Mostrando entradas con la etiqueta S.Pinker. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta S.Pinker. Mostrar todas las entradas

jueves, 13 de septiembre de 2018

[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "En defensa de la Ilustración", de Steven Pinker





Como las casualidades existen, subo al blog esta entrada justamente al día siguiente de terminar de leer las 549 páginás (sin contar las de notas y bibliografía) del último libro de Steven Pinker, el psicologo social de Harvard del que llevo hablando durante varias semanas. Pinker es para el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, un paladín del progreso. Al menos lo define como tal en la reseña que hace en Revista de Libros de su reciente obra En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso (Barcelona, Paidós, 2018), sin que algunas justificadas críticas que hace al mismo desmerezcan su reconocimiento general a lo expuesto por Pinker con tanta brillantez como atrevimiento. Yo lo he disfrutado enormemente, y como hace unos días comentaba en otra entrada del blog Arcadi Espada, les animo a "no ser" uno de esos millones de personas que no han oído hablar de este fascinante alegato en defensa de la Ilustración y en pro de la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, y que si han oído a hablar de él no han tenido el coraje de enfrentarse a su lectura. Y aunque la frase de Bill Gates de que es "el mejor libro que ha leído nunca" me parezca exagerada, les aseguro que merece la pena el tiempo dedicado a leerlo. Sin duda alguna les ayudará a pensar para comprender y a comprender para actuar en defensa de los ideales de la Ilustración, que creo que son los que mejor nos definen como personas y como especie.

Con motivo del fallecimiento de Gustavo Bueno, comienza diciendo el profesor Arias Maldonado, alguien rescató la contestación que diera el filósofo riojano cuando se le preguntó qué libros, entre los que había escrito, consideraba todavía válidos al final de su vida: «Con fecha, todos; sin fecha, ninguno». Viene a cuento este juicio tan severo por la publicación en España, apenas unos meses después de su aparición en lengua inglesa, del último libro del psicólogo norteamericano Steven Pinker. Y es que este voluminoso manifiesto sobre las bondades de la modernidad ilustrada presenta la peculiaridad de ser simultáneamente un libro con fecha y sin fecha. Es un libro con fecha porque trata de dar respuesta al pesimismo agresivo que caracteriza a nuestra época, pero también porque sitúa en el centro de su argumentación un abrumador conjunto de datos empíricos que exigirán ser actualizados en futuras ediciones. Sin embargo, es también un libro sin fecha, pues aquello que quiere reivindicar no conoce limitaciones temporales: los principios de la Ilustración tienen un origen histórico, pero resulta difícil concebir una sociedad donde no puedan aplicarse o, cuando menos, reivindicarse. Cuestión distinta es que su defensa sea exitosa. Y a esta pregunta sólo puede responderse con los debidos matices.

Matices que, vaya por delante, se ahorran muchos de sus críticos. Ese curioso subgénero literario que podríamos denominar «desprecio de Pinker» ha renacido con fuerza tras la publicación de esta obra, que su enemigo íntimo John Gray ha descrito como «un sermón racionalista dirigido a una congregación de almas dubitativas». No es que Pinker haga esfuerzos por limar asperezas: desde su aparición en el firmamento ensayístico, ha arremetido con dureza contra buena parte del establishment intelectual y hecho esfuerzos por demoler las bases culturalistas que han dominado las humanidades y las ciencias sociales durante las últimas décadas. En esta ocasión, invocar la Ilustración con todas sus letras siendo psicólogo y no filósofo ni historiador de las ideas ha descubierto un flanco débil aprovechado por sus detractores. A cambio, en su defensa se ha movilizado ese «pinkerismo» más o menos ortodoxo que aguarda sus monografías como aliado imprescindible en la lucha contra la posmodernidad y la corrección política. Así que una evaluación desapasionada de este último trabajo exige tomar distancia tanto de unos como de otros. La fórmula es sencilla: no hay que pedir a Pinker lo que no puede dar, por más que él se empeñe en darlo, ni dejar de apreciar aquello que sólo él es capaz de dar.

La tesis principal del libro se deja enunciar con sencillez: la evaluación negativa del estado del mundo es un error intelectual si se atiende a la realidad empírica del mismo, que nos muestra, por el contrario, una evolución decidida hacia mejor desde que el racionalismo ilustrado se convirtiera en la base de su organización social entre los siglos XVIII y XIX. Frente a quienes enarbolan el rechazo de la modernidad de cuño occidental, la Ilustración habría funcionado y sus ideales merecen por ello ser defendidos ante el avance contemporáneo del autoritarismo populista. Se trata de una tesis plausible, que Pinker tiene el mérito de poner sobre la mesa en un momento de debilidad de las sociedades liberales. Más problemáticos resultan, en cambio, algunos de los argumentos, y en especial las omisiones, que acompañan a esta idea. Pero vamos por partes.

Toda la fuerza del libro depende, en última instancia, de la elocuencia de su aparato estadístico. Pinker pone sobre la mesa datos que avalan la naturaleza incontestable del progreso experimentado por las sociedades humanas durante los últimos dos siglos. Pero eso no significa que los datos mismos sean incontestables. Tal como ha señalado el historiador de la ciencia David Wootton, quizá Pinker no debería dar por supuestos los datos que nos ofrece: que los comienzos de la ciencia estadística allá por 1850 coincida con el espectacular aumento del progreso material humano no deja de ser llamativo. Pero, ¿acaso los gráficos mienten? Tal vez los críticos puedan demostrar su falsedad o sus deficiencias con más éxito que el cosechado por Nassim Taleb en su ataque a Los ángeles que llevamos dentro, el libro dedicado por Pinker a mostrar el descenso paulatino de la violencia en las sociedades humanas; mientras tanto, su tenor general habrá de ser aceptado. Por lo demás, no son estadísticas confeccionadas por Pinker himself, sino tomadas de fuentes diversas y reputadas. Con todo, que este conjunto de tablas equivalgan a una demostración del progreso humano tampoco puede darse por sentado, sino que será necesario explicar qué se entiende por tal. Pinker lo hace, formulando una advertencia sobre los límites de nuestro conocimiento: Lo que es bueno para la humanidad no siempre es bueno para la ciencia social, y puede ser imposible deshacer el nudo de correlaciones entre todas las formas en que la vida ha mejorado y establecer con un cierto grado de certidumbre la dirección de las flechas causales.

Lo que propone el pensador canadiense es una razonable concepción minimalista del progreso, basada en la cuantificación de bienes y males. Identifica así un conjunto de variables que atañen directamente al bienestar social e individual, para a continuación tratar de discernir cuál ha sido su evolución histórica: esperanza de vida, longevidad, consumo alimenticio, riqueza, igualdad, salud, seguridad, democracia, conocimiento, paz, medio ambiente, calidad de vida... Si esos indicadores han mejorado, sostiene, es que hay progreso. Y lo han hecho, en algunos casos de manera espectacular. Hay ejemplos significativos: la expectativa de vida ha pasado de 35 años en 1750 a 71,4 en 2015, gracias sobre todo al descenso de la mortalidad infantil; los antibióticos y las vacunas han salvado miles de millones de vidas y siguen haciéndolo, como muestra el descenso en un 60% de las muertes por malaria entre 2000 y 2015; el porcentaje de personas malnutridas era del 50% en 1947 y hoy se sitúa en el 13%, a pesar de que la población mundial no ha hecho más que aumentar desde entonces y que Malthus había advertido que algo así no sería posible (el secreto está en la productividad alimentaria combinada con la tecnología: a mediados del siglo XIX se necesitaban veinticinco hombres a jornada completa para cosechar y trillar una tonelada de grano, ahora puede hacerlo una sola persona en seis minutos manejando una cosechadora); el PIB mundial se triplicó entre 1820 y 1900, luego volvió a hacerlo pasados cincuenta años, y otra vez en los siguientes veinticinco y treinta tres, respectivamente; en los últimos doscientos años, la extrema pobreza ha pasado del 90% al 10%, con la mitad de ese descenso concentrado en los últimos treinta y cinco años; las sociedades son más seguras, porque hay menos guerras, menos homicidios y menos accidentes; el mundo es más tolerante hacia las minorías, que gozan de más derechos, además de más democrático, siendo los regímenes autoritarios menos represivos que los totalitarismos de antaño; etcétera. A esta suma de bienes, ciertamente, podemos llamarlo progreso humano.

