La ideología marxista
ANTONIO GARCÍA-SANTESMASES
23 JUL 2024 - Nueva Revista - harendt.blogspot.com
Al hablar de marxismo hay que diferenciar entre los distintos marxismos. Cabe hablar del marxismo-leninismo, del maoísmo, del castrismo, del socialismo del siglo XXI. En estas páginas trataré de enfocar el tema desde la trayectoria del marxismo socialdemócrata. Para efectuar un leve recorrido me remontaré a los debates producidos en la época dorada de la Segunda Internacional (1889-1914) hasta llegar al momento actual. En las últimas elecciones francesas hemos podido comprobar como el debate sobre el pasado de la nación sigue vigente con una intensidad extraordinaria.
Los años dorados de la socialdemocracia. Es un tópico encuadrar los debates de la Segunda Internacional en la polémica entre Bernstein, Kautsky y Rosa Luxemburgo. Sin embargo, en los socialistas franceses influyeron otros hechos; lo ocurrido en Francia con el caso Dreyfuss marca toda una época, con la aparición de una figura que va a tener un peso decisivo en la política socialista. La figura a la que me refiero es Jean Jaurès.
Hasta ese momento, y durante mucho tiempo aún, se consideraba que un partido obrero, un partido de clase, no debería desviar su atención participando en debates en los que la explotación económica no fuera la cuestión fundamental. Al estallar el debate sobre la condena a Dreyfuss irrumpe un conflicto que va más allá de católicos y republicanos, de tradicionalistas y masones; es un debate que hace aparecer con toda claridad el antisemitismo que anida en una parte de la sociedad francesa. ¿Debería inhibirse el partido obrero ante la acusación de Zola?; ¿preguntarse sobre la auténtica identidad de Francia era un asunto que sólo interpelaba a los burgueses progresistas?
El debate llega también a España donde para el pablismo [por Pablo Iglesias] era esencial resaltar la especificidad de un partido de clase frente a anarquistas y republicanos. A diferencia de los anarquistas, el PSOE consideraba imprescindible aunar la dimensión sindical y la dimensión política. El partido debía ser político y no sólo sindical, pero, a diferencia de los republícanos, no debía ser interclasista. Si el caso Dreyfuss despertó la conciencia republicana de los socialistas franceses, la Semana Trágica de 1909 impone la coalición entre socialistas y republicanos. Sólo con esa coalición llega Pablo Iglesias a ser diputado.
A partir de ese momento en el socialismo español conviven dos almas dentro del partido: los que subrayan la necesidad de afianzar la dimensión obrera, dada la competencia en el campo sindical con la CNT, y los que consideran imprescindible conectar con los republicanos para acabar con el régimen monárquico. Estos segundos adquirirán un gran protagonismo participando en la oposición a la Dictadura de Primo de Rivera, en el Pacto de San Sebastián y en la proclamación de la República el 14 de abril de 1931. Hasta ese momento esa posición, que encarnaban Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos, era minoritaria dentro del Partido Socialista.
Mientras tanto en Francia y en otros países europeos, la experiencia de la Primera Guerra Mundial provoca un debate de nuevo acerca de la identidad. La Segunda Internacional se había conjurado para evitar un conflicto bélico y no logró impedir que estallara la guerra. Fueron al campo de batalla los trabajadores de los distintos países.
El triunfo de la Revolución rusa en 1917 provoca la división del movimiento obrero y la creación de la Tercera Internacional. Se produce una intensa batalla ideológica acerca del papel de las instituciones jurídico-políticas que se plasman en los debates entre Lenin y Kautsky sobre la Revolución rusa y el futuro del socialismo. Todas las decisiones tomadas en vida de Lenin: disolución de la asamblea constituyente, disolución de los partidos obreros, prohibición de tendencias en el partido bolchevique, aplastamiento de la oposición obrera, van creando las condiciones para la dictadura del estalinismo, para lo que Trotsky denominará «la revolución traicionada».
