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jueves, 30 de mayo de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Irán, USA y béisbol





Mi relación sentimental con Irán viene de antiguo. Para ser exactos, cincuenta y dos años. La misma que con los Estados Unidos de América, lo que no deja de ser una paradoja que intentaré explicar. En septiembre de 1956, hace cincuenta y dos años, mis padres, que vivían en Madrid en el barrio de Delicias, se mudaron al de Prosperidad, en el distrito de Chamartín. Y lógicamente, a mis diez años de edad, me fui con ellos y con mis hermanos. En Prosperidad vivían entonces con sus familias muchos de los soldados norteamericanos que servían en la base aérea de Torrejón. Aunque no nos relacionábamos de manera especial con ellos, veíamos a los niños norteamericanos jugar al béisbol y, por imitación, con rústicos palos, primero, y bates de verdad poco después, aprendimos las reglas del juego y al menos en mí prendió una admiración por ese deporte que aún perdura. Por cierto, que el futuro y polémico locutor deportivo José María García, aún amigo mío, era uno de esos niños, líder de un equipo de béísbol con el que nos enfrentábamos habitualmente en cualquier terreno despejado de piedras en lo que ahora es el cruce entre la M-30 y la calle Costa Rica.

Muy cerca de allí, en un chalecito semioculto entre grandes árboles, creo recordar que en la calle Jerez, estaba la Embajada Imperial del Irán. En horas libres de tareas escolares, mis amigos y yo, casi todos estudiantes del Colegio Infanta María Teresa, en la calle General Mola (ahora Príncipe de Vergara), adscrito al Instituto Ramiro de Maeztu, en la calle Serrano, junto a la Embajada de los Estados Unidos, solíamos acercarnos a las embajadas extranjeras acreditadas en Madrid para pedir libros, mapas, cuentos y documentación varia, alegando un próximo viaje familiar a dicho país o la necesidad de hacer un trabajo escolar que nos habían encomendado. Las razones eran falsas pero nosotros, en nuestra inocencia, deberíamos resultar convincentes porque nos colmaban de atenciones... ¡y de libros!..., especialmente en la representación diplomática del Imperio iraní. De allí nació un sentimiento de cariño por el pueblo, la cultura y la historia de Irán que llego a cautivarme. Tanto, que llegado el momento de tener que dar una disertación, en francés, como un ejercicio más de los que teníamos que hacer en la Escuela Central de Idiomas de Madrid en la que estudiaba por las tardes la dulce lengua de Francia, me aprendí de memoria un cuento, en francés, que me había regalado tiempo atrás la Embajada iraní titulado "Mernahz, la Cendrillon iranienne" (Mernahz, la Cenicienta iraní). Y que como todos los cuentos que se aprecien comenzaba así: "Il était une fois une petite fille appelée Merhnaz..." (Érase una vez una niñita llamada Merhnaz...). Me lo aprendí en los ratos libres que me permitían los partidos de beísbol que jugábamos, a la espera de mi turno de bateo, sobre la ahora intransitable M-30... 

Mi relación con los Estados Unidos viene más o menos de esa misma época y por esas mismas causas. Visitábamos la Embajada en la calle Serrano, y de allí nos desviaban a la parte trasera, la que daba (o da, no lo sé ahora) al paseo de la Castellana, y donde estaba la Casa Americana, una institución cultural de la que acabé siendo socio. Allí tenían una excelente biblioteca en español, y sobre todo, para mí, unos inmensos atlas a partir de los cuales concebí una pasión inextinguible por la geografía y sobre todo por los mapas. ¡Ah!, y también tenían, como no, ese insuperable objeto de consulta -lástima que fuera en inglés, pero los mapas me servían igual- que es la Encyclopedia Americana...

Mi simpatía/antipatía por los Estados Unidos de América, viene dada básicamente en función de qué partido ocupe la Casa Blanca. Con los democrátas, suelo ser bastante más indulgente que con los republicanos. Con la administración Bush, reconozco que la indulgencia es imposible. Que un analfabeto integral como él, megalómano -en conexión directa con Dios- e imbuido de su papel de custodio de Occidente, forrado con el dinero de papá, pueda llegar dos veces a presidente dice mucho en favor de la democracia americana y muy poco en favor de sus electores.

