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domingo, 10 de marzo de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] ¿Una misión para la izquierda? ¿Sólo para la izquierda?



Dibujo de Raquel Marín


Frente a la revolución neoliberal y su contrapunto ultraderechista, la necesidad de un freno radical pasa por encontrar un punto de apoyo civilizatorio, una combinación de rebeldía, reformismo y conservadurismo, y esa debería ser la misión de la izquierda, escribe el filósofo Santiago Alba Rico. 

Como bien explicaba el historiador Josep Fontana, fue la existencia de la URSS, dictadura imperial no socialista y no democrática, la que permitió que, a partir de 1945 y durante tres décadas, la pequeña Europa capitalista viviese algo parecido al socialismo y bastante próximo a la democracia. No es una casualidad, por tanto, que la derrota soviética en la Guerra Fría coincidiese con la del espíritu del 45, con la explosión neoliberal (mal llamada globalización) y, tras sucesivos vaivenes, con la contracción al mismo tiempo de los derechos sociales y de los tabiques (y deseos) democráticos. Casi treinta años después, y ahora en todo el mundo, la confusión entre capitalismo y mafia, la traumática reconversión del Este, el fracaso del “ciclo progresista latinoamericano”, la reversión trágica de las revoluciones árabes y el retorno del multimperialismo decimonónico han activado una galopante desdemocratización general o Weimar global, traducida en una radicalización —religiosa y laica, electoral y antropológica— muy desalentadora. Aunque sigue habiendo muchas, hoy hay menos guerras que en 1989, pero hay muchos más candidatos a la dictadura.

Establecer un paralelismo con el período de entreguerras del siglo pasado ha devenido casi un mantra. Hay dos semejanzas indudables. La primera es que los votantes del fascismo no votaban al “fascismo”, que solo existió como tal una vez vencido; era gente normal que no advertía el peligro que estaba convocando. La segunda es que, como entonces, la desdemocratización surgió de manera natural como una reacción defensiva frente al tsunami del Mercado sin bridas. En cuanto a las diferencias, las más profundas tienen que ver con la ecología y la tecnología, pero la más decisiva en términos políticos nos sitúa ya en otro mundo: porque mientras el indignado de 1930 podía dirigir su malestar tanto hacia la izquierda como hacia la derecha, hoy solo puede hacerlo hacia la derecha. Se piense lo que se piense de las izquierdas de 1930, ofrecían un proyecto, un refugio y una cultura. Ya no existe. La mitad marxista de la izquierda quedó fuera de juego tras la experiencia soviética; la mitad socialdemócrata tras su cooptación por las políticas neoliberales de los años ochenta y noventa, responsables ahora del retorno de Weimar. Si añadimos otro cuarto de kilo a esta unidad grande y confusa, lo ha dilapidado el llamado socialismo del siglo XXI, tan parecido en sus estertores a su renegado ancestro.

¿Cómo valorar esta crisis sin precedentes de las izquierdas? Desde hace 15 años vengo resumiendo en una fórmula resultona la triple vertiente que, a mi juicio, debe asumir una política de cambio: revolucionaria en lo económico, porque el capitalismo no conoce límites, reformista en lo institucional, porque el derecho es un invento irrenunciable y mejorable, y conservadora en lo antropológico, porque el ser humano se rompe mucho antes que una rama seca. Pues bien, en la pugna realmente existente entre neoliberalismo y destropopulismo, el neoliberalismo se ha quedado con la revolución; el destropopulismo con el conservadurismo (Trump o Bolsonaro, por cierto, se han quedado con las dos cosas), y en cuanto al reformismo, valga decir la democracia, empieza a ser un significante demasiado lleno que nadie quiere ya disputar. La izquierda ha abandonado los tres frentes y, a cambio, ha elegido el campo de batalla en el que es más vulnerable: el del puro reconocimiento comunitario.

Soy optimista: el modelo revolucionario clásico es ya inviable. Soy pesimista: el modelo revolucionario clásico es inviable. El capitalismo no es un modo de producción —o no solo— sino una civilización, y las civilizaciones no se derrocan mediante revoluciones, sino que ceden a su propia decadencia interna o al impulso saludable de los bárbaros. La decadencia del capitalismo no augura ninguna “fase superior” del género humano, sino retrocesos, interdependencias feudales, violencias sin contratos, ecocidios apocalípticos. En cuanto a los bárbaros, tendrían que venir del exterior y el capitalismo ya no tiene exterior, salvo que confiemos, como cierta secta trotskista, en el desembarco liberador de extraterrestres.

Marx estaba convencido de que el capitalismo producía a su propio sepulturero, pero produce más bien sus propios adictos suicidas. Hoy no es apoyado por alienados a los que habría que revelar la verdad; todos la conocemos ya y, en plenitud de facultades y con toda lucidez, nos entregamos a sus delicias autodestructivas. ¿Cómo acabar con un sistema que ha sobrevivido a su propia transparencia? La vieja izquierda del largo siglo XIX y del corto siglo XX ha sido descarrilada por sus propios errores políticos, sí, pero también, o sobre todo, por la consistencia misma de un capitalismo que ha borrado todas las fronteras: entre cosas de comer, usar y mirar, entre gestión y política, entre trabajo y consumo, entre derecho y deseo. La única fuerza revolucionaria que hay hoy en el mundo es el neoliberalismo, con su producción de “hombres nuevos” y su destrucción de vínculos viejos. Así que la izquierda no debería estar pensando en una revolución imposible, de un plumazo y desde cero, sino en un cuidadoso desmantelamiento democrático, que es —por cierto— lo más transformador y revolucionario que se puede proponer en estos momentos: desmontar en vez de demoler, según sugiere el famoso aforismo de Lichtenberg. El programa social de la Democracia Cristiana europea de —pongamos— 1973 bastaría hoy para poner en pie de guerra al Ibex 35, al FMI y a los Marines. Para volver atrás 40 años, ahora a escala global, hace falta mucha —mucha— compañía.

Frente a la revolución neoliberal y su contrapunto ultraderechista, la necesidad de un freno radical, previo a un posterior “desmontaje”, pasa por encontrar un punto —una meseta— de apoyo civilizatorio. En España, país desmemoriado donde nadie era ya ni de izquierdas ni de derechas, lo ofreció el 15-M, y Podemos —el partido que más rápidamente vio la luz y más rápidamente se cegó— supo explorar su indeterminación cuántica. ¿Qué hay de políticamente verdadero en el malestar de 2019? Una combinación de rebeldía, reformismo y conservadurismo; una —sí— rebeldía reformista conservadora a la que cabrean los clichés retóricos, que sospecha de las instituciones y que quiere recuperar las cortas distancias. Eso, si se recuerda bien, es lo que unió a millones de españoles en 2011 en la puerta del Sol.

¿Por qué hoy suena a muchos españoles, votantes de Vox o aledaños, más rebelde el machismo, el racismo y el nacionalismo que su contrario? ¿Por qué se ganan votos pidiendo derogar leyes progresistas o reclamando reformas penales populistas y antidemocráticas? ¿Por qué el verbo “conservar” se relaciona con la identidad nacional-imperial más casposa y no con la vivienda, el puesto de trabajo, el planeta Tierra y sus límites y, en general, los vínculos “nupciales” de todo tipo? Frente a la revolución neoliberal y la rebeldía “franquista”, la izquierda ha entregado los tres campos de batalla. “La paciencia”, decía Galdós, “es el heroísmo disuelto en el tiempo”. Necesitaremos mucha paciencia para desmontar la civilización capitalista, pero ahora tenemos poco tiempo para frenar el batacazo civilizatorio. Urge —haré una propuesta descabellada— una alianza entre el capitalismo más pragmático, el marxismo más ilustrado, el feminismo más humanista, el ecologismo más realista y el papa Francisco. ¿Es eso de izquierdas? Tanto como un desfibrilador o un extintor de incendios. 



El filósofo Santiago Alba



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 





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sábado, 2 de febrero de 2019

[A VUELAPLUMA] Los nuevos depredadores





Las formaciones dominantes contemporáneas son muy distintas de los ladrones tradicionales que aparecen de noche y se llevan su botín con discreción, porque se mueven a través de algoritmos complejos con vida propia, escribe la profesora Saskia Sassen, catedrática "Robert S. Lynd" de Sociología en la Universidad de Columbia de Nueva York, y premio Príncipe de Asturias 2013 de Ciencias Sociales. 

Uno de los principales obstáculos en la lucha por una sociedad más justa, comienza diciendo la profesora Sassen, es el auge de formaciones depredadoras y complejas. Su complejidad las hace admirables. Pero también esconde sus riesgos.

Estas formaciones no funcionan como el típico invasor que llega, se apodera de lo que quiere y huye con el botín. Hoy usan los botines robados para construir algo nuevo sobre el terreno. Para librarse de estos actores no basta la ley: son una mezcla de lógica, decisiones informatizadas y velocidades que superan la capacidad humana de gobernar el avance de un proceso.

