Manuel Arias Maldonado (1974), profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga, becario en la Universidad de Berkeley y en el Rachel Carson Center de Múnich, e investigador visitante en las universidades de Keele, Oxford y Siena, es firma asidua en Desde el Trópico de Cancer, que reproduce artículos de su blog Torre de Marfil. El último de ellos lo dedica a la religión y su, posible encuadre, dentro de los límites de la mera emoción.
El escritor francés Emmanuel Carrère, comienza diciendo, nos relata en El Reino ‒entre otras cosas‒ la historia de su breve experiencia como creyente católico a comienzos de los años noventa, cuando una crisis personal le condujo a la fe. Su planteamiento es individualista: una búsqueda subjetiva del sentido que, en el caso de Carrère, incluyó un exhaustivo comentario del Evangelio de San Juan. «Ser yo se me hizo literalmente insoportable», escribe: el fardo de la existencia se le había hecho demasiado pesado. A la evangélica edad de treinta y tres años, el escritor francés es instruido por su madrina; instruido en una vida espiritual encaminada a conquistar el reino interior al que alude el título de su libro. Pero sus reflexiones arrancan, veinte años después de ese chispazo religioso que le duraría tres años, con un sentimiento de extrañeza ante la posibilidad de que haya fieles que crean todavía hoy aquello que cuenta la Biblia: Si se les pregunta, responderán que creen de verdad que hace dos mil años un judío nacido de una virgen resucitó tres días después de ser crucificado y que volverá para juzgar a los vivos y a los muertos. Responderán que esos acontecimientos constituyen el centro de su vida.
Un año después era Michel Houellebecq quien entregaba a la imprenta una novela, Sumisión, que bajo la forma de una distopía política esconde una meditación sobre el desencantamiento del mundo posreligioso y sus consecuencias para la identidad del individuo moderno. François, profesor universitario especializado en Joris-Karl Huysmans, que no por casualidad es un escritor francés del siglo XIX convertido al catolicismo, sigue una trayectoria similar al Carrère de 1990: descontento con su vida, trata de encontrar en la religión una salida a su laberinto personal. También aquí nos encontramos ante todo con el proyecto individual de un occidental sofisticado; la diferencia es que François, en un pasaje que ya hemos traído a colación anteriormente en este blog, no recibe la gracia. Su intentona culmina con la estancia, durante varias semanas, en Rocamadour, donde visita a la célebre Virgen negra de la capilla de Notre-Dame. A pesar de su grandeza, nos dice el narrador, sentía perder el contacto con ella: Al cabo de media hora, me levanté, definitivamente abandonado por el Espíritu, reducido a mi cuerpo deteriorado, perecedero, y descendí tristemente los peldaños en dirección al aparcamiento.
Ambos, Carrère y Houellebecq, nos hablan así de la experiencia del creyente en una época individualista: del intento por encontrar un sentido a la existencia a través de la religión. Los dos buscan una relación personal con la divinidad que colme su necesidad de trascendencia. Y no es un enfoque desacostumbrado: podemos pensar en Søren Kierkegaard, en Graham Greene, en Bob Dylan. Entre nosotros, Javier Gomá ha dedicado un hermoso libro al problema de la inmortalidad del alma, donde también se pone el acento en la dignidad individual que la desaparición física parece negarnos y en la consiguiente afirmación de la misma a partir de la «super-ejemplaridad» de Jesús de Nazaret. Pero también algunos ilustres blasfemos, como nuestro Luis Buñuel, indagan en la dimensión individual de la creencia religiosa (en Nazarín) o ponen el acento en el aparente absurdo que revisten muchos aspectos de la teología cristiana en los que nadie podría creer de verdad (en La vía láctea). Es natural, en fin, que nos fijemos en el individuo. Pero, aprovechando la llegada de unas fiestas navideñas que todavía tienen como pretexto una festividad religiosa, quizá podamos acercarnos al fenómeno religioso de otra manera. Y de una que, a diferencia de lo que hoy parece habitual, sitúe en un segundo plano la experiencia espiritual del que es creyente o aspira a serlo.
