitalista, que produce espontáneamente desigualdad a cambio de generar riqueza. No es tampoco sorprendente que el énfasis republicano, aunque duradero en el tiempo, conservase toda su fuerza retórica en la primera etapa de la federación estadounidense: aunque el país ya era grande, llegaría a serlo mucho más con la expansión al Oeste. Esta multiplicación del territorio trajo consigo la inevitable disolución del vigor republicano, por una elemental cuestión de escala que el astuto Rousseau comprendía perfectamente:

Casi todos los pequeños Estados, sean repúblicas o monarquías, prosperan por el solo hecho de ser pequeños, de conocerse mutuamente y observarse los ciudadanos, de poder ver los jefes por sí mismos el mal que se hace, el bien que tienen que hacer, de cumplirse sus órdenes bajo los ojos.

Sea como fuere, en el mismo congreso académico en que encontré el libro de Connolly hube de coincidir con dos jóvenes profesores, norteamericano uno y británica la otra, cuyas investigaciones trataban de responder al interrogante formulado por su más veterano colega: cómo avanzar hacia una democracia de corte republicano limitando la influencia del capitalismo globalizado. El primero de ellos se apoya en el ensayista Wendell Berry para hacer una crítica a la dominación del mercado desde el punto de vista del localismo republicano; la segunda propone retomar el interés por las leyes agrarias como instrumento para la igualación económica. Veamos brevemente qué significa esto.

Gregory Koutnik empieza con una observación interesante: aunque solemos decir que el liberalismo fomenta un excesivo individualismo que conduce a una malsana independencia de los distintos átomos sociales entre sí, el problema es más bien el contrario. A saber: que las sociedades de mercado se caracterizan por la excesiva interdependencia que encadena recíprocamente a individuos y comunidades. Y esto es un problema si pensamos en la capacidad del mercado para socavar la autonomía y autosuficiencia de las comunidades locales. Éstas terminan quedando a merced de los inversores y los flujos de mercado, que, por añadidura, poseen un carácter cada vez más global: en lugar de dinamismo, Koutnik ve aquí –por medio de Berry– imperialismo. Detroit sería un ejemplo: la Motown ha quedado devastada tras la crisis de 2008 y hoy –a pesar de un cierto renacimiento en los últimos años– posee tal cantidad de barrios fantasma que los vampiros de Only Lovers Left Alive, la película de Jim Jarmusch, la escogen como lugar de paseo. Pero lo mismo podría decirse de un pueblo alemán que dependiese de una fábrica de lavadoras para la exportación: el ideal norteamericano de la comunidad autosuficiente no puede sostenerse en una economía globalizada caracterizada por redes asimétricas de dependencia mutua. Asunto diferente es que ese ideal sea practicable: Berry habla de la cooperación vecinal y de la capacidad de una colectividad para proveer a sus propias necesidades sin depender del exterior. Sólo así es posible acabar con la dominación del mercado: saliendo de él.

Por su parte, Ashley Dodsworth sugiere que la recuperación de la tradición republicana puesta en marcha por Philip Pettit –quien llegó a visitar a José Luis Rodríguez Zapatero en la Moncloa– a finales del siglo XX dejó fuera una faceta destacada de aquella: su atención al reparto de la propiedad agraria. O, más concretamente, al control que sobre el mismo pueda ejercer el gobierno con objeto de limitar la cantidad de tierra poseída por cada individuo. Es un tema abordado directamente por James Harrington y Maquiavelo, que aparece implícitamente en la obra de Jean-Jacques Rousseau, Mary Wollstonecraft y Thomas Jefferson. Hora es –mantiene Dodsworth– de recuperar esa herramienta legislativa. Maquiavelo habló de las leyes agrarias en sus Discursos y lo hizo comentando disposiciones romanas orientadas –en tiempos de Graco– a asegurar que ningún ciudadano tuviera una cantidad de tierra superior a una cantidad dada y a procurar que las tierras arrebatadas al enemigo se distribuyesen entre los romanos. Se trataba de evitar que los más adinerados pudieran imponerse a los plebeyos, preservando así el equilibrio entre los distintos grupos sociales de la república. Maquiavelo aprueba estas medidas, señalando –la frase es notable– que «los buenos republicanos han de mantener rica a la república y pobres a los ciudadanos». Aunque la aplicación de estas leyes creó problemas en la sociedad romana, Maquiavelo cree que ello se debe a su tardía aplicación y no a su carácter. Más conmovedora resulta la opinión de James Harrington, quien sostiene que la correcta aplicación de las leyes agrarias permitiría asegurar «para siempre» la vida de la república. Sólo una distribución igualitaria de la tierra, recurso económico clave en aquellos tiempos, garantizaría entonces la estabilidad política y el vigor democrático. Parecidas conclusiones pueden extraerse de la obra de los «agrarios implícitos», entre ellos una Mary Wollstonecraft cuya vindicación de los derechos del hombre incluye la crítica de la aristocracia rural. Para Dodsworth, este problema no ha desaparecido aún y, de hecho, adquiere una nueva dimensión con la amenaza del cambio climático y la consiguiente necesidad de controlar más rigurosamente el empleo de los recursos naturales. El espíritu de las leyes agrarias podría incluso extenderse a otras formas de acumulación con idéntico fin: limitar la desigualdad para fortalecer la república.

