viernes, 12 de enero de 2018

[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy viernes, 12 de enero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 11 de enero de 2018

[POESÍA, PINTURA, MÚSICA] Hoy, con Blas de Otero, Jean-André Rixens y Gioachino Antonio Rossini





Decía Walt Whitman que la poesía es el instrumento por medio del cual las voces largamente mudas de los excluidos dejan caer el velo y son alcanzados por la luz; Gabriel Celaya, que era un arma cargada de futuro; Harold Bloom,  que si la poesía no podía sanar la violencia organizada de la sociedad, al menos podía realizar la tarea de sanar al yo. 

Por su parte, George Steiner añadía que el canto y la música son simultáneamente, la más carnal y la más espiritual de las realidades porque aúnan alma y diafragma y pueden, desde sus primeras notas, sumir al oyente en la desolación o transportarlo hasta el éxtasis, ya que la voz que canta es capaz de destruir o de curar la psique con su cadencia.

Y Johann Wolfgang von Goethe afirmaba que un hombre debe oír un poco de música, leer una buena poesía, contemplar un cuadro hermoso y si es posible, decir algunas palabras sensatas, a fin de que los cuidados mundanos no puedan borrar el sentido de la belleza que Dios ha implantado en el alma humana.

Me parecen razones más que suficientes para retomar la publicación, con un formato diferente, de la serie de entradas del blog dedicadas al tema de España en la poesía española contemporánea que tan buena acogida de los lectores tuvo hace ya unos años. Grandes poetas contemporáneos españoles, poetas del exilio exterior e interior, pero españoles todos hasta la médula, que cantaron a su patria común, España, desde el corazón y la añoranza. Poemas a los que acompaño con algunas de las más bellas arias de la historia de la ópera y de algunos de los desnudos más hermosos de la pintura universal. Disfrútenlos.

Hoy traigo al blog al poeta Blas de Otero y su poema Proal (1971)al pintor Jean-André Rixens y su cuadro La muerte de Cleopatra (1879), y al músico Gioachino Antonio Rossini y su canción Bel raggio lushingier, de la ópera Semiramide (1823).


***



Blas de Otero (1916-1979) nace en Bilbao (Vizcaya). Estudia Derecho en la universidad de Zaragoza y Filosofía y Letras en la de Madrid. Sufrió frecuentes crisis depresivas desde su juventud derivadas de su situación familiar, que le llevaron sucesivamente por una etapa religiosa, otra existencialista y por último a la poesía social. Vivió en Cuba entre 1964 y 1967, donde se casó y divorció. Enfrentado siempre al franquismo sus libros tuvieron problemas con la censura. Demócrata convencido cantó a la reconciliación de los españoles toda su vida. Murió de una embolia pulmonar en Majadahonda (Madrid). Les dejo con su poema Proal.


PROAL 

Este es el tiempo de tender el paso 
y salir hacia el mar, hendiendo el aire. 
Hombres, levad los hombros 
sonoramente, bajo el sol que nace. 

Este es el mar, las armas son aquellas 
que, estrepitosamente, se deshacen. 
Hombres, izad, alzad 
hacia la paz los encendidos mástiles. 

España, espina de mi alma. Uña 
y carne de mi alma. Arráncame 
tu cáliz de las manos. 
Y amárralas a tu cintura, madre. 


***



Jean-André Rixens (1846-1925) fue un pintor y muralista francés, destacado por su papel en la decoración del Capitole de Toulouse (Salle des Illustres) y del Hôtel de Ville de París (Salon des Sciences). Rixens fue un pintor histórico y de retratos. Muchas de sus pinturas, como La muerte de Cleopatra, muestran la fascinación del artista por el orientalismo y su inclinación por lo mitológico. Para 1900, las pinturas de Rixens lo habían convertido en Caballero de la Legión de Honor y miembro de la Sociedad Nacional de Bellas Artes. 



La muerte de Cleopatra (1879). Museo de los Agustinos, Toulouse, Francia


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Gioachino Antonio Rossini (1792-1868), fue un compositor italiano. Su popularidad le hizo asumir el «trono» de la ópera italiana en la estética del bel canto de principios del siglo XUX, género que realza la belleza de la línea melódica vocal sin descuidar los demás aspectos musicales. Les dejo con su bellísima Bel raggio lusinghier, de la ópera Semiramide.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy jueves, 11 de enero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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miércoles, 10 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] El público visto desde el estrado





Todos los que en algún momento de nuestras vidas hemos impartido clases o nos hemos tenido que dirigir en público y en solitario a un auditorio, creo que nos vemos reflejados en el delicioso artículo que el escritor y antiguo profesor Fernando Aramburu, escribe en El Mundo. Seguro que lo disfrutan.