Sobre esa pista nos pone el filósofo británico Tim Crane en un libro recién publicado, cuyo contenido adelantó en las páginas de The Times Literary Supplement el pasado 3 de noviembre con un artículo titulado «Join the club. An alternative way to describe religion» https://www.the-tls.co.uk/articles/public/tim-crane-religion-philosophy/. Según Crane, que se confiesa ateo, nos hemos acostumbrado a concebir la religión como una combinación de cosmología (o explicación sobre el sentido de la existencia) y moralidad (o conjunto de reglas sobre cómo conducirse), vinculadas entre sí por la promesa de vida ultraterrena (pues sólo si nos comportamos de un modo determinado disfrutaremos de esta última). A su juicio, empero, no se trataría de la forma más apropiada de acercarse a la religión, pues nos impide comprender adecuadamente la creencia religiosa. Semejante inadecuación se hace patente cuando atendemos al contenido de los principales textos religiosos. Así, por ejemplo, sólo uno de los cinco pilares del islam tiene contenido cosmológico (el que afirma que no hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta); el resto son reglas de conducta para el buen musulmán (como rezar cinco veces al día, ayunar durante el Ramadán, o peregrinar a La Meca). Lo mismo sucede con el meticuloso judaísmo y, en quizá menor medida, con un cristianismo en el que la dimensión cosmológica parece ser más fuerte. Con todo, sugiere Crane, los Diez Mandamientos contienen reglas de naturaleza moral (como respetar a los progenitores o no cometer adulterio), mientras que los sacramentos constituyen ritos que no tienen demasiado que ver con la moralidad ni expresan, tampoco, creencias cosmológicas. Nuestro autor quiere llegar a la afirmación de que esta descripción del hecho religioso deja fuera algo fundamental, a saber, la práctica religiosa. Escribe: Ser creyente implica, esencialmente, hacer ciertas cosas, desarrollar ciertas actividades, ya sea una vez en la vida (bautismo, confirmación, peregrinación), ya de manera regular y repetida (oraciones rituales, dar limosna, respetar el Sabbath).
A su vez, las prácticas religiosas presentan dos rasgos dominantes: por un lado, los creyentes no las inventan, sino que las heredan; por otro, suelen implicar rituales conjuntos con otras personas. Incluso cuando el rezo es privado, podríamos decir, no constituye un lenguaje privado, y cobra buena parte de su sentido ‒si no todo‒ del hecho de que otras personas hacen lo mismo. Así que el paradigma de la práctica religiosa se basa en la repetición y la socialidad: en hacer con otros aquello que otros han hecho ya muchas veces antes. El pensador británico encuentra aquí el elemento de identificación en la creencia religiosa: identificación del creyente con el grupo, que aúna y conecta los dos aspectos principales ‒repetición y socialidad‒ de la práctica religiosa. Es algo que, como el propio Crane apunta, ya dijo Émile Durkheim en su obra clásica sobre el tema: los creyentes no sólo creen, sino que pertenecen a una iglesia o grupo religioso. Y eso era, para el sociólogo francés, lo que diferencia a la religión de la magia.
En fin, la práctica religiosa genuina implica ser miembro de un grupo o la pertenencia a él. Y nos encontramos ante una pertenencia que no se diferencia mucho de la que experimentan los miembros de una nación. En fin de cuentas, como subraya Crane, la identificación grupal es un fenómeno universal y no se limita a los creyentes religiosos; la novedad consiste aquí en subrayar este elemento y no otro al hablar de religión, en lugar de enfatizar su aspecto trascendental o cosmológico. No es que tener una religión y sentirse miembro de una nación sean la misma cosa, pero existe esta similitud: al identificarte con tu fe o tu iglesia, pasas a verlas como algo que forma parte de tu identidad. Eso es lo que significa pertenecer a algo, o a algún sitio.
Ocurre que la identificación con un grupo, que implica la exclusión de los demás, tiene que verse acompañada por la práctica religiosa. No basta con estar: hay que hacer. De manera similar, podríamos decir, la pertenencia nacionalista puede expresarse participando en rituales colectivos (desfiles patrióticos, homenajes a líderes históricos, festividades populares en fechas señaladas) o cultivando determinadas costumbres (bailes, peregrinaciones, usos lingüísticos). Ahora bien, sostiene Crane que para que la identificación sea religiosa hay que ir a la iglesia o el templo, así como participar en actividades colectivas: «Hacer lo que hace el grupo no es un extra prescindible, sino algo absolutamente central a la creencia religiosa». Una práctica como el rezo, de hecho, conecta al creyente con la comunidad religiosa del pasado, unidos ambos, presente y pretérito, en una búsqueda común de significado. Pero también conecta a quien reza ‒admite Crane‒ con aquello que queda fuera de la experiencia: con lo trascendente. Algo que también se maliciaba Durkheim cuando definió la religión como un sistema unificado de creencias y prácticas relativas a las cosas sagradas. Si no hay sacralidad, es difícil que haya religión.