Con el régimen iraní de los ayatolás mi sintonía es nula. Y no porque me parezca éste peor que el del Sah, sino porque pienso que éste, el actual, es un peligro para la paz mundial (lo mismo que Bush, con la diferencia de que al último se le puede quitar si se la va la olla...). Reconozco que el interesante y denso artículo de hoy en El País, titulado "¿Puede pasar Irán de bandido a gendarme?", del periodista y escritor Javier Valenzuela me ha hecho replantearme algunos presupuestos; aunque Ahmadineyad me sigue pareciendo, como mínimo, un vocazas... Pero lo más importante es que me ha servido para recordar con nostalgia una relación con el Irán eterno, los Estados Unidos y el béisbol, que vista desde los ojos del niño que fui una vez se me antoja entrañable. 



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Imagen de Teherán, la capital iraní


La exhibición de fuerza de Hezbolá en Beirut confirma a Irán como potencia regional, comienza diciendo Javier Valenzuela en su artículo. El interés nacional, tanto o más que la ideología islamista, guía su acción. Y la torpe política de Bush juega a su favor.

De las muchas historias heroicas que alberga el alma de un pueblo tan longevo como el iraní, una, la del imam Hussein, es hoy relativamente conocida en Occidente. Nieto del profeta Mahoma, el imam Hussein murió combatiendo en Kerbala, hacia el año 680 de la era cristiana. De los triunfadores de aquella batalla surgió el mayoritario islam suní; de los derrotados seguidores del imam Hussein, el islam chií, minoritario excepto en Irán y algunos países árabes.

Menos conocida en Occidente, y mucho más vieja, es otra de las historias que se escuchan en los hogares iraníes: la de Arash el Arquero. En tiempos mitológicos, los anteriores a la escritura y el monoteísmo, los pueblos de Irán y de Turán acordaron terminar una guerra por sus respectivos límites fronterizos mediante una prueba singular. Arash, un guerrero iraní, lanzaría una flecha en dirección a Turán, y donde ésta cayera se fijarían los lindes. Arash subió a la montaña más alta de Irán, el Damavand, tensó su arco y lanzó la flecha. Ésta voló durante horas hasta alejarse más de 2.000 kilómetros, concediéndole así al pueblo persa un inmenso territorio. Consumido por el tremendo esfuerzo físico, Arash falleció de inmediato.

En el verano de 2006, Israel invadió Líbano por enésima vez y fracasó frente a la resistencia de Hezbolá. Comentando en la BBC que tal fiasco reforzaba la influencia regional de Irán, el veterano John Simpson hizo una observación muy inteligente: "Durante los últimos 30 años, Occidente se ha obsesionado por el fundamentalismo religioso de la República Islámica de Irán, pero ha olvidado que la revolución de Jomeini fue también una declaración de independencia respecto al control británico y estadounidense". En efecto, el nacionalismo iraní -incluido el secular, el encarnado por Mossadegh a mediados del siglo XX- estuvo en 1979 con Jomeini. Desde entonces, dos vectores, el islamismo en versión chií y el nacionalismo persa -el imam Hussein y Arash el Arquero- guían la acción internacional del régimen de los ayatolás.

Has Iran Won? (¿Ha ganado Irán?), se preguntaba a todo trapo la portada de The Economist del pasado 2 de febrero. El interrogante venía a cuento del informe de diciembre de 2007 de los servicios secretos norteamericanos que asegura que el programa nuclear iraní no es una amenaza tan inminente ni tan grave para la seguridad mundial como predica la Casa Blanca. Aun discrepando de las conclusiones de los espías, el editorial del semanario británico proclamaba que lo más sabio que puede hacer Washington es pactar con Teherán, y ello sin poner como condición previa el abandono del programa nuclear iraní.

Es un hecho que la torpe, belicista y altamente ideologizada política de George W. Bush ha contribuido a hacer de Irán una potencia en Oriente Próximo y Asia Central; la cuestión ahora es cómo convertirla en un factor de estabilidad en la zona más inflamable del planeta. Y salvo los últimos cheerleaders de Bush, los especialistas opinan que va llegando el momento de que Estados Unidos haga con relación al Irán jomeinista lo que Kissinger y Nixon hicieron en su momento respecto a la China maoísta: realpolitik; esto es, aceptar su existencia y negociar una coexistencia pacífica. Así lo han insinuado en EL PAÍS el ex ministro israelí de Exteriores Shlomo Ben Ami y el especialista en asuntos militares, y también israelí, Martin van Creveld. Y así lo dice sin ambages Marc Gasiorowski, director de Estudios Internacionales de la Universidad del Estado de Luisiana y buen conocedor de Irán.