Al escritor lo invitaron a hablar en público, comienza diciendo Aramburu. Es esta una actividad para la cual nunca fue aleccionado por un profesor de oratoria. Lo suyo es escribir, no hablar, si bien a fuerza de años y disertaciones ha ido reuniendo algunas tablas. Lo ayuda la circunstancia de haberse dedicado durante largo tiempo a la docencia. Cree que no se puede establecer una distinción tajante entre hacerle pasar un buen rato a un grupo de adultos o a una piña de colegiales, aunque ante estos últimos conviene no confiarse demasiado, ya que por lo común ignoran las técnica de disimular la impaciencia. Quitando este detalle, es cosa probada que mayores y pequeños disfrutan por igual de la amenidad y de la risa.

El escritor ha publicado, no siempre con éxito, cierta cantidad de libros. No olvida la tarde en que fue a presentar uno de dichos libros a una ciudad de provincias y acudieron cinco personas a escucharlo. El presentador no apareció. Fuera caía una lluvia estruendosa y tronaba como si los artilleros del cielo se hubieran conjurado para reventarle el acto. El escritor no descarta la posibilidad de que dos o tres de los asistentes, acaso todos, hubieran entrado en el recinto sin más propósito cultural que resguardarse de la tormenta.

Hoy la sala presenta un aspecto concurrido. El escritor lo comprueba con una mirada en apariencia distraída. A continuación agradece los aplausos que el generoso público ha tenido a bien dispensarle a modo de recibimiento. Los aplausos del final suponen un premio; los del principio, una advertencia endulzada de cordialidad: abrigamos expectativas, esfuércese.

Sobre la mesa, junto al micrófono, está la copa de vino tinto que el escritor había solicitado. El vino le aclara los pensamientos, le suelta la lengua; obra en él de costumbre un efecto euforizante que acaba con cualquier asomo de fatiga, de paso que pone freno a su inseguridad. Le carga, además, las pilas de buen humor. El escritor, cuando ve la copa de vino sobre la mesa, se hace a la idea que nada puede fallar.

En algún sitio, los organizadores del acto no entendieron la razón del vino y sirvieron al escritor una botella de litro, considerando tal vez que convenía satisfacer su dipsomanía para salvar la conferencia. No sería, desde luego, el primero que sube a un estrado con las pupilas dilatadas. ¿Cuántos, antes de hablar en público, se acogen al estímulo de los fármacos, el alcohol, los estupefacientes? Vaticino el derrumbe de muchas famas el día en que el gremio de los oradores haya de someterse a controles antidopaje.

El presentador lee ahora las dos páginas sazonadas de datos biográficos y elogios que ha traído escritas de casa. El escritor aprovecha estos prolegómenos corteses tanto para arrearle el primer lingotazo a la copa de vino como para cerciorarse de que entre el público no está su mujer. No hallarla le da tranquilidad, pues teme sus opiniones al término del acto. A ella le da igual el contenido de la intervención. Juzgará el nudo de la corbata, si los colores de las distintas prendas del atuendo armonizaban, si él se rascó seis veces la cabeza o se puso otras tantas la mano delante de la boca.

Observadas desde el estrado, las filas de cuerpos forman una unidad ilusoria. Es seguro que cada uno de los circunstantes se siente distinto y separado de los demás. La masa son los otros y uno es el que es. Esta convicción se le impone con más fuerza al escritor por su posición de aislamiento en el escenario. Como en sus viejos tiempos del colegio, habla mirando a este, a ese, al de más allá alternativamente, deteniendo los ojos tan sólo unos segundos en cada uno de los rostros elegidos al azar. A veces dirige la mirada hacia el fondo de la sala, hacia nadie, y en realidad, aunque hace como que mira a este señor y luego a esa señora, sólo presta atención al flujo de sus propias palabras. No hay diferencia entre hablar a los cinco de aquella lejana tarde de relámpagos y hablar ante 100, 200 o 500 almas.

La cosa cambia cuando alguna persona del público se singulariza en razón de su conducta, como ocurre ahora con una señora de la tercera fila. Se ha quedado traspuesta, aunque pudiera ser que esté escuchando la conferencia con los ojos cerrados a fin de aguzar la concentración y sacarles el mayor provecho posible a los razonamientos del conferenciante. No menos intriga al escritor esa persona que de pronto se levanta y abandona el recinto andando de puntillas como quien huye después de haber perpetrado una fechoría. ¿Se va decepcionada, ofendida, presa de cólera o, sintiéndolo en su corazón, debe acudir deprisa a una cita inaplazable? ¿Estará en desacuerdo con las ideas expuestas por el orador? ¿La aprieta de pronto un apuro físico? El escritor no ha podido nunca resolver el enigma.