Salta a la vista que otros muchos pensadores ven la limitación de la desigualdad como un fin en sí mismo y no un medio para crear las condiciones necesarias para la realización del ideal republicano. De ahí que la discusión contemporánea sobre la desigualdad admita puntos de vista que el republicanismo jamás podría aceptar. Por ejemplo: que quizás el verdadero problema sea la pobreza y no la desigualdad, o que la desigualdad entre el famoso 1% y el 99% restante es menos importante que las desigualdades entre los integrantes de ese 99%. Para el republicanismo, esto es inadmisible por la sencilla razón de que su intensa democracia de ciudadanos exige dos grandes requisitos: igualdad y pequeña escala. Por eso, una propuesta como la de acabar con los ricos sería bienvenida por el republicanismo; lo mismo podría decirse de las versiones más radicales del decrecentismo.

Ni que decir tiene que los problemas que plantea una doctrina de este tipo son innumerables: teóricos y prácticos. Está por verse que los ciudadanos verdaderamente quieran recuperar la libertad de los antiguos, en lugar de seguir ejercitando la de los modernos de acuerdo con la célebre distinción trazada por Benjamin Constant. Sabido es que los republicanos contestan a eso que, si se dieran las condiciones adecuadas, los ciudadanos descubrirían –descubriríamos– que dedicar el tiempo a la polis es deseable. A mí me parece poco probable, entre otras cosas porque denota una concepción terriblemente estrecha de las posibilidades existenciales, pero entiendo que el republicanismo –al menos cuando más se aleja del liberalismo y se hace más romántico– conserve esa esperanza. En realidad, nada impide a los republicanos tratar de convencer a los ciudadanos de que su camino de virtud y austeridad es preferible a otros. Y precisamente son las comunidades locales las que mayores posibilidades ofrecen en ese sentido. Siguiendo a Wendell Berry, bastaría con que los candidatos a las elecciones municipales convenciesen a sus vecinos de que la autosuficiencia es un objetivo deseable y de que cortar vínculos económicos con el mundo exterior ofrece más ventajas que inconvenientes. Es palpable, sin embargo, que el éxito no corona estos intentos allí donde se producen. A cambio, es vieja virtud del liberalismo que quien desee fundar una comunidad separada de los flujos económicos globales puede echarse al monte. Más futuro parecen tener, en cambio, las recomendaciones acerca de las leyes agrarias si entendemos por éstas, en sentido amplio, disposiciones legislativas orientadas a evitar la acumulación oligárquica de recursos. Sin embargo, su aprobación no requiere del republicanismo, aunque el republicanismo requiera de su aplicación: tanto la socialdemocracia como un liberalismo fiel a sus orígenes admitirían –admiten– su necesidad.

Pero quedan preguntas en el aire. Una es la relativa al pluralismo socialista auspiciado por William J. Connolly: ¿de dónde vendría el pluralismo en una sociedad organizada con arreglo a los principios económicos del socialismo? Y la otra remite tanto a Rousseau como a la mismísima Hannah Arendt, que osciló toda su obra entre el liberalismo y el republicanismo, pero lamentó siempre, como es sabido, que la esfera de lo social –esto es, lo económico– hubiese ocupado el lugar de lo político. Ahora bien, en ausencia de amenazas exteriores, con una población en la que todos serían ciudadanos y donde la actividad económica se reduciría al mínimo para evitar la tiranía de lo social, ¿cuál sería el tema de la república y qué contenido habría de tener esa «acción política» que ocupa un lugar central en la obra de la filósofa alemana? Dicho de otro modo: en una comunidad política de signo republicano, donde nadie tuviera más que el otro y reinasen las virtudes morales, ¿es que acaso habría algo acerca de lo que discutir?







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[HEMEROTECA DEL BLOG] La misión de la universidad




Un aula universitaria


De una manera u otra he estado vinculado a la universidad durante cuarenta años de mi vida. Como alumno, como profesor particular preparando a otros alumnos para su ingreso en la universidad, y también en puestos de representación en Consejos de Departamento, Junta de Facultad, Consejo Social, Junta de Gobierno y Claustro universitarios, todo esto en la UNED, y mucho antes, a mediados de los 60, como estudiante en la Escuela Social de Madrid. Apartado definitivamente de toda actividad académica, la universidad sigue siendo para mi una institución entrañable que admiro y valoro y por la que siento una profunda preocupación, pues tengo la impresión, desde la modestia de mis apreciaciones, que anda bastante perdida ahora mismo sobre el verdadero alcance de la profunda crisis de identidad que padece y sobre los remedios para superarla.

Aunque cito de memoria, comparto con el pensador norteamericano de origen judío, George Steiner: "Errata. El examen de una vida" (Siruela, Madrid, 1998), su apreciación de que la "universidad" es, por esencia, una institución elitista. Y que solo se debería acceder a ella con la pretensión de "aprender", no para obtener un diploma con el que ganarse la vida... Lo que no significa en ningún caso que se impida llegar hasta ella a quién lo desee y lo merezca. Ya se que no es una postura compartida mayoritariamente, pero en fin...