De hecho, remarca Gasiorowski, esto es lo que, a fines de 2006, vino a proponer el Grupo de Estudios sobre Irak (GEI) dirigido por James Baker. El GEI constató que, sin la ayuda de Irán y Siria, EE UU jamás podrá alcanzar una solución en Irak que pueda presentar como un triunfo, y sugirió que Washington iniciara con Teherán un diálogo sobre todas las cuestiones litigiosas -Irak, Líbano, el conflicto israelí-palestino, el programa nuclear, la seguridad en el Golfo...- , ofreciéndole un estatuto de interlocutor respetable. "El diálogo con EE UU", dijo Baker, "no es una recompensa por el buen comportamiento, sino un método para intentar conseguirlo".

Debería ser aún más evidente tras lo ocurrido en Beirut a comienzos de este mes. En menos de lo que se tarda en contarlo, Hezbolá se hizo con el control del oeste de Beirut, corroborando, dice el analista Rami Khouri, que "no sólo es la facción política y militar más poderosa del país de los cedros, sino todo un Estado dentro de un Estado débil". Acto seguido, Hezbolá hizo una demostración de prudencia al replegarse, renunciar a la toma del poder y aceptar la recién culminada negociación sobre su derecho a veto en los asuntos libaneses. Una y otra cosa, osadía en la exhibición de su relativa fuerza y prudencia a la hora de la verdad, son tan propias de ese movimiento chií libanés como de su padrino, la República Islámica de Irán.

El ascenso de Irán es fruto tanto de esa astuta combinación como de una racha de buena suerte. El hundimiento de la Unión Soviética le quitó de encima el comunismo; la invasión de Afganistán por EE UU le eliminó al incómodo vecino talibán, y el mismo EE UU derrocó a su gran rival, Sadam Husein. Lo último le ha permitido tensar lo que el rey jordano Abdalá II llama "el arco chií" (Irán-Irak-Líbano). La flecha de Arash vuela de nuevo muy lejos.

Para el régimen jomeinista fue toda una revancha de la historia la cálida bienvenida a Bagdad que en marzo le diera el actual Gobierno iraquí a Ahmadineyad. Comentando aquella visita, Gilles Kepel recordó que Teherán está actuando con notable cautela en Irak. No desea una total descomposición de ese país, que podría convertir a su parte suní en un santuario de Al Qaeda y también empujar hacia Irán a cientos de miles de refugiados chiíes. Asimismo resultó significativo que Ahmadineyad fuera huésped de la última cumbre del Consejo de Cooperación del Golfo, un órgano creado en 1981 precisamente para oponerse al Irán jomeinista. El mensaje fue claro: los emiratos del Golfo quieren estar a buenas con Teherán.

Con un Afganistán donde las cosas se complican y un Irak donde no marchan tan bien, un ataque norteamericano contra Irán no es una opción, si es que alguna vez lo fue. Sólo serviría para propagar aún más las llamas del terror y la guerra. Pero entre el belicismo y la impotencia, el futuro presidente de EE UU tiene un tercer camino: el diálogo que exploró Bill Clinton cuando el presidente iraní era el reformista Jatamí. Eso sí, el sucesor de Bush debería olvidarse de ideologías mesiánicas, asumir el pragmatismo y aceptar que la libertad y la igualdad llegarán a Irán a través de un proceso interno.

Irán, dice Olivier Roy, es "una pieza clave del tablero de Oriente Próximo y la única que parece tener una estrategia coherente, en la que las consideraciones a corto plazo se articulan dentro de una visión a largo plazo". Ya hace mucho que renunció a exportar la revolución jomeinista y lo que hoy pretende es que el mundo le reconozca la condición de potencia regional que ha alcanzado de facto. Para ello, señala Roy, usa instrumentos tácticos como la retórica antiamericana, antiisraelí y panislamista, que le permite conectar incluso con sectores fundamentalistas o nacionalistas árabes suníes (véase Hamás), y una gran habilidad para librar batallas lo más lejos posible de sus fronteras (de ahí su activismo en Líbano y Palestina y su bajo perfil en Irak y Afganistán).