Uso esta formulación para hacer hincapié en ciertas distinciones que vamos perdiendo en la discusión del sistema financiero y en estudios críticos sobre la economía política actual, tanto a escala mundial como nacional. He aquí una breve descripción de lo que busco subrayar cuando examino estas formaciones, temas que he desarrollado con más detalle en algunos de mis libros como Una sociología de la globalización (2008) y Expulsiones (2014).

Un primer rasgo distintivo, que ya he mencionado, es que la complejidad de estas formaciones (por ejemplo, las altas finanzas) tiende a ocultar su capacidad depredadora: su brutalidad no es evidente como lo es, por ejemplo, la explotación laboral que puede verse en un taller de costura clandestino o en una mina en países pobres. Al contrario, vienen marcadas (en parte) por admirables conocimientos complejos y algunas de las tecnologías más impresionantes que hemos desarrollado: modalidades de ley y contabilidad, capacidades técnicas específicas, la matemática de algoritmos, la logística de alto nivel, y más. Y si bien estas formaciones incluyen élites poderosas y grandes propietarios, estos son factores que contribuyen solo parcialmente a su funcionamiento.

Para comprender que, en efecto, no son más que factores parciales, basta pensar que, aunque fuera posible debilitar a los poderosos dueños y gestores del capital, hacerlos menos poderosos, eso no nos libraría automáticamente de estas formaciones depredadoras. Los grandes dueños, empresas y gestores del capital influyen de manera determinante en el estado actual de las economías. Pero, por sí solos, no habrían podido adquirir la inmensa concentración de riqueza y el poder inimaginable que poseen hoy a través del mundo.

Esta combinación de elementos y la lógica que los rige han terminado por reforzar enormemente la capacidad del sistema para generar un acaparamiento masivo en los altos niveles: del sistema, de una jerarquía, de un proyecto. Ha llevado también a una destrucción medioambiental de dimensiones nunca vistas. Y ha contribuido todavía más a expulsar a las clases medias modestas y las clases trabajadoras de opciones de vida razonable en un número cada vez mayor de países, incluidos los llamados “países ricos”. No olvidemos que estas fueron las clases sociales que en Occidente, durante gran parte del siglo XX, pasaron a ser el elemento crucial que ayudó a mejorar las vidas de muchos, y no solo las de unos pocos.

Una característica importante de estas formaciones depredadoras es que son sistémicas. No se trata de meras y elementales usurpaciones de poder. Se constituyen mediante la incorporación de diversos componentes de sistemas fundamentales en nuestras sociedades y las capacidades de las principales economías y sociedades actuales, desde la matemática de algoritmos hasta la ingeniería avanzada. Como ya he dicho, incluyen fragmentos de distintas formas clave de conocimiento y disposiciones organizativas que merecen nuestra admiración.

Las formaciones depredadoras actuales son muy distintas de los ladrones tradicionales que aparecen de noche y se llevan su botín con discreción. Estas de ahora son “descaradas”, podríamos decir, salvo que son tan complejas que necesitamos a expertos en finanzas para que nos las expliquen, y, estos últimos son, por supuesto, los que resultan más beneficiados de todo ello, por lo que tienen pocas probabilidades de mostrar una actitud crítica. Algo que es, sin duda alguna, muy comprensible.

Podemos establecer el contraste de estas formaciones y su carácter sistémico con esa imagen tradicional del invasor o el ladrón que llega, se apodera de lo que quiere y huye con el botín, pero no utiliza lo que ha cogido para construir algo nuevo sobre el terreno. Las formaciones depredadoras actuales, por el contrario, construyen algo directamente en el mismo sitio, como personas (“los ricos e inteligentes”), si bien los instrumentos son abstractos e informatizados.

Esto nos indica, además, que librarse de los ricos no es suficiente para neutralizar estas formaciones que generan enriquecimientos: a estas alturas están más allá de las personas, porque forman parte de algoritmos complejos que, en parte, cuentan con vida propia, puesto que tienen y son, cada vez en mayor medida, una función clave de aquello que llamamos “el conocimiento”.

En la mayoría de los casos, estas formaciones están fuera del alcance de las medidas políticas habituales. Sobre todo si se tiene en cuenta la tendencia de los responsables políticos a construir silos para cada área estratégica. En agudo contraste con esa compartimentación, las nuevas formaciones de las que hablo aquí abarcan varias áreas; lo que hacen es, en definitiva, tomar elementos de cada área, combinarlos y ensamblarlos de maneras nuevas.

Para contrarrestar o eliminar esos montajes mezclados y complejos de elementos fundamentales, hay que contar con la voluntad de desmontarlos o destruirlos. También está siempre la posibilidad de la autodestrucción, si los seres humanos diseñáramos esos montajes de tal manera que utilizaran mal su propio poder. Podemos sentirnos tentados de decir: a fin de cuentas, son como nosotros, los humanos. Pero no, no lo son. Tienen unas características cruciales que los hacen distintos de nosotros: su extraordinaria velocidad y su también extraordinaria dimensión de funcionamiento. Sí, los algoritmos están diseñados por humanos (y los más complejos casi siempre, por físicos) pero, una vez creados, pueden dejar atrás a nuestras inteligencias.

Lo que he tratado de describir en estos párrafos es una de las situaciones más extremas que hemos contribuido a crear y que es uno de los factores que está afectando a nuestras sociedades y generando divisiones en ellas. Existen otros vectores que también influyen en nuestras economías actuales, vectores compuestos por elementos más familiares, y entre ellos algunos que podemos controlar y son menos esquivos que los que he mencionado aquí. Debemos sacar partido de ellos y utilizarlos en beneficio de nuestras sociedades cada vez más frágiles.



Dibujo de Eva Vázquez



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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domingo, 12 de agosto de 2018

[DE LIBROS Y LECTURAS] Capitalismo de rostro humano





"Aunque los intelectuales suelen partirse de risa cuando leen una defensa del capitalismo, los beneficios económicos de este son tan evidentes que no necesitan ser demostrados con cifras. Pueden verse literalmente desde el espacio. Una fotografía de Corea, tomada desde un satélite, que muestra el sur capitalista inundado de luz y el norte comunista como un pozo de oscuridad ilustra vívidamente el contraste en la capacidad de generación de riqueza entre ambos sistemas económicos, manteniendo constantes la geografía, la historia y la cultura". Lo dice Steven Pinker (pág. 126) en su libro En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso (Paidós, Barcelona, 2018), que estoy leyendo ahora mismo, literalmente fascinado. Y un servidor, a pesar de todas mis carencias personales y académicas, y con alguna que otra matización más o menos importante que no viene al caso, comparte con total convicción la opinión de que el capitalismo es el menos malo de todos los sistemas de organización económica. 

Pero no es sobre el libro de Pinker, ya comentado en el blog, de lo que trata esta entrada de hoy, sino de la reciente reseña que en Revista de Libros realizaba el profesor Pedro Fraile Balbín, catedrático de Historia Económica en la Universidad Carlos III de Madrid, de la obra Libertad económica, capitalismo y ética cristiana. Ensayos para un encuentro entre economía de mercado y pensamiento cristiano (Madrid, Unión Editorial, 2017), del profesor Martin Rhonheimer, un filósofo político suizo y sacerdote católico, que plantea en su obra la reivindicación de un capitalismo de rostro humano y que critica la, a su juicio, excesiva mentalidad "colectivista" imperante en la denominada doctrina social de la Iglesia católica.

Señalaba con sorna el premio Nobel de economía George Stigler, comienza diciendo el profesor Fraile, que «el clero antiguo había dedicado sus mejores esfuerzos a enderezar la conducta de los individuos, y el clero moderno los suyos a enderezar las políticas sociales» (The Economist as Preacher, 1980). La relación entre el cristianismo y la economía viene, en efecto, de muy antiguo. Desde la formalización misma de la doctrina cristiana en la Edad Media, su inclinación social llevó a los escolásticos a la reformulación del orden aristotélico y a sus conocidos dictámenes sobre el carácter orgánico de la sociedad, la necesidad de un precio justo en el intercambio, la diferencia entre valor y precio, la naturaleza insana de la asimetría en el comercio, la acumulación culpable de riqueza y todos los demás supuestos de la tradición tomista. Es cierto que algunos escolásticos ‒como los nuestros de Salamanca‒ hicieron avances relevantes en el estudio de la libertad de mercado y el sistema de precios, pero, en general, el cristianismo se inclinó casi siempre hacia el colectivismo y la economía dirigida. A partir de mediados del siglo XIX, la doctrina social de la Iglesia en el mundo católico y el socialismo cristiano en el protestante acentuaron aún más su oposición al liberalismo y su visión benevolente ‒como un error bienintencionado‒ del colectivismo marxista. El cristianismo ha combatido tradicionalmente el pecado del liberalismo y durante décadas se ha opuesto al individualismo racionalista de la Ilustración. Su imagen era la de Cristo contra los mercaderes del templo.