Conserva de sus años de docente el instinto de captar si el público se está aburriendo o no. Hay señales inequívocas que así se lo indican. Si la gente empieza a removerse en los asientos y menea la cabeza, malo. Urge entonces cambiar de asunto o jugar la baza jocosa. El escritor escudriña fisonomías a la busca de una persona que lo escuche con gestos de asentimiento. Y, en efecto, una chica de la quinta fila corresponde de vez en cuando a sus palabras con cabezadas de asentimiento. Consecuentemente, el escritor detiene su mirada en ella y le habla como si no hubiera nadie más en la sala. Si los gestos fueran de reprobación, el escritor se apresuraría a mirar hacia otro lado.Llega, tras casi una hora de disertación, el turno de las preguntas. No es raro que sobre el mar de cabezas se extienda un espeso silencio. Al escritor le importa poco esta situación, que no le resulta embarazosa porque preludia el final inminente de la tarea. En ocasiones, pide la palabra un espontáneo, figura típica en estos lances culturales, que aprovecha el micrófono que se le ofrece y el público que lo rodea para soltar una alocución a menudo descabellada, sin la menor conexión con el tema de la conferencia. Aconsejado por la cautela, el escritor adopta una expresión de serenidad. Ya una vez, en un centro cultural, cometió la imprudencia de replicar con guasa a uno de estos asistentes desaforados y el tipo se lo tomó a mal. Ahora el escritor, discretamente ensimismado y, por supuesto, sordo, se limita a saborear el último trago de vino, mientras piensa si en la cena posterior al acto, con posible asistencia de algún concejal, pedirá carne o pescado, o si más bien debería contentarse con una ensalada. Es que cada vez que se embarca en un ciclo de pesentaciones vuelve a casa con algún que otro kilo de más y eso tampoco le gusta a su mujer.


Dibujo de Gabriel Sanz para El Mundo



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[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy miércoles, 10 de enero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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martes, 9 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] De una a otra izquierda





En esta era de globalización imparable, cuando se resquebraja la noción de soberanía absoluta y cualquier problema serio se plantea en términos transnacionales, hay quienes aún siguen aferrados a excepcionalismos y mitologías autorreferenciales, señala en El País el historiador José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales en la Universidad Complutense de Madrid.

Barcelona, otoño de 1907. Aparece el primer número de Solidaridad Obrera, órgano del nuevo sindicato de ese nombre, embrión de la futura CNT. Su grabado de portada nos presenta a un trabajador adormecido bajo los efectos del opio. Pero su opio no es la religión. Su ensueño está presidido por una opulenta diosa-matrona tocada con una barretina que enarbola un escudo con las cuatro barras y una senyera con la inscripción: “Autonomía de Cataluña”; alrededor de ella, un grupo típicamente ataviado baila una sardana. Otra figura femenina, presentada como real, intenta despertar al inconsciente obrero y atraerle hacia otra habitación, donde debaten sus compañeros de clase. El grabado se titula: “¡Proletario, despierta!”.

Desde el día mismo de su nacimiento, el sindicalismo antipolítico que encarnaría la CNT se enfrentó con el nacionalismo catalán. Hasta el nombre de su primera organización era una réplica de Solidaridad Catalana, alianza parlamentaria del año anterior que integraba, de carlistas a republicanos, a todo el arco político catalán menos al radicalismo lerrouxista.

La izquierda antiparlamentaria también se quedó al margen, porque por entonces era internacionalista. Oponía la solidaridad de clase a la mística nacional, y las clases eran universales. Tras la revolución, las patrias desaparecerían y, según el sueño ilustrado, toda la humanidad se fundiría en una organización política fraternal. El primer grupo obrero español que se integró en la AIT de Marx y Bakunin, durante la revolución de 1868, se llamó Federación Regional Española. Es decir, negó a España la categoría de nación, rebajándola a “región”. Puestos a descender de peldaño, Cataluña se quedó en “comarca” y, dentro de la Regional Española, se creó la Federación Comarcal Catalana. Renunciar al rango de nación, casi sacrosanto por entonces, era un generoso acercamiento a los vecinos, un reconocimiento de la gran familia humana y un indicio de la intención de integrarse algún día en una organización superior, europea primero y mundial más tarde. No era mala idea: en vez de querer ser todos nación, renunciar todos a serlo. Podríamos relanzarla hoy.