Sea como fuere, en ningún caso entra dentro de las intenciones de Crane negar el elemento trascendental del hecho religioso. Al poner el acento en el carácter «profundamente comunitario» de este tipo de creencias, persigue algo distinto: normalizar la religión como un fenómeno típicamente humano. Al contrario que Richard Dawkins, por ejemplo, nuestro filósofo piensa que la religión no es una anomalía histórica que pueda ser extirpada sin daño de la vida social, superada la fase supersticiosa en la vida de la especie, sino que tiene su causa última en rasgos psíquicos y afectivos sobre los que no podemos disponer tan fácilmente. Es decir, que no se refiere tanto a la necesidad humana de significado, que nos permitiría explicar también la vigencia sempiterna ‒aun con mala salud de hierro‒ de los saberes humanísticos, sino a la no menos imperiosa necesidad de comunidad que nos hace buscar la compañía de los demás: en la nación, en el equipo de fútbol, en la religión. Naturalmente, un Nietzsche pudo decir aquello de que prefería la soledad y el frío de las alturas de nieve y hielo al calor del establo, pero, tras al menos dos siglos de desarrollo del programa ilustrado, podemos empezar a concluir que jamás será posible generalizar esta valiente ‒¿temeraria?‒ disposición de espíritu.
No se trata aquí, en modo alguno, de hablar en favor o en contra del fenómeno religioso; mucho menos, de juzgar creencias religiosas concretas. Y no porque no pueda hacerse, sino porque no es el objeto de esta breve nota, empeñada, por el contrario, en subrayar la importancia que para el éxito ‒o la pervivencia‒ del fenómeno religioso tiene su dimensión comunitaria y, por tanto, afectiva. Por lo demás, no se trata de una explicación incompatible con otras. Ahí tenemos las hipótesis evolucionistas, que ven la religión como un resultado natural del desarrollo de la vida social, a la que proveen de códigos morales que facilitan la supervivencia del grupo generando cohesión y orden en su interior ¡Para eso sirve exigir obediencia a los padres y fidelidad a los cónyuges! Esa misma querencia por el propio grupo, naturalmente, estaría en la raíz del nacionalismo. Y el propio deporte de masas sirve a ese fin en nuestros días. Esa pertenencia, como todas las pertenencias, puede adoptar formas agresivas. Pero también servir como espacio para la curación de las heridas o la canalización de las desadaptaciones personales: de los heroinómanos que tratan de desintoxicarse a la secta de los davidianos.
Acaso Crane subestime el papel que desempeña la esperanza en la creencia religiosa, sobre todo en contextos de privación donde se demanda la intervención divina para el mejoramiento material o la curación de la enfermedad. Es algo que los protagonistas de Los jueves, milagro, la película de Luis García Berlanga, terminan por aprender: arrepentidos de la estafa religiosa que montan para atraer visitas al pueblo y revivir con ello un balneario en declive, revelan su estratagema ante una multitud de menesterosos que, tras haber sido atraídos al lugar por el rumor del milagro, les prestan oídos sordos. En ocasiones, esa esperanza puede adoptar formas monstruosas ligadas al martirio o el suicidio colectivo, como sucede en la ficción de Vladímir Sorokin (la subyugante trilogía Hielo) o en más de un ejemplo histórico (alguno tan estremecedor como el que se produjo en The Peoples Temple of the Disciples of Christ en Estados Unidos en 1978, cuando murieron 909 miembros de una secta). Con todo, la hipótesis de Crane sobre la naturaleza del fenómeno religioso es compatible con el conjunto de explicaciones que la psicología y las ciencias sociales vienen ofreciéndonos en los últimos años sobre la conducta y las motivaciones humanas, consumado un giro afectivo que ha permitido abandonar las explicaciones puramente racionalistas para enriquecerlas con una atención renovada a los elementos emocionales ‒mas no por ello necesariamente irracionales‒ de la subjetividad. Hay, pues, que darle la bienvenida. Entre otras cosas, porque la gestión de la pluralidad religiosa es una de las tareas que tiene encomendada la democracia contemporánea.
Pese a la controversia erudita que acompaña al origen etimológico de la palabra, pudiera entonces ser que, si «religión» viene del religare latino y significa primariamente «atar fuertemente», el sentido de esa atadura no sea vincular al creyente individual con la divinidad, sino vincular a los creyentes individuales entre sí en el seno de una comunidad. Y que, en ese deseo de pertenencia, asociado por lo demás a una esperanza ultraterrena y a un conjunto de orientaciones morales capaces de estructurar la propia vida mediante una práctica ritual más o menos constante, se encuentre la clave que nos permita explicar el vigor que, pese a todo, siguen conservando las religiones mucho tiempo después de declarada la muerte de dios. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
1 comentario:
Un tema bien planteado ...
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