Hay indicadores más controvertidos. Quizá ninguno de ellos más que la desigualdad, cuyo aumento admite Pinker antes de quitarle importancia. Es cierto que ha aumentado en el interior de los países ricos, pero ha disminuido entre países. Y también lo es que la desigualdad constituye un efecto automático de la riqueza. Pinker subraya que quienes han salido perdiendo con la globalización, en términos relativos, son las clases medias-bajas de los países desarrollados, en contraposición a la ganancia obtenida por el resto, en especial los habitantes de los países en vías de desarrollo. Ese descenso relativo de la renta disponible, a su manera de ver, debería cualificarse atendiendo a la variación en los estándares de vida: cuando la desigualdad se mide en términos de lo que consumimos y no de lo que ganamos, la tasa de pobreza en Estados Unidos habría descendido un 90% desde 1960 (al pasar del 30% al 3%). Y es que un dólar compra mucho más bienestar que antes: ha mejorado la calidad de los bienes en la cesta de consumo y se inventan bienes nuevos, lo que dificulta analizar con rigor la evolución del bienestar a lo largo del tiempo. Ni siquiera el famoso 1% de los superricos inquieta a nuestro autor, quien apunta que, al referirnos a ese porcentaje, hablamos de rangos estadísticos más que de individuos concretos. No es que Pinker niegue el problema de la desigualdad: más bien trata de presentarlo en los términos que le parecen justos. A saber: aceptando la premisa de que la desigualdad de ingresos no es un componente básico del bienestar (en línea con el suficientismo de Harry Frankfurt) y asumiendo la «curva de Kuznet» con arreglo a la cual el aumento general de la riqueza termina beneficiando a todos los miembros de una sociedad. Este enfoque de apariencia utilitarista, que subyace a su entera concepción del progreso, revela carencias en la sensibilidad política del psicólogo de Harvard, incapaz de comprender que tantos ciudadanos se resistan a aceptar un razonamiento tan sencillo.

Pinker está convencido asimismo de que somos cada vez más inteligentes, no por un cambio de la naturaleza humana, sino gracias a la educación y la mejora en las condiciones de vida. De hecho, el llamado «efecto Flynn» −que designa el carácter hereditario de la inteligencia− se debilita en aquellos países que llevan más tiempo experimentándolo. A su juicio, la mejor prueba de esa mayor inteligencia está menos en los hábitos de lectura que en el desarrollo de nuevas capacidades a través de la educación y el hábito, entre ellos el de manejarnos con facilidad con las nuevas tecnologías digitales: aunque no leemos La Celestina, sabemos actualizar un sistema operativo. En cuanto a la felicidad, Pinker rechaza rotundamente la idea de que la modernidad haya generado una epidemia de malestar, soledad y tendencias suicidas: los datos no avalan semejante tremendismo. Igual que no avalan −al menos los que él maneja− la famosa «paradoja de Easterlin», según la cual la felicidad no aumenta con la riqueza una vez se ha alcanzado cierto umbral de renta. En ocho de nueve países europeos, por ejemplo, la felicidad aumentó en tándem con el PIB entre 1973 y 2009. Y es conocida la divergencia que se produce cuando los individuos son interrogados por su felicidad individual y la colectiva: solemos ser optimistas como individuos y pesimistas en relación con nuestra sociedad. ¿No dicen los españoles que son felices o muy felices cada vez que se les pregunta? Problema distinto, que Pinker reconoce, es que la modernidad ha expandido la libertad individual de un modo que conduce, casi forzosamente, a mayores tasas de ansiedad y depresión: fuera de los cómodos raíles de la tradición, elegir tiene costes psicológicos y emocionales. Pinker desmiente asimismo que disfrutemos de menos tiempo libre, fuera de un conjunto específico de profesiones, desmiente los efectos depresivos de las redes sociales y elogia el mayor cosmopolitismo gastronómico de nuestras ciudades, de las que, por añadidura, podemos huir gracias al turismo de masas. Deprimirse en la sociedad liberal, viene a decirnos, es un crimen.

Su optimismo racional, por emplear la expresión acuñada por Matt Ridley, hace una excepción con el cambio climático. Fiel a su confianza en la ciencia, Pinker admite que el calentamiento global es un fenomenal problema colectivo que exige medidas inmediatas. Su aproximación a los problemas medioambientales responde, en líneas generales, al enfoque ecomodernista que niega −razonablemente− que existan tantos límites «naturales» al progreso social como sugiere el ecologismo clásico, depositando así su confianza en un desarrollo tecnológico orientado a la sostenibilidad. Se trata, sin duda, del planteamiento más realista y uno que, en contra de las caricaturas que se hacen del mismo, se preocupa por la conservación del mundo no humano. Curiosamente, la conservación no parece figurar entre las preocupaciones de Pinker; su deseo por enfatizar los aspectos positivos de la modernidad deja poco espacio al bienestar animal o la preservación de los espacios naturales: se limita a mencionar en algún momento que el humanismo no excluye «por principio» la preocupación por el mundo animal. De nuevo, nuestro autor constata lo obvio: que los problemas medioambientales pueden solucionarse con el conocimiento. Pero olvida algo que también es obvio: que el conocimiento no es lo único que hemos de tener en cuenta a la hora de afrontar los problemas. En este caso, sin ir más lejos, su preferencia por un impuesto global al carbón será tan aplaudido como discutida su razonable defensa de la energía nuclear, y no digamos su apuesta por las formas moderadas de la geoingeniería del clima o los alimentos transgénicos: porque no todos pensamos lo mismo ni queremos usar los mismos medios para alcanzar fines sobre cuya deseabilidad sí parecemos estar de acuerdo.

Pero si todo va bien, ¿cómo es que tantos piensan lo contrario? Es justo matizar que Pinker no es indiferente a los muchos problemas sociales que esperan solución: hay cosas que están mal. Tanto en los países ricos como, sobre todo, en los que no lo son: pobreza extrema, malnutrición, muertes por neumonía, Estados autocráticos, analfabetismo. Su propósito es más bien resaltar el progreso alcanzado con la esperanza de que eso sirva para que éste pueda continuar en el futuro. Su mirada es de largo alcance y por eso espera que continúe sucediendo aquello que, pese a la posibilidad siempre latente de la regresión ocasional, ha venido sucediendo desde los inicios de la modernidad; que hayamos padecido dos guerras mundiales, sin ir más lejos, no nos ha impedido retomar nuestro rumbo hacia lo mejor. Para ello bastaría con maximizar los beneficios derivados de los procesos sociales mientras minimizamos sus perjuicios: tal cosa es el progreso. Y las dificultades para lograrlo son, a sus ojos, las mismas que explican el pesimismo colectivo: el desconocimiento de los datos sobre la realidad social y el olvido del progreso ya alcanzado. A ratos, se percibe la desesperación del racionalista: ¡casi la mitad de la población cree que los tomates ordinarios no tienen genes y por eso se rechazan los tomates transgénicos! Del mismo modo, el hecho de que el progreso borre sus propias huellas hace que sus críticos sólo tengan ojos para las injusticias existentes y tiendan a minusvalorar lo mucho que ya se ha logrado. Somos ingratos con nuestros propios éxitos.

