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martes, 19 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] La integridad del político





Gumersindo de Azcárate, de cuya muerte se cumplen cien años en 2017, es uno de los defensores más destacados del parlamentarismo. Luchó contra las corruptelas electorales y creía en la prensa como pilar de la opinión en una sociedad abierta, escribe en El País el profesor Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid.

La desaparición de Gumersindo de Azcárate un quince de diciembre del año 1917 es un centenario ineludible, comienza diciendo el profesor Laporta. Se desplomó sobre su mesa del Instituto de Reformas Sociales cuando trataba de evitar la retirada de la representación obrera por las detenciones de la huelga general de ese año. A las pocas horas murió. “Cayó sobre el yunque”, se escribió en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, de la que fue cofundador y presidente. En realidad siempre estuvo sobre el yunque, porque nunca vio el trabajo como un simple modus vivendi profesional sino como una profunda obligación moral hacia sus ciudadanos y su patria, un deber que le ataba a las necesidades de su sociedad. Ortega dijo que era “el último ejemplar de una casta de hombres que creía en las cosas superiores y para los cuales toda hora llegaba con un deber y un escrúpulo en la alforja”. Muchos años después se añoraba todavía su figura como un ejemplo vivo de integridad moral en el mundo de la política. No digamos hoy.

Había nacido en León en 1840, en el seno de una familia culta y liberal. A su padre, Patricio de Azcárate, le debe este país la primera traducción completa de los diálogos de Platón y las obras de Aristóteles. Y eso que era gobernador civil, pero de aquellos gobernadores civiles con el coraje suficiente para exigir del cura párroco que nadie fuera enterrado extramuros del cementerio porque todos tenían igual derecho al reposo. Aquel amor por la filosofía y esta lucha contra el sectarismo religioso estarán siempre presentes en la vida de su hijo Gumersindo. Catedrático de Legislación Comparada en la Universidad de Madrid, fue separado de ella en 1875, en la llamada Cuestión Universitaria. No consintió que sus enseñanzas hubieran de ajustarse a las consabidas buenas costumbres, a los dogmas de iglesia alguna o a la forma monárquica de gobierno. Por eso fue deportado a Cáceres.

Allí empezó a escribir dos libros clave para entender la España del siglo XIX y para entenderle a él mismo: la Minuta de un testamento y El self-government y la monarquía doctrinaria. En el primero describe las agonías de un creyente liberal en el medio asfixiante de la ortodoxia católica de su tiempo. Y reclama la tolerancia y la sinceridad de la vida moral frente a la hipocresía que generaba el dogma impuesto. Ese fingimiento en el comportamiento exterior mientras se vive internamente una moralidad huera y sin fuerza le repugna profundamente. La hipocresía no es un homenaje a la virtud; es solo simulación y falseamiento de las propias convicciones. La denunció siempre. También en la vida política.

El otro libro, cuyo título puede confundir o extrañar, es la mejor contribución a la teoría política de nuestro siglo XIX. Versa sobre la cuestión clave de la vida constitucional de su tiempo: soberanía popular o monarquía autoritaria. Y Azcárate no lo duda: la única legitimación posible del poder es la soberanía de la nación, el gobierno del país por el país. El autogobierno exige que el pueblo sea dueño de sí mismo, aunque la monarquía española de entonces no acabe de aceptarlo. El libro aparece en 1875, y en él Azcárate afirma que la monarquía sólo sobrevivirá si resulta ser constitucional y parlamentaria, como la inglesa o la belga. Un siglo nos ha llevado entenderlo. También defiende que el régimen parlamentario, concebido como una articulación representativa de las distintas ideas y disposiciones que habitan en la sociedad, obtenida con un sufragio limpio y sincero, es la fórmula política insustituible. Todo lo demás es puro poder personal. Por eso, por ejemplo, trata de convencer al movimiento obrero de que deje de lado la acción directa y se incorpore a la actividad parlamentaria. Y a los patronos conservadores e integristas que se unan con él a la reforma social mediante el acuerdo y la ley. ¡Cuántas calamidades se hubieran evitado de hacerle caso de una y otra parte!