Se plantea, en aquel momento, un debate que se ha dado en toda experiencia revolucionaria. Si se acepta la legitimidad de origen para enfrentarse a un régimen tiránico, surge un interrogante que no se puede eludir y reza de la siguiente manera: una vez conseguida la victoria ¿esa legitimidad es eterna o debe ser contrastada, refrendada por un proceso electoral donde quepa competir por el liderazgo político desde distintas plataformas ideológicas?
Este debate, de enorme interés para analizar lo ocurrido en el estalinismo, en el maoísmo y en el castrismo, no es, sin embargo, lo que viven las sociedades europeas occidentales y lo que va a vivir el marxismo socialdemócrata.
Los años treinta y el siglo de los extremismos. En el imaginario de las actuales sociedades europeas queda muy lejos lo ocurrido en la Unión Soviética. Es muy notable la gran diferencia con lo vivido en los años treinta; en aquellos momentos todos los avatares sufridos trágicamente por Trotsky y por todos los miembros de la vanguardia bolchevique eran objeto de discusiones existenciales acerca de la bondad / maldad de los procesos revolucionarios. Pensemos en el congreso de intelectuales en Valencia en 1937 y todo lo ocurrido con André Gide.
A partir de la caída de la Unión Soviética y la desaparición del Pacto de Varsovia, el tema recurrente en películas, ensayos y novelas cambia de perspectiva y versa acerca de lo ocurrido en las democracias liberales en los años treinta, acerca del crecimiento del fascismo y los motivos de la irrupción del nazismo hasta provocar la Segunda Guerra Mundial.
No hay lector interesado que no tenga en su memoria los avatares de la llegada de Hitler al poder, la noche de los cuchillos largos, la anexión de Austria, la violencia desatada en la Noche de los Cristales Rotos, los pactos de Múnich, el comienzo de la Segunda Guerra Mundial con la invasión de Polonia y, a partir de ahí se suceden todas las narrativas sobre el Holocausto, la solución final y el heroísmo de la Resistencia hasta alcanzar el hundimiento del III Reich y los juicios de Núremberg.
Estamos ante un paradigma cultural tan potente que no es extraño que el presidente Zelenski utilizara referencias continuas a la memoria del nazismo para pedir la solidaridad de los países europeos ante el nuevo Hitler identificado, a su juicio, con la figura de Putin.
Así como durante años se pedía a la izquierda, especialmente a la izquierda comunista, que explicara si apoyaba el régimen que existía en la Unión Soviética o si, por el contrario, no consideraba deseable ese modelo de sociedad para las sociedades europeas, hoy ya no es así. Este debate ha desaparecido como si la perspectiva revolucionaria se hubiera evaporado definitivamente.
A partir de un momento histórico que podemos conectar con lo ocurrido en 1989 todo cambia. De alguna forma, la izquierda socialista y la izquierda eurocomunista descubren que la historia les ha dado la razón, que un régimen como el soviético no podía funcionar, pero descubre también que tener razón no implica tener ganada la batalla del futuro. La historia le da la razón porque efectivamente no cabe socialismo sin democracia, sin partidos políticos, sin elecciones libres, sin pluralismo ideológico, sin derechos humanos. Sin embargo, la realidad impone un nuevo vencedor. Un vencedor que tiene como referentes a Ronald Reagan, a Margaret Thatcher y a Karol Wojtyla y no considera que los socialistas, que se diferenciaron y criticaron lo ocurrido en los países del Este, merezcan ningún crédito; para la nueva hegemonía dominante todo lo ocurrido en el socialismo real responde a un error antropológico de partida, que anida en la propia filosofía socialista.
Este el contexto en el que las tradiciones de izquierda comienzan a reivindicar que, en realidad, son herederas de la Revolución francesa. Uno de los primeros en proclamarlo fue el último secretario del Partido Comunista italiano Achille Ochetto, antes de la disolución del propio PCI. Algo de esto hemos vivido las últimas semanas en Francia.