Pinker no anda desencaminado. Es absurdo afirmar, como hacen algunos críticos de la modernidad, que el progreso es una ilusión: los datos no avalan esa idea y sería absurdo hacer depender el juicio sobre la modernidad de las percepciones subjetivas de los individuos. Pinker culpa de esa inclinación −con frecuencia nostálgica− a los sesgos racionales y afectivos. Por ejemplo, al que nos lleva a dar más peso a los argumentos pesimistas; o a la heurística por la que recurrimos a las impresiones o datos que nos vienen antes a la cabeza. Sobre todo, porque los medios de comunicación se encargan de que esos datos e impresiones que están más disponibles sean los más negativos. ¿Acaso no pertenece a la lógica del subsistema mediático, tan bien descrita por Niklas Luhmann, la preferencia por lo sensacional y dramático? Para más inri, la «minería de sentimientos» que hace posible el análisis de big data revela que durante las últimas décadas se ha producido un incremento de las malas noticias en el sistema de medios. De manera que la «progresofobia» sería, en buena medida, un efecto mediático. A ello habría que sumar el pesimismo de la clase intelectual, que insiste en alimentar las corrientes antiilustradas que recorren la modernidad como un doble perverso: románticos, declinistas, teístas, colectivistas, comunitaristas. Todos ellos desdeñarían, al decir de Pinker, los ideales ilustrados: la razón, la ciencia, el humanismo. ¡Enemigos del progreso! Intelectuales y medios de comunicación serían así responsables de haber presentado nuestras democracias como regímenes disfuncionales e injustos, creando las condiciones para el ascenso del populismo autoritario mediante el tremendismo narrativo. Pinker atribuye el crecimiento del populismo −apoyándose en los trabajos de Ronald Inglehart y Pippa Norris− a la competencia cultural antes que a la desigualdad económica, pero es escéptico respecto de la amenaza que representa. Más bien confía en que la razón prevalecerá en el medio y largo plazo, sobre todo si somos capaces de atenuar la polarización abrazando una idea más realista del cambio social: «Las democracias liberales pueden hacer progresos, pero sólo en el marco de una reforma constante y un compromiso desordenado». Es dudoso, sin embargo, que ese argumento sea persuasivo: si lo fuera, no estaríamos donde estamos.

Sea como fuere, nos encontramos hasta aquí con una vigorosa defensa del progreso en la modernidad, basada en datos cuantitativos a partir de un enfoque utilitarista matizado por el realismo. Matizado, porque se equivocan quienes acusan a Pinker de olvidar las tragedias individuales que afligen a quienes se encuentran en el lado sombrío de las estadísticas en nombre de los efectos agregados. Es el caso de Jennifer Szalai, quien ha lamentado que Pinker encuentre causa para la celebración −a la vista de la mayor ganancia del mayor número− incluso en el hecho de que los chinos se hayan enriquecido a costa de la clase trabajadora norteamericana. Algo de eso hay: la lógica del trade-off introduce consideraciones cuantitativas allí donde no todo se puede cuantificar. Nos lo dejó claro Rafael Sánchez Ferlosio en Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado, librito donde afeaba a los defensores del progreso universal que conviertan en protagonista de «la aventura humana» a un sujeto único que abarca desde el cavernícola descubridor del fuego hasta un ingeniero de la NASA, modelados todos ellos con arreglo al burgués europeo de finales del siglo XVIII. De ahí que, concluye Ferlosio, la cuestión ética por excelencia es justamente desmontar de una vez esta mentalidad contable [...], que se va haciendo, o más bien ya se ha hecho, la forma más universal de la conciencia humana y que consiste en hacer de la felicidad y del dolor partidas mutuamente reductibles por relación de intercambio.

Se describe ahí una tensión irresoluble del progreso: la que existe entre las ganancias sistémicas y las tragedias individuales, que no pueden subsumirse en aquellas sin riesgo de quedar justificadas en nombre del avance colectivo. Tal como vimos con la «revolución permanente» del comunismo soviético, esa concepción de la historia abre la puerta a una visión providencial de la historia como juggernaut que avanza por aplastamiento: aquello que contempla horrorizado el famoso ángel de la historia de Walter Benjamin. Pero la tensión es irresoluble, porque, si bien nadie preguntó a los mayas si deseaban ser conquistados por los españoles, tampoco nadie se había dirigido a los pueblos que los mayas sojuzgaban ni a los niños que sacrificaban. Algo parecido puede decirse, cinco siglos más tarde, de las nuevas tecnologías: las plataformas digitales que hacen posible la economía colaborativa y proporcionan nuevos servicios a los consumidores han generado asimismo una «uberización» del empleo, mientras que la robotización que amenaza con llevarse por delante innumerables puestos de trabajo contiene la bendita promesa de acabar con el trabajo repetitivo propio de las cadenas de montaje.

Es por esto que Samuel Moyn ha recomendado a Pinker repasar la nada complaciente visión del progreso que tenían los pensadores ilustrados. ¿Acaso no escribió David Hume que no hay ventajas puras en este mundo? Son reproches injustos: Pinker no escribe antes de que el ideal del progreso se despliegue en el curso de la modernidad, sino en un momento en el que se pone en duda ese progreso. Después de Auschwitz, no parece necesario enfatizar en cada página que aquél es ambiguo y propenso a regresiones. Y, sobre todo, resulta pueril condicionar la defensa del progreso como tal a la existencia de un progreso absoluto que no cause perjuicios a ningún grupo ni individuo. Ese progreso no es de este mundo, ni sabemos de ningún sistema socioeconómico que haya sido remotamente capaz de proporcionarlo. El progreso que describe Pinker es el progreso realmente existente: desigual, dificultoso, ambiguo. Otra cosa es que tal progreso, inevitablemente, genere tensiones sociales y políticas a pesar de que merezca la pena tenerlo en lugar de lo contrario. Es obvio que un trabajador norteamericano que ha perdido su trabajo con la globalización no encontrará consuelo en el crecimiento económico de Asia. Ya se ha apuntado que Pinker demuestra poca sensibilidad política, esperando que el hecho del progreso baste para contrarrestar un malestar subjetivo en ocasiones injustificado: si un dólar compra mejores bienes que antes, ¿importa que tengamos menos dólares en el bolsillo? La respuesta es que sí: una lectura de Hobbes basta para comprenderlo. Y hay que contar con las expectativas frustradas, en buena medida creadas por una versión electoralista del progreso.