Hace unos días encontré en ese fenomenal blog que es "El Boomeran(g)", un interesante artículo del profesor Ignacio Sotelo, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Libre de Berlín, publicado originalmente en el número 181 de la revista Claves de Razón Práctica, con el sugerente título de "La universidad en la encrucijada".

Dice el profesor Sotelo que hoy en día las cuatro funciones básicas que a lo largo de la historia se ha asignado a las universidades: preparar buenos profesionales, enseñar a hacer ciencia, transmitir la cultura del tiempo en que se vive y promover un compromiso cívico-social que redunde en beneficio de la sociedad que la sostiene económicamente, no resultan compatibles entre sí. Y ello, añade, porque la crisis profunda por la que pasa la universidad tal vez consista en que se está obligado a elegir, forzosamente, entre esas cuatro funciones tradicionales asignadas a ella, y esa es una opción nada fácil en estos momentos.

Tras un detallado repaso sobre los distintos modelos que la institución universitaria ha ido adoptando históricamente, desde el modelo medieval nacido con la pretensión de "formar" al personal especializado (teólogos y canonistas) que la Iglesia necesitaba -y que se desploma con la ruptura de la unidad de la cristiandad occidental- hasta su paulatina sustitución en la Prusia de finales del siglo XVII, en un nuevo espacio de libertad religiosa -pasando del ámbito eclesiástico al ámbito estatal- por un nuevo modelo que busca sobre todo el desarrollo de las ciencias y que perdura hasta nuestros días, concluye el articulista con un interesante diagnóstico sobre la universidad española.

Dice Sotelo que no tiene mucho sentido extenderse en la crítica de los resabios medievales que perviven en la universidad española, porque de ellos, dice, son cada vez más conscientes tanto los universitarios como la sociedad que financia unos estudios que en buena parte desembocan en el paro, o en empleos con sueldos muy bajos, y aunque considera que la multiplicación del número de universidades en España forzosamente solo puede hacerse a costa de la calidad de la enseñanza universitaria, siempre será preferible -añade- tener malas universidades que no tenerlas.

Para el articulista, mejorar la universidad no es sólo, ni principalmente, una cuestión de dinero, como la comunidad académica repite sin parar, dice con ironía. Cierto que siempre se necesita mucho más dinero del que se dispone, añade, pero lo decisivo es saber en qué hay que emplearlo, como ha puesto de relieve el que no haya correspondencia entre el que se recibe y la calidad que se ofrece. Sin dinero no hay investigación que valga, concluye, pero sólo con dinero tampoco. Porque poco se consigue sin verdaderas "comunidades científicas", ausentes según él, en la práctica, en España; algo que queda de manifiesto, dice, en que no sólo nadie se prestigia, sino mucho peor, nadie se desprestigia por lo que publica...




Ignacio Sotelo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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Publicada originariamente el 9 de mayo de 2008
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domingo, 12 de mayo de 2019

[DOMINICAL] La geneaología del homo sapiens





En 1900, año que marca el inicio de la moderna genética, comienza diciendo el profesor Carlos López-Fanjul, catedrático de Genética en la Universidad Complutense, en su artículo de Revista de Libros en el que reseña la más reciente obra de David Reich, la antropología al uso seguía recurriendo a los preceptos establecidos en 1735 por Linneo para encasillar a la humanidad en razas, esto es, en poblaciones de distinto origen geográfico caracterizadas por una dotación hereditaria esencial que diferenciaba a unas de otras, determinante tanto de las cualidades físicas, intelectuales y morales de sus miembros como de los rasgos externos utilizados a modo de indicadores de éstas, entre los que el más conspicuo era el color de la piel. Aunque el número de esas razas variaba de acuerdo con las múltiples preferencias taxonómicas de los investigadores en cada momento, todos ellos coincidían en situar a la suya, invariablemente blanca, en la cúspide de la jerarquía racial.

Pocos años después, concretamente en 1919, comenzaron a estudiarse de manera directa las distinciones hereditarias entre poblaciones asentadas en varias zonas del globo, tan pronto como fue posible acceder a marcadores genéticos de fácil identificación. En un principio, estos se reducían a grupos sanguíneos, en especial el ABO, y aunque la información proporcionada por un puñado de genes sobre el comportamiento del resto del genoma carece de mayor valor, no dejó de recurrirse a ella si parecía apoyar interesadas presunciones, hoy plenamente descartadas, sobre la pureza y singularidad de algunos grupos locales, como ocurrió en España con el vasco. Con todo, fue preciso esperar hasta 1972 para que Richard C. Lewontin publicara su conocido análisis de la diversidad genética humana, basado en la caracterización de unas treinta poblaciones por cada uno de los cinco continentes con respecto a diecisiete proteínas sanguíneas. Los resultados adjudicaron el 85-90% de la variabilidad total del conjunto a las diferencias promedio entre los individuos de una misma población, mientras que sólo el restante 10-15% correspondía, aproximadamente por mitad, a las diferencias apreciadas entre los habitantes de distintos continentes o bien a las observadas entre los pobladores de los diversos territorios en que estos se dividían. Es más, dichas disparidades no solían deberse a la presencia o ausencia de variantes genéticas privativas de unos u otros grupos, sino a la desigualdad de las frecuencias con que éstas se presentaban en cada uno de ellos.