Pero parece que no por más tiempo. A la tradición colectivista cristiana le ha surgido un cisma liberal. Un reducido pero influyente grupo de estudiosos sociales está reinterpretando los fundamentos intelectuales del cristianismo desde una óptica liberal. Larry Siedentop, el historiador de Oxford, por ejemplo, plantea en Inventing the Individual (2014) los orígenes del liberalismo individualista occidental como una contribución netamente católica, y el sociólogo de la religión Rodney Stark, de la Baylor University, arguye en su Victory of Reason (2006) que el auge de Occidente se debió a la confianza en el racionalismo implícito en la teología cristiana. En lo estrictamente económico, el redescubrimiento cristiano del liberalismo no es tan reciente. Los seguidores del ordoliberalismo, y la «economía social de mercado» en la segunda posguerra, sobre todo Walter Eucken y Ludwig Erhard, provenían de círculos cristianos, pero predicaban un orden liberal dentro de los límites garantizados por el Estado. También llegó a ser muy conocida e influyente la combinación liberalismo-catolicismo del popular filósofo y diplomático Michael Novak (The Catholic Ethic and the Spirit of Capitalism, 1993). Pero faltaba un último paso. Había que fundamentar en términos económicos las creencias católicas con un buen razonamiento teórico. En concreto, era necesario explicar por qué una concepción liberal del mercado es no sólo compatible, sino indisociable de la concepción trascendente de la persona que se deriva del humanismo cristiano. Esto es justamente lo que hace Martin Rhonheimer en su Libertad económica, capitalismo y ética cristiana. Aunque Rhonheimer es filósofo de formación, conoce con precisión la economía política y los supuestos teóricos de la escuela austríaca. Es presidente del Instituto Austríaco de Economía y Filosofía Social de Viena y ha publicado numerosos trabajos sobre libertad de mercado y ética económica. Es, precisamente, su vinculación con la tradición de Carl Menger, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek lo que confiere a su libro un perfil propio.

El libro Libertad económica, capitalismo y ética cristiana es una colección de ensayos del autor previamente aparecidos en publicaciones especializadas, pero que ofrecen un orden metodológico bien organizado hacia su objetivo central: corregir «la hostilidad católica frente al capitalismo y el libre mercado» (p. 41) a partir del análisis de la escuela austríaca, y conservando al mismo tiempo los preceptos éticos del humanismo cristiano. La introducción y el primer capítulo ofrecen una visión de la evolución intelectual del autor como analista económico y su descubrimiento final del análisis de la Escuela de Viena, y aparece aquí la primera denuncia del sesgo colectivista del catolicismo, especialmente a partir de la encíclica Quadragesimo Anno (1931). Sin embargo, en el siguiente capítulo, Rhonheimer explica las raíces liberales del pensamiento cristiano y su decisiva contribución a la separación entre los poderes espiritual y terrenal, así como la progresiva limitación de este último. Los capítulos tercero y cuarto analizan las bases éticas necesarias para una cultura de la libertad y ofrece los preceptos cristianos como la mejor alternativa para la organización moral de una sociedad de mercado. A continuación, el autor aborda la parte más netamente analítica del libro: el capítulo quinto trata de la ineficiencia económica de la intervención estatal y el principio de la subsidiaridad desde los supuestos del ordoliberalismo y, de la mano del public choice, analiza los fallos del Estado en la provisión de asistencia. En los dos capítulos siguientes se matiza la visión austríaca. En uno, modificando la visión utilitarista de Ludwig von Mises; en el otro, justificando la política asistencial cristiana, y este es, quizás, el núcleo de todo su argumento. Rhonheimer suscribe la visión general de Hayek sobre el mercado, pero matiza el rechazo hayekiano al concepto de justicia social criticando la noción de neutralidad inicial de las instituciones del mercado que el austríaco utiliza para fundamentar la justicia intrínseca de cualquier transacción voluntaria y rechazar, por tanto, la intervención redistributiva del Estado. La parte final del libro se dedica al análisis de las últimas aportaciones magistrales de la Iglesia ‒Mater et Magistra (1961), Pacem in Terris (1963) y Centesimus Annus (1991)‒ y su deriva hacia la redistribución y en contra del mercado libre. Un capítulo final titulado «El trabajo del capital. Cómo surge el bienestar» expone la visión austríaca y cristiana del propio autor sobre la generación de la riqueza, la búsqueda del bien común y el avance hacia la igualdad.

El de Rhonheimer es un gran reto intelectual. Trata de denunciar y desmontar los prejuicios de la tradición social católica contra la libertad económica y sustituir su confianza en el Estado como promotor del bien común con la lógica del buen análisis económico. Para ello, Rhonheimer se apoya en dos razonamientos. Uno es lo que él llama el auténtico significado de la justicia social: su rectificación de Hayek. Se fija en los derechos humanos, tal como la dignidad, que son de orden superior al simplemente legal, y que las instituciones del mercado ignoran con frecuencia. Esta consideración ética es lo que justificaría una intervención correctora ‒aunque no necesariamente estatal‒ del mercado. El segundo pilar es el principio de la subsidiariedad, por el que el Estado abandona su neutralidad e interviene sobre el mercado ‒apoyado en el análisis ordoliberal y austríaco‒ para corregir el marco institucional y para que el libre ejercicio de los agentes económicos cree oportunidades, empleo y riqueza para todos. Hay que subrayar la honestidad intelectual de Rhonheimer en esta tarea. El ensayo deja clara la posición católica del autor y a la vez explicita en todo momento ‒de hecho, se convierte a veces en una biografía intelectual‒ los preceptos económicos sobre los que se apoya cada argumentación en el momento en que fue escrita, y detalla el proceso de «descubrimiento» de la «síntesis neoclásica», el ordoliberalismo de Walter Eucken y la escuela austríaca.

En Libertad económica, el lector descubre una visión austríaca con rostro humano del complejo mundo social cristiano, y esto es intelectualmente estimulante a la vez que alentador para quienes creemos en una visión humana del mercado. Sin embargo, el lector también se pregunta si Rhonheimer y los demás teóricos del nuevo cristianismo austríaco no habrán hecho un viaje circular para llegar de nuevo al punto inicial de partida de la economía clásica. Una visión humanista y compasiva del liberalismo es lo que Adam Smith propone en su Teoría de los sentimientos morales (1759) y es una herencia compartida por casi toda la escuela escocesa y buena parte de los clásicos. Es como si Rhonheimer hubiese pasado por un lento viaje circular de redescubrimiento en el campo de la filosofía moral desde Gershom Carmichael, Adam Ferguson o Francis Hutcheson ‒y todos sus predecesores del Derecho Natural (Francisco Suárez, Hugo Grocio, Samuel Pufendorf)‒ para llegar de nuevo a la escuela escocesa y a los Sentimientos morales de Smith, es decir, un lento viaje de redescubrimiento de la filosofía moral que, además, posiblemente tenga escaso impacto en el criterio económico y social de la Iglesia actual, en la que cada vez pesa más el intervencionismo colectivista y menos el liberalismo hayekiano.

Sin embargo, puede que ese camino, aunque sea circular, no haya sido del todo estéril. La exploración que Rhonheimer hace de Walter Eucken, el ordoliberalismo alemán, y las escuelas de Viena y de Virginia, todos desde un punto de vista cristiano, le ha llevado a descubrir nuevos matices poco visibles con anterioridad. Por ejemplo, su replanteamiento del papel histórico del cristianismo en la identificación del individuo ‒en vez de la tribu, la etnia y la clase‒ como protagonista de la vida política, y en la separación de poderes y en la limitación del poder del Estado; la crítica y rectificación al rechazo de Hayek contra la justicia social y la especificación de las condiciones bajo las cuales las transacciones podrían considerarse auténticamente neutras; o, también, la propuesta de un sistema de beneficencia que no sea monopolio del Estado y que incorpore a la iniciativa privada de la sociedad civil en la tradición de las friendly societies inglesas o las fraternal societies estadounidenses. El libro de Rhonheimer está lleno de matices y sugerencias que apuntan todas en la buena dirección. Es posible que cambiar la orientación colectivista del catolicismo, especialmente en estos tiempos, sea un hueso difícil de roer, pero ayuda tener de vez en cuando un golpe de aire fresco como el que procura la lectura de este libro.





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viernes, 30 de junio de 2017

[A vuelapluma] Capitalismo garantizado





El capitalismo políticamente garantizado es aquel en que el Estado protege a algunas empresas, como autopistas, eléctricas o bancos, asumiendo sus riesgos, aprobando regulaciones que les benefician o ignorando abusos. Y las ‘puertas giratorias’ explican solo una parte de esta práctica, dice Carlos Sebastián, catedrático de Teoría Económica de la Universidad Complutense y autor del libro España estancada (Galaxia Gutenberg, 2016), en un artículo de hace unos meses en El País.

La afortunada expresión de Max Weber que encabeza estas líneas, dice Sebastián, —una alternativa a la de capitalismo clientelar— sería aplicable a buena parte del sistema económico español. En este marco institucional, el Estado, o quienes ejercen el poder político de hecho, protege a un determinado número de empresas utilizando distintas vías: asume el riesgo de las empresas, promulga regulaciones que les benefician, hace la vista gorda ante incumplimientos de normas o ante abusos, las favorecen en concursos y adjudicaciones, etcétera. Las consecuencias de estas prácticas sobre la eficiencia productiva, sobre la calidad del emprendimiento y sobre la distribución de la renta son bastante obvias.