Si Pinker hubiera recortado trescientas páginas a su libro y lo hubiera dejado aquí, el resultado habría sido más que satisfactorio. En cambio, nuestro autor resulta mucho menos convincente cuando se dedica al análisis de los fundamentos filosóficos del progreso que describe con acierto. O lo que es igual, cuando se adentra en materias que no son exactamente su fuerte. ¿Zapatero a tus zapatos? Desde luego, una cosa es afirmar de manera genérica que la irrupción histórica de eso que llamamos Ilustración hace posible un espectacular cambio de rumbo para las sociedades humanas a partir del siglo XIX y otra muy distinta proporcionar los detalles correspondientes: filosóficos, históricos, institucionales. Vaya por delante que Pinker no es tan ingenuo como para sostener que los filósofos ilustrados creían de forma ciega en la cualidad racional de los seres humanos, sino que más bien sostenían que podemos y debemos ser racionales. En ese sentido, alguien le ha recordado que Hume describía a la mente como esclava de las pasiones; sin embargo, eso no convierte a Hume en un irracionalista: sólo es un racionalista atento a la importancia de las sinrazones. De hecho, Pinker brilla cuando ejerce como psicólogo del conocimiento −un saber que debe mucho al pensador escocés− y nos recuerda que la razón funciona peor cuando opera en modo ideológico: cuando creemos algo porque lo creen los demás o porque señaliza nuestra pertenencia a una tribu moral. ¿Hay mejor ejemplo de esta inclinación que la ideologización de las opiniones sobre el cambio climático?

Esta constatación tiene un doble efecto en la argumentación de Pinker. Por una parte, trata de distanciarse de la disputa entre conservadores y progresistas, defendiendo que «un enfoque más racional de la política consiste en tratar las sociedades como experimentos en marcha y aprender las mejores prácticas con la mente abierta, sea cual sea la parte del espectro político de la que provengan». Ahora que la polarización política aumenta y la mentira adquiere una capacidad de difusión extraordinaria a través de las redes sociales, ese pragmatismo debería ser bienvenido. Por otra, en cambio, no se ve claro cómo podría llevarse eso a la práctica, ni de qué manera podrían erradicarse los conflictos de valor que subyacen a las diferencias ideológicas. La recomendación de Pinker, que ha de interpretarse en el contexto de la vetocracia radical en que se ha convertido Estados Unidos durante la última década, es decepcionante: «despolitizar los problemas». ¡Hombre! Ocurre así que su empeño por defender la cualidad no política de los ideales de la Ilustración le incapacita para reconocer la cualidad política de los ideales de la Ilustración. Lo que hace sospechar que Pinker ha leído poca filosofía posterior a 1945.

Por añadidura, la propia Ilustración se convierte en sus manos en una suerte de bloque monolítico dedicado a la defensa de las posibilidades inexploradas de la razón en heroica lucha contra la superstición. Pero, como han mostrado pensadores que van de Ernst Cassirer a Jonathan Israel, la Ilustración es un fenómeno intelectual y social de extraordinaria complejidad, cuyo comienzo está lejos de constituir un corte súbito en la historia europea. Hay precedentes que Pinker ni siquiera menciona, pese a que, por ejemplo, es difícil comprender la Ilustración sin el Renacimiento: de Copérnico a Erasmo, pasando por Savonarola o el nacimiento de la banca moderna. Por otro lado, no hay una sola Ilustración, sino varias. Esto vale especialmente para la teoría política, donde se produce una bifurcación entre los ilustrados radicales que aspiraban a la democratización plena y aquellos otros, más moderados, que defendieron instituciones mixtas y se resistieron inicialmente a aceptar la plena igualdad de derechos. No obstante, aun aceptando su apretada síntesis del ideal ilustrado como una necesidad argumentativa, Pinker peca por omisión cuando deja fuera del libro las fatales ambivalencias inherentes a la práctica de los valores ilustrados. Insiste, por ejemplo, en separar cuidadosamente la eugenesia nazi del ideal científico, atribuyendo esa aberración al influjo maligno de las fuerzas contrailustradas. Y lo mismo cabe decir del desprecio racionalista por otras culturas, etnias o seres: la Ilustración nada tendría que ver con esas perversiones. Pinker aplica una lógica ventajista: si la Ilustración defiende el recto uso de la razón y la ciencia, el uso desviado de la razón y la ciencia no pertenece a la Ilustración.

Es aquí donde las acusaciones de «cientifismo» que Gray dirige a Pinker parecen justificadas, pues el canadiense parece por momentos sugerir que la ciencia es moralmente neutral e incapaz de producir mal alguno. Por decirlo con una fórmula, Pinker tiene razón ante Thomas Kuhn pero no ante Günther Anders: la existencia de la «verdad científica» y la innegable eficacia de la tecnología no deben excluir la reflexión moral sobre eso que Jürgen Habermas llamó «ideología científico-técnica». Tal vez se llegaría con ello a unas conclusiones no muy distintas de las que propone nuestro autor, pero esa tradición de pensamiento no puede ignorarse; confrontarse seriamente con ella habría proporcionado al libro una mayor autoridad. Como le ha afeado William Davies, Pinker sitúa a la Ilustración y la ciencia del lado bueno de todos los conflictos de los últimos doscientos años, resistiéndose a admitir que −como Zygmunt Bauman dejó establecido antes de convertirse en profeta de la liquidez− la modernidad es, sobre todo, ambivalente: a la vez liberadora y amenazante. Escondiendo bajo la alfombra el problema del mal, Pinker incurre por momentos en una cierta banalidad del bien. Y lo mismo vale para los agujeros negros del humanismo: en tiempos no muy lejanos, la categoría de «hombre» o «ser humano» excluía a individuos pertenecientes a amplios grupos sociales y aún hoy sirve para establecer una separación demasiado tajante respecto a los seres no humanos. Recuérdese a Auguste Comte, promotor de un programa positivista bien poco liberal para la organización de las sociedades humanas, o las pretensiones de un Marx que decía hacer «socialismo científico». Aunque conviene evitar el presentismo a la hora de juzgar estas desviaciones, la razón no puede dejar de hacer crítica sobre sí misma, gusten o no las consecuencias filosóficas de ese programa. Así que el empeño del autor por arremeter contra el posmodernismo filosófico, que adquiere tonalidades caricaturescas cuando convierte a Nietzsche en origen de todos los males («Drop the Nietzsche», exhorta), conduce a una simplificación que no podrá dejar de advertir ningún lector mínimamente avezado de filosofía o teoría política.

En realidad, se trata de argumentos conciliables. Pinker acierta en lo esencial cuando describe los principios de la Ilustración: el uso de la razón y de la empatía, el desarrollo sistemático de una ciencia que incluye las ciencias humanas, la creencia en el universalismo y en la posibilidad del progreso, el análisis racional de la prosperidad, el rechazo del tribalismo y el pensamiento mágico. Estos principios suministran la estructura básica de la modernidad. Pero no porque la razón hubiera estado del todo ausente durante los dos milenios previos, sino porque la Ilustración propulsa −o viene acompañada de− una auténtica revolución política en la que Pinker apenas hace hincapié. Las distintas revoluciones de la época moderna, henchidas de inevitables contradicciones, consagran el principio de igualdad y el gobierno representativo, abriendo la puerta a la dificultosa cohabitación de los principios liberal y democrático en el marco de unas sociedades de complejidad creciente, en buena parte debido al impulso generado por el desarrollo tecnológico y el crecimiento económico. Es en el interior de esa estructura donde estallan las tensiones de la Ilustración: el racionalismo produce romanticismo, el mercado libre genera externalidades, el universalismo sofoca los particularismos. Y, como ha advertido Alison Gopnik, se echa de menos en el libro un juicio más ponderado sobre los apegos humanos de orden comunitario −familiares, locales, tribales− que tan destacado papel desempeñan en nuestras vidas: hablar de un «florecimiento humano» que privilegia los valores cosmopolitas resulta algo tramposo. Finalmente, el intento por «actualizar» los valores ilustrados en el marco de la Tercera Cultura, que Pinker pone en relación con los conceptos de entropía, información y evolución, produce unos resultados desiguales. Resultan interesantes sus consideraciones sobre el papel clave que desempeñan las capacidades humanas de almacenar energía y producir información como medios para reducir la entropía, pero el conjunto se ve lastrado por el excesivo peso que otorga a la psicología evolucionista en detrimento de formas más sofisticadas de entender la evolución humana: de la epigenética a las teorías de la construcción de nicho.