Pero la vida da muchas vueltas y la visión progresista de la historia se equivocó en sus previsiones. En la dura competencia entre clase y nación, la última derrotó a la primera. La prueba fue julio de 1914, cuando, al acumularse los nubarrones que anunciaban la gran tormenta bélica, los partidos socialistas francés y alemán se vieron obligados a optar entre sumarse a la fiebre patriótica o declarar la huelga general, como habían anunciado que harían ante cualquier guerra imperialista. Los obreros franceses o alemanes demostraron sentirse más franceses o alemanes que obreros.

Perdida la pureza revolucionaria por la socialdemocracia, vino a sucederla, como alternativa radical, el comunismo. Tras tomar el poder en la Rusia zarista, se propuso exportar la revolución al resto del mundo. Pero la dificultad de la tarea le hizo renunciar a ello y conformarse con construir el paraíso obrero en un solo país. Al final, ya se sabe, el Kremlin acabó rindiendo mayores honores a la gran patria rusa que al proletariado universal.

En el período de intenso nacionalismo vivido por la humanidad entre finales del siglo XIX y primera mitad del XX, la suprema ambición de cualquier comunidad humana fue alcanzar la categoría de nación, base de la soberanía y los derechos políticos. Al revés que los internacionalistas españoles de 1868, nadie aceptó ya renunciar a tan prestigiosa etiqueta.

La izquierda, en general, se sumó a esa operación, siempre que se tratara de nacionalismos estatales. Era comprensible, porque su ambición era conquistar el poder y transformar, desde él, la estructura social. El Estado, la palanca que le permitiría llevar a cabo su proyecto redistributivo, debía ser fuerte y para ello había que consolidar la base de su legitimidad, el sentimiento comunitario —fuera este pueblo, nación o clase—. La izquierda revolucionaria no era liberal; le preocupaban poco las libertades individuales o los derechos de las minorías culturales. Y en nombre del pueblo, la patria o el proletariado, regímenes socialistas o populistas tomaron múltiples medidas autoritarias, despóticas hacia los individuos o las minorías, pero indispensables para transformar revolucionariamente la jerarquía social.

Los defensores del Antiguo Régimen, en cambio, se resistieron tanto al ideal igualitario como al nuevo culto al Estado-nación y se refugiaron, contra ambos, en las viejas identidades geográficas o corporativas. Incluso se alzaron en armas contra los nuevos proyectos estatales, como hizo el carlismo español, una de cuyas banderas fue el foralismo. Los más sofisticados pudieron presentarse como adalides de la “sociedad”, frente al Estado, o de la “libertad” frente a la arrasadora igualdad del jacobinismo y luego del leninismo; aunque frecuentemente llamaron libertades a los privilegios y derechos procedentes de siglos pretéritos que protegían situaciones excepcionales. Algunas de esas defensas de las singularidades se acabaron fundiendo con los nacionalismos periféricos o secesionistas, aspirantes a crear unidades políticas étnicamente homogéneas y resguardadas frente a tormentas exteriores.

La izquierda española, o al menos parte de ella, no ha sido la única pero sí una de las pocas que han evolucionado en sentido contrario. Porque, en lugar de intentar reforzar el Estado central, y el sentimiento comunitario que lo legitima, se alineó con los nacionalismos periféricos. Ocurrió ya entre algunos republicanos durante la Guerra Civil y se aceleró bajo el franquismo. Era comprensible, dado el ultraespañolismo de la dictadura y el peso del catalanismo y el vasquismo entre las mitologías movilizadoras de la oposición. Pero dejó de serlo tras la consolidación de la democracia y la integración en la Unión Europea.

En esta era de globalización imparable, cuando se resquebraja la noción de soberanía absoluta, desaparecen fronteras y monedas y cualquier problema serio se plantea en términos transnacionales, los enemigos de la unidad europea, única utopía viva que aspira a superar el Estado-nación, son las derechas nacionalistas, defensoras de las viejas identidades soberanas. La izquierda española, caso raro, las acompaña en las trincheras de los excepcionalismos y las mitologías autorreferenciales. Lo cual rompe con su internacionalismo de raíz ilustrada. Y no es coherente con La internacional, ese himno que sigue aún cantando en sus mítines y manifestaciones y que clama por la unidad del género humano para su emancipación final.


Dibujo de Eulogia Merle para El País



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[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy martes, 9 de enero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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