Viene a cuenta esta reflexión, sigue diciendo, por la noticia de que el Estado debe compensar a Abertis porque el tráfico en la autopista AP-7 ha sido menor del previsto. Esta asunción del riesgo empresarial por parte del Estado es la consecuencia de un convenio que el Gobierno de Zapatero suscribió con Abertis en 2006, según el cual la empresa realizaba unas inversiones de mejora y el Estado le garantizaba por contrato un flujo de ingresos.

Este potente grupo de concesiones de autopistas se ha visto favorecido por la “garantía” del Estado —por utilizar el término weberiano— antes de su creación, añade. Su antecedente, Acesa —Abertis surgió por fusión de Acesa y Áurea—, incumplió los términos de las concesiones originales (no reinvirtiendo los excesos de beneficios obtenidos), desoyó los requerimientos del Ministerio de Fomento cuando Borrell era ministro (1993), pese a perder sucesivos recursos contra esa resolución, y en 1998 llegó a un acuerdo con el Gobierno de Aznar y con la Generalitat por el que se daban como buenos los incumplimientos anteriores y, como premio, veía extendido el periodo de concesión a cambio de unas muy reducidas rebajas tarifarias. Y en 2006, con otro Gobierno, firmó el citado convenio con el ministerio de Magdalena Álvarez que obliga al Estado a pagar a Abertis unos 1.500 millones de euros.

El convenio parece cerrado de forma tan conveniente para los intereses de Abertis que el Estado tendrá que pagar, así lo acaba de confirmar el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, comenta. Uno no puede evitar recordar los casos Castor y Ferro, en los que empresas del grupo ACS vieron cómo el Estado ha asumido finalmente el riesgo de las inversiones privadas, gracias a sendos contratos técnicamente inmaculados. Resulta llamativo que el Consejo de Estado, una semana antes del decreto que sancionaba el convenio entre Abertis y el Ministerio de Fomento, advertía que este “incluía una peligrosa cláusula de compensación que implicaba la desaparición del riesgo para la empresa concesionaria que se apartaba del principio rector que regulaba las concesiones de autopistas desde 1972”. Advertencia que el Consejo de Ministros desoyó seis días después al aprobar el Decreto 454/2006.

Este caso tan evidente de “capitalismo políticamente garantizado”, señala, dista mucho de ser un hecho aislado. Durante varios años las compañías eléctricas se han beneficiado de que las autoridades hayan mirado hacia otro lado cuando estaban recibiendo una financiación superior a la que les correspondía por la regla implícita en los costes de transición a la competencia —no debían ser compensados cuando el precio era superior a los 36 euros el megawatio hora y lo fueron— y se han beneficiado igualmente de la falta de rigor en la gestión de las concesiones hidroeléctricas —tanto en la determinación del canon como en la (ausencia de) subasta pública cuando se terminaba el periodo de concesión—. También en los términos del decreto de 2015 que estableció el llamado impuesto al sol, que eliminaba la competencia de instalaciones fotovoltaicas y lo hacía especialmente en horas en las que el precio es mayor y el margen de las eléctricas es más elevado.

Y qué decir de los bancos, que, por ejemplo, se han beneficiado de una reforma de ida y vuelta en la libertad del cliente de cambiar de hipoteca, que fue facilitada en 1994, cuando querían entrar de lleno en el mercado hipotecario —dominado por las cajas— y se ha restringido notablemente en 2007, cuando los bancos estaban muy presentes en ese mercado crediticio; o que ven cómo la reclamación de un cliente ante el Banco de España carece de efecto aunque este haya dado la razón al particular, afirma más adelante.

Pero el capitalismo políticamente garantizado no se limita a la protección del Estado a las grandes empresas del Ibex —ni, por cierto, es la consecuencia de que no pocas de esas empresas tengan consejeros con pasado político—, señala. Empresas medianas, coticen o no en un mercado de acciones, reciben trato de favor en concursos, tramitación de permisos y normativas por parte de los distintos niveles de la Administración pública, rehén esta, en muchos casos, de las fuerzas políticas. Hay muchas anécdotas más o menos públicas, pero sería necesario un gran esfuerzo compilatorio para revelar con más nitidez esta realidad clientelar. Sus consecuencias sobre la competencia y sobre la eficiencia son enormes. Por ejemplo, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia estima que las malas prácticas en la contratación pública generan un sobrecoste del 25% (un 4,7% del PIB), pero el coste real puede ser mayor por sus efectos sobre la eficiencia productiva.

La existencia de las llamadas “puertas giratorias”, comenta, explica solamente una parte de esta práctica de garantía política a las empresas. Pequeña si limitamos la expresión a la existencia de consejeros de las empresas del Ibex con pasado político. Mayor si lo extendemos a la actividad profesional de los ex altos cargos que, como pone de manifiesto el reciente estudio de la Fundación Hay Derecho, está indebidamente supervisada por la Oficina de Conflictos de Intereses: el hecho de que antiguos altos cargos creen consultoras que asesoran a empresas grandes y medianas es más frecuente de lo que debiera. Otra puerta giratoria de menor intensidad, pero relevante, sería la de abogados del Estado que asesoran a grandes empresas en su relación con la Administración o en los conflictos con ella.

La financiación de los partidos políticos constituiría otro ingrediente de este puzle, concluye diciendo, pero no sé si el conjunto formado por las distintas “puertas giratorias” más las aportaciones a los partidos constituye la razón fundamental de la realidad institucional resumida por la expresión de Weber. Lo cual no quiere decir que no haya que poner coto a esas prácticas.


Dibujo de Eduardo Estrada para El País


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[Pensamiento] Utopías. ¿Tienen sentido aún?



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512, Museos Vaticanos)


Utopía: Del lat. mod. Utopia, isla imaginaria con un sistema político, social y legal perfecto, descrita por Tomás Moro en 1516, y este del gr. οὐ ou 'no', τόπος tópos 'lugar' y el lat. -ia '-ia'. Plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización. Representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano (Real Academia Española).

Respeto a todo aquel que piense lo contrario, pero tengo que decir que las utopías me provocan pánico. Las dos utopías sociopolíticas que emergieron en el pasado siglo, comunismo y nazismo, tiñeron de sangre el mundo y deberían habernos vacunado para un largo plazo de tiempo, pero sospecho que no es así. Ahora se llaman nacionalismo y populismo. Me gustaría verlas desaparecer pero soy bastante escéptico al respecto. 


Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Berkeley y completado estudios en Keele, Oxford, Siena y Múnich. Es autor de Sueño y mentira del ecologismo (Madrid, Siglo XXI, 2008) y de Wikipedia: un estudio comparado (Madrid, Documentos del Colegio Libre de Eméritos, núm. 5, 2010). Sus últimos libros son Real Green. Sustainability after the End of Nature (Londres, Ashgate, 2012), Environment & Society. Socionatural Relations in the Anthropocene (Dordrecht, Springer, 2015) y La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI (Barcelona, Página Indómita, 2016). 

Hace unas semanas el profesor Maldonado publicaba en Revista de Libros un interesante artículo titulado Izquierda, capitalismo y utopía: comedia para el fin de los tiempos, reseñando el libro An American Utopia. Dual Power and the Universal Army (Londres y Brooklyn, Verso, 2016), de Fredric Jameson, editado por Slavoj Žižek

«Estoy harto de utopías», exclama Visarión Belinski, crítico literario que formaba parte de la camarilla modernizadora liderada por Aleksandr Herzen y Mijaíl Bakunin durante las décadas centrales del siglo XIX, en un momento de La costa de la utopía, la espléndida trilogía que Tom Stoppard dedica a aquellos exiliados románticos de la Rusia zarista, comienza diciendo Maldonado. En ese hartazgo, nuestro hombre se parece más a nosotros que a sus contemporáneos, impregnados de la esperanza en un futuro de armonía social y abundancia material. Tiene su lógica: aunque la literatura utópica poseía ya entonces una larga solera, su realización histórica no se produciría hasta décadas más tarde con la llegada al poder de los bolcheviques rusos. Es ahora, pasados cien años del exitoso golpe de Estado bolchevique y casi veinte después de la caída del Muro de Berlín, que simbolizó largamente la vigencia de la alternativa comunista, cuando esa ingenuidad nos resulta alarmante: la negra luz de la historia ha debilitado nuestros anhelos utópicos mediante una amarga cura de realidad. ¡Nadie otorga ya crédito a las utopías! O, al menos, eso creíamos.