En último término, Pinker ha entregado un vigoroso manifiesto cuyos méritos descansan, sobre todo, en la elocuencia de su aparato estadístico y en el desacomplejado entusiasmo con que se defiende la superioridad de la sociedad moderna frente a sus enemigos. Se trata de una obra de combate, más oportuna que oportunista ahora que el combate contra las fuerzas regresivas del populismo y el nacionalismo conoce un nuevo e inesperado episodio. Su optimismo es menos complaciente que condicional, si aceptamos la distinción de Paul Romer: el progreso depende de que se mantengan las condiciones que lo hacen posible, mientras que complaciente es creer que las cosas irán bien hagamos lo que hagamos. Por eso nada desea Pinker con mayor fervor que hacer justicia al progreso, reconociendo su existencia y su alcance: para evitar ponerlo en peligro de ahora en adelante. Este libro, pese a sus defectos, puede contribuir a ello.



El psicólogo social Steven Pinker



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4583
elblogdeharendt@gmail.com
"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

sábado, 8 de septiembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Orgullo de especie





Tú eres una de las personas -se cuentan por millones- que no han leído ni leerán En defensa de la ilustración, el último libro de Steven Pinker, que acaba de traducirse al español, escribe en El Mundo Arcadi Espada a su amada liberada en una de sus últimas "Cartas a K". Como explica cualquiera de sus reseñas, comienza diciendo Espada, el libro detalla las razones de que el mundo vaya a mejor y se inscribe en el movimiento anticenizos que fundó Matt Ridley hace ocho años al publicar El optimista racional. La tesis de Pinker sobre la buena marcha de las cosas tiene, sin embargo, un punto débil: ¡no irán tan bien las cosas cuando habrá menos lectores de este libro que no lectores! Más seriamente dicho: si este libro, o al menos la información que contiene, fuera de dominio público y se expusiera desde la más tierna escuela, la mejora del mundo sería espectacular. Estas palabras del autor lo concretan: "El problema de la retórica distópica estriba en que si la gente cree que el país es un basurero en llamas, será receptiva a la eterna llamada de los demagogos: '¿Qué tienes que perder?'". Hay, ciertamente, mucho que perder.

Pero la discusión sobre si hay más o menos razones para el optimismo empequeñece este libro y su propuesta de una nueva educación general básica. Pinker ha escrito una conmovedora historia de la humanidad racional que liquida o deja en puramente marginal cualquier objeción que pueda hacerse a su uso de algunas estadísticas. Entre ellas, por cierto, la muy divulgada del progresófobo John Gray, a propósito del descenso de la violencia. El optimismo implica siempre una voluntad prospectiva, a la que solo tenuemente Pinker se adhiere. Su prudencia es lógica: según la experiencia y el conocimiento acumulados, el cuento de la vida acaba mal y casi siempre en contra de los deseos de sus protagonistas. Así lo sustancial y lo más hermoso de este libro es el detalle de la rebelión del hombre contra el destino y sus esfuerzos titánicos para mejorar su condición animal. Este detalle: "Un milenio después del año 1 d. C. el mundo era apenas más rico que en tiempos de Jesús. Se tardó otro medio milenio en duplicar la renta. Entre 1820 y 1900 se triplicaron los ingresos mundiales. Volvieron a triplicarse en poco más de cincuenta años. Solo hicieron falta otros veinticinco años para que se triplicasen de nuevo y otros treinta y tres para que se volviesen a triplicar. El producto bruto mundial ha crecido casi cien veces desde que la Revolución Industrial estaba en plena vigencia en 1820, y casi doscientas veces desde el comienzo de la Ilustración en el siglo XVIII". Ahí está la nuez del libro, de la rebeldía humana y de nuestro mundo. Los números de un progreso económico e, inexorablemente, también moral. La época va saciada de orgullos. Mujer. Gay. Negro. Catalán. La intención de Pinker, aunque no la formule, es bastante perceptible. Un orgullo de especie. La enmienda de la vieja profecía enunciada por Julian Simon: las cosas irán cada vez mejor aunque la mayoría de las personas seguirán diciendo que van peor. Pero este orgullo de especie ha de afrontar un problema irresoluble: ¿contra quién se dirige? Las mujeres tienen a los hombres. Los gays, a los heteros. Los negros, a los blancos. Los catalanes, a los españoles. Hasta los animalistas -en Orgullo Animal milita nuestro ministro de Cultura y Tauromaquia- tienen a las personas. No hay orgullo sin la humillación más o menos explícita del otro. Verdaderamente yo propondría a dios, pero dudo si una ficción resistiría como antagonista.

La paradoja de Simon y su arraigo en la conciencia contemporánea puede tener laboriosas causas múltiples. Pero el vector principal, que Pinker subraya, es el periodismo. Ya en las primeras páginas le pide al lector que no olvide el gráfico que resulta de la técnica llamada minería de opiniones (data mining) que aplicó el científico de datos Kalev Leetaru a todos los artículos publicados en el Times entre 1945 y 2005: según el Times, el mundo va cuesta abajo. Una explicación la da el propio Pinker, páginas atrás: "Dado que nos preocupamos más por la humanidad, propendemos a confundir los daños que nos rodean con signos de lo bajo que ha caído el mundo, en lugar de en lo alto que se han situado nuestros estándares". El ejemplo clásico es el crimen de pareja: mientras en la realidad no deja de bajar, en los periódicos no deja de subir. En su mirada severa sobre los periódicos Pinker no hace suficiente hincapié en su influencia sobre la ampliación del círculo de compasión. Gracias a ellos el hombre ha extendido su solidaridad de especie más allá de los vínculos familiares y tribales. Y es probable que la reducción global de los crímenes esté vinculada con su presencia en los medios, por encima de otros efectos colaterales como el discutido efecto de imitación. Sería interesante que alguien merodeara por la hipotética relación entre la estabilidad de las cifras de suicidio y su casi total ausencia en los periódicos, una ausencia que tiene su origen en el presunto efecto imitativo. Pero con independencia del beneficio que pueda causar el pesimismo periodístico hay otras cuestiones importantes vinculadas con las malas noticias que Pinker no aborda. La materia prima del periodismo son las noticias y la noticia en un edificio de vecinos no es que X e Y sigan con su feliz monotonía conyugal, sino que la rompan. Por eso el invariable primer titular del periódico no es Hoy también amaneció. El periodismo es, y debe ser, poca cosa más que lo que las gentes comentan. Los contextos en que las noticias se insertan deberían darse por sabidos, como el amanecer, y la responsabilidad de ello parece más de la Academia que de los medios. Más inquietante que la descontextualización de la noticia me parece que Harvard, en alguno de sus programas, presente "la enseñanza de la ciencia sin mención alguna de su lugar en el conocimiento humano", según escribe el propio Pinker, profesor en esa Universidad. El recordatorio del rol exacto del periodismo no disculpa, por supuesto, sus frecuentes aberraciones. Una de ellas, y respecto a la importancia del contexto, es la utilización de estadísticas espurias que pretenden cumplir con el mandato contextual. Y otra, tal vez la más importante, es su natural -¡casi biológica!- alianza con la política de oposición. El periódico da malas noticias, pero es la política la que las convierte en falso contexto, pervirtiendo la aprehensión de la realidad y facilitando el triunfo de la demagogia. Hay algo más, cuyo impacto aún está lejos de medirse adecuadamente: cada vez hay más noticias. La irrupción digital las ha multiplicado, de modo que la exposición de una persona al pesimismo ha crecido de manera brutal en la última década. La dificultad del asunto se comprenderá si se piensa que las noticias son el principal negocio de nuestra época -aunque ahora el beneficio sea para Google y no para el Times- y una de sus principales adicciones. De ahí que para rehacer el seminal vínculo entre Ilustración y Prensa, y en defensa de las dos, la primera obligación de un periódico sea la de reducir drásticamente el número de noticiosas estupideces. Y hacer hueco, por ejemplo, a este libro básico, vigoroso y rebelde, que al final y al cabo también está lleno de malas noticias. Sobre los periódicos, naturalmente, esa Biblia del cenizo.Y tú sigue ciega tu camino.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4577
elblogdeharendt@gmail.com
"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