Toda esa riqueza de propuestas y matices la obtiene Azcárate de una concepción ética de la responsabilidad, la transparencia y la sinceridad, que él se exige a sí mismo y al sistema político. Durante treinta años —de 1886 a 1916— fue diputado al Congreso por la provincia de León. Advirtió desde el primer momento a sus electores que no era un 'delegado' de la provincia sino un representante del interés de todos. Y, aunque conocía perfectamente los problemas que crea la indisciplina en cualquier organización, puso siempre su conciencia por encima de las conveniencias de su partido. Nunca formó parte del gobierno. Fue toda su vida diputado de la oposición pero si el gobierno proponía algo que redundara en el bien común, no dudaba en apoyarlo, dijera su partido lo que dijera. Otro proceder le parecía indecente.

Luchó siempre contra las corruptelas y vicios del proceso electoral y parlamentario de sus días. Concebía la tarea del diputado como una responsabilidad sagrada. Por eso le repugnaban las claudicaciones y los trapicheos. Su libro El régimen parlamentario en la práctica (1885) tendría que ser lectura obligatoria para todo responsable político. El falseamiento de las elecciones, la impaciencia aventurera por el poder, la falta de transparencia, la doble moral, la corrupción económica, etc., van desfilando en sus capítulos como otras tantas traiciones al sistema político de opinión pública abierta, que era para él el único aceptable. Creía en la prensa como un ingrediente imprescindible del régimen parlamentario, a condición de que fuera, son sus palabras, desinteresada, culta, imparcial e independiente. Por supuesto que conocía perfectamente los intereses bastardos y los condicionamientos económicos y políticos que la asediaban; y odiaba “el interés malsano y momentáneo que le dan el noticierismo, las personalidades, los chismes y el escándalo”. Sin embargo, la tenía por un pilar fundamental para la formación y el flujo de la opinión pública en una sociedad abierta.

Como consecuencia de su enorme prestigio y su reconocida ejemplaridad fue convocado con frecuencia a ocupar cargos de responsabilidad en diferentes juntas, comités o instituciones públicas. Jamás aceptó sueldo o remuneración por ello. Ni coche oficial alguno. Y sólo accedía a ejercerlos si eran compatibles con su cátedra y su escaño. Anciano ya, se vio en la necesidad de enviar por primera vez a un auxiliar a explicar su lección a la Universidad, y sólo por ello tomó la decisión de dimitir de ella. Esa era la clase de escrúpulos que llevó siempre en la alforja, y que tan raros resultan hoy día. Vamos a evocarlos esta semana en León, su viejo distrito electoral.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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domingo, 20 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Dinero ético





La igualdad que se consigue agachándose solo sirve para que algunos bajos crean estar a la altura, dice Manuel Jabois en un reciente artículoEs sabido que una de las derrotas más clamorosas de los trabajadores es creer que son privilegios lo que antes eran derechos: derrota porque el trabajador se considera afortunado; clamorosa porque la fortuna siempre crea mala conciencia, dice más adelante. Se trata de una ejecución singular, consecuencia de una clase depredadora que se encontró en la crisis con las condiciones idóneas para que 1) un puesto de trabajo entre tantos parados fuese una suerte, 2) un contrato fijo entre tantos temporales, un milagro, 3) 1.000 euros entre tantas prestaciones por desempleo, un lujo, y 4) vacaciones, algo de otro tiempo.

Es sabido también, porque al final en los pueblos todo se sabe, que ese círculo vicioso tiene unas consecuencias escandalosas, la más siniestra de todas la de que entre los propios trabajadores se reprochen los privilegios, como cuando a muchos les parece más insulto el sueldo de un estibador que el de ellos mismos. Hay otras, estas más previsibles, producto del funcionamiento extraordinario en España que tiene el mantra de que otros están peor que tú; aquella fábula, cuento o canción que decía que no te quejes de que tus zapatos estén rotos porque hay otros que se están comiendo las suelas.

Así que estos días, cuando tantos no responden o evitan responder que tienen un mes de vacaciones porque lo consideran inmoral, se publica que en el partido político Barcelona en Comú no funciona el llamado “salario ético”, una nómina que se pretendía ejemplificadora para la clase política bajo otro mantra innecesario: no se necesita más. Los comunes de Ada Colau, meses después, han descubierto que siempre se necesita más; la nueva política empieza a comprender que lo ético es ganar lo que uno merece sin apropiarse de lo que no es suyo, y que los sueldos altos, en lo público y en lo privado, están justificados si uno se hace acreedor de ellos.