Y lo creíamos hasta que Fredric Jameson, sigue diciendo, veterano pensador marxista y celebrado teórico del capitalismo tardío, ha dado a la imprenta An American Utopia, que es exactamente lo que su título sugiere: una utopía política comunista concebida para su aplicación en la Norteamérica contemporánea.  Jameson mismo es un experto en pensamiento utópico: a él dedicó un exhaustivo estudio publicado hace poco más de una década. Aquí ha puesto en práctica esos saberes para diseñar una utopía propia, cuyo interés excede con mucho el que dispensaríamos a una simple fantasía política. Entre otras razones, porque el propio Jameson presenta ambiguamente su utopía como un «programa político», difuminando la línea que lo separa de un ideal situado fuera de la historia. Pero también por el carácter sintomático de la obra, que Slavoj Žižek presenta en su prólogo como «ideal para activar un debate sobre posibles e imaginables alternativas al capitalismo global». La estructura de la obra es peculiar: tras un breve prólogo de Žižek, se abre con el largo ensayo de Jameson y continúa con una serie de capítulos de varios autores que hacen las veces de comentario a la propuesta utópica en cuestión, incluido uno del propio Žižek, para cerrarse con un epílogo de Jameson en el que este responde a las críticas. El papel de Žižek como editor del libro, que reúne tras el largo ensayo inicial de Jameson a lo más granado del pensamiento de izquierda radical contemporáneo (Jodi Dean, Alberto Toscano, Agon Hamza e tutti quanti), representa un aval para sus pretensiones y tiende un puente entre dos generaciones separadas por el tiempo, pero unidas por su voluntad de acabar con el capitalismo. Es verdad que muchas de las glosas son severas, pero la discrepancia tiene que ver con los medios y no con los fines. Todos, pues, están de acuerdo con algo que ha dicho Žižek en otro lugar: que la «hipótesis comunista» −así bautizada por Alain Badiou− es el único marco apropiado para el diagnóstico de la actual crisis.

En realidad, comenta, quizá sería más correcto afirmar que sin crisis no habría diagnóstico o, cuando menos, que este tendría menos fuerza, ya que son la Gran Recesión y sus consecuencias sociopolíticas las que han otorgado nueva legitimidad al rechazo integral del capitalismo. Y es que de este provendrían todos los males, al decir de sus críticos, empezando por la deformación de las subjetividades individuales y terminando por la abolición de la política democrática. Jameson tiene claro que democracia y capitalismo son incompatibles, entre otras razones porque «las grandes empresas no pueden operar en una situación en la que los presupuestos y la política fiscal en general sean decididas mediante el voto popular» (p. 32). Se trata de un argumento que la izquierda radical ha sostenido de manera constante, pero que también enarbolan con éxito los populismos de todas las confesiones y que no es extraño a la tradición utopista. En su prólogo a la edición de 1976 de Walden Two, publicada originalmente en 1948, el psicólogo B. F. Skinner presenta su utopía conductista a la luz de una crisis de legitimidad de las democracias que recuerda en muchos aspectos a la contemporánea: «mucha gente [...] ha perdido la fe en un proceso democrático en el que la así llamada voluntad del pueblo es obviamente controlada de manera antidemocrática». Žižek, por su parte, acusa al capitalismo de privar a los individuos «de cualquier mapa cognitivo significativo»: de no proporcionar un sentido capaz de llenarnos afectivamente. Este defecto central se vería agravado ahora que el capitalismo se extiende al resto de civilizaciones. Žižek dice aquí lo mismo que Pankaj Mishra en su celebrado Age of Anger: la globalización no presta a las sociedades no occidentales el tiempo necesario para elaborar culturalmente el impacto de la modernización. Para colmo, el malestar resultante converge ahora con el experimentado en las propias sociedades occidentales. Sorprende, en ese sentido, que Jameson nos presente una utopía nacional en lugar de una global. Aunque se sobreentiende que su hipotético éxito en Estados Unidos, centro de tantos poderes, provocaría un efecto perturbador sobre el resto del complejo liberal-capitalista.

Sea como fuere, añade, el problema teórico estriba menos en la presentación de una crítica frontal al capitalismo −muy engrasada ya− que en la formulación de una alternativa viable que dé expresión al anhelo transformador de la izquierda marxista. A este respecto, como plantea Agon Hamza en su contribución a este volumen, esta misma izquierda se ha convertido en «una fuerza política desmoralizada y desmoralizante» que no es capaz de perturbar a su enemigo (p. 149). Por eso, sostiene, el primer paso para cualquier política emancipadora contemporánea es «abandonar la noción y el concepto de la izquierda» (p. 149). ¡Ahí es nada! Hamza alude con ello tanto a las hipotecas que el marxismo jamás podrá pagar como a un lenguaje autorreferencial cuyo impacto sobre la realidad social −exigible a la luz de la undécima tesis sobre Feuerbach− es casi inexistente. Y ello, en gran medida, porque pese a las chanzas vertidas contra el "Fin de la Historia" anunciado por Francis Fukuyama tras el derrumbe del comunismo soviético, la alternativa sistémica al capitalismo global sigue sin aparecer por ninguna parte. Quizá por eso tiene dicho Jameson que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Es aquí donde entra en juego, para bien y para mal, su utopía estadounidense.

Jameson, dice poco después, arranca su reflexión señalando que ninguna de las vías tradicionales para la política de izquierda posee ya credibilidad alguna: tanto el reformismo socialdemócrata como la revolución tradicional son vías muertas en el camino a la sociedad poscapitalista. Hay, en cambio, un tercer tipo de transición menos reconocida, pero más prometedora, que constituirá el núcleo de su programa político y conducirá a su propuesta utópica: el poder dual. Teorizado por Lenin, el poder dual se dará allí donde una organización política provea de servicios a una comunidad ignorada por el gobierno central, de manera que el poder se desplace gradualmente de uno a otro, hasta que ese poder alternativo se convierta en gobierno de facto sin necesidad de desafiar abiertamente a la estructura legal vigente. Son ejemplos de esta práctica los Panteras Negras y Hamas, pero no Chiapas (donde los zapatistas ocuparon un territorio espacialmente separado del poder estatal) ni insurrecciones explícitas como la Primavera Árabe u Occupy Wall Street. Si este razonamiento resulta familiar al lector español, se debe a que Pablo Iglesias hizo hace unos meses la defensa de los «contrapoderes sociales» que trabajan al margen de lo que disponga un parlamento donde «todo el pescado está vendido y todas las cartas están repartidas», invocando precisamente el ejemplo de los Panteras Negras como proveedores de servicios comunitarios en la Norteamérica de los años sesenta.

Ahora bien, señala el profesor Maldonado, ¿qué institución puede cumplir ese papel en la Norteamérica contemporánea? ¿Desde dónde proyectar ese poder dual llamado a absorber, andando el tiempo, el poder del Estado? Jameson descarta sucesivamente a los sindicatos (dado que entramos en una era de desempleo estructural masivo y el mercado «gris» domina la oferta de empleo), al servicio postal nacional (debilitado institucionalmente, pese a que llegó a cumplir funciones de caja de ahorros en algunos países), así como a las Iglesias (que entiende ligadas a una religión que ningún marxista puede defender, pero a la que concede cierto crédito como fetiche cohesionador en determinados momentos históricos). Nuestro autor se decanta, en cambio, por un candidato improbable: el ejército. Y no por razones utópicas, subraya, sino de orden práctico. En el sistema federal norteamericano, apunta, el ejército es una de las pocas instituciones que trasciende las jurisdicciones estatales, asumiendo de paso funciones de asistencia sanitaria para los soldados veteranos. Jameson tiene en mente convertirlo en un Ejército Universal, que no es una forma de gobierno, sino una nueva estructura socioeconómica. Y el procedimiento para lograrlo comienza con la conscripción forzosa que nos convierte a todos en soldados; una renacionalización que exigirá una previa lucha discursiva que devuelva a esta política su prestigio perdido. Una vez que el reclutamiento se haga obligatorio, integrando en el ejército a todas las personas entre los quince y los sesenta años, el ejército se transformará en una «masiva fuerza popular capaz de coexistir con éxito con un “gobierno representativo” cada vez menos representativo» (p. 28). Jameson trae así a colación a un Jean Jaurès que enfatizaba la importancia sociopolítica de los reservistas y a un Trotski que defendía la «democracia militar» y la función liberadora del «ejército socialista». Todo ello bajo la premisa de que la militarización asegura la disciplina necesaria para construir una sociedad igualitaria. Su previsión es que los hospitales militares se conviertan en una sanidad universal y gratuita, mientras que la propia educación podría reorientarse con arreglo a directrices militares.

Se percibe aquí, añade, hasta qué punto el ejército presenta una ventaja espacial por su mera presencia en todos los Estados federados. Pero Jameson no habla de un acto revolucionario militar, sino del ejército como vehículo para una transformación social que otorgará a lo militar un papel perdurable en la sociedad así transformada. Es a la luz de estas consideraciones como cobran sentido sus críticas al miedo cuasiparanoide que exhibe el foucaultianismo ante cualquier forma de organización social o política y a la propia idea de libertad. A su juicio, el obstáculo principal para la realización de la utopía es el miedo a la utopía misma: miedo existencial a disolver nuestra individualidad en un colectivo más amplio, a mezclarnos con extraños en una institución interclasista como el ejército. Por eso este último es «el primer atisbo de una sociedad sin clases» (p. 61) y la experiencia de la conscripción forzosa da paso a una promiscuidad social que representa el genuino «modo de ser» de una verdadera democracia.