A partir de la publicación de la primera secuencia genómica humana en 2001, el número de variantes accesibles pasó de unas pocas docenas a cientos de miles, recurriéndose a los llamados SNP (single nucleotide polymorphisms o polimorfismos de un solo nucleótido), esto es, a los cambios de un nucleótido por otro que se dan en unos diez millones de posiciones del genoma como consecuencia de la acción continuada de la mutación a lo largo de las generaciones. Aunque, en términos generales, las conclusiones de Lewontin sobre la extraordinaria homogeneidad de la especie humana siguen vigentes, la enorme potencia de análisis que proporciona la información utilizada hace posible la detección de diferencias genéticas entre poblaciones autóctonas que, a pesar de su escaso monto, permiten discernir unas de otras.

La información antedicha también ha sido aplicada a la investigación de la historia demográfica de la humanidad, partiendo de datos recolectados en poblaciones actuales situadas en distintos lugares de la Tierra. Entre los primeros intentos sobresalen los llevados a cabo por el grupo de Luigi Luca Cavalli-Sforza, inicialmente basados en marcadores proteicos, aunque más tarde se incorporaran al estudio algunos datos genómicos. Sobre este fundamento empírico se construyó un modelo que procuraba explicar la presente diversidad genética poblacional como consecuencia de un largo proceso de dispersión de la especie partiendo de su origen africano, que se habría producido mediante sucesivos asentamientos de pequeñas cuadrillas de cazadores-recolectores a lo largo y ancho del planeta, seguidos de migraciones entre ellos y continuados por la posterior expansión o contracción de las poblaciones mestizas resultantes. En otras palabras, un mecanismo de muestreo condicionado por el reducido censo de los grupos fundadores sería el principal causante tanto de la progresiva diferenciación genética de las poblaciones actuales como de la paralela reducción de su variabilidad genética a medida que su emplazamiento se aleja más de la cuna africana, ambos fenómenos mitigados, aunque sólo parcialmente, por esporádicos eventos migratorios. Esta propuesta poseía el atractivo de su extrema sencillez, por cuanto pretendía dilucidar las observaciones en términos de la acción única de dos fuerzas –azar y migración– sobre la variación hereditaria generada por mutación, pero ignoraba, injustificadamente, que los actuales moradores de una determinada región pueden tener poco o nada que ver con los asentados en la misma zona en un pasado más o menos remoto. Evidentemente, se excluyeron del estudio aquellos casos que, por conocidos, contradecían flagrantemente los supuestos de partida, por ejemplo el marcado por la reiterada integración reproductiva de migrantes europeos y africanos en América.

Esos intentos de descifrar el pasado partiendo del presente fueron la única vía abierta al estudio de la diversificación genética de la especie humana hasta que en 2010 se publicaron los primeros datos genómicos correspondientes a restos fósiles no totalmente mineralizados, en particular los de neandertales y denisovanos, logrados mediante la aplicación de las técnicas desarrolladas por el grupo dirigido por Svante Pääbo. A partir de ese momento pudo empezar a elucidarse el pretérito demográfico del Homo sapiens recurriendo a una información directa, mucho más explícita que la arqueológica o paleontológica, cuyo volumen ha ido creciendo aceleradamente. Siete años más tarde ya habían sido secuenciados los genomas pertinentes a unos tres mil residuos fósiles humanos distintos, datados por métodos radiocarbónicos, por el grupo de investigadores encabezado por el autor de la obra que aquí se reseña.

David Reich, profesor de la Universidad de Harvard, fue designado por la revista Nature como uno de los diez científicos más sobresalientes del año 2015, concesionario en 2017, junto con Pääbo, del premio de la fundación israelí Dan David, dotado con un millón de dólares por su contribución al estudio de la hibridación entre neandertales y humanos modernos. Reich ha desarrollado procedimientos automatizados de secuenciación de genomas fósiles que operan a una escala que pudiera calificarse de industrial, tan eficientes que proporcionan resultados al precio de unos quinientos dólares por muestra. En sus propias palabras, esta facilidad operativa ha permitido tal acopio de datos que la mayor parte de los discutidos en su obra, en buena medida obtenidos en su laboratorio, habían sido publicados una vez iniciada la redacción de ésta.

El texto reseñado por López-Fanjul (Who We Are and How We Got Here, de David Reich. Oxford University Press, 2018) está dividido en tres grandes secciones, dedicadas, respectivamente, a la investigación genética del pasado remoto del Homo sapiens, al análisis genealógico de su dispersión por los distintos lugares del globo durante las últimas decenas de miles de años y, por último, a exponer las implicaciones sociales de los modernos hallazgos de la paleogenómica. En lo que sigue, analizaré sucesivamente y con cierto pormenor cada una de ellas.