domingo, 12 de agosto de 2018

[DE LIBROS Y LECTURAS] Capitalismo de rostro humano





"Aunque los intelectuales suelen partirse de risa cuando leen una defensa del capitalismo, los beneficios económicos de este son tan evidentes que no necesitan ser demostrados con cifras. Pueden verse literalmente desde el espacio. Una fotografía de Corea, tomada desde un satélite, que muestra el sur capitalista inundado de luz y el norte comunista como un pozo de oscuridad ilustra vívidamente el contraste en la capacidad de generación de riqueza entre ambos sistemas económicos, manteniendo constantes la geografía, la historia y la cultura". Lo dice Steven Pinker (pág. 126) en su libro En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso (Paidós, Barcelona, 2018), que estoy leyendo ahora mismo, literalmente fascinado. Y un servidor, a pesar de todas mis carencias personales y académicas, y con alguna que otra matización más o menos importante que no viene al caso, comparte con total convicción la opinión de que el capitalismo es el menos malo de todos los sistemas de organización económica. 

Pero no es sobre el libro de Pinker, ya comentado en el blog, de lo que trata esta entrada de hoy, sino de la reciente reseña que en Revista de Libros realizaba el profesor Pedro Fraile Balbín, catedrático de Historia Económica en la Universidad Carlos III de Madrid, de la obra Libertad económica, capitalismo y ética cristiana. Ensayos para un encuentro entre economía de mercado y pensamiento cristiano (Madrid, Unión Editorial, 2017), del profesor Martin Rhonheimer, un filósofo político suizo y sacerdote católico, que plantea en su obra la reivindicación de un capitalismo de rostro humano y que critica la, a su juicio, excesiva mentalidad "colectivista" imperante en la denominada doctrina social de la Iglesia católica.

Señalaba con sorna el premio Nobel de economía George Stigler, comienza diciendo el profesor Fraile, que «el clero antiguo había dedicado sus mejores esfuerzos a enderezar la conducta de los individuos, y el clero moderno los suyos a enderezar las políticas sociales» (The Economist as Preacher, 1980). La relación entre el cristianismo y la economía viene, en efecto, de muy antiguo. Desde la formalización misma de la doctrina cristiana en la Edad Media, su inclinación social llevó a los escolásticos a la reformulación del orden aristotélico y a sus conocidos dictámenes sobre el carácter orgánico de la sociedad, la necesidad de un precio justo en el intercambio, la diferencia entre valor y precio, la naturaleza insana de la asimetría en el comercio, la acumulación culpable de riqueza y todos los demás supuestos de la tradición tomista. Es cierto que algunos escolásticos ‒como los nuestros de Salamanca‒ hicieron avances relevantes en el estudio de la libertad de mercado y el sistema de precios, pero, en general, el cristianismo se inclinó casi siempre hacia el colectivismo y la economía dirigida. A partir de mediados del siglo XIX, la doctrina social de la Iglesia en el mundo católico y el socialismo cristiano en el protestante acentuaron aún más su oposición al liberalismo y su visión benevolente ‒como un error bienintencionado‒ del colectivismo marxista. El cristianismo ha combatido tradicionalmente el pecado del liberalismo y durante décadas se ha opuesto al individualismo racionalista de la Ilustración. Su imagen era la de Cristo contra los mercaderes del templo.

Pero parece que no por más tiempo. A la tradición colectivista cristiana le ha surgido un cisma liberal. Un reducido pero influyente grupo de estudiosos sociales está reinterpretando los fundamentos intelectuales del cristianismo desde una óptica liberal. Larry Siedentop, el historiador de Oxford, por ejemplo, plantea en Inventing the Individual (2014) los orígenes del liberalismo individualista occidental como una contribución netamente católica, y el sociólogo de la religión Rodney Stark, de la Baylor University, arguye en su Victory of Reason (2006) que el auge de Occidente se debió a la confianza en el racionalismo implícito en la teología cristiana. En lo estrictamente económico, el redescubrimiento cristiano del liberalismo no es tan reciente. Los seguidores del ordoliberalismo, y la «economía social de mercado» en la segunda posguerra, sobre todo Walter Eucken y Ludwig Erhard, provenían de círculos cristianos, pero predicaban un orden liberal dentro de los límites garantizados por el Estado. También llegó a ser muy conocida e influyente la combinación liberalismo-catolicismo del popular filósofo y diplomático Michael Novak (The Catholic Ethic and the Spirit of Capitalism, 1993). Pero faltaba un último paso. Había que fundamentar en términos económicos las creencias católicas con un buen razonamiento teórico. En concreto, era necesario explicar por qué una concepción liberal del mercado es no sólo compatible, sino indisociable de la concepción trascendente de la persona que se deriva del humanismo cristiano. Esto es justamente lo que hace Martin Rhonheimer en su Libertad económica, capitalismo y ética cristiana. Aunque Rhonheimer es filósofo de formación, conoce con precisión la economía política y los supuestos teóricos de la escuela austríaca. Es presidente del Instituto Austríaco de Economía y Filosofía Social de Viena y ha publicado numerosos trabajos sobre libertad de mercado y ética económica. Es, precisamente, su vinculación con la tradición de Carl Menger, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek lo que confiere a su libro un perfil propio.