Pero, ¿qué pasa después?, se pregunta. ¿Qué tipo de sociedad produce el desplazamiento del poder a esa institución dual que es el ejército universal? ¿Y de qué manera se organiza? Jameson sostiene que su utopía presupone el fin del Estado y de la política tal como las entendemos, al tiempo que afirma que la productividad y la tecnología «se cuidan solas» aun cuando el sistema motivacional difiera del capitalista. El problema no es la productividad, afirma, sino la distribución. Sobre todo, la del trabajo, debido a la función social vertebradora que cumple el pleno empleo. Una posible solución sería el uso de una lotería que adjudicase los empleos de manera periódica, siguiendo la propuesta de Barbara Goodwin. No hace falta ser economista para percatarse de que esto causaría problemas de especialización y competencia, porque ni siquiera en una sociedad utópica puede cualquiera ejercer como ingeniero. Jameson se desmarca por elevación: el verdadero problema sería el culto a la eficiencia, elemento central a la lógica del capitalismo sin cuya crítica frontal no es posible completar la necesaria transformación de las mentalidades. De manera que un repudio sistemático de la ideología de la eficiencia [...] bien puede suministrar una nueva visión del mundo, donde la naturaleza humana (podemos dar vida al concepto en una suerte de esencialismo estratégico) es entendida no como buena ni mala, sino como esencialmente ineficiente (p. 49).

Hay que suponer, continúa diciendo, que el ciudadano educado en el Ejército Universal aceptará de buen grado esa falta de eficiencia. En todo caso, no se aburrirá: Jameson no incurre en el error de dibujar una sociedad carente de conflictos interhumanos, sino que subraya cómo la desaparición de los antagonismos de clase hará aumentar los antagonismos individuales. Su realismo es saludable, máxime en el marco de una tradición acostumbrada a concebir la revolución como el punto final de todo conflicto:

¿Puede alguien de verdad creer que el disgusto visceral que a veces siente un individuo por otro desaparecerá en un mundo perfecto? ¿O que la rivalidad desaparecerá en las jóvenes generaciones, con independencia de las recompensas que puedan ofrecerse en lugar del dinero y el beneficio? ¿O, incluso, más seriamente, que el conflicto generacional no amenazará perpetuamente la reproducción social (incluyendo la del propio sistema utópico)? ¿O, finalmente, [...] que la envidia [...] dejará de atormentar a los individuos biológicamente incompletos que somos y que no dejaremos de ser, siquiera en el «paraíso»? (p. 64), ironiza Maldonado.

Jameson se apoya aquí, dice más adelante, en el agonismo político de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, pero sobre todo deja ver la influencia de Lacan y su identificación del «otro» como componente interno a nuestra propia subjetividad: envidiamos a los demás porque suponemos que experimentan un goce que a nosotros nos está vedado. La cura es, por ello, imposible y lo más que puede hacerse es abrazar el antagonismo social como rasgo permanente de cualquier colectividad imaginable: todos somos neuróticos en el sentido psicoanalítico y la sociedad, del tipo que sea, no puede ser sino una colección de neuróticos de varios tipos, cuya cohabitación nunca puede ser regulada de manera armónica o utópica (p. 77).

Una sociedad socialista sí sabrá, al menos, fomentar la conciencia individual de esta falta y de su insolubilidad, a diferencia de lo que sucede en una sociedad capitalista, donde ese sentimiento negativo trata de canalizarse hacia el consumo de bienes, afirma. A fin de acabar con la lacra del consumismo, Jameson prevé incluso la desaparición del dinero, que coexistirá en su utopía estadounidense con una redistribución bienes y plusvalías «absoluta». Sólo así podrá solventarse el problema del antagonismo individual y resolverse el obstáculo que representa el federalismo, que crea estructuras políticas separadas y desiguales que resisten toda homogenización.

Otros aspectos destacables de la sociedad futura concebida por Jameson, comenta Maldonado, tienen que ver con el equilibrio entre normalidad y excepcionalidad. Jameson trata aquí de cuadrar el círculo, al enfatizar la necesidad de dejar espacio en la utopía para «la pasión por la estabilidad y la continuidad, para un heideggeriano habitar la tierra» en coexistencia con «el disfrute de la aceleración, la novedad, la destrucción creativa y el movimiento perpetuo» (p. 78). A tal fin, piensa en unas «vacaciones desplazadas» con arreglo a las cuales la población de ciudades enteras intercambia sus lugares de residencia. No menos pintoresca es la solución que encuentra al problema de la criminalidad, entendida como una pulsión inerradicable: adoptar la propuesta del escritor de ciencia ficción Samuel Delaney e instituir un sector «liberado» donde todo esté permitido. Estas vías de escape son las que autorizan a Jameson a descartar el peligro del totalitarismo, a su modo de ver un problema menor al lado del que plantea el federalismo.

No obstante, añade, es en las páginas finales de su bosquejo utópico donde Jameson presenta una institución llamada a reemplazar de manera natural al gobierno y las estructuras políticas: la Agencia de Colocación Psicoanalítica [Psychoanalitic Placement Bureau]. Citando como precedente el «cálculo de las pasiones» ideado por Charles Fourier, nuestro autor atribuye a esta agencia la función de organizar y distribuir el empleo, así como asignar toda clase de terapias individuales y colectivas con el auxilio de sistemas informáticos complejos. Lo que se trata de organizar es un cuerpo social cuyos miembros participan en tareas productivas unas cuantas horas al día, quedando libres para hacer lo que deseen una vez que las concluyan. La existencia de una agencia así se explica por la creencia de Jameson en que la organización económica no plantea demasiados problemas: las horas de producción pueden calcularse, reducirse las horas, garantizarse un salario mínimo anual.

Y este, concluye Jameson, es el lugar donde empezar, una afirmación que ilustra admirablemente el celebrado novelista de ciencia ficción Kim Stanley Robinson en Mutt and Jeff Push the Button, la primera de las glosas que incluye este volumen: un relato breve cuyos protagonistas son dos informáticos que, tras una breve charla sobre las condiciones políticas existentes, deciden apretar el botón que reconfigurará la sociedad.

Se ha apuntado que los últimos años han conocido un resurgimiento de las obras dedicadas al fin del capitalismo, comenta: ensayos de distinto orden dedicados a preverlo, planificarlo o profetizarlo. Desde el poscapitalismo digital de Paul Mason (para quien el progreso tecnológico capitalista no podrá ser asumido por el propio capitalismo) al ejercicio de futurología de Peter Frase (quien dibuja un conjunto de escenarios que van desde el exterminismo al comunismo), pasando por el más riguroso análisis de Wolfgang Streeck (quien, no obstante, sostiene, a la manera clásica, que el capitalismo se derrumbará gradualmente debido a sus contradicciones internas). Sin embargo, ninguna de ellas hace una apuesta formal tan arriesgada como An American Utopia, inscrita en un género de hondas raíces en el pensamiento occidental y nunca desaparecido del todo. Antes de reflexionar sobre lo que nos dice Jameson, pues, hay que preguntarse por qué nos lo dice mediante la forma utópica, que naturalmente forma parte de lo que nos dice.

No hace falta detenerse demasiado en la bien conocida prosapia del género utópico, afirma más adelante, que tiene en la República de Platón una de sus primeras manifestaciones y se enriquece posteriormente con las aportaciones clásicas de Tomás Moro, Tommaso Campanella o Francis Bacon, hasta conocer en las últimas décadas aportaciones tan personales como las de Ursula K. Le Guin, Margaret Atwood u Octavia E. Butler. Interesa más elucidar cuál es el carácter del género, que presenta la imagen mental de una sociedad donde determinados principios ideales son aplicados en la práctica. Abundan las variaciones: si la utopía es la prueba de que esos principios son aplicables, la antiutopía es la afirmación de lo contrario, y la distopía, la figuración de un futuro catastrófico a partir de un presente defectuoso. A diferencia de otras manifestaciones del pensamiento político, la utopía se caracteriza por su atención al detalle: por una minuciosa descripción de la sociedad imaginaria, que a menudo atiende a aspectos marginados por el pensamiento abstracto. Sería un error, sin embargo, creer que las utopías se conciben siempre como modelos para ser aplicados. Más bien, como ha señalado Peter Stillman, pueden servir a distintos fines (reforma, transformación, crítica) empleando una misma estrategia: crear en el lector una sensación de extrañamiento respecto de su realidad que lo empuje a pensar de otra manera, en lugar de aceptar pasivamente la hegemonía del presente. Desde este punto de vista, hacer una lectura literal de la utopía sería una mala práctica interpretativa, por más que la vívida minuciosidad que suele caracterizarlas nos empuje en esa dirección.

Antes de elaborar una utopía propia, sigue diciendo, Fredric Jameson ya había dedicado su atención al género y sus múltiples manifestaciones. Es en su Archaeologies of the Future donde desarrolla una teoría política de la utopía que sitúa en su núcleo la dialéctica entre identidad (la sociedad existente) y diferencia (la sociedad posible).  Escribe nuestro autor: La forma utópica es en sí misma una meditación representacional sobre la diferencia radical, la radical otredad, y sobre la naturaleza sistémica de la totalidad social, hasta el punto de que uno no puede imaginar ningún cambio fundamental en nuestra existencia social que no haya sido antes prefigurado en una visión utópica, como las chispas que deja atrás un cometa.