En lo que podría considerarse como el relato canónico de la evolución de nuestra especie, suele indicarse que han transcurrido al menos quinientos cincuenta mil años desde que se separaron del tronco del Homo erectus africano dos linajes, uno que volvió a bifurcarse hace trescientos ochenta mil años en las ramas correspondientes a los neandertales euroasiáticos y los denisovanos siberianos, y otro que dio lugar a los humanos modernos, cuyos antepasados permanecieron en África hasta que salieron de allí para poblar el planeta a lo largo de los últimos cien mil años. Más tarde, cuarenta mil años atrás, los neandertales se extinguieron, siendo reemplazados por los emigrantes africanos que habían llegado a Europa cinco mil años antes. Aunque estos dos últimos grupos se habían diferenciado genéticamente durante un largo período de aislamiento geográfico, la desemejanza adquirida no fue lo suficientemente importante para impedir la producción de descendencia fértil en apareamientos entre individuos de una y otra procedencia, de manera que, de promedio, un 2% del genoma de los europeos de hoy proviene de neandertales, por más que dicha fracción varíe de unas personas a otras, de tal forma que aproximadamente la mitad de ellas no son portadores de genes de ese último origen. En otras palabras, neandertales y humanos modernos, aunque diferenciables anatómicamente, no habían alcanzado en el momento de su encuentro la categoría de especies distintas, sino que eran, sencillamente, subespecies de Homo sapiens que aún podían intercambiar genes, si bien con ciertas dificultades. Es más, durante el período en que convivieron compartían comportamientos semejantes en lo que toca a la elaboración de utensilios de piedra, la confección de adornos personales y los cuidados suministrados a sus congéneres más débiles. Sin embargo, utilizando datos de restos datados a lo largo de los últimos cincuenta mil años, el grupo de investigadores dirigido por Reich ha podido establecer que, como consecuencia de su condición perjudicial en nuestro contexto genómico, el porcentaje de genes neandertales en los humanos modernos ha disminuido linealmente desde un 5% inicial al 2% actual por acción de la selección natural, algo que no ha ocurrido en otras mezclas poblacionales mucho más recientes, como, por ejemplo, la afroamericana, donde no se ha podido detectar selección a favor o en contra de las contribuciones genéticas correspondientes a sus ascendencias europeas y africanas, separadas evolutivamente hace mucho menos tiempo.

En paralelo a lo sucedido en Eurasia con los neandertales, también se produjeron cruzamientos entre humanos modernos y denisovanos hace unos cuarenta y cuatro mil años, de manera que las presentes poblaciones asiáticas portan una pequeña fracción de genes del último origen (0,2-0,6%) que aumenta notablemente en Australasia (3-6%). Esta disparidad se atribuye a la bifurcación, ocurrida hace doscientos ochenta mil años, del linaje ancestral denisovano en dos ramas, una de ellas, la siberiana, antecesora parcial de las distintas etnias del continente asiático, y otra que transmitió sus genes a grupos autóctonos residentes en Filipinas, Nueva Guinea y Australia.

Reich, cuyo laboratorio ha aportado muchos de los datos referidos, ofrece una cuidada descripción de las técnicas que permitieron obtenerlos, a la que se añade un imparcial examen del alcance de las distintas hipótesis elaboradas a partir de ellos. En este sentido, considera científicamente atendible una novedosa conjetura formulada por María Martinón-Torres y Robin Dennell, basada en datos paleontológicos procedentes del yacimiento de Atapuerca e información arqueológica referente a utensilios líticos. Esta propuesta mantiene que la teoría comúnmente aceptada, que postula la división de una estirpe ancestral africana de Homo erectus en dos ramas, una establecida en Asia y Europa, de la que procederían denisovanos y neandertales, y otra que permaneció en África, de la que derivarían los humanos modernos, podría reemplazarse por un supuesto más sencillo admitiendo que el Homo erectus ingresó hace un millón y medio de años en Europa, donde se originarían las tres subespecies mencionadas, de las que la nuestra retornaría a África para pasar a repoblar el planeta más adelante. Dicho de otro modo, el hecho de que los restos más antiguos de los humanos modernos se hayan encontrado en África (Jebel Irhoud, Marruecos), y que los humanos actuales genéticamente más diferentes del resto sean africanos (bosquimanos y pigmeos), puede ser únicamente indicativo de lo sobrevenido en los últimos trescientos mil años, pero no de lo acaecido anteriormente, entre esas fechas y la aparición africana del Homo erectus, de la misma manera que los datos genéticos de poblaciones actuales son sólo un reflejo de lo ocurrido en el pasado próximo, pero no de lo sucedido en tiempos más remotos, tal como se relata en la siguiente parte de la obra.

La mitad del texto de Reich está dedicada a exponer la genealogía de las poblaciones humanas del presente utilizando la información directa proporcionada por el análisis genómico de restos fosilizados datados a lo largo de los últimos cincuenta mil años por métodos radiocarbónicos, complementándola con datos paleontológicos, arqueológicos y lingüísticos. Su principal conclusión es que el acervo genético de los antiguos pobladores del planeta presenta escasas coincidencias con el de sus congéneres más recientes, siendo este último el producto de múltiples mestizajes entre distintas etnias, hoy desaparecidas, acaecidos en diferentes momentos del pasado. En definitiva, las ideologías que propugnan el concepto de pureza racial denodadamente mantenida durante milenios son insostenibles.