¿Puede un país que en las últimas tres décadas ha sido considerado por Washington un "bandido" pasar a convertirse en un "gendarme" regional? La diplomacia existe, precisamente, para conseguir tales milagros. Irán tiene 70 millones de habitantes, grandes riquezas petroleras, un Estado sólido para la media regional, una hábil diplomacia e influencia entre los chiíes de Irak y Líbano y los islamistas suníes palestinos. Que es capaz de realpolitik lo prueba su matrimonio de conveniencia con la Siria secular y panarabista de la familia Assad.

El nacionalismo jamás se ha extinguido entre los iraníes. Ellos son persas, no árabes; arios, no semitas; no hablan la lengua del Corán, sino farsi, y ni siquiera su islam, el chií, es el de la mayoría de los árabes. Confundirlos con Bin Laden es un disparate. Pero el griterío neocon ha hecho olvidar que Irán cooperó con EE UU en la guerra del Golfo de 1991, el derrocamiento de los talibanes de Afganistán en 2002 y la invasión de Irak de 2003. Y también que es un fiero enemigo de Bin Laden, Al Qaeda y el yihadismo internacional suní.

Instalado en su cerril discurso sobre el Eje del Mal, Bush ha ignorado el terreno explorable. Pero si su sucesor tuviera valor e inteligencia podría ser en relación a Oriente Próximo lo que sorprendentemente Nixon fue para Asia: un pacificador. (El País, 23/05/08)



Javier Valenzuela



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4931
Publicada originariamente el 23/5/2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 25 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] El planeta secreto





John Berger dice que el cine siempre nos lleva a lugares desconocidos. Nos aleja de casa, y nos convierte en viajeros. Y es lo que sentimos al ver ‘Estiu 1993’, una de las grandes películas del año y que finalmente no competirá en los Oscar, comenta en El País el escritor Gustavo Martín Garzo.

Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, comienza diciendo Martín Garzo, las historias de caza siempre glorificarán al cazador”, dice un proverbio africano. Las historias que los adultos cuentan de los niños ¿a quién glorifican? Son muchos los libros escritos sobre esos primeros años de vida, pero es dudoso que sus autores consigan apresar el misterio de ese ser del que se separaron para siempre al crecer. Por lo común, esos libros, más que mostrarnos a ese niño, lo que hacen es explicarlo. No pueden obrar de otra forma porque antes de los cinco o seis años el niño no vive enteramente en el lenguaje y escapa a cuanto de él se pueda decir.

De uno de esos niños perdidos habla Estiu 1993, la primera película de Carla Simón. Es una pena que finalmente no haya sido seleccionada en la lista final de los Oscar, pero esos premios ya se sabe quiénes los dan. No importa, el verdadero premio es que también puedan llegar a los cines películas así. La historia se inspira en el verano que pasó su directora en un pueblecito de Girona, al poco de morir sus padres. Tenía solo seis años y sus tíos la llevaron a vivir con ellos. Y aunque la historia está contada desde los ojos de esa niña, su autora nunca trata de apropiarse de sus pensamientos, porque ¿acaso puede recordar los suyos cuando tuvo su misma edad? No analiza la conducta de esa niña, no nos dice qué la hace comportarse así, solo nos muestra su rebeldía frente a un mundo que no entiende, su demanda velada de cariño, sus vínculos con ese mundo de las desapariciones en que está su madre muerta.

Carla Simón ha declarado que apenas se acuerda de ese tiempo, y que escribió el guion a partir de anécdotas que le contaron sus familiares. Y lo asombroso de esta película es que a través de esos recuerdos sea capaz de traernos la presencia de esa niña perdida. “Cuando vi lo que habíamos hecho”, ha declarado su autora, “fue muy duro porque me di cuenta de que las imágenes que yo tenía en la cabeza no estaban allí. Mi verano fue muy distinto”. Es en esa sorpresa donde radica la singularidad de una obra que no se mueve en el terreno de las imágenes prestadas, sino en ese otro de las revelaciones que guarda la verdadera esencia del cine.