El libro Libertad económica, capitalismo y ética cristiana es una colección de ensayos del autor previamente aparecidos en publicaciones especializadas, pero que ofrecen un orden metodológico bien organizado hacia su objetivo central: corregir «la hostilidad católica frente al capitalismo y el libre mercado» (p. 41) a partir del análisis de la escuela austríaca, y conservando al mismo tiempo los preceptos éticos del humanismo cristiano. La introducción y el primer capítulo ofrecen una visión de la evolución intelectual del autor como analista económico y su descubrimiento final del análisis de la Escuela de Viena, y aparece aquí la primera denuncia del sesgo colectivista del catolicismo, especialmente a partir de la encíclica Quadragesimo Anno (1931). Sin embargo, en el siguiente capítulo, Rhonheimer explica las raíces liberales del pensamiento cristiano y su decisiva contribución a la separación entre los poderes espiritual y terrenal, así como la progresiva limitación de este último. Los capítulos tercero y cuarto analizan las bases éticas necesarias para una cultura de la libertad y ofrece los preceptos cristianos como la mejor alternativa para la organización moral de una sociedad de mercado. A continuación, el autor aborda la parte más netamente analítica del libro: el capítulo quinto trata de la ineficiencia económica de la intervención estatal y el principio de la subsidiaridad desde los supuestos del ordoliberalismo y, de la mano del public choice, analiza los fallos del Estado en la provisión de asistencia. En los dos capítulos siguientes se matiza la visión austríaca. En uno, modificando la visión utilitarista de Ludwig von Mises; en el otro, justificando la política asistencial cristiana, y este es, quizás, el núcleo de todo su argumento. Rhonheimer suscribe la visión general de Hayek sobre el mercado, pero matiza el rechazo hayekiano al concepto de justicia social criticando la noción de neutralidad inicial de las instituciones del mercado que el austríaco utiliza para fundamentar la justicia intrínseca de cualquier transacción voluntaria y rechazar, por tanto, la intervención redistributiva del Estado. La parte final del libro se dedica al análisis de las últimas aportaciones magistrales de la Iglesia ‒Mater et Magistra (1961), Pacem in Terris (1963) y Centesimus Annus (1991)‒ y su deriva hacia la redistribución y en contra del mercado libre. Un capítulo final titulado «El trabajo del capital. Cómo surge el bienestar» expone la visión austríaca y cristiana del propio autor sobre la generación de la riqueza, la búsqueda del bien común y el avance hacia la igualdad.

El de Rhonheimer es un gran reto intelectual. Trata de denunciar y desmontar los prejuicios de la tradición social católica contra la libertad económica y sustituir su confianza en el Estado como promotor del bien común con la lógica del buen análisis económico. Para ello, Rhonheimer se apoya en dos razonamientos. Uno es lo que él llama el auténtico significado de la justicia social: su rectificación de Hayek. Se fija en los derechos humanos, tal como la dignidad, que son de orden superior al simplemente legal, y que las instituciones del mercado ignoran con frecuencia. Esta consideración ética es lo que justificaría una intervención correctora ‒aunque no necesariamente estatal‒ del mercado. El segundo pilar es el principio de la subsidiariedad, por el que el Estado abandona su neutralidad e interviene sobre el mercado ‒apoyado en el análisis ordoliberal y austríaco‒ para corregir el marco institucional y para que el libre ejercicio de los agentes económicos cree oportunidades, empleo y riqueza para todos. Hay que subrayar la honestidad intelectual de Rhonheimer en esta tarea. El ensayo deja clara la posición católica del autor y a la vez explicita en todo momento ‒de hecho, se convierte a veces en una biografía intelectual‒ los preceptos económicos sobre los que se apoya cada argumentación en el momento en que fue escrita, y detalla el proceso de «descubrimiento» de la «síntesis neoclásica», el ordoliberalismo de Walter Eucken y la escuela austríaca.

En Libertad económica, el lector descubre una visión austríaca con rostro humano del complejo mundo social cristiano, y esto es intelectualmente estimulante a la vez que alentador para quienes creemos en una visión humana del mercado. Sin embargo, el lector también se pregunta si Rhonheimer y los demás teóricos del nuevo cristianismo austríaco no habrán hecho un viaje circular para llegar de nuevo al punto inicial de partida de la economía clásica. Una visión humanista y compasiva del liberalismo es lo que Adam Smith propone en su Teoría de los sentimientos morales (1759) y es una herencia compartida por casi toda la escuela escocesa y buena parte de los clásicos. Es como si Rhonheimer hubiese pasado por un lento viaje circular de redescubrimiento en el campo de la filosofía moral desde Gershom Carmichael, Adam Ferguson o Francis Hutcheson ‒y todos sus predecesores del Derecho Natural (Francisco Suárez, Hugo Grocio, Samuel Pufendorf)‒ para llegar de nuevo a la escuela escocesa y a los Sentimientos morales de Smith, es decir, un lento viaje de redescubrimiento de la filosofía moral que, además, posiblemente tenga escaso impacto en el criterio económico y social de la Iglesia actual, en la que cada vez pesa más el intervencionismo colectivista y menos el liberalismo hayekiano.

Sin embargo, puede que ese camino, aunque sea circular, no haya sido del todo estéril. La exploración que Rhonheimer hace de Walter Eucken, el ordoliberalismo alemán, y las escuelas de Viena y de Virginia, todos desde un punto de vista cristiano, le ha llevado a descubrir nuevos matices poco visibles con anterioridad. Por ejemplo, su replanteamiento del papel histórico del cristianismo en la identificación del individuo ‒en vez de la tribu, la etnia y la clase‒ como protagonista de la vida política, y en la separación de poderes y en la limitación del poder del Estado; la crítica y rectificación al rechazo de Hayek contra la justicia social y la especificación de las condiciones bajo las cuales las transacciones podrían considerarse auténticamente neutras; o, también, la propuesta de un sistema de beneficencia que no sea monopolio del Estado y que incorpore a la iniciativa privada de la sociedad civil en la tradición de las friendly societies inglesas o las fraternal societies estadounidenses. El libro de Rhonheimer está lleno de matices y sugerencias que apuntan todas en la buena dirección. Es posible que cambiar la orientación colectivista del catolicismo, especialmente en estos tiempos, sea un hueso difícil de roer, pero ayuda tener de vez en cuando un golpe de aire fresco como el que procura la lectura de este libro.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4547
elblogdeharendt@gmail.com
"Atrévete a saber" (Kant)
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)
"Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

sábado, 10 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] Un mundo mucho mejor





Tenemos motivos de sobra para ser optimistas, comenta en El País, el escritor y periodista Guillermo Altares: Una corriente de pensamiento en alza promueve la fe en el constante avance humano. Y un reciente libro de Steven Pinker ofrece sorprendentes indicadores para medir el progreso de la humanidad.

El terremoto de Lisboa, que destruyó la capital portuguesa en la mañana de Todos los Santos de 1755, abrió un debate filosófico que no se ha cerrado todavía y en el que acaban de entrar el fundador de Microsoft, Bill Gates, y uno de los ensayistas estadounidenses más influyentes, Steven Pinker, comienza diciendo Altares. Aquel cataclismo enfrentó a los pensadores ilustrados del siglo XVIII, defensores de la fe en el progreso, con el tremendo problema de intentar explicar el mal, la irracionalidad y la existencia de un desastre de tan enormes consecuencias. ¿Realmente era posible decir que el mundo iba mejor a la vista de semejante catástrofe? La sacudida lisboeta no impidió que aquellos ilustrados reafirmaran su confianza en que la humanidad indefectiblemente avanza.

Casi tres siglos después, el espíritu de una nueva Ilustración, que tampoco está dispuesta a cuestionar el progreso, vuelve a desempeñar un papel importante. Surgen dilemas similares: ¿debemos dejarnos influir por la realidad inmediata o debemos observar movimientos de fondo más profundos y positivos? ¿Puede un desastre o el temor a un desastre —por ejemplo, los efectos del cambio climático— hacernos desistir de nuestra confianza en el futuro? Pinker, el apóstol de esta corriente de pensamiento positivo, respondería rotundamente que no. Su ensayo, Enlightenment Now. The Case for Reason, Science, Humanism and Progress (La Ilustración ahora. En defensa de la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso), sale a la venta en febrero en EE UU. La editorial ha tenido que adelantar la fecha después de que ­Bill Gates escribiese la semana pasada que era “el mejor libro” que había leído en su vida, lo que desató las ventas anticipadas.