La llegada de los primeros cazadores-recolectores de origen africano a Europa, donde se cruzaron con neandertales, se produjo hace unos cuarenta y cinco mil años. Sus descendientes fueron los únicos pobladores del continente durante los treinta y cinco mil años siguientes, hasta que a finales del Paleolítico (unos diez mil años atrás) un nuevo grupo de cazadores-reproductores denominado ANE (Ancient North Eurasian) irrumpió desde el nordeste, sustituyendo casi por completo a las poblaciones precedentes, cuya contribución a la presente dotación genética europea es mínima.

Aunque los europeos actuales forman un conjunto genéticamente muy homogéneo, sus antecesores de hace unos diez mil años se distribuían en dos grandes grupos: los antedichos ANE, generalmente de tez y cabello oscuros, pero a veces dotados de ojos azules, y unos recién llegados procedentes de Anatolia, importadores de las técnicas agrícolas, en los que predominaba una piel más clara, el pelo negruzco y los ojos pardos. A lo largo de un ulterior período de unos cuatro mil años de duración, dichos grupos se cruzaron para dar finalmente lugar a una población mixta cuya ascendencia provenía en su mayor parte de los agricultores, es decir, el grueso de su genoma se forjó mediante la reiteración temporal de apareamientos entre machos emigrantes y hembras nativas. Al final de ese intervalo hicieron su entrada desde la estepa rusa, provistos de caballos y carros, los ganaderos yamnayas introductores del idioma protoindoeuropeo. Estos individuos, algo menos pigmentados que los anteriores residentes en la zona, se aparearon con estos y de esa nueva mezcla provienen los presentes europeos, cuya ascendencia en la Edad de Bronce ya era similar a la de hoy. Una vez más, la contribución de cada estirpe parental a la descendencia mestiza fue muy asimétrica. En esta mixtura predominan los cromosomas Y yamnayas, encasillados en unos pocos tipos muy diferentes de los europeos anteriores a la Edad de Bronce, sugiriendo que un corto número de machos invasores fecundaron a muchas hembras autóctonas, cuya aportación a la progenie cruzada, medida en términos del ADN mitocondrial que se transmite exclusivamente por vía materna, presenta una diversidad considerablemente mayor que la correspondiente a los cromosomas Y. Datos obtenidos por el equipo de Reich indican que al menos un 30% de la población de Iberia fue reemplazada por yamnayas, y que el 90% de sus varones portaban cromosomas Y de esta procedencia, diferentes de los ibéricos anteriores a la invasión.

Tal como ocurre en Europa, los actuales pobladores de India son genéticamente muy distintos de los que moraban en este subcontinente hace cinco mil años y, en su mayor parte, son también fruto de la mezcla de tres ingredientes. Así, a las cuadrillas primitivas de cazadores-recolectores se agregaron hace unos nueve mil años agricultores procedentes de Irán, una invasión paralela a la que por esas mismas fechas irrumpía en Europa desde Anatolia. Del mestizaje entre esos dos grupos resultaron dos nuevas etnias, denominadas ANI (Ancestral North Indians) y ASI (Ancestral South Indians), asentadas respectivamente en el norte y el sur de India. A la primera se incorporaron, hace unos cinco mil años, los pastores yamnayas originarios de la estepa rusa al norte del mar Caspio, que en tiempos próximos habían migrado asimismo hacia Europa. En resumidas cuentas, la actual población india es una amalgama de contribuciones ANI y ASI cuya composición sigue un gradiente norte-sur establecido a lo largo de los últimos cuatro mil años, de suerte que la proporción de ascendencia ANI es mayor en el norte, donde los idiomas predominantes son de origen indoeuropeo, mientras que la aportación de ASI es superior en el sur, donde los lenguajes derivados del tronco dravídico son los más comunes. Otra vez, la mayor parte del legado genómico ANI se transmitió a través de machos, mientras que el ASI proviene de hembras. El gradiente aludido presenta una complejidad adicional determinada por la estratificación social impuesta por el sistema de castas, cada una de ellas mantenida en régimen de intensa endogamia durante milenios, de modo que los presentes habitantes de India se encuadran en un agregado compuesto por un gran número de grupos de censo reducido, reproductivamente aislados unos de otros en buena medida.

Aunque son muy escasos los genomas fósiles procedentes del Lejano Oriente analizados hasta la fecha, los datos apuntan a la existencia, hace unos nueve mil años, de dos etnias, una asentada al norte del río Amarillo y otra establecida al sur del río Yang Tse, que desarrollaron, respectiva e independientemente, el cultivo del mijo y el arroz. Tal como sucedió en India, la mayoría de las poblaciones actuales provienen de mixturas en diferentes proporciones de los dos grupos anteriores con los cazadores-recolectores ancestrales, predominando la contribución procedente del río Amarillo en China y Tíbet y la originaria del río Yang Tse en el Sudeste asiático.