Por eso atribuye a la «psicología de la producción utópica» una función epistémica colectiva, comenta, e identifica un «impulso utópico» que trasciende a las obras concretas y se manifiesta con fuerza en géneros aparentemente marginales, como la ciencia ficción. Ese impulso habría renacido en los últimos años, después de que la Guerra Fría hubiese «neutralizado» el género por la vía de convertirlo en instrumento anticomunista. Para Jameson, la utopía ha vuelto a cambiar de signo y está de nuevo al servicio de las fuerzas progresistas. No obstante, sugiere en An American Utopia, la utopía no puede limitarse ya a presentar los defectos de la sociedad contemporánea, sino que debe proponer versiones más elaboradas de un sistema social alternativo. Es como si Jameson urgiera a los pensadores de izquierda radical a dejarse de vaguedades y les instase a concretar a qué se refieren cuando hablan de subjetividades alternativas y futuros contrahegemónicos a fin de que podamos evaluar su deseabilidad. Esa concreción es la que lleva él a cabo en la obra que nos ocupa, respondiendo con cierto detalle a aquellas preguntas que resulta más fácil dejar sin respuesta. Tal como escribía Quentin Skinner en el prólogo a su utopía: «¿Qué hay de la economía y del gobierno? ¿No debemos responder también a esas preguntas? Bien, no estoy seguro de que debamos». Honra a Jameson que las aborde; cuestión distinta es que sus respuestas resulten satisfactorias.

Pero tampoco está claro que debamos tomarnos en serio esas respuestas, dice Maldonado. ¿No supondría eso incurrir en una lectura literal de esta utopía estadounidense y reducir con ello el abanico potencial de sus significados? En su contribución al volumen, el filósofo alemán Frank Ruda relata cómo el día en que Jameson presentó su propuesta en el Graduate Center de la City University de Nueva York, el público rompió a reír de manera espontánea. La utopía de Jameson, dice Ruda, es «una utopía cómica» (p. 208). A sus ojos, Jameson formula una propuesta imposible y eso la mantiene arraigada en el género utópico, por cuanto una utopía imaginable cambia inmediatamente de carácter. Su valor reside entonces en hacernos ver que incluso en una sociedad utópica seguiríamos siendo freaks sujetos a deseos irrealizables y envidias permanentes; estamos, pues, ante una terapia. También la filósofa feminista Kathi Weeks apuesta por no leer literalmente −o no del todo− la obra de Jameson, apostando más bien por la función negativa de la utopía como mecanismo de distanciamiento. Podríamos, asimismo, leerla como una ficción: en el epílogo del libro, Jameson sostiene que el socialismo no será posible sin un nuevo cuerpo de fantasías e imágenes capaces de superar las que emanan del capitalismo tardío. Hay que pensar que su utopía tiene por objeto contribuir a la construcción de ese imaginario y dotarlo de fuerza afectiva, aunque Jameson escribe una reflexión teórica y no una narración literaria.

No son pocos los pensadores que se decantan en este mismo volumen por una interpretación más o menos literal, comenta. Saroj Giri encomia a Jameson por haber encontrado una manera de resolver −nada menos− el problema de la relación entre libertad individual y democracia, mientras que Agon Hamza valora sobre todo el «programa positivo» contenido en la obra, que habrá por ello de ser juzgada en función de «los efectos que tiene sobre el pensamiento contemporáneo» (p. 153). Todos los demás, de Jodi Dean a Slavoj Žižek, proceden a discutir las propuestas concretas que Jameson pone sobre la mesa: el ejército como poder dual, la Agencia Psicoanalítica de Colocación, la relación entre trabajo y ocio. Desde luego, es difícil tomarse en serio un organismo llamado «Agencia Psicoanalítica de Colocación», por no hablar del intercambio de viviendas entre ciudades enteras o la instauración de un sector social en el que no rijan las leyes penales: son ideas tan delirantes que quizá sólo puedan tomarse en serio «rebajándolas» a la categoría de ficciones literarias. Pero, si es el caso, ¿por qué leer An American Utopia? Si es una broma destinada a inocular en nosotros una distancia crítica respecto del presente, ¿por qué discutir sus detalles? Si es una alegoría, ¿dónde queda la realidad?

Recordemos que el propio Jameson es ambiguo acerca del estatuto de la obra, comenta, oscilando en todo momento entre la propuesta utópica y el programa político. Y no cabe duda de que el empleo del ejército como poder dual pertenece al segundo, aun cuando el bosquejo de la sociedad resultante se inscriba en la primera. Pero, a su vez, los principios generales que dan forma a la utopía no son utópicos en sí mismos, sino dignos de discusión. E incluso los aspectos más cómicos de la misma, como la Agencia Psicoanalítica de Colocación, han de debatirse como si se planteasen en serio y fueran realizables. ¿No es el como si la instancia fundacional que comparten la utopía y el pensamiento político normativo en sus respectivas meditaciones sobre lo deseable? Aunque la etimología de la palabra ya manifieste con claridad que lo propio de la utopía es presentar un lugar que no existe ni puede existir, la única manera de honrar la propuesta de Jameson es discutirla como si pudiera realizarse.

Allí donde otros autores eligen comunidades pequeñas que sirven como experimentos piloto para construir una sociedad alternativa, señala después, Jameson trabaja a lo grande: su propósito es acabar con el capitalismo y ello exige una considerable concentración de poder, aunque nuestro autor se limite a la transformación inicial de la sociedad norteamericana. Es la necesidad de esa concentración la que explica la elección del ejército como instrumento del poder dual, pues su implantación federal haría posible vencer la resistencia ejercida por las unidades políticas individuales que no desean perder sus privilegios o sacrificar su identidad. En este aspecto, su utopía no se aleja demasiado de los planteamientos comunistas clásicos, por cuanto el cambio social es impuesto mediante un poder centralizado más que decidido por sus protagonistas. Naturalmente, Jameson no habla en esos términos, sino que imagina una transición gradual caracterizada por un desplazamiento de la legitimidad: el ejército la acumularía, el gobierno central la perdería. Es verdad que, como le reprocha Žižek, aquí se desmantela el aparato estatal tradicional. Pero otras facetas de su propuesta delatan la naturaleza coercitiva del proyecto, que no ha pasado inadvertida para los propios comentaristas de izquierda.

Así, señala más adelante, Jodi Dean lamenta que el ejército universal −colectividad en la que uno no elige integrarse− opere en la práctica como mecanismo despolitizador, al generar una población «maquinal» organizada en términos económicos a través de la Agencia de Colocación Psicoanalítica. Tanto él como Hamza prefieren, por eso, un partido universal antes que un ejército. Por su parte, Kathi Weeks plantea la dificultad de concebir un ejército libre de connotaciones masculinas: simbólicamente, es una institución desafortunada. Desde luego, no es la primera vez que alguien defiende la función cohesionadora de la conscripción obligatoria y la subsiguiente creación de un espacio de convivencia entre personas de distinto origen social. Entre nosotros, Rafael Sánchez Ferlosio se opuso a la abolición del servicio militar invocando argumentos de corte republicano, arguyendo que un ejército profesional es un ejército mercenario y no un «ejército de ciudadanos» capaz de oponerse a decisiones políticas injustas. Pero Ferlosio está pensando en sociedades democráticas, y no en el empleo del ejército como herramienta para un cambio social radical. La utopía estadounidense de Jameson comienza así con un acto de coerción: la inclusión forzosa de todos los ciudadanos en una institución militar común a todos. ¿Y cómo podría suceder esto? Según cuenta Žižek, interrogado en el seminario neoyorquino cómo imagina que pudiera llegar a aplicarse su conscripción forzosa, Jameson respondió que probablemente de resultas de una catástrofe ecológica. Y Žižek mismo se plantea si no es triste que la izquierda radical haya de ser salvada por una catástrofe. Tan triste, podemos añadir, como ver aplicado su programa mediante la militarización obligatoria.

Pero los ribetes autoritarios −o antipolíticos− de la utopía jamesoniana no terminan aquí, señala el profesor Maldonado. Recordemos que no será el individuo quien decida qué tipo de contribución hace a la vida productiva, en función de sus gustos o habilidades, sino que esa decisión corresponderá a la Agencia de Colocación Psicoanalítica.  Más aún, esta forma organizativa es burocrática y no política: Jameson incurre en el viejo defecto marxista de suprimir la esfera política, pese a que no es tan ingenuo como para esperar una desaparición de los conflictos individuales en la sociedad sin clases. Si no hay forma de gobierno en la utopía estadounidense, sin embargo, es porque se espera que el fin del capitalismo sea también el fin de los conflictos propiamente políticos. Tiene su lógica: la construcción de un enemigo todopoderoso −el capitalismo tentacular − sólo puede conducir a una sociedad liberada de sus males. Es por eso especialmente llamativo que la crítica frontal al capitalismo no se corresponda con un conocimiento suficiente de su funcionamiento, como queda de manifiesto cuando Jameson esboza los principios organizativos de la «estructura» económica de su sociedad utópica.