John Berger dice que el cine siempre nos lleva a lugares desconocidos. Nos aleja de casa, y nos convierte en viajeros. “Mediante su particular alquimia hace que los personajes trasciendan la pantalla y corran a identificarse con nosotros. Es el único arte en que tal cosa puede suceder”. Y es lo que sentimos al ver Estiu 1993. Frida, la niña protagonista, viene de ese cielo que es la pantalla de cine para habitarnos misteriosamente. Y es extraño sentirse habitado por una criatura como ella. En nuestro cine solo Víctor Erice, en El espíritu de la colmena, ha sido capaz, desde una estética muy diferente, de hacer algo semejante. Porque la extraña cualidad de la película de Carla Simón no tiene que ver con su habilidad para mostrarnos, a la manera de un documental fingido, la vida de Frida y de su familia adoptiva, sino para conseguir que hasta las cosas más cotidianas y familiares nos conciernan misteriosamente. No podemos elegir en esos instantes lo que queremos y no queremos ver. Lo que pasa allí ya no depende de nosotros, es algo que nos está pasando.

Y esta película trata del mundo de los cuidados de los niños, de sus juegos, de sus comidas, de sus baños, y de la hora de acostarse. De todo lo que se hace en las casas cuando hay niños pequeños que atender. Pero nos ofrece a la vez, y ahí radica su valor, la presencia de una niña que a la vez se muestra y se esconde, que, como en el juego del escondite, lo que hace es desafiar a cuantos la rodean a que la encuentren. Todos los niños se esconden para que los vayan a buscar, para ser rescatados. Y Frida sería como una niña que se esconde y no sabe volver. Pertenece a esa estirpe de los niños perdidos, de los que hablara J. M. Barrie en Peter Pan. “El día que murió mi madre”, ha declarado Carla Simón, “me sentí muy culpable por no haber llorado”. Tampoco Frida lo hace, y por eso no puede abandonar ese día. Es tal la intensidad del vínculo que une a una niña con su madre que si esta muere bien podría suceder que la niña crea que ha muerto con ella. Y Frida no sabe si está viva o está muerta, por eso necesita probar si sigue en el mundo que comparte con los demás. Prueba en el río, cuando deja que su prima se meta con ella en el agua aun sabiendo que se puede ahogar, cuando luego la abandona en el bosque, cuando se escapa en la oscuridad de la noche. Son formas de interrogar a ese mundo en que vive, de preguntarle con su rebeldía si hay allí un lugar para ella.

En un cuento de los Hermanos Grimm dos hermanos huyen al bosque perseguidos por su madrastra. El niño quiere beber pero su hermana se lo impide, porque la madrastra ha hechizado las fuentes y si bebe se transformará en un animal. Pero el niño no puede contener su sed y al beber se transforma en un ciervo, que su hermana llevará a partir de ese momento atado con un cordón que toma de su propio vestido. No quiere que desaparezca en el bosque, que deje de ser el niño que es. También la niña de nuestra historia siente la tentación de perderse en el bosque, pero ahí está su nueva madre para impedirlo. Ella cumple la función de la hermanita del cuento: no quiere que beba de esa agua que le haría olvidar lo que es. Eres una niña, le dice, no eres un ciervo, no eres un pez, no eres un animal que solo sale de noche cuando todos dormimos.

“El amor es claridad y dureza al mismo tiempo, / que sin coraje no se puede amar”, dice Joan Margarit en un poema de su último libro. La película es en realidad un diálogo entre Frida y su animosa tía. Hay en ella una escena extraordinaria. Hablan de la muerte de la madre y la niña le pregunta a su tía: “¿Y dónde estaba yo?”. No se queja de que le hubieran ocultado qué pasaba, sino de su propia ceguera para verlo. Su madre se está muriendo y ella no lo sabe. ¿Cómo el amor puede ignorar algo así? El amor pide pausa, que el tiempo no transcurra, reclama la eternidad. “Ahora sé que es eso a lo que llaman la gloria: el derecho a amar ilimitadamente”, escribe Albert Camus. El amor lo pide todo, pero tenemos que aprender a vivir en un mundo hecho de fragmentos. Por eso, Frida rompe a llorar al final de la película. No quiere ser una niña muerta y llora para ser rescatada, para regresar al reino imperfecto en que vive con su nueva familia. Momentos antes hemos visto una escena preciosa. Son las fiestas del pueblo y Frida irrumpe radiante en la plaza a la cabeza del desfile. Lleva una bandera en las manos y una sonrisa ilumina su cara. Esa sonrisa marca el regreso de la niña perdida. Lo hace acompañada de gigantes y cabezudos, los personajes de ese planeta secreto que es el mundo del cuento. Tal es la misión de la fantasía, rescatarnos de la muerte y devolvernos al mundo que compartimos con los demás.