A diferencia de lo ocurrido en Europa y Asia, la colonización de América comenzó en tiempos más recientes, hace unos quince mil años. Por ello, la constitución genética de las poblaciones nativas actuales concuerda por lo general con la correspondiente a la ramificación de un único tronco ancestral de raíz asiática, el denominado Primeros Americanos (First Americans), de manera que los actuales residentes en una determinada región del continente descienden mayoritariamente de los pequeños grupos de cazadores-recolectores inicialmente establecidos en ese mismo territorio. Esto no quita para que se hayan documentado distintas invasiones posteriores, también de oriundez asiática, pero de mucha menor entidad, entre ellas la denominada población Y, sin representación actual en Asia pero conectada con algunas tribus de Amazonia, y también relacionada con los presentes pobladores autóctonos de las islas Andamán, Nueva Guinea y Australia.

La obtención e interpretación de los datos genómicos fósiles no han estado exentas de dificultades. En primer lugar, las impuestas por limitaciones técnicas, puesto que la extracción de ADN de materiales óseos antiguos excavados en zonas de clima tropical es muy laboriosa, aunque actualmente están desarrollándose métodos más eficientes. En segundo lugar, las derivadas de la corrección política, expresadas, por ejemplo, en las denominaciones ANI y ASI, propuestas para soslayar el rechazo oficial a aceptar que migraciones procedentes de Eurasia Occidental (iraní o yamnaya) pudieran contribuir de manera substancial a la composición de la población india de hoy. Del mismo cariz son las objeciones de los indios norteamericanos al estudio de los restos de sus ancestros, motivados por la repugnancia a admitir aquellos hallazgos científicos que consideran incompatibles con las tradiciones referentes a su origen tribal. Esta actitud contrasta con el patente interés que suelen manifestar los afroamericanos por enlazar genealógicamente con sus etnias africanas de origen, un deseo difícil de satisfacer por la complejidad de su ascendencia mixta.

Con todo, los principales problemas que plantea el esclarecimiento de la genealogía del Homo sapiens residen en la validez de los procedimientos de análisis de la información genómica recogida, generalmente referida a las mutaciones causantes de los polimorfismos de un solo nucleótido. Dichas mutaciones son, en general, neutras, es decir, no están sujetas a la acción de la selección natural y, por tanto, se acumulan en las poblaciones a una tasa constante en el tiempo. Esta propiedad permite comparar las diferencias entre poblaciones para establecer si éstas son el resultado de una mezcla de estirpes ancestrales por el hecho de compartir variantes genéticas privativas de cada una de ellas, o bien para determinar el momento en que cada grupo se ha desgajado del tronco común, puesto que a mayor disparidad corresponde una separación más antigua.

Basándose en estas premisas, es posible reconstruir la historia demográfica de la especie humana utilizando modelos estadísticos extraordinariamente complejos que permiten la simulación y contraste de distintas hipótesis con miras a obtener las conclusiones que, hoy por hoy, se ajustan mejor a las observaciones. Inevitablemente, el procedimiento seguido adolece de una cierta subjetividad, puesto que es dependiente de los supuestos de partida, y suele exigir la postulación de poblaciones de transición denominadas «espectrales» (ghost populations), partícipes en mestizajes ocurridos en el pasado pero extinguidas en la actualidad, que son precisas para lograr el encuadre estadístico de los datos, pero cuya existencia no pasa de ser una mera conjetura cuya validez sólo puede aceptarse o rechazarse empíricamente a posteriori. A algunas de éstas me he referido más arriba, entre ellas la ANE (Europa), las ASI y ANI (India), la Y (América) y las de los ríos Amarillo (China) y Yang Tse (Lejano Oriente). En un caso, sin embargo, la publicación en 2013 del genoma de un muchacho que vivió hace veinticuatro mil años en Mal’ta (Siberia), semejante al propuesto para la población espectral ANE, ha suministrado una prueba convincente de la realidad de esta última. No obstante, a pesar de que la información correspondiente a cada resto fósil es muy completa, por cuanto refiere a la práctica totalidad de su genoma, el número de residuos a los que ha podido accederse durante la última década, referidos a los pobladores de una zona geográfica concreta en una época determinada, es muy reducido. Dicho de otro modo, aunque la caracterización genética de los individuos es correcta, la de los grupos de que forman parte es, por el momento, imprecisa, y esta carencia ha ocasionado inevitables cambios de interpretación a medida de que la compilación de resultados ha ido enriqueciéndose con la adición de nuevos hallazgos. Así, la opinión generalmente aceptada en 2012 proponía que los europeos actuales procedían del mestizaje entre los cazadores-recolectores primitivos y los agricultores invasores procedentes de Anatolia, pero las indicaciones proporcionadas por datos obtenidos dos años más tarde han revelado tanto el reemplazo de la población original por otra de los mismos hábitos alimenticios (ANE), como la posterior entrada de los migrantes yamnayas. Como he apuntado más arriba, el autor insiste en que la mayor parte de lo expuesto en su obra era desconocido tres años antes de su publicación.