El veterano pensador norteamericano, señala, razona como si las virtudes productivas del capitalismo pudieran replicarse en ausencia de las instituciones que lo hacen posible. Así, por una parte, la productividad y la tecnología se dan por supuestas, incluso en ausencia de un sistema motivacional −ligado sobre todo a las recompensas salariales− capitalista. Se nos da a entender que seremos productivos y seguiremos innovando, sin aclararse cómo, porque lo que interesa a Jameson es decidir cómo vamos a distribuir los frutos de ese dinamismo económico. Pero, ¿habrá empresas, competencia, precios? En realidad, ni siquiera habrá dinero: Jameson propone su abolición a fin de suprimir con ello el consumo desordenado de bienes que identifica como principal enfermedad moral del capitalismo. Los bienes y las plusvalías serán redistribuidos de manera «absoluta», aunque no tengamos una noción clara de la procedencia de esas plusvalías, ni se pondere el efecto que una redistribución así tiene sobre las motivaciones individuales; aunque algo sí sabemos gracias a la historia del comunismo soviético. Su concepción del mercado de trabajo no es menos pintoresca: la Agencia de Colocación Psicoanalítica funciona porque se deposita una fe injustificada en la planificación centralizada, que hace posible calcular las horas de producción necesarias y garantizar un salario mínimo anual (pagadero en especie, hay que suponer). Incurre Jameson en la clásica falacia que imputa un número fijo de empleos disponibles a una economía con independencia de lo que suceda en esa economía. ¡No digamos si esos empleos son asignados al margen de nuestras competencias o talentos! Nada de esto tiene mucho sentido, o sólo lo tiene para quien participe de una visión simplista del mercado, pero ya se ha apuntado antes que Jameson guarda un as en la manga: la deslegitimación cultural de la eficiencia.

Su argumento es que la revolución cultural que la utopía presupone y fomenta tiene como tema central una reivindicación de la naturaleza «ineficaz» de los seres humanos, afirma. De qué manera encajan entre sí la crítica de la eficiencia y el elogio de la disciplina militar es algo que no podemos saber. Y aunque no hay nada que objetar a la crítica de los excesos cometidos en nombre de la eficiencia, ¿cree Jameson que la eficiencia es un fin en sí mismo, una herramienta ideológica diseñada para convertirnos en esclavos del sistema económico? Seguramente su cristalización pueda explicarse de manera mucho más sencilla en el marco de la competencia económica e intelectual, como un proceso espontáneo de mejoramiento que debe mucho a la experiencia comparada entre distintos modelos de gestión y manufacturación. En cualquiera de los casos, suponiendo que se creasen aquellos incentivos negativos que fomentasen la ineficiencia, ¿cómo podría hacerse realidad la utopía abundantista de Jameson? Porque se da por hecho que la combinación de productividad y tecnología generará una riqueza que debe ser redistribuida de manera «absoluta», pero simultáneamente se denuesta la eficiencia que la hace posible. En la utopía estadounidense así pergeñada, ¿quién se ocuparía de que las estanterías de los supermercados estuviesen llenas de productos, de la innovación médica, de los rendimientos agrícolas, de garantizar la movilidad individual y colectiva, de la seguridad alimentaria, de la sostenibilidad medioambiental, de la producción editorial, del funcionamiento de Internet, del orden público, de impartir justicia? ¿Sería todo esto hacedero con la ineficacia por bandera? ¿Aceptarían los ciudadanos de esa sociedad un estado de cosas semejante? ¿Cómo se compadece una economía estacionaria con el dinamismo y la aceleración que Jameson admite como parte de la buena vida en su utopía?

Aunque Jameson responde a muchas preguntas que otros dejan en blanco, continúa diciendo, es aún mayor el número de las que esperan respuesta. Tal como expone Gerald Gaus en su reciente trabajo sobre las teorías ideales, cuando una filosofía política pasa de hacer juicios abstractos sobre la justicia a presentar recomendaciones organizativas, no puede limitarse a justificar sus preferencias normativas: tiene que apoyarse en otras disciplinas para exponer seriamente el modo en que su sociedad ideal funcionaría. Y eso Jameson, apoyándose en la naturaleza utópica de su propuesta, no lo hace.

Nos encontramos, señala, así con un programa político consistente en la militarización universal y forzosa de la población, que da paso a una propuesta utópica cuyo aspecto central es el desmantelamiento del capitalismo y su reemplazo por una forma centralizada de organización social. En ella, el empleo es asignado con ayuda de algoritmos y el individuo apenas trabaja tres o cuatro horas al día antes de dedicarse a aquello que le plazca, todo ello en un contexto de abundancia material no reñido con la animosidad interpersonal. Así es, a grandes rasgos, la utopía estadounidense de Fredric Jameson. Y cabe preguntarse: ¿es esta la alternativa que la izquierda marxista opone al capitalismo liberal-democrático en la segunda década del siglo XXI?

Todo depende del punto de vista del observador, comenta. Para Žižek, la propuesta de Jameson es un ejercicio de realismo en la persecución de la sociedad comunista. Es, en otras palabras, «un gran paso en la dirección de la censura de nuestros sueños» (p. 279). La razón es que Jameson se atreve a romper algunos de los viejos tabúes de la izquierda revolucionaria: rechaza por igual el socialismo de Estado de corte leninista-estalinista y la visión libertaria del comunismo como red asociativa, acepta la pervivencia del resentimiento en la sociedad sin clases, y acepta la separación de producción y placer en la sociedad comunista: mañanas productivas, tardes placenteras. Por todo ello, Žižek incluye la utopía estadounidense de Jameson dentro de esas «semillas de la imaginación» (expresión que parafrasea un título anterior de Jameson) que han de plantarse para poder imaginar de nuevo una sociedad comunista. Son, pues, razones internas a una literatura fascinante y esotérica cuya conexión con la realidad social se antoja dudosa. Que la izquierda marxista tiene un sentido peculiar del realismo se demuestra en sus consideraciones sobre el comunismo histórico: Jodi Dean lamenta el final de la Unión Soviética debido a que con ella se derrumbó «el sujeto sobre el que proyectaba la creencia, el sujeto a través del cual otros creían» (p. 127), mientras que Žižek ve en las sociedades comunistas «territorios liberados» del capitalismo totalitario.

¿Qué pensar?, se pregunta. Es patente que nos encontramos, para empezar, con una severa discrepancia en el diagnóstico. Si las sociedades liberal-capitalistas son contempladas −en un mashup de Marx con Foucault− como órdenes injustos y desiguales donde las libertades individuales carecen de contenido real a causa del control social de la subjetividad individual, la utopía estadounidense de Jameson no tendrá mal aspecto. Pero si se arroja sobre nuestra realidad social una mirada más templada y se comparan los datos disponibles −sobre renta per cápita, pobreza, asistencia sanitaria, desigualdad entre regiones y países, acceso a bienes básicos, posición social de la mujer o tolerancia hacia formas de vida alternativas− con los de hace cincuenta o cien años en las propias sociedades liberales, no digamos en las comunistas, el veredicto no puede ser tan negativo.

Desde luego que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, comenta, pero quizá sí en el mejor de los que han existido hasta el momento: esto es poco, pero es algo. Y a la vista de la experiencia histórica, no puede proclamarse tan alegremente que una sociedad comunista mejorará a las sociedades liberales: no se encuentran pruebas de esta afirmación por ninguna parte. Sin duda, el impulso utópico es comprensible, porque la utopía acaso exprese eso tan humano que es la frustración: frustración, a la vista del sufrimiento y las privaciones de tantos, por que las cosas no puedan ser de otra manera. Pero es que hoy, tras siglos de experimentación económica e institucional, sabemos que algunas cosas no pueden ser de otra manera o no pueden serlo inmediatamente; lo que, claro, nos frustra aún más.

Nada de esto quiere decir, concluye su reseña el profesor Maldonado, que no sea legítimo presentar eso que Žižek ha descrito como el problema del bien común, ni que el comunismo sea una idea que deba ser excluida del debate teórico y público. Tampoco que las utopías, entendidas como maniobras de extrañamiento respecto del presente, hayan dejado de ser útiles. Pero no puede ocultarse que el pensamiento anticapitalista atraviesa una notable crisis de credibilidad cuya causa mayor es la ausencia de una alternativa sistémica al capitalismo liberal. Hay críticas y objeciones, así como propuestas de reforma parcial; pero no una idea de sociedad a la vez radicalmente diferente y políticamente viable. Esto puede explicarse por el propio dinamismo del sistema capitalista, por el éxito institucional de la socialdemocracia, por la velocidad del cambio tecnológico, por el fracaso de la alternativa comunista en el siglo XX o por el disfrute (alienante o no) que experimentan los individuos en el capitalismo de consumo. El hecho es que casi treinta años después de que Fukuyama proclamase el fin de la historia, la izquierda marxista no tiene ningún modelo viable que oponer a las sociedades abiertas que combinan democracia representativa, libre mercado y asistencialismo estatal: sólo una enmienda a la totalidad de gran sofisticación teórica y escaso impacto social. Y es éste un vacío que la utopía estadounidense de Jameson, con su militarización universal y su agencia de colocación psicoanalítica, viene involuntariamente a confirmar.




Desfile militar en Corea del Norte



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3593
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)