Así que por un lado aparece una nueva izquierda denunciando la precariedad laboral y el traspaso semántico de derechos a privilegios, pero ella misma se aplica unas restricciones que dan la razón a los que defienden que hay que ganar lo justo para vivir, aunque ni eso cumplen. Se ha enquistado, desde hace tiempo, un pensamiento envenenado: el que tiene menos tiene más razón, y su defensa de las convicciones es más pura. Solo hay que recordar en los debates a los candidatos peleándose para ver quién cobra menos, y organizando ejercicios de transparencia con el objetivo de celebrar al que menos dinero tenga. Olvidando un asunto fundamental, el primero sabido de todos ellos: la igualdad que se consigue agachándose solo sirve para que algunos bajos crean estar a la altura.



Ada Colau, alcaldesa de Barcelona



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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sábado, 24 de diciembre de 2016

[Personal] ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Año Nuevo!





Recalcar a estas alturas el origen pagano de casi todas las fiestas religiosas del mundo resulta superfluo. El nacimiento del Hijo de Dios para los cristianos, la Navidad, no es otra fiesta que la milenaria celebración del solsticio de invierno, en el que la luz del día comienza su lance victorioso anual sobre las tinieblas de la noche.

Pero ese origen pagano no desmerece para nada la celebración de la Navidad cristiana, la Hanukkak hebrea, o la de cualquier otra religión del mundo que gire alrededor del solsticio de invierno. Al contrario, quizá lo que nos deja traslucir es el origen humano de todas las religiones.

No soy creyente, pero sí respetuoso en extremo con la fe de los que lo son. Creo que nadie debería ser obligado ni inducido a abandonar la religión de sus mayores ni a tener religión alguna. Creo que las conversiones forzosas deberían ser proscritos para siempre. Creo, como dice el teólogo católico Hans Küng, que la paz entre las religiones es imprescindible para alcanzar la paz entre las naciones, y que la paz entre las naciones es imprescindible para alcanzar la paz entre los hombres.

Creo que la ética podría ayudar a ello. Hay unas normas éticas universales que están presentes en todas las religiones y en todos los seres humanos, creyentes y no creyentes. Son normas muy sencillas y claras que pueden ayudar a la consecución de esa paz universal a la que aspiramos por encima de razas, credos y nacionalidades: Todo ser humano tiene que ser tratado con dignidad y humanidad, no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti, no mates, no robes, no mientas, no uses la sexualidad para hacer daño... Pienso que bastarían para hacernos mejores.

Hoy no me extiendo más. A todos los hombres y mujeres del mundo de buena voluntad, a todos los amigos y lectores de Desde el trópico de Cáncer les deseo de todo corazón una Feliz Navidad y un Feliz Año Nuevo. Que la paz sea con ustedes.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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lunes, 22 de diciembre de 2014

¡Felices Fiestas! ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Solsticio!









A estas alturas de la película recalcar el origen pagano de casi todas las fiestas religiosas del mundo resulta superfluo. La Navidad de los cristianos, no es otra fiesta que la milenaria celebración del Solsticio de Invierno, en el que la Luz del Día comienza su lance victorioso anual sobre las Tinieblas de la Noche...

Pero ese origen pagano no desmerece para nada la celebración de la Navidad cristiana, la Hanukkak hebrea, o la de cualquier otra religión del mundo que gire alrededor del Solsticio de Invierno. Al contrario, quizá lo que nos deja traslucir es el origen humano de todas las religiones.

Creo que nadie debería ser obligado ni inducido a abandonar la religión de sus mayores ni a tener religión alguna. Creo que los días del DOMUND católico y las conversiones forzosas deberían ser proscritos para siempre. Como dice el teólogo católico Hans Küng la paz entre las religiones es imprescindible para alcanzar la paz entre las naciones; la paz entre las naciones es imprescindible para alcanzar la paz entre los hombres.

La Ética podría ayudar a ello. Hay unas normas éticas universales que están presentes en todas las religiones y en todos los seres humanos, creyentes y no creyentes. Normas muy sencillas y claras que pueden ayudar a la consecución de esa Paz Universal por encima de razas, credos y nacionalidades: 

1. Todo ser humano tiene que ser tratado con humanidad.

2. No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti.

3. No matarás.

4. No robarás.

5. No mentirás.

6. No usarás la sexualidad indebidamente.

A todos los hombres y mujeres del mundo de buena voluntad, a todos los amigos y lectores de Desde el trópico de Cáncer: ¡Felices Fiestas! ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Solsticio!. Que la Paz sea con ustedes.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt










Entrada núm. 2206
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