La bandera que lleva la niña es una señera, lo que en estos tiempos de locura bien podría enseñarnos que jamás las banderas deberían abandonar las manos de los niños. Es en el desfile alegre de gigantes y cabezudos donde son más hermosas.



Dibujo de Raquel Marín para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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Entrada núm. 4132
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miércoles, 1 de febrero de 2017

[A vuelapluma] Una infancia feliz





A punto de cumplir los 71, no me avergüenza reconocer que fui un niño con una infancia muy feliz. Nacido en el seno de una familia de militares sin muchos posibles (como todas las familias de militares), y con dos hermanos mayores que yo en 11 y 13 años, mi infancia transcurrió en cuarteles de Andalucía, Asturias, Castilla-La Mancha y Madrid hasta cumplir los nueve años y en viviendas militares hasta los veintiuno. Antes de cumplir los cuatro, ya asentados en Madrid, me echo mi primera novia, Merceditas; aprendo las primeras letras (nunca me acordaba de la "y") en el parvulario del cuartel, y luego, hasta los 9, hago la primaria en un colegio público de la misma calle. Mi juego, nuestros juegos (pues somo varios los niños que estamos en la misma situación) son cazar gorriones con escopetas de perdigones, martirizar gatos callejeros (quizá por eso ahora los quiero con locura), jugar a "Diego Valor" y sus compis en el espacio exterior (dibujando con tizas naves espaciales en los pasillos y patios del cuartel), entrar a escondidas en los pabellones de los oficiales (nadie cerraba con llave sus viviendas) a buscar galletas, dulces y chucherías, hacer hogueras en las cuadras donde descansaban los caballos de las unidades móviles, jugar a escondidas con las armas (las reales, no las de mentirijillas) de nuestros padres, o bajar tres pisos hasta el suelo descolgándonos como Indianas Jones minúsculos por los cables de los pararrayos. Todo ello, entre los cuatro y nueve años de edad. Después, en la pubertad, leyendo a escondidas la erótica versión de Las Mil y Una Noches de Blasco Ibáñez de la biblioteca familiar, ojeando las revistas de chicas desnudas de mis hermanos, devorando (a un par por día) las novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía, los tebeos (ahora comics) de Hazañas Bélicas, Roberto AlcázarEl príncipe ValienteSupermán y El capitán Trueno, o leyendo con fruición La isla del Tesoro, Tarzán de los monos o la edición de la Divina Comedia de Editorial Juventud. No me quedó ningún trauma de aquella época. Pero reconozco que recordarlo me provoca una risa tonta que tiene bastante de asombro por una infancia que parece sacada de la ficción aunque fuera absolutamente real. Los niños de ahora ya no juegan en las calles: porque no saben o porque no les dejamos (que es peor). 

La escritora argentina Leila Guerriero (1967), columnista habitual de El País, escribía hace unos días en ese diario un artículo titulado Infectada, que suscribo de principio a fín, en el que criticaba con ironía y cierto punto de sarcasmo ese mundo aséptico, y como de cuarentena permanente, que estamos creando y en el que estamos educando a nuestros niños sin querer darnos cuenta de que con ello estamos empobreciendo hasta límites casi castrantes su experiencia vital.