En el capítulo difundido por la editorial Viking a través del blog del fundador de Microsoft y filántropo, Pinker se defiende de lo que llama “progresofobia”. En su libro anterior, Los ángeles que llevamos dentro (Paidós), defendía la idea de que vivimos en el momento menos violento de la historia de la humanidad, postura por la que recibió rotundos elogios, pero también algunas críticas que le acusaban de un exceso de optimismo.

Aquel libro se publicó durante la crisis económica, cuando había bajado de golpe el nivel de vida de mucha gente. Pinker decía que era una cuestión de perspectiva y que lo importante era buscar tendencias de largo aliento. Incluso así, opinaban algunos, sucesos como la II Guerra Mundial o el bajón de la esperanza de vida que se produjo en Europa durante las guerras de religión de los siglos XVI y XVII demostraban que la posibilidad de que la humanidad diese pasos atrás era real.

En su nuevo ensayo, Pinker entra al trapo y profundiza en la misma idea, esta vez tratando de definir lo que significa avanzar y construir un mundo mejor. “¿Qué es progreso?”, se pregunta este catedrático de Psicología de Harvard, nacido en Montreal hace 63 años. “Pueden ustedes pensar que es una cuestión tan subjetiva y culturalmente relativa que resulta imposible responderla. Por el contrario, pocas preguntas tienen una respuesta tan sencilla. La mayoría de la gente estará de acuerdo en que la vida es mejor que la muerte; la salud es mejor que la enfermedad; la alimentación, mejor que el hambre; la paz, mejor que la guerra; la seguridad, mejor que el peligro; la libertad, mejor que la tiranía; la igualdad de derechos, mejor que la discriminación; el conocimiento, mejor que la ignorancia; la inteligencia, mejor que la contemplación aburrida del mundo; la felicidad, mejor que la miseria; la posibilidad de disfrutar de la familia, los amigos, la cultura, la naturaleza, mejor que un trabajo penoso y monótono. Y todo eso se puede medir y se ha incrementado a lo largo de los años. Eso es progreso”.

Como no podía ser de otra forma, en el segundo párrafo del nuevo libro, Pinker hace referencia a Voltaire y asegura que le acusaron de ser un nuevo Pangloss, el protagonista de Cándido, la novela que el gran filósofo francés de la Ilustración escribió después del terremoto de Lisboa. Seguidor de Leibniz, Pangloss siempre dice que “vivimos en el mejor de los mundos posibles”, lo que podría resultar solo aparentemente contradictorio ante el paisaje de la capital portuguesa en ruinas. “Voltaire no satirizó la Ilustración, sino todo lo contrario, criticaba la racionalización religiosa del sufrimiento, que defendía que Dios no tenía más opciones que permitir epidemias y masacres porque el mundo sin ellas era imposible”, escribe Pinker.

Curiosamente, el cataclismo que sufrió Portugal sí que provocó un cambio profundo, que podríamos considerar muy ilustrado. Como explica Nicholas Shrady en The Last Day. ­Wrath, Ruin and Reason in the Great Lisbon Earthquake of 1755 (El último día. Cólera, ruina y razón en el gran terremoto de Lisboa de 1755), como ocurre ahora con los desastres naturales, muchos países ofrecieron ayuda, un fenómeno inédito hasta entonces en Europa: hasta ese momento, la idea era que si un Estado sufría un desastre de tremendas proporciones, como el incendio de Londres de 1666, mejor para sus rivales.

Pinker ya explicó en su primer libro la importancia que tenía la forma de enfrentarse a los desastres para medir el progreso humano. Su teoría es que uno de los grandes avances de la civilización se produjo cuando por primera vez un juez dictaminó que “las cosas ocurren” y, en vez de culpar a una bruja por una mala cosecha, simplemente sentenció que se trataba de mala suerte, una explicación más sensata que el intento de buscar intervenciones divinas o diabólicas. Los ilustrados llegaron a conclusiones similares tras el terremoto de Lisboa: en su novela, Voltaire satiriza, además de a Pangloss y a Cándido, el auto de fe que se organiza para calmar a una divinidad furiosa, para la que apresan a dos pobres marineros que habían apartado el beicon al comerse un pollo.

En la obra de teatro Voltaire contra Rousseau, un texto de Jean-François Prévand dirigido por José María Flotats que puede verse estos días en el teatro María Guerrero de Madrid, se explica muy bien la absoluta confianza de Voltaire en el avance de la humanidad frente a la teoría del “buen salvaje” de Rousseau. No confiaba el autor de Cándido en la naturaleza, sino en la sociedad y en unos avances determinados, relacionados con la técnica pero también con las leyes, la defensa de los individuos o la capacidad para criticar las creencias establecidas. Dos siglos y medio después, el debate se retoma en los tiempos de la guerra de Siria y de los cataclismos provocados en todo el planeta por el calentamiento global.

Bill Gates mantiene que la gran originalidad del libro de Pinker es que mide nuestros avances en 15 aspectos, algunos de los cuales pueden parecer pequeños a primera vista aunque no lo sean. Proporciona cinco ejemplos en su blog: “1. Tienes 37 veces menos posibilidades de que te alcance un rayo que el siglo pasado, no porque haya menos tormentas, sino por nuestra capacidad de predecir el tiempo y la educación. 2. El tiempo que empleamos en lavar la ropa ha pasado de 11,5 horas a la semana en 1920 a 1,5 en 2014. Puede parecer trivial, pero representa un enorme progreso por el tiempo libre que proporciona a mucha gente, en su mayoría mujeres. 3. Tienes menos posibilidades de morir en tu puesto de trabajo: 5.000 personas fallecen en accidentes laborales actualmente en EE UU, mientras que en 1929 morían 20.000. 4. El coeficiente intelectual global sube tres puntos cada década. La mente de los niños mejora gracias a un entorno más saludable y a la mejor educación. 5. La guerra es ilegal. Puede sonar obvio, pero antes de la creación de Naciones Unidas, ninguna institución tenía la posibilidad de frenar a otro país de ir a la guerra”. Este último punto puede parecer el más discutible, visto el panorama global, pero en su libro Calle Este-Oeste (Anagrama), sobre el nacimiento del derecho internacional, Philippe Sands realiza una afirmación similar: antes de la II Guerra Mundial, un gobernante podía hacer con sus ciudadanos lo que quisiese sin que nadie pudiese protestar. Ahora, como queda claro con los rohinyás de Myanmar, por lo menos estalla un escándalo.

La única amenaza real que Gates ve en el horizonte sería el descontrol de la inteligencia artificial, pero asegura que se abrirá un debate muy importante en el futuro inmediato sobre esto. “El mundo es cada día mejor, aunque a veces no tengamos la sensación de que así sea”, escribe. Pinker, por su parte, da su propia respuesta a la teoría del “mejor de los mundos posibles” de Pangloss: “Alguien que piensa eso es ahora un pesimista. Un optimista cree que el mundo puede ser mucho, mucho mejor”.



El terremoto de Lisboa en 1755. Grabado del siglo XIX 



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt





Entrada núm. 4274
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)