La reivindicación de la tradición republicana. En la semana crucial entre la primera y la segunda vuelta de las elecciones, Raphaël Glucksmann —el candidato socialista a las europeas— proclamó que la Francia de las luces, la Francia de la Ilustración, la Francia de Voltaire, de Victor Hugo, de Zola y de Jaurès, la Francia de Leon Blum y del Frente Popular no podía sucumbir ante los herederos de la Francia de Vichy. En aquel momento la proclama parecía que no iba a lograr detener la marcha irresistible del partido de Le Pen. Toda Europa contenía la respiración ante lo que podía ocurrir, hasta que a las 20 horas del domingo siete de julio, el milagro se produjo y el Nuevo Frente Popular fue primera fuerza, el liberalismo europeísta de Macron fue segunda y el partido de Le Pen —que todos los sondeos daban por seguro vencedor— quedó en tercer lugar. El pacto republicano había funcionado en la segunda vuelta.
Los hechos vividos invitan a reflexionar. Se ha jugado una batalla básicamente en torno a la identidad nacional. Los valores puestos en juego, los principios que se reclaman, la memoria a la que se apela, refleja cómo estamos ante una reivindicación de la soberanía, de la democracia, de la república, de la laicidad, de la ciudadanía, del papel de la escuela, y del lugar de la religión en el espacio público. Una batalla cultural que muestra las contradicciones, las paradojas, las promesas no cumplidas y los retos pendientes de las sociedades europeas.
El debate es apasionante y tiene múltiples facetas, pero me centraré en un punto que puede ayudar a comprender los retos que tenemos por delante. Se ha insistido repetidamente en que hay una división radical entre las élites de la izquierda y las bases sociales de la misma. Se ha ejemplificado este hecho en el transvase de los votos de los antiguos feudos comunistas a las huestes de Le Pen. Si por élites de la izquierda se entiende un discurso y una práctica centrados en los profesionales de alto standing que viven una globalización feliz, que sienten como grandes virtudes la flexibilidad, la novedad, el cosmopolitismo y el desarraigo, no cabe duda que esa brecha existe. La advertencia que alertaba acerca de que podíamos vernos atrapados entre dos males, entre el capitalismo de casino y las identidades tribales no fue atendida. Los hechos muestran que a mayor globalización se incrementa la pulsión a favor de la identidad.
El problema viene cuando tenemos que precisar qué debemos entender por identidad. La acusación a la izquierda reformista se ha basado en el peligro de atender prioritariamente los reclamos de grupos minoritarios; a grupos que quieren reivindicar su singularidad desdeñando los problemas que afectan a poblaciones que se sienten abandonadas por la globalización.
El debate en las últimas semanas en Francia muestra, sin embargo, que el uso político del pasado no desaparece; por mucho que pueda haber modernizadores económicos que piensen que los debates de la memoria son arcaicos y a nadie interesan, excepto a ínfimas minorías, lo ocurrido estas últimas semanas demuestra que no es así.
Mi opinión es que esos debates no van a desaparecer porque las fuerzas en litigio en la contienda electoral y en la batalla cultural, no van a hacer dejación de su lectura del pasado y de las lecciones a aprender de cara al futuro. No estamos ante un debate que afecte únicamente al papel de la familia o al lugar de la religión, afecta a conflictos que tocan el corazón de la tradición republicana.
Para la república laica el conflicto entre católicos y liberales, entre el tradicionalismo y la masonería, se resolvió a partir de la creación de una escuela pública potente, que tenía un gran prestigio; una escuela que facilita el acceso a sentirse parte de la comunidad nacional a todos los que han nacido en suelo francés; todos ellos forman parte de la república. Para ser ciudadano es imprescindible aceptar la separación entre religión y política; es la escuela la que permite superar las preferencias lingüísticas, religiosas o culturales y la que logra superar las particularidades en aras a una universalidad cimentada en los valores ilustrados.