Me gusta mi mundo sucio, contradictorio, mugriento y bajo, dice en su artículo Leila Guerriero. No lo cambio por el lugar desinfectado que, dentro de poco, será. Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, y Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, comenta, fueron retirados de los programas escolares de un condado de Virginia por quejas de una madre cuyo hijo adolescente se perturbó ya que incluían “insultos raciales y palabras ofensivas”. Sucede en Estados Unidos pero, como allí empieza todo (del nacionalismo recio al blanqueamiento dental), hacia allí vamos. Por eso quiero dejar expuesto mi pecado, del que no me arrepiento: para recordarme a mí misma, cuando los adolescentes sean almas tan sensibles que no puedan leer Platero y yo sin ir al psiquiatra, cómo era este mundo cuando podía lastimarte pero valía la pena. No me pesa, señor, ni me arrepiento de haber hojeado, siendo pequeña, libros que mis padres me pedían que no leyera porque tenían escenas de sexo o de violencia, ni de haber leído los cuentos bestiales de Horacio Quiroga donde nenitas preciosas eran degolladas por sus hermanos con deficiencias mentales, ni del chorro de entrañas de Santiago Nasar. No sé qué de todo eso me hizo lo que soy, alguien que era feliz incluso cuando creía que no lo era, que alguna vez leyó, asociada con Jack London, la frase “ningún hombre sobre mí” y la hizo su escudo. Pero no me arrepiento. De chica leí libros que me destrozaron —Los niños terribles, de Cocteau—, que me produjeron pesadillas —El país de octubre, de Bradbury—, o que no entendí —Muerte en Venecia, de Thomas Mann—. Y no estuve en el infierno pero sé cómo es porque leí El pozo y el péndulo, de Poe. Cuando este sea un mundo repleto de adolescentes hipersensibles que no puedan comer un pollo sin echarse a llorar, yo seguiré con mi presa entre los dientes, viviendo de la forma en que los libros me enseñaron a vivir. Me gusta mi mundo sucio, contradictorio, mugriento y bajo. No lo cambio por el lugar desinfectado que, dentro de poco, será, termina diciendo. Yo, tampoco.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




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miércoles, 8 de junio de 2011

Padres neohippies






Propuestas neohippies






Antes de ayer leí un artículo en El País: "La moda que disparó el sarampión", sobre como los padres modernos pasan de ponerles las vacunas a sus hijos porque las farmacéuticas se lucran y porque según ellos conlleva más peligros poner las vacunas que el niño coja el tifus. Me gustaría ver la cartilla de vacunación de los padres, seguro que en su época, la mía, iban a vacunarte al colegio para que estuviera todo en orden.

Estos padres neohippies, imbéciles perdidos, que van de rollo alternativo: soy super sano, super guay, antisistema, y todo lo rebelde que está tan de moda, deberían hacer una limpieza en casa y tirar los móviles 4G, la Play3 y la Wii a la basura. Si quieren pasar de los avances que lo hagan en lo demás no en la salud de sus hijos.

Además de las vacunas, seguro que son de los que dicen: que llore el niño, que más da.... Nada de chupetes, porque deforma la boca; y luego tendrán que llevar ortodoncia porque en lugar del chupete el niño se metía el dedo gordo o porque ha heredado la carga genética de tener falta de espacio, agenesia...

A la consulta nos vienen madres muy modernas que dejan a su hija de 6 meses en la sala de espera en el maxicosi a cargo del hermanito de cinco años, mientras ella está dentro haciéndose un empaste. ¿Quién terminó cuidando de la niña porque no paraba de llorar? Pues sí, yo. Porque lógicamente su hermano lo que quería era seguir con la consola, jugando o viendo los dibujos; su madre le dijo que si la niña lloraba que la meciera. Lo mejor de todo es que me llevé la bronca de la madre por ir cuando la niña estaba llorando: Si la niña llora ya se le quitará; (esta era del club antichupetes) ¿Y qué hago yo si hay un bebé solo y llorando en medio de la sala de espera en la que hay más pacientes? ¿Lo dejo tirada? En fin..., hay gente que no debería ser padre.

Los vegetarianos que no le dan un sandwich de jamón o leche al hijo porque ellos no la toman, bueno, ellos decidieron no tomar esos alimentos pero un niño en fase de crecimiento los necesita; si después ellos, ya mayores, deciden no comer manzanas o rabo de toro estará bien.

¡Oh!, y luego está la famosa frase: ¡no lo cojas mucho que se acostumbra a los brazos!. Pues que se acostumbre, que cuando tenga 15 años a ver si te deja que le des un solo beso....

En fin, que hay gente que no debería ser padre. Si quieren que adopten un perro o que se compren el juego del perro/gato mascota que anuncian en la tele Bustamente y su mujer. Los niños son para quererlos, cuidarlos y darles lo mejor para ellos, no lo mejor y lo más cómodo para nosotros.

Saludos. Nos vemos. Ruth







R. y S.






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Entrada núm. 1382
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"Tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

Esos locos bajitos