Uno de los principales intereses de Reich, no desvelado hasta el penúltimo capítulo del texto, es recalcar que la escasa diferenciación detectada por Lewontin entre las poblaciones humanas actuales se aplica exclusivamente a la variación genética neutra. Por ello pone especial empeño en subrayar que la fracción no neutra de nuestro acervo hereditario, sobre la que la selección natural ha operado para impulsar la adaptación diferencial a variables hábitats locales, puede ser más heterogénea que su complemento neutro. Así ocurre con varios rasgos de base poligénica, entre los que el autor toma como modelo la estatura adulta, carácter sometido a una acción selectiva en el pasado que parece ser responsable de una parte de las distinciones detectadas entre las presentes poblaciones del norte y el sur de Europa (particularmente la española). Pero, si se sigue al pie de la letra la exposición del texto, el bosque no permite ver los árboles, y se hace preciso puntualizar que, si bien parece probado que en 89 de 139 genes, de efecto significativo pero pequeño, las variantes que aumentan la talla son más frecuentes en el primer grupo que en el segundo, también es cierto que la diferencia promedio en frecuencia génica entre ambos grupos, algo menor del 1%, es insignificante a efectos prácticos. En este sentido, cabe añadir que aunque la heredabilidad de la estatura es muy elevada, del orden del 80%, la influencia ambiental sobre este rasgo ha demostrado ser muy importante, de manera que la altura de los habitantes del norte y el centro de Europa ha aumentado a razón de 1,3 centímetros por decenio desde principios del siglo xx y en el sur lo ha hecho en igual medida a partir de la década de 1950.

No es sorprendente que la presión selectiva haya favorecido por vía genética una mayor talla al norte y otra menor al sur en el pasado: al fin y al cabo, esta observación no pasaría de ser una consecuencia admisible de la aplicación al caso de la conocida regla de Bergmann. Cosa muy distinta es afirmar que la situación de otros caracteres cuantitativos, tales como distintos aspectos del comportamiento o incluso de la inteligencia, pueda ser asimilable a la de la estatura, algo de lo que el autor parece estar convencido. Es más, considera oportuno advertirnos de que debemos estar dispuestos a afrontar sus aflictivas secuelas llegado el caso, esto es, si la presunta existencia de desigualdades hereditarias entre grupos alcanzara su plena demostración científica. Sin embargo, la acción de la selección como causante de presuntas diferencias genéticas poblacionales para la inteligencia parece poco plausible y Reich reconoce que no existen pruebas que avalen su existencia. Por otra parte, aun admitiendo una alta heredabilidad del cociente intelectual, mejoras en alimentación, sanidad, educación y condiciones económicas han promovido un impulso ambiental muy potente, como atestigua el incremento temporal de dicho cociente en tres puntos por década, detectado en treinta países desarrollados a lo largo de los últimos setenta años. Afirmar o negar la existencia de diferencias entre poblaciones para variantes genéticas no neutras es algo que cabe establecer únicamente por vías empíricas, carácter por carácter, y no es posible recurrir a extrapolaciones de los casos conocidos a otros desconocidos sin que se hayan llevado a cabo los estudios pertinentes. Tampoco debe ignorarse la naturaleza flexible de la herencia biológica, en especial la poligénica, cuya expresión fenotípica depende en buen grado de las circunstancias ambientales del entorno en que se produce.

Es de estricta justicia añadir que Reich se ha defendido, a mi manera de ver con acierto, de las acusaciones de racismo de que ha sido objeto, tanto a raíz de los pronunciamientos antedichos como a consecuencia de sus investigaciones paleogenómicas, subrayando enérgicamente el carácter difuso de la correspondencia entre ascendencia étnica (una noción plenamente científica) y raza (un concepto social que sólo actitudes xenófobas hacen sinónimo del anterior). En otras palabras, por más que se haya documentado la existencia de diferencias hereditarias entre poblaciones humanas para algunos atributos, éstas no se corresponden con estereotipos raciales ni permiten juzgar al individuo por su ascendencia en vez de por sus méritos.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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[TRIBUNA DE PRENSA] Lo mejor de la semana. Mayo, 2019 (II)





Dicen que elegir es descartar, y estoy acuerdo con ello. Aquí les dejo algunos de los artículos de opinión publicados en la prensa diaria que durante la pasada semana he ido subiendo al blog en la columna Tribuna de prensa. Asumo la responsabilidad de su elección y de la posibilidad de equivocarme. Como dijo Hannah Arendt, espero que les inviten a pensar para comprender y comprender para actuar, pues la vida, a fin de cuentas, no va de otra cosa: pensar, comprender, actuar. Se los recomiendo encarecidamente. Creo que merecen la pena, pero si no es así, la próxima vez acertaré. 

¿De la confrontación a la conversación?, por Josep Maria Vàlles
Carambola a tres bandas de Sánchez, por Teodoro León

Y desde los enlaces de más abajo puede acceder a algunos de los diarios y revistas más relevantes de España, Europa y el mundo, actualizados continuamente.
El País (España)
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The Times (Gran Bretaña)
El Mundo (España)
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Tiempo (España)
Newsweek (Estados Unidos)
Nature (Estados Unidos)
Paris Match (Francia)
National Geographic (Estados Unidos)
Expresso (Portugal)
Les Temps Modernes (Francia)

Y como siempre, para terminar, las mejores fotos de la semana de los corresponsales en todo el mundo del diario El País. 



En la frontera. El río Bravo, entre México y Estados Unidos



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