¿Qué ocurre cuando un conjunto notable de miembros de la nación no se siente reconocidos, no se sienten representados, se viven estigmatizados?; ¿qué ocurre cuando la escuela, por más que pretenda compensar las desigualdades sociales, no logra generar sentimientos de ciudadanía compartida?
El problema se agudiza si pensamos en que muchos de los conflictos se van intensificando porque a la sensación de desamparo, de desarraigo, y abandono, se une la doble vara de medir de las sociedades europeas en relación con los conflictos internacionales.
Comenzábamos con el caso Dreyfuss. Para que la Francia de las luces y de la ilustración, de Voltaire, de Zola y de Jaurès, de Blum y de Mitterrand pueda lograr cumplir su cometido y afrontar el reto que le espera tiene que hacer algo muy difícil. Tiene que recordar su memoria y no olvidar su culpa. La República francesa también sucumbió al antisemitismo de Vichy y esa memoria dolorosa no se puede obviar. Pero ese recuerdo imborrable no se puede superar, no se puede salvar la culpa dando una patente de corso a los crímenes cometidos por el Estado de Israel en Gaza. La Francia republicana, la Europa laica, tiene que ser consciente de los males cometidos, pero no puede otorgar a las antiguas víctimas la condición de verdugos impunes de todo un pueblo, so capa de ejercer el derecho de defensa.
Es evidente que es más fácil decirlo en teoría que aplicarlo en la práctica. Es fácil decir que uno tiene plena solidaridad con el derecho de defensa del Estado de Israel ante un atentado terrorista, pero que a la vez debe buscar un horizonte de futuro donde sea viable la existencia de un Estado palestino y la convivencia entre dos pueblos. Se puede decir una y mil veces, pero no hay garantía de que esa petición sea atendida.
Por ello, son muchos los realistas políticos que piensan que es inevitable el conflicto, que el problema está cronificado y no tiene solución; puede que no estén errados en el diagnóstico, pero hay que decir que la falta de coraje y de relevancia de una Europa laica es lo que provoca el uso artero del pasado. Hemos llegado a ver cómo los herederos de Vichy aparecen como los defensores del Estado de Israel mientras los críticos a Netanyahu son caracterizados como antisemitas.
Este debate tan distinto al de la Guerra Fría, tan diferente a la política de bloques, tiene, sin embargo, un punto en común que no conviene desdeñar. También en los años sesenta y principio de los setenta, también en los años ochenta cuando las campañas por el desarme nuclear y en contra de la doble decisión de la OTAN y el despliegue de los euromisiles, también entonces se decía que todo el que estaba en contra de la política de bloques hacía el juego al otro bloque. En el caso occidental se afirmaba que los pacifistas hacían el juego a la Unión Soviética.
Hoy se afirma que todo el que crítica al Estado de Israel hace el juego al islamismo radical y a las teocracias fundamentalistas. Es el momento de evitar esta militarización del pensamiento político y poner encima de la mesa lo mejor de la tradición ilustrada. De una tradición que sabe que no puede dar esta batalla cultural sin contar con la fuerza, y el vigor de las tradiciones religiosas emancipatorias. ¡Cuánto mejor nos iría escuchando a Bergoglio en esta encrucijada civilizatoria!
Los realistas políticos afirman enfáticamente que siempre se impone la razón de la fuerza y poco puede hacer la fuerza de la razón. Puede que acierten, pero mientras tanto lo ocurrido en Francia muestra que no todo está perdido, que cuando se es capaz de recordar la mejor tradición de una nación y se es capaz de hacerla visible en un momento decisivo, la victoria es posible, aunque días antes pareciera inalcanzable. El siete de julio para satisfacción de muchos, sorpresa de casi todos y frustración de los que ya cantaban victoria, el milagro se produjo. Antonio García-Santesmases es doctor en Filosofía y catedrático de Filosofía Moral y Política en la UNED.
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